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El millonario español Raúl Carreras no conseguía entender por qué su hermano había podido enamorarse de una mujer como Nell Rose. Pero tampoco comprendía por qué él también acabó encontrándola irresistible... ni por qué de pronto necesitaba que ella se quedara en su casa... al menos hasta que consiguiera llevársela a la cama. Quizá se hubiera visto obligada a vivir bajo el mismo techo que Raúl, pero Nell sabía que no podría seguir resistiéndose a él por mucho tiempo cuando lo que más deseaba era dejarse llevar por la atracción que sentía por él. Fue entonces cuando se quedó embarazada... ¿se atrevería a contárselo?
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Seitenzahl: 166
Veröffentlichungsjahr: 2018
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2003 Kim Lawrence
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Una belleza irresistible, n.º 1489 - agosto 2018
Título original: The Spaniard’s Love-Child
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9188-644-0
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Si te ha gustado este libro…
MADRE, debes descansar –Raúl Carreras miró a su madre con preocupación y la ayudó a acomodarse sobre las almohadas.
Estaba pálida y parecía que iba a desmayarse, algo que no era de extrañar ya que no gozaba de buena salud, y no hacía mucho que había perdido a su marido y a uno de sus hijos.
–¡No quiero descansar, Raúl! –se quejó Aria Carreras y retiró la manta con la que la había cubierto su hijo–. No me trates como a una niña. Han secuestrado a mis nietos. Dios sabe dónde estarán. Quizá ni siquiera estén vivos –dijo con los ojos llenos de lágrimas. Raúl se puso tenso al ver que su madre se cubría la boca para contener un gemido de desolación. Quizá no fuera capaz de mitigar el dolor que ella sentía, pero, sin duda, alguien pagaría por ello. Aria Carreras consiguió contener las lágrimas–. ¿Y me pides que descanse?
–No estamos seguros de que hayan secuestrado a los niños…
–¿Pero tú crees que sí? Si tu padre estuviera aquí, sabría lo que hacer. Si estuviera vivo, esto no habría sucedido. Él no lo habría permitido –levantó la vista y vio que su hijo hacía una mueca de dolor. Raúl no solía mostrar sus sentimientos a los demás. Ella le agarró la mano–. Lo siento. Eso ha sido injusto por mi parte. Tú has hecho que nuestra seguridad mejorara mucho.
Raúl le apretó la mano y sonrió, pero se guardó para sí el comentario de que a pesar de que hubiera mejorado la seguridad, no había evitado que alguien entrara en la casa y se llevara a los niños sin que sonara la alarma–. Y si tu padre estuviera vivo, a estas alturas ya habría gritado a todo el mundo, despreciado a la policía y causado un incidente diplomático.
–Por lo menos –convino Raúl, y se sentó al borde de la cama–. Ahora debes confiar en mí. Haré lo que haya que hacer para rescatar a Antonio y a Katerina.
Si hubiera sido cualquier otra persona, Aria habría pensado que se lo decían para tranquilizarla, pero Raúl nunca prometía nada que no pudiera cumplir.
–Lo sé –dijo Aria, y le acarició la cara.
–Entonces, ¿vas a tomarte los sedantes que te ha mandado el médico?
–Si es lo que debo hacer… –dijo su madre dando un suspiro.
Su hijo la besó en las dos mejillas y le prometió que la llamaría en cuanto supiera algo más. Al salir, habló un instante con la doncella que estaba aspirando la habitación y tras sonreír a su madre, se marchó del dormitorio.
El detective de la policía que llevaba el caso interrumpió la conversación que mantenía con su socia y se volvió al ver que Raúl Carreras entraba de nuevo en el despacho.
–¿Cómo está la señora Carreras? –preguntó el detective.
–El médico le ha dado un sedante.
Se miraron y, el detective, que había estado a punto de colocar su mano sobre el hombro de Raúl como gesto de consuelo, cambió de opinión y se la metió en el bolsillo. Esperó en silencio hasta que el hombre alto de cabello oscuro se quitó la chaqueta y la dejó sobre una silla estilo Luis XIV, sintiendo un poco de envidia al fijarse en su cuerpo musculoso.
El inspector Pritchard se había encargado de investigar varios secuestros y estaba acostumbrado a ver destrozados a los familiares cercanos a la víctima. Sabía todo lo que había que decir en aquellas situaciones, pero era evidente que en aquel caso no necesitaban compasión.
Era consciente de que cada persona reaccionaba de diferente manera, pero nunca había visto a nadie capaz de mantener el control como aquel hombre. Era imposible saber cuáles eran los sentimientos de Raúl Carreras, si es que acaso tenía sentimientos.
Quizá se derrumbara en algún momento, pero lo dudaba.
–¿Y cómo continuaremos a partir de ahora? –preguntó Raúl.
–Hay ciertos procedimientos establecidos, señor.
Por primera vez, la frustración que sentía Raúl amenazó con traspasar la barrera que él mismo había construido para protegerse. La impotencia que sentía en su interior hacía que deseara pegarle un puñetazo a algo. Pero las personas a las que deseaba propinarles un puñetazo no estaban allí. Respiró hondo y se esforzó para abrir los puños que tenía fuertemente apretados.
«Concéntrate», pensó.
No podía permitirse perder el control, y menos, teniendo en cuenta lo que podía sucederle a los niños. No podía permitir que la rabia se apoderara de él.
–Usted es el experto en esto, y seguiré sus consejos… siempre y cuando considere que lo que sugiere es lo mejor para rescatar a mis sobrinos sanos y salvos.
–Fue usted quien descubrió que no estaban, ¿verdad?
–Acostumbro a comprobar que están bien antes de retirarme por las noches –Raúl tragó saliva y se le oscurecieron los ojos.
–Imagino que se llevó un buen susto –comentó el detective.
–Sí –Raúl cerró los párpados un instante–. ¿Cuántos eran, superintendente? ¿Qué es lo que muestran las cámaras de seguridad? –Raúl frunció el ceño al ver que el optimismo se borraba del rostro del detective–. ¿Hay algún problema?
El hombre lo miró a los ojos y asintió.
–Me temo que no hay nada grabado en las cintas de las cámaras de seguridad.
–¿Nada? –preguntó Raúl apretando los dientes.
–Nada.
–¡Por Dios!
–En los casos como éste tenemos que pensar en la posibilidad de que alguien de la casa esté implicado.
–Lo supongo. Puede sospechar de los empleados de la casa, pero son de total confianza –comentó Raúl–. Todos son leales a nuestra familia.
El detective, que era demasiado diplomático como para decir que confiar en el personal era ridículo, cambió de tema.
–Su sistema de seguridad está informatizado…
–¿No es así todo?
–Me temo que lo han manipulado.
–Se supone que es imposible de trucar –dijo Raúl.
–Por experiencia, sé que tal cosa no existe, señor –contestó el inspector–. Me temo que los secuestradores no son principiantes –admitió con un suspiro–. Esa gente sabía lo que estaba haciendo.
Ambos permanecieron en silencio durante un momento, mientras Raúl miraba fijamente al inspector.
–¿Y usted sabe lo que está haciendo?
–Bueno, yo…
–La modestia no me interesa –dijo Raúl–. Lo que quiero es que sea competente.
–Soy bueno en lo que hago.
–De acuerdo, entonces, ¿ahora qué?
–Tenemos que esperar a que los secuestradores se pongan en contacto con nosotros. Tenemos alguna pista, por supuesto, pero… –se encogió de hombros.
–Esa gente sabe lo que se trae entre manos.
–La gente comete errores, señor Carreras –el detective se aclaró la garganta–. Imagino que no tendrá dificultades económicas para corresponder a cualquier petición que hagan…
–Haré lo que haga falta, siempre que esté dentro de la ley, por supuesto.
–Señor Carreras, no pierda la esperanza ni haga nada precipitado. Tenemos muchas probabilidades de rescatar a los niños sanos y salvos.
–Y de conseguir que los secuestradores reciban el castigo correspondiente.
El policía miró a otro lado y, por un instante, sintió lástima por los delincuentes. Habían elegido mal al hombre con el que se enfrentaban. Sabía que Raúl Carreras perseguiría al hombre o a la mujer que hiriera a algún miembro de su familia aunque le costara el resto de su vida.
Antonio estaba tan cansado que se había derrumbado sobre la cama y se había quedado dormido en el acto. Sin embargo, Nell tardó más de una hora en calmar a Katerina y poder descolgar el teléfono sin que la adolescente la llamara traidora y la amenazara con escaparse de nuevo.
Nell temía que cumpliera sus amenazas, así que permitió que la muchacha se desahogara con ella y le contara, de manera un poco exagerada, cómo Raúl Carreras, el tío de los chicos, que se había convertido en su tutor después de que su hermano muriera el mes anterior, manejaba la situación.
«¡Cielos! ¡Qué hombre más estúpido!», pensó ella mientras Katerina le contaba un incidente que había sucedido la semana anterior Le parecía muy mal que hubiera aparecido en una fiesta para sacarla de allí delante de todos sus amigos y llevarla a casa, pero mucho peor que le dijera que se quitara el maquillaje de la cara porque tenía un aspecto ridículo.
Su comportamiento autoritario había hecho que la muchacha adolescente se rebelara, ya que estaba acostumbrada a una disciplina mucho más suave.
Mientras Nell escuchaba lo que Katerina le contaba, pensaba en lo preocupados que debían de estar en casa del señor Carreras. Estaba segura de que para entonces ya habrían descubierto que los niños no estaban y, teniendo en cuenta los fuertes dispositivos de seguridad de los que Katerina se quejaba, parecía increíble que los pequeños hubieran podido salir de la casa sin más.
–Si hay cámaras por todas partes, alguien os habrá visto salir.
–Las truqué para que no nos vieran. Fue coser y cantar. Pero no te preocupes, el sistema sólo estuvo apagado el tiempo suficiente para que pudiéramos salir. Las cosas de valor no corren peligro.
–Estoy segura de que estarán más preocupados por vosotros que por las cosas de valor.
–¿Tú crees? –preguntó la niña con cinismo.
–Seguro que están muy preocupados.
–¡No me importa!
–No me lo creo, Kate.
–De acuerdo, pero ¡ellos no son mi familia! –dijo Katerina, y escribió un número de teléfono en un papel que le entregó a Nell–. Tú eres más familia nuestra que ellos. Nunca le dedicaron tiempo a papá porque no se casó con quién ellos querían que se casara. Ni siquiera cuando mamá se puso enferma contactaron con él.
–No sirve de nada que sientas rencor hacia ellos, Kate, porque tu padre no lo sentía, ¿no es así?
–Papá nunca se enfadaba con nadie durante mucho tiempo.
«Y menos con su hija, a quien le consentía todo», pensó Nell, y le dio un pañuelo de papel a Kate para que se secara las lágrimas. «Cualquier niña menos madura que ésta se habría convertido en una mimada», pensó mientras le daba un abrazo.
–A él tampoco le gustaría que tú lo hicieras –cuando se separaron, ambas tenían lágrimas en los ojos–. Tu tío Raúl era muy joven cuando tu padre se peleó con su familia, así que no puede tener nada que ver con lo que sucedió entonces. Quizá debes darles una oportunidad –sugirió–. Eso servirá para que todos aprendáis algo nuevo.
–Puede… pero quizá él no debería intentar que yo aprenda español.
La queja de la pequeña hizo que Nell se riera a carcajadas.
–A mí me parece algo razonable, Kate, teniendo en cuenta que eres medio española y que sabes que tu padre siempre se arrepintió de que no fuerais bilingües.
–¿Y por qué quiere mandar a Antonio a un colegio interno? ¿Eso te parece razonable? –Katerina puso cara de triunfo al ver la expresión que ponía Nell–. ¡Antonio me necesita! Cuando lo llames, dile que no vamos a volver allí –dijo enfadada. Salió corriendo y se encerró en el baño.
Sintiéndose indefensa al oír el llanto de la chica, Nell marcó el teléfono que Katerina le había dado. Estaba dispuesta a hacer todo lo posible para facilitarle las cosas a los hijos de Javier.
–Hola, siento molestarlos a estas horas, pero ¿podría hablar con la señora Carreras? –Nell decidió preguntar por ella al ver que Katerina entraba en la habitación. Pensaba que a lo mejor sería más fácil hablar con la abuela y no con el tío de la pequeña.
–No servirá de nada. Ella hace lo que él le manda, como todo el mundo.
Al oír ese comentario, Nell recordó la única vez que había visto a Raúl Carreras.
No era el tipo de hombre del que uno se olvida fácilmente. Se estremeció al recordar la mirada de sus ojos oscuros.
La familia se había marchado del lugar donde se celebró el funeral en limusinas negras, y tampoco quedaba ningún amigo de Javier. Sólo quedaba una persona vestida de negro, con la cabeza ligeramente agachada y los primeros copos de nieve comenzaban a caer. Nell recordaba muy bien aquella imagen, igual que las palabras que ambos habían intercambiado.
Ella se había colocado entre los árboles al final del cementerio, y creía que su presencia pasaba desapercibida hasta que él levantó la cabeza y la miró directamente a los ojos.
Nell se percató del parecido que había entre los hermanos Carreras, ambos de cabello oscuro y piel dorada. Algunas facciones de sus rostros también eran parecidas, pero mientras que lo que más destacaba del rostro de Javier era su amplia sonrisa, del de Raúl lo que más llamaba la atención era la estructura perfecta de sus huesos.
Aunque fue la combinación de anchas espaldas, cuerpo musculoso, mentón prominente y largas pestañas oscuras lo que hizo que Nell se fijara en Raúl Carreras, había sido otra cosa lo que había hecho que no pudiera dejar de mirarlo.
Raúl Carreras era el hombre más sexy que había visto nunca.
Al cabo de unos instantes, Raúl arqueó una ceja. Nell dio un paso adelante y dijo:
–Lo siento, no quería asustarlo.
Él la miró con frialdad.
–No estoy asustado –dijo con seriedad.
–Soy…
–Ya sé quién es.
La hostilidad de su mirada hizo que ella se sintiera inquieta.
–¿Cómo están los niños?
Todos los intentos que Nell había hecho para ver o hablar con los pequeños después de la muerte de Javier habían sido truncados por los empleados de la casa de Raúl Carreras. Siempre le decían que, en aquellos momentos, no había ningún miembro de la familia en la casa pero que les transmitirían sus condolencias.
Ella había considerado la posibilidad de presentarse en la casa y explicarlo todo en persona, pero después había decidido que no era buena idea. Vería a los niños en el funeral y solucionaría las cosas entonces.
–Como supondrá, intentan hacerse a la idea de que su padre ha muerto.
–Ha sido una pregunta ridícula –dijo ella con cara de disculpa.
–Sí.
Nell se quedó boquiabierta. Aquel hombre era un maleducado.
–¿Me estaría entrometiendo si fuera a la casa?
–Sí.
Pensando que él no había entendido lo que ella había dicho, lo repitió.
Raúl Carreras se acercó a ella y Nell sintió que se le secaba la boca. Era muy alto y tenía piernas de atleta.
–Sólo los familiares y amigos pueden ir a casa –«y usted no es nada de eso». Aunque no pronunció esas palabras era evidente que eso era lo que pensaba.
Nell se quedó sintiéndose dolida y observando cómo se alejaba.
NELL se esforzó en no pensar más en ello y cubrió el micrófono del teléfono con la mano.
–Calla –le dijo a Katerina–. Se oye muy mal y no podré enterarme de lo que me dicen, Kate.
–Me temo que la señora Carreras no puede ponerse. ¿Desea hablar con el señor Carreras?
–Imagino que tendrá que ser así –contestó.
–¿Sí? Soy Raúl Carreras
Su voz era tal y como ella la recordaba. Se frotó los brazos al sentir que se le ponía la piel de gallina.
–Señor Carreras, es posible que no se acuerde de mí… La cosa es… puede que todavía no se haya dado cuenta, pero los niños, Antonio y Katerina… –cerró los ojos. «Como si no supiera cómo se llaman». Ellos no están allí, pero están conmigo y sanos y salvos.
–¿Puedo hablar con ellos para confirmar lo que dice?
Nell le dio el teléfono a Katerina y gesticuló diciéndole que hablara con él. La niña negó con la cabeza y se cruzó de brazos.
–Lo siento, señor Carreras, pero ahora no es un buen momento.
–¿Y cuándo será un buen momento?
A pesar de que estuviera al otro lado de la línea telefónica, su voz era heladora. Quizá Katerina no exageraba a la hora de hablar del carácter de su tío. Quizá su comportamiento no se debiera al desconocimiento de cómo criar a dos niños huérfanos, sino a que realmente era un hombre frío e insensible.
–Bueno, eso depende…
–¡No voy a verlo nunca! –exclamó Katerina.
–Katerina, creía que habíamos decidido que ibas a comportarte de manera sensata. Lo siento –dijo por el teléfono–. ¿Está usted ahí?
–Sigo aquí. ¿Qué quiere que haga? –Nell se quedó sorprendida por la pregunta. Raúl Carreras era el último hombre al que ella hubiera imaginado pidiendo consejo. Quizá había sido injusta con él. Quizá a él también le resultaba difícil adaptarse a la nueva situación. No debía de ser sencillo para él ocuparse de dos niños que apenas conocía–. Pídame lo que quiera y se lo daré.
–¿Lo que quiera? No es cuestión de lo que yo quiera.
–Entonces, déjeme hablar con la persona que se encarga de esos asuntos.
–Señor Carreras, ha de tener en cuenta que los niños se sienten muy vulnerables en estos momentos. Han sufrido muchos cambios en sus vidas. La muerte de su padre ha sido tan repentina y… escuche, no quiero decirle cómo debe criar a los niños, pero ¿sería posible que se sentara y hablara de ciertas cosas con ellos?
–Creía que no me estaba permitido hablar con los niños.
–Sé que esto debe de ser frustrante, pero debe tener paciencia.
–Usted está agotando mi paciencia.
–¡Por el amor de Dios! ¿No puede dejar de pensar en sí mismo durante un momento e imaginar cómo se sienten los niños, señor Carreras? Otras personas pueden hacerlo –«Javier, por ejemplo», pensó en silencio.
–Por favor, cálmese.
–¡Estoy calmada! –gritó ella y miró a Katerina enfadada al ver que la niña se reía.
–Seré muy generoso.
–No se trata de dinero –le recordó con firmeza.
–Entonces, ¿de qué se trata? ¿Venganza?
–Por favor, no sea ridículo.
Katerina comentó con una sonrisa:
–Ya te he dicho que es imposible hablar con él, no escuchará nada de lo que le digas. Cree que las mujeres sólo sirven como elemento decorativo y para tener hijos.
Nell miró a la pequeña con cariño y trató de continuar la conversación de manera tranquila.
–Javier era un padre bastante permisivo –recordó la cálida mirada de Javier y que tenía gran sentido del humor.
Había pasado un año desde que ella se mudó de la casa que, durante casi dos años, había compartido con Javier en un pueblo costero, pero él había seguido siendo una parte importante de su vida.