Una boda sin noviazgo - Christine Rimmer - E-Book

Una boda sin noviazgo E-Book

Christine Rimmer

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Beschreibung

Julia 1669 Aquél no era el matrimonio tranquilo y sensato que ambos habían planeado... Quizá algunos pensaran que Angie Dellazola y Brett Bravo se habían casado muy deprisa, pero lo cierto era que se conocían de toda la vida. Además, ambos eran los únicos miembros cuerdos de sus respectivas familias, ¿qué mejor manera de seguir siéndolo que casarse? La base de su unión sería el respeto y los intereses comunes... nada de la pasión arrolladora y el amor ciego que parecía volver loco a todo el mundo. Pero entonces, sólo una semana después de la boda, Angie y Brett se dieron cuenta de algo increíble, estaban locamente enamorados el uno del otro...

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 2006 Christine Rimmer

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una boda sin noviazgo, julia 1669 - febrero 2023

Título original: Married in Haste

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411416160

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

ANGIE Dellazola apretó los dientes y contuvo un gemido de dolor. Su hermana Glory le apretaba la mano con tanta fuerza que casi le hacía crujir los huesos.

—Tranquila, Glory —suplicó, tratando de apaciguarla—. Tranquila…

Glory no quería que la apaciguaran. Aparte de triturar la mano de Angie, gritaba. Y maldecía con palabras que una buena chica católica ni siquiera debería conocer y que hacían que la tía Stella, en el rincón, junto a la puerta que daba al pasillo, se quedara boquiabierta, mirara al cielo y jugara nerviosamente con su rosario.

Era el primer día de Angie en el trabajo en la Clínica Nuevo Belén, y también el día que el bebé de Glory había decidido nacer.

Había roto aguas hacía cuarenta y cinco minutos. Estaba plenamente dilatada y a un paso de la transición. El doctor Brett Bravo, el amigo de la infancia de Angie, y en ese momento su jefe, había decidido que el bebé llegaba demasiado deprisa como para arriesgarse a ir al hospital, situado a setenta kilómetros del tortuoso camino de montaña. Por lo que había optado por un parto en casa en uno de los dormitorios de arriba de la casa de los Dellazola.

—Lo estás haciendo muy bien, cariño —la animó cuando dejó de gritar el tiempo suficiente para respirar—. Intenta no empujar todavía. Simplemente, respira, tal como te enseñaron en la clase de parto… inspiraciones cortas y jadeantes…

—Angela Marie —la interrumpió Glory con un gemido gutural—. No me digas que respire. No puedo respirar. Duele demasiado… —apretó con más fuerza la mano de su hermana y soltó otro alarido espeluznante.

Rose, la madre de Glory y Angie, que se hallaba al otro lado de la cama, la reprendió.

—Vamos, Glory, cariño… Angie tiene razón. Tienes que dejarte llevar. No te tenses.

Glory gruñó.

—Supongo que no me has oído. He dicho que duele. Duele, mucho, mucho…

—Sé que duele —dijo su madre—. He pasado por eso y tú lo sabes —no exageraba. Había dado a luz a nueve hijos… siete chicas y dos chicos—. Así que quiero que escuches, quiero que…

—¿Escuchar? —se sopló el pelo mojado que tenía sobre los ojos—. Quieres que escuche…

—Cariño, debes dejar de luchar contra ello.

—Oh, Dios… —movió la cabeza con frenesí—. Oh, santo cielo, aquí viene otra…

Desde la puerta, Trista, la hermana mayor, dijo:

—¿Traigo unos cubitos? —había dejado a sus tres hijas con la hermana segunda, Clarice, para ir a echar una mano—. ¿Hola? —no obtuvo respuesta… salvo por otro grito de Glory—. Unos cubitos. Decididamente. Dani ya los tendrá listos.

Danielle, que estaba en la cocina, era la cuarta hermana de la familia… siendo Angie la tercera.

—Voy a necesitar ese bol —añadió Tris, como si alguien en la habitación le prestara atención. Entró a recoger el cuenco de plástico vacío de la mesilla—. Vuelvo enseguida… —giró en redondo y se marchó.

Más gritos. Angie entregó su mano para que se la estrujara. Mamá Rose le secaba la frente mientras la tía Stella dedicaba más oraciones a la Virgen. Al final, la contracción alcanzó su punto álgido y se agotó.

Trista reapareció con los cubitos triturados y una cuchara. Se metió entre Rose y el cabecero y le ofreció el hielo a Glory. Ésta gimió, abrió la boca y dejó que Trista se los introdujera.

—Mmmm —gimió—. Qué bien…

Trista le ofreció otra cucharada.

Glory iba a aceptarla… cuando parpadeó, movió la cabeza para quitarse el pelo de la cara y miró alrededor del cuarto.

—¿Dónde está Brett?

—Aquí —prometió Angie.

—¿Dónde? No lo veo.

—Cariño, tranquila —la aplacó su hermana—. Sólo ha ido a la otra habitación a hacer un par de llamadas.

—Lo necesito —gimió Glory—. Necesito a mi médico. Lo necesito ahora…

—Glory, volverá en un minuto. Está con otra paciente. Tú te encuentras bien, cariño. Relájate.

—Deja de llamarme cariño… y no me digas que estoy bien. No lo estoy. Me estoy muriendo.

—No te estás muriendo —aseveró su madre—. Lo estás haciendo muy bien. Si tuvieras algún problema, Brett te habría llevado al hospital en helicóptero, y tú lo sabes muy bien.

—¡Analgésicos! —gritó Glory—. ¡Los necesito! ¡Los necesito ahora!

Justo en ese momento, el Viejo Tony, bisabuelo de las hermanas Dellazola, asomó su cabeza pequeña y casi calva por la puerta. Juró en italiano, idioma del que apenas sabía algo. Nadie en la familia lo dominaba. Después de todo, llevaban varias generaciones lejos del Viejo País. Y Tony había crecido en una época en que los hombres elegían encajar en vez de honrar sus raíces.

—¿Podéis calmaros un poco? —demandó—. No puedo ni oír mis propios pensamientos… y Dani está en la cocina, desquiciada. ¿Por qué llora?

Ninguna de las cinco mujeres le contestó. Pero todas se volvieron al unísono y clavaron la mirada en el patriarca de la familia. Esa mirada era demasiado para cualquier hombre… incluso para el Viejo Tony, quien, por regla general, jamás dejaba que nadie, en particular una mujer, obtuviera ventaja sobre él.

—Mmm —dijo, dándose la vuelta y marchándose a su dormitorio, moviendo la cabeza.

En cuanto se perdió de vista, Rose miró a Trista.

Ésta puso los ojos en blanco.

—Oh, mamá. Ya sabes cómo se pone Dani. Desea tanto tener un bebé… que le duele, y mucho, ver a alguien que va a tenerlo cuando ella aún no ha podido quedarse embarazada.

Danielle y su marido, Ike, llevaban cinco años tratando de tener un hijo… hasta el momento sin éxito.

—¿Que le duele a ella? —repitió Glory con los ojos desencajados—. ¡No tiene ni idea de lo que es el dolor!

Trista, imprudente, corrió en defensa de Dani.

—Oh, sí que lo sabe. Es una mujer casada con un marido agradable que sólo quiere tener un pequeño…

Glory soltó un chillido… aunque en esa ocasión de indignación.

—Oh, claro. Como yo no estoy casada, no merezco este bebé. ¿Es eso lo que insinúas, Tris?

De pronto Trista pareció muy noble.

—Lo que digo es que hay dolor, y dolor…

—Oh. ¿De verdad? Bueno, ¿sabes una cosa? Puedes llevarte tu cuenco de hielo triturado y metértelo por donde…

—Sshhh, basta ya —intervino Rose, palmeando el hombro de Glory y dedicándole una mirada de reproche a Trista—. Es suficiente.

Tris cerró la boca. Pero Glory no. La dominó otra contracción que la hizo gritar otra vez. La tía Stella rezó, y Angie la tranquilizó. Rose le acarició el hombro y Trista, profundamente ofendida pero decidida a ser de ayuda de todos modos, permaneció preparada con el cuenco de hielo.

Cuando esa contracción finalmente remitió, una voz farragosa dijo desde el umbral:

—Glory. Maldita seas, mujer.

Angie miró hacia el sonido.

Bowie Bravo.

Dani, que debería haberlo frenado ante la entrada, le pisaba los talones. Con lágrimas en las mejillas, lo agarró del brazo.

—Bowie. Te he dicho que ahora no puedes venir aquí.

Él se soltó, sin apartar un momento la vista de Glory.

—Escucha, Glory. Está bien. Te perdono todas las veces que has dicho que no. Pero acepta ahora. Acepta casarte conmigo.

Glory le respondió lo que llevaba meses respondiéndole.

—No. No me casaré contigo. Y ahora, lárgate.

Bowie no se movió.

—Oh, vamos. Sólo dilo. Sólo tienes que darme un minúsculo sí.

Glory no dijo sí. Sí emitió un gruñido bajo.

—Hablo en serio, Bowie. Estoy muy ocupada y no puedo… —se detuvo para soltar un gemido—… ocuparme de ti ahora. Así que lárgate.

Dani se limpió la nariz, se secó las lágrimas… y volvió a agarrar el brazo de Bowie.

—Vamos. Ya has oído lo que ha dicho.

—Diablos, no —Bowie se soltó otra vez—. No me voy a ir —entró en la habitación—. Glory, Glory, por favor…

Igual que sus tres hermanos, uno de los cuales seguía hablando por teléfono en la otra habitación, Bowie tenía un atractivo agreste. O lo había tenido, hasta que empezó a beber demasiado. En el presente, para apreciar su atractivo natural, había que obviar su andar furtivo, la forma de hablar farragosa, la tez macilenta y los ojos inyectados en sangre. La gente de la ciudad afirmaba que había empezado a beber cuando Glory lo había rechazado; cuanto más firme era la negativa que recibía, más bebía.

Bowie dio otro paso vacilante en la habitación.

—Glory, di que sí…

—Vamos, cariño… —Rose palmeó el hombro de su hija—. Es el padre de tu bebé. Quizá si le…

—Mamá, no empieces —giró la cabeza para mirar furiosa a Angie—. Sácalo… fuera… de… aquí… —jadeó cada palabra antes de que la siguiente contracción le tensara el estómago. Echó la cabeza hacia atrás y soltó otro chillido.

Mientras Glory gritaba, las demás mujeres finalmente se pusieron en movimiento. Rose y Tris se situaron al pie de la cama, directamente en el camino de Bowie. Angie se unió a ellas unos segundos más tarde… en cuanto pudo soltarse los dedos del apretón de su hermana. La tía Stella rodeó a Bowie y se colocó al lado de Angie. Incluso Dani, aún llorosa, logró esquivar al futuro padre ebrio para ocupar un sitio en la hilera de mujeres.

—Fuera de mi camino —ordenó Bowie, entrecerrando los ojos más que nunca.

Pero las mujeres se mantuvieron firmes.

—Vamos, vamos, Bowie, déjalo —Angie tuvo que gritar para hacerse oír por encima de los alaridos de Glory.

Bowie musitó algo desagradable. Dio otro paso hacia ellas, respiró hondo y gritó:

—Apartaos, todas, mujeres. Apartaos, ya, o no me consideraré responsable…

—Bowie —dijo una voz profunda y segura desde el umbral.

Brett. Angie sintió una oleada de alivio. Su nuevo jefe al fin había colgado el condenado teléfono.

Él sabría qué hacer. Manejaría a su hermano…

—¿Eh? —tambaleándose, Bowie se dio la vuelta—. ¿Brett?

—Ahora tienes que irte, Bowie.

Habló con gentileza, pero incluso por encima de los gritos de dolor de Glory, cada palabra sonó con claridad. Brett rara vez alzaba la voz. Podía ser un Bravo, pero no era como Bowie. Era sensato. Un hombre realmente racional.

Bowie movió la cabeza rubia.

—No puedo irme, Brett. Simplemente, no puedo…

—Tienes que hacerlo. Por el bien del bebé. Y el de Glory.

—No… —lo recorrió un temblor.

A pesar de todos los problemas que estaba causando ese idiota, el corazón de Angie se apiadó de él.

Brett avanzó y tomó a su hermano por los hombros.

—Estás borracho. Aquí sólo estorbas. Es hora de que te vayas, y creo que tú lo sabes.

Fue uno de esos momentos que tenían lugar cada vez que dos hombres Bravo estaban frente a frente. Las mujeres, al pie de la cama, contuvieron el aliento colectivo. Hasta Glory dejó de gritar.

Bowie se puso rígido.

Todos sabían que Bowie iba a hacer lo que solía hacer últimamente… echar atrás su gran puño y lanzarlo a la mandíbula cuadrada de Brett. Transcurrió todo un segundo. Dos. El tiempo se estiró y pendió de la fina y ebria indecisión de Bowie.

Y entonces, desde la cama, Glory soltó un gemido.

El sonido lastimoso pareció caer sobre Bowie como un golpe. El cuerpo grande se sacudió como el de un títere… y entonces se derrumbó en los brazos de su hermano. Brett lo recibió y le susurró algo al oído.

Bowie se recobró y osciló hasta lograr un precario equilibrio sobre sus pies inseguros.

—De acuerdo, me voy —musitó.

Brett le dio una palmada en el hombro. Sin decir una palabra más, con la cabeza baja, Bowie rodeó a su hermano y salió al pasillo.

Nadie en la habitación se movió o emitió un sonido… a excepción de Glory, que apoyaba las manos en su vientre gigante y gemía en voz baja para sí misma. Los demás esperaron, escuchando las pisadas de Bowie bajar las escaleras y avanzar por el vestíbulo. Clump, clump, clump. Oyeron la puerta abrirse. Clump, clump. Bowie la cerró a su espalda.

Hubo un momento de silencio, luego Dani sollozó.

—Se ha ido. Gracias a Dios.

—Al menos por ahora —corroboró Brett con un encogimiento de hombros cansado. Le dijo a Dani—: Baja a echar el cerrojo… en todas las puertas. Y cierra y asegura las ventanas que puedan estar abiertas. No creo que vuelva, pero no hay motivo para facilitárselo si lo hace.

Dani asintió y salió de la habitación.

El gemido de Glory se convirtió en un grito.

Brett miró a Angie a los ojos. Le dedicó la sonrisa que ella conocía desde la infancia. Se la devolvió, pensando que, a pesar del interminable drama familiar, se sentía contenta de estar en casa otra vez.

—Creo que ya es hora de que esta chica empiece a empujar.

 

 

Veinte minutos más tarde, asomaba la cabeza del bebé. No fue un momento tranquilo.

Glory se alternaba entre el esfuerzo de empujar y de gritar. La tía Stella rezaba en voz alta. Dani miraba por la ventana y sollozaba de forma incontrolable por el bebé que aún no había concebido.

La situación empeoró. El abuelo Tony golpeó la pared de su dormitorio con el puño y gritó: «¡Callaos!» «¡Cállate tú!», replicó Rose con otro grito, y abajo Bowie había regresado y aporreaba la puerta de entrada y chillaba: «¡Dejadme entrar! ¡También es mi hijo! No me importa lo que digáis. ¡Tengo derecho a estar ahí!»

Y entonces, en medio de toda esa locura, Brett alzó la cabeza de entre las piernas de Glory y miró a Angie.

Sus miradas se clavaron en el otro y ella sintió…

Paz. Un hermoso momento de resplandeciente quietud y perfecta comprensión.

No había duda al respecto. Brett y ella eran las únicas personas cuerdas en esa casa de locos donde imperaban los gritos, los golpes, las súplicas, las oraciones y los idiotas.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

ESA noche, Brett invitó a su nueva enfermera a cenar al Nugget Steak House en la Calle Principal. Agradecía lo útil que había sido en el parto de Glory. Además, compartir una cena les permitiría ponerse al corriente de todo, tanto en el plano profesional como en el personal, como dos amigos de toda la vida que habían estado demasiado tiempo fuera de contacto.

Ocuparon un reservado. En cuanto les llevaron las copas, Brett propuso un brindis.

—Por Jonathan Charles Dellazola.

—Tres kilos, seiscientos ochenta y cinco gramos, con los bonitos deditos de manos y pies completos —Angie alzó su vodka con tónica y tocó la copa de él.

Brett pensó en su hermano menor.

—Bowie va a ponerse furioso.

Angie suspiró.

—¿Porque Glory no le ha puesto su apellido al bebé? —movió la cabeza—. Sé que es tu hermano, pero…

—Sí. Es un desastre. Últimamente, no hace nada bien. Bebe todo el tiempo. Es incapaz de mantener un trabajo… —sintió que sonreía con pesar—. No es que alguna vez se le diera bien trabajar para otro… ¿y sabes una cosa?

Ella asintió.

—No es nuestro problema. Tu hermano menor y mi hermana menor tienen que solucionarlo entre ellos.

—Siempre has sido muy rápida.

—No hace falta ser un genio para analizar algunas cosas.

Nadine Stout, camarera y copropietaria del Nugget, se acercó hasta ellos.

—¿Necesitáis más tiempo?

—Yo no —indicó Angie—. Quiero el chuletón Nueva York, en su punto. Ensalada verde. Aliño italiano.

—Para mí lo mismo. Pero la carne poco hecha —explicó Brett.

Nadine garabateó el pedido en su bloc. Al terminar, se colocó el lápiz en la oreja.

—Angie, lo dije una vez y lo repetiré ahora. Me encanta tenerte otra vez en casa.

—Me alegra haber vuelto.

Como sus hermanas, era una mujer bonita. Y también como aquéllas, al sonreír le aparecían unos graciosos hoyuelos en las mejillas.

—Tengo entendido que ahora trabajas en la clínica —comentó Nadine.

—Así es.

La camarera miró a Brett con falsa expresión ceñuda.

—Más vale que éste te trate bien.

—Bueno, es mi primer día, pero hasta ahora todo bien.

—¿Cómo está Glory?

—Bien. Cansada.

—He oído que ha sido un parto fácil.

Angie miró a Brett. Supo que recordaba todos los gritos y chillidos.

—Bueno —le dijo a Nadine—. Ha sido rápido.

—¿Un niño?

—Sí —repitió el nombre y el peso del bebé.

—Salúdala de mi parte —pidió Nadine.

—Lo haré.

La camarera los dejó.

—Las noticias vuelan, ¿eh? —Angie se colocó la servilleta en el regazo.

Brett bebió un trago de whisky.

—Por si lo has olvidado durante tu ausencia, en esta ciudad, no existen los secretos. Lo que le susurras a tu mejor amiga por la mañana…

—… lo gritarán desde los tejados al mediodía —concluyó por él—. Lo sé, lo sé… —en el instituto, había llevado el pelo castaño corto, pero en ese momento le llegaba hasta los hombros. Unos pocos mechones se habían liberado de la coleta que lo contenía—. La verdad —comentó con añoranza— es que he echado de menos esta ciudad.

—Quieres decir que echaste de menos que todos se metieran en los asuntos de los demás.

—De acuerdo —concedió—. Eso no. Pero sí el cariño, ¿sabes? Es lo mejor de aquí. A la gente le importa de verdad los demás —se rió entonces—. Le importa —los ojos castaños le brillaron—. Por eso son tan condenadamente entrometidos.

Brett pensó que él había echado de menos el sonido cálido y feliz de su risa… aunque no se había dado cuenta hasta ese momento.

—Sí —le encantaba vivir allí. Pero odiaba las habladurías. Toda su vida la gente había murmurado sobre su familia, sobre su padre malo y casi siempre ausente… Blake Bravo. Sobre su rebelde hermano mayor y su loco hermano menor—. He aprendido a no darles ningún tema de conversación.

—Oh, hablarán de ti de todos modos —se burló—. Sabes que lo harán.

—Eso crees, ¿eh?

—Lo sé. Los he oído. Creen que deberías sentar la cabeza. Tanto Brand como tú —con veintinueve años, un año más joven que Brett, Brand era el abogado del pueblo. Igual que Brett, Brand se enorgullecía de ser uno de los hermanos Bravo normales, lo que quería decir que tenía un trabajo decente y se mantenía alejado de los problemas—. Por si nadie te lo ha dicho a la cara, por aquí se mira con recelo ser un soltero empedernido, en especial si eres médico. O abogado. Pregúntaselo a mi madre. Te dirá que los médicos y los abogados le deben a la sociedad casarse y tener familia… preferiblemente numerosa.

Él puso expresión de fingido horror.

—Ahora sí que me estás asustando.

—Apuesto a que sí.

—Puede que hablen de mí. Pero te garantizo que nunca es por lo loco, en bancarrota o fuera de control que estoy.

Ella lo miró largo rato y él no supo muy bien cómo interpretar su expresión. ¿De admiración? Le gustó la idea de que ella lo admirara.

—Suenas orgulloso —dijo Angie.

Sintió una ligera timidez y esperó que Angie no lo notara.

—Lo único que digo es que me empeño en llevar una vida muy aburrida, corriente y con pocos altibajos.

—Con pocos altibajos —repitió ella, suspirando—. Puedo identificarme con eso.

Brett supo que se refería a su familia. Los Dellazola llevaban viviendo allí aproximadamente un siglo y medio, desde el año 1850, cuando Tony y Stefano Dellazola desembarcaron en la Isla de Ellis del barco que los llevó desde Génova y decidieron probar suerte en los yacimientos de oro de California. Cruzaron el continente y se hicieron ricos al reclamar una tierra situada a unos kilómetros río arriba. El mayor de los dos hermanos, Stefano, no sobrevivió para tener hijos. Pero Tony sí.

A partir de ese momento y en todas las generaciones posteriores, el primogénito de los Dellazola fue bautizado con el nombre de Anthony. A menudo había tres o cuatro Tony Dellazola vivos al mismo tiempo. Siempre recibían apodos diferentes. El Viejo Tony, que era el abuelo de Glory; el Pequeño Tony, el padre de Angie; Anthony, el hermano mayor de ésta y Baby Tony, el hijo de Anthony.

Los Dellazola formaban un grupo vocinglero. Había muchos y todos parecían vivir según el credo de que si había algo que valiera la pena decirse, entonces valía la pena que se gritara alto y claro.

Angie bebió otro sorbo de su copa.

—Bueno, ¿a qué te has dedicado en los últimos…? ¿Cuántos han sido? ¿Doce años desde que te fuiste?

Él fingió sorprenderse.

—¿Doce años? ¿Ha pasado tanto tiempo?

—Sí.

—Bueno, lo habitual… la facultad de Medicina, el internado como médico residente.

—Y ahora has regresado a la ciudad. A propósito, mi madre está encantada de que te hayas quedado con la consulta de Doc Hennessey una vez que éste decidiera jubilarse.

—Si Mamá Rose está feliz, yo lo estoy también… y en los once años ausente, siempre logré volver a casa cinco o seis veces al año. A diferencia de algunos que podría nombrar.

—De acuerdo, de acuerdo. Debería haber vuelto más a menudo y lo sé —mostró esos hoyuelos… aunque en sus ojos había tristeza—. ¿Qué puedo decir? Ya sabes cómo es. La vida sucede. Una chica no vuelve a casa tan a menudo como debería y antes de darte cuenta, ha pasado una década…

Brett no tuvo ninguna prisa por llenar el silencio que cayó entre ellos. Siempre se había sentido cómodo con Angie. Desde que ella tenía ocho años y él diez y ella había adquirido la costumbre de seguirlo a donde fuera. No le había importado que se pegara a él. De niño no había tenido muchos amigos. Por aquel entonces, había sido una especie de solitario y tímido. Al salir de la escuela, le había gustado llevarse un libro o una caña de pescar y vagar por las colinas próximas, siguiendo los senderos de los ciervos entre las sombras de los árboles altos.

Angie era autosuficiente, incluso de niña. Siempre se había empeñado en mantener su ritmo, sin importar adónde la condujera. Y lo más importante, no le había resultado necesario llenar cada silencio con charlas interminables. La estudió desde el otro lado de la mesa de pino.

Ella lo miró de reojo.

—¿Qué?

—Pensaba en cómo algunas cosas no cambian, a pesar de los años que hayan pasado. ¿Recuerdas aquella jaula que construimos junto al río?

—Con ramas de sauce. Oh, sí —los ojos se le iluminaron con el recuerdo—. Las unimos con corteza. Eso me asombró. Cómo creaste esas tiras largas de corteza con tu navaja de bolsillo, fuertes como cuerdas. Quedé impresionada, te lo aseguro. Y luego apareció Buck… —éste era el mayor de los tres hermanos Bravo—. Nos ató juntos, ¿te acuerdas?

—¿Cómo olvidarlo? Y nos encerró en nuestra propia jaula —se rió—. Tú siempre estuviste loca por Buck.

Ni se ruborizó.

—Todas las chicas de la ciudad estaban locas por Buck. Era tan indómito, que hacía que Bowie pareciera dócil por comparación.

—A Buck le va muy bien, ¿lo sabías?

—Oh, sí. Un escritor mundialmente famoso, nada menos —en ese momento era un periodista de renombre. También había escrito un libro de éxito sobre la industria petrolera de Texas.