Una carta para Luciana - Adriana Carreño Castillo - E-Book

Una carta para Luciana E-Book

Adriana Carreño Castillo

0,0

Beschreibung

[Plan Lector Infantil] Luciana es un nombre corriente, el nombre de una niña de un barrio común. Pero para Simón Martínez, ese nombre es la suma de todo lo que tiene significado, el nombre de la niña que con sus pecas y sus trenzas, sus botas de goma, su jardinera de flores y su sonrisa lejana lo hace suspirar. Por ello debe tomar la decisión de abordarla...Ante la indecisión, ¿qué mejor que una carta? ¡Una que le diga todo!. Claro que lo más importante es que llegue a las manos de Luciana. Una carta para Luciana fue la obra ganadora del V Premio de Literatura Infantil El Barco de Vapor - Biblioteca Luis Ángel Arango 

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 97

Veröffentlichungsjahr: 2014

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Una carta para Luciana

Adriana Carreño Castillo

ILUSTRACIÓN DE PORTADA Ana Palmero

V Premio de Literatura Infantil El Barco de Vapor-Biblioteca Luis Ángel Arango 2012

Por el tiempo pasado en la U. del A.

A Temis y Marlene por su amor y las palabras de la infancia.

A Manuelita, Luciana, Aureliano y Simón, el Grillo.

Margarita, está linda la mar,

y el viento

lleva esencia sutil de azahar;

yo siento

en el alma una alondra cantar:

tu acento.

Margarita, te voy a contar

un cuento.

1

LUCIANA CAMINA FRENTE a mi casacon su vestido de flores. Lleva puesta la misma jardinera manchada de barro que tenía cuando me enamoré de ella.

Fue un jueves. No pude verla cruzando la esquina de mi cuadra, solo oí su grito. Las ruedas de la bici chirriaron, mis piernas temblaron. Caída, ardor intenso en la rodilla; los dos al charco. Barro en los pantalones, en los zapatos del colegio. Un grito de mamá retumbando en mi cabeza: «¡Simón, en qué chiquero te metiste!». Dolor en la rodilla, sangre mezclada con barro en las palmas; barro en mi cara, en la suya, en sus manos pequeñas, en todas partes; barro pegajoso y oscuro en el vestido de flores que Luciana estrenaba orgullosa.

Es el primer día de vacaciones y mis amigos se reúnen en el pasamanos del parque. Por la ventana espero ver a mamá regresando de comprar la fruta para el almuerzo que ya huele en la cocina. Pero no veo a mamá, está ella, Luciana. De lejos sigo sus pasos de goma y tela con nudo ciego. Luciana Garcés en el papelito del amigo secreto, la quinta en la lista, la octava en la fila. Jardinera con un hilo colgando. Sus ojos muy negros con una pepita brillante en el medio como una gota de tinta. Me veo viéndola, mi cara es un incendio. Es Luciana Garcés, la niña más linda; la que ni en un millón de años volvería a hablar conmigo aunque le regalara un nuevo vestido sin manchas de barro, aunque algún día leyera lo que le escribí. La carta.

Es la primera vez que escribo una carta en serio, para que alguien la lea.

Cuando estaba en segundo recibí una de Carolina, mi amiga del curso. Era una carta romántica que tenía al final una flor amarilla pegada con Colbón. Lo que escribió fue bonito, pero Carolina no me gustaba. Tenía esos horribles frenillos que le hacían silbar la ese. Me daba risa cuando decía mi nombre y unas chispitas de babas se le escapaban de la boca. Yo solo quería seguir siendo su amigo y nada más. Los del curso se burlaron cuando supieron que estaba enamorada de mí y decían que si algún día me daba un beso me iba a quedar enganchado en sus dientes. Desde entonces mis ojos no podían parar de fijarse en sus frenillos. Se veía triste cuando me miraba y yo no podía hacer nada para contentarla. Me alejé y escondí su carta en el último rincón de mi cuarto para que las arañas la envolvieran en sus telas hasta hacerla desaparecer.

Las cosas han cambiado ahora que tengo diez años. No me da pena recibir cartas, estoy seguro de que no me puedo quedar enredado en los frenillos de nadie y ya di mi primer beso. Uno de penitencia, pero igual cuenta. Ahora soy menos tímido, por eso escribí la carta que tengo en las manos.

e. s. m.

e. s. m. significa «En sus manos». Lo supe hace poco leyendo una carta que le escribió papá a mamá cuando se conocieron. Los sobres y otros recuerdos de cuando eran jóvenes siguen en el cuarto del desorden y huelen a árbol seco. A veces, a escondidas, me meto a ese cuarto a esculcar los tesoros de mamá. No quiero que nadie más los conozca. No quisiera que Luciana ni nadie viera mis orejas de pocillo cuando era un bebé, ni mi cabeza brillante sin un solo pelo. No quiero que esas fotos donde aparezco barrigón y empelota pasen de mano en mano, mientras la gente comenta cuánto he crecido y cuánto he cambiado, y mamá sonríe orgullosa, y yo quisiera tomarme una pastilla de chiquitolina del Chapulín Colorado, y escaparme por debajo de la puerta. A los grandes les gusta guardar los recuerdos y necesitan volver a encontrarse con ellos. Mamá deja a veces sus cosas por un rato y se pierde en esa caja donde duermen los peces y las grullas de papel que papá le hizo en origami.

Quisiera guardar recuerdos de Luciana, una foto suya, un botón, el lazo violeta con el que se peina. Si me regalara una pegatina o uno de sus borradores lo guardaría como un tesoro hasta que fuera viejo. Tal vez llevaría sus cosas en mi maletín del trabajo y cuando saliera de viaje. Tal vez nunca dejaría que mis hijos jugaran con ellas y volvería a mi casa a mirarlas todos los días, como se hace con los tesoros.

e. s. m.: Es suya Margarita –así se llama mamá–, Esta sí Margarita, Enamorado suyo Margarita, Escríbeme siempre Margarita. No invento, eran las palabras escritas por papá después de cada sigla en los sobres de sus cartas; un juego que yo seguí porque me encantan las palabras, e inventar nuevas, y armarlas y desarmarlas: Escribir sin mentir, Eran solo mariposas, Estoy sentado mirando, Estoy solo, mirándola… Sale mejor si se llama Margarita y no Luciana.

Papá dice que las cartas desaparecerán algún día, que cada vez vendrá menos el cartero a dejar sobres con las palabras de lejos bajo la puerta. En el futuro no habrá carteros, ni buzones frente a las casas, ni hará falta mandar mensajes escritos porque todo se podrá conversar por teléfono o se inventarán una manera de que las palabras vuelen por el aire sin ser vistas. A veces creo que papá tiene una máquina para viajar en el tiempo, su propio DeLorean, como el de Volver al futuro. Tal vez tenga algo de razón en lo que dice y mi carta sea la última del mundo, antes de que las palabras salgan volando de un lado para el otro, esquivando pájaros y árboles y montañas y edificios y cables, como flechas invisibles que se disparan al cielo.

Los niños en el pasamanos miran hacia mi ventana y no me ven tras la cortina. Luciana está ahí sin imaginar que pensé tanto en las palabras para su carta, sin saber que en poco tiempo la tendrá en sus manos y tal vez temblará como yo cuando la releo.

–Lávate las manos y ven a la mesa Simón.

Guardo mi carta en la chaqueta. Hoy empiezan las vacaciones. En mis manos el papel se humedece. e. m. m. m.: Entre mis manos mojadas.

2

UNA COMIDA SALUDABLE, verde y pastosa está servida en la mesa. Tomo el tenedor y me lo llevo a la boca, no me gusta. Mientras tanto pienso que quizás no hay otro niño escribiendo cartas en quinto C. Mis amigos no escriben porque creen que los profes no revisan la tarea ni se fijan nunca en lo que hacemos, pero José, el profe de Español, leyó siempre nuestros cuadernos y escribió las mejores notas de felicitación. Se esforzaba por animarnos a hablar del cuento de la tarea o nos pedía que escribiéramos sobre cómo sería nuestra vida si fuéramos dueños de una fábrica como la de Willy Wonka en ese libro tan extraño, Charlie y la fábrica de chocolates. Se divertía preguntándonos qué habría encontrado Alicia si el país de las maravillas estuviera escondido, no bajo un hoyo en la tierra, sino en lo profundo del mar.

Antes de empezar sus clases nos leía historias. Recuerdo bien el día de las cartas. La mañana empezó con una de Simón Bolívar a Manuelita Sáenz, otra de Napoleón a Josefina y una de un tal Abelardo a una señora Eloísa. Estoy seguro de que no recordaría esos nombres si no fuera porque aparecían al final de las cartas y porque al momento de escucharlas supe que necesitaba escribir una como esas, pero a mi manera. La de Simón a Luciana.

Esfero. No, primero lápiz por si había que borrar. Una hoja bonita. Si tomaba prestada una de las de mamá ella no lo notaría, tiene muchas. En mi cuarto, a la hora de hacer las tareas, así nadie sospecharía. Buena letra. Siempre tengo que esforzarme para que no parezca que escribo en otro idioma. ¿Qué escribir primero? ¿Cómo saludar en una carta a la niña que veía todos los días en clase sin poder decirle una palabra? Y luego, ¿cómo contarle lo que sentía? No era suficiente con las cartas que había leído; hacer la mía era más difícil de lo que imaginé. Era como si mi cabeza fuera el armario y tuviera que sacar las palabras para que combinaran, como hace mamá con su ropa.

Al final de ese día estaba escrita. La pasé en esfero, la leí y releí. Le hice un sobre y la tuve en mis manos, esperando las vacaciones. La carta se sentía pesada en mi bolsillo y quedaba desprotegida en la mesa de noche; no era seguro tenerla entre mis libros; podía ser descubierta en la caja de los colores. En todos los lugares secretos donde la tuve por días parecía delatarse sola. Llamaba la atención, palpitaba como un bicho en su escondite, como una bomba de tiempo a punto de volar en pedazos. Entre uno y otro recoveco la guardé hasta hoy.

Hoy, al fin, un perfecto día de vacaciones de Semana Santa para entregársela.

Mamá revisa de reojo lo que va quedando en el plato. Otro bocado más y termino de comer esta planta mutante que le infla los músculos a Popeye como si fueran globos. La boca me sabe a metal y algo cruje en mi estómago. Empiezo a desintegrarme por dentro, quedaré vacío como una pelota de ping-pong. Como siempre, mamá tiene la respuesta para todo, no me estoy desintegrando, solo tengo el estómago sensible y las espinacas me cayeron mal. En eso último tiene razón. Me caen requete mal, tan mal como para dañar el plan que llevo pensando durante varias semanas.

Mamá trae a mi cuarto un té de manzanilla para que me sienta mejor, pero esas aguas no hacen milagros y mi carta, que debía estar caminando conmigo hacia Luciana, sigue aquí; la siento y me sigue pesando y doliendo peor que una indigestión.

3

–¿A QUIÉN LLAMAS SIMÓN?

–A Pepo, mamá.

–Ni te sueñes que vas a salir, ¿acaso no sigues con dolor de panza?

–Sí ma, le voy a decir a Pepo que venga a visitarme.

–Dile que te traiga el casete que le prestaste y no le vayas a prestar más cosas.

Ya había olvidado el casete. Si mamá supiera cuántas cosas le he prestado a Pepo. Casi podría irme a vivir a su casa sin empacar maleta.

Pepo es mi mejor amigo. El que voy a tener hasta cuando sea viejo. No se parece a mí, pero no me importa, somos amigos porque no peleamos en los juegos, nos gusta la misma comida, recuerda todo lo que hemos hecho, me habla de lo que jugábamos cuando pequeños y no ha olvidado los poemas que leímos en el tomo morado de El mundo de los niños. Tal vez nadie me conozca tanto como él.