Una desconocida en mi cama - Boda por contrato - Amantes solitarios - Natalie Anderson - E-Book

Una desconocida en mi cama - Boda por contrato - Amantes solitarios E-Book

Natalie Anderson

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Beschreibung

Una desconocida en mi cama Natalie Anderson Al volver a casa tras una misión de salvamento en lo único en lo que podía pensar James Wolfe era en dormir, y al encontrarse a una hermosa desconocida dormida entre sus sábanas se enfureció. A Caitlin Moore un amigo le había ofrecido un sitio donde quedarse, y no iba a renunciar a él. De mala gana llegó a un acuerdo con James, pero, con las chispas que saltaban entre ellos, iba a resultar casi imposible que permanecieran cada uno en su lado de la cama. Boda por contratoYvonne Lindsay El rey Rocco se había encaprichado de Ottavia Romolo, pero si quería sus servicios, ella le exigía firmar un contrato. Los términos eran tan abusivos que, si se hubiera tratado de otra mujer, Rocco se habría negado a sus disparatadas exigencias, pero la deseaba demasiado. Pronto comprendería que podría serle de gran utilidad, y no solo en la alcoba. Amantes solitarios Jessica Lemmon La aventura de Penelope Brand con el multimillonario Zach Ferguson fue tan solo algo casual… hasta que él fingió que Penelope era su prometida para evitar un escándalo. Entonces, ella descubrió que estaba embarazada y Zach le pidió que se dieran el sí quiero por el bien de su hijo. Sin embargo, Pen no deseaba conformarse con un matrimonio fingido. Si Zach quería conservarla a su lado, tenía que ser todo o nada.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 491 - mayo 2022

© 2013 Natalie Anderson

Una desconocida en mi cama

Título original: Whose Bed Is It Anyway?

© 2016 Dolce Vita Trust

Boda por contrato

Título original: Contract Wedding, Expectant Bride

© 2018 Jessica Lemmon

Amantes solitarios

Título original: Lone Star Lovers

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2016, 2017 y 2019

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-1105-739-4

Índice

Créditos

Índice

Una desconocida en mi cama

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Boda por contrato

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

Amantes solitarios

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

Capítulo Diecisiete

Capítulo Dieciocho

Capítulo Diecinueve

Capítulo Veinte

Capítulo Veintiuno

Capítulo Veintidós

Capítulo Veintitrés

Epílogo

Capítulo Uno

Nueva York, la ciudad que nunca duerme...

James Wolfe tampoco dormía apenas. Y menos cuando viajaba en avión, en barco o en coche. Y entre los vuelos de larga distancia que había encadenado, los espantosos retrasos y el atasco en el que estaba en ese momento, llevaba ya más de cuarenta y ocho horas sin dormir.

Solo unos minutos más y podría meterse en la cama, se dijo. En su cama; no en la litera de un albergue, ni en la cama de un hotel, ni en un saco de dormir dentro de una tienda de campaña. Estaba impaciente por llegar, y deseó para sus adentros que los coches se apartaran para dejar pasar al taxi en el que iba.

–¿Ha estado de viaje? –le preguntó el taxista.

James asintió con la cabeza y esbozó una media sonrisa.

–Se le ve agotado –comentó el taxista.

Finalmente llegaron a su destino. El taxista aparcó frente al bloque de apartamentos y se ofreció a ayudarlo con la maleta, pero él rehusó con una sonrisa, asegurándole que no era necesario. Y luego el tipo le dijo que no le cobraba la carrera. Lo había reconocido, y durante el trayecto se había deshecho en elogios hacia él, diciéndole cuánto lo admiraba.

–Le agradezco el gesto –le dijo James–, pero si hace usted el turno de noche, imagino que es porque necesita el dinero –sacó unos cuantos billetes de su cartera–; seguro que tiene una familia que alimentar.

Le tendió el dinero, y el hombre lo aceptó a regañadientes.

–Gracias. Pero si algún día necesita que lo lleve a alguna parte, no dude en llamarme –le dio su tarjeta–. Es usted un...

James sonrió de nuevo y se bajó del taxi antes de que acabara la frase. En ese momento no se sentía como un héroe; solo se sentía exhausto.

Al entrar en el edificio saludó con la mano al guarda de seguridad y se fue derecho al ascensor para subir al apartamento que había comprado a medias con sus dos hermanos, Jack y George.

Cuando entró, le invadió un profundo alivio. Dejó caer la maleta al suelo, pero no se molestó en encender las luces. La penumbra era como un bálsamo para sus ojos cansados. Solo le llevó un momento hacerse a ella, aunque tampoco había nada que ver. El apartamento había sido vaciado por completo para que lo reformaran.

Mientras atravesaba el salón se descalzó, se desabrochó el cinturón y se quitó los pantalones. Solo esperaba que la gente de la empresa de reformas hubiese cumplido con lo que habían acordado antes de su marcha: acabar lo primero el dormitorio y el cuarto de baño y equiparlos con todo lo necesario para que pudiera hacer uso de ellos.

Al entrar en el dormitorio lo encontró pintado, amueblado, enmoquetado... pero al llegar a los pies de la cama se paró en seco, parpadeó y se frotó los ojos. Había una mujer preciosa acurrucada en su cama.

Las cortinas estaban descorridas, y las luces de la ciudad teñían la habitación con un brillo tenue que iluminaba también a aquella hermosa desconocida. El largo cabello rubio estaba desparramado por la almohada, y un brazo de blanca piel descansaba sobre la sábana.

Tenía que estar soñando. Miró a su alrededor. No había ninguna maleta, ni ropa por ninguna parte. El resto de la habitación estaba en perfecto orden. No había duda: tenía que estar soñando. Si fuera real sería demasiado cruel. Encontrarse a una mujer preciosa en su cama cuando estaba tan cansado que sería incapaz de hacer con ella ninguna de las cosas que estaban pasándole por la cabeza en ese momento.

Eso debía ser, que estaba tan cansado y llevaba tanto tiempo sin practicar el sexo que su mente había conjurado una fantasía surrealista de una hermosa mujer esperándolo en la cama.

Parpadeó de nuevo, pero la visión no se desvaneció. Carraspeó, pero ella no se movió.

–Eh... oye... despierta –la llamó.

No surtió efecto, pero la bella durmiente frunció ligeramente el ceño.

–Perdona, pero tienes que irte –le dijo.

Bueno, tal vez podría dejar que siguiera durmiendo y echarse a su lado. Lo que él necesitaba en ese momento era eso, dormir. Por la mañana, cuando estuviese descansado, podría hablar con ella... y hacer cualquier otra cosa que le pidiese el cuerpo.

Pero justo en ese momento ella abrió los ojos, y cuando lo vio gimió sobresaltada y se incorporó como un resorte, sujetando la sábana contra el pecho.

–¿Quién eres? –le preguntó James.

La joven parpadeó aturdida. El cabello le caía desordenado en torno al rostro, y sus mejillas estaban ligeramente sonrosadas por el sueño.

–¿Qué quieres de mí? –le preguntó ella.

¿Por qué estaba torturándolo aquella visión de esa manera? ¿Estaba dispuesta a hacer lo que él quisiera?

–Esto... perdona, pero ahora mismo dudo que pudiera...

Ella se quedó mirándolo un buen rato y sus hombros se relajaron.

–Ah, eres James.

¿Cómo podía saber su nombre? Cada vez estaba más convencido de que tenía que ser una fantasía.

–Pues sí, y lo siento mucho, porque aunque eres preciosa y estoy seguro de que sería increíble... en fin, no va a pasar nada entre nosotros esta noche. Así que, en fin, esfúmate y vuelve otro día.

Ella parpadeó de nuevo, pero no se movió, sino que se quedó mirándolo otra vez y, al ver cómo se teñían sus mejillas de rubor, James sintió que un cosquilleo le recorría la espalda.

–George me dijo que viniera aquí –murmuró ella, frunciendo el ceño.

¿Eh? ¿Por qué tenía su hermano que entrometerse en una fantasía suya?

–¿George te mandó aquí... para mí? –inquirió confundido. Y el cosquilleo se tornó frío y desagradable.

¿Aquella chica estaba allí porque George le había dicho que fuera? ¿O porque le había pagado para que fuera allí? No, imposible. George nunca le haría algo así. Le había estado dando la lata durante meses con que debería salir por ahí, ligar y divertirse, pero enviar a una prostituta a su casa no era su estilo.

Fuera como fuera, estaba demasiado cansado como para dilucidar aquel misterio. Lo que quería hacer era dormir.

Cerró los ojos, con la esperanza de que la tentadora visión hubiese desaparecido al volver a abrirlos, pero cuando lo hizo seguía allí.

Estaba mirándolo con los ojos entornados, y alzó la barbilla, como molesta, para espetarle:

–¿Te has creído que estaba esperándote?

¿No era así? James abrió la boca, volvió a cerrarla y tragó saliva. Mierda...

Caitlin Moore echó la cabeza hacia atrás para mirar bien a James Wolfe. Nunca había visto unos ojos tan oscuros. Eran más oscuros que los de su hermano gemelo, eso sin duda; y su cabello, del mismo color, también era más oscuro.

Pero no era esa la diferencia más evidente entre ambos, sino la cicatriz que le cruzaba parte del rostro desde la sien hasta el pómulo. Sabía cómo se la había hecho. Todo el mundo había visto, en la prensa o la televisión, esa imagen de él con el rostro ensangrentado y una niña malherida en brazos, avanzando indolente por un pueblo asolado por un corrimiento de tierra. Era el paradigma del héroe moderno. Pero un héroe que pensaba que era una furcia.

No se quedó mirando su cicatriz, ni se recreó admirando su físico atlético, a pesar de que solo lleva unos boxer y una camiseta. Una camiseta gris como la que ella había tomado prestada de su armario, aunque a él le quedaba muchísimo mejor.

Sin embargo, a pesar del esfuerzo que hizo por no mirarlo demasiado, no pudo evitar fijarse en su piel bronceada y sus músculos. Y tampoco le pasó desapercibido el brillo irritado en sus ojos, como si se le estuviera agotando la paciencia.

Pues a ella también se la estaba colmando. ¿Cómo era eso que le había dicho? «Aunque estoy seguro de que sería increíble, no va a pasar nada entre nosotros». ¿Se podía ser más presuntuoso?

–A ver, ¿qué tal si me dices quién eres y qué fue lo que te dijo George? –le preguntó él.

Ella sabía perfectamente quién era él –un médico de una ONG que participaba en las operaciones de rescate en países devastados por desastres naturales, un héroe–, pero él, según parecía, no tenía ni idea de quién era ella.

No sabía nada de la pesadilla que había dejado atrás al abandonar Londres. Sin duda no había leído los titulares de los periódicos ni había visto la bilis que estaba soltando la gente sobre ella en Internet.

–¿De verdad has pensado que tu hermano me había mandado aquí para que hicieras conmigo lo que se te antojara? –le espetó, ignorando su pregunta.

Alargó el brazo para encender la lámpara de la mesilla de noche, pero él no contestó, sino que permaneció allí plantado, a los pies de la cama, mirándola fijamente con esos ojos oscuros como el chocolate negro.

–Esa camiseta que llevas es mía –dijo.

¿Qué clase de respuesta era esa? ¿Acaso eso la convertía en su propiedad? Al ver el modo tan intenso en que estaba mirándola, sintió que una ola de calor le afloraba en el vientre.

–Agradece que no te tomara prestados también unos boxer –le respondió–, porque estuve a punto.

–¿Mis...? –James se quedó callado y tragó saliva–. Entonces, ¿qué más llevas puesto?

Parecía casi atormentado, y Caitlin no pudo resistir la tentación de apretarle las tuercas un poco más.

–Solo tu camiseta –contestó encogiendo un hombro–. Mi ropa está colgada en el baño, secándose.

Él no apartó los ojos de ella.

–¿Solo?

–Bueno, me pareció que tenías camisetas de sobra –le respondió. Había como veinte en el vestidor, todas planchadas, dobladas y del mismo color–. ¿Quién habría pensado que al honorable James Wolfe, el héroe nacional, le gustaría tener a una mujer de mala reputación esperándolo en la cama a su regreso de una misión? –le espetó con sarcasmo.

Él se quedó mirándola como atontado, como si le costase comprender sus palabras. ¿Estaría borracho?

–Entonces... ¿no estás aquí por...? –se quedó callado un momento; casi parecía incómodo–. ¿... por mí?

–No, tu hermano no me ha pagado para que viniera y me convirtiera por unas horas en tu juguete sexual –contestó ella, sonriéndole con irónica dulzura–. Además, si fuera una profesional del sexo –añadió ladeando la cabeza–, ¿no crees que me habría puesto algo más sexy que una de tus camisetas?

Él apretó los labios y la miró furibundo.

–Mira, estoy cansado. Y sí, he cometido un error, y lo siento, pero no puedes quedarte aquí.

Bueno, al menos se había disculpado. El problema era que ella no tenía dinero para irse a otro sitio.

–Pero es que tu hermano me dijo que podría quedarme aquí un mes.

–¿Un mes? –James la miró boquiabierto–. No, no, no... Ni hablar.

–Bueno, pues ya veré qué haré, pero lo que es esta noche, no pienso irme de aquí.

–Tienes que hacerlo.

–Escucha –le dijo Caitlin, dejando a un lado su orgullo y su dignidad–, estoy segura de que podemos llegar a un acuerdo. No me importa dormir en el suelo.

Él frunció el ceño.

–No voy a dejar que duermas en el suelo.

Caitlin suspiró.

–Oye, no te pongas ahora caballeroso. ¿O es que has olvidado que hace un momento he visto tu verdadera cara? Ya sabes, ese tipo que cuando encuentra a una desconocida en su cama piensa que es una fulana.

–No vas a dormir en el suelo.

Ella optó por cambiar de táctica.

–Muy bien; entonces compartiremos la cama –le echó un vistazo al enorme colchón–. Es muy amplia.

–No lo suficiente.

Caitlin tragó saliva.

–Nos apañaremos –replicó estoicamente–. Mira, yo me acurrucaré en este lado –dijo moviéndose hacia el borde de la cama–, y en medio ponemos un par de almohadones. ¿Te basta con eso?

–No.

–¿Cómo? No irás a ponerte puritano ahora, ¿no?

–Jamás he pagado a cambio de sexo, y tampoco tengo por costumbre dormir con mujeres poco dispuestas.

Caitlin se quedó mirándolo. ¿Qué esperaba que respondiese a eso? Porque, si prestase oídos al cosquilleo que estaba recorriéndole la piel en ese momento, tendría que negar lo que él acababa de decir: aunque contra su voluntad, estaba dispuesta. Más que dispuesta...

Y decirle eso sería un error, porque, aunque fuera guapísimo, estaba comportándose como un capullo.

James, que ya no podía más con el cansancio que arrastraba, solo quería que aquella conversación terminase. Necesitaba dormir, por lo menos veinte horas seguidas.

–Mira, creo que podré controlar mis instintos más básicos lo suficiente como para no abalanzarme sobre ti en medio de la noche –le dijo, arrastrando las palabras.

Era evidente que estaba haciendo todo lo posible para fastidiarlo.

Cerró los ojos, pero aquella criatura, exasperante y endiabladamente sexy, siguió hablando, diciéndole otra vez no sé qué de unos almohadones y de lo espaciosa que era la cama.

–Oye, estoy reventado –la interrumpió levantando las manos en señal de rendición–. Voy a dormir; hablamos mañana.

Y dicho eso se dejó caer en la cama y dejó por fin que lo arrastrara el sueño.

Capítulo Dos

James Wolfe se aferró a aquel sueño erótico y pecaminoso. Notaba en la lengua un sabor mezcla de dulce y salado, y un cuerpo cálido y de formas blandas apretado contra el suyo. Aquellos ojos de color azul verdoso brillaban desafiantes, pero también con deseo; y los labios, carnosos, le sonreían. La sensual voz le susurró algo, y él alargó la mano, queriendo tocarla, pero las yemas de sus dedos se deslizaron sobre una sábana fría.

Abrió lentamente los ojos, volviendo de mala gana a la realidad, y lo primero que vio fue el espacio vacío a su lado. Frunció el ceño y parpadeó, convencido de que la mujer del sueño había yacido junto a él.

Entonces oyó el ruido de la ducha. Ah, estaba en el baño..., pensó sonriendo plácidamente, y volvió a cerrar los ojos. Pero los recuerdos de la noche pasada volvieron a su mente, disipando la niebla del agradable sueño, y se puso rígido antes de incorporarse como un resorte.

Sí que había habido una mujer en la cama con él. Una mujer a la que él había tomado por una... Maldijo para sus adentros. Según ella, George le había dicho que podía quedarse allí un mes.

Su hermano nunca invitaba a desconocidas al piso, o al menos no para más de una noche y sin estar él allí, así que... tenía que ser su novia. No le había dicho nada de que se hubiera echado novia, pero también era cierto que hacía tiempo que no hablaban. Así que... sí, era probable que fuese su novia.

¿Y qué había hecho él? Prácticamente llamarla prostituta y decirle que se fuera. George se pondría furioso cuando se enterase, y con razón. Y él tendría que arrastrarse para disculparse con los dos.

El ruido de la ducha cesó, y James se puso tenso. ¿Debería decirle que la noche anterior el cansancio que arrastraba le había impedido pensar con claridad?

La puerta del baño se abrió y salió la misteriosa desconocida, que lo miró con recelo. Vestida parecía cualquier cosa menos una prostituta. Se había recogido el pelo en una coleta, no se había maquillado, y llevaba un jersey negro de cuello vuelto y unos vaqueros del mismo color que le estaban grandes.

–Creo que deberíamos presentarnos como es debido –le dijo–. Bueno, tú ya sabes quién soy, pero no me has dicho tu nombre.

–Caitlin –contestó ella en un tono seco.

James la miró de arriba abajo, fijándose de nuevo en la ropa, que obviamente no era de su talla, y no pudo resistir la tentación de pincharla un poco.

–¿Tienes por costumbre ponerte la ropa de otras personas, Caitlin?

Ella se sonrojó.

–Me perdieron la maleta en el vuelo de Londres a Nueva York.

O sea, que había llegado hacía poco.

–¿Por eso te pusiste anoche mi camiseta?

Ella asintió con la cabeza.

–Ya te lo dije: había lavado mi ropa y todavía estaba húmeda.

–Entonces, la que llevas puesta... ¿de verdad es tuya? –inquirió él, enarcando las cejas. Cuando ella lo miró con irritación, se dio cuenta de que se estaba pasando un poco. Aunque le divertía pincharla, no quería enfadarla aún más–. Perdona; era broma. En fin, ¡qué mala suerte lo de la maleta!

Ella apartó la vista y paseó la mirada por la habitación.

–Espero que llegue hoy; di esta dirección en la oficina de reclamaciones.

–Ya. Bueno, pero si necesitas comprar algo de ropa mientras tanto estás de suerte, porque en esta zona hay un montón de tiendas –dijo él, preguntándose cómo sacar el tema de lo suyo con George.

–Eso puede esperar.

James frunció el ceño, confundido. No tenía otra cosa que ponerse más que lo que llevaba, ¿y no tenía prisa por comprarse ropa? Volvió a fijarse en su atuendo, y se dio cuenta de que tal vez hubiese vuelto a meter la pata. A lo mejor no era que no quisiese comprarse ropa, sino que no podía permitírselo.

¿Sería ese el motivo por el que la noche anterior se había negado en redondo a marcharse?, ¿porque no podía pagarse una habitación de hotel? Por el brillo orgulloso en sus ojos, tuvo la impresión de que, si ese era el motivo, jamás lo admitiría.

–¿Y a qué has venido a Nueva York? –le preguntó.

–A pasar mis vacaciones.

–¿Un mes de vacaciones?

Ella asintió, pero James tuvo la sensación de que estaba ocultándole algo. No acababa de entender de qué iba aquello, y le fastidiaba que su hermano le hubiera dicho que podía quedarse allí un mes entero. Para él aquel era su hogar. Allí podía estar a solas y en paz, lo que necesitaba entre misión y misión para reponer fuerzas y descansar.

Claro que, si ella iba a estar allí de vacaciones, se pasaría todo el día visitando lugares turísticos, cenaría fuera y saldría a bailar y cosas así, ¿no? Si fuera así, apenas tendrían que verse.

El único problema era que, con el apartamento en obras, el único dormitorio que se podía utilizar por el momento era aquel. Y compartir la cama con la novia de su hermano era algo que entraba en la lista de cosas que para él estaban completamente prohibidas. Suponiendo que fuese la novia de su hermano...

–Así que George dijo que podías quedarte –comentó, inclinándose hacia delante para observar su reacción.

Ella asintió de nuevo y volvió a apartar la vista.

–Pero es obvio que si me quedo no voy a hacer más que causar molestias.

Si se iba, su hermano jamás se lo perdonaría.

–¿Y cómo es que George...?

–Es un buen amigo –lo interrumpió ella, antes de que pudiera acabar la pregunta–. Lo conocí por mi hermana, y cuando supo que venía a Nueva York me dijo que podía quedarme aquí.

¿Un amigo? ¿No eran más que eso?, ¿amigos? James se pasó una mano por el pelo y se frotó la nuca. Si hablase con su hermano más a menudo lo sabría y no tendría que preguntar.

–¿Y lo conoces bien?

–No en el sentido bíblico, que creo que es lo que en realidad quieres saber, ¿no? –le espetó ella–. Y ya que estamos, ¿puedo saber qué te importa a ti?

Esa respuesta desafiante lo enervó.

–¿De verdad necesitas que te lo explique?

–En algunos aspectos te pareces mucho a tu hermano –dijo ella con aspereza.

–Pero no soy él.

¿Por qué no podía apartar la vista de los carnosos y sensuales labios de Caitlin? Debería comportarse y reprimir sus instintos, se dijo. ¡Pero es que estaba tan cansado de hacer siempre lo correcto...!

Caitlin ladeó la cabeza y lo escrutó en silencio.

–¿Te molesta? Que la gente os confunda, quiero decir.

No eran gemelos idénticos, pero sí lo bastante parecidos como para que la mayor parte de la gente creyera que sí lo eran. O al menos antes de que se hiciese la cicatriz que ahora le cruzaba el rostro. Claro que esa diferencia era solo superficial. Las verdaderas diferencias entre ellos no eran visibles, sino que se habían marcado a fuego en su interior cuando, años atrás, por su culpa, una familia había quedado destrozada.

Un sudor frío le recorrió la espalda, como cada vez que recordaba aquel suceso. Se irguió y lo apartó de su mente. Había superado aquello; estaba haciendo algo útil con su vida. Sacudió la cabeza y respondió:

–Antes sí. Pero somos muy distintos. De hecho, a veces pienso que me gustaría parecerme más a él.

–¿En qué sentido? –inquirió Caitlin.

James se quedó callado un momento, con la mirada perdida, antes de que sus labios se curvaran en una media sonrisa y un destello travieso asomara a sus labios.

Caitlin sabía que George era un donjuán: encantador, divertido, inteligente... un maestro en conquistar a las mujeres, pero James Wolfe, a diferencia de su hermano, tenía más de depredador que de donjuán. Con él no se sentía segura como con George. Incluso en ese momento, a pesar de la sombra de barba, la mirada soñolienta y el cabello revuelto, resultaba increíblemente cautivador.

–Si fuera más como George no habría tenido problema en decirte anoche lo bien que te sentaba mi camiseta –James sonrió un poco más, y en la mejilla le apareció un hoyuelo–. Por cierto, siento mucho lo brusco que fui contigo. Espero que puedas perdonarme.

Caitlin nunca se fiaba de quien intentaba ganársela con buenas palabras, y si era un hombre, menos.

–¿No te preocupa que vaya a ir por ahí, contando que en realidad James Wolfe, al que todos reverencian, es un capullo?

Él alzó la barbilla y sonrió con socarronería.

–No me importa en absoluto, aunque sí me preocupa un poco lo que podría decir mi hermano si se enterara de lo que pensé de ti anoche y cómo me comporté.

–¿Y qué pensabas?, ¿que desplegando tu encanto personal esta mañana me deslumbrarías, y que me olvidaría de lo de anoche?

Él enarcó las cejas.

–Pues pensé que, cuando menos, no perdía nada por intentarlo.

–¿Por qué? –le preguntó ella–. ¿Es que necesitas que todo el mundo piense bien de ti? ¿O es que tienes un ego tan grande que esperas que todas las mujeres te deseen?

James se rio.

–No, solo pretendía hacerte olvidar lo descortés que fui contigo anoche. Pero si me deseas, te diré que me siento halagado –contestó encogiéndose de hombros.

–¿Qué dices? Yo no te deseo.

–¿Ah, no? –inquirió él, con una expresión muy cómica de fingida decepción.

Caitlin no pudo evitar echarse a reír.

–Eres lo peor...

Ya sabía ella que solo estaba tomándole el pelo... La mirada que le había echado hacía un rato de arriba abajo no había sido más que teatro. Si a James le importaba qué clase de relación tenía con George, sin duda era porque temía por su propia reputación, no porque se sintiese atraído por ella y no quisiese pisarle el terreno a su hermano.

–Pues lo siento por ti –le dijo–, pero no estoy entre los millones de mujeres que te idolatran.

Él alzó la barbilla con un movimiento brusco, como un depredador que acabara de olfatear en las proximidades el olor de una presa apetecible.

–Desde luego tengo que decir que no te pareces en nada a las mujeres con las que trato habitualmente –contestó pensativo.

–Me lo tomaré como un cumplido.

–Y respecto a lo que te dijo George de que podías quedarte aquí...

No iba a suplicarle; ya se las apañaría. Se irguió y, haciendo de tripas corazón, lo interrumpió para decirle:

–Me iré a un hotel.

La respuesta de James la dejó patidifusa.

–¿A un hotel? No, mujer, ¿cómo te vas a ir a un hotel? Los hoteles son lugares fríos e impersonales. Quédate –le dijo con un brillo divertido en los ojos.

–Pero es verdad que no hay espacio para los dos.

–Pues claro que sí –replicó él–. Anoche compartimos la cama sin problemas, ¿no?

Sí, claro... La noche anterior había tardado una eternidad en dormirse. Había estado con los ojos abiertos, nerviosa, y sin casi atreverse a respirar o moverse, hasta que se había convencido de que el hombre tumbado a su lado estaba profundamente dormido, tan inmóvil como una estatua de piedra. Se aclaró la garganta.

–No sé, ¿estás seguro de que no te importa? Tampoco quiero obligarte a que estemos como sardinas en lata...

–Te aseguro que por mi trabajo he dormido en sitios mucho peores y en condiciones mucho peores –contestó él divertido–. Además, tengo un hermano gemelo; estoy acostumbrado a compartir –le explicó James–. De niños trazamos una línea divisoria en nuestro cuarto con cinta adhesiva para marcar el territorio de cada uno.

Aunque Caitlin sonrió, dudaba de que lo hubieran hecho por problemas de espacio. Los Wolfe eran gente de dinero. Eran los dueños de una editorial que vendía millones de ejemplares al año de sus guías de viaje en todo el mundo. Por eso estaba segura de que James había crecido en una casa enorme. Se conmovió al comprender que estaba intentando hacer que se sintiera mejor, pero tampoco iba a dejar que pensara que era tan crédula como para tragarse esas exageraciones.

–¿No teníais cada uno vuestra propia habitación?

–Ya lo creo que no –replicó él al instante–. Y durante un tiempo también compartimos el cuarto con nuestro otro hermano, Jack –añadió riéndose.

–O sea que... ¿estás diciéndome que, si me quedo, compartiríamos el dormitorio como si fuésemos hermanos o algo así? –le preguntó.

–Exacto –asintió él sonriente–. Como te he dicho estoy acostumbrado a compartir... Muchas veces, cuando me mandan a algún sitio en una misión, tengo que dormir en una tienda de campaña con mis compañeros, y ahí sí que estamos como sardinas en lata. Además, solo serán un par de días, como mucho. Pronto me asignarán otra misión y tendré que irme, así que tendrás el apartamento para ti sola durante el resto del mes.

Teniendo en cuenta que no tenía un plan B, difícilmente podía permitirse decir que no, pero había algo que seguía incomodándola.

–¿De verdad crees que funcionaría... después de lo que pensaste de mí al verme?

–Estaba agotado y no podía pensar con claridad –respondió él, apartando la vista por primera vez–. Y no puedes culparme por ello; estoy seguro de que la mayoría de los hombres piensan en sexo cuando te miran.

–¿Eso se supone que es un cumplido? –le preguntó Caitlin con aspereza.

–¿Qué quieres?, yo también soy un hombre.

–Ya. Pues precisamente por eso me parece que no sería buena idea que me quedara aquí.

Él esbozó una sonrisa amable.

–Cariño, conmigo no tienes nada que temer.

Por algún motivo, el que estuviera intentando tranquilizarla la ofendió más que el que la hubiera insultado la noche anterior.

–¿Cariño?

James volvió a sonreír, esta vez de un modo travieso.

–¿Prefieres preciosa? ¿Encanto?

–Parece que has olvidado mi nombre: Caitlin.

–No lo he olvidado. Eres difícil de olvidar –replicó él con un brillo divertido en los ojos.

Caitlin sintió que se le subían los colores a la cara.

–No, está claro que no puedo quedarme aquí –respondió. Incluso durmiendo en la calle estaría más segura.

–Pues claro que puedes.

–No si vas a flirtear conmigo de ese modo tan descarado –le espetó ella.

James se rio. Tenía una risa cálida y contagiosa.

–¿No te gusta flirtear?

–En este caso no me parece que sea muy apropiado –contestó Caitlin.

Él sonrió divertido.

–¿De verdad crees que un hombre y una mujer no pueden compartir una habitación sin...? –no terminó la frase, pero enarcó las cejas, dándole a entender a qué se refería.

Genial. Ahora pretendía retratarla como a una obsesa del sexo.

–No es eso, pero...

–Ah, así que sí te parezco atractivo –murmuró James, asintiendo con una sonrisa de adolescente.

–Sabes que lo eres –le contestó ella, algo irritada.

–¿Lo soy? –James giró la cabeza y deslizó un dedo por la cicatriz que le atravesaba el rostro–. ¿Esto te parece atractivo?

Caitlin miró la cicatriz y luego lo miró a los ojos.

–Creo que la mayor parte de tu atractivo reside en tu mirada –le contestó en un tono quedo.

Él sacudió la cabeza y esbozó una sonrisa irónica.

–Más bien en mi cuenta corriente –dijo–, y en mi apellido. Y en la fama que he adquirido.

A ella no le atraía el que fuera famoso, ni tampoco su dinero ni su posición social.

–¿Estás intentando darme pena? ¿Te preocupa que la única razón por la que las mujeres te desean sea tu dinero y no tu personalidad?

–No lo sé; dímelo tú –contestó él, reprimiendo una sonrisa.

–No pienso alimentar tu ego, si es lo que esperas que haga.

James dejó escapar otra risa cálida.

–O sea que no te sientes atraída por mí –murmuró asintiendo con la cabeza–. Bueno, entonces supongo que no tendremos ningún problema en compartir la habitación.

Caitlin tuvo que admitir para sus adentros que era listo.

–Y evidentemente tú tampoco te sientes atraído por mí, ¿no? –le preguntó, con un suspiro fingido.

Él volvió a sonreír, pero no dijo nada.

–Lo digo porque te quedaste dormido nada más caer en el colchón, y porque no hacía más que insistir en que no podía quedarme –añadió Caitlin.

Él encogió un hombro, como disculpándose de mala gana.

–No es eso; es que creí que eras... ya sabes, y no tenía cuerpo para eso.

–Si hubiera sido una prostituta tú solo habrías tenido que disfrutar de mis servicios, hacer tu parte y en veinte segundos habríamos terminado.

–¿Veinte minutos? Yo no soy así en la cama –replicó él herido en su pundonor, clavando su mirada en ella.

De repente Caitlin se sintió acalorada.

–Bueno, si hubiesen sido diez segundos tampoco se habría hundido el mundo. No tienes por qué sentirte mal si es eso todo lo que aguantas.

Él se inclinó hacia delante y sonrió con condescendencia.

–No me siento mal porque siempre me porto bien con las mujeres con las que me acuesto. Pero anoche estaba reventado y no tenía ganas de ser paciente y portarme bien.

–Umm... ¿O sea que, aunque eres un héroe, te entran ganas de portarte mal de vez en cuando?

El fuego en los ojos de James se avivó. Apartó las sábanas y se levantó de la cama.

–No puedo permitirme portarme mal.

–¿Por qué no? –insistió ella, haciendo un esfuerzo para no bajar la vista y admirar sus musculosas piernas–. ¿Es que no puedes hacer lo que te venga en gana?

–Las cosas no son nunca así de simples –replicó él, y echó a andar hacia ella.

–¿Ah, no? –respondió Caitlin, alzando la barbilla y reprimiendo el impulso de retroceder–. ¿Pues sabes qué te digo? Que es una suerte para ti que no te sientas atraído por mí, porque soy una persona horrible y arruinaría tu reputación.

En las últimas semanas las revistas de cotilleos habían estado hablando mal de ella. Necesitaban un villano, y ese mes le había tocado a ella ese papel. Había olvidado lo horrible que era ser vilipendiada por la prensa; creía que había logrado escapar de todo eso.

–Yo no he dicho que no me sintiera atraído por ti –replicó James con mucha calma–. Y al igual que dudo que seas una persona horrible, dudo que pudieras arruinar mi reputación –se sacó la camiseta y la arrojó sobre la cama–. Estoy hecho a prueba de balas; ¿lo sabías?

A Caitlin se le escapó un gemido ahogado al ver su torso desnudo. Sí, con esos pectorales y esos abdominales esculpidos seguro que rebotaban las balas...

–Pero debo decir que me pica la curiosidad. ¿Qué has hecho que sea tan malo? –le preguntó divertido.

Acabaría averiguándolo antes o después. Y le dijera lo que le dijera, sabía que no la creería. En vez de responder a su pregunta, le espetó:

–Anoche solo con verme ya pensaste que te traería problemas.

–Y no me equivoqué –contestó él con una sonrisa–. Pero, por si no lo habías oído, me gustan los problemas –dijo deteniéndose frente a ella–. Tengo la mala costumbre de apartarme de mi camino para ir en busca de problemas.

–Pero lo haces para arreglarlos –replicó Caitlin, mirándolo airada–. Y lo siento, guapo, pero yo no necesito que me arreglen.

–¿Ah, no? –murmuró él. Estaba tan cerca de ella que Caitlin podía sentir el calor de su cuerpo a pesar del grueso jersey que llevaba puesto–. ¿Y tampoco necesitas nada de mí?

Ella apenas podía respirar por la tensión sexual que se masticaba en el ambiente.

–Lo único que necesito es que me dejes un poco de espacio en la cama para dormir; nada más.

La sonrisa de seductor volvió a aflorar a los labios de James.

–Tal vez –dijo apartándose de ella–. Pero te sorprendería ver las cosas que puedo hacer –añadió mientras se dirigía al cuarto de baño.

Caitlin no pudo resistir la tentación de volverse y, algo irritada al ver que también estaba como un tren por la espalda, le espetó:

–¿Qué te crees?, ¿que eres irresistible?

Él giró la cabeza al llegar a la puerta del baño, con los pulgares enganchados en la cinturilla elástica de sus boxer, y respondió con una sonrisa traviesa:

–Supongo que estamos a punto de averiguarlo.

Capítulo Tres

Caitlin le dio la espalda mientras él se reía y cerraba la puerta del baño tras de sí. Estaba picándola para arrancarle una sonrisa y que se sintiera más cómoda.

Y un poco más cómoda y tranquila sí que se sentía. Al menos habían llegado a un acuerdo. Se quitó la coleta, sacó un peine de su bolso y se sentó en la cama a desenredarse el pelo para luego hacerse una trenza.

Justo había terminado cuando James salió del baño con una toalla blanca liada a la cintura, y Caitlin se encontró sin querer admirando su torso y sus anchos hombros. Estaba fuerte, pero en su justa medida; no tenía una musculatura exagerada como la de un culturista.

James le guiñó un ojo con descaro antes de entrar en el vestidor y cerrar la puerta para reaparecer al poco rato vestido con una camiseta gris limpia y unos pantalones de color caqui.

–Bueno, y ahora vamos con las cuestiones prácticas –le dijo James.

–¿Las cuestiones prácticas? –repitió ella frunciendo el ceño.

–La comida. Como tengo el piso en obras no tengo frigorífico. Así que no tenemos más remedio que salir a buscar comida.

Caitlin sonrió.

–¿A las salvajes llanuras de Nueva York? –bromeó.

–Es todo un reto –contestó él, asintiendo con la cabeza–. ¿Te ves con fuerzas?

La verdad era que no tenía mucho dinero, ni para comida, pero no le iría mal salir un poco y respirar aire fresco; sobre todo con lo acalorada que se sentía a solas con él en aquella habitación.

–Pues claro.

Lio la trenza para hacerse un moño, que sujetó con un par de horquillas, se puso su gorro de lana negro y también sus gafas de sol.

–¿Pero qué haces? –inquirió James, mirándola de hito en hito.

–Me preparo para salir.

–¿Es que no quieres que te dé el sol?

–Lo que no quiero es que me reconozcan.

–¿La gente suele reconocerte cuando vas por la calle? –preguntó él enarcando las cejas.

–Aquí es poco probable, pero nunca se sabe.

Siempre había alguien que la reconocía. Cualquiera podía hacerle una foto con el móvil, y en cuestión de segundos esa foto podía dar la vuelta al mundo. Bastante había sufrido ya con lo que habían publicado sobre ella y los comentarios en Internet. Y, aunque estuviera en otro país, no se sentía a salvo.

–Pero ¿por qué iba a reconocerte la gente?

Caitlin vaciló. Hasta hacía unas semanas, para la mayoría de la gente había sido una desconocida porque hacía años que no salía en la tele, pero un mes atrás su ex, Dominic, y su novia habían azuzado a los perros de la prensa contra ella. Aunque eso desde luego no se lo iba a contar a James.

–Mi hermana es famosa –dijo–, y no quiero que alguien me haga una foto con el móvil. O que me reconozca un paparazzi apostado tras unos arbustos.

Él frunció el ceño.

–Pues si no quieres que se fijen en ti –dijo quitándole las gafas–, lo estás haciendo completamente al revés –le quitó también el gorro y lo arrojó a la cama–. Hay un montón de rubias en Nueva York; nadie se fijará en ti. Pero si ven a alguien que es tan evidente que intenta ocultar su identidad tras un gorro y unas gafas de sol, pensarán que eres una persona famosa.

Fue al vestidor y volvió con una gorra de béisbol.

–Toma, ponte esto –dijo tendiéndosela–. No estamos en invierno.

–Gracias.

James la observó con los brazos en jarras y le caló la gorra un poco más.

–No te gusta nada la prensa, ¿eh?

–¿Y a quién le gusta?

–Hay un montón de gente que se muere por tener quince minutos de fama.

–Pues pueden quedarse con los míos –murmuró ella, saliendo del dormitorio.

Mientras bajaban en el ascensor sintió en el estómago una mezcla de nervios y excitación. ¿De verdad podría caminar por la calle como una persona libre?, se preguntó guiñando los ojos por el sol cuando salieron del edificio.

Las últimas semanas en Londres había vivido prácticamente recluida, temerosa no solo de que hubiese algún fotógrafo merodeando cerca de su casa, sino también por la reacción que había tenido la gente por las falsedades que se habían difundido de ella. Y es que, después de que la prensa la hubiese retratado como la expsicótica del «joven y atractivo actor», de haber perdido la cabeza en sus intentos por recuperarlo, la gente había llegado a insultarla e increparla por la calle. La prensa había dicho que cuando Dominic había roto con ella, se había puesto a perseguirlo, a acosarlo, que lo había chantajeado con que estaba embarazada para que volviera con ella, y que cuando él se había negado, había abortado.

Mentiras. Todo aquello no eran más que sucias y crueles mentiras. Y por supuesto en todos aquellos artículos la habían comparado con su hermana Hannah. Estaba orgullosa de su hermana y se alegraba de su éxito profesional, pero su fama había repercutido negativamente en ella. La prensa las había polarizado, retratándolas como la buena hermana y la mala hermana, la que tenía talento y la que no era más que una segundona con afán de protagonismo, la profesional consumada y la diva exigente. Y aunque Hannah se mantenía al margen y no alimentaba al monstruo, su padre sí, siempre lo había hecho. Y seguía haciéndolo, refiriéndose a ella cuando hablaba con la prensa como su «conflictiva hija Caitlin». Como si todo lo que escribían sobre ella fuese verdad.

Nunca se lo perdonaría. Ella jamás había querido que su vida se convirtiese en una especie de reality show. Ni ansiaba la fama como su padre, ni le apasionaba actuar, como a su hermana. De niña había empezado a trabajar como actriz y modelo simplemente porque se le había ocurrido a su padre, porque necesitaban el dinero. Pero hacía años que había salido de él, y ahora lo único que quería era que la dejaran vivir su vida en paz.

Por la acera discurría incesante, en ambas direcciones, un trasiego de gente que caminaba con prisa, sin prestar atención a los demás. Quería ser como esa gente, poder ir donde quisiera y hacer lo que quisiera sin que nadie se fijara en ella.

–¿Es la primera vez que vienes a Nueva York? –le preguntó James en un tono divertido, sacándola de sus pensamientos.

Caitlin se dio cuenta de que se había quedado plantada frente a la puerta del edificio, mirando a los viandantes. Apartó la vista de ellos y miró a James, obligándose a esbozar una sonrisa.

–¿Tanto se me nota?

Él sonrió también.

–Un poco. Bueno, ¿y qué es lo primero en tu lista?

–¿Mi lista?

–Tendrás una idea de las cosas que quieres ver y hacer, ¿no? –inquirió él, echando a andar.

–Pues la verdad es que no –murmuró. Y al ver que él la miraba sorprendido, añadió–: Es que lo de este viaje fue una decisión de última hora.

–Ya veo. No te preocupes; vamos a tomar algo y te haré un resumen de los sitios más importantes que hay que ver.

Entraron en una cafetería que había a unos pocos pasos de allí, se sentaron en un reservado y se pusieron a hojear el menú. Al rato, se acercó una camarera.

–¿Ya saben qué van a tomar?

–Yo tomaré un café y unas tortitas con arándanos –dijo James.

Ella solo pidió un café.

–¿No vas a tomar nada más? –le preguntó James mientras se alejaba la camarera.

–Cuando me levanto tarda un poco en abrírseme el apetito –mintió ella, jugueteando con una bolsita de azúcar para evitar mirarlo.

No era un sitio caro, pero tenía que controlar lo que gastaba.

–Pues a la hora que es ya deberías tener hambre –contestó él–. Es más de mediodía.

Caitlin no iba a contarle la triste historia de su vida, así que no dijo nada, y por suerte la camarera reapareció en ese momento con lo que habían pedido.

–Volviendo a lo que hablábamos antes –dijo James cuando se hubo retirado–, aunque no hayas hecho una planificación, supongo que sí tendrás pensado ir a ver las cosas típicas que no te puedes perder: la Estatua de la Libertad, Times Square, el Rockefeller Center...

–Sí, claro –dijo Caitlin encogiéndose de hombros, antes de llevarse la taza a los labios para tomar un sorbo.

James, que estaba devorando la enorme torre de tortitas a una velocidad de vértigo, alzó la mirada en un momento dado y sonrió al ver su cara de asombro.

–Es lo que pasa cuando has crecido con dos hermanos –le explicó–: si no eres rápido te quedas sin comer.

–Puedes comer tranquilo; yo no te voy a quitar la comida –contestó ella riéndose.

James bajó la vista un instante a la solitaria taza de café frente a ella y enarcó una ceja.

–Pues a lo mejor deberías.

–No soy muy fan de las tortitas –contestó. Y James le lanzó una mirada tan incrédula que no pudo sino reírse de nuevo–. Bueno, y aparte de la Estatua de la Libertad y todo eso, ¿qué me recomiendas?

Él se quedó pensándolo mientras masticaba.

–Depende.

–¿De qué?

–De lo que te vaya –respondió él, pinchando otro trozo de tortita–. Esta ciudad tiene algo para cada persona que la visita. Así que... ¿qué esperas tú de ella?

–No lo sé.

Él la miró a los ojos.

–¿No sabes qué es lo que te gusta?, ¿lo que quieres?

Caitlin sintió que se le encendían las mejillas. ¿Por qué tenía que ver dobles sentidos en todo lo que decía?

–Solo quiero ver ciertas cosas.

–¿Ver? ¿No hacer ciertas cosas?

Ahí sí que había un doble sentido; estaba segura de que no era su imaginación.

–Tal vez.

–Pues si además de ver cosas quieres hacer cosas –contestó él, terminándose la última tortita–, necesitarás algo más que café.

–Quizá hoy debería dedicarme solo a ver cosas.

Él esbozó una sonrisa divertida.

–Buena idea.

Caitlin se tensó al verle sacar la cartera.

–No voy a dejar que me pagues el café.

James suspiró.

–¿Sería un pecado que lo hiciera para compensarte por lo grosero que fui contigo anoche? –le preguntó. La miró y enarcó las cejas al ver que ella no respondía–. Ya veo que sí.

Caitlin apuró su café. Era una tonta. Reaccionar de un modo tan desproporcionado... Estaba siendo injusta con James; se estaba volviendo paranoica con todo lo que había pasado en las últimas seis semanas. Una cosa era que no confiara ciegamente en él, pero... ¿tratarlo de un modo tan descortés?

–Perdona; ha sido una respuesta muy grosera por mi parte. Agradezco todo lo que estás haciendo para ayudarme.

Él esbozó una sonrisa sincera que hizo que una sensación cálida aflorara en su pecho.

–No hay de qué.

Al salir de la cafetería se separaron, y James sacó su móvil mientras veía a Caitlin alejándose calle abajo.

Al final había conseguido que se relajara y aceptara quedarse en su apartamento. Y también que aceptara sus disculpas. Ahora él solo tenía que conseguir que le enviaran a otra misión lo antes posible y ella podría quedarse todo el tiempo que quisiera en el apartamento.

Buscó en la lista de contactos de su móvil el número de Lisbet, su jefa, y pulsó para marcarlo.

–Necesito que me des trabajo –le dijo en cuanto contestó. Y echó a andar en la dirección contraria en la que había ido Caitlin.

–Pero si acabas de volver –replicó Lisbet.

–Lo sé. Y ya estoy aburriéndome –mintió James.

–Bueno, podría tener algo para ti... –murmuró ella.

A pesar de que aún estaba cansado, James sintió en su interior ese cosquilleo que sentía siempre que le asignaban una nueva misión. Le gustaba su trabajo, y le gustaba mantenerse ocupado.

–¿Dónde?

–En Tokio. Hay una conferencia a la que...

–Olvídalo –cuando James oyó a Lisbet farfullar algo en un tono impaciente, se apresuró a añadir–: Ya sabes cómo detesto esas cosas burocráticas.

–Tienes otras aptitudes que necesitamos. No toda nuestra gente es capaz de desenvolverse como tú en público. Para nosotros también son importantes las campañas de comunicación y la recaudación de fondos.

–Eso de figurear no me va, y lo sabes.

–Lo sé, lo sé... Pero de todos modos necesitas tomarte un descanso, aunque solo sean dos semanas.

¿Dos semanas? Espantado, James se paró en seco y el hombre que iba detrás de él, que tuvo que rodearlo para no chocarse con él, lo maldijo entre dientes. James le pidió disculpas y continuó caminando.

De ningún modo podría compartir la cama con Caitlin durante dos semanas sin dejarse vencer por la tentación.

–No necesito tanto tiempo –le dijo a Lisbet–. Estoy listo para partir mañana mismo.

–No. No voy a dejar que acabes quemado –replicó ella.

–Eso a mí no me pasará jamás.

–Eso dicen otros antes de que les pase –contestó Lisbet con aspereza–. Aprovecha para pasar algo de tiempo con tu familia; llevabas meses fuera del país.

–¿Y qué?, me gusta estar fuera.

Quería a su familia, pero prefería estar donde lo necesitaban, donde podía ser útil.

Oyó a Lisbet suspirar.

–Ya que estás tan empeñado en hacer algo, podrías venir a la gala benéfica del jueves por la noche.

¿Eh? Eso era aún peor...

–Lisbet, yo no...

–Es solo una noche –dijo ella para intentar convencerlo–. Así tendrás la oportunidad de demostrarme que estás tan descansado como dices. Y si veo que es verdad, te asignaré antes otra misión.

–Está bien –claudicó James de mala gana.

Sí, iba a dejarse manipular por ella, pero solo porque sabía que también era su deber asistir a ese evento. Se despidieron, y volvió a guardarse el móvil en el bolsillo del pantalón.

¿Dos semanas? ¿Qué se suponía que iba a hacer con todo ese tiempo libre? Hacía años que no se tomaba más que unos pocos días de vacaciones porque, si permanecía más tiempo en la ciudad, sus padres empezaban a presionarlo con respecto a temas personales.

No entendía por qué insistían, porque no conseguirían nada. Jamás se casaría. Había sido testigo de cómo una tragedia podía destrozar a una familia, y no quería pasar por eso. No, su labor era ayudar a otras personas y a sus familias. Eso lo hacía sentirse bien, sentirse hasta cierto punto en paz consigo mismo.

Por eso estaba dispuesto a ayudar también a su inesperada, sexy e impertinente compañera de cuarto. Dos semanas... De pronto una idea perversa se deslizó sigilosa por los vericuetos de su mente: ¿y si se dejase llevar por la atracción que sentía en vez de luchar contra ella? Tampoco había nada de malo en flirtear un poco, ¿no? Le divertía el modo en que ella contestaba cuando la picaba, y no podía resistirse al reto de conseguir que sonriese, que se sonrojase, que se riese...

Volvió a su apartamento, porque había quedado con la interiorista y el arquitecto y pasó varias horas discutiendo con ellos los progresos que habían hecho en su ausencia y las reformas que quedaban por hacer.

Cuando se marcharon, miró su reloj. ¿Dónde estaría Caitlin? Habían pasado horas desde que se habían despedido en la puerta de la cafetería. ¿Habría visitado muchas cosas? ¿Habría cenado ya? Decidió esperar, por si no había cenado. La tarde siguió avanzando. Llegaron las nueve de la noche, las diez... Y Caitlin seguía sin aparecer.

Estaba empezando a preocuparse, pero también tenía hambre, así que bajó a comprar una pizza y se sentó a comérsela en el suelo desnudo del salón, mientras intentaba distraerse imaginando cómo quedaría cuando estuviese completamente reformado y decorado.

Los minutos pasaban, inexorables, y su preocupación fue en aumento. ¿La habría ahuyentado? ¿Se habría quedado a pasar la noche en otro sitio?, se preguntó. Claro que eso tampoco tenía mucho sentido cuando se había dejado en el baño su neceser y en el dormitorio una pequeña bolsa de viaje que debía haber llevado en el avión como equipaje de mano. ¿Significaba eso que se había perdido... o algo peor?

Maldijo entre dientes y arrojó a la caja el borde de la última porción de pizza. ¿Por qué estaba tan preocupado? Caitlin ya era mayorcita; no era su padre ni nada de eso. Irritado consigo mismo, se fue a darse una ducha y se obligó a meterse en la cama. Si no dormía no estaría despejado para la fiesta benéfica, y Lisbet lo obligaría a continuar con aquellas vacaciones forzosas o lo pondría a hacer esas tareas administrativas que tanto detestaba.

Pero como tampoco tenía sueño fue a por su tableta y se puso a echarle un vistazo a las noticias del día, aunque en realidad no estaba prestando demasiada atención a lo que estaba leyendo; solo era una excusa para mantenerse despierto y esperar a Caitlin.

Caitlin subió sigilosa las escaleras, todavía excitada por lo emocionante que había sido su día, pero algo incómoda con la idea de tener que volver a compartir la cama con James. Con un poco de suerte tal vez ya haría rato que estaría dormido, y con el sueño tan pesado que tenía no lo despertaría, pensó. Pero cuando entró en el apartamento vio que había luz en el dormitorio. El corazón le dio un vuelco. Tragó saliva y se dirigió hacia allí.

James estaba en la cama, pero no estaba dormido. Estaba sentado, con la espalda apoyada en un almohadón y la sábana tapándolo de cintura para abajo, y estaba leyendo algo en una tableta. No pudo evitar fijarse en su torso desnudo y bronceado, y sintió que un cosquilleo le recorría la piel.

–¿Qué tal tu día? –preguntó James, levantando la vista.

–Bien, ha sido increíble.

Caitlin se mordió el labio, preocupada, preguntándose si habría estado buscando información sobre ella en Internet. ¡Qué tontería!, se dijo, seguro que James tenía cosas mejores que hacer. Además, tampoco era como si estuviese interesado en ella ni nada de eso.

–¿Y qué?, ¿has visto mucho? –inquirió él, con un brillo travieso en la mirada.

–Ya lo creo.

¡Y lo que estaba viendo en ese momento...!

–¿Y has hecho algo interesante?

–He visto más que hecho –Caitlin apartó la vista, e hizo un esfuerzo por recordar los sitios que había visitado en vez de seguir ahí plantada, mirándolo y babeando–. Fui a Times Square y al Rockefeller Center, como me habías aconsejado... Ah, y he ido a ver un musical en Broadway, y ha sido alucinante –dijo entusiasmada–. Aunque estoy hecha polvo y me duelen los pies de todo lo que he andado.

Él asintió.

–Es lógico; necesitas descansar.

–Sí –murmuró ella sonrojándose.

No era capaz de asociar la palabra «descanso» a la idea de acostarse a su lado.

–¿Vas a dormir con esa ropa? –le preguntó James enarcando una ceja.

–Tampoco es que tenga otra elección.

–Puedes volver a ponerte una de mis camisetas.

Caitlin se humedeció los labios, que se notaba repentinamente secos.

–Es que el gris no me sienta bien –dijo, intentando bromear, porque sabía que estaba picándola.

–Dudo que haya ningún color que te siente mal.

–¿Estás otra vez flirteando conmigo?

–Estaba intentando ser un poco más sutil esta vez –contestó James. Por su tono, era evidente que estaba de broma, pero sus profundos ojos negros estaban fijos en los de ella–. ¿Funciona? Estoy un poco desentrenado.

Caitlin, que no podía apartar la mirada, respondió con voz ronca:

–Quizá deberías esforzarte un poco más.

Una media sonrisa afloró a sus labios.

–¿Cuánto más?

Ella tragó saliva.

–Es igual, de todos modos no funcionaría conmigo.

–¿Cómo lo sabes si no me dejas intentarlo? –la increpó él, divertido–. Me da rabia cuando no me dan siquiera la oportunidad de demostrar si soy o no capaz de hacer algo.

–¿Y eras tú quien decía que íbamos a compartir el dormitorio como si fuéramos hermanos?

Él sonrió de oreja a oreja y se encogió de hombros.

–No puedo evitarlo; eres tan adorable que me entran ganas de hacerte rabiar.

Caitlin le lanzó una mirada furibunda, fue hasta el baño a grandes zancadas y cerró con pestillo tras de sí entre las risas de James.

Se dio una ducha y cuando se hubo liado en la toalla se planteó el dilema de qué ponerse para dormir. Sobre una repisa, junto a las toallas, había una de las camisetas grises de James, perfectamente doblada. La enterneció que hubiera sido tan atento.

Bueno, pues se pondría la camiseta. El único problema era qué ponerse debajo. Debería haberse comprado esa tarde un par de braguitas. Como no le quedaba otra, lavó a mano las braguitas que se había quitado y las colgó sobre la barra de la ducha para que se secaran para el día siguiente y se puso la camiseta de James. Le llegaba casi a la mitad del muslo, así que James no sabría si llevaba braguitas o no.

Al salir del baño vio que James estaba de pie, junto a la cama, terminando de montar una muralla de almohadones en la mitad del colchón.

–¿Qué te parece? –le preguntó guiñándole un ojo.

–Impresionante –contestó ella. Se refería a la barrera que había construido, por supuesto, no a él, que solo llevaba puestos unos boxer–. Es una gran... pila de almohadones.

–Tenía un par de sobra en el armario –dijo él–. Por cierto –carraspeó incómodo–, según mi jefa no podrán asignarme otra misión hasta dentro de dos semanas.

–Vaya. O sea, que entonces tú también estás de vacaciones –murmuró Caitlin con las mejillas ardiendo.

–Eso parece –James volvió a meterse en la cama y se tapó con la sábana.

–Ah. Pues qué bien –Caitlin no sabía qué otra cosa podía decir.

¿Iba a tener que compartir la cama con él durante dos semanas? ¿Cómo iba a sobrevivir a ese tormento?

Horriblemente cohibida, se metió también en la cama, ordenándole a sus sentidos desatados que se calmasen. No era la primera noche que dormían juntos, se recordó. Y a pesar del modo en que había estado flirteando con ella, sabía que solo lo hacía para picarla, y que no tenía ningún interés en ella. Por no mencionar que era demasiado honorable –tenía que pensar en su reputación de héroe– como para hacer algo inapropiado.

James apagó la luz y se quedaron casi totalmente a oscuras. La tensión chisporroteaba en el ambiente, y Caitlin se arrepintió de haberse quitado las braguitas. Se sentía demasiado desnuda, y estaba empezando a sentirse húmeda.

James oyó a Caitlin moverse bajo las sábanas, y al poco rato la oyó moverse de nuevo. ¿Se sentiría inquieta, igual que él? Sonrió en la oscuridad. Sabía lo emocionante que resultaba estar por primera vez en otra ciudad. Al final del día tenía uno tal sobrecarga sensorial que le llevaba un buen rato relajarse y quedarse dormido, por cansado que se estuviese. Caitlin volvió a moverse.

–¿No puedes dormir? –le preguntó.

–Perdona, ¿te estoy molestando? Es que no puedo dejar de pensar.

James también sabía lo que era eso. Y conocía la cura perfecta: una buena dosis de placer.

¡Por amor de Dios!, ¿pero qué estaba pensando?

–Háblame de ese musical al que fuiste –casi le suplicó.

Cualquier cosa con tal de detener las imágenes lujuriosas que estaban derritiendo su mente.

–Fue increíble. Se titula Crystal Sugar. ¿Lo has visto?

–No. ¿Debería ir a verlo?

–¡Ya lo creo! –le contestó ella con entusiasmo–. Es impresionante. Nunca había visto nada parecido; ni siquiera en Londres. El vestuario es sensacional.

James sonreía mientras ella hablaba y hablaba.

–¿Te imaginabas a ti misma allí arriba, en el escenario? –le preguntó.

–¡No, no, qué va! –Caitlin parecía horrorizada ante la idea–. Lo que de verdad me gusta de los espectáculos, aparte de que sean buenos o no, es el vestuario. Es lo que estudié: diseño de vestuario.

–¡Vaya! –exclamó él sorprendido. ¿De modo que era diseñadora?–. Eso es estupendo.

Sin embargo, no le acababan de cuadrar las cosas. Con esos ojos de color aguamarina, ese cabello rubio y esa figura debería estar bajo los focos, no entre bambalinas.

–¿Eso es a lo que quieres dedicarte? ¿No eres una aspirante a actriz que ha venido a Nueva York con la esperanza de conseguir su gran oportunidad?

–Ni hablar –replicó ella con una risa casi histérica–. No, lo que me encantaría sería conseguir un empleo aquí como técnico de vestuario.

–¿Y qué hace exactamente un técnico de vestuario?

–Pues se ocupa del cuidado de los trajes, de que estén impecables y que luzcan tal y como los ideó el diseñador.

–¿Es que pueden llegar a estropearse? –inquirió él riéndose–. Solo se usan el tiempo que dure el espectáculo, ¿no?

–Ya, pero a veces, por ejemplo, en un musical las coreografías son tan enérgicas que los bailarines sin querer se hacen un roto. Y sudan.

Estupendo... Lo último en lo que necesitaba pensar era en movimientos enérgicos y en cuerpos sudorosos. ¡Ahora que había logrado, por un segundo, apartar de su mente esa clase de pensamientos...!

–A veces los trajes son muy pesados y dan mucho calor.

Calor... Como el que le estaba entrando a él en ese momento.

–Se nota que te apasiona.

–Sí, es lo que quiero hacer. Ya terminé mis estudios en Londres, y ahora solo me falta conseguir el trabajo.

–Bueno, sí, pero tampoco vayas a estresarte; tienes por delante todo un mes.

–Sí, es verdad –contestó ella, dejando escapar un bostezo–. Buenas noches, James. Que duermas bien.

Y al poco rato su respiración se tornó suave y acompasada; el sueño se había apoderado de ella.

Que durmiera bien, le había dicho, pensó James, esbozando una sonrisa sarcástica. Eso si conseguía dormirse...