Una canción de Navidad - Charles Dickens - E-Book

Una canción de Navidad E-Book

Charles Dickens.

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Maravillosa fantasía edificante construida sobre un humorístico trasfondo de crítica social, esta novela breve publicada inicialmente el 19 de diciembre de 1843 pasó a ser muy pronto, y sigue siendo hasta hoy, la narración navideña más popular de todos los tiempos y lugares, como lo demuestran no solo las constantes ediciones y traducciones, sino también las numerosas adaptaciones para el teatro, el cine (ya desde 1901), los dibujos animados, la radio y la televisión. Pocos son los que nunca han visto, leído o al menos oído nombrar esta historia del avaro Scrooge, a quien la visita sucesiva de cuatro fantasmas termina por convertir en la buena persona que hasta los peores seres humanos tienen bien guardada en algún rincón secreto del corazón.

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Dickens, Charles

Una canción de Navidad / Charles Dickens. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Bärenhaus, 2017, 2022.

Libro digital, EPUB

Traducción de: Pablo Ingberg

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-8449-39-5

1. Literatura Clásica. I. Título.

CDD 823.9282

© 1843, Charles Dickens

Título original: A Christmas Carol

Traducción y notas de Pablo Ingberg

Diseño de cubierta e interior: Departamento de arte de Editorial Bärenhaus S.R.L.

Todos los derechos reservados

© 2017, 2022, Editorial Bärenhaus S.R.L.

Publicado bajo el sello Bärenhaus

Quevedo 4014 (C1419BZL) C.A.B.A.

www.editorialbarenhaus.com

ISBN 978-987-8449-39-5

1º edición: diciembre de 2017

1º edición digital: diciembre de 2022

Conversión a formato digital: Libresque

No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446 de la República Argentina.

Sobre este libro

Maravillosa fantasía edificante construida sobre un humorístico trasfondo de crítica social, esta novela breve publicada inicialmente el 19 de diciembre de 1843 pasó a ser muy pronto, y sigue siendo hasta hoy, la narración navideña más popular de todos los tiempos y lugares, como lo demuestran no sólo las constantes ediciones y traducciones sino también las numerosas adaptaciones para el teatro, el cine (ya desde 1901), los dibujos animados, la radio y la televisión. Pocos son los que nunca han visto, leído o al menos oído nombrar esta historia del avaro Scrooge, a quien la visita sucesiva de cuatro fantasmas termina por convertir en la buena persona que hasta los peores seres humanos tienen bien guardada en algún rincón secreto del corazón.

Sobre Charles Dickens

Charles Dickens (Portsmouth, 1812 - Higham, 1870). Uno de los máximos novelistas de la Inglaterra victoriana y de la literatura universal, fue un maestro de la narración, donde conjugó el sentimentalismo, el sentido del humor y la aguda crítica social. Debió trabajar desde pequeño, experiencia propia de las dificultades de las clases humildes que se reflejaría en sus obras. Sin posibilidad de mucho estudio por esos problemas, empezó escribiendo periodismo hasta que pudo ganarse la vida con la literatura a partir de la publicación por entregas en periódicos de sus primeras novelas: Los papeles póstumos del Club Pickwick (1836-37), Oliver Twist (1837-38) y Nicholas Nickleby (1838-39). Seguirían, entre otras, Una canción de Navidad (1843), David Copperfield (1849), Tiempos difíciles (1854) y Grandes esperanzas (1860). Fue popularísimo en su tiempo y desde entonces sus libros nunca dejaron de circular.

ÍNDICE

CubiertaPortadaCréditosSobre este libroSobre Charles DickensPrefacioPrimera estrofa: El Fantasma de MarleySegunda estrofa: El primero de los tres EspíritusTercera estrofa: El segundo de los tres EspíritusCuarta estrofa: El último de los EspíritusQuinta estrofa: Fin del asunto

PREFACIO

Con este librito fantasmal he procurado despertar el Fantasma de una Idea, que no vaya a malhumorar a mis lectores consigo mismos, entre sí, con la época del año ni conmigo. Ojalá se aparezca en sus casas de manera grata y nadie quiera conjurarlo.

Su fiel amigo y servidor,

C. D.

diciembre de 1843

Marley estaba muerto, por empezar. No cabe ninguna clase de duda al respecto. El acta de su entierro estaba firmada por el pastor, el funcionario, el funerario y el principal allegado. Scrooge la firmó: y el nombre de Scrooge era bueno en el mercado de valores para cualquier cosa en la que él eligiera meter mano. El viejo Marley estaba más muerto que un clavo de puerta.

¡Atención! No pretendo decir que yo conozca, por conocimiento propio, qué es lo que hay en especial de muerto en un clavo de puerta. Yo, por mi parte, me habría inclinado por considerar un clavo de ataúd como el artículo más muerto del ramo de la ferretería. Pero en ese símil está la sabiduría de nuestros antepasados;1 y mis manos profanas no van a perturbarlo; de lo contrario, nuestro país está perdido. Por lo tanto, me permitirán repetir, enfáticamente, que Marley estaba más muerto que un clavo de puerta.

¿Scrooge sabía que él estaba muerto? Por supuesto que sí. ¿Cómo podía no saberlo? Scrooge y él fueron socios durante no sé cuántos años. Scrooge era su único albacea, su único administrador, su único beneficiario, su único legatario restante, su único amigo y su único allegado en el entierro. Y Scrooge ni siquiera estaba tan horriblemente hecho pedazos por el triste suceso, sino que fue un excelente hombre de negocios el día mismo del funeral y lo solemnizó con una indudable ganga.

La mención del funeral de Marley me lleva de vuelta al punto desde donde partí. No cabe ninguna duda de que Marley estaba muerto. Eso debe entenderse claramente, de lo contrario nada maravilloso podrá provenir de la historia que voy a relatar. Si no estuviéramos totalmente convencidos de que el padre de Hamlet murió antes que empezara la obra, no habría nada más notable en que diera un paseo nocturno, con brisa del este, por sus propias murallas, que en la temeraria salida de un caballero de mediana edad tras el anochecer por un sitio ventoso —pongamos por caso el camposanto de la iglesia de San Pablo—, para paralizar de asombro, literalmente, la mente débil de su hijo.

Scrooge nunca tapó con pintura el apellido del viejo Marley. Allí seguía, años después, arriba de la puerta del almacén: Scrooge y Marley. La firma era conocida como Scrooge y Marley. A veces gente nueva en el negocio llamaba Scrooge a Scrooge y a veces lo llamaba Marley, pero él respondía a ambos apellidos. Le daba lo mismo.

¡Ah! ¡Pero qué mano agarrada tenía con la piedra de afilar, ese Scrooge! ¡Qué viejo pecador exprimidor, extractor, apretador, aferrador, codicioso! Duro y filoso como el pedernal, con el que nunca ningún acero produjo fuego generoso; reservado, y parco, y solitario como una ostra. El frío de su interior le helaba las viejas facciones, le recortaba la nariz puntiaguda, le arrugaba la mejilla, le atiesaba el andar; le enrojecía los ojos, le azulaba los finos labios; y hablaba con astucia en su voz rechinante. Había escarcha en su cabeza, y en sus cejas, y en su hirsuto mentón. Llevaba siempre consigo su baja temperatura; congelaba su oficina en la canícula; y no la deshelaba ni un grado en Navidad.

El calor y el frío externos tenían poca influencia en Scrooge. Ninguna tibieza lo entibiaba, ningún clima invernal lo enfriaba. Ningún viento que soplase era más gélido que él, ninguna nieve que cayese era más decidida en sus propósitos, ninguna lluvia torrencial menos abierta a las súplicas. El mal clima no sabía por dónde pescarlo. La más potente lluvia, y nieve, y granizo, y cellisca, sólo podían jactarse de aventajarlo en un único aspecto. Con frecuencia disminuían generosamente su caudal; Scrooge, jamás.

Jamás nadie lo paró en la calle para decirle, con expresión alegre: “Mi querido Scrooge, ¿cómo está? ¿Cuándo va a venir a verme?”. Ningún mendigo le imploró que le concediera una nimiedad, ningún niño le preguntó la hora, ningún hombre ni mujer le consultó jamás a Scrooge, ni siquiera una vez en toda su vida, el camino hasta tal y tal lugar. Incluso los perros de los ciegos parecían conocerlo; y, cuando lo veían venir, tironeaban a sus dueños hasta los umbrales y hacia el interior de los patios; y luego meneaban la cola como si dijeran: “¡No tener ojos es mejor que tener ojos malvados, amo mío a oscuras!”.

Pero ¿qué le importaba eso a Scrooge? Era justamente lo que le gustaba. Abrirse paso por los atestados senderos de la vida, advirtiendo a toda compasión humana que mantuviera distancia, era para Scrooge lo que los conocedores llaman “una delicia”.

Érase una vez –de entre todos los días buenos del año, en Nochebuena– en que el viejo Scrooge estaba ocupado en su contaduría. El clima estaba frío, crudo, cortante; neblinoso además; y él alcanzaba a oír a la gente, afuera en el patio, jadear de un lado a otro, golpearse el pecho con las manos y estampar los pies contra las baldosas para calentárselos. Los relojes de la ciudad acababan de dar las tres, pero ya estaba muy oscuro –no había habido luz en todo el día– y en las ventanas de las oficinas del vecindario brillaban velas, como manchas rojizas en el aire pardo palpable. La neblina entraba por todos los resquicios y los ojos de las cerraduras y afuera era tan densa que, aunque el patio era de los más estrechos, las casas de enfrente semejaban meros aparecidos. Viendo descender la lóbrega nube que oscurecía todo, uno hubiera pensado que la naturaleza vivía muy cerca y estaba elaborando a gran escala algo fuerte.

Scrooge mantenía abierta la puerta de la contaduría para vigilar a su empleado, que, del otro lado, en una celdita sombría, una especie de mazmorra, copiaba cartas. Tenía un fuego muy pequeño Scrooge, pero el fuego del empleado era tanto más pequeño que parecía de un solo carbón. Pero no podía alimentarlo, pues Scrooge guardaba la caja del carbón en su oficina; y con seguridad, en cuanto el empleado entraba con la pala, el patrón pronosticaba que sería necesario que se separaran. Con lo cual el empleado se ponía su bufanda blanca y trataba de calentarse con la vela; esfuerzo en el que, no siendo hombre de imaginación potente, fracasaba.

—¡Feliz Navidad, tío! ¡Dios lo guarde! —exclamó una voz entusiasta. Era la voz del sobrino de Scrooge, que se había acercado a él tan rápido que ése fue el primer indicio que tuvo de su aproximación.

—¡Bah! —dijo Scrooge—. ¡Tonterías!

Se había acalorado tanto con la veloz caminata entre la neblina y la escarcha, este sobrino de Scrooge, que era todo rubor; tenía la cara rubicunda y hermosa; sus ojos centelleaban y su respiración humeaba otra vez.

—¿Tonterías la Navidad, tío? —dijo el sobrino de Scrooge—. No querrá decir eso, con seguridad.

—Sí, quiero —dijo Scrooge—. ¿Feliz Navidad? ¿Qué derecho tiene usted a estar feliz? ¿Qué razón tiene para estar feliz? Es bastante pobre.

—A ver, entonces —respondió jocoso el sobrino—. ¿Qué derecho tiene usted de estar taciturno? ¿Qué razón tiene para estar malhumorado? Es bastante rico.

Scrooge, a falta de mejor respuesta disponible en la inspiración del momento, dijo: “¡Bah!” otra vez; y remató con un “¡Tonterías!”.

—¡No se enoje, tío! —dijo el sobrino.

—¿Cómo no voy a enojarme —respondió el tío— cuando vivo en un mundo de necios como éste? ¡Feliz Navidad! ¡Basta de feliz Navidad! ¿Qué es para usted la época de Navidad sino un momento de pagar cuentas sin tener dinero; un momento para descubrirse un año más viejo, pero ni una hora más rico; un momento de hacer el balance y encontrarse con que el saldo de cada anotación en los libros a lo largo de una docena entera de meses es un peso muerto en su contra? Si yo pudiera hacer mi voluntad —dijo indignado Scrooge—, a todos los idiotas que van por ahí con su “Feliz Navidad” en la boca los haría hervir con su propio budín y enterrarlos con una estaca de acebo atravesada en el corazón.2 ¡Eso habría que hacerles!

—¡Tío! —suplicó el sobrino.

—¡Sobrino! —respondió el tío con severidad—, celebre la Navidad a su manera y permítame celebrarla a la mía.

—¡Celebrarla! —repitió el sobrino de Scrooge—. ¡Pero si usted no la celebra!

—Permítame dejarla en paz, entonces —dijo Scrooge—. ¡Que le haga a usted mucho bien! ¡Como si le hubiera hecho alguna vez mucho bien!

—Hay muchas cosas de las que podría haber sacado algo bueno y que no supe aprovechar, me parece —respondió el sobrino—. La Navidad entre otras. Pero estoy seguro de haber pensado siempre en el momento de la Navidad, cuando volvía (aparte de la veneración debida a su sagrado nombre y origen, si es que puede apartarse de eso algo relativo a ella), como un momento bueno; un momento amable, perdonador, caritativo, grato; el único momento, que yo sepa, del largo calendario del año, en que hombres y mujeres parecen estar de unánime acuerdo en abrir libremente sus cerrados corazones, y en pensar en las personas que están por debajo de ellos como si fuesen de veras compañeras de viaje hacia la tumba y no como otra raza de criaturas embarcadas hacia otros destinos. Y por lo tanto, tío, aunque la Navidad jamás me puso ni una pizca de oro o plata en el bolsillo, creo que me ha hecho bien y va a hacerme bien; y digo: ¡Que Dios la bendiga!

El empleado aplaudió involuntariamente en la mazmorra. Al caer de inmediato en la cuenta de su incorrección, atizó el fuego y extinguió la última endeble chispa para siempre.

—¡Escucho otro ruido suyo —dijo Scrooge— y celebra la Navidad con la pérdida del puesto! Es usted un orador muy potente, señor —agregó, volviéndose hacia el sobrino—. Me pregunto por qué no entra en el Parlamento.

—No se enfurezca, tío. ¡Vamos! Venga mañana a comer con nosotros.

Scrooge dijo que antes iba a verlo..., sí, eso dijo. Llegó hasta el final de esa expresión y dijo que antes iba a verlo en aquel lugar extremo.3

—Pero ¿por qué? —exclamó el sobrino de Scrooge—. ¿Por qué?

—¿Por qué te casaste? —dijo Scrooge.

—Porque me enamoré.

—¡Porque me enamoré! —refunfuñó Scrooge, como si eso fuera lo único más ridículo en el mundo que un Feliz Navidad—. ¡Buenas tardes!

—Vamos, tío, si usted nunca vino a verme antes que eso pasara. ¿Por qué darlo ahora como razón para no venir?

—Buenas tardes —dijo Scrooge.

—No preciso nada de usted; no pido nada de usted; ¿por qué no podemos ser amigos?

—Buenas tardes —dijo Scrooge.

—Lamento, de todo corazón, encontrarlo tan resuelto. Jamás hemos tenido una pelea en la cual yo haya sido parte. Pero hice la prueba en homenaje a la Navidad y voy a mantener mi humor navideño hasta el fin. Así que ¡Feliz Navidad, tío!

—Buenas tardes —dijo Scrooge.

—¡Y Feliz Año Nuevo!

—Buenas tardes —dijo Scrooge.

El sobrino salió de la estancia sin una sola palabra airada, sin embargo. Se detuvo frente a la puerta de calle para ofrecerle el saludo de ese momento al empleado, quien, por frío que estuviera, estuvo más cálido que Scrooge; pues lo retribuyó cordialmente.

—Ahí tenemos a otro tipo —masculló Scrooge, que había alcanzado a oírlo—: mi empleado, con quince chelines a la semana, y esposa y familia, hablando de una feliz Navidad. Voy a retirarme al Bedlam.4

Aquel lunático, al abrir la puerta para que saliera el sobrino de Scrooge, había hecho pasar a otras dos personas. Eran caballeros corpulentos, de aspecto grato, y ahora estaban, con la cabeza descubierta, en la oficina de Scrooge. Tenían en las manos libros y papeles y lo saludaron con una inclinación.

—Scrooge y Marley, creo —dijo uno de los caballeros, consultando su lista—. ¿Tengo el placer de dirigirme al señor Scrooge o al señor Marley?

—El señor Marley lleva los últimos siete años muerto —repuso Scrooge—. Murió hace siete años, esta misma noche.

—No nos cabe duda de que su liberalidad está bien representada por su socio superviviente —dijo el caballero, mostrando sus credenciales.

Claro que estaba bien representada; pues habían sido dos almas gemelas. Ante la ominosa palabra “liberalidad”, Scrooge se puso ceñudo y meneó la cabeza y devolvió las credenciales.

—En este festivo momento del año, señor Scrooge —dijo el caballero, tomando una pluma—, es más deseable de lo habitual hacer alguna pequeña provisión para los pobres y los indigentes, que sufren mucho en el momento actual. Muchos miles viven en la carencia de sus necesidades básicas comunes; cientos de miles viven en la carencia de las comodidades comunes, señor.

—¿No hay cárceles? —preguntó Scrooge.

—Hay un montón de cárceles —dijo el caballero, dejando la pluma.

—¿Y los asilos de pobres? —demandó Scrooge—. ¿Siguen funcionando?

—Sí, siguen —respondió el caballero—. Ojalá pudiera decir que no.

—¿La rueda de molino5 y la Ley de Pobres están en pleno vigor, entonces? —dijo Scrooge.

—Muy activas ambas, señor.

—¡Ah! Me dio miedo, por lo que dijo usted al principio, de que hubiera ocurrido algo que las detuviera en la utilidad de su marcha —dijo Scrooge—. Me alegra mucho oírle decir eso.

—Con la impresión de que no proporcionan gran consuelo mental o corporal a la multitud —respondió el caballero—, algunos de nosotros estamos procurando recaudar fondos para comprarles a los pobres algo de comer y de beber y medios para calefaccionarse. Elegimos este momento, porque es un momento en que, respecto a todos los demás, se sienten con mayor agudeza la carencia y con mayor regocijo la abundancia. ¿Con cuánto lo anoto?

—¡Con nada! —repuso Scrooge.

—¿Quiere mantener el anonimato?

—Quiero que me dejen en paz —dijo Scrooge—. Ya que me preguntan qué quiero, caballeros, ésa es mi respuesta. Yo no me hago feliz en Navidad y no puedo permitirme hacer feliz a gente ociosa. Ayudo a sostener los establecimientos que he mencionado: cuestan bastante;6 y quienes andan mal de dinero deben ir ahí.

—Muchos no pueden ir ahí; y muchos preferirían morirse.

—Si prefieren morirse —dijo Scrooge—, mejor que se mueran y disminuya el exceso de población. Además, discúlpenme, yo eso no lo sé.

—Pero podría saberlo —observó el caballero.

—No es asunto mío —respondió Scrooge—. A un hombre le basta con entender sus propios asuntos y no interferir en los de otras personas. Los míos me ocupan constantemente. ¡Buenas tardes, caballeros!

Viendo con toda claridad que sería inútil proseguir con la cuestión, los caballeros se retiraron. Scrooge reanudó sus tareas con mejor opinión sobre sí mismo y con humor más jocoso que lo usual en él.