Un trabajo de hombres - Edith Anderson - E-Book

Un trabajo de hombres E-Book

Edith Anderson

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Beschreibung

El redescubrimiento de una autora indomable. Una poderosa novela sobre socialismo y sororidad en tiempos de guerra. Las jóvenes de la estación ferroviaria de Port Empire, Nueva Jersey, se preguntan a diario en qué se basa realmente esa idea tan asentada de la superioridad masculina. En lugar de sus maridos, hermanos e hijos ausentes, llamados a filas para combatir en Europa o en el Pacífico, ahora son ellas las que, como parte del esfuerzo bélico, mantienen los trenes en funcionamiento. Sin embargo, sus colegas hombres las miran con recelo, las propias supervisoras fomentan el enfrentamiento entre las trabajadoras, se les ofrecen las tareas peor pagadas y se las obliga a seguir unas normas de servicio especiales, que no son, en realidad, más que una forma encubierta de acoso. Pero las promesas de justicia e igualdad que está propiciando el auge del socialismo en Estados Unidos harán que afronten su situación desde una nueva perspectiva. Una emocionante y poderosa historia —basada en las experiencias de la propia autora como guardagujas del ferrocarril de Pensilvania— sobre todas aquellas mujeres que durante la Segunda Guerra Mundial, aunque alejadas del frente, lucharon igualmente por sobrevivir, mantenerse unidas y sostener la sociedad civil.  «El verdadero poder del libro reside en la perspicacia analítica de la autora y en su capacidad para hacer que la trama se despliegue ante nosotros con todo detalle, tan vívidamente como una película. Problemas que ella misma vivió, conflictos que aún hoy no han terminado». Der Freitag «El auténtico logro de Edith Anderson es mostrar desde una perspectiva feminista que en el mundo del trabajo ya no se trata solo de derechos o de igualdad salarial, sino de sexismo como una forma de capitalismo».Frankfurter Allgemeine

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Seitenzahl: 524

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Edición en formato digital: febrero de 2025

Título original: A Man’s Job

En cubierta: Póster de propaganda durante la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos (detalle) © Venimages / Alamy Stock Photo

© Aufbau Verlag GmbH & Co. KG, Berlín 2024 (Publicado en Die Andere Bibliothek, un sello de Aufbau Verlage GmbH & Co. KG

© De la traducción, Virginia Maza

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© Ediciones Siruela, S. A., 2025

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

ISBN: 978-84-10415-04-1

Conversión a formato digital: María Belloso

 

Todos los personajes que aparecen en esta novela son ficticios, a excepción de A. F. Whitney, ya fallecido, que fue presidente de la Hermandad de Ferroviarios y a quien pertenecen las palabras que se recogen en el capítulo XI, aunque no las pronunciara en relación con la imaginaria Hudson & Potomac Railroad Company.

 

«No, la mujer no es nuestro hermano…».

JULES LAFORGUE

«Como los piojosos despreocupados que se rascan alegremente, como los negros felices que ríen bajo el látigo, y los alegres árabes del Souss que entierran a sus hijos muertos de hambre con la sonrisa en los labios, la mujer goza de un privilegio incomparable: la irresponsabilidad. Sin preocupaciones, sin cargas, tiene claramente “la mejor parte”. Lo chocante es que por una perversidad obstinada —ligada sin duda al pecado original— a través de los siglos y los países las personas que tienen la mejor parte acusan siempre a sus bienhechores: ¡es demasiado! ¡Me contentaría con vuestra suerte!».

SIMONE DE BEAUVOIR1

 

 

 

 

 

 

 

1Le deuxième sexe, 1949. Citamos por la traducción de Alicia Martorell, El segundo sexo. Madrid, Cátedra, 2005. (Todas las notas son de la traductora).

I

Ocho mujeres, todas mayores de veinte años y una mayor de treinta y cinco, estaban sentadas alrededor de una larga mesa. En el bochorno de un día de junio, se examinaban con disimulo unas a otras mientras un hombre de mediana edad, el señor Miller, les leía en voz alta las páginas de un librito. La habitación en que se encontraban estaba en las oficinas de una gran compañía ferroviaria estadounidense. Habían abierto todas las ventanas, pero en el verano de la costa este no se movía una brizna de aire ni cabía la esperanza de que hubiera tormenta. Al otro lado, altas columnas de humo de fábricas, locomotoras y acorazados trataban de subir vacilantes en la densa atmósfera, algo encorvadas, incapaces de alzar el vuelo.

Las mujeres escuchaban al señor Miller, pero igual que se escucha el zumbido de las abejas mientras se lee en una hamaca. Lo que recitaba con voz paciente y monótona les resultaba incomprensible del todo y él no hacía intento alguno de explicar nada. De vez en cuando levantaba la vista y les indicaba con amabilidad que pasaran la página y entonces las mujeres, todas con un librito como el suyo, pasaban aplicadas la página, mientras frases como «el sonido del silbato deberá ser distintivo, con una intensidad y una duración proporcionales a la distancia a la que se desea transmitir la señal» desaparecían en un zumbido indistinto para mezclarse con el humo de fuera.

Con todo, la habitación bullía con agitación y llena de tanta vida como la de una molécula de agua encharcada. Todas estaban ocupadas calibrando a las demás. Se estaban forjando alianzas y antipatías. Todas ellas trataban de ocultar su personalidad tras una máscara de simpatía o indiferencia y, al mismo tiempo, de traspasar el disfraz de las otras. Se examinaban la ropa, el peinado y el maquillaje, resolvían la edad, la nacionalidad, la posible religión y el estado civil de cada una y se aceptaban con cautela o se rechazaban de plano.

Aunque no comprendían una palabra de lo que leía el instructor, ninguna dejaba de saber que era excepcional estar en aquella clase y la responsabilidad que conllevaba. Ser conscientes de su nueva condición (o, mejor dicho, de la condición que les iba a corresponder cuando terminara la instrucción) sumaba en su imaginario algo que nunca había estado ahí: iban a ser de las primeras mujeres de Estados Unidos en trabajar en el ferrocarril y eso las hacía estar emocionadas y ansiosas a partes iguales, temerosas incluso.

Por supuesto, esa emoción influía en la impresión que se hacían de las demás. Las llevaba a imaginar las posibilidades de personas que, de ordinario, habrían ignorado o evitado sin más.

El señor Miller, que estaba muy alterado por la novedad de instruir a mujeres en el oficio ferroviario, no advirtió que estaban más nerviosas que él mismo. A sus ojos, no eran más que unas jóvenes vivarachas e incautas. Habían elegido a este interventor para formar a las «guardafrenos femeninas», como se las llamaba de forma oficial, por ser un hombre respetable y caballeroso. Nunca se le había oído decir una palabra malsonante ni había acudido a un pícnic de los ferrocarriles sin su esposa, ningún tren se había retrasado jamás por culpa suya, llevaba treinta y dos años en la compañía y era miembro de la Hermandad de Ferroviarios2 sin haberse hecho notar en momento alguno. Con la frente despejada y protuberante y unas gafas de montura dorada, radiaba un aspecto tan aniñado como paternal. De hecho, trataba de forma deliberada ser como un padre para las mujeres que tenía delante, pero, para su consternación, no lo lograba; de hecho, se dio cuenta de que debía reprimir una auténtica hostilidad hacia ellas. Habría estallado en una sonora carcajada al pensar lo que les aguardaba. Él no habría permitido que sus hijas trabajaran allí. Los horarios, el peligroso turno nocturno, las cenizas, el polvo y la grasa, unas agujas que requerían toda la fuerza de un hombre para moverse y, lo peor de todo: los nuevos empleados eran unos holgazanes, unos gandules de tomo y lomo. Veinte años antes, los habrían puesto de patitas en la calle nada más poner un pie en las oficinas de contratación.

El señor Miller llevó un dedo a la montura dorada de las gafas y sintió algo parecido a un remordimiento de conciencia por estar leyéndoles el reglamento. Ni él mismo prestaba atención a lo que leía. Sabía que las mujeres tampoco ni esperaba que lo hicieran ni le preocupaba que se perdieran nada. Sabía que no iban a entender aquel librillo hasta que empezaran a trabajar y se enfrentaran a la realidad. Así se había aprendido siempre el oficio. De todas formas, les iban a dar un día de jornal por estar ahí sentados haciendo lo que les decían, lo que era bastante cómodo y tan descansado como sentarse en misa. Aun así, el sentimiento de culpa no desaparecía.

—Naturalmente, no todo es tan sencillo como el reglamento —dijo de pronto. Levantó la vista hacia ellas algo cohibido y observó que la señorita Shipman se apresuraba a ocultar una nota que se disponía a pasar a la señorita Asher. Miró a los ojos a la señorita Shipman, que dejó escapar una risa sofocada y lo hizo sonreír con indulgencia—. Deben conocer muy bien las normas —insistió, con la sensación de que lo oportuno era dar un toque de rigor—. No obstante… En fin, a medida que avancen, descubrirán que en ocasiones no se pueden seguir al pie de la letra. De nada sirve que les diga con exactitud cómo y cuándo: todo esto lo aprenderán con el tiempo y solo con el tiempo. Por supuesto, hay personas que nunca aprenden el reglamento, pero no duran mucho, se lo aseguro.

Lo agorero de aquellas palabras sobrecogió a todas las presentes, también a aquellas que solían reír ante cualquier reprimenda que les recordara los días de colegio y también al señor Miller. Se detuvo a pensar.

—Bueno, me parece que ya hemos leído bastante por hoy. Vayamos a almorzar a la «Y». La comida es bastante buena y, cuando volvamos, nos pondremos con los billetes.

Les mostró un paquetito de billetes y los desplegó en forma de abanico con una sonrisa. Las chicas se alegraron tanto al ver los billetes como ante la perspectiva de un refrigerio. Los billetes eran algo real y de vivos colores y valían dinero. Probablemente nadie que haya tenido un billete de ferrocarril en la mano haya dejado de sentir cierta emoción y curiosidad por la diminuta y sencilla tarjeta impresa con letras minúsculas y abigarradas, destacando en negrita de tinta negra o roja el nombre del destino (WASHINGTON — PORT EMPIRE — BOSTON), el lugar donde ha de suceder algo nuevo ahora que se va allí. Para la mayoría de ellas, tener en la mano tantos billetes como el señor Miller y saber lo que significaba cada color y dónde había que poner el sello suponía poseer una suerte de poder sobre las demás personas. Para quienes solo han sentido la opresión del poder de otros sobre sí, es excitante incluso un poder nimio como ese. La señora Jugg sintió aquella excitación con más fuerza que ninguna, aunque su rostro no traslució ni el menor indicio.

La señora Jugg era la mayor de todas ellas. Tenía treinta y cinco y la sensación de que la diferencia con las demás era enorme. En efecto, era grande, pero no solo se debía a su edad. Con gesto taciturno y hosco, pasó toda la mañana rodeada de extrañas sin que en ningún momento pareciera percatarse de su presencia. Solo se hacía eco de la presencia del señor Miller. Estaba sentada a su derecha y era la única que trataba de comprender el significado de la lectura. No lo conseguía y eso la inquietó. Decidió que estudiaría el reglamento por las noches. El señor Miller le parecía el hombre más amable del mundo: un caballero de una gentileza sin igual intentaba inculcarle conocimientos importantes para hacerla digna del uniforme que pronto iba a vestir.

Cuando se incorporaron para ir a almorzar, la señora Jugg se puso al lado del señor Miller y se aseguró de seguir allí al salir por la puerta. No tenía intención de cultivar la compañía de ninguna de las mujeres, a quienes había calibrado bien con unas cuantas miradas poco halagüeñas y bastante concluyentes. Estaban todas enamoradas de sí mismas y se creían atractivas. No habían escuchado ni una palabra. Era probable que en toda su vida no hubieran hecho más que jugar o, en todo caso, se habían tomado el trabajo como un juego. Mientras el grupo bajaba a la calle, la señora Jugg cuidó de estar al frente y de conversar casi a susurros con el señor Miller, haciéndole ir algo más deprisa para que a él, que no bajaba la voz, no lo oyeran las demás, indignas de aquel privilegio.

La señorita Shipman era el centro de un grupito suelto que los seguía. Aún no estaba claro quién iba a entablar amistad con quién, pero era una conclusión previsible, al menos en la mente de la señorita Shipman, que ella debía ser el centro de todo. Ese tipo de confianza en una misma siempre ejerce un influjo sobre quienes son más débiles. Así, iba escoltada por la señorita Asher, que no se separaba de la señorita Shipman, a quien conocía de vista por ser las dos de la misma ciudad, y por la señorita Gower, que mostraba ya su adhesión, aunque con reservas. Mientras, la señora Hughes iba en un extremo, sonriendo cada vez que la señorita Shipman estallaba en sus irresistibles risotadas, jo, jo, jo, y lanzando miradas de curiosidad a las dos que paseaban con toda tranquilidad por detrás.

Esta pareja la componían las señoritas Freeman y Lamb, que ya se conocían de antes. Parecían interesarse por la señorita Shipman, pero se aseguraban de no alcanzarla para reclamar así su independencia. Al final del todo, iba una jovencita que había pasado toda la sesión matutina haciendo ganchillo y parecía constipada. Era la señorita Spires. Al verla, cualquier extraño habría pensado que se tenía por mejor que las demás. Sin duda, era así, aunque también se sentía rechazada por ellas y estaba decidida a demostrarles que no las necesitaba. Lamb sintió lástima por esta muchacha, así que se giró hacia ella y le dijo con una sonrisa: «Ven con nosotras». La señorita Freeman, que tenía una cautivadora sonrisa con hoyuelos, se giró también e hizo un ademán para que se uniera. La señorita Spires tuvo la sensación de que aquellas dos se creían diosas y concentró en ellas un resentimiento que había sido general; aun así, se acercó despacio y ocupó su lugar entre las dos. Y, de este modo, la clase llegó a la «Y» para almorzar.

La casa del ferrocarril estaba en el edificio de la YMCA, la Asociación Cristiana de Jóvenes, en Hudson Docks, en los muelles de la orilla opuesta a Port Empire. Cuando el señor Miller y el grupo de mujeres atravesaron la puerta con mosquitera, el lugar estaba aletargado. Ni rastro de jóvenes de la confesión que estuviera a la vista. En un rincón de la sala de recreo, unos cuantos interventores de mediana edad jugaban al billar en mangas de camisa y como a cámara lenta. Junto a una ventana, un maquinista canoso y con tejanos hojeaba un periódico sensacionalista sentado en un sillón de mimbre. Acababa de leer un artículo sobre un bebé que había aparecido en una taquilla de la terminal de Port Empire; lo encontró un maletero alertado por el llanto. Cuando el maquinista levantó la vista con cara de escándalo para gritar a los interventores «¡tenéis que leer este artículo, han encontrado a un pobre niñito en una taquilla!», se encontró con las alumnas del señor Miller rumbo a la escalera y se le iluminó la cara. Dibujó una sonrisa de oreja a oreja.

—Pero ¡si es Charley! —gritó, al tiempo que se levantaba del asiento—. ¡Eh, mirad lo que Charley trae por aquí! ¡Un tipo con suerte! ¡Nunca había visto tanta belleza junta! ¿Cuál es tu secreto, Charley?

El señor Miller rio con recato y apretó ligeramente el paso.

—Por aquí, chicas —dijo moviendo los brazos con nerviosismo, como si pastoreara un rebaño.

Los interventores interrumpieron el juego, sonrieron a las chicas e intercambiaron sonrisas y guiños entre ellos. Aquella era ya la tercera promoción, por lo que la imagen la conocían. Aun así, faltaba tiempo para que perdiera del todo la novedad. Los vestidos de color blanco, rojo y amarillo y las sandalias de tacón alto desaparecieron escaleras arriba, sumergidas en un halo de seducción y en un sirimiri de risas femeninas. El maquinista volvió a sentarse y los interventores retomaron de mala gana la partida de billar.

—En fin, no sé yo… —dijo un jugador sin un pelo en la cabeza mientras regresaba despacio a su posición y preparaba el taco—. Ya me diréis qué van a hacer aquí esos pingos… No lo veo.

—Bueno, ya hay unas cuantas trabajando y no lo hacen tan mal. Alguien tiene que hacerlo, Clif —dijo un interventor de mirada azul y penetrante, y añadió con una risa plácida—: Lo que está claro es que yo solo no puedo mirar tanto billete. En seis meses, he perdido a todos mis hombres, salvo al cambista, ¿lo sabías? Eran los mejores que había tenido nunca y el único que no sirve para nada es el que se queda.

—¿Y por qué demonios no les dan un aplazamiento? —refunfuñó el tercer jugador, un hombre con orejas de soplillo y sin mentón.

—Bueno, los padres de familia pueden tenerlo —dijo el de la mirada penetrante sin quitarle ojo al calvo, que estaba apuntando.

El calvo miró alrededor y dijo con sorna:

—Los buenos de los padres de familia…

—No vayas a ser tú quien tire la primera piedra, Clif —lo amonestó con seriedad el interventor de mirada penetrante—. ¿Tienes envidia?

Clif farfulló algo ininteligible y se aseguró de meter la bola en la tronera. El de la mirada penetrante se echó a reír.

Esos hombres pertenecían a uno de los grupos más privilegiados de trabajadores estadounidenses. Los tres jugadores, igual que el maquinista del periódico, tenían una casa con jardín en un pueblecito a las afueras. Compraron la casa con una hipoteca y seguían pagando letras, lo que les daba a los flamantes propietarios cierta sensación de dignidad y valía personal. Estaban orgullosos de que su esposa pudiera vestir tan bien como la esposa de los otros, de poder enviar a sus hijos a la universidad y de ir a la playa los domingos en un buen coche. Entre ellos y en casa hablaban con jerga y en un inglés descuidado, pero casi todos sabían hacerlo mejor y hablaban con absoluta corrección e incluso con pedantería a los pasajeros de los trenes. Algunas de las esposas eran socias de bibliotecas y la tarde de los miércoles acudían a Port Empire para ver la obra de estreno que tocara.

Los interventores en particular, más que los maquinistas, tenían un marcado sentimiento de superioridad hacia los demás trabajadores. Les parecía que la palabra proletario nada tenía que ver con ellos; no era más que una fórmula ridícula que se inventó algún chiflado. De tener algún significado, solo podría referirse a hombres cuya esposa fuera la fregona de la suya, a hombres que llevaran una gorra mugrienta y se sentaran encorvados en los últimos asientos de los primeros trenes de la mañana: una horda estropajosa de seres míseros, negros o extranjeros casi todos. Para la mayoría de los interventores de ferrocarril, la nacionalidad de un hombre, o la raza, como decían ellos, era más importante que su oficio. Ellos tenían origen inglés, irlandés, escocés y alemán, y esas eran las únicas nacionalidades a las que concedían alguna valía.

Como casi todos los estadounidenses, aunque tenían una conciencia clara de la jerarquía social, no creían en la lucha de clases, ni siquiera en su existencia. Creían que había millonarios, clase media y pobres, y que cada cual tenía lo que merecía; si alguien conseguía un millón, no era por haberse quedado de brazos cruzados y holgazanear. En cuanto a ellos, decían que no querían ser ricos, que tenían todo lo que necesitaban; de haber estado en una posición más ventajosa en su juventud, como la que querían darles a sus hijos, podrían haber llegado a ser algo más que interventores ferroviarios (médicos, abogados o congresistas, quizá), pero no pensaban en las oportunidades perdidas. Estaban más satisfechos con su suerte que la mayoría de los estadounidenses. Estaban convencidos de que no había nadie mejor que un ferroviario.

Esta arrogancia se explicaba por el carácter único de su oficio. El interventor era una especie de jefe. En su tren era el mando, incluso por encima del maquinista, que no podía mover el tren hasta que se lo indicara el interventor. Él era responsable de cada billete del tren por el resto de la tripulación. También de las buenas relaciones con los pasajeros, y rara vez lo supervisaban. Ya era inusual ver al jefe de servicio o a sus representantes tan solo cinco veces al año. Jamás se encontraba con los propietarios. El simple guardafrenos tenía esa misma sensación de independencia, pues trabajaba prácticamente solo en el territorio que le encomendaban y sabía que algún día (a menos que, Dios no lo quiera, llegara otra depresión) llegaría a ser él también interventor.

El trabajo de ferroviario los hacía sentir, de alguna forma, con poder y libertad. Aquellas locomotoras gigantescas, rápidas, sucias y aulladoras y las relucientes vías que seguían corriendo a través del continente mucho más allá de los confines de sus propias rutas eran algo poético que pocos tenían la indolencia de dejar de percibir. Con esa poesía, el alma intuía una amplitud que les significaba mucho más que las pequeñas casas con jardín en las que casi nunca estaban y que tanto constreñían su personalidad.

El ferrocarril era un mundo de hombres. No era un simple trabajo, era evasión, intimidad y relajación. Pero ahora a ese mundo de hombres habían llegado, entre otras, la señorita Asher, la señorita Lamb, la señora Hughes, la señorita Gower, la señora Jugg, la señorita Spires, la señorita Shipman y la señorita Freeman.

Para la señorita Gower y la señora Jugg, que procedían de familias de ferroviarios, no era un mundo desconocido. Pero incluso ellas se adentraban, como a través de una nube de humo de cigarro puro, en un ambiente inexplorado. Era ese un ambiente dominado por lo masculino (lo masculino en insolente independencia de lo femenino), que hablaba en una jerga incomprensible y se reía a carcajadas de chistes no destinados a oídos delicados.

De forma no oficial, el colectivo recibió a las alumnas de la primera promoción con miradas lascivas y aullidos de lobo, pero oficialmente no estaba dispuesto a recibirlas bajo ningún concepto. Al menos, la Hermandad de Ferroviarios de Port Empire estaba decidida a no tener nada que ver con ellas. Eso decían en voz muy alta los miembros más jóvenes, en cualquier caso. Los veteranos hacían muecas, se rascaban la cabeza y reían. Ellos no tenían nada que perder. Su antigüedad, un derecho de propiedad ganado a pulso, era de tantos años que no temían por su puesto de trabajo.

Las mujeres del tercer curso de formación se habían vuelto a reunir en torno a la mesa y llevaban una hora y media recibiendo instrucciones sobre los billetes. Incluso eso empezaba a resultar aburrido. El calor era tan sofocante que era imposible concentrarse y el señor Miller pensaba ya en repartir las fichas y dar por terminado el día. Él mismo había podido elegir el horario de las clases, pero las dos de la tarde le parecía indecentemente temprano. Su jornada habitual, de la que lo eximían durante el periodo de formación, terminaba a las cuatro y media.

—Les propongo una cosa —dijo—. Haremos un ejercicio rápido sobre los trasbordosy con eso terminamos.

Las mujeres lo miraron somnolientas. Ya ni siquiera se interesaban por las otras. Tenían la cabeza puesta en cerveza, refrescos helados y bañeras llenas de agua fría.

—Supongamos que un pasajero sube en Jack River —empezó él.

Si el rostro de la señora Jugg siempre parecía proyectar desprecio, se ensombreció entonces hasta rebosar una pena inmensa: solo podía pensar en el peligro que corría si el señor Miller le preguntaba a ella. No estaría preocupada si hubiera mencionado Delafield, pero Jack River era más complicado porque allí había billetes de enlace con ida y vuelta en el día que iban impresos en color rojo o negro y además tenían diferentes precios. Con esfuerzo, consiguió evocar la imagen de un billete impreso en color rojo y que costaba ochenta y seis centavos. De eso estaba segura.

—Esta es difícil —advirtió el señor Miller con una sonrisa bonachona—. Nuestro pasajero no tiene billete y quiere comprar uno. Dice que quiere ir a Port Empire. ¿Qué le preguntarían?

—¿A la estación central o a la del sur? —respondió como una flecha la señorita Shipman.

La señora Jugg la fulminó con la mirada.

—Muy bien. Imagine que soy yo ese pasajero. Voy al sur. ¿Qué me va a dar?

—Bueno, usted me da a mí sesenta y seis centavos —murmuró la señorita Freeman—, y yo le doy un billete.

El señor Miller mostró un taco de boletos de color blanco impresos con letras negras.

—Esto no son billetes ordinarios, ¿verdad? ¿Qué son?

—Transbordos —corearon todas.

El señor Miller miró el reloj. El ejercicio que iba a ser rápido avanzaba muy despacio.

—Entonces, ¿qué me daría usted, señora Jugg? —le preguntó pensando que, como conocía a su padre, ella debía de conocer la respuesta.

—Un transbordo —respondió con un hilillo de voz.

Él le devolvió una sonrisa amable y paciente.

—¿Lo pica? —preguntó.

La mujer titubeó sin dejar de imaginar el billete de enlace impreso en letras rojas, aunque se dio cuenta de que no tenía nada que ver con la pregunta.

Para alivio de todas, la puerta se abrió de golpe y entró pavoneándose una joven alta y fornida, vestida con un uniforme azul de color oscuro.

—¡Vaya, Addy! —exclamó el señor Miller, que se levantó del asiento y dibujó una amplia sonrisa—. ¡Aquí está mi alumna estrella! Señoras mías, esta es la señorita Haase. Tiene el honor de ser la primera mujer en haber sido contratada.

En realidad, eso no era del todo cierto. Sin embargo, la primera mujer en tener ese honor se había despedido y Adelaide consiguió convencer a todo el mundo, incluidos un par de reporteros de revistas, de que era ella quien debía pasar a la historia.

—Addy es la delegada de las chicas —les dijo.

Se preguntaron qué quería decir aquello, asombradas y recelosas a partes iguales, pero todas con la misma curiosidad. Les causó una impresión mucho más honda que las demás. Para empezar, ya llevaba un uniforme con botones plateados y gorra de visera a juego con la palabra FERROVIARIO en letras mayúsculas y de color plateado. Su estatura y altanería hicieron que incluso la señorita Shipman se achicara.

—¿Cómo va la cosa? —dijo con una sonrisa.

Era una sonrisa brillante e inteligente; muy inteligente. Para cerrar el gesto, apretó los finos labios y hundió las comisuras en los carrillos, con una expresión que les decía: «Lo he visto todo. Soy dura, pero me aceptaréis y os gustaré». Estaba delante de todas, con autoridad y de una forma que casi las convenció de que era su derecho hacerlo. El pelo rubio asomaba encrespado por debajo de la gorra como si fuera paja. Una permanente barata se lo había chamuscado y no tenía tiempo de ir a un salón de belleza a que se lo arreglaran. A pesar de los carrillos y del mentón en punta como el de una bruja, parecía muy joven. Se le había ido el maquillaje y tenía brillos en la larga nariz y la frente redonda. Pero aquel aspecto desaliñado no parecía restarle la más mínima seguridad.

—Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete y ocho. —Con voz nasal contó a las mujeres de la mesa señalándolas con el dedo índice, como si acabara de comprarlas—. ¿Qué tal son? —preguntó al señor Miller.

—Es un grupo muy bueno —le respondió—. Bueno de verdad. No nos darán ningún problema.

Ellas se sintieron observadas e insignificantes.

—Adelante, cuénteles a las chicas algo del trabajo —le sugirió a Adelaide—. ¿Qué tal va?

—Uff —dijo para resumir y con un mohín—. No bajaría del tren si no tuviera que dar parte al señor Burton.

—Ajá, así que por eso anda por aquí —dijo el señor Miller en un susurro; parecía deslumbrado—. Tiene que darle parte cada mes, ¿no es cierto?

—Eso es, un informe mecanografiado. Como si me sobrara el tiempo, ¡qué lata!

Dedicó a las mujeres una sonrisa con la que parecía decir: «¡Oh, os caeré bien! Pero ¡yo no tengo favoritismos!».

La señorita Asher ya empezaba a traspasar su lealtad de la señorita Shipman a Adelaide Haase.

—Bueno, ¡tengo que darme prisa! —anunció Adelaide yendo hacia la puerta. Allí se giró para despedirse—: ¡Nos vemos dentro de un par de semanas, si no tengo ocasión de venir antes! Buena suerte.

Y, dicho eso, salió.

—Las chicas de la primera promoción la eligieron como delegada —explicó el señor Miller—. Es muy agradable. También es algo brusca y directa…, pero eso no viene nada mal en el ferrocarril.

Dejó escapar una risa. La verdad es que no tenía muy claro si le gustaba Adelaide ni entendía por qué tenía que llevar ese pelo chamuscado. Pero tenía maravillado al señor Burton, el jefe de servicio, y eso era importante para Miller.

—Bueno —continuó, tratando de recordar dónde estaban cuando llegó Adelaide; como no pudo, sacó unas hojas impresas de color rosa y las repartió—. Estas son las fichas. Si no rellenan cada día la suya, no cobrarán.

Les explicó cómo hacerlo correctamente y todas se aplicaron en silencio durante cinco minutos o más.

Después, mientras recogía las fichas, dijo de pronto:

—Ah, por cierto, hay que picar la esquina del transbordo y, muy importante, rellenar un recibo de efectivo, un recibo de efectivo, y dárselo al pasajero. No es suficiente con dar el boleto, hay que entregar el recibo. No lo olviden o tendrán problemas con el Gobierno federal.

—No, señor —murmuraron las chicas, que en casa habían aprendido a llamar señor a los mayores.

—Bueno, ya hemos terminado por hoy.

Se incorporó y estiró discretamente la espalda sin quitarse la chaqueta; era de mala educación desperezarse en presencia de damas.

—Gracias, señor Miller.

La señora Jugg le tendió la mano sonriente y esa sonrisa le cambió de tal manera el rostro que la señorita Shipman, que estaba a punto de salir, se paró y le dio un codazo en las costillas a la señorita Asher.

—¡Mira qué cara pone! —le susurró, levantando el mentón en dirección a la señora Jugg.

La señorita Asher se giró muy despacio y con una frialdad que había perfeccionado con muchos años de práctica clavó la mirada en la nuca de la señora Jugg.

—¡Despierta, América! —le dijo la señorita Shipman—. Te lo has perdido y ha sido maravilloso. Ha sido como si le tiraran por dentro con unas cuerdas para que sonría.

La señorita Asher no dejaba de mirar la nuca de la señora Jugg. La insolencia de esa mirada era pasmosa, y sus ojos, grandes y fríos. Con solo mantener la mirada fija en algo, lanzaba una retahíla de insultos que ninguna palabra podía igualar. No le hacía falta ni despegar los labios. La señorita Shipman estaba impresionada. Se dobló de risa.

Mientras tanto, las demás chicas seguían el ejemplo de la señora Jugg y le estrechaban la mano a Miller. La señorita Asher, sin cambiar la expresión en ningún momento —nunca la cambiaba—, también fue a darle las gracias. Shipman saludó desde la puerta, lanzó un beso y gritó:

—Pero yo soy su favorita, ¿verdad, señor Miller?

La señorita Lamb la miró con una mezcla de atracción y temor.

En realidad, todas las chicas la atemorizaban un poco. Estando con ellas, tenía la sensación de haber vivido siempre dentro de una burbuja. Todas las personas que conocía, como la propia señorita Freeman, tenían estudios. Hasta ese momento no había tratado con nadie sustancialmente diferente a ella (salvo, quizá, las niñas de la escuela primaria). Siempre había vivido rodeada de personas con ambición, que se avergonzaban cuando no captaban la referencia literaria más sutil y que se interesaban vivamente por la política. Su padre era un pastor metodista, aficionado a los juegos de palabras y a citar mal a Browning para que sus hijos lo corrigieran. «¡Vaya! —decía su madre cada vez—. Yo no me había dado cuenta, ¡qué memoria la mía!».

Lamb dudaba que aquellas chicas la aceptaran de conocer su origen. Además, tenía la sensación de que las gafas la hacían parecer un ratón de biblioteca y eso aún la apartaba más. De hecho, la señorita Shipman ya había supuesto que se escandalizaría si le ofrecían una copa y la señorita Asher ni siquiera se había percatado de su existencia: si no iba al día siguiente no se daría ni cuenta.

En cambio, su amiga Freeman estaba exultante y llevaba todo el día deseando hablar con ella:

—¿Qué te parece, Jessie? —preguntó en cuanto salieron del edificio y echaron a andar hacia el ferri—. ¿No es divertidísimo? ¿Y qué me dices del señor Miller? Me chifla. Es un encanto.

—Sí —dijo la señorita Lamb con reserva. Temía que aquel entusiasmo de la señorita Freeman, el mismo que desbordaba en la universidad, les causara una mala impresión a las demás. A lo largo del día, su amiga intentó hacer contacto visual con ella varias veces, pero siempre lo evitó.

—¿Qué te pasa? ¿No estás emocionada? —insistió la señorita Freeman.

—Sí, claro, mucho —admitió.

—Creo que va a ser una experiencia maravillosa —dijo la otra, muy seria, aunque ni siquiera este tono sirvió para convencerla.

—Vamos a tener que andarnos con ojo.

Aquello molestó a la señorita Freeman. Se conocían desde que fueron juntas a la universidad y ella siempre se había considerado la parte débil de aquella amistad. Jessie no paraba de corregirla y, aunque no la corrigiera, la hacía sentir incapaz de alguna manera. A los dieciocho años, la admiraba: Jessie era un año mayor que ella y una mujer glamurosa que conocía a hombres maduros y deseables. Todos los hombres interesantes que conoció Toby se los presentó Jessie. Después, le molestaba pensar que siempre había salido con los segundos platos o los descartes de Jessie. Y no solo seguía su estela en eso. Por Jessie empezó a leer periódicos a los dieciséis años. No le importaba lo que decían, aún no sabía que lo que les ocurría a otros podía afectarla a ella, así que al principio solo quería demostrarle a la otra que ya era mayor. Más tarde aprendió a interesarse por las noticias, pero sabía que nunca le interesarían tanto como a Jessie. Eso la distinguía: la pasión con la que le interesaban las cosas. Era tan irritante que a veces Toby se avergonzaba de lo que la hacía sentir, pero, al mismo tiempo, era la razón por la que no podía dejar de seguirla. También Jessie buscó ese trabajo, así que no tenía ninguna razón para desear que no estuviera allí. Y, aun así, lo deseaba.

—No seas aguafiestas —dijo y decidió hacer lo que le diera la gana.

«Ya soy mayor —pensó—. No tiene sentido seguirla a todas partes; a partir de ahora andaré mi propio camino».

Y, mientras, Jessie pensaba: «Ella se lo puede permitir. Es encantadora y siempre se ha salido con la suya, pero, si esta vez no lo hace, me arrastrará a mí también. A ella le da igual. Va de trabajo en trabajo y no se avergüenza si la despiden, todo se lo toma a broma». Le contó a Toby lo del ferrocarril porque estaba sin trabajo y no tenía para comer, así que no podía arrepentirse de haberla traído con ella. Y, aun así, se arrepentía.

 

 

 

 

 

 

 

2La Brotherhood of Railroad Trainmen (BRT) era una de las numerosas organizaciones de trabajadores ferroviarios de Estados Unidos. Fundada en 1883, se fusionó en 1969 con otras asociaciones para formar la United Transportation Union.

II

Toby Freeman era una muchacha buena y generosa, impulsiva y radiante, con una de esas caras que todo el mundo encuentra adorables: bonita y redonda, con la nariz respingona, unos chispeantes ojos grises, hoyuelos y sedosos rizos castaños. Su ideal era la honestidad: ser «honesta en las emociones», decía ella, y venía a ser lo mismo que pensar y actuar según los dictados del corazón. Siempre se lanzaba de cabeza y a ojos cerrados y, cuando se encontraba metida en un lío, se paraba a pensar. Aun así, con tal de tener a alguna amiga con quien bromear sobre lo ocurrido, se convencía enseguida de que todo había sido divertido: «Una experiencia», como decía después entre risas.

Desde que empezó a trabajar, le ofrecieron los puestos mejor pagados del sector editorial, pero los perdió todos por descuido y de una forma que siempre conseguía escandalizar a sus amistades. La última vez, por llamar a su jefe «papá» todo el tiempo. Nunca le dio por pensar que le pudiera resultar ofensivo.

El dinero se lo gastó en ropa, antigüedades, fines de semana en el campo, cócteles, conciertos y libros, así que ahora se moría hambre y sobrevivía a base de rosquillas y Coca-Cola. Poco a poco, iba perdiendo el color de las mejillas y el brillo de la mirada. Aun así, cada vez que se encontraba con alguien conocido, su sonrisa era toda alegría, se olvidaba del hambre y un leve rubor le volvía a encender el rostro.

Toby vivía sola en un apartamento de una habitación y no tenía a quién acudir si pasaba hambre o necesitaba ayuda. A sus amigos no les sobraba el dinero y a ella le ponía la piel de gallina pedir prestado. Si alguna vez aceptaba cinco dólares para no morir de hambre, los devolvía escrupulosamente en cuanto podía. Su madre trabajaba y ganaba un buen sueldo, pero había discutido con ella… y por dinero, precisamente. Su padre murió y su hermano Merrill, la única persona del mundo en quien confiaba, acababa de alistarse en el Ejército. Además, solo era un niño y apenas ganaba nada; no la habría podido ayudar.

De todos modos, antes de marcharse, le dio algo. Toby le pidió una camisa blanca cuando supo que la necesitaría para el uniforme del ferrocarril. Merrill solo tenía una, pero estaba como nueva porque le quedaba muy holgada y apenas se la había puesto.

Ahora, aunque volvía a tener trabajo, su situación seguía siendo calamitosa. El señor Miller les había dicho, como si tal cosa, que necesitarían al menos una docena de camisas y en esos días era imposible encontrarlas por menos de tres dólares. Pero ahí no acababa la cosa. También tenían que comprar tres corbatas negras, dos pares de zapatos negros de cordones y un buen montón de calcetines que fueran resistentes.

Toby no tenía ni un dólar en el banco y al terminar la instrucción solo le dieron un cheque de siete dólares. En realidad, habían ganado setenta y dos, pero, por algún capricho indescifrable del sistema de contabilidad del ferrocarril, tendrían que esperar quince días para cobrar el resto. Con todo, ella seguía igual de alegre y nadie podía sospechar su tesitura económica.

Les tomaron medidas un par de veces, pero un día, de buenas a primeras, les dieron los uniformes y les dijeron que empezaban a trabajar inmediatamente. La compañía terminó la formación a toda prisa porque se acercaba el 4 de julio y esperaban una cantidad de pasajeros sin precedentes: a la gente que iba a la playa, se iban a sumar los miles de soldados que querrían pasar su permiso de uno o tres días en Port Empire.

Toby estaba desesperada. No tenía ni un par de medias porque en verano se afeitaba las piernas y las llevaba al aire embadurnadas en bronceador. Decidió comprar dos pares de medias y una corbata negra, pero dejar los zapatos para otro momento. Resolvió el problema dando tres capas de betún negro a unos mocasines de color marrón. Así parecían raídos y viejos, pero negros. En cuanto a las camisas, tenía la que le había regalado Merrill. La llevaría dos semanas enteras con cuidado y se compraría otra en cuanto cobrara. ¡Ay, pobre Toby! ¡Ay, pobre camisa blanca!

El calor de julio era sofocante, como si el mes extendiera el tiempo de junio en una versión pérfida. Port Empire estaba sufriendo una ola de calor. No era peor que de costumbre… Lo que significaba, fundamentalmente, que salir a pasear por la tarde era un suicidio. Dos o tres personas caían muertas en la acera cada día. Las amas de casa hacían la compra a primera hora de la mañana y, aun así, enseguida les costaba respirar.

En cuanto recibió la llamada para acudir al trabajo, Toby, con un nudo en el estómago, se puso a toda prisa su uniforme nuevo y fue a mirarse al espejo del aseo. El cuello de la camisa le quedaba ancho, pero se disimulaba aceptablemente con la corbata puesta. De todos modos, era blanca, limpia y respetable, y la chaqueta y la falda azul oscuro le sentaban bien. Se palpó los bolsillos para comprobar que llevaba dinero, pañuelo, peine, pintalabios y espejo y, con otra oleada de nervios en el estómago, salió de casa a todo correr.

Cuando apenas había recorrido unos metros, se empezó a preguntar si ese uniforme era de verano. ¿No le habrían dado por equivocación uno de invierno? Era como ir embutida en un estuche de metal. Ya le corrían goterones de sudor bajo la gorra y no recordaba que la chaqueta le apretara tanto cuando le tomaron medidas. «¡Mírala que elegante, va de punta en blanco!», dijo una anciana que estaba en la puerta de una carnicería. A la mañana siguiente, la misma anciana, en la misma puerta, vio pasar a Toby a toda prisa y exclamó: «¡Anda, otra vez por aquí!». Sin embargo, pensó para sí: «¿Qué le habrá pasado a esa joven?».

Toby tampoco tenía muy claro qué le había ocurrido en esas veinticuatro horas. Llevaba miles de cosas encima y no pararon de caérsele; guardaba los billetes, los trasbordos, el dinero, los recibos, el talonario, los boletos y los horarios en distintos bolsillos después de usarlos y no recordaba dónde estaban cuando los necesitaba; por fin los encontraba, intentaba calcular el impuesto de una tarifa en efectivo y se equivocaba; echó a correr hacia la puerta muerta de vergüenza al ver que el tren había llegado a la siguiente estación, y descubrió horrorizada que no podía abrirla; tiró y forcejeó frenéticamente mientras los pasajeros de dentro y de fuera le daban consejos a voces; consiguió abrirla de milagro y casi se cae encima de un niño; volvió corriendo hacia una pasajera que le gritaba «¡señorita, ha olvidado el cambio!»; buscó el cambio en distintos bolsillos y encontró calderilla mezclada con billetes de un dólar que salieron volando y cayeron al suelo; dio las gracias a unos soldados que competían por devolvérselos; oyó un grito en el andén, «¿cómo voy a dar la señal si ella no me da ninguna?»; salió corriendo y dio una señal de «adelante» al enfurecido guardafrenos que estaba dos vagones más adelante, pero entonces se dio cuenta de que a ella no se la había dado el guardafrenos de atrás; así que gritó «¡espera!» cuando el tren empezaba a moverse; saltó en el último momento y se golpeó la rodilla contra una maleta con refuerzos de metal.

Unas horas después, ya no se daba cuenta de que hacía bochorno ni sabía nada. ¿Era lunes o era martes? Era la una de la madrugada. Por fin, la llamó un guardafrenos: «¡Eh, tú, la del cuello ancho! ¿Adónde vas?».

Iba corriendo por la estación, que a esas horas estaba prácticamente desierta, y los tacones resonaban en el suelo de piedra. «Voy a ver al supervisor», respondió con una sonrisa. Se tocó el cuello de la camisa; lo llevaba empapado como un pastel de ron y se había vuelto de color verde grisáceo.

—¿Es que solo piensas en el dinero? —preguntó el guardafrenos.

—¡¿Qué?!

—Tienes pinta de estar seca. ¿Por qué no vas a descansar y te olvidas un rato del dinero? Déjalo, es una broma —dijo, porque quería volver a ver sus hoyuelos—. Sé que es tu primer día. ¿Cuántas horas has echado hoy?

Toby intentó calcularlas, pero no lo consiguió.

—Dieciséis… No, dieciocho…

—¡Estás seca, muchacha! —gritó el guardafrenos—. ¡Diles que ya no puedes hacer más horas y vete a casa!

Toby le dio las gracias y corrió a la oficina del supervisor, pero había tal caos que perdió la esperanza de poder hablar con nadie. Detrás de tres ventanillas, vio a tres supervisores con su mesa, teléfono, auriculares, megáfono, libros de horarios, listas de personal de guardia y formularios mimeografiados. Al otro lado, todos intentaban llegar a las ventanillas y casi todos vociferaban. Una chica guardafrenos con un moño negro estaba apoyada sobre uno de los mostradores, apretada entre dos hombres, y no paraba de repetir en voz tan baja que apenas se la oía:

—¡Jennings! ¡Oh, Jennings, por favor! Por favor, Jennings…

Pero el supervisor, Jennings, un hombre fornido, de pelo gris y cara de oso hormiguero, ni se inmutaba. Seguía hablando por teléfono y pulsando interruptores.

—¡Jennings! —repitió con la voz extenuada—. ¡Jennings, por favor!

Alrededor de la muchacha se arremolinaban hombres y gritos. Toby contemplaba la escena perpleja y preguntándose cómo iba a llegar ella a la ventanilla.

—Jennings, estoy hablando contigo —gritó la chica del moño negro, elevando la voz en un gemido.

Jennings levantó la vista un segundo, pero no la miró. Dio órdenes a uno de los hombres que se apretaban contra ella.

—Vale, tú te vas para Washington… ¡Deprisa! No hace falta que fiches. Corre, el tren sale en medio minuto. La vuelta la haces de pasajero.

El hombre salió disparado y otros dos, como succionados por el vacío que había dejado, ocuparon inmediatamente su lugar, empujando violentamente a la guardafrenos contra el hombre que tenía al otro lado.

—¡Jennings! —gritó ella.

A su lado, uno de los hombres que habían tomado el relevo empezó a berrear:

—¡Quiero tener horas libres!

Jennings miró a la chica.

—Ya te tocará. No sigas incordiando, ¿no ves lo ocupados que estamos esta noche?

—Pero, ¡Jennings! —gritó ella, aprovechando que se había dignado mirarla—. ¡Necesito ocho horas de descanso! ¡No te pido diez, ocho nada más! Jennings, por favor, me estoy muriendo. Estoy agotada.

—Me prometiste Washington o Chatticoke para esta noche —gritó el hombre que tenía a la izquierda—. ¿Y ahora me das este ladrillo?

—¡Ya basta! —bramó Jennings y lanzó miradas a diestro y siniestro—. Espera a que te toque, ¿me oyes? Os atenderé a todos. A ver, ¿qué quieres tú, muchacha?

—Solo quiero ocho horas —dijo apocada.

—Solo quiero ocho horas —la imitó Jennings mirando a todos con una sonrisa sarcástica—. ¿Estás seca?

—Bueno, yo…

—Que si estás seca —bramó Jennings y juntó las cejas en una sola línea negra.

—No —le respondió casi sin voz—. Solo he tenido doce horas de viaje propiamente dicho, pero…

—Entonces, ¡no puedes estar seca!3

—Ya lo sé, pero ayer no dormí nada. Es decir, anteayer…

—Eso no es asunto mío.

La muchacha empezó a gritar y Toby, olvidando su propio cansancio, corrió hacia ella con los puños apretados.

—¡Estoy muerta de cansancio! Llevo toda la semana trabajando y sin pegar ojo…

—Eso es, reclama tus horas —le dijo por lo bajo el hombre de su derecha—. No dejes que se pitorree.

—¡Te importa un bledo si nos morimos todos! —siguió diciendo la chica desesperada—. ¡No te estoy pidiendo diez horas! ¡Llevo aquí dos meses y no he pedido veinticuatro ni una sola vez! ¡Solo pido ocho horas! ¡Ocho!

—Venga, te daré un respiro —dijo Jennings con severidad—. Te iba a enviar a Secaucus Point a las siete cero tres, fichando a las cinco cincuenta. Habrías tenido que esperar casi cuatro horas, pero ya lo he dicho, te daré un respiro. Engancha a las dos cuarenta y cinco para el extra de las tres quince.

La chica se quedó boquiabierta. Toby se quedó boquiabierta.

—¿Y qué quieres, vamos a ver? —preguntó Jennings—. No te envío a Secaucus Point, así que puedes darte con un canto en los dientes. Las chicas que van allí no pueden ganar un día de jornal en dos horas como vas a hacer tú ahora mismo. Solo se hace la ida a New Hope y se vuelve de pasajero.

—¡Jennings!

—Ficha a las dos cuarenta y cinco —dijo dando zanjada la conversación y, girándose hacia el guardafresnos de su izquierda, añadió—: Tú lo mismo.

La chica se quedó mirando a Jennings sin poder creer lo que acababa de oír y el guardafrenos que tenía al lado soltó un graznido como una gallina cuando la agarran por el cuello.

—¡Me prometiste Chatticoke o Washington! —gritó—. ¡No quiero hacer el trabajo de una chica, joder!

Jennings se removió en la silla, como si no le gustara fastidiar a aquel guardafrenos.

—En dos horas vas a ganar el jornal de un día —le dijo con una sonrisa conciliadora.

—¿Y qué hago yo con siete dólares y once centavos? —gritó el guardafrenos—. ¿Qué miseria es esa? ¡Para tus amigos sí que tienes tajos bien pagados!

—Menudo tongo —le susurraron a Toby al oído—. ¿Crees que los supervisores van cogiendo a los hombres por orden de llegada? Quien está primero sale primero… Qué risa. Ja, ja —dijo sin reírse y volvió a repetir, estirando las sílabas—: Ja, ja, ja, ¡están bien untados!

La muchacha se apartó de la ventanilla a punto de llorar. Al verla, Toby tuvo una idea: dio media vuelta y se fue directamente a casa. Allí, telefoneó al supervisor y dijo: «Al habla Freeman. He llegado a las doce cincuenta y nueve. Estoy seca, deme ocho horas». Y colgó sin darle tiempo a responder. Esperó unos minutos para ver si sonaba el teléfono, pero el truco había funcionado.

Entonces se quitó la camisa y la miró.

—Ay, por Dios.

La metió a remojo en agua caliente con jabón. Luego, frotó bien el cuello, la aclaró dos veces, la escurrió, la colgó en una percha delante de la ventana de la cocina y se fue a dormir.

Ni una brisa ni el más leve soplo de aire agitaban la camisa blanca que colgaba en la ventana de la cocina. Una vecina insomne la miraba desde el otro lado del patio tratando de hipnotizarse con ella para conciliar el sueño.

—El aire está empapado —le dijo a su marido con un suspiro—. ¿De dónde sale tanta humedad?

—De los ríos…, del océano… —murmuró él—. Evaporación…, gravedad…

—Oh, olvídalo.

A primera hora de la mañana, Toby se despertó con el timbre del teléfono: era otro supervisor, habían cambiado de turno. Saltó de la cama y fue corriendo a la cocina para planchar la camisa, pero con tanta humedad no se había secado. «Ay, Dios; ay, Dios». Desesperada, enchufó la plancha eléctrica: al menos, había que intentarlo. Cuando la plancha estuvo bien caliente, la puso sobre la tela y, como es natural, se quedó pegada. «¡Santa Juana!», dijo levantando la plancha. Pero no había tiempo que perder, así que la volvió a poner sobre la tela, que se pegó otra vez y se arrugó como una pasa. Cuando intentó quitar las arrugas, dejó una quemadura marrón. Hecha un manojo de nervios, desenchufó la plancha e intentó alisar la camisa con las manos. Miró el reloj: tenía que estar en la estación en media hora, así que bebió un trago de café frío directamente de la cafetera, se vistió con la camisa mojada y fue al trabajo.

Aprovechando una escala en South Lehigh, fue a una sastrería a que le plancharan la camisa.

—¿Tiene algún sitio donde pueda esperar a que termine? —preguntó.

El sastre estaba ocupado con unos pantalones y tenía la calva reluciente por el sudor.

—Acérquese un momento —dijo con voz lastimera y mirándola a través de unas gafas empañadas—: A ver, ábrase la chaqueta.

Toby le enseñó la camisa.

—Ni hablar. ¿Cómo voy a planchar eso?

—Oh, ¿por qué no? —dijo ella, a punto de llorar.

—Muy sencillo, señorita, porque está sucia. —Y añadió con la voz temblorosa—: Trabaja en el ferrocarril. Las locomotoras sueltan humo y usted suda. Luego el humo se mezcla con el sudor.

—Comprendo… —se apresuró a decir Toby, pero ya no podía detenerlo.

—Con la humedad del sudor, el humo se impregna en la tela. Si ahora plancháramos la camisa, esta mezcla que ha empapado la camisa se solidificaría con el calor. Al llegar a casa, intentaría lavar la camisa, como es natural… —Aquí levantó un poco la voz al ver que ella iba hacia la puerta—. Pero ¡no podría! —le gritó—. ¡No habría forma de sacar la suciedad!

—¡Tiene usted razón! —le gritó ella ya desde la calle.

A medianoche, se acercó a la oficina del supervisor, decidida a repetir la misma operación si había mucha gente. Sin embargo, nada más asomar por la oficina, Jennings empezó a gritar:

—¡Freeman! ¡Ven aquí ahora mismo!

Todos le abrieron paso mientras ella se acercaba compungida a la ventanilla.

—Ya me he enterado de lo que hiciste anoche. Voy a pasarlo por alto, porque eres nueva. Ahora, apúntate a las dos cuarenta y cinco para el extra de las tres quince.

—Estoy seca —fue su apuesta.

—No, no lo estás —le respondió él—. Hoy has tenido una escala de cuatro horas en South Lehigh. Solo has tenido once horas de viaje.

—Pero… faltan más de dos horas para enganchar.

—Y no verás ni un centavo por ellas —rio entre dientes un interventor ya anciano que tenía al lado, con una linterna en cada mano.

Toby se giró hacia él.

—¿Y qué se supone que voy a hacer? —le preguntó con impotencia.

—Ve a tomar un café —le respondió el hombre—. Y cámbiate de camisa. Te sentirás mejor.

Toby se acordó entonces de su amiga Jessie. Quizá estaba por ahí. No la había vuelto a ver desde que empezaron a trabajar y ya no recordaba que se enfadó con ella, solo se veía riendo a su lado y contándose anécdotas, así que se apresuró a cruzar la calle rumbo a una cafetería que abría toda la noche. No la encontró. Toby se sentó algo mohína y pidió café y una hamburguesa. Era una hamburguesa diminuta e insípida metida en un panecillo reseco, y el café estaba aguado. Cuando terminó, encendió un cigarrillo, apoyó la cabeza en la mano y miró la lista de precios que colgaba de la pared para no quedarse dormida. El camarero le dio el Daily News para que lo leyera y ella se dedicó a hojearlo, incapaz de entender una sola palabra.

—Menudo trabajo el suyo —le dijo el camarero al rato—. ¿Le gusta?

—Oh, es estupendo —respondió animándose y sonriendo como un resorte—. Es un trabajo maravilloso.

Se alegró de poder hablar con alguien. Así que habló y siguió hablando e incluso le contó lo de la camisa. El camarero no paró de asentir, muy comprensivo.

Cuando llegaron más clientes, se olvidó de ella.

Encima de la puerta, había un reloj enorme por cuya esfera revoloteaba una mosca. De repente, el reloj emitió un zumbido metálico, como si fuera a estallar por dentro, y sonó un dong. La una, aún faltaban una hora y cuarenta y cinco minutos para fichar. «Debería haberme ido a casa», se lamentó Toby desplomándose sobre la barra. La mosca había salido espantada al oír la campanada, pero regresó y siguió explorando el cristal donde lo había dejado. «Qué mosca tan concienzuda y ordenada —pensó Toby—. Si me hubiera ido a casa, me habría quedado dormida y no habría vuelto para enganchar». Y, pensando en eso, se durmió sobre la barra y el camarero la despertó cinco minutos después de la hora de fichar.

Salió a la carrera y, de tanto correr, se le cayó la pinza para picar billetes en mitad de la calle. Volvió corriendo a buscarla y casi la atropella un taxi. Después fue corriendo al almacén para buscar una linterna y a la oficina del supervisor para firmar en el registro. Después de fichar, echó a correr hacia el tablón de horarios para ver en qué vía estaba su tren, pero era un extra y no estaba en las tablas, así que tuvo que correr por toda la estación buscándolo por los andenes. Con eso, al menos, se espabiló. Por fin, y después de correr como alma que lleva el diablo hacia dos trenes equivocados, encontró el suyo.

—Llegas tarde.

—Sí, señor —dijo Toby con un hilillo de voz; en su familia a nadie se le había ocurrido llamar señor a nadie.

El extra de las tres quince olía fuerte a vómito y a alcohol. Era un tren previsto para llevar a los soldados de vuelta al cuartel justo antes de que se les acabara el permiso. Cuando aún faltaba mucho para la hora de salida, ya estaban todos los vagones llenos a rebosar de soldados sentados, dormidos, de pie y tambaleándose. Iban descalzos y sacaban los pies pestilentes por el pasillo: moverse por un vagón era una proeza que requería tanto agilidad física como un estómago de hierro.

—¡Sus billetes, por favor! —dijo Toby.

Al instante, los soldados que aún estaban despiertos empezaron a aullar todos al unísono como los animales del zoo a la hora de comer. «¡Uuuuuh! Bueno, bueno, bueno, ¿qué tenemos aquí? Una revisora, vaya… Pero mira qué cosita. ¡Eh, bombón! ¡Ven aquí, preciosidad! ¿Por qué no te sientas aquí conmigo un rato? Yo miro esos billetes, tú quédate tranquilita. ¿Necesitas ayuda? ¿A que es guapa? Vaya, pero ¡qué monada! Soy tu tipo, ¿verdad? A ese no le hagas caso, ¡se lo dice a todas!».

Toby se puso seria y con cara de circunstancias, como quien oye llover. Mientras recorría el pasillo abriendo a la fuerza puños que sujetaban los billetes con el agarrotamiento del sueño del alcohol, apareció en el pasillo un chico pelirrojo que no iba borracho:

—¿Por qué no me sonríes un poco? —empezó a decir—. Seguro que tienes una sonrisa preciosa.

Empezó a caminar por delante de ella como un cachorro, agachándose y mirando desde abajo, saltando y haciendo cabriolas, y sin parar de decir:

—¿No es una preciosidad, muchachos? ¿Qué os parece mi chica? ¡Ojalá me sonriera! Anda, bonita, sonríe un poco.

—¿Dónde está su billete? —le preguntó Toby, sin sonreír.

—A ver esa sonrisa, tesoro.

—Su billete, por favor —insistió Toby.

—Te lo daré cuando me sonrías.

Ella sonrió y el vagón entero prorrumpió en gritos y alaridos. El chico por fin sacó el billete.

—¿Cuál es tu número de teléfono, cariño?

Toby lo apartó de un empujón. Por las puertas de cristal que separaban los vagones, vio a otra guardafrenos que iba en su dirección. Era la misma que una noche antes suplicaba ocho horas de descanso. Se preguntó si las había conseguido. Una fracción de segundo después, empezó a andar a trompicones hasta que se desplomó en mitad del pasillo. Toby echó a correr hacia ella aterrorizada e intentando recordar lo que sabía de primeros auxilios. ¿Tenía que poner la cabeza en alto o se levantaban los pies? Por Dios, no llevaba amoníaco encima.

Mientras, los soldados habían dejado libres unos asientos y preparado unas almohadas con las chaquetas. La cabeza de la muchacha descansaba sobre un par de galones de cabo y el cabo en cuestión le acariciaba el pelo de la frente, que tenía cubierta por unas delicadas perlas de sudor. Otros compañeros corrían de aquí para allá fuera de sí y sin parar de gritar: «¿Es que no hay agua en esta chatarra? ¡Tranquilidad! ¡No arméis este escándalo! ¿Qué le ha pasado? ¡Ver para creer! En este tren mugriento no hay ni agua».

—¡Oh, cielos! —dijo Toby.

El interventor, un hombre alto y corpulento con cara de conejo asustado, entró en el vagón jadeando:

—¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado aquí?

Al ver a Toby, le dijo a voces:

—Pero ¿aquí qué pasa? ¿Es que en este tren nadie va a mirar los billetes?

Al oírlo, la enferma trató de incorporarse.

—Dios mío —balbuceó al ver tantas miradas clavadas en ella.

—Tú quédate tumbada —le dijo el interventor.

—Ay, qué vergüenza…

—Que no te dé ninguna —le dijo él con amabilidad—. He visto a hombres como un castillo caerse redondos en el tren.

Toby se fue a toda prisa.

Tres cuartos de hora más tarde, todo el tren estaba dormido, excepto la tripulación, aunque a Toby se le cerraban los ojos apoyada en la puerta del retrete. Se espabiló cuando notó que el tren aminoraba la marcha.

—¡New Hope! —gritó—. ¡New Hope! —Sacudió el hombro del joven de la primera fila—. ¡New Hope! —le gritó al oído y, mientras el chico intentaba incorporarse sin abrir los ojos, Toby agarró por el hombro al que tenía al lado—. ¡New Hope!

Y se lanzó por el pasillo golpeando a los chicos en la espalda, pellizcándoles la oreja o tirándoles del brazo, unos brazos grandes y gomosos que retrocedían al soltarlos y volvían a desplomarse sobre el muslo. Por fin, cuando el tren entró en la estación, los que estaban despiertos despertaron a los demás y salieron todos dando tumbos, sudorosos y hechos una lástima. Cuando salieron los últimos soldados arrastrando entre los dos a un borracho que colgaba como un monigote, Toby levantó la linterna, la agitó y volvió a subir al tren.

—Al diablo con Jennings —se dijo—. Me voy a casa a dormir.

Reclinó un asiento para sentarse con los pies en alto y apoyar la dolorida espalda contra la vieja tapicería. Una hora más tarde, alguien la sacudió y consiguió sacarla del tren justo a tiempo para no quedarse en cocheras. Le costó despegar los ojos. Tenía escalofríos y náuseas y, de fondo, un cansancio excesivo y doloroso. Vio en su imaginación una almohada y el tentador triángulo blanco de una sábana preparada para acostarse. Fue hacia la escalera sin dejar de ver el camino a casa, sin pensar en Jennings ni en usar ningún truco. Pero, como un rostro horrible en una pesadilla, Jennings apareció de frente en mitad de la escalera.

—Baja a la vía 3, Freeman —le ordenó—. ¡Coge el relevo del 253 y vuelve de pasajero! ¡No te cambies de camisa o no llegarás!

—Oh, yo… estoy seca —jadeó.

—Ya sabemos todos que no sabes sumar. Por eso he venido a buscarte al tren. Solo has hecho catorce horas de viaje. Legalmente aún podemos exigirte dos más y el interventor de ese tren no tiene a nadie que controle los pasajes.

—Pues búscale a alguien. —A Toby le tembló la voz—. No voy a pasar la noche entera trabajando.

—¿TE NIEGAS A SEGUIR ÓRDENES? —gruñó él—. ¿No sabes que estamos en guerra? ¿Quieres que te denuncie?

Toby se empezó a arrastrar escaleras arriba. El viejo interventor de las dos linternas que había visto cinco horas antes apareció a su lado; seguía riéndose con una linterna en cada mano. Él había terminado su turno e iba al almacén para devolver los utensilios y regresar a casa.



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