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Una divertida historia sobre el poder de la amistad, con los animales como vehículo para sanar y aceptarse a uno mismo. Escafi está harta de que las paredes de Can Taquerien, la vieja casa en el acantilado donde vive con su perrita Fosca, le susurren cosas que no quiere oír. ¿Es que no hay forma de acallarlas? ¿Cuál es el verdadero origen de esas voces? ¿Por qué le hablan cada vez más a menudo? Ataviada con una antiquísima escafandra y acompañada de su inseparable amiga Fosca, Escafi emprende un largo viaje en bicicleta con el firme propósito de dejar esas voces atrás. Pero su plan se verá interrumpido por una fortísima tormenta que las transporta a un mundo fronterizo y mágico habitado por insólitas criaturas, hábilmente manejadas por un extravagante personaje con una extraña armadura: el señor del Om, dueño de los vientos por los que viajan la totalidad de los sonidos. Será en este escenario sobrenatural y onírico, cuyo centro físico es una isla perdida en el océano, donde Escafi aprenderá a bucear hasta el centro de sí misma y logrará dar respuesta a las preguntas que su corazón de niña ha estado tanto tiempo rechazando. Una obra llena de fantasía y magia que es también un homenaje a la lealtad, al cariño y al amor incondicional entre una persona y un animal.
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Seitenzahl: 348
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Esta obra ha recibido una ayuda a su creación del Ministerio de Cultura a través de la Dirección General del Libro, del Cómic y de la Lectura.
Edición en formato digital: enero de 2025
En cubierta: ilustración © Enriqueta Llorca Sureda
© Enriqueta Llorca Sureda, 2025
Diseño gráfico: Gloria Gauger
© Ediciones Siruela, S. A., 2025
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-10415-46-1
Conversión a formato digital: María Belloso
A Fosca, a mi familia
Fue un día de otoño, un día cualquiera en el que ni el sol resplandecía ni las nubes formaban grandes y fantásticas figuras, cuando Escafi decidió emprender esta aventura.
—¿Supongo que no pensarás dejarme aquí sola vigilando esta lúgubre casa, verdad? —Fosca formuló la pregunta sin dejar de lamerse compulsivamente una pata. Lo hacía siempre que algo la inquietaba.
—¿Dejarte sola? A ver…, ¿cuándo he hecho yo eso? ¡Sabes que jamás hago esas cosas!
—Pues mejor para mí, porque ya ves cómo me tiembla todo el cuerpo cada vez que sales por la puerta.
—Prometimos que siempre estaríamos juntas, ¿te acuerdas? —Escafi le acariciaba el lomo con seguridad; la mano abierta ejercía la presión necesaria para que el suave pelaje del animal se arremolinara cálidamente entre sus dedos—. Anda, sube —añadió.
—¡Prométemelo de nuevo, Escafi!
—Te lo prometo. ¡Juntas siempre y para siempre!
A Fosca le pertenecía un mundo en el que el tiempo era algo muy relativo.
Cuando ella creía haber encontrado el momento idóneo para seguir durmiendo, a Escafi siempre se le antojaba empezar un nuevo día.
Y así, a las siete y media de la mañana de un día de otoño, en el que en el cielo no se divisaban nubes ni parecía que el sol fuera a despertar nunca, Escafi decidió alejarse del hogar que le había dado cobijo y refugio durante muchos años.
—Venga, Fosca… Tengo que colocarte en la cesta de la bicicleta, pon un poco de tu parte.
—¡Yo no soy la que ha pedido salir tan pronto!
—Siempre te estás quejando de que nunca hacemos nada, y el día que se me ocurre hacer algo, pasas de todo.
—ZZZZzzzz…
La niebla de la mañana había tejido una fina y delicada muselina. Can Taquerien, nombre con el que Fosca había bautizado la casa que ahora dejaban atrás, parecía flotar entre algodones escondida tras ese velo de humedad.
Su gran ojo circular, única ventana de la casa, contemplaba el sendero por el que las dos amigas empezaban su andadura. Can Taquerien, de esa manera suspendida, parecía alzar la vista y despedirse de ellas.
—¿Norte o sur? ¿Este u oeste? Decide —preguntó Escafi; y antes de que Fosca pudiera darle una respuesta añadió—: Yo elijo norte, ya sabes que no soporto el calor.
—Yo también elijo norte, aunque estemos en noviembre.
—¿Este u oeste?
—Hummm…, ni idea. Pero juraría que oí una vez que en el oeste había una bruja de color verde.
—Decidido, vamos al nordeste.
—¿Estás segurísima de tu elección, Escafi? —A esas horas de la mañana, Fosca no se veía aún con ánimos para mostrarse desconfiada, pero eso no quería decir que no necesitara que Escafi le reafirmara sus decisiones.
—Creo que sí.
—Vale. ¿Y dónde vamos a resguardarnos si llueve?
—Traigo la tienda de campaña.
—¿Has cogido el candelabro? Ya sabes que no puedo dormir sin mi candelabro encendido…
—Tranquila Fosca, lo llevo. También he cogido tu manta de rayas.
—Vaya, prefería la de cuadros… —dijo Fosca lanzando un bufido.
—Claaaro, y si hubiera cogido la de cuadros habrías preferido la de rayas.
A veces, Escafi y Fosca discutían un poco, pero nunca pasaban a mayores. Esas discusiones no eran más que desacuerdos puntuales; los típicos encontronazos que suelen darse entre dos espíritus cabezotas y orgullosos.
Por lo general, Fosca solía atender, sin cuestionárselo, lo que Escafi le decía, y para Escafi, Fosca era su guía. Esto las llevaba a situaciones en las que a menudo tenían que guiarse por la intuición.
La intuición, por si no lo sabes, es algo parecido a un picor en la nariz que suele advertirnos de cosas y también nos ayuda a resolver acertijos.
Escafi pedaleó largo rato. Puede que lo hiciera al menos durante dos horas sin descansar ni un momento. No pudo verificar el tiempo empleado porque había decidido no llevarse el reloj de cuco que colgaba de la pared de su dormitorio, y el de bolsillo estaba en el fondo de la mochila.
—Qué aburrimiento, ¿jugamos a las adivinanzas? —preguntó Fosca asomando la cabeza por la cesta de la bicicleta.
—Empieza.
—Tiene dos patas y no es un pingüino, canta en el agua y también en el bingo. Por fuera está dura, por dentro blandengue, minutos se pasa jalbegándose con aceites. No dirías que es pez, ni tampoco gacela, aunque la puedes meter en una bañera. Ella vive encerrada en su propio mundo, jugando al despiste como un vagabundo.
—¡Vale, vale!
—Si no te lo sabes, yo desenfundo.
—Ni idea.
—¿Nope?Esta bien, te doy una pista: empieza por e y acaba con i.
—Ni idea. Desenfunda.
—¡Eres tú! Es-ca-fi.
—¿Yo? ¡Venga ya!
—¡Sí! ¡Tú! Una vez fuiste al bingo, me lo contaste.
—Madre mía… Pero lo has dicho como si fuera a diario.
—¡Yo no he ido ni una sola vez!
—¿Y lo de que juego al despiste como un vagabundo? Flipo. Explícate.
—Licencia de artista.
Escafi, sin desviarse de su trayectoria, siguió pedaleando con determinación. Titubeó un poco al llegar a un camino empedrado que desconocía. Aunque ya estaban lejos de Can Taquerien, le resultó extraño no haberlo visto nunca siendo como era un camino abierto accesible a la vista. Escafi había tenido por costumbre hacer largos paseos en su bicicleta años atrás —mucho antes de tener a Fosca— y creía recordar haber tomado esa dirección alguna vez. ¿Cómo era posible que no lo hubiera recorrido antes?
A medida que el cansancio fue relajando su cuerpo, Escafi, contagiada por la curiosidad de Fosca, se propuso disfrutar también de aquello que la rodeaba. Ahora las dos iban fijándose en las bayas silvestres, en los estanques, en las setas que crecían en las zonas más húmedas del bosque y en los diferentes insectos y animalillos que habitaban el entorno. Comentaban esto y aquello, y Fosca, reparando en los diferentes olores y en sus matices, la instruía en los diferentes grados de oxidación de una hoja seca o en el rastro de algún animal recientemente herido. Pero la pendiente iba acentuándose y fueron agotando las palabras. Las dos estaban calladas, muy concentradas y algo impacientes por encontrar algún claro en la montaña. Después de un rato, el agotamiento le tendió su mano a la desazón, y Fosca dijo:
—¿Estás segura de que vamos en dirección nordeste? Si nos equivocamos y vamos al oeste, podemos encontrarnos a la bruja.
—Tranquila, Fosca, vamos bien. Llevo mi brújula —puntualizó Escafi—. Pronto encontraremos una cima donde establecer nuestro campamento.
—¿Qué campamento?
—Tenemos que llegar a lo más alto posible si lo que queremos es disfrutar de las mejores vistas.
Escafi no se equivocaba; las cimas ofrecen las mejores vistas y también te brindan la oportunidad de sentir que todo aquello que contemplas desde una gran altura podría caberte en los bolsillos y, por lo tanto, pertenecerte.
Pero la verdad es que ni siquiera lo que puedes agarrar con todas tus fuerzas es nunca del todo tuyo.
¿Sabes que aquello que crees poseer lo compartes sin quererlo con el tiempo y la memoria? Viven las personas y también los lugares y las cosas que más quieres siempre que las recuerdes. No lo olvides.
Acabaron de establecer el campamento muy entrada la noche. El motivo de la tardanza fue una lluvia intensa y repentina que convirtió el terreno escarpado y en pendiente en una cascada de piedras resbaladizas.
Escafi se resistía a montar la tienda de campaña en aquellas condiciones, pero al ver que la lluvia no amainaba y resultaba peligroso desandar la pendiente, decidieron hacer un alto en el camino. Sin saberlo se habían asentado ya en la cima. La cima resultó ser una superficie casi plana. Bajo esa capa de tierra y piedras removidas por la lluvia, emergía una superficie lisa y artificial, hecha de hormigón.
—Fosca, ¡mira esto! ¡Debajo de la tierra y de estas piedras hay cemento!
—¡Qué extraño! —Fosca comenzó a olfatear entre las piedras para asegurarse de que aquello que ahora quedaba a la vista y no estaba siendo arrastrado por la corriente efectivamente era cemento, y añadió—: ¡Pues sí que lo es!
Asimismo, Escafi palpaba el terreno con las dos manos y retiraba algunas de las piedras más pesadas. Le habría encantado encontrar atrapado un fósil, o un reloj de pulsera con la correa cuarteada como la piel de un elefante, o el diario de un ermitaño con las hojas petrificadas como las escamas de un pescado; quizá el pincel de algún pintor romántico que hubiera subido hasta ahí para reproducir la sombra de las nubes…, pero no había nada; a lo sumo, alguna grieta.
—¡Quizá esto era una base militar fantasma! —dijo Escafi.
—¿Cómo? ¿Qué quieres decir con eso?
—¡Pues que a lo mejor desde esta montaña despegaban Tupolevs o Spitfires!
—Ah, ¡déjate de batallitas! Ya sabes lo penosas que me resultan siempre esas historias supuestamente heroicas…
Escafi pensó que si no tenía constancia de que en aquella cima se hubieran realizado las más complejas y secretas maniobras aéreas era porque debían de haberse llevado a cabo en el más riguroso y efectivo de los silencios. Aquel lugar sin duda debió de haber sido muchísimo tiempo atrás un enclave estratégico, un misterioso emplazamiento cuyas coordenadas escaparon del electromagnetismo de los radares más potentes. Seguro que esa cima era un espacio vacío en los mapas, un inmaculado hueco que nadie echaba en falta porque jamás había sido nombrado —unos pocos debieron de hablar de él empleando enigmas y en voz bajísima—; un lugar irremediablemente atropellado por el mar y el cielo.
Ahora ya sabes que los misterios son misterios porque se mantienen sepultados durante lustros bajo tierra hasta que un buen día la lluvia decide tropezarse con ellos.
La lluvia no amainaba. Muy al contrario, iba haciéndose cada vez más intensa. A la violenta lluvia la acompañaban unos truenos desgarradores precedidos por unos rayos que, como protagonistas de un baile, entraban en escena vestidos de largo, ofreciendo un espectáculo electrizante e imponente.
—Tengo mucho miedo, Escafi. Estoy a punto de echar a correr. No lo soporto.
—Tranquila, Fosca. Creo que los truenos se van alejando. —Escafi intentaba tranquilizarla hundiendo su mano por el pelo del lomo y también acariciándole la cabeza; aplastándole con suavidad las orejas para evitar que oyera todo aquel estruendo.
—¿Y si nos parte un rayo? ¿Y si nos hemos equivocado y en verdad estamos en el oeste? A lo mejor esta tormenta es un castigo de la bruja…
—No estoy segura del camino que hemos tomado, Fosca. Esa es la verdad.
La única certeza era que los truenos no iban espaciándose, y que la tormenta estaba cada vez más cerca. Los truenos se sentían allí mismo, y los relámpagos empezaban a caer muy cerca. La tienda de campaña dejó de aguantar los envites del viento y salió volando por los aires dibujando gigantescos y rapidísimos círculos en el cielo.
En un abrir y cerrar de ojos, un rayo penetró como una flecha en el interior de una grieta recién formada y consiguió desgarrar por completo la cima, que salió despedida como un torpedo.
La bicicleta, el candelabro, la manta, la navaja, el reloj de bolsillo y todas las cosas que llevaban consigo desparecieron. Les resultó imposible ver donde cayeron. Fosca y Escafi se abrazaron muy fuerte.
Seguramente pasaron así mucho tiempo; quizá un día, quizá una semana, quizá un mes, pero lo cierto es que no separaron sus cuerpos hasta que sintieron que nada se movía. Solo una luz vibrante y sinuosa ofrecía un poco de movimiento a tanta quietud. Era una luz cálida y majestuosa que desde lo alto acariciaba la espalda de Escafi y buscaba filtrarse a través de las pestañas de Fosca. Fue entonces cuando el brillo del sol le hizo a Fosca abrir los ojos.
—Despierta, Escafi, creo que nos hemos perdido.
—¿Dónde estamos? —Escafi palpó todos sus bolsillos buscando la brújula.
—Creo que continuamos en la cima, aunque más bien parece que estemos flotando sobre un meteorito.
Escafi se levantó lentamente para observar con detenimiento el lugar donde se encontraban. Un vistazo fue suficiente para completar su extensión, pues la superficie de tierra y cemento en la que se encontraban era muy reducida. Un pequeño agujero en la tierra almacenaba parte de la lluvia que había caído. A Escafi le recorrió de pies a cabeza un sudor frío, un ligero tembleque que acababa en un cosquilleante calambre. El vértigo la llevó a agacharse de nuevo y a estirarse en el suelo para poder sentir el contacto en todo su cuerpo. Se colocó en el centro exacto de aquel islote.
—Hemos perdido todas nuestras cosas, Fosca. ¡Ni siquiera tengo la brújula! ¿Cómo vamos a sobrevivir sin agua y comida? —Escafi se puso a llorar mirando en dirección al cielo.
Fosca empezó a lamer las manos de Escafi. Milagrosamente no tenían heridas, pero estaban cubiertas de lágrimas saladas.
—Voy a cavar. ¡Puede que parte de nuestras cosas estén enterradas en este lodo! —Fosca lo dijo con firme determinación; incluso parecía particularmente animada.
—Es inútil, Fosca. ¿No ves que aquí no puede haber quedado nada? —Escafi se enjugaba las lágrimas mientras recorría con la vista la pequeña extensión de tierra flotante.
—Tú siempre viendo el vaso medio vacío…
—Muy bien, de acuerdo. Si en este minúsculo mordisco de tierra encuentras mi bicicleta, me llamas por teléfono… —le contestó Escafi taciturna y desconfiando plenamente.
Fosca era buena cavando; es cierto que todos los perros lo son, pero unos lo son más que otros. Fosca era rápida e intuitiva, y seguro que pronto encontraría algo, así que comenzó a cavar muy decidida justo en el límite del perímetro del meteorito-isla.
—Pero ¿qué haces ahí? Te vas a caer. ¿Estás loca?
—¡Mira esto! ¡He encontrado tu mochila! ¡He encontrado tu mochila! —Fosca no paraba de menear la cola de contenta—. ¡Ya casi la tengo! ¡Venga, ayúdame a sacarla!
Escafi no daba crédito a lo que oía. Creía imposible que alguna de sus cosas hubiera podido quedarse atrapada en esa ínfima porción de tierra. Se incorporó rápidamente, pero un vértigo paralizante la frenó en seco. Volvió a sentarse.
Como se veía incapaz de levantarse y poner un pie detrás de otro, fue hacia ella arrastrándose por el suelo. Parecía que estaba avanzando en una trinchera. Mientras tanto, Fosca tiraba con todas sus fuerzas del asa de su mochila.
—¡Mi mochila! —exclamó Escafi llena de asombro.
—¡Que ya te lo he dicho, incrédula!
Evitando temblar todo el rato y concentrándose en hacer acopio de sus fuerzas, Escafi tiró del asa que Fosca ya había agarrado con la boca. Un tirón bastó para recuperar la mochila.
—¡La tenemos! —exclamó Fosca dando saltitos.
—La cabeza me da vueltas.
—Ay, ¡mira que eres quejica, Escafi!
—¡¿Qué quieres que haga si tengo tanto vértigo?! —Escafi decía esto mientras intentaba recuperar una ubicación segura en el centro de la isla.
—¡Pero abre la mochila! —Fosca empezaba a impacientarse; quería saber si dentro de la mochila aún estaban todas sus pertenencias.
—¡Ya voy! ¡Ya voy! A ver… Mi iPod, mi cinturón, tu candelabro, mi navaja, el flotador, una porción de once gramos y medio de mantequilla, algo de pan, tus chuches, un botellín de refresco de cola…
—¿Nada se ha perdido o estropeado?
—Pues parece que no…
—¡Uffff! ¡Qué suerte!
Las dos tenían hambre. Habían decidido reservar el pan y la mantequilla para más adelante, y a Fosca no le quedó más remedio que compartir sus chucherías. Escafi pensó que no estaban nada mal; después de todo, sabían a una mezcla de muchos embutidos ahumados. Escafi cayó en la cuenta de que era la primera vez que invertían el protocolo en los cuidados. Fosca se encargaba ahora de alimentarla y lo hacía con mucha delicadeza, troceando los palitos de carne con los dientes antes de ofrecérselos. Si bien resultaba gracioso, e incluso enternecedor, Escafi le dijo que prefería comérselos enteros.
Sacaron el botellín del refresco de cola; tenía una chapa de esas que se desenroscan, así que fue fácil abrirla. También la compartieron. Y ahí estaban ellas, por un tiempo entregadas a la única causa de no pensar en nada salvo en seguir comiendo. Como el socavón cubierto de agua lo tenían muy cerca, decidieron refrescarse los pies metiéndolos dentro, mientras seguían comiendo.
—¡ARRRGGG! ¡Qué asco!
—A ver, ¿y ahora qué te pasa? —preguntó Fosca.
—¡Hay algo blando! He rozado algo blando con los pies… —A Escafi le estaban entrando arcadas.
Fue entonces cuando Fosca vio que algo flotaba en el agua encharcada y exclamó contrariada:
—¡Mi muñeca de trapo!
—¿Qué hace aquí?
—¡Ni idea! ¡La dejé en casa metida en una caja de zapatos! Por nada del mundo quería ensuciarla o perderla… ¡Ahora da pena verla!
—¿Pero estás segura de que es la tuya?
—¡Claro que sí! ¿Es que no lo ves? Tiene mi «F» de Fosca pintada en el brazo con rotulador permanente; la dibujé así como con muchos ricitos, igual que un tatuaje.
—Bueno, pues ya la limpiaremos…
—Esta agua encharcada es asquerosa y ahora mi muñequita olerá para siempre a huevos podridos. ¡Qué calamidad más repugnante!
—Bah, ya será menos. Mira hacia abajo, Fosca. ¿Crees que el agua de todo este océano bastará para limpiarla?
Bajo ese islote flotante estaba el océano, o quizá era un enorme río que circundaba el mundo. En cualquier caso, aquellas aguas regadas de matices opacos hacían que parecieran de estaño y eran, a simple vista, rotundamente mansas. En aquel momento, solo el sol se refrescaba en él. Sus rayos astrales acariciaban la plana superficie y se multiplicaban por aquí y por allá lanzando sinuosos destellos que ofrecían un bello espectáculo de sutil movimiento. Pero aquellos reflejos titilantes, lejos de espabilar a nadie, provocaban grandes bostezos en los ojos cansados de Escafi y Fosca.
—Esta luz me deja lela —dijo Fosca.
—Vamos a intentar bajar.
—¿Bajar al mar?
—Sí, no nos queda más remedio —advirtió Escafi.
—¡Pero si no hay tierra a la vista!
—Nadaremos hasta que la veamos; nadar es mi especialidad.
—Pero… ¿qué haré yo mientras tanto?
—Llevo el flotador; te lo pondrás mientras yo me sumerjo en busca de alguna gruta submarina.
—Ni hablar. Yo no me quedo esperándote en el agua. Yo te espero aquí arriba y si encuentras algo, subes y me recoges.
—Vale, como quieras.
—¿Te bastará la cuerda? ¿Y si no es lo suficientemente larga?
— Pues daré un salto y listo.
—¿Y si en el mar hay orcas y tiburones y medusas gigantes?
—No creo… En este mar parece que no haya nada.
—¿Entonces para qué bajas si crees que no hay nada?
—Para comprobarlo, Fosca.
—¿Y si resulta que al poner un pie en el agua te engulle un tritón? ¡No! ¡No me dejes sola! ¡Llévame contigo! ¡Moriré contigo!
—No seas exagerada, anda…
Escafi comenzó a preparar la bajada; para ello sacó todas las herramientas que llevaba siempre consigo en el bolsillo de su pechera. En aquel terreno lo que mejor le iría eran los pernos de expansión.
Eligió su antigua navaja de bolsillo y desplegó el sacacorchos de una de las cachas de madera. Con la punta marcó el punto exacto donde iba a hacer el agujero y lo clavó con fuerza preparando la hendidura que comenzó a vaciar sirviéndose del acero de la navaja. La suya era una navaja oxidada que había encontrado en las inmediaciones de Can Taquerien y que tenía en la virola de latón del mango una hermosa pieza tallada con forma de abeja o quizá de mosca.
Con la precisión de un cirujano, Escafi consiguió perforar la roca y el cemento y hacer un agujero perfectamente limpio. Cogió el perno y lo introdujo dándole golpes con un pequeño martillo. Tuvo que insistir bastante, pues el martillo era en verdad un mazo de goma que había ganado pescando patitos de plástico en la feria. El parabolt ya estaba dentro; solo quedaba ponerle la chapa, la arandela y la tuerca. Buscó y rebuscó el mosquetón. Advirtió que no lo llevaba.
«Pernos de expansión», «parabolt», «mosquetón»… Qué palabras tan extrañas, ¿verdad? Pues los escaladores no opinan lo mismo; ellos están muy familiarizados con esos artilugios. Te explico: los dos primeros son un tipo de tornillo que se clava en la piedra, y el último, un anillo con un muelle que sirve para unir cualquier anclaje a la cuerda del escalador.
Fosca, que la observaba ensimismada, le preguntó:
—¿Cómo es que llevas todas esas cosas tan raras si jamás las utilizas?
—Imaginé que nos serían útiles… ¡Jooopeee, no te creo!
—¿Y ahora qué pasa?
—No llevo el mosquetón, ¡no encuentro mi mos-que-tón! ¡Lo necesito para atar la cuerda!
—Pues ata la cuerda a la arandela.
—¿Pero no has visto lo gruesa que es la cuerda y lo estrecha que es la arandela?
—A ver…, déjamela.
—¿Para qué la quieres?
—Tú dame la cuerda.
—Y dale. Las proporciones no son lo tuyo, ¿eh? Deeentro, fueeera. Arriba y abaaajo, izquieerda y dereeecha.
—¡Dame la cuerda, te digo!
La cuerda era muy gruesa, y de ninguna manera pasaba por la arandela, así que Fosca empezó a babear y mordisquear uno de los extremos. Estuvo un buen rato lamiéndolo, como si enhebrara un hilo para hacerlo pasar por el ojo de una aguja.
¿Has probado alguna vez a interrumpir a un perro que lame algo durante mucho tiempo y con mucho ímpetu? Lo más probable es que te gruña, que se enfade un poco contigo y continúe con su tarea hasta que decida por sí solo dejar de hacerlo.
Al cabo de un buen rato, Fosca logró prensar las hebras y le hizo entrega a Escafi de una cuerda en un extremo casi podrida.
—¡Ea! Prueba ahora.
Escafi cogió la cuerda, la pasó sin dificultad por la arandela.
—¡Bravo, Fosquita! ¡Perrita buena!
—Perrita buena, perrita buena… ¡Eres una desconfiada!
Sin más dilación, Escafi comenzó la ejecución de un laborioso nudo. Dibujó varias eses con el cabo y empezó a darle vueltas. Una, dos, tres, cuatro y hasta diez vueltas de cuerda. Luego dio un fuerte tirón y el nudo se quedó fijo estrangulando la arandela.
—¡Chapeau!
—¡Viva! ¿Entonces, dices que ahora hay que bajar por la cuerda? —preguntó Fosca.
—Sí, no tengas miedo.
—Imposible, ya tengo.
—Ven, métete en mi bolsillo trasero. Es un bolsillo «estanco»; tiene un cierre hermético.
—¿Cómo? ¡Me asfixiaré!
—Fosca, mírame a los ojos. No tengas miedo y confía en mí. Te quiero.
—Bueeeno.
Fosca, resignada, decidió meterse de un salto.
Mientras rastreaba el fondo del bolsillo, en el que descubrió algún resto de bocadillo, le dijo:
—Oye, ¿en este estanco también guardas postales y sellos?
Quizá porque Escafi le tenía un miedo atroz a las alturas, se había convertido en una experta en gestionar las bajadas. Deslizarse por la cuerda fue facilísimo.
A Escafi le gustaba adentrarse en la profundidad de las cosas, ahondar en los porqués. Investigar a fondo. A menudo se preguntaba el origen de esto y de aquello, y sabiendo que el origen suele esconderse en el centro, como las semillas de tantísimas frutas, estaba dispuesta a sumergirse en lo más hondo de ese mar marcial, de ese mar que parecía de estaño.
El agua no parecía estar fría. Seguro que estaría perfecta. Observando el sol que resplandecía en lo alto, cayó en la cuenta de que calentaba como el sol de verano. Hacía demasiado calor para ser otoño. No; sin duda ya no estaban en noviembre y se diría que los meses de invierno y primavera ya quedaron atrás.
—Creo que ahora estamos en verano.
—Seguro que sí, porque en este bolsillo me achicharro —dijo Fosca con respiración agitada.
—Pues entonces te va a ir muy bien un poco de playa. Toma el flotador y póntelo. En cuanto toque el agua acabará de hincharse él solito por completo.
—¿Es un flotador mágico?
—Por supuesto. Ahora voy a saltar. Estaremos un segundo bajo el agua y enseguida subiremos de nuevo. ¿De acuerdo, Fosca?
—Vale, eso espero.
Intentando que el impacto de sus cuerpos con el agua fuera lo más leve posible, Escafi se soltó de la cuerda con muchísima delicadeza. Fosca se agarraba fuerte al flotador, que efectivamente acabó de hincharse en contacto con el agua.
—¡Wuuuuala! ¡Pero si se está de mueeerte! —exclamó Fosca.
—¡Sí! Ya te dije que seguro que no estaba fría.
Fosca y Escafi nadaron un poco, pero la verdad es que a Escafi no le resultaba muy cómodo teniendo en cuenta que llevaba el traje y la mochila llenos de herramientas.
—Fosca, creo que deberíamos empezar a bucear; no podemos perder mucho tiempo.
—Ay, chica, ¡siempre andas con prisas! Venga, nada un poco y disfruta. ¿Es que no puedes relajar tu mente? Y si te cansas, entonces haces el muerto.
—Vale, aunque con este traje casi no puedo…
Empezaron a nadar relajadamente, sin apenas desplazarse. El movimiento de sus cuerpos arrastraba consigo pequeñas corrientes que rompían en la superficie del agua formando un tapiz de sinuosas líneas entrelazadas. Escafi empezó a relajar poco a poco su mente, a evadirse de algunos pensamientos que le preocupaban. Nadaban sin pensar en nada más, y mientras lo hacían, Fosca descubrió que se había adaptado perfectamente al mar, para ella un nuevo medio.
—El agua tiene la temperatura perfecta. Parece que estemos en nuestra bañera. ¡Solo nos faltan las bolitas de aceite perfumado para que sea perfecto! —dijo Escafi ilusionada.
—Las bolitas de aceite y el patito de goma que te llevaste de la feria —puntualizó Fosca.
—¡No me lo llevé; lo gané junto con el mazo!
—Te lo llevaste.
—¡Me lo regaló la señora de la tómbola! Lo que te pasa es que estás celosa de que me lo regalara a mí y no a ti.
—¿Celosa yo? Los celos son un sentimiento egoísta exclusivamente de los humanos. Os hacen tremendamente infelices. Además, cuando no sabéis cómo encajar determinados comportamientos ajenos, siempre lo achacáis a los celos. Bah, patitos de goma… ¡Donde esté una buena pelota, que se quiten todos los patitos!
—Lo que tú digas…
Escafi advirtió de repente que la estela que dejaban sus movimientos en la superficie del mar no desaparecía de inmediato, como suele ocurrir siempre. Pensó que era extrañísimo y empezó a mover sus brazos para comprobarlo. Verificó que, como sospechaba, aquellos movimientos dibujaban en la superficie unas líneas que tardaban un tiempo en borrarse.
—¡Fíjate en esto, Fosca!
Para demostrarle el descubrimiento, Escafi rozó la superficie del mar con los dedos abriendo diez surcos que se quedaron intactos por un tiempo como si los hubiera hundido en un bloque de mantequilla.
—¿Qué ocurre? ¿Es raro esto, Escafi? —preguntó Fosca.
—Sí que es bastante raro, Fosca.
Escafi y Fosca observaban ensimismadas cómo esos trazados en el mar doblaban su grosor cada vez que los rayos del sol se posaban sobre ellos. Comprobaron que los destellos se quedaban atrapados borboteando en esos canales de agua como el oro fundido hierve dentro del crisol. De pronto, el frágil dibujo de líneas de destellos empezó a elevarse en dirección al cielo dibujando una nueva constelación.
Esa telaraña de luces se encendía y se apagaba, aparecía y desaparecía con regularidad. ¿Estaría emitiendo alguna señal? ¿Y si no era una constelación, sino un mapa? Puede que incluso fueran las dos cosas, porque las líneas fijas en el mar que Escafi y Fosca habían ido trazando con el roce de sus cuerpos, vistas desde esa perspectiva, parecían dibujar un camino.
—¿Ves lo que yo veo? —preguntó Escafi.
—Sí, y no entiendo nada —aseguró Fosca.
—Creo que alguna criatura de las profundidades, quienquiera que sea, nos está indicando el camino que debemos seguir.
—¿Criatura de las profundidades? ¿Es que quieres asustarme, Escafi? Yo solo veo una maraña de líneas que ha aparecido de repente flotando en el cielo.
—Pues yo diría que es un mapa.
—¿Tú crees?
—Sí. ¿No ves que hay unas líneas más marcadas que otras?
—Claro que las veo —dijo Fosca entornando los ojos.
—Hay que seguir esas líneas: las que dibujan una especie de serpiente enroscada.
—¿Pero cómo vamos a seguirlas? ¿Nadando? ¿Volando?
—Buceando. Anda, métete en el bolsillo estanco de mi mochila y cierra bien el hocico.
Empezaron el descenso.
Fosca estaba muy cómoda en el bolsillo estanco, un bolsillo destinado a guardar alimentos. Y aunque no encontró nada que llevarse a la boca —astutamente, Escafi lo había vaciado antes de meterla—, se deleitó lamiendo y aspirando las costuras impregnadas con los restos de grasa de salchichón de los bocadillos que Escafi siempre solía hacerse. Sin lugar a dudas, estaba muy a gustito.
Mientras tanto, Escafi se sumergía en el océano. La suave cadencia y el ligero balanceo con los que avanzaba rítmicamente le sirvieron a Fosca, agotada tras tantos sobresaltos, para quedarse dormida casi al momento.
Aunque apenas se había sumergido, Escafi advirtió que estaba oscurísimo. No se veía nada, así que decidió sacar su doble linterna impermeable. Era doble porque tenía dos focos que iluminaban con luz estroboscópica hacia los lados.
De esta manera, la visión era mucho más amplia y también evitaba cegar a las criaturas con la potente luz de un único foco. La inventó Escafi en Can Taquerien un día de lluvia en los que la gente suele quedarse en casa mirando series de televisión solo porque no quiere mojarse.
Pero, caray, ¡ese lecho marino era una inmensa llanura sin vida! No había nada y por eso nada se movía, ¿acaso no sería una piscina del tamaño de un océano?
Estoy pensando que puede que no te haya quedado muy claro lo de la luz estroboscópica… Lo mejor será que utilice un ejemplo: las luces de emergencia de las sirenas de los coches de policía (¡Nii-noo, nii-noo!) también son luces estroboscópicas; fuentes de luz que emiten breves destellos en rápida sucesión.
—¡Qué deprimente! ¡Qué aburrimiento! —pensó Escafi.
Y habló para sí: «La tormenta no solo nos ha llevado al verano; ¡también hemos avanzado millones de años! ¡Seguro! Este es el mar que tenemos por no haberlo cuidado… ¡Puede que a lo mejor ni siquiera sea verano! ¿Quién sabe si esta es la temperatura de los futuros inviernos?».
Siguió nadando un buen rato; observó algún peñasco y alguna grieta rocosa. Miró a través de la grieta. Se alegró mucho al comprobar que en su interior había un pequeño grupo de algas pardas flotando. «No todo está perdido», pensó Escafi. Continuó nadando pausadamente mientras notaba la respiración de Fosca en su espalda. Era una sensación de lo más placentera, y le recordó los entrañables momentos en casa cuando, tumbada en su cama de hierro forjado y colchón de muelles, Fosca se hacía un hueco entre sus piernas rascando las mantas.
En ese momento, Escafi se contagió un poco del sueño de Fosca y lanzó un bostezo que fue interrumpido por el recuerdo de la constelación con forma de serpiente enroscada. ¡Casi se le había olvidado!
Empezó a reproducir su forma realizando giros y piruetas y dando vueltas sobre sí misma, ahora enroscando su cuerpo hacia la izquierda, ahora hacia la derecha…
Pensó que quizá había que hacerlo más deprisa, y con bastante esfuerzo consiguió alcanzar un poquito más de velocidad; una diferencia poco significativa, pues ese mar ofrecía una gran resistencia. El enérgico movimiento en espiral del desplazamiento de su cuerpo iba dejando tras de sí un torbellino cada vez más furioso de partículas de grava en el fondo del mar. Escafi continuó dando vueltas cada vez con más esfuerzo.
—¿Qué pasa ahí afuera? Ay, ¡qué mareeeo! —Fosca asomó la cabeza por el bolsillo trasero, pero volvió a meterla al momento al comprobar que seguían sumergidas.
—Estoy intentando reproducir la forma de la constelación. ¡Sé que era una señal!
—¡Oh, sí! Claaaro, claaaro… ¡Tú lo que querías era despertarme y por tu culpa me he mojado completamente las orejas!
A Escafi le costaba ya muchísimo avanzar; luchaba con todas sus fuerzas contra una corriente que la empujaba hacia atrás, que la absorbía con increíble fiereza.
—¿Qué está ocurriendo? —preguntó Fosca desde el interior del bolsillo.
—¡Estoy provocando una enorme corriente submarina solo con el movimiento de mi cuerpo! ¡Esto que nos está absorbiendo es un gigantesco tsunami!
—¿Pero qué estás diciendo? ¡Entonces, para de una vez y no te muevas!
—¡De eso ni hablar! ¡No salgas del bolsillo y agárrate muy fuerte, Fosca! ¡Lo más que puedas! ¡Creo que muy pronto podríamos alcanzar los quinientos nudos!
—¿Estás turuleta?
—¡Juraría que nunca me he sentido mejor, querida mía! ¡Así que agárrate muy fuerte y cierra ya el hocico!
Atravesaron cientos de kilómetros impulsadas por la fuerza bestial del torbellino de agua. Ni en el mejor tobogán acuático del mundo, Escafi y Fosca habrían podido superar semejante experiencia.
—¡Menudo viaje! ¡Triple loop! ¡Poca broma! —exclamó Escafi excitadísima.
—Voy a echar hasta la primera papilla de pienso —dijo Fosca asomando la cabeza.
—Ha sido intenso, sí.
—Ya te digo; tengo el estómago superrevuelto. Necesito pisar tierra firme o no podré contar esta experiencia a mis nietos.
Esta era una forma de hablar, por supuesto, porque Fosca no tenía de eso.
—Sí, subiremos. Ya llevamos mucho tiempo sumergidas. ¿Quieres que empiece el ascenso?
—Sí, pero intenta que sea suave; otro torbellino de los tuyos y me haré caca justo en este bolsillo.
—De aquí no sale nadie —dijo una voz desconocida surgida repentinamente en la arena del fondo—. ¿Ya he dicho que nadie saldrá de aquí? —volvió a repetir.
Del lecho arenoso emergió, poco a poco, una enorme rana. La rana, con mucha parsimonia, comenzó a sacudirse los restos de arena y grava con una de sus manos, pues la otra la tenía ocupada sosteniendo un hermoso ramillete de perejil marino.
Escafi y Fosca intercambiaron miradas de perplejidad y desconcierto.
—No hace falta que digáis nada —continuó la rana—. Ya sé que os he cautivado con mi aspecto. Es mi mayor magnetismo, suelo tener mucho éxito…
—Eeesto… ¿A quién tenemos hoy el placer de conocer? —dijo Fosca.
Fosca sabía romper el hielo mucho mejor que Escafi, que, quizá por vergüenza o por pereza, solía hablar poco con la gente que no conocía.
—Soy Heket, símbolo de los poderes embrionarios de las aguas y protectora de las madres y recién nacidos.
—Entiendo —dijo Fosca.
—Encantada —dijo Escafi.
—He escuchado mucho revuelo y me he preguntado si no estaría naciendo algún bebé.
—No, no, señora Heket. Es que se ha formado un torbellino como por arte de magia… —Temerosa ante una posible reprimenda, Fosca evitó decir que Escafi lo había provocado—, y nos ha impulsado justo hasta aquí. No sabemos muy bien dónde estamos, la verdad.
—Disculpe el revuelo, señora Heket —añadió Escafi—. Lo que dice mi compañera es totalmente cierto; una corriente submarina nos ha lanzado con muchísima fuerza hasta su morada.
—Ajá. Interesante. La grandísima Anima Mundi ha tenido un parto antropoperro. Muy interesante… —dijo Heket.
Fosca y Escafi seguían mirando a la rana con asombro mientras disimulaban que no entendían absolutamente nada.
—¿Nos podría decir, Señora Heket, dónde estamos? —preguntó Fosca—. Y disculpe el atrevimiento, pero… no será usted una bruja disfrazada de rana, ¿verdad?
Escafi se quedó tiesa. Un sudor frío —se puede sudar aun estando en el agua— le recorrió el cuerpo entero ante la que imaginó sería una contestación con una monumental reprimenda.
—¡Ja, ja, ja! ¿Bruja, yo? No, querida. Debes saber que no hay brujas aquí en el océano. Soy una diosa, por supuesto.
—Ya decía yo… Porque es usted una diosa muy bonita —dijo Fosca, zalamera.
—Gracias, cariño. Lo tendré muy en cuenta.
«Vaya, vaya…, pero qué buen rollo se traen estas», pensó Escafi.
—Disculpe, gran diosa Heket, ¿podría decirnos si estamos en la Tierra? —preguntó Escafi.
—Estamos en el océano, querida.
—Sí, sí, pero en un océano del planeta Tierra, ¿verdad? —volvió a preguntar.
—No sé a qué te refieres, querida.
—¿Sabe si vive alguien ahí fuera?
—¿En la superficie? Ni idea. Aunque si subís avistaréis una isla a lo lejos. Justo aquí arriba encontraréis una barca. Alguien la dejó olvidada…
—¿Un barca? ¿En serio? —preguntó Fosca.
—Sí. Una barquita de madera. En ella celebrábamos alguna que otra fiesta.
—¿Podríamos utilizar la barca Fosca y yo para ir a la isla?
—Por supuesto, cogedla. Está llena de trastos, pero os servirá.
—¡Es usted tremendamente amable, gran diosa Heket! —exclamó alegremente Escafi—. No sé cómo agradecerle…
Pero antes de que acabara la frase, la gran diosa Heket la interrumpió diciendo:
—No digas nada, pequeña. Solo estoy asistiendo vuestro (re)nacimiento y está siendo verdaderamente emocionante.
Escafi y Fosca no entendían de qué iba todo aquello, pero intuían que no podía ser algo malo.
—Solo os pediré una cosa: cuando subáis a la barca veréis un pergamino; es un rollo con un manuscrito. Está inacabado. Tenéis que completarlo.
—¿Y qué dice el manuscrito? Si es algo de matemáticas o geografía seguro que no sabremos como completarlo —advirtió Fosca.
—¡Qué va! Es muy sencillo; solo tenéis que coger la pluma de Anzu que hay al lado del rollo y dejar que ella misma os dicte la historia. Es importante que la obedezcáis.
—¿La pluma de Anzu? —preguntó Escafi.
—Es una pluma brillante y majestuosa de un intenso color azul cobalto. La veréis enseguida —aseguró la gran diosa.
—¿Entonces, solo se trata de hacer un dictado? —preguntó Fosca.
—No creáis que es tan fácil. La pluma de Anzu es muy exigente y si vuestra caligrafía no le parece elegante, borrará de un plumazo todo lo escrito. Entonces tendréis que volver a empezar de nuevo.
—Ningún problema —dijo Fosca—. Escafi dibuja bien y tiene la letra muy bonita.
—No es suficiente con eso; también tiene que ser noble y sincera, hacerse merecedora del mensaje que deja escrito.
—Bueno, lo intentaré —dijo Escafi tragando saliva.
Fosca y Escafi se despidieron de Heket con una reverencia, tal y como habían visto en alguna película coloreada que iba de castillos con reinas y reyes, damas medievales y también trovadores.
La gran rana Heket les sonrió muy satisfecha, mostrando la hilera de diminutos dientes que solo tenía en su mandíbula inferior. Con la emoción de la despedida, incluso lloró un poquito. Rápidamente se acordó de acercar el ramillete de perejil hacia sus ojos para que las lágrimas regaran sus delicadas hojas y se volvieran al instante, y como por arte de magia, mucho más hermosas y vigorosas.
—Buen viaje, hijas del Anima Mundi. Buen viaje, queridas mías —dijo agitando con insistencia el ramillete.
Ayudadas por una mágica fuerza que las elevaba plácida y sosegadamente hacia la superficie, Escafi y Fosca atravesaron kilómetros de profundidad oceánica. El tranquilo viaje ascendente les permitió relajarse y contemplar con deleite los matices de azul que, en sus diferentes gradaciones, el mar les regalaba. El azul oscurísimo inicial, donde despidieron a Heket, se fue tiñendo progresivamente de un espiritual azul añil, y a medida que iban elevándose en dirección a la superficie, hacían acto de presencia aquí y allá danzarines y delicados destellos dorados que las invitaban a aproximarse y a conocer su fuente original. Era el sol, que, con su vital optimismo, de nuevo saludaba.
Escafi y Fosca irrumpieron en la amplia superficie del mar lanzando una exhalación. La potente luz del sol impactó en la escafandra de Escafi haciendo que su brillo rebotara en todas direcciones.
Tras un primer análisis, vieron el horizonte limpio y también repararon en que el tamaño del sol era desproporcionadamente colosal.
—Vaya, esto es otra cosa —dijo Fosca.
—Sí, desde luego no parece el mismo océano…
—¿Acaso crees que después de todo lo que hemos recorrido va a ser el mismo? Por favor…, ¡por supuesto que no lo es!
—A lo mejor incluso es un pequeño mar… —insinuó Escafi mientras nadaba hacia el norte.
—¿Quieres decir un simple mar?, ¿un mar a secas?, ¿pequeñito como un lago? —preguntó Fosca mientras comenzaba a desplazarse hacia el sur.
—Un mar a secas, sí.
—Pues debo decirte que en este «mar a secas», veo una barca a lo lejos, y aún más lejos, un trozo de tierra que parece una isla.
Escafi se giró rápidamente hacia Fosca, que estaba flotando panza arriba a escasos metros. Tenía los ojos cerrados y las patas delanteras flexionadas por detrás a la altura de la nuca, sujetándose la cabeza. Fosca se dejaba mecer por el suave vaivén de las olas mientras con su cola iba dando mecánicos golpecitos que hacían chapotear el agua. Justo detrás de ella se recortaba el perfil de la barca y un poco más lejos, desplazada ligeramente hacia la derecha, estaba la isla.
—¡Sí! ¡La barca de la gran diosa Heket! —exclamó Escafi. E inmediatamente añadió—: ¡Y la isla de la que nos habló!