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Este libro no es una simple novela de venganza, sino un apasionante thriller de actualidad, donde se entremezclan el amor, el odio, la crueldad, el narcotráfico, la corrupción, el tráfico de armas, la trata de personas, las perversiones y una violenta acción. El lector será transportado ágilmente a través de una trama apasionante, desde África hasta Buenos Aires, desde localidades situadas en el Medio Oriente hasta el interior de la República Argentina, en un torbellino de hechos que atraerán su atención. Apelando a un relato claro y preciso, el autor presenta situaciones y personajes que no dejarán indiferentes a quienes disfrutan de las narraciones que se caracterizan por estimular la imaginación y despertar el interés por conocer el desenlace de la obra. Clive Kotze, el protagonista principal, expone su compleja personalidad a lo largo de estas páginas y su proceder interpela sobre la necesidad de aceptar que la justicia tradicional actúe ante la ocurrencia de crímenes aberrantes o recurrir a una especie de justicia alternativa en la que todas las reglas y límites son vulnerados con la finalidad de concretar una venganza brutal y expeditiva.
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Seitenzahl: 403
Veröffentlichungsjahr: 2024
JORGE ENRIQUE ALTIERI
Altieri, Jorge Enrique Un plato que se sirve frío / Jorge Enrique Altieri. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-5717-9
1. Novelas. I. Título. CDD A860
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
ADVERTENCIA
PARTE I Acción
PARTE II Espera
PARTE III Reacción
EPÍLOGO
A mi esposa María Cristina, por cincuenta años de apoyo incondicional.
Los hechos y personajes que contiene este libro se encuentran vinculados, exclusivamente, al ámbito de la ficción. Cualquier relación que el lector pueda establecer respecto de hechos reales, así como cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, constituye una mera especulación, adquiere carácter de apreciación personal y constituye pura coincidencia.
El autor
“La venganza es un plato que se sirve frío.”
“La venganza y el cangrejo de río, se sirven en plato frío.”
La frase proverbial y el refrán aluden al momento en que una persona decide ajustar cuentas pendientes contra alguien por un hecho de extrema gravedad. La oportunidad y modo que seleccione para hacerlo, no debe ser el resultado de la búsqueda de una satisfacción inmediata, sino más bien el desarrollo de un proceso que requiere, estabilidad emocional, información, tranquilidad y recursos para causar el mayor daño posible y obtener la mayor satisfacción al concretarlo.
La venganza es una forma de justicia alternativa, brutal e inmisericorde a la cual se recurre cuando los mecanismos de la justicia tradicional no actúan con la celeridad necesaria, lo hacen en forma negligente o favorecen a los delincuentes.
En este libro la venganza adquiere un carácter relevante, que llevará al lector a reflexionar, entre otras cosas, si está justificada, si es proporcional a los hechos, al sufrimiento de las víctimas, a la conducta de las personas que la generaron o la consideran excesiva.
El hombre apuró el ritmo de su trote, los últimos quinientos metros antes de terminar su rutina de ejercicio diaria los corría a la mayor velocidad posible. Llegó a su destino, que no era otro que su vivienda, e ingresó por el costado de la misma hasta el jardín situado en su parte trasera, allí comenzó a realizar ejercicios para estirar sus músculos.
Desde la ventana de la cocina, su esposa lo observaba, no le asombraba lo que veía sino la rigurosidad y la perseverancia con la que su marido se mantenía en buen estado físico. Ella no desentonaba, porque tres días a la semana también realizaba una rutina de ejercicios físicos para mantener el tono muscular pero no era comparable al esfuerzo que realizaba su esposo.
Clive Kotze y Clara Finnegan constituían un matrimonio maduro, en sus cuarenta y tantos años, pero atléticos y sin problemas de salud gracias a la actividad física que realizaban regularmente; no consumían tabaco y al alcohol lo disfrutaban en escasa cantidad en ocasión de asistir a reuniones sociales.
Clara, nació en Martínez, Provincia de Buenos Aires en el año 1983. Sus padres tenían un buen nivel cultural y socio–económico y decidieron tener una única hija a quien brindarle todo su amor y garantizarle una educación de excelencia; fue así que Clara retribuyó con creces las expectativas puestas en ella y se convirtió en una estudiante sobresaliente que amaba la actividad física, la música y los animales por sobre todas las cosas. Se graduó como bióloga a la edad de 24 años y decidió continuar su carrera en el Continente Africano.
Su destino final fue Johannesburgo y, en esa ciudad, conoció a quien se convertiría más tarde en su marido.
Clive Kotze nació en Pretoria en 1978, en el seno de una familia de clase media. Su padre, Dirk Kotze, sirvió en las Fuerzas de Defensa Sudafricanas (SADF) hasta su retiro que se produjo antes de que en el país finalizara pacíficamente el régimen de appartheid, gracias a la voluntad conjunta de Nelson Mandela y Frederik de Klerk; por ese logro, ambos recibieron en 1993 el Premio Nobel de la Paz.
Clive, se alistó en las SADF al cumplir dieciocho años y sirvió en ellas integrando las fuerzas especiales como Operador. Por protocolos de confidencialidad, nunca se dieron a conocer las aptitudes que adquirió ni el rango que alcanzó pero, presumiblemente, fueron amplias y su foja de servicios no presentó aspectos negativos sino todo lo contrario. En el año 2011 se retiró para dedicarse a la actividad privada y crear junto con su amigo y camarada de armas Bertie Shutte la empresa Luan Security Co. (Compañía de Seguridad León) con oficinas en Bath Avenue frente a un inmenso parque, en Rosebank – Johannesburgo, un barrio comercial cosmopolita cercano al centro de la ciudad.
En 2013, Clara y Clive asistieron a una actividad organizada por el alcalde de la ciudad, allí se conocieron y, desde ese día, no volvieron a separarse. A él le atrajo la elegancia de Clara, su espontaneidad, buen humor, sencillez y su porte ya que era alta, de piernas largas, cintura estrecha, cabello color miel que rozaba sus hombros y un rostro ovalado en el cual se destacaban una nariz respingada y grandes ojos azules de mirada profunda y embriagadora.
A ella le llamó la atención el aspecto de aquel hombre muy alto y delgado, de cabello castaño, manos grandes cuello ancho y cuerpo fornido, a punto tal, que el traje que vestía no podía ocultar una formidable musculatura. Su rostro no tenía barba ni bigote pero en su frente podía verse nítidamente una amplia cicatriz. No era atractivo por la proporción de sus rasgos sino más bien porque ellos transmitían un aura varonil y a la vez intimidante con una nariz rota propia de boxeador, cejas pobladas y ojos verdes de color esmeralda, casi gatunos, que parecían estar pendientes de todo lo que ocurría a su alrededor.
El amor no tardó en volverlos inseparables y se casaron. Sus temperamentos eran diametralmente opuestos y, tal vez por esa razón, el matrimonio se consolidó. Clara era alegre, extrovertida, optimista, delicada y sensible, amante de la vida al aire libre y tenía habilidad para tocar el piano, la guitarra e incluso el violín. Su trato era siempre educado y jovial pero no toleraba lo grosero, la falta de buenos modales y la vulgaridad.
Clive era poco afecto a mantener conversaciones extensas, pesimista por formación militar, siempre se preparaba para enfrentar la peor situación; era rústico, desconfiado y su tamaño podía hacerlo parecer torpe. No tenía ninguna habilidad para las tareas hogareñas pero disfrutaba de la música. Exteriorizaba buenos modales pero no transmitía calidez alguna. Su concentración, perseverancia y su apego al orden le permitían mantener el autocontrol.
Ambos habían sido educados en valores tales como la honestidad, la lealtad, la disciplina, el trabajo, la superación individual, la solidaridad y la tolerancia, por citar solo algunos.
Sin embargo, no existía una felicidad plena para los cónyuges porque, sin saberlo en un principio, tenían patologías que les impedían engendrar hijos tal como era su anhelo. Tampoco deseaban adoptar un niño. Así transcurrieron sus días hasta alcanzar la madurez sin poder formar una familia tradicional. Solamente dos perros de raza bull terrier, Petrus y Rohan los acompañaban en el hogar, su temperamento era demandante, posesivo y requerían de actividad física diariamente pero lo compensaban con una fidelidad incondicional hacia sus dueños y garantizaban a toda hora la seguridad del hogar.
La vida de Clara y Clive transcurría entre actividades de seguridad empresarial y personalizada, el ámbito académico y las investigaciones. Su hogar en Melville Neighborhood, un barrio residencial tranquilo al norte del centro de Johannesburgo, era una casa de dos plantas cómoda y acogedora de estilo norteamericano que Clara pacientemente había remodelado con criterio para disfrutar cada ambiente y decorado los mismos con buen gusto.
Esa noche de verano, decidieron cenar en el jardín y a la luz de las velas. Clive había abandonado el hábito de cenar temprano, tal como acostumbran los anglosajones y europeos para hacerlo a partir de las 2100 horas y así adecuarse al único horario que su mujer argentina había establecido y que le traía recuerdos de una costumbre tradicional de su país natal.
—¿Qué tenemos en el menú Clara?, preguntó Clive mientras descorchaba una botella de vino, – estoy hambriento y si no como algo pronto, te morderé un brazo – dijo mientras caminaba hacia su esposa y le rodeaba la cintura con sus brazos.
—Tranquilo cavernícola – respondió Clara – la cena está casi lista – pero, como dicen los chefs, “el que sabe comer, sabe esperar”. Espero que hayas descorchado vino blanco pues preparé pescado y frutos de mar con ensalada.
—Entonces acerté – contestó su marido – es lo que esperaba y me alegro que lo prepararas
La cena fue apacible y conversaron animadamente durante su transcurso. Finalmente, bebieron un whisky antes de levantar la mesa y lavar toda la vajilla. Clive miraba la espalda de su esposa mientras ella preparaba café.
—Siento tus ojos fijos en mi espalda Clive y me traspasa tu mirada, ¿acaso me equivoco?
—No te equivocas – respondió él – pero en realidad no están fijos en tu espalda sino más abajo.
Acto seguido la besó apasionadamente, luego la levantó en brazos y se dirigió al dormitorio. El café podía esperar, el postre resultaba impostergable.
El sonido de una llamada entrante, atrajo la atención del ministro.
Provenía de una de sus celulares sofisticados y “seguros” a los que solamente tenían acceso interlocutores calificados que no podía dejar de atender pues tenían acceso a él sin intermediarios.
—Te escucho, Marcos – respondió – ¿qué deseas?
—Recordarte que tenemos un problema que resolver, Asdrúbal. ¿Acaso no has visto la televisión esta semana? nuestro amigo tiene cada vez más acceso a los medios y difunde información que nos perjudica. Además, anunció que desea exponer todo lo que sabe ante el Congreso y en foros internacionales.
—Lo sé Marcos, pero tú sabes que se trata de una persona influyente, con contactos políticos, en el ambiente académico y muy respetado por su trayectoria como abogado. Al tipo no se lo puede extorsionar porque no presenta debilidades en su conducta. Con tranquilidad veré como ensuciarlo, tengo mis tiempos.
Del otro lado de la línea se escuchó la voz de Marcos, habló lentamente pero sus palabras constituían una advertencia que difícilmente podría ser ignorada.
—Mira socio, tus tiempos no son los míos ni los del resto de los asociados, si no resuelves el problema pronto, nos encargaremos de este señor por nuestra cuenta. No nos decepciones.
Asdrúbal Fernán, no pudo responder. La llamada había finalizado.
Lo irritaban los llamados de los capo narcos extranjeros que operaban en el país desde años atrás, pero el microbio del narcotráfico lo había contaminado todo. Siempre actuó como nexo entre la política corrupta local y los cárteles de narcotraficantes facilitando en principio el ingreso de sus integrantes y luego de materia prima. Finalmente, alcanzó el cargo de Ministro de Seguridad de la Nación y se convirtió en garante de la tranquilidad de los traficantes y fundador del Estado Narco paralelo. Así las cosas, el debería tener todo el poder y el control sobre la organización pero, tristemente, percibía que su poder y su control se licuaban a medida que pasaba el tiempo porque sus protegidos se lo disputaban a tal punto de imponerle exigencias cada vez más a menudo.
Percibía que, para el próximo período gubernamental, podría ser considerado prescindible y esto equivaldría, en el mejor de los casos, a un “exilio dorado” en algún país o a una muerte violenta, si se les antojaba.
El tiempo también jugaba en su contra. Debía resolver el problema que Roberto Finnegan representaba para la organización criminal.
Seleccionó otro de sus celulares seguros y llamó. Fue atendido casi de inmediato.
—Asdrúbal, ¿qué tenés para mí?
Quien respondía la llamada no era otro que Carlos “Rambo” Bernisi, también Ministro de Seguridad pero de la Provincia de Buenos Aires.
—Tengo a RF que a esta altura es como una piedra en el zapato para ambos, ¿me seguís?
—Te escucho – respondió Bernisi – pero te advierto que hay que ser cuidadosos con el sujeto.
—Eso ya lo sé – contestó Fernán molesto por un comentario que consideraba obvio – hay que neutralizarlo pero sin violencia. Si no obtenemos un resultado satisfactorio, los asociados amenazan con hacerse cargo por su cuenta y eso ya sabés como termina, son animales.
—Recibido. Me encargo con mi gente. Tranquilo Asdrúbal, en seis meses cambia el gobierno y no estaremos tan expuestos.
—No me siento tranquilo. Manteneme al tanto del manejo de este asunto. Hasta entonces. La comunicación finalizó, pero en el espíritu de los interlocutores, la angustia comenzó a crecer.
Un hombre de mediana edad, delgado, de cabello ralo y un rostro enjuto en el que se destacaban un par de pequeños ojos oscuros, una nariz puntiaguda y grandes orejas, ingresó en el despacho de Carlos Bernisi. Su aspecto no era agradable, vestía ropa de marca pero ésta evidentemente no era la adecuada para él que destilaba vulgaridad y se asemejaba a un roedor gigante.
—Acá me tiene Jefe, listo para servirle – dijo el recién llegado –.
—Siempre tan obsecuente y alcahuete. Díaz, Usted no cambia más – respondió Bernisi –.
—José Díaz, no se inmutó ante el desprecio y preguntó, ¿Qué tengo que hacer esta vez?
—Algo que requiere discreción y eficiencia, por eso lo convoqué. Esas son las cualidades que me sirven y no las otras. ¿Conoce al abogado Roberto Finnegan?
—Desde luego, cada vez habla más en contra de nuestra organización y con mayor fundamento. Falta que haga la denuncia penal o presente pruebas en el exterior, nada más.
Bernisi comprobó que su hombre de confianza conocía bien la situación que generaba ese abogado impoluto e influyente.
—Me interesa todo el material que haya reunido y sirva para los propósitos que acaba de mencionar, Díaz. También la posibilidad de ensuciarlo y desprestigiarlo para extorsionarlo, así se deja de joder y lo tenemos agarrado de los huevos.
—De lo primero me ocupo con mi equipo, lo segundo es difícil, el tipo no tiene, vicios, y no participa de ninguna actividad que roce siquiera una contravención, además lleva una vida ejemplar en todos los ámbitos y su mujer es igual.
—¡Otra cosa Díaz! – Nada de violencia hasta que yo la autorice, ¿entendió?
—Si, Jefe. Hasta que Usted no me suelte la correa, sin violencia.
El hombre descansaba plácidamente en una reposera de fibra de vidrio al costado de la piscina climatizada. Sus ingresos le permitían darse una vida de rico que, entre otras cosas, incluía la posesión de varios inmuebles de categoría, media docena de vehículos exclusivos, frecuentes viajes y acceso a círculos políticos, medios periodísticos y al ámbito judicial. Todo se debía al éxito de sus “empresas” dedicadas a la venta de vehículos de alta gama, a los servicios de salud, al transporte y la actividad turística y hotelera.
No tenía de que preocuparse. Su familia estaba bien constituida y, a sus cincuenta años, gozaba de excelente salud y se mantenía en buen estado físico gracias a la práctica de diversos deportes.
Marcos Pérez González, de nacionalidad panameña, era un jefe narco y gozaba de una excelente reputación entre las organizaciones delictivas dedicadas a este rubro, tanto en la Argentina, país donde residía desde el año 2003, como en el exterior. La reputación la mantenía e incrementaba gracias a la violencia que ejercía en sus territorios, el constante control de sus operaciones ilegales, una intrincada red de contactos y su absoluta falta de escrúpulos.
Veinte años corrompiéndolo todo, desde ministros, jueces, fiscales, políticos, integrantes de las Fuerzas de Seguridad, hasta las personas que conforman los niveles más carenciados de la sociedad argentina.
Sus contactos con otras organizaciones narcos y hasta con terroristas le permitían traficar preferentemente narcóticos pero esa actividad no era excluyente, también se dedicaba junto a sus asociados de traficar armas, personas y mercadería de contrabando.
Había comenzado traficando marihuana pero luego el negocio se concentró en la producción de drogas sintéticas que son producidas utilizando sustancias químicas en laboratorios o “cocinas” clandestinos. Las drogas que elaboran son diversas, entre ellas, LSD, metanfetaminas, spice, derivados de fentanilo, meperidina y cocaína.
La distribución y comercialización estaba a cargos de jefes regionales y el criterio impuesto por Marcos para la venta estaba en relación con el poder adquisitivo del consumidor: paco para los marginales y adictos crónicos, marihuana para adolescentes e incluso para adultos que muchas veces solían ser los padres de aquellos, drogas de diseño para personas de clase media y clase media alta y finalmente drogas puras para la clase política, los acaudalados y para los que ocupaban cargos de relevancia en el organigrama del Estado.
Sus lugartenientes reclutaban personas en el nivel más bajo de la escala socio–cultural. Grupos preferentemente marginales, delincuentes, adictos, analfabetos y violentos eran incorporados a la organización criminal; algunos por su ferocidad, astucia y devoción eran promovidos a las jerarquías más importantes, generalmente después de algún acto delictivo de proporciones en beneficio del clan narco.
El capo Marcos Pérez González, poseía una guardia personal integrada por sicarios de su máxima confianza que él mismo había seleccionado luego de que éstos demostraran su valor y lealtad al jefe ejecutando actos de extrema crueldad. Entre ellos, se destacaba Miguel “Corchito” Arancibia y un cuarteto de malhechores que se autodenominaban los “Turros” y solían efectuar trabajos especiales a requerimiento de su patrón. Conejo, Pardo, Cara de Mapa y Tití eran los alias con los cuales se los conocía.
Los cuatro sujetos eran violentos al extremo y todos, sin excepción, tenían un frondoso prontuario por delitos tales como: violencia doméstica, robo con armas de fuego, lesiones, violación y tráfico de estupefacientes, por citar sólo algunos.
Los alias que los identificaban tenían directa relación con sus características físicas. El Conejo recibió ese nombre porque tenía labio leporino como consecuencia de que su madre había contraído en diferentes ocasiones enfermedades de transmisión sexual y, a la vez, era drogadicta. El aspecto del sujeto era desaliñado, con cabello ralo, rostro anguloso donde se distinguían un par de ojos pequeños y muy cercanos a su nariz que moqueaba con frecuencia, no superaba el metro setenta de estatura, caminaba encorvado y hablaba poco como si quisiera pasar desapercibido por el defecto congénito que padecía. Tenía casi 35 años pero aparentaba mayor edad.
El Pardo era un hombre de 38 años de edad, casi un metro noventa de estatura pero barrigón. Superaba los ciento veinte kilos de peso. Su piel era muy oscura, casi negra. Tenía un cráneo redondo cubierto de rulos negros que le caían hasta los hombros. Su cara era redonda con una nariz grande, mejillas fláccidas y boca de labios gruesos. Los brazos eran fuertes y su torso se apoyaba en un par de piernas combadas.
Cara de Mapa recibió ese apodo porque su padre le quemó la cara con agua hirviendo cuando era niño y las cicatrices habían adquirido, con el tiempo, la forma de las curvas de nivel en cartografía. Se rasuraba el cráneo y no tenía cejas. Los ojos eran oscuros y su mirada cruel y desafiante. Con 42 años era el más viejo del grupo. Tenía tatuajes de mala calidad en ambos brazos, hechos en la cárcel, “Madre” y “Diego” en uno y “San La Muerte” en el otro.
Tití era el menor de los cuatro, apenas tenía 30 años. Se asemejaba a un mono de esa especie y de ahí, su apodo. De contextura delgada, cara pequeña, nariz plana, cabello duro y cortado como crin de caballo, era pendenciero y fumador empedernido. Su dentadura mostraba un deterioro importante con falta de piezas, caries y un aliento apestoso.
Marcos gozaba de lujos, poder e impunidad y no estaba dispuesto a cambiar su “standing” por nada del mundo, al contrario, su codicia y ambición no parecían tener límites. Era un hombre robusto pero no gordo, su estatura no superaba el metro setenta. Su cabello era abundante y negro como ala de cuervo, tenía piel cobriza, brazos fuertes y un rostro redondo donde resaltaban un bigote espeso, un par de ojos oscuros y penetrantes, una nariz curva y una boca de labios finos, crueles. Pese a vestirse con prendas caras su persona resultaba tosca, vulgar y poco agradable.
Era un hombre de acción, acostumbrado a correr riesgos y difícil de intimidar. Su presencia inspiraba temor porque proyectaba un aura de arrogancia y brutalidad.
En un segundo plano, se encontraba el verdadero cerebro de la organización, su hermano Manuel Pérez González, experto en comercio y finanzas internacionales. Era la mano derecha de Marcos, su confidente, consejero y el único hombre en el cual el capo narco depositaba su absoluta confianza.
Su apariencia era diferente a la de su hermano. Alto, delgado de contextura frágil, con piel aceitunada, rostro ovalado sin barba ni bigote, nariz recta, ojos grandes de color marrón. El abundante cabello castaño teñido de canas, su forma de vestir y sus buenos modales le conferían un aspecto elegante y hasta atractivo.
—¡Manuel, ven para acá hermano!, ¿terminaste ese asunto con el juez Lapitrocca?
—Si, hermano. Enseguida arreglamos los términos. Otro que comerá de nuestra mano. Nuestra gente en la zona entrará y saldrá por la puerta giratoria de ese juzgado. Lo que le ofrecí no dudó en aceptarlo... en unos meses el pago se suspenderá y lo apretaremos como al resto.
—Bien, me gusta que todo fluya Manolito querido.
—Tú, que me dices del asunto de ese boquiflojo de Finnegan, ¿lo arreglaste con nuestro “mentor”?
—Ya, no te preocupes, él se encargará y también quedó clarito que si no lo hace, lo haremos a nuestro gusto y paladar.
—Estupendo Marcos, te traigo un último asunto que puede interesarte.
—Ya basta Manolito, no estoy de humor para que me traigas nuevos negocios. Lo que quieras tratar, que espere hasta mañana.
—¿Y si el asunto se llama Nicky, Brenda y Pamela, tres nuevas putas para estrenar?
—En ese caso hermano... ¡que vengan las putas, el champagne y la falopa de primera !!! ¡Qué empiece la fiesta!!
La casa tenía un aspecto sobrio y elegante. No era para menos, había sido diseñada y construida por uno de los mejores estudios de arquitectura de Buenos Aires.
Era propiedad de la familia Finnegan desde mediados del siglo XX y, en la actualidad residían en ella solamente dos personas, el matrimonio constituido por el Doctor Roberto Finnegan, abogado, y su esposa la escribana Julia Ocampo; su única hija Clara, residía desde el año 2009 en Sudáfrica y estaba felizmente casada con un ex militar de ese país, Clive Kotze.
Los Finnegan habían contraído matrimonio en 1978, año en el que la Argentina ganó su primer Campeonato Mundial de Fútbol. Actualmente, Roberto tenía setenta años y su esposa Julia sesenta y cinco, ambos gozaban de excelente salud y un buen pasar en lo económico y social.
El Doctor Finnegan era simplemente “Rob” o “Robert” para sus amigos. Su reputación de hombre honesto, trabajador y leal la había construido a lo largo de su vida mediante un sobresaliente desempeño profesional, una conducta intachable y una ética basada en su fe católica y los valores que supo inculcarle su familia. Tenía un porte distinguido y una apariencia de galán hollywoodense de la década del sesenta, como un Stewart Granger vernáculo o algo por el estilo, también se distinguía por su excelente tacto y trato al relacionarse con otras personas.
Julia, por su parte, siempre se destacó por su elegancia y buen gusto pero sin ser ostentosa; si bien era una mujer muy atractiva, no podía considerársela una belleza, pero sus rasgos eran armónicos y agradables. Era una mujer optimista, curiosa y de gran sensibilidad.
Esa noche de otoño, el frío había hecho su aparición en Buenos Aires luego de un tórrido verano.
—¡Julia!!, la casa está helada, por favor enciende la calefacción.
—Ya lo hice, tardará unos minutos en calentar la casa. No te impacientes.
—Creo que soy yo el que está helado. Deberíamos darnos un gusto y viajar hacia alguna playa paradisíaca.
—No sería mala idea. Recuérdalo para el próximo invierno, querido.
La campanilla del teléfono celular del abogado comenzó a sonar. El sonido era estridente. Al tomarlo para contestar la llamada vio que era un colega quien llamaba, el Dr. Ferraro, su mejor amigo y el hombre en quien depositaba su mayor confianza.
—¡Hola Martín, buenas tardes!
—¡Hola Robert!, te llamo para coordinar cuándo y dónde nos vemos, así conversamos sobre el asunto que te preocupa. ¿Querés adelantarme algo?
—No, prefiero conversar personalmente y en casa. ¿Te queda bien el martes próximo, alrededor de las 1800 horas?
—No tengo inconvenientes en visitarte en el día y horario que indicaste. Prepará alguna bebida estimulante, uno de esos whiskies añejos que atesorás resultaría muy adecuado.
—¡Todo listo Martín!, te espero con un buen escocés. Un gran abrazo y hasta entonces.
No bien finalizó la comunicación, caminó hasta su escritorio y comenzó a redactar un escrito en su computadora personal.
Su esposa leía en el living comedor y, frente a ella, se encontraba encendido el monitor de las cámaras de seguridad que habían instalado durante el verano. Absorta como estaba en la lectura, Julia no prestaba atención a las imágenes. Nada raro aparecía en pantalla, sin embargo, en la vereda opuesta, una camioneta utilitaria de color blanco con sus vidrios polarizados arrancó desde el lugar en que estaba estacionada y comenzó a circular en dirección al Río de la Plata.
La presencia del vehículo no representaba nada especial, excepto por el hecho de que los últimos cuatro días había estacionado en el mismo lugar desde la mañana hasta las primeras horas de la noche.
—Julia, el martes próximo nos visitará Martín, solamente por unos minutos, vamos a conversar en el escritorio.
—Está bien, gracias por avisarme. ¿Consulta profesional o algo te preocupa?
—Te falta una sola materia para recibirte de bruja, Julia. Acertaste, me preocupa algo.
—¿Quieres compartirlo conmigo? – preguntó Julia.
—Estoy preocupado por la exposición pública que he tenido este año y los próximos pasos que daré para que alguien en este país o en otro haga algo para frenar el señoriaje narco y el de todos sus cómplices. Y me preocupa más aún no haber recibido siquiera una amenaza.
—Entiendo querido, quien no amenaza, simplemente actúa. Deberías considerar dejar todo esto, cada vez presiento más peligro.
—No te preocupes Julia, tomaré las previsiones correspondientes para nuestra seguridad. Además, sabes que soy discreto, prolijo y detallista.
—Lo sé, pero eso no alcanza para detener un proyectil.
El doctor Finnegan guardó silencio. No era la primera vez que, en cuarenta años de matrimonio, su esposa ponía de manifiesto su sentido común y su reflexión era irrefutable.
La lucha contra el delito en el principal distrito del conurbano de la Provincia de Buenos Aires, desde el año 2019 no progresaba. La delincuencia crecía, especialmente el narcotráfico gracias a la falta de un marco normativo legal adecuado que les permitiera a las fuerzas policiales y de seguridad cumplir sus funciones sin tener las manos atadas, a jueces y fiscales garantistas y corruptos, a jefes policiales que no actuaban, a la falta de recursos materiales, a la abundancia de recursos humanos mal entrenados y peor pagados, a las alianzas con las organizaciones narco y a la falta de conducción de ministros ineptos, corrompidos y carentes de todo compromiso con la sociedad argentina en materia de seguridad.
Si los argentinos buscaran arquetipos de canallas, sin duda integrarían la lista y ocuparían los primeros puestos los Ministros de Seguridad Carlos Bernisi y Asdrúbal Fernán. Ambos, en diferentes niveles aseguraban las operaciones de los principales líderes del crimen organizado. No les resultaba difícil, bastaba con mirar hacia otro lado, dirigir operativos hacia zonas en las que se registraban escasa actividad delictiva, neutralizar, impedir, demorar el acción de la justicia, facilitar información a los capos mafiosos y garantizar la impunidad de los mismos.
Era una guerra desigual en las que las fuerzas del orden perdían terreno a diario y los ciudadanos sufrían la embestida de criminales de toda laya que carecían de todo límite. La violencia alcanzaba niveles altísimos.
Carlos Bernisi se desplazaba por la autopista en una camioneta blindada de color negro con vidrios oscuros y patente apócrifa en compañía de su chofer y dos agentes como custodios. De pronto uno de sus celulares emitió un graznido penetrante y persistente. Atendió la llamada.
—Lo escucho. Espero que sea importante.
—Lo es Jefe. – aseguró José Díaz –
—¿Qué tienes?
—El objetivo que me indicó se reunirá en su casa con un amigo de extrema confianza el próximo martes. Aprecio que es una reunión importante para él.
—Hasta ahora no tienes nada que me haga feliz. ¿Lo interceptaste con el nuevo equipo?
—Si. Es excelente. Lo mantengo informado, Jefe.
—El tiempo apremia. Quiero resultados. – Bernisi cortó la comunicación con su agente de manera abrupta.
El vehículo circulaba por la Avenida General Paz en dirección al Puente de la Noria.
—Cambio de planes, Rivas. Murmuró el ministro.
—¿A dónde señor? – respondió su chofer.
—A Buenos Aires, debo ver a Fernán.
Rivas asintió en silencio y cambió la dirección de marcha. Se dirigían hacia el centro de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
La camioneta blindada estacionó en una cochera que le estaba reservada. Ni los custodios ni el chofer descendieron, solamente lo hizo Bernisi. Con paso rápido se dirigió a un ascensor privado que no se detenía hasta alcanzar el décimo piso del edificio, oprimió en un tablero la clave de seguridad, ingresó y pulsó el único botón de ascenso.
El décimo piso del Ministerio de Seguridad de la Nación era un área restringida que estaba destinada para el uso exclusivo del Ministro.
En la antesala del despacho ministerial dos custodios reconocieron a Bernisi y anunciaron su llegada.
—Que pase el Ministro – ordenó una voz metálica a través de un intercomunicador –.
Las hojas dobles de la puerta de roble se abrieron y, al fondo de un salón de grandes proporciones profusamente iluminado se distinguía un escritorio moderno ocupado por Asdrúbal Fernán. La sonrisa sobradora era una característica en él. Quienes lo conocían lo describían como un hombre desagradable, de baja estatura, calvo con barba candado, ojos lascivos, manos pequeñas sin rastros de trabajo físico semejantes a las de una mujer, falso, bravucón, provocador, grosero, autoritario y corrupto. En otras palabras, un hombre dispuesto a cagar a quien fuera con tal de mantener poder y disfrutar de impunidad.
—Buen día Asdrúbal. El saludo de Bernisi no expresó cordialidad alguna.
—¡Llegó Rambo, mi hombre!, bienvenido Carlos. Las palabras sonaron falsas como dólar amarillo.
Ambos ministros se sentaron frente a frente, el escritorio los separaba y al mismo tiempo indicaba la superioridad de cargo que tenía uno sobre el otro.
—Mientras tomamos buen scotch, ¿qué información tenés a esta altura?, inquirió Fernán.
—Tengo a RF bajo vigilancia desde el 06 de junio. Me han confirmado que se reunirá con su mejor amigo y colega de mayor confianza el martes próximo en su casa. La reunión será de corta duración.
—No me impresiona en absoluto esta información – respondió Fernán – sino las conclusiones que tienes al respecto. ¡Ilumíname, sorpréndeme, Rambo!
—Considero que la reunión tendrá como finalidad que RF le entregue al Dr, Ferraro un soporte magnético con información como salvaguarda, teniendo en consideración que puede efectuar una denuncia penal en cualquier momento y lugar.
—Necesitamos saber si Finnegan le entrega información a Ferraro, dónde éste la guarda y además, cúando y dónde planea presentarse a denunciar. Tenés trabajo pendiente Carlos. ¿Qué hacés sentado acá todavía??
“Rambo” terminó de un trago su whisky y se puso lentamente de pie. Era un hombre alto y corpulento de cara cuadrada nariz ancha y labios gruesos, le gustaba la formalidad y ser adulado. Presumía de poseer grandes aptitudes físicas, una ética casi estoica y una capacitación que le permitía ejercer sus funciones con absoluta idoneidad. Nada de eso era cierto.
—Te mantengo informado sobre lo que obtenga.
—Más te vale, no me gusta tener al grasa de Marcos llamándome y creo que a vos tampoco. Ese tipo es impredecible y peligroso, incluso para nosotros.
Bernisi salió de aquel despacho sin despedirse. Era cómplice de Fernán pero no lo soportaba, especialmente desde el día en que lo dejó en ridículo frente a otros peronistas al comentar que gran parte de las especialidades que figuraban en su currículum eran “truchas”, lo cual era cierto. Había construido un relato a su medida pero no todos los capítulos eral veraces.
Mientras el ascensor descendía, habló por celular y coordinó una visita.
Subió a la camioneta con mal talante.
—¿A dónde ahora, Jefe ? – preguntó el chofer.
—A lo de mi terapeuta. Necesito atención urgente.
La camioneta se dirigió hacia el barrio de la Recoleta, donde Alexia, una de las escorts predilectas del ministro esperaba su visita en el departamento que, discretamente, le había alquilado para recibirlo y atenderlo en forma exclusiva.
El vehículo se detuvo frente a un edificio de la calle Alvear. Tres hombres permanecieron dentro y el restante descendió. Con rapidez atravesó la acera, el hall y se dirigió hacia el ascensor del contra-frente que lo transportó hasta el octavo piso. Esa tarde pensaba disfrutar de su puta a pleno, la usaría a su antojo, era lo que necesitaba.
No bien sonó el timbre, Alexia abrió la puerta. Vestía elegantemente, pero a la vez en forma provocativa tal como correspondía a una escort de alto standing. Dio la bienvenida a su visitante y caminando felinamente se dirigió a servir champagne. Bernisi, la detuvo y en forma grosera y amenazante le susurró al oído:
—El champagne lo servirás más tarde, ahora quiero carne, ¡colócate el collar y la cadena y ven gateando a atenderme, puta barata!!
El chofer y los custodios se dispusieron a esperar con resignación a que el encuentro finalizara.
El día había transcurrido apaciblemente. El cielo de un suave color celeste, surcado por nubes poco densas y un sol brillante había sido el homenaje que la naturaleza rendía a nuestra enseña patria y a su creador el General Manuel Belgrano. Los otros, a cargo de los hombres, fueron grises, huecos e intrascendentes como para cumplir con la efeméride y nada más.
El 20 de junio era un día feriado con alcance nacional. Por tal motivo, había poco movimiento en las calles, ausencia de bullicio, escasa actividad comercial, la frecuencia en el servicio de transporte más espaciada, las oficinas públicas y establecimientos educativos permanecían cerrados.
En el barrio de Martínez, partido de San Isidro, principalmente compuesto por casas rodeadas de jardines y gran cantidad de árboles en sus aceras la tranquilidad y el silencio eran casi absolutos, sólo interrumpidos por algún bocinazo aislado o la sirena de patrullas policiales.
A partir de las 1700 hs el cielo comenzó a cubrirse de nubes grises, la temperatura bajó y lentamente las primeras sombras hicieron su aparición. El alumbrado público no tardó en encenderse. Una de las farolas, iluminó parcialmente un sector donde se hallaba estacionado un vehículo utilitario blanco con vidrios oscuros a una veintena de metros de la casa del Dr. Finnegan.
Había tres hombres en el interior de ese vehículo. Uno de ellos se encontraba al volante, los dos restantes en la parte trasera operando equipos de comunicaciones, video – grabación y un micrófono direccional de última generación. A partir de las 1800 hs debían estar aún más atentos. Era el horario en que llegaría el Dr. Martín Ferraro, según la escucha que realizaron el 15 de junio.
Y así fue. Con apenas una demora de cinco minutos el Dr. Ferraro estacionó su Ford Mondeo frente a la casa del matrimonio Finnegan.
La puerta principal de la casa se abrió y proyectó luz hacia el exterior de la vivienda. La silueta de una mujer se dibujó bajo el marco y se escuchó su voz dando la bienvenida al recién llegado. Segundos después un hombre se sumó a la escena.
—¡Hola, Martín, bienvenido!! ¡Puntual como siempre!
—¡Buenas tardes a ambos!! y ¡Feliz Día de la Bandera!, exclamó Ferraro.
—¡Acá la tenés, Martincho!, ondeando desde temprano en la cuja del balcón.
Las tres personas entraron a la casa y la puerta se cerró detrás de ellos.
En la camioneta, dos hombres con auriculares colocados comenzaron a escuchar y registrar la conversación dentro del domicilio. Esa casa, y lo que ocurría dentro de ella, era el objeto de la vigilancia que les habían encomendado.
La conversación, durante los primeros minutos de la reunión, se enfocó en temas relacionados con familiares, amigos, el fútbol y la preocupación por la delicada situación socio–económica que atravesaba el país, en ella participaron los dueños de casa y su visitante.
Momentos después, Julia Ocampo, se retiró y dejó a los hombres solos en el living comedor.
—Martín, es hora de beber un buen escocés tal como lo planeamos., ¿te parece bien?
—¿Si me parece bien?, por supuesto que si. ¿Qué vas a ofrecerme?
—Un Macallan, me lo regaló Clara hace cinco años y apenas lo he disfrutado. Tomemos un buen trago juntos.
Los amigos y colegas continuaron conversando de cuestiones triviales mientras bebían whisky y recordaban buenos momentos.
—¡El whisky es excelente Robert, un elixir maravilloso!!
—Me alegro sea de tu agrado pero antes de una segunda ronda, te propongo que vayamos a mi escritorio para poder hablar con mayor tranquilidad.
—Vamos entonces, te sigo –, asintió el Dr, Ferraro.
El escritorio se encontraba en la planta baja de la vivienda y en uno de sus ángulos un ventanal permitía ver el jardín apenas iluminado por algunas farolas. Una vez que ingresaron, Finnegan cerró la puerta tras ellos e invitó a su amigo a sentarse en uno de los sillones que formaban parte del mobiliario mientras él se ubicó en otro, justo enfrente.
—Martín, escúchame con atención, tengo que pedirte algo que entraña ciertos riesgos. Si decides no aceptar, nada cambiará entre nosotros, te lo aseguro.
—Te escucho Roberto. ¿Qué necesitas?
—Tengo todo arreglado para hacer varias exposiciones en el país y en el exterior sobre la vinculación existente entre políticos, funcionarios del poder judicial e integrantes de las Fuerzas de Seguridad con los narcos más importantes que operan en nuestro país. Fue un trabajo de más de tres años que finalmente dio sus frutos, las fuentes son absolutamente confiables y la información recolectada también.
—No lo dudo, conozco tu forma de trabajar, con perfil bajo, minuciosa y discretamente. Continúa.
—Lo que te pido es que salvaguardes mi trabajo por si algo llegara a ocurrirme. Hasta ahora no he recibido amenazas concretas, sólo advertencias aisladas a lo largo de la investigación. Pensé que podrías guardarlo en la caja fuerte de tu oficina.
—Entiendo y acepto lo que me pides. ¿No te parece mejor guardar lo que me entregues en la caja fuerte de mi estudio? Me parece más seguro.
—Tu razonamiento es lógico Martín pero, me parece que es el primer lugar en el que buscarían si tienen en cuenta nuestra relación. Además, recuerda que hace poco tiempo vulneraron integralmente el sistema de seguridad de oficinas del Poder Judicial para robar las declaraciones juradas de los jueces federales.
—Así es, recuerdo el hecho.
—Por otra parte, solamente tendrás que guardar este respaldo por pocos días hasta que haga público su contenido.
—¿Y eso cuándo ocurrirá, Roberto?
—Te confieso que pensaba hacerlo el 9 de julio, coincidiendo con el Día de la Independencia Nacional pero, lamentablemente, es un domingo. Lo haré a partir del viernes 7 de julio en adelante.
—¿Qué vas a entregarme, entonces?, preguntó Ferraro.
—Una memoria externa que contiene declaraciones mías en videos, entrevistas, grabaciones, documentos, organigramas y todo lo que he podido reunir como plexo probatorio. Te la llevas en un estuche especial a prueba de fuego y agua – respondió Finnegan.
—Robert, gracias por depositar tu confianza en mí. Aunque lo sepas, te recomiendo incrementes las medidas de seguridad que habitualmente tomas. ¿Julia y Clara tienen conocimiento de esto?
—Clara lo ignora, Julia lo sabe aunque no con lujo de detalles. Cree que mi investigación aún no ha terminado. Gracias por respaldarme, Martín. Creo que es hora de beber un poco más.
—Después de escucharte, debería terminar la botella, como mínimo.
La reunión se extendió por unos minutos más. El Dr. Ferraro guardó el estuche en el bolsillo interno de su sobretodo, recogió su portafolios y luego de saludar a sus amigos puso en marcha su auto y arrancó en dirección a la ciudad de Buenos Aires. El conductor estaba lejos de estar tranquilo; una sensación repentina de inseguridad se apoderó de él y un mal presentimiento cruzó por su mente.
Los ocupantes de la camioneta blanca, luego de registrar la conversación entre los abogados, había abandonado el lugar minutos antes de que Ferraro saliera de la casa y circulaban en dirección al Oeste, hacia el Partido de La Matanza.
La mañana se presentaba desapacible, la temperatura respecto al día anterior había bajado y una llovizna persistente caía desde las primeras horas de la madrugada: el cielo cubierto de nubes de color plomizo presagiaba lluvias de mayor intensidad.
Los barrios de la zona lucían tan tristes, grises y pobres como siempre, nada había cambiado en ese partido en los últimos cuarenta años, los sucesivos gobiernos peronistas nada habían hecho para mejorar la calidad de vida de sus habitantes. Se carecía de los servicios indispensables y lo únicos índices que se incrementaban eran los de la deserción escolar, la falta de atención médica, la pobreza y, por encima de todos ellos la inseguridad como producto de las actividades del crimen organizado.
Pero no era el único partido en el que se vivía de esta manera; en la mayoría de los partidos del conurbano bonaerense se replicaban la mismas condiciones, excepto en aquellos situados en la zona norte.
Las organizaciones criminales desde el año 1983, comenzaron lentamente a cooptar a la justicia local, a las fuerzas de seguridad y, como era de esperarse, también a políticos y funcionarios. En la actualidad la corrupción reinante no ofrecía soluciones eficaces y se desentendía de los problemas. Todo era relato, marketing político, operaciones contra delincuentes con pre–aviso, un circo montado para desviar la atención y con malos payasos.
José Díaz ingresó al edificio donde funcionaba una ignota dependencia del Ministerio de Seguridad provincial. Desde chico, y vaya uno a saber por que razón, detestaba usar ascensores a menos que fuera inevitable, así que subió por las escaleras hasta el cuarto piso.
El edificio era antiguo pero el cuarto piso había sido remodelado. El costo de la obra, gracias a una licitación “a medida”, superó ampliamente el valor de mercado. De esta manera se cumplió nuevamente lo que un viejo dicho popular expresaba: “el que administra, es como el que hace gárgaras, siempre algo traga”.
Detrás de un escritorio semicircular de grandes proporciones con un cartel de recepción, dos señoritas jóvenes y de grandes pechos se encontraban absortas mirando las pantallas de sus celulares. Una de ellas, con una sonrisa tonta, preguntó:
—¿A dónde se dirige?
—¡Al cielo, mamita!, respondió Díaz, irónicamente – ¿acaso no te diste cuenta todavía que este es el último piso y hay un solo despacho al que puedo acceder?
—¡Qué maleducado resultó!, replicó la recepcionista.
—Mi mala educación nunca superará tu estupidez, mamita. ¡Dejá de pavear con el celular y anunciame con Bernisi! Decile que José desea verlo con urgencia.
Apenas dos minutos después la puerta del despacho de Bernisi se abrió y su secretario invitó a Díaz a entrar.
—Déjanos solos Gomensoro y asegúrate que nadie me moleste por media hora.
—Desde luego señor. ¿Le mando dos cafés?
—Eso sí, cortados sin azúcar.
El secretario, salió del recinto y cerró la puerta tras de sí.
—¡Buen día, Jefe!, exclamó Díaz con inusual energía. El saludo no fue respondido.
—¿Qué tenés para informar?, inquirió Bernisi.
—Puede leerlo usted mismo. Es la transcripción de la escucha que realizó el equipo que tiene a cargo la vigilancia de la casa de Martínez.
Mientras Díaz entregaba el documento a su jefe, Gomensoro hacía pasar a un ordenanza con el café solicitado.
—Yo prefería café con azúcar, Jefe.
—Usted no está en condiciones de pedir nada, tome lo que se le ofrece. Conozco bien sus inclinaciones. Bánqueselo.
Díaz no contestó. Lo irritaba que Bernisi conociera sus secretos más ocultos y aprovechara eso para denigrarlo pero también especulaba con tener su revancha algún día.
El “Rambo” vernáculo, se movió inquieto en su sillón. Tenía la vista fija en las páginas que había recibido y las releyó por segunda vez.
—Buen trabajo el de su equipo. Es lo que necesitaba. Ahora escuche con atención: mantendrá la vigilancia hasta nueva orden, me entregará una copia de la escucha del 15 de junio y destruirá las grabaciones registradas desde el inicio de la actividad hasta el 20 de junio inclusive. ¿Entendió Díaz o debo repetirlo?
—Entendido, despreocúpese. Mañana tendrá la transcripción requerida. – Sin despedirse Díaz se encaminó hacia la salida.
El grito de “Rambo”, lo hizo detenerse. – ¡Espere!, acá hay algo para usted y sus hombres – acto seguido arrojó una bolsa de lona que Díaz atrapó en el aire y apretó contra su pecho.
“Rambo” se reclinó en su sillón. La información recolectada haría todo más fácil. Una vez que coordinara los pasos a dar con Fernán ya no tendrían que preocuparse más por Finnegan y menos aún por Ferraro.
Oprimió una tecla de su celular. Del otro lado se escuchó la voz melosa y desagradable de Asdrúbal Fernán.
—¡Rambo, mi hombre!! ¿Buenas noticias?
—Tan buenas que no admiten demoras. ¿Hora y lugar de encuentro?
—Mañana, a las 1000 hs, en mi casa del country. Hasta entonces, Rambo.
La llamada finalizó y Bernisi comenzó a pensar en las acciones que propondría al día siguiente.
Al caer la tarde, en una oscura calle del barrio de Ciudadela, dentro de la camioneta blanca, Díaz instruyó a su equipo según la orden recibida y repartió el dinero que horas antes le habían entregado. Ninguno hizo preguntas, todos quedaron satisfechos. El monto fue generoso y superaba los índices inflacionarios con holgura.
La camioneta quedó dentro de un edificio en el que, años atrás, había funcionado un taller mecánico. Del antiguo taller solamente quedaba la marquesina, “Diego Motors – Mecánica en General”. En el año 2006 el Gobierno de la Provincia de Buenos Aires había adquirido el inmueble con el pretexto de remodelarlo e instalar allí oficinas administrativas cosa que nunca concretó. Finalmente, el Ministerio de Seguridad de la provincia se hizo cargo del taller en el año 2009 y desde entonces era usado para “enfriar vehículos robados que, luego de ser convenientemente acondicionados y tener documentación apócrifa pasarían a integrar la flota de “vehículos operativos descartables” de Bernisi.
La camioneta blindada, atravesó la entrada del country sin detenerse. El servicio de seguridad había sido advertido que llegaría y debían levantar las barreras para facilitar su ingreso al barrio privado sin que éste quedara registrado.
El vehículo se detuvo frente a un lote de grandes dimensiones en el cual se había edificado una casa imponente rodeada de jardines y a la vez de cámaras de seguridad. La puerta principal se abrió y un hombre corpulento verificó desde lejos que el ocupante de la camioneta fuera quien estaban esperando y éste descendiera solo.
Carlos Bernisi, se encaminó rápidamente hacia la entrada de la casa.
—¡Buen día señor!, fue el saludo del corpulento custodio a la vez que abría la puerta.
—¡Buen día, Walter!, me alegro de verte y que te mantengas en forma – contestó Bernisi.
—Gracias, señor, trato de hacerlo. Por favor sígame, el Dr. Fernán lo espera en su escritorio.