Una boda relámpago - Alexandra Sellers - E-Book

Una boda relámpago E-Book

Alexandra Sellers

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Beschreibung

Julia 1006 A Carlee Miller no le importaba que su bebé fuera a heredar una fortuna, sólo quería un hijo al que amar. Pero después del error cometido por el banco de esperma, se encontró con abogados que reclamaban la custodia del heredero. Y entonces conoció al padre en cuestión. El hecho de que Hal Ward fuera sexy, además de multimillonario, no implicaba que Carlee debiera casarse con él. Pero los hombres ricos podían ser muy convincentes. Y una vez que Carlee se convirtió en su esposa, descubrió que le resultaba muy difícil negarle nada a su encantador marido...

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 1999 Alexandra Sellers

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una boda relámpago, JULIA 1006 - Julio 2023

Título original: Shotgun wedding

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo

Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411801195

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

LA mujer estaba sentada, con las piernas muy juntas y rectas, apretando las correas del bolso con sus manos tensas, mientras miraba fijamente el cuadro de color rosa y púrpura de la pared. Parecía intimidada, pero cualquiera lo estaría, se dijo Hal, agobiado por el sofocante decorado. Él mismo estaba cohibido.

Llevaba veinte minutos esperando, y ella ya estaba allí cuando llegó, de manera que no podía decirse que la eficacia de aquel lugar estuviera a la altura de las exigencias de su abuelo. Se movió lentamente en la silla y soltó un gemido ahogado al sentir el agudo dolor en sus costillas. ¡Maldito viejo lleno de manías! ¿Por qué le habría obligado a hacer algo tan absurdo?

—¿Está usted bien? —escuchó la pregunta y se encontró con los grandes ojos azules llenos de preocupación de la mujer. Le había oído gemir.

Sonrió para tranquilizarla.

—Parece que ha tenido usted un accidente —prosiguió ella, mirando las magulladuras en su rostro y su brazo vendado.

Antes de que pudiera contestar, la recepcionista entró en la sala y se sentó bajo el discreto cartel que rezaba, en letras blancas contra un fondo turquesa: Cyberfuturo. Plantamos semillas de futuro. Más abajo, otro cartel ordenaba que el cliente se dirigiera a la recepcionista a su llegada.

—Siento mucho hacerla esperar, señorita Miller —dijo la recepcionista—. En seguida vendrá alguien a buscarla.

—No importa —contestó la mujer de los ojos azules, pero se mordió el labio y el hombre supo que la demora la estaba poniendo nerviosa. Parecía un cachorro explorando el mundo exterior por vez primera y manifestaba una palpable ansiedad.

Se preguntó dónde estaba su marido. Si había acudido para una inseminación artificial, quizás el marido tuviera problemas de orgullo, pero no era excusa para dejar sola a una chica como aquella. Bastaba verla para saber que necesitaba protección.

—No es muy eficiente —dijo en voz alta, por el placer de obtener otra mirada de aquellos ojos tan azules. Ella giró la cabeza hacia él, pero hubo algo en su mirada que le hizo preguntarse qué le resultaría desagradable de él.

—Espero que mi temperatura no cambie —le confió la mujer.

No se parecía a ninguna mujer que hubiera conocido. Al menos no se parecía al tipo de mujer con el que solía salir. Tenía un rostro dulcemente redondeado a juego con un cuerpo dulcemente redondeado que no intentaba disimular sus curvas. Unos ojos azules llenos de sinceridad y el cabello rubio revuelto y recogido en una coleta, un cabello que nunca se había sometido a las manos expertas de un peluquero de prestigio.

Tenía un aire fresco, limpio, despierto, el aspecto de una persona dispuesta siempre a aceptar lo que la vida le diera, y se dio cuenta de que se había acostumbrado a personas que sólo perseguían lo que querían lograr. Había una sombra en sus ojos azules que decía que la habían herido y que había dejado que el dolor la tocara. Pensó que prefería la mirada segura de las mujeres sofisticadas que habían aprendido a protegerse.

Sin duda era atractiva y sexy, pero no era su tipo. Necesitaba protección y él no era la clase de hombre capaz de ofrecerla.

—¿Señorita Miller? ¿Podría seguirme, por favor? —dijo una chica que no parecía tener más de dieciocho años, pero llevaba uniforme de enfermera y la mujer se puso en pie, le sonrió y salió de la sala.

Ya era hora, se dijo ironizando sobre su repentina debilidad. Un minuto más y la hubiera ofrecido salvarla de todo mal y huir con ella en su caballo blanco.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

20 de Junio de 1997

Señor Harlan de Vouvray Ward IV Mansión de Vouvray. Cantabria, California.

 

Estimado señor de Vouvray Ward:

Sentimos enormemente comunicarle que, debido a circunstancias imprevistas, el esperma que entregó en depósito en Cyberfuturo el 15 de Mayo de este año, fue utilizado por error en un procedimiento de inseminación ese mismo día, procedimiento que se llevó a cabo sin su autorización.

La receptora es una cliente cuyo marido fallecido había dejado su esperma en depósito con nosotros. Por una desafortunada confusión, su esperma fue utilizado en la inseminación en lugar del de su esposo fallecido.

Nos apresuramos a asegurarle que su intimidad no ha sido violada. Tomaremos todas las medidas necesarias para que usted quede libre de toda responsabilidad legal en caso de que la inseminación de lugar a un embarazo. Todos los datos sobre su persona seguirán siendo confidenciales, salvo los que afecten a la salud de las personas. Tenemos la sospecha de que el Rh puede tener relevancia en este caso.

Sentimos profundamente esta situación y esperamos que no le perturbe en exceso. Tenga por seguro que Cyberfuturo continuará ofreciéndole el servicio más eficiente y profesional.

Agradeciéndole de nuevo su comprensión en esta materia, se despide atentamente,

G. Edgard Bloomer, Director de los Laboratorios Cyberfuturo.

 

PD: Le rogamos que acuda cuando le convenga al laboratorio para hacer un nuevo depósito.

 

 

Hal Ward se echó a reír. El sol le daba de pleno y la luz brillando sobre sus rizos rubios y sobre las pestañas más oscuras le daba el aspecto de un ángel pintado por un maestro renacentista.

Una impresión, se recordó George McCord, absolutamente errónea. Un demonio lo definiría mucho mejor.

—No tiene ninguna gracia —dijo severamente. Casi nunca veía en persona al nieto de su cliente, pero hubiera esperado que la carta de Cyberfuturo calmaría el espíritu caprichoso del último heredero de la casa Vouvray Ward.

—¿Y qué? —Hal dejó caer la carta sobre la mesa de su abuelo. Llegaban continuamente cartas de Cyberfuturo y no acababa de ver por qué George le había hecho llamar por esto—. ¿Te mandó mi abuelo que me lo enseñaras?

Un hombre más educado hubiera dicho «pidió» en lugar de «mandó», reflexionó George McCord y puso la mano sobre la carta sin mirarla de nuevo.

—No la ha visto. Naturalmente pensé que debía consultarte primero.

—¿Qué tiene que ver conmigo?

—Pues, siento ser grosero, pero se trata de tu esperma.

Hal se estiró, bostezando. Seguía teniendo un brazo vendado e hizo una mueca al sentir el dolor.

—Perdona, George, pero es que ayer trabajamos hasta tarde en el laboratorio.

—Si un niño naciera de este error, sería, sin lugar a dudas, hijo tuyo —continuó con la misma gravedad McCord.

—No, no sería hijo mío, George —le corrigió Hal—. Sería un heredero de la casa Vouvray Ward. ¿No es por eso por lo que el viejo me obligó a depositar esperma con esa pandilla de incompetentes? No tiene nada qué ver conmigo.

—No sabía que te habían obligado.

—Claro que lo sabías. Estabas en este mismo despacho cuando me amenazó con cortar mi acceso a mi propio dinero a menos que lo hiciera, ¿o no te acuerdas?

George orientó la respuesta hacia los aspectos legales.

—Legalmente no puede considerarse tu dinero.

—Legalmente, mi abuelo es un pirata. Ese dinero era de mi padre —dijo Hal, enseñando los dientes—. Y si hubiera estado presente cuando yo nací, sabes de sobra que hubiera cambiado el testamento a mi favor.

—Pero no lo hizo. Y su voluntad fue dejarle una renta a tu madre y la responsabilidad sobre el resto a tu abuelo, que tiene todo el derecho…

Hal bostezó de nuevo y miró el reloj en su muñeca.

—¿Podemos terminar con esta conversación? He dejado a los ingenieros trabajando en algo que me interesa. ¿Nos queda algo? Estamos a final de mes. Se supone que tienes que lanzarme un montón de cifras a la cabeza.

Era otra de las promesas que le había arrancado su abuelo. Todos los lunes tenía que reunirse con George McCord e interesarse por la marcha de los negocios. El anciano aún tenía la esperanza de que a fuerza de oír hablar de ella, su nieto acabara interesado por la vida de la Compañía.

—Me parece —McCord habló con tono irritado—, que no te das cuenta de la gravedad de la situación creada por Cyberfuturo.

—Pero me lo vas a explicar, ¿verdad? Muy bien, puede ser gracioso y no me vendrá mal reír un rato.

—Creí entender que habías tenido una noche interesante —el abogado no pudo evitar sentir curiosidad, aunque le habían ordenado que no charlara de ingeniería ni inventos con Hal.

—No es por la investigación, George. Eso va bien, aunque iría mejor si tuviéramos más dinero. Cada vez que veo a mi abuelo, necesito un poco de alegría.

—Pues el error de Cyberfuturo no es cosa de risa. Podríamos denunciarlos, desde luego —dijo George—, pero la mujer pondrá una denuncia también.

—No me extrañaría que ella lo hiciera.

—Sobre todo teniendo en cuenta que eres Rh negativo.

Hal frunció el ceño.

—¿Qué quieres decir?

—Que es posible que exista una incompatibilidad entre la sangre del bebé y la de la madre. Puede tener problemas en el embarazo o más tarde —y añadió cínicamente—. Ese es el único motivo por el que Cyberfuturo no ha ocultado su error.

—Por lo tanto, ella tiene razón. Pero, ¿por qué íbamos a denunciar nosotros?

—Las nuevas formas de reproducción han hecho que la ley cambie muy rápido. Dios sabe qué normas habrá en unos años. Y nada impediría a esa mujer poner una querella para reclamar sus derechos sobre la fortuna de la familia o sus empresas petroquímicas.

Hal se sentó al oírlo, y por primera vez mostró interés.

—Pero la carta dice que mi identidad es secreta.

El abogado sonrió tristemente, sacó un pañuelo blanco de su bolsillo y se limpió las gafas. Era la primera vez que veía a Hal mostrar cierto interés por la compañía que un día dirigiría. Quizás se estaba despertando al fin.

—Cyberfuturo intenta tranquilizarnos. Pero si la mujer va a juicio, puede que un tribunal reconozca su derecho a conocer el nombre del donante.

—Y ese niño —Hal dejó de mirar al abogado un instante para señalar la carta sobre la mesa—…, ¿tendría algún derecho legal sobre los bienes?

—Como ya te he dicho, es muy difícil saber qué puede decidir un tribunal.

Hal Ward dejó escapar una carcajada de placer y se echó hacia atrás, sintiendo que toda tensión lo abandonaba. Luego hizo una mueca de dolor.

—¡Maldita sea! —gritó, llevándose la mano al costado dónde se había roto cinco, ¿o eran seis?, se preguntó el abogado, costillas—. ¡Esto le enseñará al viejo a no interferir en mi vida!

—Si tuvieras más cuidado con tu estilo de vida… —comenzó el abogado.

—¡Al diablo con mi estilo de vida! Mi único problema es la obsesión del viejo con la dinastía. ¿Qué le importa quién reciba el dinero? ¡Si va a estar muerto! Me encantaría que ese niño se quedara con la mitad de todo. ¡Y con suerte, ella querrá participar en la gestión de la empresa! ¿Crees que puede hacer mucho daño?

—Mucho —dijo McCord con sentimiento—. Tenemos que tomar medidas.

—¡Ya me lo imagino! —rió Hal—. La pregunta es: ¿sobrevivirá esa pobre mujer a las medidas que toméis el Dos y tú?

El hombre maduro miró al joven con severidad, pero no consiguió calmar su espíritu frívolo. Hal seguía alternando los ataques de risa con los gemidos de dolor.

—Tu abuelo —empezó de nuevo el abogado pomposamente, pues le molestaba que el nieto se refiriera a su abuelo con el mote que todos usaban a sus espaldas «El Dos», en lugar de «el segundo»—, siempre ha sido un hombre respetable y respetado en el mundo de los negocios.

Hal se reclinó en la silla, sonriendo.

—¡Ya! Pero, ¿y la sangre de los Ward, George? Tenemos una larga línea de piratas y aventureros, por no decir delincuentes a nuestras espaldas. Siento decirlo, pero si El Dos ha sido siempre respetable es porque nada ha puesto nunca en peligro su situación. Pero, ¡la herencia! —volvió a reír—. Esto le va a sacar de sus casillas. ¡No puedo esperar a ver su cara cuando se entere!

 

 

—¿Cómo… has dicho? —George McCord tartamudeó. Miró a su patrón, con la cara demudada por la sorpresa. El sol brillaba sobre la cabellera blanca del anciano, pero éste no parecía un ángel. Las cejas espesas y oscuras, herencia de la rama francesa y marca de la casa, parecían eternamente fruncidas en un gesto de soberbia, y las arrugas de la edad no hacían nada para suavizar el rostro lleno de inteligencia impaciente y feroz determinación.

—He dicho que quiero a esa mujer —repitió Harlan de Vouvray Ward II con énfasis—. La quiero aquí, ante mi vista. Tráemela, George.

El abogado miró a los lados con temor, como si alguien hubiera entrado en la oficina. Pero no había nadie.

—¿Qué mujer? —preguntó con precaución.

—¡Esa! —el hombre señaló la carta con impaciencia—. La que está embarazada de mi nieto.

George McCord saltó de la silla involuntariamente, como si le hubiera dado una descarga.

—Harlan, ¿estás loco?

—Me da igual cómo lo hagas. Ráptala si hace falta. Pero quiero a esa mujer aquí.

—Harlan, con el debido respeto, ¿de qué diablos estás hablando?

El viejo lo miró, iracundo.

—Quiero a ese bebé, George —indicó con un tono que no admitía réplica—. Es mi nieto y lo quiero aquí.

—Es ilegal intentar comprar a un niño —dijo el abogado casi sin voz.

—No vamos a comprarlo, George. Tú ve y dile a la mujer quiénes somos. Verás cómo se presenta aquí.

—¿Decirle quién eres? Harlan, si se le ocurre ir a juicio, puede sacar cualquier cosa…

El anciano lo miró y George aprovechó su ventaja:

—Lo mejor que podemos hacer es…

—Cállate, estoy pensando —Harlan siguió mirando a un punto de la pared. El abogado esperó en silencio hasta que las cejas impresionantes se relajaron.

El Dos golpeó entonces la mesa con la mano y el abogado dio un respingo.

—¡Eso es! —exclamó—. ¡Puede casarse con la chica!

 

 

—Olvídalo.

—Eres el padre de ese niño. ¿No crees que debes darle un nombre decente a la madre de tu hijo?

—En primer lugar, yo no soy el padre de nadie. Los padres son esos incompetentes del laboratorio. En segundo lugar, ya tiene un nombre decente. ¿Cuál es su nombre, George? Estoy seguro de que a estas alturas debes saberlo —Hal se dirigía al abogado, pero no apartaba la vista de su abuelo.

—Carlee Miller —dijo McCord.

—Miller. Un nombre muy decente. Sus antepasados debían ser gente decente, mucho más que los nuestros, dedicados al pillaje.

—Maldita sea —intervino su abuelo—. Sólo un Ward era pirata y tú lo dices como si fuera el negocio de la familia. ¿Qué dices de mi abuelo francés? Ése era…

—Uno era pirata y a otro lo colgaron por robar, y está ése que mató al marido de su amante en un duelo, y otros dos…

—Ya conozco la historia, no me la cuentes —dijo el abuelo con impaciencia.

—Las mujeres no pierden la honradez por tener hijos fuera del matrimonio, abuelo, ¿o es que has estado invernando los últimos cincuenta años? —continuó Hal, abusando de la situación.

—Pero una mujer embarazada prefiere estar casada —insistió el anciano—. Una mujer encinta siempre salta a la boda, como solía decir mi bisabuelo francés.

—Me pregunto qué experiencia le haría tan lúcido. Y la respuesta es no.

—Muy bien, muy bien. No quería que las cosas fueran así, me hubiera gustado que tú decidieras libremente —ignoró el ataque de risa de Hal—… pero puesto que me retas, tendrás que oírme. Vas a casarte con esa chica. No tienes que vivir con ella. Yo la instalaré en mi casa. Pero debes casarte. Vamos a asegurarnos de que ese niño tiene el derecho legal al apellido Vouvray Ward.

Hal miraba a su abuelo con incredulidad.

—Bueno, parece que al fin estás reconociendo que estás loco.

—Hablo en serio. Vas a casarte con ella, y rápido.

—¿O? —preguntó Hal.

—O corto los fondos para ese maldito coche que estás pagando y para el resto de tu vida.

Hal se puso en pie.

—Eso es una propuesta indecente e insultante, y lo sabes. Sabes que el dinero que amenazas con quitarme es mío. Hace veintinueve años, cuando leyeron el testamento, le prometiste a mi madre que si no protestaba, cuidarías del dinero de mi padre. Eres el peor de los piratas.

George McCord, pasando del uno al otro, pensó que el joven nunca se parecía tanto a su abuelo como cuando discutían.

—Y he mantenido mi palabra. Nunca te ha faltado nada.

—Salvo lo que necesito para la investigación que estoy llevando a cabo. Si me dejas ahora sin dinero…

—¿Investigación? ¿Comprarte un coche de carreras es investigar? ¡Un capricho de niño rico! Va siendo hora de que dejes esas tonterías peligrosas y te pongas a trabajar en serio. Cásate, chico y verás cómo ves el mundo de otro modo. ¡Maldita sea! Quiero descansar. ¡No quiero morirme como un viejo caballo de carga!

—No juegues al viejo patético, abuelo —le advirtió Hal—. Sabes que puedes soltar las riendas cuando quieras. Mike se muere de ganas de ocupar tu asiento.

—Mike no es de la familia.

—Tengo una solución.

El viejo lo miró con desconfianza.

—Tú puedes casarte y tener una hija. La casas con Mike y ya será de la familia.

—Te juro que puedo cortar tus ingresos hoy mismo.

—Bien —Hal se rindió de pronto. Estaba rígido de rabia—. Renuncio. Haré lo que quieras. Me casaré con quién digas —alzó la mano y señaló a su abuelo—. Buscas a la chica, se lo explicas, me caso y tú vives con ella.

—No puedes esperar que una mujer acepte…

—Es mi última oferta —Hal cortó la protesta de su abuelo y añadió con furia—: La tomas o la dejas.

Después, salió del despacho cerrando la puerta con tanta violencia que los cristales temblaron.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

CARLEE Miller estaba sentada en la mesa de su cocina mirando el mundo exterior. Tenía dos vistas diferentes: podía mirar por la ventana a la calle, o bien por la puerta abierta que daba al jardín trasero, a la hierba mojada por la última lluvia, brillando bajo el sol mientras un pájaro cantaba exultante la llegada del verano.

Estaba pensando. Pensaba en las vidas complicadas de los ratones y de las mujeres.

¿Por qué había salido todo tan mal? Sus planes perfectos, los que había elaborado con Bryan, no eran más que polvo. En un lapso tan corto de tiempo su vida había pasado de ser feliz y segura a llenarse de amargura e incertidumbre.

Dos años y medio atrás, cada momento de su vida podía hablar de la totalidad, como un holograma. Mientras avanzaba por el pasillo de la iglesia dónde Bryan la esperaba sonriendo, lo había visto todo: sus hijos y sus nietos, y Bryan a su lado hasta el final del día. Los inicios de su convivencia en la casa pequeña que habían comprado y luego la posibilidad de trasladarse a una casa más grande dónde se harían viejos. Sus hijos creciendo saludables y alegres, alguno quizás famoso, un jugador de béisbol, o un gran escritor o un político, pero todos felices aunque nadie supiera nunca de sus nombres fuera de Buck Falls, en Columbia.

Habían comprado una casa que necesitaba un sinfín de mejoras porque, como dijo Bryan, era mejor gastar el dinero en metros cuadrados que en paredes vistosas y ellos podrían ir arreglando la casa poco a poco. La primera vez que se había desmayado, Bryan estaba subido a la escalera, empapelando una habitación. Poco tiempo después descubrieron que lo mismo que le había hecho caer lo mataría pronto, a menos que fuera uno de los pocos con suerte.

—Tú eres de ésos —le prometió Carlee—. ¿Acaso no has tenido siempre suerte? Nos conocimos el primer día de universidad, ¿no fue eso suerte?

Pero tendrían que renunciar a sus sueños de familia numerosa. Incluso si sobrevivía, el tratamiento dejaría estéril a Bryan.

—Nos tenemos el uno al otro —dijo entonces Carlee—. Y podemos adoptar niños.

No habían ido de viaje de novios cuando se casaron, porque querían invertir en la casa. De manera que antes de empezar el tratamiento, decidieron realizar el viaje soñado de Bryan, desde las rocosas hasta México, negándose a reconocer que podía ser el último de su vida.