Una cenicienta para el jeque - Kim Lawrence - E-Book
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Una cenicienta para el jeque E-Book

Kim Lawrence

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Beschreibung

Salvada por una promesa….coronada como reina. Para escapar de los bandidos del desierto, Abby Foster se comprometió con su misterioso salvador y selló el acuerdo con un apasionado beso. Meses más tarde, descubrió que seguía casada con él, y su "marido", convertido en heredero al trono, la reclamó a su lado. Pero sumergirse en el mundo de lujo y exquisito placer de Zain abrumó a la tímida Abby. ¿Podría llegar a convertirse aquella inocente cenicienta en la reina del poderoso jeque?

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Seitenzahl: 184

Veröffentlichungsjahr: 2019

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Kim Lawrence

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una cenicienta para el jeque, n.º 2745 - diciembre2019

Título original: A Cinderella for the Desert King

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-703-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

ABBY Foster tenía calor y le dolían los pies porque la sesión fotográfica había exigido que subiera una duna en pantalones cortos y tacones; además algo le había picado en el brazo, y aunque el maquillaje lo disimulaba, se le había hinchado y le picaba terriblemente.

Pero lo peor de todo era que el coche se había averiado. Le habría correspondido ir en el primer todoterreno que partió de vuelta a la ciudad de Aarifa, pero la estilista se le había adelantado para sentarse al lado del ayudante del fotógrafo, del que estaba enamorada.

Así que, por culpa de un amor juvenil, Abby estaba en un vehículo, en medio de la nada, intentando ignorar los gritos procedentes del exterior. A su lado, Rob, el responsable de que hubiera tenido que subir la maldita duna diez veces hasta conseguir la fotografía que quería, dormía apaciblemente una siesta… ¡y había empezado a roncar!

Exasperada, Abby sacó una botella de agua de su enorme bolso. Mientras la destapaba, se dio cuenta de que quizá debía racionarla. Antes de quedarse dormido, Rob había dicho que los rescatarían en cuestión de minutos, pero el fotógrafo podía haber pecado de optimismo.

El debate interno que sostuvo entre la precaución y la sed, duró poco. Sus abuelos le habían enseñado a ser siempre cauta; era una lástima que no hubiesen seguido sus propios consejos, y se hubieran dejado estafar por un asesor financiero que acabó con los ahorros de toda una vida.

El bello rostro de Gregory con su sonrisa infantil se materializó en su mente al tiempo que cerraba la botella con saña, y la guardaba. Apretó los dientes mientras combatía la habitual mezcla tóxica de culpabilidad y desprecio hacia sí misma que la asaltaba cada vez que pensaba en la responsabilidad que tenía en la situación de sus abuelos.

Porque aunque ellos no la culparan, ella tenía la culpa de que perdieran sus ahorros. De no haber sido tan idiota como para caer rendida ante la sonrisa y los ojos azules de Gregory, y de no haber creído que estaba enamorada de él y que era el hombre de sus sueños, no lo habría presentado a sus abuelos, y ellos disfrutarían de la holgada jubilación por la que tanto se habían sacrificado.

En lugar de eso, se habían quedado sin nada.

Sintió un nudo en la garganta y sacudió la cabeza para contener las lágrimas, recordándose que llorar no resolvía nada y que tenía que concentrarse en el plan que había trazado.

Un brillo desafiante iluminó sus ojos verdes. Según sus cálculos, si aceptaba todo el trabajo que le ofrecieran durante los siguientes dieciocho meses, podría comprar el bungaló que sus abuelos habían perdido por culpa de su novio. Ella se los había presentado, él se había ganado su confianza y luego había desaparecido con todos sus ahorros. En un ejercicio de crueldad, le había mandado por correo electrónico una fotografía con otro hombre en actitud íntima que hacía innecesario el mensaje que la acompañaba: No eres mi tipo.

La supuesta paciencia de Gregory con su inexperiencia, y su insistencia en que podía esperar a que ella estuviera preparada, adquirió su pleno significado.

Cerrando su mente a aquellos humillantes recuerdos, Abby sacó una toallita húmeda del bolso y se la pasó por el rostro para quitarse el polvo y el sudor, mientras soñaba con una ducha y una cerveza fría, cuando uno de los dos hombres que estaba fuera asomó la cabeza por la ventanilla para buscar algo cerca del volante, antes de volverse hacia Abby y reprocharle:

–Podías haber dicho algo. Llevamos horas intentando abrir el maldito capó –tiró de la palanca que había localizado y gritó al hombre que estaba fuera–: ¡Ya está, Jez!

En realidad solo habían pasado diez minutos, pero Abby replicó:

–A mí me parece que han sido siglos.

En aquel momento estaba más preocupada por el dolor de la picadura que por el enfado de su compañero. Apretó los dientes y se remangó para aflojar la presión sobre el brazo. Todavía llevaba el conjunto que se había puesto para la sesión, unos pantalones cortos y una camisa con la que se suponía que convencerían a las mujeres de que usando un determinado champú, podrían caminar por el desierto sin que su perfecta y lustrosa melena se deteriorara. Pero aunque pudiera ser verdad, si llevaban unos zapatos tan estúpidos como los suyos, no se librarían de unas espantosas ampollas.

Las operaciones al otro lado de la ventanilla no eran prometedoras. Los dos hombres retrocedieron bruscamente para evitar el vapor que escapaba del motor y empezaron a gritar de nuevo.

Abby le dio a Rob con el pie.

–Deberíamos bajar a ayudarlos.

«O al menos a evitar que se maten», pensó, mientras sacaba un pañuelo del bolso para recogerse el cabello. Rob abrió un ojo asintió, volvió a cerrarlo y siguió roncando.

Abby bajó. La temperatura exterior era menos agobiante que la del interior del coche.

–¿Cuál es el veredicto, chicos? –preguntó, forzando un tono animado. Pero no contagió su actitud a los dos hombres.

Cuando Abby había coincidido en otras ocasiones con el técnico de luz, Jez siempre había salvado las situaciones tensas con una broma, pero en aquella ocasión, el buen humor lo había abandonado. Con gesto contrariado, cerró el capó.

–No tengo ni idea de qué pasa ni de cómo arreglarlo. Pero si alguien quiere probar… –el robusto técnico lanzó una mirada retadora al joven becario, que se limitó a morderse las uñas con aire más temeroso que resolutivo.

–No te preocupes, Jez. En cuanto vean que no llegamos, vendrán a buscarnos –dijo Abby, decidida a ser optimista a pesar de que el sol empezaba a ponerse.

–No deberíamos de haber parado –dijo el joven becario, dando una patada a un neumático.

Jez asintió.

–¿Qué demonios hace Rob? –preguntó, indicando con la cabeza al supuesto genio de la fotografía, cuyo empeño en fotografiar un lagarto sobre una roca era la causa de que hubieran perdido de vista a los dos vehículos que encabezaban el convoy.

–Duerme.

Los dos hombres exclamaron al unísono:

–¡Increíble!

Y estallaron en una carcajada. La animadversión que ambos sentían por el fotógrafo creó una pasajera complicidad entre ellos.

–¿Alguien tiene señal en el móvil?

Abby negó con la cabeza.

–¿Qué es lo peor que puede pasarnos? –preguntó.

–¿Que muramos lentamente de sed? –la voz de Rob llegó súbitamente del interior mezclada con un bostezo.

Abby le lanzó una mirada irritada.

–En serio, ¿qué puede pasarnos? Nada. Y tendremos una anécdota para contar durante la cena.

–¡Chicos!

Todos se volvieron hacia Jez quien, con una sonrisa, señalaba una nube de polvo en la distancia.

–¡Vienen a por nosotros!

Abby suspiró, pero frunció el ceño al oír el sonido procedente de los coches que se aproximaban.

–¿Qué ha sido eso?

El becario sacudió la cabeza, tan desconcertado como ella. Jez y Rob intercambiaron una mirada. Este se volvió hacia ella y dijo:

–Abby, cariño, será mejor que te metas en el coche.

–Pero… –en aquella ocasión, los agudos sonidos a chasquido se escucharon más nítidamente y el alivio inicial de Abby se transformó en temor mientras mantenía la vista clavada en la nube de polvo–. ¿Eso son disparos?

–Tranquilos –dijo Jez, protegiéndose los ojos del sol con la mano–. Estamos en Aarifa. Es un lugar seguro –otra ráfaga de metralleta cortó el aire. Jez miró a Abby–. Por si acaso, será mejor que entres y te agaches.

 

 

El purasangre árabe avanzaba con seguridad en medio de la más profunda oscuridad, que contrastaba con el vuelo de la túnica blanca que llevaba el jinete.

A pleno galope, ambos se deslizaban por la arena con armonía hasta llegar a la primera formación rocosa. En la distancia, la columna de roca parecía emerger verticalmente desde la base, pero la ascensión, no apta para quien sufriera de vértigo, se realizaba en un zigzag puntuado por zonas relativamente planas

Al llegar a la cima y detenerse, el caballo resoplaba agitadamente a través de las dilatadas fosas nasales y el jinete esperó a sentir la calma que siempre lo invadía en aquel lugar.

«Esta noche no va a ser posible».

Aquella noche, la magnífica vista de trescientos sesenta grados bajo el cielo estrellado, no logró penetrar el lúgubre estado de ánimo de Zain Al Seif. A lo más que podía aspirar era a relajar algo sus músculos mientras contemplaba los iluminados muros del palacio, con las torres y capiteles que lo hacían visible a millas de distancia. Aquella noche había más luces encendidas de lo habitual en la ciudad amurallada, tanto en la parte más antigua como en los bulevares de la ciudad moderna, con sus altos edificios de cristal.

Eso se debía a que la ciudad, de hecho, todo el país, estaba celebrando la boda real. Y al mundo entero le encantaban las bodas reales, pensó Zain con una sonrisa amarga. A todo el mundo, menos a él.

Pero ni siquiera a aquella distancia podía escapar de ella.

El caballo respondió al juramento mascullado de Zain con un bufido que resonó en el silencio, y empezó a patear el suelo y a describir círculos que habrían hecho caer a cualquier jinete menos diestro.

–Perdona, chico… –lo tranquilizó Zain. Y al palmearle el cuello se levantó una nube de polvo rojo que cubría todo en el desierto.

Esperó a que el caballo se apaciguara antes de desmontarlo con agilidad y sin que sus botas emitieran el más mínimo sonido sobre la superficie rocosa.

Soltó las riendas y avanzó hacia el borde, ignorando la caída vertical a sus pies y con sus ojos azules fijos en la ciudad. La sonrisa que había esbozado se transformó en un rictus, y sus cejas pobladas se juntaron sobre su nariz afilada al asaltarlo un profundo desprecio hacia sí mismo.

Merecía sentirse como un idiota porque lo era. Había tenido la suerte de escapar, pero ese era el problema, que había sido cuestión de suerte. Se enorgullecía de su capacidad para juzgar a la gente, pero la hermosa novia por la que en aquel momento brindaba todo el país y que era agasajada por dignatarios extranjeros, lo había engañado completamente. Solo le quedaba el consuelo de no haberle entregado su corazón. Por contra, su ego había sufrido un duro golpe.

A posteriori, resultaba fácil identificar las señales, pero durante la aventura que había durado seis meses había estado ciego; incluso después de cruzar la línea que normalmente hacía saltar todas sus alarmas y haber empezado a pensar en lo que había entre ellos como una relación…

Afortunadamente, nunca llegaría a saber qué habría pasado, porque Kayla se había cansado de esperar y en cuanto recibió una oferta mejor, la aceptó. Él, que había creído todo el tiempo que jugaban de acuerdo a sus reglas, no había sospechado que era la encantadora y… venenosa Kayla quien estaba jugando con él.

Había aparecido en el apartamento de Zain en París por sorpresa después de una visita a su familia en Aarifa. Él había estado más que dispuesto a cambiar sus planes para poder pasar la tarde en la cama con ella.

Horas más tarde, él seguía en la cama, dividiendo su atención entre el ordenador que reposaba en sus rodillas y Kayla, que se había vestido y estaba maquillándose delante del espejo

–No necesitas nada de eso –le había comentado.

Mantenían una discreta aventura desde hacía seis meses y jamás la había visto sin maquillar. Las escasas ocasiones en las que habían pasado la noche juntos, ella siempre corría al cuarto de baño antes de que él se despertara y salía con un aspecto impecable… una indicación de que no retomarían los placeres de la noche, porque no quería estropearse el peinado ni el maquillaje.

Ella se había vuelto con el lápiz de labios en la mano y una sonrisa que Zain no había visto antes.

–Qué encantador por tu parte –se puso una segunda capa de lápiz de labios antes de levantarse e ir hacia la cama–. Aunque estaba dispuesta a fingir por ti que me gustaban el arte y la ópera, incluso que me interesaba la política, nunca habría estado dispuesta a renunciar al maquillaje por tener el aspecto natural que tú prefieres en las mujeres.

Su risa aguda, tan distinta a su sensual tono habitual, hizo que Zain se estremeciera. Ella continuó:

–Sexo sin ataduras… ¿de verdad creías que eso era todo lo que quería? ¿De verdad crees que nos conocimos accidentalmente, que acepté un trabajo mal pagado en una galería de arte porque quería forjarme una carrera? Menos mal que no todo ha sido malo… Al menos nunca he tenido que fingir en la cama… –la admisión brotó junto con un suspiro–. Esto sí que voy a echarlo de menos.

Zain, que estaba todavía intentando asimilar aquella confesión, todavía no había reaccionado, pero el recuerdo de la escena hizo que frunciera los labios, asqueado. Ella se sentó en la cama y le pasó las uñas por el torso.

–He decidido que no pasaba nada por estar contigo una última vez –Kayla hizo una pausa antes de seguir–: Me temo que no podremos repetir por un tiempo. Mi familia va a anunciar la semana que viene mi compromiso con tu hermano. ¡No pongas esa cara de sorpresa! En parte es culpa tuya. Solo te pido que en la boda finjas un poco que estás destrozado. Así alegrarás a tu hermano.

En aquel momento, en la soledad del desierto, Zain sonrió para sí. Aunque no hubiera heredado las facciones de su padre, sí había heredado una predisposición genética a pasar por alto los defectos de las mujeres. Pero aquel error le serviría para evitar caer de nuevo en él.

Su padre había pasado los últimos quince años mortificado por una mezcla de autocompasión y de esperanza vana, incapaz de aceptar la realidad. Pero eso no le pasaría a él.

Contempló la oscuridad reinante mientras su mente volvía a evocar la escena con nitidez.

–Habría preferido casarme contigo, cariño, pero tú nunca me lo has pedido –dijo Kayla con un mohín de reproche–. Y eso que he hecho todo para ser perfecta para ti. Aun así, cuando la situación se calme, podremos retomar las cosas donde las hemos dejado, al menos en la cama, siempre que seamos discretos. Lo bueno es que Khalid no podrá oponerse, porque yo podría chantajearlo si…

Zain cortó abruptamente la conversación que su mente estaba rememorando.

La gente hacía listas de lo que quería hacer en la vida. A los nueve años, Zain había hecho la de las cosas que nunca haría. A lo largo de los años, había borrado algunas; de hecho, la verdura había llegado a gustarle y aún más besar a las chicas. Pero otras las había mantenido con firmeza, como la de no enamorarse ni casarse. No estaba dispuesto a repetir los errores de su padre.

El amor y el matrimonio no solo habían destrozado a su padre, sino que había puesto en peligro la estabilidad del país que gobernaba. Zain había sido testigo de su deterioro y el amor y el respeto que había sentido por él se había transformado en vergüenza y rabia.

La situación habría tenido graves consecuencias de no ser porque su padre contaba con un círculo leal de colaboradores y consejeros, que habían conseguido mantener la ilusión de que seguía siendo un gobernador poderoso y sabio.

Zain no había contado con esa protección.

Sacudió la cabeza, consciente de que estaba dejándose llevar por una melancolía que no habría tolerado en otros.

Un movimiento en la periferia de su visión los sacó de su ensimismamiento.

Aguzando el oído y la vista, se volvió hacia la frontera invisible entre Aarifa y Nezen.

Estaba a punto de decirse que debía de habérselo imaginado cuando vio un destello de luz, o lo que podían ser los faros de un coche. Y en aquella ocasión la luz fue acompañada por el sonido de voces.

Zain suspiró con impaciencia al asumir que tendría que rescatar una vez más a algún turista estúpido que no respetaba su entorno. Zain adoraba el desierto, pero era consciente de los peligros que en él acechaban.

A veces se preguntaba si la profunda conexión emocional que sentía con su tierra natal era más poderosa por el hecho de que, al ser foráneo, había tenido que demostrar su derecho a pertenecer a ella.

Las cosas habían cambiado, aunque todavía ocasionalmente le llegaba algún comentario o mirada que le hacían preguntarse hasta qué punto eso era verdad.

Era cierto que ya nadie le insultaba, ni grupos de pandilleros azuzados por su hermano le tiraban piedras o le daban palizas, pero en cuanto se arañaba la superficie, los prejuicios emergían. Su existencia seguía siendo un insulto para parte del país, especialmente para los miembros de las familias poderosas de Aarifa.

Él les resultaba aún más irritante que su madre, que al menos se había ido a vivir a otro continente. En cierto sentido, habría sido más sencillo haber sido un bastardo, pero sus padres se habían casado porque su padre no había estado dispuesto a permitir que tener una esposa y un heredero previos se interpusiera entre él y el verdadero amor.

¡Amor…!

Emitió un gemido de rabia al tiempo que montaba. De nuevo aquella palabra. Para él era incomprensible que la gente celebrara un sentimiento que a lo largo de los siglos había dado lugar a guerras sangrientas.

El amor era el sentimiento más egoísta del mundo.

Le bastaba fijarse en sus padres para comprobar su poder destructivo. No cabía la menor duda de la sinceridad del amor de su padre por su madre, pero casi parecía un romance diseñado para aumentar la tirada de las revistas del corazón.

El jeque de una acaudalada familia de Oriente Medio, casado con una mujer que ya le había proporcionado un heredero, se había enamorado de una temperamental diva de ópera italiana… la madre de Zain.

A pesar de su reputación de modernidad del país, repudiar a una esposa no era excepcional, e incluso la propia familia de la esposa lo promovía si esta no podía proporcionar el heredero que algún día gobernaría el país.

Pero el padre de Zain ya tenía un heredero y la esposa a la que repudió pertenecía a una de las familias más poderosas del país. La humillación a la que el jeque había sometido a una familia de impecable linaje fue aún mayor por lo inadecuado de la novia con la que Aban Al Seif la había sustituido, y por el hecho de que la nueva esposa se había ganado a quienes la criticaban con su arrollador encanto.

La nación la había adorado y había pasado a odiarla cuando había abandonado a su esposo y a su hijo de ocho años para retomar su carrera.

La ironía fue que su humillado y orgulloso esposo, el líder que jamás había titubeado al tomar decisiones complicadas, el hombre conocido por su fuerza y determinación, no había dejado de estar enamorado de ella a pesar de su traición, y la habría aceptado sin parpadear si ella hubiera querido volver. Sus dos hijos lo sabían y probablemente era uno de los motivos fundamentales por los que los hermanos no habían tenido nunca una buena relación.

En cierto sentido, igual que su padre, Khalid estaba estancado en el pasado. Sus ojos seguían brillando con odio cuando miraba a su hermanastro, al que seguía considerando responsable de todo lo malo que les había pasado a su madre y a él. Siempre quería aquello que Zain tenía, sus éxitos, sus galardones, y en el presente, a la mujer que ocupaba su lecho. Solo se trataba de arrebatárselo; y una vez lo lograba, Khalid solía perder todo interés en ello.

¿Perdería interés en Kayla?

Zain se encogió de hombros en la oscuridad. Eso ya no era asunto suyo.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

ZAIN había recorrido la mitad de la distancia que lo separaba del vehículo cuando percibió señales que le hicieron detenerse, desmontar y estudiar el terreno.

Su actitud de enojada resignación se diluyó al observar unas marcas negras de llantas. Tomó uno de los casquillos que salpicaban la zona y lo observó antes de tirarlo y volver a montar de un salto.