Un verano inolvidable - Falsas identidades - Encontrar un amor - Rebecca Winters - E-Book

Un verano inolvidable - Falsas identidades - Encontrar un amor E-Book

Rebecca Winters

0,0
6,49 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Un verano inolvidable Una esposa desgraciada… Hallie Linn no podía enamorarse del atractivo millonario francés Vincent Rolland. Era algo demasiado complicado y cambiaría su vida para siempre. El propio Vincent también tenía sus razones para no comprometerse con Hallie, pero aun así la deseaba… ¿Podrían superar todos los obstáculos que se interponían en su camino y unirse en matrimonio para siempre? Falsas identidades Ambos ocultaban su verdadera personalidad… Jen Summers se había quedado al cargo de una empresa de relaciones públicas durante dos semanas. No parecía muy difícil… ¡hasta que un guapísimo desconocido llegó a la oficina con la pequeña sobrina de Jen! Jen no tenía ni idea de cómo alternar su nuevo trabajo con ser una madre temporal… así que decidió pedirle ayuda al apuesto desconocido. Harry Ryder estaba acostumbrado a llevarse a las mujeres a la cama, no a ayudarlas con niños pequeños. Pero Jen era tan tímida y delicada que Harry no pudo resistirse. Y cuanto más insistía Jen en que eran incompatibles, más seguro estaba él de que ya no quería seguir siendo un playboy… ¡Quería una esposa!   Encontrar un amor ¿Podrían compartir aquel hogar para siempre? Maura Wells pensaba que en aquel rancho de Texas había encontrado finalmente un hogar para su desarraigada familia. Pero entonces llegó un desconocido, alto e imponente, y reclamó aquel lugar como suyo. Wyatt Gentry llegó al rancho en mitad de la noche. Iba en busca de su herencia, ¡y se encontró con una encantadora intrusa apuntándolo con un rifle! A Wyatt no le quedó otra opción que compartir su alojamiento con aquella rubia y sus hijos. Pero la convivencia iba a transformar el acuerdo temporal en una aventura permanente… y al brusco y solitario soltero en un hombre de familia.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 585

Veröffentlichungsjahr: 2025

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Créditos

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

www.harlequiniberica.com

 

 

© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 587 - julio 2025

 

© 2003 Rebecca Winters

Un verano inolvidable

Título original: The Frenchman’s Bride

 

© 2003 Barbara Hannay

Falsas identidades

Título original: Her Playboy Challenge

 

© 2004 Patricia Wright

Encontrar un amor

Título original: Wyatt’s Ready-Made Family

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 979-13-7000-845-1

Índice

 

 

 

Créditos

Un verano inolvidable

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

 

Falsas identidades

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

 

Encontrar un amor

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

 

Si te ha gustado este libro…

Portadilla

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Vincent Rolland agarró una toalla y salió de la ducha de la suite del hotel de Londres en el que se hospedaba. Acababa de decidir que volaría a París después de la comida de negocios que tenía ese día. Ese fin de semana llevaría a sus gemelos a su casa en Saint Genes y estaba impaciente.

Sin ellos, el castillo parecía una tumba. Se hablaban frecuentemente por teléfono y se habían hecho alguna visita, pero estar separados durante los nueve meses que duraba el curso escolar era demasiado.

Era jueves y no lo esperaban hasta el viernes. Pensó que les daría una sorpresa y que celebrarían el fin de curso juntos antes de partir hacia el castillo al día siguiente.

Mientras se afeitaba, oyó que sonaba su teléfono móvil. Seguramente lo llamaba uno de sus hijos.

Corrió al otro cuarto para contestar y vio que el número de la pantalla era de Saint Genes. «Ojalá que no haya pasado nada», pensó.

–¿Oui?

–Bonjour, Vincent –era su ama de llaves y parecía de muy buen humor.

–Bonjour, Etvige. ¿Cómo está Maurice?

–No se preocupe. Él y Beauregard acaban de ir a dar su paseo matinal –eso lo tranquilizó. Sin los gemelos en casa, su abuelo y el perro se habían hecho muy amigos–. Ha llamado monsieur Gide del banco de París. Quiere que lo llame en cuanto pueda. Su número es…

Anotó el número preguntándose qué querría. No había hablado con él desde que abrió la cuenta para los gemelos en el otoño anterior.

–Gracias, Etvige. Dígale a Maurice que lo llamaré desde París –dijo y colgó para llamar al director del banco.

–Gracias por llamarme tan pronto, monsieur Rolland. Como dijo que lo telefoneara si era necesario…

–Claro. ¿De qué se trata?

–Quería que supiera que hace dos días su hijo extendió un cheque por una cantidad bastante alta y, antes de procesarlo, quería saber si usted estaba de acuerdo.

–¿De cuánto es?

–De ocho mil setecientos eurodólares. La cuenta se quedará vacía.

Al oírlo, Vincent se sintió decepcionado de que sus hijos no lo hubieran esperado para gastarlo.

–Está bien. Les había prometido un coche si sacaban buenas notas en los exámenes finales.

–¿Un coche? Pero si el cheque está a nombre de la joyería Bijoux Vendôme…

«Joyería…», pensó estremeciéndose. La palabra le recordaba el período más negro de su vida.

–Retenga el cheque hasta que haga unas averiguaciones.

–De acuerdo, monsieur. Tome el número.

Vincent no podía imaginar de qué se trataba porque, por lo general, sus hijos eran juiciosos y de fiar.

–Bijoux Vendôme…

–Bonjour, monsieur. Desearía hablar con el gerente.

–Soy yo.

–Soy Vincent Rolland.

–Ah, sí, monsieur Rolland. Hace poco vino su hijo a comprarle un anillo muy fino a la mujer con la que piensa casarse. Está muy enamorado e insistió en que tenía que ser una aguamarina del mismo color que sus ojos.

–Mon Dieu –susurró Vincent preocupado. La historia se repetía. De tal palo, tal astilla.

 

 

–¿Hallie?

Hallie Linn acababa de salir de su trabajo en los grandes almacenes Tati cuando oyó una voz conocida. Miró a su izquierda, donde un taxi acababa de parar y se abría una puerta. Allí estaba Monique Rolland, una chica francesa muy vivaracha con la que había trabado gran amistad durante el curso.

–¿Qué haces aquí?

–Te estaba esperando. Es tu cumpleaños y vamos a celebrarlo.

Hallie se había olvidado de que era su cumpleaños. Además, dos días antes ya se había despedido de Monique y de su hermano Paul. Seguramente los gemelos querían volver a reunirse con ella antes de regresar a la región francesa de Dordogne para el verano. A Monique, una adolescente huérfana de madre, le dolía mucho la separación. Y a Hallie, también.

Durante su estancia en París como monja seglar en el programa de ayuda social de las dominicas, Hallie había llegado a querer a los gemelos como si fueran su familia. Si pasaba más tiempo con ellos, le sería muy difícil marcharse para entrar en el convento de San Diego, California, dos semanas más tarde.

–¿Cómo sabías que es mi cumpleaños? Yo ni me acordaba.

–Cuando cruzamos el Canal para pasar un día en Inglaterra, Paul miró de reojo tu pasaporte. ¡Venga, sube al taxi! ¡Estamos interrumpiendo el tráfico!

Hallie no se inmutó.

–Deberías estar en el colegio. Sabes muy bien que hoy es la cena de despedida.

–Prefiero estar contigo. No te preocupes, me han dado permiso para salir hasta las ocho. Sube, estamos perdiendo el tiempo.

El taxista se impacientaba y murmuró algo. Hallie subió al coche.

–¿Adónde vamos?

–Es una sorpresa –dijo con una sonrisa picarona.

–¿Otra sorpresa? –había tenido varias durante el curso–. ¿Está lejos?

–Espera y verás –respondió Monique con aire misterioso.

–Mírame a los ojos y júrame que la directora te ha dado permiso –Monique puso cara de que no le importaba–. Me lo imaginaba –murmuró Hallie–. No sólo rompes las reglas, sino que si vamos mucho más lejos, el taxi va a costarte un dineral. Me bajo en el próximo cruce.

–¡No! –exclamó Monique–. Lo estropearás todo.

Por el tono de Monique se intuía que se trataba de algo muy elaborado que los gemelos habían estado tramando desde hacía tiempo.

–No quiero estropear vuestra sorpresa, pero tampoco que os metáis en un lío la última noche del curso.

–Saqué unas notas estupendas en los exámenes finales. Además, la directora no se atrevería a hacer que papá se enfadara conmigo.

–¿Por qué no?

–Porque él nunca se olvida de traerle una caja del mejor vino de nuestros viñedos cuando viene a París –arqueó sus cejas oscuras–. No creo que quiera que eso se acabe. Ni tampoco las visitas. Hasta ahora, papá se ha resistido a sus intentos de seducirlo, pero ella todavía no se ha dado por vencida –un comentario tan cínico en boca de esa chica tan estupenda molestó a Hallie–. No pongas esa cara de sorpresa. Ya te había dicho antes que todas las mujeres piensan que mi padre es irresistible al margen de su dinero.

Acababan de llegar al barrio dieciséis, una de las zonas residenciales de más prestigio de París.

Tras recorrer la Rue de Passy, llena de tiendas, y un par de calles más, el taxi se detuvo delante de un edificio de apartamentos, un bello ejemplo de la arquitectura de fin de siglo. Sólo los muy ricos, como el padre de Monique, podían permitirse vivir allí.

Después de pagarle al conductor, Monique y Hallie se bajaron del taxi, entraron en el elegante vestíbulo y tomaron el ascensor hasta el tercer piso. El apartamento era de un gusto exquisito, con muebles y adornos antiguos que creaban un ambiente muy acogedor.

Monique abrió las puertas de la terraza.

–¡Mira! –dijo con una sonrisa traviesa–. Tu vista privada del Bois de Boulogne.

París en primavera era una preciosidad. Pero Hallie tenía sus dudas sobre quedarse más tiempo con los gemelos.

–¿Lo sabe tu padre?

–¡Oh, la la! Para tu información te diré que está en Londres por negocios y no vendrá hasta mañana. Paul y yo tenemos permiso para usar el apartamento en ocasiones especiales, y el que cumplas veinticinco años lo es.

Aunque Hallie no conocía a Vincent, lo admiraba en secreto. Para ser un padre soltero había hecho un excelente trabajo educando a sus hijos. No fumaban, no bebían alcohol y no se drogaban. Ambos eran muy buenos estudiantes, inteligentes y encantadores. Hallie opinaba que eran excepcionales.

Lo que no podía entender era por qué los había enviado a un internado ni cómo había soportado separarse de ellos. En cuanto a los gemelos, adoraban a su padre y esperaban ansiosos sus visitas y llamadas telefónicas.

–No quisiera pensar que os estáis aprovechando de la generosidad de vuestro padre por mi culpa.

–¡Claro que no! Ya te he dicho que te preocupas demasiado por nosotros. Sólo estaremos aquí una hora. S'il te plait, no seas agua… tiestos.

–Querrás decir aguafiestas. Pero es una expresión un poco anticuada. Si quieres parecer moderna tienes que decirme que no sea peor que un dolor de muelas.

Ambas se rieron. Eran totalmente distintas. Hallie, rellenita y bien formada, era diez centímetros más alta que su amiga, que medía uno sesenta y era poco corpulenta.

Monique llevaba un peinado muy chic con el pelo corto y rizos color castaño y Hallie era rubia con un corte desenfadado que no necesitaba casi cuidados.

Hallie vestía con la ropa más barata que había podido encontrar en la sección de oportunidades de los almacenes Tati, mientras que Monique siempre llevaba ropa italiana de diseño, aunque fuera para ir de excursión.

–Salut –era la voz de Paul, que se reunía con ellas en la terraza. Las besó en ambas mejillas. Era delgado, de metro ochenta y tan atractivo como su hermana. Vestía vaqueros y un polo.

–Menos mal que has llegado, Paul. Hallie cree que no deberíamos estar aquí. Está que se sale de sus caballos.

–De sus casillas –enmendó Hallie–. Esa es otra expresión que debes descartar para estar al día. Tendré que regalarte un libro de frases idiomáticas. Pero cuando te las hayas aprendido, volverán a estar pasadas de moda.

Paul se rió.

–Ahora estás aquí y no vamos a dejar que te vayas hasta que brindemos para celebrar tu cumpleaños. Venid conmigo.

Entraron al comedor. Paul llenó tres copas con el líquido dorado de una botella de la marca Rolland.

–A tu salud, Hallie –dijo, alzando su copa–, por haber hecho que este año fuera inolvidable. Deseo que este sea el cumpleaños más feliz de tu vida.

Los tres chocaron sus copas.

Hallie no bebía alcohol, pero dio un sorbo para no despreciarlos, ya que habían organizado esa pequeña fiesta en su honor.

Pensó que antes de irse de París, les escribiría una nota de despedida y les desearía una vida feliz. Mientras tanto, no iba a desperdiciar esos momentos de camaradería.

Monique se disculpó un momento y regresó con un paquete envuelto que entregó a Hallie. Ésta lo abrió y encontró un pañuelo de diseño con dibujos en color beige.

–Te quedará muy bien con la falda marrón.

–Es precioso, Monique –dijo emocionada, y se lo colocó alrededor del cuello–. Pero no deberías haberlo hecho.

–Te habría regalado muchas más cosas, pero sabía que no las ibas a aceptar. Lo podrás usar mientras sigas trabajando en Tati.

–Siempre me acordaré de este día –dijo Hallie, pensando que se lo devolvería a Monique con la carta, porque no debía gastarse el dinero en regalos.

–Queda muy elegante con la blusa blanca que llevas.

–También quedará elegante con mis otras blusas.

–Lo sé. Todas son blancas –espetó Monique.

De pronto, los tres se estaban riendo. Los gemelos tenían mucho sentido del humor y Hallie pensó que los echaría mucho de menos.

Se suponía que ella no debía encariñarse con nadie, pero lo hacía. Ya le había sucedido en San Diego con su compañera de piso Gaby Peris.

Gaby era una abogada que compartió piso con ella para reducir gastos cuando se quedó viuda. Después se casó con Max Calder, un antiguo agente de la CIA, y tuvieron una niña a la que llamaron Hallie.

–Ahora, si me disculpáis, volveré en quince minutos –dijo Monique.

Hallie la miró con cara de sorpresa.

–¡Pero si acabamos de llegar! ¿Por qué te vas?

–Quieres ir a tu tienda favorita antes de que cierren ¿verdad? –aclaró Paul.

–Así es. À bientôt. Volveré enseguida.

Cuando Monique desapareció, Hallie se volvió hacia Paul.

–Estáis actuando de manera muy misteriosa.

Paul se frotó las manos.

–Es porque quería estar a solas contigo.

–¿Por qué?

–Para hacer algo que hace tiempo que quería hacer.

–¿Y qué es?

–Esto –dijo y, agarrándole la cara, la besó suavemente sobre los labios cerrados.

Hallie se quedó muy sorprendida, pero decidió actuar como si se tratara de una broma de Paul.

–¡Caramba! Mi último beso antes de recluirme en el convento. Desde luego que habéis hecho que este cumpleaños sea inolvidable.

–Hacía tiempo que quería hacerlo –confesó Paul–. Ahora cierra los ojos. Tengo otra cosa para ti.

–Creo que ya ha habido bastante para un día –advirtió ella, pero él la ignoró y con la rapidez de un relámpago, la agarró de la mano y le colocó un anillo en el dedo anular.

Hallie dejó de sonreír cuando vio la aguamarina engarzada en oro. Era enorme y de color y transparencia admirables. Pensó que, aunque fuera de imitación, le habría costado mucho dinero, más del que se podía permitir.

¿Qué se proponía Paul? Iba a preguntárselo, pero al ver la expresión de deseo en su mirada se quedó muda.

–Feliz cumpleaños, ma belle.

Hallie parpadeó. Paul iba en serio. Percibió que él estaba temblando y que no tenía la alegría de siempre.

«¿Desde cuándo?», pensó ella. Se había dedicado a los gemelos como parte de su misión en el programa de ayuda social, y no se había dado cuenta de que Paul se había encaprichado con ella.

–Es una joya preciosa, pero tendrás que devolverla.

–No seas tonta –le agarró las manos para que no pudiera quitarse la sortija–. Aunque no te la pongas, quiero que te la quedes para que siempre te acuerdes de mí.

–No puedo, Paul. Y tú sabes por qué. Las cosas materiales no me interesan. No llevaré nada cuando entre en el convento.

–Estoy contando con que no entres en el convento, Hallie –dijo con un brillo especial en los ojos–. Te adoro –declaró con el ardor de un adolescente enamorado–. Voy a quedarme en París el tiempo que haga falta para convencerte de que vengas conmigo a Saint Genes. Tú no estás hecha para ser monja. Espero que algún día seas mi esposa.

«Su esposa…»

Paul la atrajo hacia sí con una fuerza sorprendente y la besó lleno de pasión.

Ella no se lo podía creer.

–Paul –dijo Hallie empujándole el pecho con las manos para que se separara. Pero era tan fuerte… No sabía cómo rechazarlo sin herir su orgullo.

–¿Qué es lo que pasa aquí? –una voz profunda y masculina rompió el silencio. Paul se separó de golpe, ruborizándose.

Hallie, anonadada por los sentimientos que Paul había escondido hasta entonces, tardó en reaccionar. Siempre lo había considerado como su hermano pequeño.

–Papá… Creía que estabas en Londres…

–Evidentemente –fue la fría respuesta–. Tenía la ridícula idea de disfrutar esta noche de una cena de celebración con mis hijos. Pero parece ser que te inclinas por algo mucho más fuerte.

No cabía duda de que, al entrar, Vincent Rolland había visto a su hijo de dieciocho años besar a una desconocida, y también la botella de vino y las copas.

Hallie pensó que tenía razón y que los gemelos habían faltado al colegio y estaban allí sin permiso de su padre. Pero era una terrible casualidad que él hubiera regresado de Inglaterra en el preciso momento en que su hijo había decidido declararle su afecto.

Sintió curiosidad y miró hacia donde estaba monsieur Rolland.

Había visto alguna foto de él, pero la cámara no había captado su perturbadora sensualidad. Hallie no creía posible que ningún hombre fuera más atractivo que el marido que ella había perdido en aquel horrible accidente aéreo dos años atrás. Pero estaba equivocada.

Los gemelos habían heredado el pelo oscuro y los ojos marrones de su padre. Sin embargo, la mirada de él no tenía nada de inocente mientras evaluaba con sus penetrantes ojos los atributos femeninos de Hallie.

Desde que era adolescente, Hallie había sido muy atractiva para los hombres, pero había aprendido a soportarlo. Aunque ese hombre parecía buscar algo más allá de lo puramente físico.

Vincent entró en el comedor. Estaba bronceado y vestía una camisa azul de punto y unos vaqueros color crema que moldeaban sus muslos poderosos. Mucho más alto que Paul, era tan masculino que ella se estremeció. Agarró la botella de vino e hizo un gesto de disgusto.

–No puedo criticar tu elección de añada, pero ¿por qué hoy jueves, cuando deberías estar celebrando el fin de curso con tus compañeros?

Paul se aclaró la garganta.

–El cumpleaños de Hallie es mucho más importante que un montón de chicos. Papá, quiero presentarte a mi amiga, mademoiselle Linn. Nos conocimos el pasado otoño.

Vincent volvió a mirar a Hallie y luego bajó la vista hasta la aguamarina que brillaba en su dedo.

–Mademoiselle Linn –murmuró con frialdad, en un tono casi insultante.

Hallie se quedó confundida. El que hubiera visto que su hijo la besaba no justificaba tanto veneno.

–¿Cómo está usted, monsieur Rolland? –dijo ella tratando de suavizar el encuentro–. Estoy encantada de conocerlo por fin, ya que sus hijos me han hablado tan bien de usted.

–¿Papá? ¿Podemos hablar un momento en el salón?

–No, no podemos –dijo con rabia, sin quitar la vista de la sortija–. Puesto que mademoiselle Linn es una parte tan íntima de tu vida, no veo ningún motivo para excluirla de nuestra conversación.

–Es cierto que estoy enamorado de ella –aclaró–. Lo significa todo para mí y, cuando llegue el momento, pienso casarme con ella.

«Paul está loco», pensó Hallie. «Soy mucho mayor que él».

–¡Qué interesante! –exclamó Vincent con un gesto nervioso–. Ahora entiendo por qué luce una joya que ha hecho que saques todo el saldo de tu cuenta corriente.

Hallie suspiró.

–Siempre recordaré que quisiste regalarme esta sortija, Paul. Pero tú ya sabías la razón por la que no puedo aceptarla.

No quería herir su sensibilidad, pero había ido demasiado lejos y necesitaba un escarmiento. Se quitó el anillo sin vacilar y lo dejó sobre la mesa.

Vincent se puso pálido de rabia.

–Es demasiado tarde para impresionarme haciéndome creer que nunca pensó en quedárselo, mademoiselle Linn.

Paul se giró de golpe.

–No lo entiendes. Puedo explicártelo.

–Estoy seguro –afirmó Vincent–. Y también podrás decirme cuántas veces la has traído a mi apartamento desde el pasado otoño.

–Nunca había estado aquí antes de esta noche –aclaró Hallie en tono conciliador, pensando que el padre tenía toda la razón para estar enfadado, pero que no era bueno humillar así a Paul delante de ella.

–Claro que no había estado –dijo Vincent en tono burlón–. Ni tampoco tenía ni idea de que esta piedra es de verdad… –la fulminaba con la mirada–. Me pregunto cuántas cosas más habrá conseguido sacarle.

Hallie lo miró sin pestañear.

–No tengo ningún inconveniente en discutir ese asunto con usted, pero creo que primero debería hablar a solas con su hijo.

–No me interesa lo que usted piense, mademoiselle Linn. Cuanto más dice, más me convenzo de que la sortija sólo es una parte de un plan de extorsión muy elaborado que sólo una joven descarada con sus evidentes encantos podría imaginar para encandilarlo.

–¡Un momento! –gritó Paul–. No tienes derecho a hablarle así a Hallie.

–¡Basta! –ordenó Vincent–. ¿Me crees imbécil? Y no vuelvas a gritarme así nunca más, ni me hables de derechos. Has renunciado a todos los tuyos al abusar de mi confianza.

En esos momentos, entró Monique.

–¡Me voici! –gritó desde el vestíbulo–. Ya estoy de regreso. Se te acabó el tiempo, Paul. Te estoy avisando por si acaso interrumpo algo…

«Así que Monique ha sido cómplice en dejarme a solas con Paul…», pensó Hallie. Era toda una revelación. Lo que no podía entender era que los gemelos creyeran que ella podría tener un interés romántico en Paul, que era mucho más joven. Tantos meses juntos y no eran capaces de entender que ella estaba comprometida a su vocación. Canto más lo pensaba más se convencía de que los dos sólo creían lo que querían creer.

Por lo que ellos le habían contado, su madre había muerto al dar a luz y, acostumbrados al cariño de su padre, y estar separados de él, necesitaban aferrarse a alguien, y ese alguien era ella.

–Así que la hija pródiga vuelve a la escena del crimen cargada con más ropa de la que es humanamente decente.

Al ver a su padre, Monique se quedó de piedra.

–Papá –masculló–. Creía que llegarías mañana.

–Es evidente. Así este encuentro clandestino habría pasado desapercibido. ¿Cuánto tiempo hace? ¿Nueve meses desde que mademoiselle Linn se aprovecha de mis hijos y de su tendencia a regalar sus bienes materiales, que, por otra parte, han olvidado que soy yo quien los paga? –bramó–. ¡Me sorprende que os haya quedado dinero para comprar nada más! –añadió, arrancándole a Monique la caja que llevaba bajo el brazo. Al abrirla vio un precioso vestido rojo de cóctel–. ¿Qué es esto? ¿Otra contribución a la empobrecida mademoiselle Linn? No le va nada mal. A ver… un pañuelo de diseño, un vestido de Givenchy y… ¡una sortija de nueve mil dólares! –exclamó él clavando la mirada sobre Hallie, que se había quedado en estado de shock–. Es un buen botín para un solo día de trabajo, mademoiselle Linn.

–Papá… –intervino Monique con los ojos llenos de lágrimas–. ¿Qué te pasa? Estás totalmente equivocado…

–Al parecer, tanto mi hijo como mi hija han sido víctimas de esta embaucadora.

–¿De Hallie? –exclamó Monique dando una patada en el suelo–. ¡Imposible! Esto era una fiesta sorpresa para celebrar su cumpleaños. ¡Ella no sabía nada! De hecho, estaba preocupada por si nos metíamos en un lío y no quería venir en el taxi con nosotros.

–Pero vino. Miradlo bien. Hasta hace un momento llevaba una pequeña fortuna en el dedo y estaba dándole las gracias a Paul de esa forma femenina tan antigua que lleva a los hombres a su perdición –la reacción de Vincent no hacía honor a la imagen del hombre que sus hijos adoraban, la de un hombre de éxito en los negocios y un ídolo para su familia–. ¿No veis que se ha burlado de vosotros? Eso me hace dudar de mi eficacia como padre. Y ahora, bajad y tomad un taxi de regreso al colegio. Iré a veros en cuanto tenga una pequeña charla con mademoiselle Linn.

La expresión de amargura y dolor de los ojos de Paul hizo temer a Hallie por la relación entre padre e hijo. La ira de Paul podría ser peor que la de su padre, porque era joven y vulnerable y lo habían sorprendido en un momento débil de su vida. Seguramente tardaría mucho tiempo en perdonar a su padre.

A Hallie se le encogió el corazón cuando vio a Paul salir corriendo del comedor sin que Vincent lo detuviera. Monique miraba perpleja a su padre. Luego miró a Hallie.

–Lo siento mucho –murmuró, y salió detrás de su hermano.

–Por favor, no los deje marcharse así –exclamó Hallie en cuanto salieron–. ¡Corra detrás de ellos antes de que el daño sea mayor!

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Los ojos de Vincent Rolland brillaron amenazantes.

–Es un poco tarde para hablar de daños, sobre todo si usted está embarazada. Pero seguramente Paul no sabe su secreto, o no se habría marchado sin usted.

«¡Vaya!», pensó Hallie.

–¿Sus hijos no le han hablado nunca de mí? ¿Ni una sola vez?

–No sabía de su existencia hasta que vi a mi hijo besándola con suficiente pasión para convencerme de que ya ha ido demasiado lejos. Se lo advierto ahora, mademoiselle Linn: ninguna mujer va a atrapar a mi hijo en un matrimonio forzoso para que sea su esclavo para el resto de sus días. Si está embarazada, nunca tendrá la oportunidad de hacerle chantaje. Antes de mañana por la mañana, estará en un avión regresando a dondequiera que sea con suficiente dinero para satisfacer su desmesurada ambición.

Hallie dudaba que los gemelos conocieran esa faceta de su padre. Quizás era más rico de lo que Hallie imaginaba. Era normal que quisiera cerciorarse de que nadie se aprovechara de sus hijos. Pero suponer que estaba embarazada y acusarla de manipular a su hijo sin darles la oportunidad ni a Paul ni a ella de dar explicaciones, hizo que se pusiera furiosa.

–No estoy embarazada. Pero, si lo estuviera, ¿me está diciendo que me sobornaría para que me fuera, sabiendo que llevaba a su nieto dentro de mí? –preguntó incrédula–. ¿Sería capaz de privar a Paul de educar y amar a su propio hijo?

Vincent soltó una carcajada.

–¿Quién ha dicho que sea de Paul?

–Tenga cuidado antes de decir nada de lo que pueda arrepentirse el resto de su vida, monsieur. Hoy Paul nos ha pillado por sorpresa a los dos. Pero, puesto que usted no ha sido capaz de escuchar sus razones, me temo que su reacción habrá causado un daño muy grande a su relación con él. La verdad es que yo no tenía ni idea de que se hubiera encaprichado de mí. A veces los chicos jóvenes se encaprichan de mujeres mayores que ellos. Sin embargo, yo no me había dado cuenta hasta unos minutos antes de que usted entrara.

–No es un capricho, mademoiselle Linn –rebatió él–. La sortija y todo lo que significa obliga a verlo bajo otro prisma. Demasiadas fiestas han hecho que se le ablande el cerebro a mi hijo. Sobre todo cuando una mujer devastadora como usted le añade ese je ne sais quoi.

–¿Je ne sais quoi? –repitió Hallie mientras se desataba el pañuelo y lo dejaba sobre la mesa junto a la sortija–. Ese «no sé qué» es una expresión anticuada que los estadounidenses adoptaron hace años. Su hija la emplea constantemente.

Él se acercó, con un gesto sombrío en la cara. A pesar de estar furioso, estaba tan atractivo que Hallie se alarmó de sentirse atraída por su potente sensualidad.

–¿Quién es usted? ¿Qué está haciendo en París? ¿Cómo la conocieron mis hijos? –la bombardeó con sus preguntas.

–Soy alguien que se ha comportado como amiga de los gemelos.

–¿Espera que me crea eso?

–Sí. Lo mismo que yo creo que cualquier cosa que usted me diga es la pura verdad. Monique se le parece mucho en muchas cosas. Pero usted debería cuidar sus palabras, porque su cinismo se le está pegando a ella. Monique estaba segura de que la directora no se atrevería a hacer que usted se enfadara con ella porque, para citarla exactamente: «Hasta ahora, papá se ha resistido a sus intentos de seducirlo, pero ella todavía no se ha dado por vencida». Siento ser tan brusca, pero las expresiones anticuadas no tienen para mi ese je ne sais quoi. Y otra cosa más: no me importa si usted es tan rico como el Rey Midas. Puesto que su hijo no ha trabajado en sus viñedos este último año, dejar nueve mil dólares en su cuenta es demasiado dinero para un joven impulsivo de dieciocho años, al margen de lo digno de confianza que haya sido hasta ahora.

–¿Ha terminado ya?

–Aún no. Hay que dar gracias de que hizo la prueba conmigo, porque yo quiero a Paul como a un hermano pequeño y me preocupa su bienestar. Él aún no se da cuenta, pero yo soy sólo una fantasía suya. Está confundido. Déle unos años más y lo tendrá todo claro. ¿Sabe que quiere ser como usted cuando sea mayor? Seguro de sí mismo, atractivo para las mujeres y con éxito en la vida. Para que lo sepa, se desenvolvió perfectamente cuando brindó a mi salud y me deseó un feliz cumpleaños. Nadie podía haber sido más galante y encantador. Y aunque temblaba cuando me besó, no vaciló ni un momento. De hecho, actuó con total dominio cuando me colocó el anillo en el dedo.

Vincent la escuchaba en silencio.

–Dentro de unos diez años será un excelente marido, en todos los sentidos, para la mujer afortunada –continuó Hallie–. Promete mucho, pero todavía es joven y capaz de sentirse lastimado porque lo avergonzara delante de mí. Estoy segura de que usted sabe lo mucho que lo ha ofendido al no dejar que le hablara en privado. Yo a usted no lo entiendo. No si pienso que ha educado a los dos chicos más maravillosos que he conocido. Es gracias a eso que no le di la bofetada que se merecía.

Vincent se quedó callado un instante, estudiándola.

–Antes de que la haga investigar, ¿por qué no contesta a mis preguntas?

«¿Llegaría tan lejos?», se preguntó Hallie.

–Paul ya se lo dijo. Me llamo Hallie Linn. Hoy he cumplido veinticinco años y no dieciocho. Ni me acordaba hasta que sus hijos decidieron sorprenderme con una fiesta de cumpleaños. Nos conocimos en el otoño cuando entraron en los Almacenes Tati donde yo trabajo. Estaban buscando algún regalo de cumpleaños para usted. Les pedí que me lo describieran y les sugerí un par de guantes y una billetera –un pequeño gesto involuntario de Vincent hizo que Hallie se percatara de que recordaba los regalos–. Se quedaron muy sorprendidos de encontrar a una estadounidense trabajando allí y disfrutaron probando su inglés conmigo. Hasta me pidieron que les corrigiera los errores. A mí me encantó su interés y la adoración que sentían por usted. Era siempre: «papá esto, papá lo otro». Antes de que se fueran de la tienda, me preguntaron si podían volver a la semana siguiente para practicar su inglés conmigo. Les dije que sí, pero no esperaba que volvieran.

Él la miró pensativo.

–Dos días más tarde aparecieron y me rogaron que pasara la hora de la comida con ellos –siguió hablando ella. Habían llevado sándwiches y bebidas y no pude negarme. Fuimos paseando hasta la catedral de Notre Dame y nos comimos el picnic en la plaza. Se esforzaban por hablar en inglés lo mejor posible y me contaron cosas sobre la vida en Saint Genes con usted y su bisabuelo Maurice. Ah, sí, y también de Beauregard. En algún momento de esa tarde conectamos y somos grandes amigos desde entonces. Debería haber reconocido el encaprichamiento de Paul, pero no me di cuenta. Supongo que es por eso que nunca le han hablado de mí. Hicieron mal, desde luego. Pero no me creo que tuviera que haber tratado esa pequeña omisión como si fuera un pecado. ¿Por qué lo hizo?

Él se acercó más.

–¿Cómo consiguió el trabajo en Tati? El gobierno no suele conceder permisos de trabajo a los estadounidenses.

–En mi caso hicieron una excepción. Pero no se preocupe, sólo estaré privando de un puesto de trabajo a sus compatriotas durante dos semanas más. Entonces me iré para siempre. En cuanto a su otro temor, usted ya lo ha resuelto viniendo a París para llevarse a sus hijos a casa. Dígame una cosa… Si desconfía tanto de ellos, ¿por qué los mandó fuera a un internado? Los gemelos podían haber ido a un buen colegio en Saint Genes y vivir en casa con usted, que es donde deberían estar. ¡La vida es tan corta…! ¿Acaso no sabe que el cariño de un padre es más vital y necesario para un niño que una educación cara? Sus hijos lo adoran. Lo han echado mucho de menos y han estudiado muy duro para sacar buenas notas y que usted estuviera orgulloso de ellos. Y yo lo sé porque me he pasado horas repasando con ellos para los exámenes mientras explorábamos París en mis días libres.

Hallie hizo una pausa y luego continuó:

–Sin duda, Monique compró ese precioso vestido rojo para lucirlo delante de usted cuando celebren el cumpleaños de Maurice el mes próximo. Ella dice que todas las mujeres tienen fantasías sobre usted. Aunque no me ha dicho nada, sé que está preocupada por que surja alguien con quien usted quiera compartir la cama. A medida que va haciéndose mayor, crecen sus temores de que alguien ocupe su lugar en sus afectos. Le ruego que, si hay alguna mujer especial en su vida de la que no les ha hablado, procure que no esté en el castillo cuando ellos regresen a Saint Genes. Primero dedíqueles toda su atención para que sepan que nada ha cambiado. Y, por favor, prométame que esta noche aclarará las cosas con Paul antes de que sea demasiado tarde. Vaya a verlo y explíquele por qué estaba tan disgustado. Paul es muy dulce y sensible. Podrá entenderlo y lo perdonará. Adieu, monsieur. Que Dieu vous bénisse.

 

 

Unos segundos después, se cerraron las puertas del ascensor y las palabras de Hallie permanecieron flotando en el aire.

Vincent se quedó inmóvil y anonadado.

Con un golpe maestro, ella le había producido un torbellino de sentimientos y, luego, había tenido la audacia de despedirse para siempre dándole su bendición.

Nunca había conocido a nadie como ella.

No se trataba solamente de los atributos femeninos que habían obnubilado a su hijo. ¿Qué tenía esa desconocida para embrujar de esa manera a los gemelos?

La relación entre ellos había florecido durante nueve meses, y él no se había enterado. Se sentía herido, traicionado.

No se creía que sus hijos no le hubieran dicho nada para sorprenderlo con sus progresos en inglés.

Sin duda Paul se había enamorado desde el principio y había hecho que Monique le jurara que mantendría el secreto. Se había infiltrado en su mundo y, seguramente, habría averiguado muchos detalles de su intimidad y de la de sus hijos.

Vincent pensó que tenía que averiguar quién era en realidad esa desconocida.

Entró en su estudio y telefoneó a los almacenes Tati. Como el gerente ya se había marchado, intentó que lo informaran sobre mademoiselle Linn, pero la operadora le dijo que tendría que esperar a hablar con el gerente por la mañana.

A continuación, fue a telefonear a su abogado para que investigara, pero en ese momento sonó el teléfono móvil. Era una llamada del castillo.

–Vincent al habla.

–Hijo mío, ¿estás sentado?

Un sudor frío lo invadió al oír la pregunta de su abuelo.

–¿Pasa algo malo?

–Acabamos de recibir una llamada del hospital Passy de París. Según la policía, Paul se atravesó delante de un camión mientras cruzaba el bulevar con el disco en rojo. Vieron su tarjeta de identidad en la billetera y han llamado aquí. Todavía está inconsciente.

–¡Voy hacia allí!

Vincent entró corriendo en la sala de urgencias, temeroso de que Paul ya no se despertara.

–¿Dónde está Paul Rolland? –preguntó en recepción–. La policía dice que lo golpeó un camión. Soy su padre.

–Su hijo está en la habitación número cinco. Puede pasar por esa puerta.

Vincent se apresuró a empujar la puerta. Al ver la cortina echada, se le encogió el corazón. Una enfermera salía de la habitación.

–Mi hijo… ¿Está inconsciente todavía? –preguntó sin más preámbulos.

–No. Recobró el conocimiento hace unos minutos.

Vincent respiró.

–Dieu merci. Gracias a Dios.

–Todavía está en observación, pero puede entrar.

A pesar de su palidez y de un chichón en la frente, Paul parecía maravillosamente vivo.

El médico estaba limpiándole una herida en la mejilla izquierda y levantó la vista cuando Vincent se presentó.

–Su hijo ha tenido mucha suerte. Tiene contusiones en el brazo y la pierna izquierdos, pero no hay ningún hueso roto. Las radiografías muestran que ha tenido una conmoción, pero con unos días de reposo en cama se le pasarán los mareos y se pondrá bien. Haré que lo trasladen a una habitación privada.

Vincent respiró con gran alivio.

–Muchas gracias por todo –le dijo al médico antes de que saliera.

Una vez solos, Vincent acercó un taburete y se sentó junto a Paul, que seguía con los ojos cerrados.

–Hijo mío –exclamó, tomando su mano derecha–. Soy papá, estoy aquí. Gracias a Dios vas a ponerte bien –dijo con voz temblorosa, pero Paul no le respondió–. ¿Paul? Dime algo –se le quebró la voz–. Te quiero.

–No, no me quieres –una respuesta tan fría abatió a Vincent–. Déjame solo. No quiero que estés aquí –tuvo fuerzas para zafar la mano de la de su padre.

–Hablas así porque estás furioso. Sabes muy bien que nunca te dejaría. Eres mi hijo, así que pienso quedarme contigo hasta que salgas del hospital y pueda llevaros a casa a ti y a Monique.

Paul abrió los ojos de nuevo, pero la expresión de su cara era de total frialdad.

–No voy a volver a Saint Genes. Eso se ha terminado. Pienso quedarme en París. No te preocupes. Ya he encontrado un trabajo y un lugar para vivir, así que no tendrás que mantenerme nunca más –espetó Paul con profunda amargura.

Vincent hizo una mueca de dolor.

–Ya sé que te dije muchas cosas que no debía haberte dicho, y te pido disculpas. Cuando te encuentres mejor, podremos tener la charla que tú querías.

–Es demasiado tarde. Hemos terminado. No quiero volver a verte nunca más –dijo, y cerró los ojos como despedida.

Vincent suspiró apesadumbrado por lo que había pasado por su culpa e insistió:

–Ya hablaremos más tarde. Ahora lo único que importa es que te restablezcas.

Paul guardó silencio y Vincent pensó que era mejor dejarlo descansar, pero antes de salir utilizó el teléfono para informar a Maurice que Paul estaba bien. El anciano lloró de alivio.

Después de hablar unos minutos más, Vincent siguió a los ordenanzas que trasladaban a Paul a una habitación privada en el tercer piso. Mientras una enfermera comprobaba sus constantes vitales, entró un médico y le estrechó la mano.

–Soy el doctor Maurois. Si tiene la bondad de salir un momento al pasillo… Quisiera hablarle sobre el caso de su hijo.

El tono del médico inquietó a Vincent.

–¿Hay alguna complicación de la que no me han informado?

–Me temo que sí. El médico de urgencias pensó que sería mejor que fuera yo quien le diera los detalles. Soy el jefe del departamento de psiquiatría del hospital –Vincent se sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago.

–Adelante. Lo escucho.

Los minutos siguientes fueron angustiosos para Vincent al tener que escuchar lo que ningún padre quiere oír sobre su hijo.

–Si prefiere que lo trate otro psiquiatra, no tengo inconveniente.

–Estoy seguro de que usted está perfectamente cualificado –murmuró Vincent–. Está claro que mi hijo necesita ayuda, y cuánto antes, mejor.

El psiquiatra asintió.

–¿Qué planes tiene para los próximos días?

–Quedarme aquí con mi hijo. Mi hija Monique, su hermana gemela, se quedará también.

–Bien. Por el momento no comente con sus hijos lo que le he dicho. No diga ni haga nada más que lo que le salga natural. Yo hablaré con él a intervalos regulares durante las próximas cuarenta y ocho horas y, luego, me reuniré con usted y su hija, juntos y por separado. Empezaremos por eso.

–Muchas gracias –dijo Vincent en voz baja.

Cuando la enfermera le dijo que Paul estaba durmiendo tranquilamente, Vincent se fue al colegio de Monique.

Antes de ir a su habitación, fue a la oficina y le agradeció a la directora que hubiera cuidado de Monique. Ella le contestó que había sido un placer y que cuando volviera por París, pasara a visitarla. La mirada de sus ojos era una invitación privada inconfundible.

Recordando lo que, según mademoiselle Linn, había dicho Monique sobre la directora, se sintió repelido por ella. Ciertamente no lo tentaba nada.

Aún conmocionado por lo que le había contado el doctor Maurois, se terminó de hundir al entrar en la habitación de Monique y encontrarla postrada sobre la cama llorando desconsoladamente. No era la primera vez que la veía así, pero nunca por algo que él hubiera hecho.

Se sentía culpable por tantas cosas… Se sentó en la cama junto a ella y la abrazó.

–Lo siento, ma chérie. Lo siento mucho. Espero que algún día Paul y tú podáis perdonarme –imploró, pero ella, como Paul, permaneció en silencio. Vincent recordó que Paul estaba solo–. Vamos. Tenemos que volver al hospital. Llevaremos tus cosas al coche. Tengo que hablar contigo de algo importante, pero no quiero decir nada hasta que estemos fuera del colegio –de camino hacia el hospital, le preguntó–. ¿Cómo fue que Paul y tú no volvisteis al colegio en el mismo taxi?

–Él salió corriendo y no pude detenerlo. Pero, papá, tengo que decirte que no lo culpo por lo que hizo.

–Yo tampoco. Desgraciadamente tu hermano estaba tan nervioso que tuvo un accidente –era sólo parte de la verdad. El resto lo sabría cuando el doctor Maurois lo creyera oportuno–. Pero se va a poner bien –añadió al ver que ella se había asustado–. No tiene ningún hueso roto, sólo el golpe. En unos pocos días podrá viajar. El problema es que ahora cree que me odia. Y tiene todo el derecho… Antes de que pasemos la noche junto a él, quiero saberlo todo sobre Hallie Linn. No te dejes nada. Y no te preocupes, que no te lo pregunto porque la crea sospechosa de nada malo. Necesito saberlo todo sobre vuestra relación con ella para poder entender lo que le pasa a Paul. Yo quiero a tu hermano, pero hasta que no sepa la verdad no podré disculparme de forma que el acepte como sincera. ¿Sabes lo que quiero decir?

–Me parece que esto no lo vas a poder arreglar, mon père.

Monique parecía muy segura y categórica y Vincent se alarmó, recordando lo que había dicho el doctor Maurois.

Durante esos nueve meses sus hijos habían crecido y él no había estado junto a ellos para verlo. Sintió un gran dolor, no sólo por habérselo perdido, sino por lo que había sucedido.

–Tengo que intentarlo.

–Paul ha estado enamorado de ella desde el primer día en que nos atendió en Tati. Y lo pude entender. ¡Ella es perfecta! La acepto sin lugar a dudas como a mi futura cuñada.

–¿Qué es lo que la hace tan especial?

–Es la única persona que conozco que me parezca merecedora del amor de Paul.

«¿Merecedora?», reflexionó Vincent. Esas eran palabras mayores saliendo de la boca de Monique, que adoraba a su hermano de manera posesiva. Tendría que andar con mucho cuidado.

Puesto que Vincent se había casado a los dieciocho años, no podía decir que Paul era demasiado joven para discernir entre el capricho y el amor. Pero lo cierto era que un hombre necesitaba unos cuantos años más antes de convertirse en un adulto responsable y tener la estabilidad necesaria para conseguir un matrimonio feliz con la mujer adecuada.

–Paul te habría dicho que estaba enamorado mucho antes, pero temía que no te gustara que ella fuera estadounidense. Me pidió que no te dijera nada hasta que él me diera permiso.

–No tengo nada en contra de los estadounidenses. Reconozco que hace unos años tuve un cliente que no me gustaba nada pero, por lo general, mis conocidos estadounidenses me parecen encantadores –tomó aliento–. Mi reacción ante mademoiselle Linn no tuvo nada que ver con su nacionalidad. Estaba perplejo al ver que Paul se había gastado el dinero en un anillo y no en el coche que iba a ser vuestro regalo de graduación.

Monique bajó la cabeza.

–Paul estaba decidido a comprometerse antes de fin de curso. Le dije que no me importaba el coche y que si quería gastarse el dinero en ella, yo estaba de acuerdo. Pero si eso te preocupa, él piensa devolverte el dinero en plazos mensuales. El director del colegio le dio una carta de referencia y Paul la utilizó para conseguir un primer trabajo en un banco de Montparnasse. Se supone que deberá empezar su entrenamiento el próximo lunes.

«Increíble», pensó Vincent mientras entraban en el coche. Al día siguiente iría al colegio de Paul por sus cosas y desde allí llamaría al director del banco y lo informaría acerca del accidente de Paul.

–Después de que vosotros dos dejarais el apartamento, tuve una charla con mademoiselle Linn. Aunque parece más joven, dice que tiene veinticinco años.

–Es cierto. Paul vio su pasaporte.

–¿No te parece que una mujer con siete años más que tu hermano es demasiado mayor para él?

–Claro que no –rebatió Monique–. Paul la encuentra fascinante.

«Y como tú adoras a tu hermano, no vas a sabotearle los planes», pensó Vincent. Podía apostar a que en todo París no habría muchas mujeres con unos atributos femeninos tan fascinantes como los de mademoiselle Linn. Sus largas piernas le daban un porte voluptuoso que no necesitaba ropa cara para llamar la atención de cualquier hombre. No llevaba maquillaje y el único adorno que le vio fue una pequeña cruz alrededor del cuello.

–Paul piensa que mis amigas del colegio son muy superficiales y aburridas, y yo estoy de acuerdo con él. Hallie ha tenido experiencias que la hacen diferente de la otra gente. Además, sabe escuchar mejor que nadie.

–¿Tiene familia aquí en París?

–No. Nació en California, pero ahora está completamente sola en el mundo.

–Ya veo. Háblame de esas experiencias que la hacen tan excepcional a vuestros ojos.

–No sé los detalles porque le cuesta mucho hablar de ellos, pero hace unos años tuvo un accidente aéreo. Eso la hizo reflexionar sobre sus valores y decidió que lo que desea hacer es ayudar a la gente.

–Ese es un deseo admirable –murmuró Vincent intentando no parecer condescendiente. Con toda la gente que había en París, ¿cómo habrían ido a dar con ella sus hijos?

–¿Qué la hizo venir a París?

–Su trabajo.

–¿Quieres decir que hay unos almacenes Tati en California y que la trasladaron aquí?

–No.

Vincent apretó el volante del coche. Se estaba cansando de esa conversación.

–¿Por qué me da la sensación de que tienes miedo de contestar a mi pregunta?

–Paul me pidió que no te lo dijera.

–Si ella es tan perfecta, ¿qué le preocupa?

–Sabe que la respuesta te va a poner contento.

Su hija estaba hablando en clave. Más intrigado que nunca, Vincent estacionó el coche delante del hospital y paró el motor.

–¿Soy un ogro tan terrible que ya no podéis decirme la verdad? –necesitaba saber todas las verdades para poder colaborar con el doctor Maurois.

Monique volvió la cabeza despacio. Sus ojos pardos parecían llenarle toda la cara.

–Dentro de dos semanas Hallie regresará a California para entrar en un convento –Vincent se quedó perplejo–. Paul no puede soportarlo, por eso le regaló el anillo, para que supiera que decía en serio lo de casarse con ella. Paul haría cualquier cosa para evitar que ella tomara una decisión que lo impediría seguir viéndola. Si supieras lo maravillosa que fue Hallie, tú…

–Un momento –la interrumpió Vincent–. Repítelo. ¿Os dijo que piensa meterse a monja?

¡Mencionar la fruta prohibida delante de Paul! No se le podía haber ocurrido nada mejor a la oportunista mademoiselle Linn para hacer que Paul cayera a sus pies.

–Papá, Hallie ya es una monja seglar.

–Entonces os ha estado mintiendo –refunfuñó él apretando los dientes.

–No –protestó Monique en tono calmado–. Ha estado sirviendo a la iglesia durante el último año y medio con las Dominicas. Primero en California y luego en la Abadía de Clairemont, cerca de Tati. Hoy en día hay muchas mujeres que trabajan entre la gente como monjas seglares, vestidas con ropa normal. Y trabajan para pagarse la casa y la manutención.

Vincent nunca había oído nada de eso. Pero tanto si era cierto o no, Monique creía la historia y, pendiente de hacer sus averiguaciones, él no se atrevió a cuestionarla para que ella no se distanciara más. Respiró hondo.

–Muy bien. Suponiendo que todo lo que os ha dicho sea cierto. ¿por qué se va de repente de París?

–Tiene pensado hacer los votos en junio en la casa matriz de San Diego. El único problema es que, una vez haya profesado, nunca más la volveremos a ver –el temblor en la voz de Monique denotaba tanto afecto que Vincent se asombró–. Paul está empeñado en hacer que se quede. La ama tanto… Y no tiene mucho tiempo por delante para convencerla de que cambie de idea antes de proponerle matrimonio. Por eso tenía que hacerlo ahora, antes de que fuera demasiado tarde. Ha tardado meses en atreverse. Planeamos la fiesta de cumpleaños para lograr que viniera al apartamento. Así podría estar en privado para declararse. Yo los dejé a solas un rato y aproveché para comprarle a Etvige un vestido con el último dinero que me quedaba. Ella siempre había deseado algo con estilo de París.

La explicación de su hija lo sumió aún más en la preocupación que tenía desde que hablara con el doctor Maurois. Mientras su hija hablaba, el sonido de otra voz, proveniente de otra conversación, ahogaba sus palabras:

«No estoy embarazada. Pero, si lo estuviera, ¿me está diciendo que me sobornaría para que me fuera, sabiendo que llevaba a su nieto dentro de mí? ¿Sería capaz de privar a Paul de educar y amar a su propio hijo?

Vincent había soltado una carcajada.

–¿Quién ha dicho que sea de Paul?

–Tenga cuidado antes de decir nada de lo que pueda arrepentirse el resto de su vida, monsieur. Hoy Paul nos ha pillado por sorpresa a los dos. Pero, puesto que usted no ha sido capaz de escuchar sus razones, me temo que su reacción habrá causado un daño muy grande a su relación con él. Prométame que esta noche aclarará las cosas con Paul antes de que sea demasiado tarde. Vaya a verlo y explíquele por qué estaba tan disgustado. Paul es muy dulce y sensible. Podrá entenderlo y lo perdonará».

Vincent se percató de que sus suposiciones habían estado completamente equivocadas, y se sentía como si hubiera entrado en un callejón sin salida.

En realidad, no había salida. No, después de lo que el psiquiatra le había dicho.

La salud mental de Paul estaba en peligro. Además, Vincent había destruido los profundos lazos que tenía con su hijo. Y, lo que era peor, no podía hacer nada respecto a mademoiselle Linn.

Ella no estaba enamorada de su hijo. Si recordaba bien sus palabras, había dicho que quería a Paul como a un hermano pequeño. Y antes de salir del comedor había murmurado: «Adiós para siempre. Que Dios lo bendiga».

Al recordar esas palabras de despedida, Vincent se convenció de que les había dicho la verdad a sus hijos. Cuando hiciera los votos se iba a apartar del mundo.

Todo lo sucedido en el apartamento comenzaba a encajar de un modo terrible. La familia Rolland estaba vuelta del revés. Monique casi no le hablaba. Su hijo estaba furioso porque él había insultado a su gran amor, una mujer que estaba a punto de meterse a monja y desaparecer de su vida.

Todo lo que Vincent había hecho desde el nacimiento de los gemelos para evitar que repitieran sus mismos errores, se había hecho pedazos. Nada volvería a ser igual.

Sólo habían transcurrido doce horas desde que se despertara en Londres, feliz porque iba a París a darles una sorpresa a sus queridos hijos. Le parecía una eternidad, y la desesperación hacía que se sintiera terriblemente viejo.

–Entremos, ma petite. Paul nos necesita, aunque esté deseando que yo desaparezca en medio del Sáhara –y, para sus adentros, añadió: «Aunque mi hijo quiera haber dejado este mundo»

Capítulo 3

 

 

 

 

 

Eran las cinco de la tarde del sábado. Hallie atendió al último cliente, cerró la caja registradora y abandonó Tati.

Habían transcurrido dos días desde que se había marchado angustiada del apartamento de monsieur Rolland. Sentía que tenía que hacer algo respecto a la terrible situación que involuntariamente había creado por ser amiga de sus hijos.

La noche anterior, después de sus oraciones, había empezado un ayuno, y ese día tenía una cita con la Madre Marie-Claire para hablar de los gemelos. A esas horas ya estarían en Saint Genes, en casa con su padre. Hallie estaba segura de que cualquier intento de hablar por teléfono con él o con los chicos sería un fracaso.

Lo único que se le ocurría era enviarle una carta sincera con la esperanza de que la leyera. Pero antes de escribirla quería consultar con su superiora.

Cuando conoció a los gemelos, Hallie pensó que podría ayudarlos mientras estaban fuera de casa. Pero le había salido el tiro por la culata y se había estropeado todo. Había perdido confianza en su buen juicio como ser humano, por no decir como monja. Se preguntaba si acaso había pecado de orgullo creyendo que su misión era consolar a los dos gemelos huérfanos, y no había detectado las señales de peligro. O si un instinto maternal latente en ella se había despertado y no la dejaba actuar con sentido común.

En cualquier caso, ¿qué clase de monja sería si trabajaba con jóvenes? Esa era una de las respuestas que necesitaba para estar en paz consigo misma. Temía no poder ser de utilidad para la orden.

Abatida y angustiada, comenzó a andar más deprisa.

–¿Mademoiselle Linn?

Hallie reconoció la voz profunda y masculina. Se sorprendió de que el padre de los gemelos estuviera todavía en París. El corazón se le aceleró.

Él había estacionado el coche cerca de los almacenes, en el mismo sitio en que había parado el taxi de Monique dos noches atrás. Sólo que él se había bajado del coche para llamarla.

Iba vestido con un traje gris que resaltaba su atractivo. Al acercarse, Hallie tuvo la impresión de que había envejecido.

Tenía arrugas alrededor de la boca y su tez aceitunada parecía más pálida. Sus ojos, de color pardo y mirada profunda, denotaban un gran dolor.

Aunque no la miraba con el mismo desdén que la vez anterior, Hallie percibió que seguía sin tenerle simpatía. Era, simplemente, que su ira se había enfriado.

–Paul está en el hospital –dijo él sin más preámbulo. Eso no era lo que Hallie esperaba oír.

–¿Qué le pasa? –exclamó angustiada.

–Mi hijo no se está muriendo, si eso es lo que le preocupa. Al menos, no físicamente –murmuró.

–Entonces ¿qué tiene?

Hallie oyó cómo tomaba aliento.

–La otra noche, cuando salió corriendo del apartamento, se cruzó delante de un camión.

–¡Oh, no! –exclamó Hallie estremeciéndose.

–Como ya le he dicho, no le pasó nada. Tan sólo ha tenido una conmoción y algunas contusiones.

–Gracias a Dios que está vivo. Estaba tan alterado que no me sorprende que no mirara por dónde iba.

–Ahí es dónde se equivoca –espetó él–. Cuando la ambulancia lo llevó al hospital estaba inconsciente. Se despertó en la sala de urgencias creyendo que había muerto y que estaba en el más allá. Cuando el doctor le dijo que estaba bien vivo, Paul no quería creerlo y reconoció que se había lanzado a propósito delante del camión.

–¿Qué? –Hallie no podía creerlo–. ¿De verdad que Paul quería morirse?

La mirada torturada de Vincent la convenció. Sintió que la agarraba por el codo.

–Necesitamos hablar, pero no aquí. Supongo que ya ha terminado su trabajo.

–Sí. Iba camino de… mi casa –pensó que luego cambiaría la cita con la superiora. Lo de Paul era mucho más importante.

–En estas circunstancias, preferiría llevarla primero a mi apartamento. Mientras cenamos, le explicaré todo lo que el médico de Paul me dijo antes de irme del hospital esa noche.

Hallie asintió, todavía conmocionada por las alarmantes noticias.

Al ver que ella aceptaba, Vincent se relajó un poco y la condujo del brazo hasta el coche. Sin duda era un gesto automático, pero el calor de ese contacto se irradió por todo el cuerpo de Hallie.

Estaba segura de que reaccionaba así porque no había estado con ningún hombre desde la muerte de su marido. Durante los instantes en que supieron que el avión caía en picado, él la había abrazado por última vez. Desde entonces, los hombres le habían sido indiferentes.

Cuando subieron al coche, monsieur Rolland lo puso en marcha y se incorporó al tráfico. Permanecieron en silencio durante unos minutos.

–Ha sido culpa mía por no darme cuenta de los sentimientos de Paul.

–Antes de que empiece a echarse la culpa debería saber que hubo muchos factores que contribuyeron a la crisis. El doctor Maurois, el psiquiatra que está tratando a mi hijo, ha hecho hincapié en eso. Según dice, nadie debe sentirse culpable. Recriminarnos por nuestros posibles fallos hacia Paul es un desperdicio de energía que no va a solucionar nada.

Hallie se limpió las lágrimas que humedecían sus ojos.

–¿Usted ha conseguido dejar de sentirse culpable? –su voz reflejaba una emoción que no podía reprimir. Como él no contestaba, pensó que no la había oído.

–No –respondió Vincent por fin en un susurro sincero y lastimero.

–Se suponía que yo era la persona sensata. La que podía iluminar un mal día dándoles un poco de consuelo estando con ellos y escuchándolos cuando Paul y Monique necesitaban un paño de lágrimas. Pero no pude intuir lo que estaba pasando.

–Usted no fue la única que recibió una sorpresa –exclamó el padre recriminándose a sí mismo–. Yo no recuerdo a mi madre –continuó en tono distante–. Sólo a mi padre, que no me dio ninguna libertad mientras fui niño. Él temía que si me iba de los viñedos, aunque fuera para un viaje corto, jamás volvería a sentirme satisfecho de estar en casa. Mis abuelos trataron de interceder por mí, pero no sirvió de nada. Durante años maldije a mi padre y juré que si alguna vez tenía hijos haría lo posible por que pudieran conocer nuevos lugares y tener nuevas experiencias.

Hizo una pausa y luego continuó:

–Cuando les dije a los gemelos que los iba a enviar a París, algo por lo que yo habría dado cualquier cosa a su edad, no parecieron muy entusiasmados. No podía creer que no estuvieran dando saltos de alegría ante la oportunidad de conocer la vida. Era una ironía que no quisieran marcharse, pero yo estaba seguro de que estaba haciendo lo que debía empujándolos fuera del nido, creyendo que era por su bien.

Hallie sintió que se le rompía el corazón.