Una boda sin noviazgo - El camino de vuelta - Christine Rimmer - E-Book
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Una boda sin noviazgo - El camino de vuelta E-Book

Christine Rimmer

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Beschreibung

Tiffany 158 Una boda sin noviazgo Aquél no era el matrimonio tranquilo y sensato que ambos habían planeado... Quizá algunos pensaran que Angie Dellazola y Brett Bravo se habían casado muy deprisa, pero lo cierto era que se conocían de toda la vida. Además, ambos eran los únicos miembros cuerdos de sus respectivas familias, ¿qué mejor manera de seguir siéndolo que casarse? La base de su unión sería el respeto y los intereses comunes... nada de la pasión arrolladora y el amor ciego que parecía volver loco a todo el mundo. Pero entonces, sólo una semana después de la boda, Angie y Brett se dieron cuenta de algo increíble, estaban locamente enamorados el uno del otro... El camino de vuelta Cuando Charlene Cooper tenía dieciocho años había acudido desesperada a Brand Bravo… y él no había tardado en huir. Diez años después, Charlene se vio obligada a recurrir de nuevo a él…, esa vez con un bebé en brazos y una pregunta: «¿Eres el padre de esta niña?». A los veinte años, Brand había estado completamente seguro de que nunca sería el hombre que Charlene merecía. A los treinta sabía que aquella era la mujer de su vida y estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para recuperarla…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 158 - marzo 2023

 

© 2006 Christine Rimmer

Una boda sin noviazgo

Título original: Married in Haste

 

© 2007 Christine Rimmer

El camino de vuelta

Título original: From Here to Paternity

Publicados originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2007 y 2008

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Tiffany y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-572-9

Índice

 

Créditos

Una boda sin noviazgo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Epílogo

El camino de vuelta

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

ANGIE Dellazola apretó los dientes y contuvo un gemido de dolor. Su hermana Glory le apretaba la mano con tanta fuerza que casi le hacía crujir los huesos.

—Tranquila, Glory —suplicó, tratando de apaciguarla—. Tranquila…

Glory no quería que la apaciguaran. Aparte de triturar la mano de Angie, gritaba. Y maldecía con palabras que una buena chica católica ni siquiera debería conocer y que hacían que la tía Stella, en el rincón, junto a la puerta que daba al pasillo, se quedara boquiabierta, mirara al cielo y jugara nerviosamente con su rosario.

Era el primer día de Angie en el trabajo en la Clínica Nuevo Belén, y también el día que el bebé de Glory había decidido nacer.

Había roto aguas hacía cuarenta y cinco minutos. Estaba plenamente dilatada y a un paso de la transición. El doctor Brett Bravo, el amigo de la infancia de Angie, y en ese momento su jefe, había decidido que el bebé llegaba demasiado deprisa como para arriesgarse a ir al hospital, situado a setenta kilómetros del tortuoso camino de montaña. Por lo que había optado por un parto en casa en uno de los dormitorios de arriba de la casa de los Dellazola.

—Lo estás haciendo muy bien, cariño —la animó cuando dejó de gritar el tiempo suficiente para respirar—. Intenta no empujar todavía. Simplemente, respira, tal como te enseñaron en la clase de parto… inspiraciones cortas y jadeantes…

—Angela Marie —la interrumpió Glory con un gemido gutural—. No me digas que respire. No puedo respirar. Duele demasiado… —apretó con más fuerza la mano de su hermana y soltó otro alarido espeluznante.

Rose, la madre de Glory y Angie, que se hallaba al otro lado de la cama, la reprendió.

—Vamos, Glory, cariño… Angie tiene razón. Tienes que dejarte llevar. No te tenses.

Glory gruñó.

—Supongo que no me has oído. He dicho que duele. Duele, mucho, mucho…

—Sé que duele —dijo su madre—. He pasado por eso y tú lo sabes —no exageraba. Había dado a luz a nueve hijos… siete chicas y dos chicos—. Así que quiero que escuches, quiero que…

—¿Escuchar? —se sopló el pelo mojado que tenía sobre los ojos—. Quieres que escuche…

—Cariño, debes dejar de luchar contra ello.

—Oh, Dios… —movió la cabeza con frenesí—. Oh, santo cielo, aquí viene otra…

Desde la puerta, Trista, la hermana mayor, dijo:

—¿Traigo unos cubitos? —había dejado a sus tres hijas con la hermana segunda, Clarice, para ir a echar una mano—. ¿Hola? —no obtuvo respuesta… salvo por otro grito de Glory—. Unos cubitos. Decididamente. Dani ya los tendrá listos.

Danielle, que estaba en la cocina, era la cuarta hermana de la familia… siendo Angie la tercera.

—Voy a necesitar ese bol —añadió Tris, como si alguien en la habitación le prestara atención. Entró a recoger el cuenco de plástico vacío de la mesilla—. Vuelvo enseguida… —giró en redondo y se marchó.

Más gritos. Angie entregó su mano para que se la estrujara. Mamá Rose le secaba la frente mientras la tía Stella dedicaba más oraciones a la Virgen. Al final, la contracción alcanzó su punto álgido y se agotó.

Trista reapareció con los cubitos triturados y una cuchara. Se metió entre Rose y el cabecero y le ofreció el hielo a Glory. Ésta gimió, abrió la boca y dejó que Trista se los introdujera.

—Mmmm —gimió—. Qué bien…

Trista le ofreció otra cucharada.

Glory iba a aceptarla… cuando parpadeó, movió la cabeza para quitarse el pelo de la cara y miró alrededor del cuarto.

—¿Dónde está Brett?

—Aquí —prometió Angie.

—¿Dónde? No lo veo.

—Cariño, tranquila —la aplacó su hermana—. Sólo ha ido a la otra habitación a hacer un par de llamadas.

—Lo necesito —gimió Glory—. Necesito a mi médico. Lo necesito ahora…

—Glory, volverá en un minuto. Está con otra paciente. Tú te encuentras bien, cariño. Relájate.

—Deja de llamarme cariño… y no me digas que estoy bien. No lo estoy. Me estoy muriendo.

—No te estás muriendo —aseveró su madre—. Lo estás haciendo muy bien. Si tuvieras algún problema, Brett te habría llevado al hospital en helicóptero, y tú lo sabes muy bien.

—¡Analgésicos! —gritó Glory—. ¡Los necesito! ¡Los necesito ahora!

Justo en ese momento, el Viejo Tony, bisabuelo de las hermanas Dellazola, asomó su cabeza pequeña y casi calva por la puerta. Juró en italiano, idioma del que apenas sabía algo. Nadie en la familia lo dominaba. Después de todo, llevaban varias generaciones lejos del Viejo País. Y Tony había crecido en una época en que los hombres elegían encajar en vez de honrar sus raíces.

—¿Podéis calmaros un poco? —demandó—. No puedo ni oír mis propios pensamientos… y Dani está en la cocina, desquiciada. ¿Por qué llora?

Ninguna de las cinco mujeres le contestó. Pero todas se volvieron al unísono y clavaron la mirada en el patriarca de la familia. Esa mirada era demasiado para cualquier hombre… incluso para el Viejo Tony, quien, por regla general, jamás dejaba que nadie, en particular una mujer, obtuviera ventaja sobre él.

—Mmm —dijo, dándose la vuelta y marchándose a su dormitorio, moviendo la cabeza.

En cuanto se perdió de vista, Rose miró a Trista.

Ésta puso los ojos en blanco.

—Oh, mamá. Ya sabes cómo se pone Dani. Desea tanto tener un bebé… que le duele, y mucho, ver a alguien que va a tenerlo cuando ella aún no ha podido quedarse embarazada.

Danielle y su marido, Ike, llevaban cinco años tratando de tener un hijo… hasta el momento sin éxito.

—¿Que le duele a ella? —repitió Glory con los ojos desencajados—. ¡No tiene ni idea de lo que es el dolor!

Trista, imprudente, corrió en defensa de Dani.

—Oh, sí que lo sabe. Es una mujer casada con un marido agradable que sólo quiere tener un pequeño…

Glory soltó un chillido… aunque en esa ocasión de indignación.

—Oh, claro. Como yo no estoy casada, no merezco este bebé. ¿Es eso lo que insinúas, Tris?

De pronto Trista pareció muy noble.

—Lo que digo es que hay dolor, y dolor…

—Oh. ¿De verdad? Bueno, ¿sabes una cosa? Puedes llevarte tu cuenco de hielo triturado y metértelo por donde…

—Sshhh, basta ya —intervino Rose, palmeando el hombro de Glory y dedicándole una mirada de reproche a Trista—. Es suficiente.

Tris cerró la boca. Pero Glory no. La dominó otra contracción que la hizo gritar otra vez. La tía Stella rezó, y Angie la tranquilizó. Rose le acarició el hombro y Trista, profundamente ofendida pero decidida a ser de ayuda de todos modos, permaneció preparada con el cuenco de hielo.

Cuando esa contracción finalmente remitió, una voz farragosa dijo desde el umbral:

—Glory. Maldita seas, mujer.

Angie miró hacia el sonido.

Bowie Bravo.

Dani, que debería haberlo frenado ante la entrada, le pisaba los talones. Con lágrimas en las mejillas, lo agarró del brazo.

—Bowie. Te he dicho que ahora no puedes venir aquí.

Él se soltó, sin apartar un momento la vista de Glory.

—Escucha, Glory. Está bien. Te perdono todas las veces que has dicho que no. Pero acepta ahora. Acepta casarte conmigo.

Glory le respondió lo que llevaba meses respondiéndole.

—No. No me casaré contigo. Y ahora, lárgate.

Bowie no se movió.

—Oh, vamos. Sólo dilo. Sólo tienes que darme un minúsculo sí.

Glory no dijo sí. Sí emitió un gruñido bajo.

—Hablo en serio, Bowie. Estoy muy ocupada y no puedo… —se detuvo para soltar un gemido—… ocuparme de ti ahora. Así que lárgate.

Dani se limpió la nariz, se secó las lágrimas… y volvió a agarrar el brazo de Bowie.

—Vamos. Ya has oído lo que ha dicho.

—Diablos, no —Bowie se soltó otra vez—. No me voy a ir —entró en la habitación—. Glory, Glory, por favor…

Igual que sus tres hermanos, uno de los cuales seguía hablando por teléfono en la otra habitación, Bowie tenía un atractivo agreste. O lo había tenido, hasta que empezó a beber demasiado. En el presente, para apreciar su atractivo natural, había que obviar su andar furtivo, la forma de hablar farragosa, la tez macilenta y los ojos inyectados en sangre. La gente de la ciudad afirmaba que había empezado a beber cuando Glory lo había rechazado; cuanto más firme era la negativa que recibía, más bebía.

Bowie dio otro paso vacilante en la habitación.

—Glory, di que sí…

—Vamos, cariño… —Rose palmeó el hombro de su hija—. Es el padre de tu bebé. Quizá si le…

—Mamá, no empieces —giró la cabeza para mirar furiosa a Angie—. Sácalo… fuera… de… aquí… —jadeó cada palabra antes de que la siguiente contracción le tensara el estómago. Echó la cabeza hacia atrás y soltó otro chillido.

Mientras Glory gritaba, las demás mujeres finalmente se pusieron en movimiento. Rose y Tris se situaron al pie de la cama, directamente en el camino de Bowie. Angie se unió a ellas unos segundos más tarde… en cuanto pudo soltarse los dedos del apretón de su hermana. La tía Stella rodeó a Bowie y se colocó al lado de Angie. Incluso Dani, aún llorosa, logró esquivar al futuro padre ebrio para ocupar un sitio en la hilera de mujeres.

—Fuera de mi camino —ordenó Bowie, entrecerrando los ojos más que nunca.

Pero las mujeres se mantuvieron firmes.

—Vamos, vamos, Bowie, déjalo —Angie tuvo que gritar para hacerse oír por encima de los alaridos de Glory.

Bowie musitó algo desagradable. Dio otro paso hacia ellas, respiró hondo y gritó:

—Apartaos, todas, mujeres. Apartaos, ya, o no me consideraré responsable…

—Bowie —dijo una voz profunda y segura desde el umbral.

Brett. Angie sintió una oleada de alivio. Su nuevo jefe al fin había colgado el condenado teléfono.

Él sabría qué hacer. Manejaría a su hermano…

—¿Eh? —tambaleándose, Bowie se dio la vuelta—. ¿Brett?

—Ahora tienes que irte, Bowie.

Habló con gentileza, pero incluso por encima de los gritos de dolor de Glory, cada palabra sonó con claridad. Brett rara vez alzaba la voz. Podía ser un Bravo, pero no era como Bowie. Era sensato. Un hombre realmente racional.

Bowie movió la cabeza rubia.

—No puedo irme, Brett. Simplemente, no puedo…

—Tienes que hacerlo. Por el bien del bebé. Y el de Glory.

—No… —lo recorrió un temblor.

A pesar de todos los problemas que estaba causando ese idiota, el corazón de Angie se apiadó de él.

Brett avanzó y tomó a su hermano por los hombros.

—Estás borracho. Aquí sólo estorbas. Es hora de que te vayas, y creo que tú lo sabes.

Fue uno de esos momentos que tenían lugar cada vez que dos hombres Bravo estaban frente a frente. Las mujeres, al pie de la cama, contuvieron el aliento colectivo. Hasta Glory dejó de gritar.

Bowie se puso rígido.

Todos sabían que Bowie iba a hacer lo que solía hacer últimamente… echar atrás su gran puño y lanzarlo a la mandíbula cuadrada de Brett. Transcurrió todo un segundo. Dos. El tiempo se estiró y pendió de la fina y ebria indecisión de Bowie.

Y entonces, desde la cama, Glory soltó un gemido.

El sonido lastimoso pareció caer sobre Bowie como un golpe. El cuerpo grande se sacudió como el de un títere… y entonces se derrumbó en los brazos de su hermano. Brett lo recibió y le susurró algo al oído.

Bowie se recobró y osciló hasta lograr un precario equilibrio sobre sus pies inseguros.

—De acuerdo, me voy —musitó.

Brett le dio una palmada en el hombro. Sin decir una palabra más, con la cabeza baja, Bowie rodeó a su hermano y salió al pasillo.

Nadie en la habitación se movió o emitió un sonido… a excepción de Glory, que apoyaba las manos en su vientre gigante y gemía en voz baja para sí misma. Los demás esperaron, escuchando las pisadas de Bowie bajar las escaleras y avanzar por el vestíbulo. Clump, clump, clump. Oyeron la puerta abrirse. Clump, clump. Bowie la cerró a su espalda.

Hubo un momento de silencio, luego Dani sollozó.

—Se ha ido. Gracias a Dios.

—Al menos por ahora —corroboró Brett con un encogimiento de hombros cansado. Le dijo a Dani—: Baja a echar el cerrojo… en todas las puertas. Y cierra y asegura las ventanas que puedan estar abiertas. No creo que vuelva, pero no hay motivo para facilitárselo si lo hace.

Dani asintió y salió de la habitación.

El gemido de Glory se convirtió en un grito.

Brett miró a Angie a los ojos. Le dedicó la sonrisa que ella conocía desde la infancia. Se la devolvió, pensando que, a pesar del interminable drama familiar, se sentía contenta de estar en casa otra vez.

—Creo que ya es hora de que esta chica empiece a empujar.

 

 

Veinte minutos más tarde, asomaba la cabeza del bebé. No fue un momento tranquilo.

Glory se alternaba entre el esfuerzo de empujar y de gritar. La tía Stella rezaba en voz alta. Dani miraba por la ventana y sollozaba de forma incontrolable por el bebé que aún no había concebido.

La situación empeoró. El abuelo Tony golpeó la pared de su dormitorio con el puño y gritó: «¡Callaos!» «¡Cállate tú!», replicó Rose con otro grito, y abajo Bowie había regresado y aporreaba la puerta de entrada y chillaba: «¡Dejadme entrar! ¡También es mi hijo! No me importa lo que digáis. ¡Tengo derecho a estar ahí!»

Y entonces, en medio de toda esa locura, Brett alzó la cabeza de entre las piernas de Glory y miró a Angie.

Sus miradas se clavaron en el otro y ella sintió…

Paz. Un hermoso momento de resplandeciente quietud y perfecta comprensión.

No había duda al respecto. Brett y ella eran las únicas personas cuerdas en esa casa de locos donde imperaban los gritos, los golpes, las súplicas, las oraciones y los idiotas.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

ESA noche, Brett invitó a su nueva enfermera a cenar al Nugget Steak House en la Calle Principal. Agradecía lo útil que había sido en el parto de Glory. Además, compartir una cena les permitiría ponerse al corriente de todo, tanto en el plano profesional como en el personal, como dos amigos de toda la vida que habían estado demasiado tiempo fuera de contacto.

Ocuparon un reservado. En cuanto les llevaron las copas, Brett propuso un brindis.

—Por Jonathan Charles Dellazola.

—Tres kilos, seiscientos ochenta y cinco gramos, con los bonitos deditos de manos y pies completos —Angie alzó su vodka con tónica y tocó la copa de él.

Brett pensó en su hermano menor.

—Bowie va a ponerse furioso.

Angie suspiró.

—¿Porque Glory no le ha puesto su apellido al bebé? —movió la cabeza—. Sé que es tu hermano, pero…

—Sí. Es un desastre. Últimamente, no hace nada bien. Bebe todo el tiempo. Es incapaz de mantener un trabajo… —sintió que sonreía con pesar—. No es que alguna vez se le diera bien trabajar para otro… ¿y sabes una cosa?

Ella asintió.

—No es nuestro problema. Tu hermano menor y mi hermana menor tienen que solucionarlo entre ellos.

—Siempre has sido muy rápida.

—No hace falta ser un genio para analizar algunas cosas.

Nadine Stout, camarera y copropietaria del Nugget, se acercó hasta ellos.

—¿Necesitáis más tiempo?

—Yo no —indicó Angie—. Quiero el chuletón Nueva York, en su punto. Ensalada verde. Aliño italiano.

—Para mí lo mismo. Pero la carne poco hecha —explicó Brett.

Nadine garabateó el pedido en su bloc. Al terminar, se colocó el lápiz en la oreja.

—Angie, lo dije una vez y lo repetiré ahora. Me encanta tenerte otra vez en casa.

—Me alegra haber vuelto.

Como sus hermanas, era una mujer bonita. Y también como aquéllas, al sonreír le aparecían unos graciosos hoyuelos en las mejillas.

—Tengo entendido que ahora trabajas en la clínica —comentó Nadine.

—Así es.

La camarera miró a Brett con falsa expresión ceñuda.

—Más vale que éste te trate bien.

—Bueno, es mi primer día, pero hasta ahora todo bien.

—¿Cómo está Glory?

—Bien. Cansada.

—He oído que ha sido un parto fácil.

Angie miró a Brett. Supo que recordaba todos los gritos y chillidos.

—Bueno —le dijo a Nadine—. Ha sido rápido.

—¿Un niño?

—Sí —repitió el nombre y el peso del bebé.

—Salúdala de mi parte —pidió Nadine.

—Lo haré.

La camarera los dejó.

—Las noticias vuelan, ¿eh? —Angie se colocó la servilleta en el regazo.

Brett bebió un trago de whisky.

—Por si lo has olvidado durante tu ausencia, en esta ciudad, no existen los secretos. Lo que le susurras a tu mejor amiga por la mañana…

—… lo gritarán desde los tejados al mediodía —concluyó por él—. Lo sé, lo sé… —en el instituto, había llevado el pelo castaño corto, pero en ese momento le llegaba hasta los hombros. Unos pocos mechones se habían liberado de la coleta que lo contenía—. La verdad —comentó con añoranza— es que he echado de menos esta ciudad.

—Quieres decir que echaste de menos que todos se metieran en los asuntos de los demás.

—De acuerdo —concedió—. Eso no. Pero sí el cariño, ¿sabes? Es lo mejor de aquí. A la gente le importa de verdad los demás —se rió entonces—. Le importa —los ojos castaños le brillaron—. Por eso son tan condenadamente entrometidos.

Brett pensó que él había echado de menos el sonido cálido y feliz de su risa… aunque no se había dado cuenta hasta ese momento.

—Sí —le encantaba vivir allí. Pero odiaba las habladurías. Toda su vida la gente había murmurado sobre su familia, sobre su padre malo y casi siempre ausente… Blake Bravo. Sobre su rebelde hermano mayor y su loco hermano menor—. He aprendido a no darles ningún tema de conversación.

—Oh, hablarán de ti de todos modos —se burló—. Sabes que lo harán.

—Eso crees, ¿eh?

—Lo sé. Los he oído. Creen que deberías sentar la cabeza. Tanto Brand como tú —con veintinueve años, un año más joven que Brett, Brand era el abogado del pueblo. Igual que Brett, Brand se enorgullecía de ser uno de los hermanos Bravo normales, lo que quería decir que tenía un trabajo decente y se mantenía alejado de los problemas—. Por si nadie te lo ha dicho a la cara, por aquí se mira con recelo ser un soltero empedernido, en especial si eres médico. O abogado. Pregúntaselo a mi madre. Te dirá que los médicos y los abogados le deben a la sociedad casarse y tener familia… preferiblemente numerosa.

Él puso expresión de fingido horror.

—Ahora sí que me estás asustando.

—Apuesto a que sí.

—Puede que hablen de mí. Pero te garantizo que nunca es por lo loco, en bancarrota o fuera de control que estoy.

Ella lo miró largo rato y él no supo muy bien cómo interpretar su expresión. ¿De admiración? Le gustó la idea de que ella lo admirara.

—Suenas orgulloso —dijo Angie.

Sintió una ligera timidez y esperó que Angie no lo notara.

—Lo único que digo es que me empeño en llevar una vida muy aburrida, corriente y con pocos altibajos.

—Con pocos altibajos —repitió ella, suspirando—. Puedo identificarme con eso.

Brett supo que se refería a su familia. Los Dellazola llevaban viviendo allí aproximadamente un siglo y medio, desde el año 1850, cuando Tony y Stefano Dellazola desembarcaron en la Isla de Ellis del barco que los llevó desde Génova y decidieron probar suerte en los yacimientos de oro de California. Cruzaron el continente y se hicieron ricos al reclamar una tierra situada a unos kilómetros río arriba. El mayor de los dos hermanos, Stefano, no sobrevivió para tener hijos. Pero Tony sí.

A partir de ese momento y en todas las generaciones posteriores, el primogénito de los Dellazola fue bautizado con el nombre de Anthony. A menudo había tres o cuatro Tony Dellazola vivos al mismo tiempo. Siempre recibían apodos diferentes. El Viejo Tony, que era el abuelo de Glory; el Pequeño Tony, el padre de Angie; Anthony, el hermano mayor de ésta y Baby Tony, el hijo de Anthony.

Los Dellazola formaban un grupo vocinglero. Había muchos y todos parecían vivir según el credo de que si había algo que valiera la pena decirse, entonces valía la pena que se gritara alto y claro.

Angie bebió otro sorbo de su copa.

—Bueno, ¿a qué te has dedicado en los últimos…? ¿Cuántos han sido? ¿Doce años desde que te fuiste?

Él fingió sorprenderse.

—¿Doce años? ¿Ha pasado tanto tiempo?

—Sí.

—Bueno, lo habitual… la facultad de Medicina, el internado como médico residente.

—Y ahora has regresado a la ciudad. A propósito, mi madre está encantada de que te hayas quedado con la consulta de Doc Hennessey una vez que éste decidiera jubilarse.

—Si Mamá Rose está feliz, yo lo estoy también… y en los once años ausente, siempre logré volver a casa cinco o seis veces al año. A diferencia de algunos que podría nombrar.

—De acuerdo, de acuerdo. Debería haber vuelto más a menudo y lo sé —mostró esos hoyuelos… aunque en sus ojos había tristeza—. ¿Qué puedo decir? Ya sabes cómo es. La vida sucede. Una chica no vuelve a casa tan a menudo como debería y antes de darte cuenta, ha pasado una década…

Brett no tuvo ninguna prisa por llenar el silencio que cayó entre ellos. Siempre se había sentido cómodo con Angie. Desde que ella tenía ocho años y él diez y ella había adquirido la costumbre de seguirlo a donde fuera. No le había importado que se pegara a él. De niño no había tenido muchos amigos. Por aquel entonces, había sido una especie de solitario y tímido. Al salir de la escuela, le había gustado llevarse un libro o una caña de pescar y vagar por las colinas próximas, siguiendo los senderos de los ciervos entre las sombras de los árboles altos.

Angie era autosuficiente, incluso de niña. Siempre se había empeñado en mantener su ritmo, sin importar adónde la condujera. Y lo más importante, no le había resultado necesario llenar cada silencio con charlas interminables. La estudió desde el otro lado de la mesa de pino.

Ella lo miró de reojo.

—¿Qué?

—Pensaba en cómo algunas cosas no cambian, a pesar de los años que hayan pasado. ¿Recuerdas aquella jaula que construimos junto al río?

—Con ramas de sauce. Oh, sí —los ojos se le iluminaron con el recuerdo—. Las unimos con corteza. Eso me asombró. Cómo creaste esas tiras largas de corteza con tu navaja de bolsillo, fuertes como cuerdas. Quedé impresionada, te lo aseguro. Y luego apareció Buck… —éste era el mayor de los tres hermanos Bravo—. Nos ató juntos, ¿te acuerdas?

—¿Cómo olvidarlo? Y nos encerró en nuestra propia jaula —se rió—. Tú siempre estuviste loca por Buck.

Ni se ruborizó.

—Todas las chicas de la ciudad estaban locas por Buck. Era tan indómito, que hacía que Bowie pareciera dócil por comparación.

—A Buck le va muy bien, ¿lo sabías?

—Oh, sí. Un escritor mundialmente famoso, nada menos —en ese momento era un periodista de renombre. También había escrito un libro de éxito sobre la industria petrolera de Texas.

—Se ha casado —añadió Brett, ante la remota posibilidad de que no le hubiera llegado la noticia.

Lo cual no era el caso.

—Con una atractiva y rica mujer de Nueva York.

—Se llama B.J. —dijo él.

—Está embarazada, ¿verdad?

—Exacto. Espera dar a luz el mes próximo.

—Buck Bravo, un triunfador… por no mencionar su inminente paternidad. ¿Quién lo habría pensado?

Brett bebió otro trago.

—De modo que conoces toda la historia, ¿eh?

—Sí. Glory me lo contó todo. Le cae muy bien la esposa de Buck. Se mantienen en contacto. Puedes apostar a que ya ha llamado a Nueva York para contarle a B.J. la noticia del nacimiento del pequeño John.

Nadine llegó con sus ensaladas.

—Miraos. Como en los viejos tiempos, ¿eh? Brett y su compinche… —la expresión sentimental le duró unos segundos antes de volver a mostrar su hosquedad—. Vamos, comeos las ensaladas —las dejó sobre la mesa y se marchó.

Mientras comían, siguieron recordando. Llegaron los chuletones. Hablaron un poco más.

Después de que Nadine se llevara los platos vacíos y les pusiera unas tazas de café delante, continuaron. Después de todo, hacía más de una década que no se veían. Tenían muchas cosas que contarse para ponerse al día.

Aparte de que estaba el trabajo que compartían. Brett le expuso los pros y los contras de la clínica y le perfiló algunos de los cambios que esperaba llevar a cabo, que requerirían más dinero que el presupuesto con el que contaban.

—Algunas cosas llevan tiempo —comentó—. Ahora mismo, nos va muy bien. Un médico y una enfermera diplomada. La mayoría de las consultas de las ciudades pequeñas tienen suerte de disponer de uno u otro. Además, los dos sabemos que no has vuelto a casa para hacerte rica.

—Así es… refréscame la memoria. ¿Por qué he vuelto a casa?

—Por el modo en que a todo el mundo le importa el resto de las personas—repuso él, tratando de mostrarse serio—. Por la oportunidad de volver a estar cerca de la gente amigable, cariñosa y gentil que has conocido de toda la vida.

—Ah —puso expresión irónica—. Sabía que había algo —rieron juntos, luego añadió—: De verdad, a ti te va bien. No hace ni dos años que terminaste tu internado y mi madre me ha dicho que la casa en la que vives es de tu propiedad.

—Te contaré mi secreto. Se reduce a tres palabras. Ningún crédito estudiantil.

—¿Becas?

—Algunas. Pero no cubrieron todo. Trabajé, cuando encontraba el tiempo… que nunca sobra en la facultad de Medicina.

—¿Entonces…?

—Aprendí a solicitar subvenciones. Te sorprendería saber el dinero que se pierde porque nadie las solicita… o si lo hace, no cumple los requisitos.

Los ojos de ella se iluminaron.

—Es verdad. También has recibido subvenciones para la clínica, ¿no? El día que me contrataste dijiste que el dinero de las subvenciones pagaría casi todo mi sueldo…

—Un médico de una ciudad pequeña tiene que utilizar cada recurso a su disposición.

—Inteligente. Tú siempre lo has sido.

El tono de admiración de ella lo hizo sentirse como un gigante.

Reinó un grato silencio. Pasado un momento, se oyó a sí mismo reconocer:

—De acuerdo. Me molesta un poco. Me refiero a que la gente hable de mí.

—Brett, vamos. Estamos en Nuevo Belén. Aquí hablan de todo el mundo. Son muy igualitarios… todos reciben el mismo trato.

—Pero no es justo. Me he esforzado mucho para ser el tipo de hombre del que nadie hable nunca.

—¿Te refieres a una persona razonable? ¿Pragmática, responsable? ¿La clase de hombre en la que la gente confía?

—Sí.

—Entonces, deja de preocuparte. Es exactamente lo que eres. La gente te respeta y te admira. Eres un buen médico y todos lo saben… y la gente de aquí hablará casi igual de alguien a quien respeta y admira que de los rebeldes y locos.

—Cuando lo explicas de esa manera, suena como algo bueno.

—Probablemente lo es… aunque ello signifique que todas las chicas solteras del condado te tengan en su punto de mira.

Él se adelantó y bajó la voz.

—La verdad es que pienso casarme. Eso me gusta. El matrimonio. Pero no hasta que encuentre a la mujer adecuada… que quiera lo mismo que yo de la vida.

—Oh, comprendo.

Él miró alrededor del restaurante. No había nadie cerca de su mesa.

—Y, bueno, no se lo digas a nadie, pero…

—Sabes que no contaré nada.

La creyó. A Angie siempre se le había dado bien mantener la boca cerrada en asuntos de importancia.

—Hubo alguien. Una relación seria. Mientras estudiaba la carrera —se sintió bien contándole lo que nadie de allí sabía—. Se llamaba Lisa. Estaba loco por ella…

—¿Terminó… mal? —preguntó ella.

—Un desastre. Ella tenía cambios de ánimo graves.

—¿Bipolar?

—Tenía todos los síntomas. Pero mientras estuvimos juntos, nunca recibió ayuda, de modo que dudo en emitir un diagnóstico sin datos concretos. Se automedicaba. Bebía. Recurría a los analgésicos de prescripción médica.

—Oh, Brett. Lo siento.

—Finalmente, rompí con ella. Seguía… seguía enamorado cuando le dije que se había terminado. Me dolió mucho ponerle fin. Fui un desastre durante meses, hasta pensé en dejar la facultad. Pero, poco a poco, me recobré. Al final, Lisa decidió someterse a tratamiento. Después de eso perdí el contacto con ella.

—¿Todavía la…?

—¿Amo? Mmm. Lo recuerdo y lo único que me inspira es pena. Se hallaba tan mal. Y yo fui tan idiota… eso es lo que me molesta, ¿sabes? Que me enamorara de alguien enfermo, cuando sé lo que es eso. Después de haber jurado que las reinas del dramatismo no serían para mí.

—Oh, sí. Lo entiendo.

—Y puedo asegurarte que…

—Nunca más —concluyó por él.

—Exacto.

Nadine se acercó a rellenarles las tazas de café y la observaron alejarse.

Cuando volvieron a quedarse solos, Angie dijo:

—En serio, Brett. Lo sé. Sé a qué te refieres —se humedeció los labios y tragó—. Mmmm… también me pasó a mí.

—Bromeas —«Angie, no», pensó. Ella jamás se enamoraría de un necio.

—No bromeo —corroboró—. Y no debería contártelo —sentía que se había ruborizado. Miró al techo—. El primer día en el trabajo y le cuento a mi nuevo jefe lo idiota que soy.

—Eh…

—¿Qué? —le hizo un mohín.

—Puedo ser tu jefe, pero también soy tu amigo. Además, yo acabo de contarte lo idiota que fui.

—Bueno —contuvo una sonrisa—. Es verdad.

—Cuéntame.

—No se lo contarás a nadie —entrecerró los ojos—. Jamás.

—Nunca. Tienes mi palabra.

—No lo sabe nadie más. Salvo Glory, a ella se lo conté. Y mi madre sospecha… quiero decir, que pasó algo. Pero no quiero que se sepa en toda la ciudad. De verdad.

Él alzó una mano.

—Lo que pase en esta mesa, permanecerá en esta mesa —vio que ella aún titubeaba—. Angie, vamos.

—Mi historia es peor que la tuya… —gruñó.

—Imposible.

—Dios. Probablemente me despidas cuando te lo cuente. No deberías tener a alguien tan estúpido trabajando para ti. No bromeo.

—No voy a despedirte. Habla.

—Oh, Dios…

—Habla.

—Hace seis meses, en San Francisco…

—¿Sí?

—Me enamoré, y mucho, de un chico realmente malo… quiero decir, solemos decir lo malo que era Buck. Movemos la cabeza con desaprobación ante Bowie. Pero jamás hubo ninguna duda de que ambos son buenos hombres, con buenos corazones, ¿sabes?

—Sí, lo sé.

—Oh, Brett. Fue tan lamentable. Yo fui lamentable. Se llamaba Jody Sykes. Era musculoso y conducía una enorme Harley negra, y cuando oía el retumbar de ese viejo motor en el exterior de mi apartamento… Cada vez que se me acercaba me encendía. Todas mis amigas me advirtieron contra él. Lo vieron claramente. Con gentileza me recordaron cómo me utilizaba, que vivía de mí. Con paciencia me señalaron que se había trasladado a mi apartamento, que yo pagaba todas las facturas y compraba toda la comida, que no trabajaba y no daba la impresión de que tuviera intenciones de hacerlo. Dos de ellas incluso afirmaron que se les había insinuado.

—¿Y no las creíste?

Ella apretó los labios y movió la cabeza.

—Pensé que estaban celosas… porque Jody era un gran trofeo. Les dije que se equivocaban, que no lo entendían. ¿Y adivina qué pasó? —ella misma se respondió—. Bueno, lo que se podía imaginar que iba a suceder. Hace tres meses, llegué a casa después de realizar un turno doble en el hospital y encontré a Jody en mi cama… con una rubia medio desnuda.

—Lo echaste en ese mismo momento, ¿verdad?

—Bueno, lo intenté. Al menos la rubia tuvo la consideración de irse. Pero Jody ni se movió. Permaneció allí sentado en mi cama y me insultó de todas las maneras posibles y dijo que me dejaría cuando él estuviera preparado para irse. Las cosas se pusieron feas. Juro que hasta entonces jamás me había pegado. Puede que yo sea la reina de las estúpidas, pero tengo el sentido común de desaparecer de inmediato si un hombre me alza la mano. Sabes que no se me da muy bien eso de gritar. Crecí entre mujeres con propensión a hacerlo y me juré que yo no sería así. Pero ese día sí que grité. Le grité a ese miserable que se largara de mi apartamento y de mi vida. Grité… y él me golpeó. Y siguió golpeándome.

Brett jamás había creído en solucionar algo con los puños. Pero en ese momento esperó poder cruzarse algún día con Jody Sykes, sólo por el placer de redistribuirle las facciones.

—Alguien de mi edificio llamó a la policía. Al final, se presentaron y se lo llevaron. Yo fui a la comisaría y presenté cargos de agresión contra él. Salió bajo fianza y no tardó en desaparecer. Tiré todas sus cosas a la calle. Estaba furiosa, triste… Fue el peor día de mi vida. O eso pensé. Hasta que recibí la carta de mi banco en la que me comunicaban que estaban devolviendo mis cheques.

—¿El miserable te robó el talonario?

—Supuse que debió de quedarse con uno de mis resguardos de ingreso. Y, de algún modo, debió de falsificar una identificación y enviar a alguna mujer para que se hiciera pasar por mí.

—Dime que lo atraparon. Dime que está en la cárcel.

Con lentitud y tristeza, ella negó con la cabeza.

—Hasta ahora, no.

—¿Te quitó todo el dinero?

—Tenía algunos ahorros. Hasta ellos no llegó.

—Maldita sea, Angie —le tomó la mano por encima de la mesa—. ¿Es por eso por lo que has vuelto a casa?

Los hombros esbeltos se encorvaron.

—Sí. Es gran parte del motivo, en todo caso. San Francisco es una ciudad hermosa. Pero Jody prácticamente la estropeó para mí. Las semanas pasaron. Las magulladuras desaparecieron. Todavía tenía unos ahorros, un bonito apartamento y un trabajo muy bueno con buenos beneficios. Pero sólo podía pensar en volver a casa. En lo segura que me siento aquí. En que aquí jamás habría sucedido lo que me hizo Jody… o, si de todos modos hubiera pasado, en que uno de mis hermanos, o tú, o Brand, incluso Bowie, le habría partido la cara a ese malnacido antes de que hubiera podido largarse de la ciudad.

—No es mi estilo… pero en este caso, sin duda habría hecho una excepción —dijo Brett.

—Fuera lo que fuere lo que hicieras, estoy segura de que habrías encontrado una manera de dejarle bien claro que, por su propio bien, más le valdría portarse bien conmigo.

—Me alegro de que hayas vuelto a casa.

—Sí. Lo sé… Oh, Brett, fue terrible —las sombras robaron la luz de sus ojos castaños—. Me partió el corazón, me pegó… y luego se marchó con mi dinero. He aprendido la lección. No vale la pena enamorarse de un tipo rebelde, aunque haya un sexo estupendo. Como tú has dicho, nunca más. A partir de ahora, sólo quiero una vida que…

—Sea normal —finalizó por ella.

—Normal —lo miró a los ojos—. Sí. Exactamente.

Nadine iba hacia ellos y Brett se dio cuenta de que aún le sostenía la mano. Con súbita timidez, se la soltó.

—Muy bien, vosotros dos —gruñó Nadine—. Es hora de cerrar —señaló el reloj de la pared.

Se habían hecho las once y media. Brett miró alrededor del local. Las sillas estaban sobre las mesas y únicamente quedaban ellos dos.

Dejó el dinero sobre la mesa, incluida una generosa propina para cubrir las horas que llevaban allí sentados. Ayudó a Angie a ponerse la chaqueta y salieron a la fresca noche de mayo.

La Calle Principal estaba prácticamente desierta. Frente al Nugget, en el St. Thomas Bar, las luces seguían encendidas. Las farolas de estilo victoriano creaban suaves charcos de luz sobre la calle vacía y la luna creciente parecía colgar de la estrella más brillante.

Le ofreció el brazo y la acompañó hasta el cruce con Commerce Lane. Desde allí, cada uno siguió su propio camino… Angie a la cabaña de la colina, detrás de la casa de su madre en Jewel Street, y Brett a su propia casa, junto al río en Catalpa Way.

 

 

Angie había creído que su primer día en el trabajo había sido ajetreado.

El segundo hizo que el primero pareciera un paseo por el parque. Fue una cosa tras otra… todo el día.

Incluso apareció Bowie, con aspecto de muerto viviente, con un corte en la mandíbula que necesitó diez puntos. Afirmó que había chocado con una puerta.

Trataron dos casos de neumonía, a un par de chicos con infecciones en la garganta y a toda la familia Winkle por un caso de intoxicación alimentaria.

Parar entonces, ya había llegado la hora de comer. O así habría sido si uno de los chicos Jackson no hubiera decidido correr en bicicleta por Church Street y chocar contra el dulce y anciano Sidney Potter, quien subía casi sin resuello por la empinada calle.

Los dos terminaron con una pierna rota. Por suerte, en ambos casos fueron fracturas limpias. Brett y Angie pudieron escayolarlas allí mismo en la consulta.

El resto fue más de lo mismo.

Cada vez que se atrevían a esperar la posibilidad de un respiro, surgía otra urgencia menor que los frustraba. A las seis, una hora más tarde que de costumbre, cerraron.

Mina, a la que en casa esperaban sus hijos, no vio el momento de largarse.

—Hasta mañana —se despidió al salir por la puerta.

Brett se volvió hacia Angie.

—¿Cenamos?

Había esperado que se lo pidiera.

—Siempre y cuando dejes que pague yo.

—Hecho.

En el Nugget, los esperaba el mismo reservado que la noche anterior.

Los dos pidieron el pollo asado y las patatas con queso. Y charlaron. Charlaron.

Volvió a surgir el tema del amor y el matrimonio. Angie escuchó atenta mientras Brett le confiaba:

—Todo ese asunto del amor y la pasión… no confío en él. Tengo una teoría. No te rías…

—No lo haré. Te lo juro.

—¿Te acuerdas de anoche, cuando hablábamos de que los dos queríamos cosas «normales»?

—Oh, sí, lo recuerdo.

—Bueno, estoy pensando que cuando uno quiere algo normal, significa que ya puedes olvidarte de enamorarte… y, no, no me refiero a que no puedas amar a la persona con la que te cases. El amor es importante, pero todo el asunto de «enamorarse»… mmmm. Incluso me atrevería a decir que un gran amor, o como quieras llamarlo, un amor loco, apasionado, indómito, absorbente…

—¿Sí?

—No es en absoluto normal. Es… una reacción química, un desequilibrio. Y peligroso. La forma que tiene la naturaleza de cerciorarse de que la especie continúa. Cuando estás locamente enamorado, vives en un constante desequilibrio. Y quizá, si lo que buscas es una buena vida, una vida racional, no necesitas un gran amor. Pienso que para mí eso es perfecto. He visto grandes amores derrumbarse y quemarse. Fíjate en mi madre —Chastity Bravo era propietaria y directora del Sierra Star, un hostal situado al otro lado del Puente Deely, en Commerce Lane—. Mi madre amó a mi psicótico padre con una pasión y una entrega que duraron décadas, casi hasta el punto de la leyenda. Él llevaba veinte años fuera de su vida cuando ella se enteró de que era un asesino y un secuestrador. Que se había «casado» con otras muchas mujeres a lo largo del país y tenido otros hijos, tal como había hecho con ella. Casi se muere al enterarse, ¿lo sabías?

Angie movió la cabeza.

—Pobre Chastity…

—Casi se muere —repitió, como si aún no pudiera creérselo—. Y no porque le hubiera mentido y la hubiera traicionado, abandonándola para no regresar jamás. Casi se muere de dolor porque al enterarse de esas cosas terribles sobre él, también averiguó que había muerto en un hospital de Oklahoma unos meses atrás. Fue eso lo que estuvo a punto de acabar con ella, el hecho de que realmente ya se había ido, de que no existía la posibilidad de que alguna vez pudiera volver a verlo.

—Increíble —dijo Angie.

—Sí. Lamentable. Ése es un amor loco —bebió agua—. Y luego está el modo en que Bowie ama a Glory. Quiero decir, creo que la ama. Locamente. Pero míralo. ¿Para qué le sirve un amor así? Lo está matando.

—Te comprendo.

—Así es como lo veo yo. Es una elección. Un amor loco, salvaje, de los que pasan una vez en la vida. O una vida cuerda. Yo me quedo con la cordura. De lejos.

—Oh, yo también.

Él se rió entre dientes.

—Bromeas. ¿Que prefieres la cordura a un amor loco?

—Puedes apostarlo. Soy como tú, Brett. He visto lo que un supuesto gran amor puede hacer. Aparte de Glory y Bowie, ¿qué me dices de mis dos hermanas mayores? Cuando Trista se casó con Donny, estaba loca por él. Era Donny esto y Donny aquello. Era el único hombre en el mundo. Ahora tiene tres hijas y Donny apenas está en casa. Tienen problemas de dinero. Y lo mismo pasa con Clarice. Mike era el gran amor de su vida. Es una pena que ahora estén peleándose siempre —se llevó un trozo de patata con queso a la boca—. Y, bueno, mírame a mí —dejó el tenedor y gesticuló—. Yo siempre supe que no sería como mis dos hermanas mayores, que no me enamoraría de un desgraciado. Pero aparece Jody con su Harley y sus músculos y me vuelvo loca más que ellas dos juntas.

Brett se mostró complacido.

—Veo que realmente estás conmigo en esto.

Ella irguió los hombros y recogió su tenedor.

—Desde luego que sí. No pienso volver a ese camino. Después de lo que pasó con Jody, sólo quiero asentarme… siempre que pueda encontrar al hombre adecuado, claro. Alguien con quien pueda contar.

—Sí —corroboró Brett—. Eso es. Es lo mismo que quiero yo.

 

 

Esa noche terminó como la anterior… con Nadine echándolos para poder cerrar. Brett la acompañó hasta la esquina y ella regresó a casa, donde durmió profundamente, sin sueños, sintiéndose segura y realmente en su hogar, como no lo hacía desde aquel terrible día en que Jody Sykes le partió el corazón y le dio una paliza.

La noche siguiente fue igual. Cerraron la consulta y fueron al Nugget, donde hablaron y hablaron.

El jueves por la noche, ya se había convertido en una costumbre.

—Tengo que decirte —comentó Brett—, que estar aquí contigo, en nuestro reservado del Nugget, para mí es el mejor momento del día.

—Lo entiendo perfectamente —convino Angie—. Cuando éramos niños, nunca teníamos mucho que contarnos.

—Sí. Yo era muy tímido.

—Y yo. Pero ahora… bueno, siento que te puedo contar todo. No hay ningún tema tabú, ¿sabes?

—Hasta podemos estar en silencio juntos.

Ella asintió con una sonrisa. Y lo estuvieron. En silencio. Sin decir una palabra en cinco minutos. Y fue perfecto. Y cómodo. Y bueno.

 

 

El viernes por la noche, después de ocupar los mismos asientos, Nadine apoyó la cadera en el costado de uno de los asientos y bromeó:

—Bueno, ¿cuándo va a ser la boda?

Fue un momento como el que tuvo al nacer el hijo de Glory. Angie miró a Brett y él la miró a ella…

Y supo que pensaban exactamente lo mismo.

Él quería una esposa como ella; Angie quería un marido como él. Se sentían a salvo con el otro; sabían que podían contar con el otro. Eran amigos desde la infancia, y durante la última semana, y sin esfuerzo, habían reanudado esa amistad…

No.

Se habían hecho más que amigos: eran sus respectivos mejores amigos. Trabajaban juntos y les gustaba. Y después del trabajo, se sentaban a su mesa favorita allí y hablaban durante horas.

Y lo mejor de todo era que lo que sentían el uno por el otro, no era en absoluto loco, salvaje o apasionado. Era cálido, amigable, seguro y bueno.

Brett le preguntó en voz baja:

—¿Qué dices? Podríamos ir a Reno. Conseguir una licencia, buscar una capilla…

Angie no tuvo que pensárselo dos veces.

—Digo que sí.

Él volvió a preguntarlo, con lentitud:

—¿Estás segura? ¿Sabes lo que te estoy pidiendo?

—Sí. Y quiero.

—Hablo de ahora mismo. Esta noche.

—Sí —repitió, sintiéndose extrañamente serena y segura—. Hagámoslo. Esta noche.

Se levantaron a la vez.

—Un momento —Nadine sonó desconcertada—. ¿Va en serio?

—Sí —afirmó Angie—. Va en serio.

—Más en serio no puede ir —Brett sacó la cartera y dejó un billete de veinte dólares en la mesa.

—Eh, gracias —Nadine recogió el billete y se lo guardó en el bolsillo del delantal—. Y dejad que sea la primera en… felicitaros.

—Gracias.

Brett alargó la mano y Angie entrelazó los dedos con los suyos. Así, fueron hacia la puerta.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

QUINCE minutos más tarde, Angie y Brett subían de vuelta al jeep Commander de él con las alianzas puestas. Angie se volvió para depositar con cuidado el ramo y la licencia matrimonial en el asiento de atrás.

Brett miró la hora.

—Bueno, son las nueve y cuarto. Supongo que será mejor que decidamos dónde pasamos nuestra noche nupcial.

Noche nupcial.

Angie tuvo uno de esos momentos «¿Esto está pasando de verdad?» Asombroso, pero cierto. Brett y ella eran marido y mujer.

—¿Qué te parece el Caesar's? —sugirió él—. Son sólo unos cuarenta minutos en coche hasta Tahoe. Podemos pedir una bonita suite y beber champán.

«Una suite en el Caesar's Palace. Para una noche nupcial con Brett…» Lo miró con algo de nerviosismo.

Él la sorprendió mirándolo y le sonrió.

—¿Por qué tengo la impresión de que no estás preparada para pasar la noche conmigo?

Ella no supo qué decir.

—Bueno, estoy segura de que, mmm, hacer el amor contigo va a ser… muy agradable…

Él se rió entre dientes.

—Estás asustada.

—No estoy… además, estamos casados, así que será mejor que supere mi terror a la idea de verte desnudo… —no supo por qué dijo eso—. Ooops. Mala elección de palabras.

Él no pareció especialmente ofendido.

—No me digas.

—¿Pero sabes una cosa? —irguió los hombros y trató de mostrarse jocosamente decidida, al tiempo que soslayaba los nervios que sentía—. Estoy lista, si tú lo estás.

—Interesante cuestión…

—¿Qué cuestión?

—Si estoy o no listo. He de pensarlo —fingió reflexionar… exhaustivamente.

—Oh, para ya —le pegó en un hombro. Era musculoso. Como el resto de él. «Pensándolo bien, verlo desnudo no puede ser tan terrible».

Y una cosa buena había salido del desastre con Jody. Al fin había tenido sexo y había descubierto que realmente le gustaba. Pero… ¿con Brett? Sencillamente, era algo que jamás había tomado en consideración… lo cual era una torpeza. Después de todo, acababa de casarse con él.

Brett metió la llave en el encendido y arrancó el coche.

—Nos vamos a casa.

Ella lo agarró del brazo… cálido, duro y moteado de vello oscuro.

—No. En serio. Deberíamos ir al Caesar's.

—No. En serio —repitió él, serio—. No deberíamos.

Ella alzó las manos al aire.

—¿Por qué he tenido que darle tanta importancia? —preguntó a nadie en particular.

Él le tomó una mano mientras Angie la agitaba en el aire.

—Porque es importante.

—Pero yo…

—Aún no estás preparada.

—¿Cómo lo sabes?

La miró con expresión paciente.

—Angie…

—Podría prepararme —gruñó ella.

—Mmm. No hay prisa. Lo estamos haciendo a nuestra manera, ¿recuerdas? Tenemos todo el derecho a tomarnos nuestro tiempo.

Tenía razón y ella lo sabía. Miró sus manos unidas y luego lo miró a los ojos.

—De acuerdo. Como has dicho, no hay prisa…

Brett le besó los nudillos y luego le soltó la mano para poner el coche en primera y arrancar.

Ella carraspeó.

—Entonces… ¿tú tampoco has pensado nunca en mí… de esa manera?

—Claro que sí —Brett mantuvo la vista fija en la carretera.

Angie pensó que todo era muy extraño. Tragó saliva.

—¿Has… has pensado en mí desnuda?

Él frenó con suavidad ante un semáforo en rojo.

—Angie, soy un chico.

—Bueno, eso lo sé.

—Gracias —musitó con sequedad.

La conversación era cada vez más extraña. Debería callarse y dejarlo estar. Pero se descubrió abriendo otra vez la boca.

—¿De modo que lo has… hecho? ¿Has pensado en mí desnuda? ¿De verdad?

—¿No acabo de contestar a esa pregunta?

—Sí. Sí, supongo que sí. Simplemente, no puedo creerlo. Has pensado en mí desnuda…

—Y ahora que somos dolorosamente conscientes de ello, ¿qué te parece si pasamos a un tema nuevo?

—Oh, claro. Por supuesto. Sí.

—¿Tienes hambre?

Se dio cuenta de que estaba famélica.

—Bien pensado. Cenemos.

 

 

Brett llevó a su esposa a tomar comida italiana en el Monte Vigna, en Atlantis. Tanto los platos como el servicio fueron estupendos, como siempre. La vio comer los raviolis rellenos de langosta y pensó en la mirada que le había echado cuando había sugerido que pasaran la noche juntos. No tenía precio.

Ella alzó la vista.

—¿Por qué sonríes?

—Por nada.

Había adquirido unas magníficas curvas en los años en los que había estado ausente, había perdido su aspecto anguloso del instituto. El primer día que había vuelto a verla, al presentarse para la entrevista en la consulta, recordaba que le había encantado la fragancia de ella.

Era importante que una mujer oliera bien. Y Angie olía muy bien. A jabón y a sol. Fresca, limpia y dulce.

Se dijo que no iba a ser duro llevarse a su esposa a la cama. Pero comprendía la vacilación de ella. A pesar de lo lógico y razonable que era el hecho de haberse casado, había sido una decisión muy rápida.

No tenía ningún problema con la idea de esperar hasta que ella estuviera preparada.

Angie volvió a alzar la vista del plato y vio que él aún la observaba.

—De acuerdo. ¿Qué?

—Cómete los raviolis.

 

 

Ya casi habían hecho todo el trayecto hasta casa cuando Angie recordó otro tema importante que debían abordar.

—¿Te das cuenta de que ni siquiera hemos hablado de dónde vamos a vivir?

Él se encogió de hombros.

—Sugiero mi casa… a menos que tú tengas algo diferente en mente.

—No —confesó—. Tu casa me parece perfecta —además, su estancia en la cabaña que había detrás de la casa de su madre se suponía que sólo era temporal. Cuanto antes se marchara, antes podrían alquilarla sus padres. O quizá Glory quisiera irse allí con el bebé. Hasta el momento, su hermana no había mencionado el deseo de regresar al hostal de Chastity, donde había trabajado como camarera hasta unas semanas antes del nacimiento del bebé—. ¿Brett?

—¿Sí?

—¿Sabes?, ni siquiera he visto tu casa… me refiero al interior —Glory le había indicado que allí vivía Brett durante un paseo por la ciudad.

—La verás pronto —la miró de reojo—, ya que vas a vivir allí.

—Siempre me gustó esa casa —antes de que Brett la comprara, había pertenecido a una pareja de la zona de la bahía que la usaba como residencia de vacaciones—. Todas esas ventanas y ese porche enorme…

—Creo que te gustará. A mí me gusta.

—Estoy segura. ¿Y crees que mañana, mmm, podrías pedir prestada una furgoneta y…?

—Tengo furgoneta.

—¿Sí? —lo miró y vio que asentía. Era extraño estar casada con alguien y ni siquiera saber que tenía una furgoneta—. Bien. ¿Crees que podrías ayudarme con la mudanza mañana?

—Claro. Mañana es perfecto. Podemos empezar temprano y trasladar todas tus cosas en un día.