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¿De verdad era un buen acuerdo compartir cama? Al volver a casa tras una misión de salvamento y un largo vuelo en avión, en lo único en lo que podía pensar James Wolfe era en dormir, y al encontrarse a una hermosa desconocida dormida entre sus sábanas se enfureció. A Caitlin Moore, una celebridad caída en desgracia, un amigo le había ofrecido un sitio donde quedarse, y no iba a renunciar a él tan fácilmente. De mala gana llegó a un acuerdo con James, pero con las chispas que saltaban entre ellos, que podrían provocar un apagón en todo Manhattan, iba a resultar casi imposible que permanecieran cada uno en su lado de la cama.
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Seitenzahl: 183
Veröffentlichungsjahr: 2016
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2013 Natalie Anderson
© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Una desconocida en mi cama, n.º 2085 - marzo 2016
Título original: Whose Bed Is It Anyway?
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones sonproducto de la imaginación del autor o son utilizadosficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filialess, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N: 978-84-687-7686-6
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Nueva York, la ciudad que nunca duerme...
James Wolfe tampoco dormía apenas. Y menos cuando viajaba en avión, en barco o en coche. Y entre los vuelos de larga distancia que había encadenado, los espantosos retrasos y el atasco en el que estaba en ese momento, llevaba ya más de cuarenta y ocho horas sin dormir.
Solo unos minutos más y podría meterse en la cama, se dijo. En su cama; no en la litera de un albergue, ni en la cama de un hotel, ni en un saco de dormir dentro de una tienda de campaña. Estaba impaciente por llegar, y deseó para sus adentros que los coches se apartaran para dejar pasar al taxi en el que iba.
–¿Ha estado de viaje? –le preguntó el taxista.
James asintió con la cabeza y esbozó una media sonrisa.
–Se le ve agotado –comentó el taxista.
Finalmente llegaron a su destino. El taxista aparcó frente al bloque de apartamentos y se ofreció a ayudarlo con la maleta, pero él rehusó con una sonrisa, asegurándole que no era necesario. Y luego el tipo le dijo que no le cobraba la carrera. Lo había reconocido, y durante el trayecto se había deshecho en elogios hacia él, diciéndole cuánto lo admiraba.
–Le agradezco el gesto –le dijo James–, pero si hace usted el turno de noche, imagino que es porque necesita el dinero –sacó unos cuantos billetes de su cartera–; seguro que tiene una familia que alimentar.
Le tendió el dinero, y el hombre lo aceptó a regañadientes.
–Gracias. Pero si algún día necesita que lo lleve a alguna parte, no dude en llamarme –le dio su tarjeta–. Es usted un...
James sonrió de nuevo y se bajó del taxi antes de que acabara la frase. En ese momento no se sentía como un héroe; solo se sentía exhausto.
Al entrar en el edificio saludó con la mano al guarda de seguridad y se fue derecho al ascensor para subir al apartamento que había comprado a medias con sus dos hermanos, Jack y George.
Cuando entró, le invadió un profundo alivio. Dejó caer la maleta al suelo, pero no se molestó en encender las luces. La penumbra era como un bálsamo para sus ojos cansados. Solo le llevó un momento hacerse a ella, aunque tampoco había nada que ver. El apartamento había sido vaciado por completo para que lo reformaran.
Mientras atravesaba el salón se descalzó, se desabrochó el cinturón y se quitó los pantalones. Solo esperaba que la gente de la empresa de reformas hubiese cumplido con lo que habían acordado antes de su marcha: acabar lo primero el dormitorio y el cuarto de baño y equiparlos con todo lo necesario para que pudiera hacer uso de ellos.
Al entrar en el dormitorio lo encontró pintado, amueblado, enmoquetado... pero al llegar a los pies de la cama se paró en seco, parpadeó y se frotó los ojos. Había una mujer preciosa acurrucada en su cama.
Las cortinas estaban descorridas, y las luces de la ciudad teñían la habitación con un brillo tenue que iluminaba también a aquella hermosa desconocida. El largo cabello rubio estaba desparramado por la almohada, y un brazo de blanca piel descansaba sobre la sábana.
Tenía que estar soñando. Miró a su alrededor. No había ninguna maleta, ni ropa por ninguna parte. El resto de la habitación estaba en perfecto orden. No había duda: tenía que estar soñando. Si fuera real sería demasiado cruel. Encontrarse a una mujer preciosa en su cama cuando estaba tan cansado que sería incapaz de hacer con ella ninguna de las cosas que estaban pasándole por la cabeza en ese momento.
Eso debía ser, que estaba tan cansado y llevaba tanto tiempo sin practicar el sexo que su mente había conjurado una fantasía surrealista de una hermosa mujer esperándolo en la cama.
Parpadeó de nuevo, pero la visión no se desvaneció. Carraspeó, pero ella no se movió.
–Eh... oye... despierta –la llamó.
No surtió efecto, pero la bella durmiente frunció ligeramente el ceño.
–Perdona, pero tienes que irte –le dijo.
Bueno, tal vez podría dejar que siguiera durmiendo y echarse a su lado. Lo que él necesitaba en ese momento era eso, dormir. Por la mañana, cuando estuviese descansado, podría hablar con ella... y hacer cualquier otra cosa que le pidiese el cuerpo.
Pero justo en ese momento ella abrió los ojos, y cuando lo vio gimió sobresaltada y se incorporó como un resorte, sujetando la sábana contra el pecho.
–¿Quién eres? –le preguntó James.
La joven parpadeó aturdida. El cabello le caía desordenado en torno al rostro, y sus mejillas estaban ligeramente sonrosadas por el sueño.
–¿Qué quieres de mí? –le preguntó ella.
¿Por qué estaba torturándolo aquella visión de esa manera? ¿Estaba dispuesta a hacer lo que él quisiera?
–Esto... perdona, pero ahora mismo dudo que pudiera...
Ella se quedó mirándolo un buen rato y sus hombros se relajaron.
–Ah, eres James.
¿Cómo podía saber su nombre? Cada vez estaba más convencido de que tenía que ser una fantasía.
–Pues sí, y lo siento mucho, porque aunque eres preciosa y estoy seguro de que sería increíble... en fin, no va a pasar nada entre nosotros esta noche. Así que, en fin, esfúmate y vuelve otro día.
Ella parpadeó de nuevo, pero no se movió, sino que se quedó mirándolo otra vez y, al ver cómo se teñían sus mejillas de rubor, James sintió que un cosquilleo le recorría la espalda.
–George me dijo que viniera aquí –murmuró ella, frunciendo el ceño.
¿Eh? ¿Por qué tenía su hermano que entrometerse en una fantasía suya?
–¿George te mandó aquí... para mí? –inquirió confundido. Y el cosquilleo se tornó frío y desagradable.
¿Aquella chica estaba allí porque George le había dicho que fuera? ¿O porque le había pagado para que fuera allí? No, imposible. George nunca le haría algo así. Le había estado dando la lata durante meses con que debería salir por ahí, ligar y divertirse, pero enviar a una prostituta a su casa no era su estilo.
Fuera como fuera, estaba demasiado cansado como para dilucidar aquel misterio. Lo que quería hacer era dormir.
Cerró los ojos, con la esperanza de que la tentadora visión hubiese desaparecido al volver a abrirlos, pero cuando lo hizo seguía allí.
Estaba mirándolo con los ojos entornados, y alzó la barbilla, como molesta, para espetarle:
–¿Te has creído que estaba esperándote?
¿No era así? James abrió la boca, volvió a cerrarla y tragó saliva. Mierda...
Caitlin Moore echó la cabeza hacia atrás para mirar bien a James Wolfe. Nunca había visto unos ojos tan oscuros. Eran más oscuros que los de su hermano gemelo, eso sin duda; y su cabello, del mismo color, también era más oscuro.
Pero no era esa la diferencia más evidente entre ambos, sino la cicatriz que le cruzaba parte del rostro desde la sien hasta el pómulo. Sabía cómo se la había hecho. Todo el mundo había visto, en la prensa o la televisión, esa imagen de él con el rostro ensangrentado y una niña malherida en brazos, avanzando indolente por un pueblo asolado por un corrimiento de tierra. Era el paradigma del héroe moderno. Pero un héroe que pensaba que era una furcia.
No se quedó mirando su cicatriz, ni se recreó admirando su físico atlético, a pesar de que solo lleva unos boxer y una camiseta. Una camiseta gris como la que ella había tomado prestada de su armario, aunque a él le quedaba muchísimo mejor.
Sin embargo, a pesar del esfuerzo que hizo por no mirarlo demasiado, no pudo evitar fijarse en su piel bronceada y sus músculos. Y tampoco le pasó desapercibido el brillo irritado en sus ojos, como si se le estuviera agotando la paciencia.
Pues a ella también se la estaba colmando. ¿Cómo era eso que le había dicho? «Aunque estoy seguro de que sería increíble, no va a pasar nada entre nosotros». ¿Se podía ser más presuntuoso?
–A ver, ¿qué tal si me dices quién eres y qué fue lo que te dijo George? –le preguntó él.
Ella sabía perfectamente quién era él –un médico de una ONG que participaba en las operaciones de rescate en países devastados por desastres naturales, un héroe–, pero él, según parecía, no tenía ni idea de quién era ella.
No sabía nada de la pesadilla que había dejado atrás al abandonar Londres. Sin duda no había leído los titulares de los periódicos ni había visto la bilis que estaba soltando la gente sobre ella en Internet.
–¿De verdad has pensado que tu hermano me había mandado aquí para que hicieras conmigo lo que se te antojara? –le espetó, ignorando su pregunta.
Alargó el brazo para encender la lámpara de la mesilla de noche, pero él no contestó, sino que permaneció allí plantado, a los pies de la cama, mirándola fijamente con esos ojos oscuros como el chocolate negro.
–Esa camiseta que llevas es mía –dijo.
¿Qué clase de respuesta era esa? ¿Acaso eso la convertía en su propiedad? Al ver el modo tan intenso en que estaba mirándola, sintió que una ola de calor le afloraba en el vientre.
–Agradece que no te tomara prestados también unos boxer –le respondió–, porque estuve a punto.
–¿Mis...? –James se quedó callado y tragó saliva–. Entonces, ¿qué más llevas puesto?
Parecía casi atormentado, y Caitlin no pudo resistir la tentación de apretarle las tuercas un poco más.
–Solo tu camiseta –contestó encogiendo un hombro–. Mi ropa está colgada en el baño, secándose.
Él no apartó los ojos de ella.
–¿Solo?
–Bueno, me pareció que tenías camisetas de sobra –le respondió. Había como veinte en el vestidor, todas planchadas, dobladas y del mismo color–. ¿Quién habría pensado que al honorable James Wolfe, el héroe nacional, le gustaría tener a una mujer de mala reputación esperándolo en la cama a su regreso de una misión? –le espetó con sarcasmo.
Él se quedó mirándola como atontado, como si le costase comprender sus palabras. ¿Estaría borracho?
–Entonces... ¿no estás aquí por...? –se quedó callado un momento; casi parecía incómodo–. ¿... por mí?
–No, tu hermano no me ha pagado para que viniera y me convirtiera por unas horas en tu juguete sexual –contestó ella, sonriéndole con irónica dulzura–. Además, si fuera una profesional del sexo –añadió ladeando la cabeza–, ¿no crees que me habría puesto algo más sexy que una de tus camisetas?
Él apretó los labios y la miró furibundo.
–Mira, estoy cansado. Y sí, he cometido un error, y lo siento, pero no puedes quedarte aquí.
Bueno, al menos se había disculpado. El problema era que ella no tenía dinero para irse a otro sitio.
–Pero es que tu hermano me dijo que podría quedarme aquí un mes.
–¿Un mes? –James la miró boquiabierto–. No, no, no... Ni hablar.
–Bueno, pues ya veré qué haré, pero lo que es esta noche, no pienso irme de aquí.
–Tienes que hacerlo.
–Escucha –le dijo Caitlin, dejando a un lado su orgullo y su dignidad–, estoy segura de que podemos llegar a un acuerdo. No me importa dormir en el suelo.
Él frunció el ceño.
–No voy a dejar que duermas en el suelo.
Caitlin suspiró.
–Oye, no te pongas ahora caballeroso. ¿O es que has olvidado que hace un momento he visto tu verdadera cara? Ya sabes, ese tipo que cuando encuentra a una desconocida en su cama piensa que es una fulana.
–No vas a dormir en el suelo.
Ella optó por cambiar de táctica.
–Muy bien; entonces compartiremos la cama –le echó un vistazo al enorme colchón–. Es muy amplia.
–No lo suficiente.
Caitlin tragó saliva.
–Nos apañaremos –replicó estoicamente–. Mira, yo me acurrucaré en este lado –dijo moviéndose hacia el borde de la cama–, y en medio ponemos un par de almohadones. ¿Te basta con eso?
–No.
–¿Cómo? No irás a ponerte puritano ahora, ¿no?
–Jamás he pagado a cambio de sexo, y tampoco tengo por costumbre dormir con mujeres poco dispuestas.
Caitlin se quedó mirándolo. ¿Qué esperaba que respondiese a eso? Porque, si prestase oídos al cosquilleo que estaba recorriéndole la piel en ese momento, tendría que negar lo que él acababa de decir: aunque contra su voluntad, estaba dispuesta. Más que dispuesta...
Y decirle eso sería un error, porque, aunque fuera guapísimo, estaba comportándose como un capullo.
James, que ya no podía más con el cansancio que arrastraba, solo quería que aquella conversación terminase. Necesitaba dormir, por lo menos veinte horas seguidas.
–Mira, creo que podré controlar mis instintos más básicos lo suficiente como para no abalanzarme sobre ti en medio de la noche –le dijo, arrastrando las palabras.
Era evidente que estaba haciendo todo lo posible para fastidiarlo.
Cerró los ojos, pero aquella criatura, exasperante y endiabladamente sexy, siguió hablando, diciéndole otra vez no sé qué de unos almohadones y de lo espaciosa que era la cama.
–Oye, estoy reventado –la interrumpió levantando las manos en señal de rendición–. Voy a dormir; hablamos mañana.
Y dicho eso se dejó caer en la cama y dejó por fin que lo arrastrara el sueño.
James Wolfe se aferró a aquel sueño erótico y pecaminoso. Notaba en la lengua un sabor mezcla de dulce y salado, y un cuerpo cálido y de formas blandas apretado contra el suyo. Aquellos ojos de color azul verdoso brillaban desafiantes, pero también con deseo; y los labios, carnosos, le sonreían. La sensual voz le susurró algo, y él alargó la mano, queriendo tocarla, pero las yemas de sus dedos se deslizaron sobre una sábana fría.
Abrió lentamente los ojos, volviendo de mala gana a la realidad, y lo primero que vio fue el espacio vacío a su lado. Frunció el ceño y parpadeó, convencido de que la mujer del sueño había yacido junto a él.
Entonces oyó el ruido de la ducha. Ah, estaba en el baño..., pensó sonriendo plácidamente, y volvió a cerrar los ojos. Pero los recuerdos de la noche pasada volvieron a su mente, disipando la niebla del agradable sueño, y se puso rígido antes de incorporarse como un resorte.
Sí que había habido una mujer en la cama con él. Una mujer a la que él había tomado por una... Maldijo para sus adentros. Según ella, George le había dicho que podía quedarse allí un mes.
Su hermano nunca invitaba a desconocidas al piso, o al menos no para más de una noche y sin estar él allí, así que... tenía que ser su novia. No le había dicho nada de que se hubiera echado novia, pero también era cierto que hacía tiempo que no hablaban. Así que... sí, era probable que fuese su novia.
¿Y qué había hecho él? Prácticamente llamarla prostituta y decirle que se fuera. George se pondría furioso cuando se enterase, y con razón. Y él tendría que arrastrarse para disculparse con los dos.
El ruido de la ducha cesó, y James se puso tenso. ¿Debería decirle que la noche anterior el cansancio que arrastraba le había impedido pensar con claridad?
La puerta del baño se abrió y salió la misteriosa desconocida, que lo miró con recelo. Vestida parecía cualquier cosa menos una prostituta. Se había recogido el pelo en una coleta, no se había maquillado, y llevaba un jersey negro de cuello vuelto y unos vaqueros del mismo color que le estaban grandes.
–Creo que deberíamos presentarnos como es debido –le dijo–. Bueno, tú ya sabes quién soy, pero no me has dicho tu nombre.
–Caitlin –contestó ella en un tono seco.
James la miró de arriba abajo, fijándose de nuevo en la ropa, que obviamente no era de su talla, y no pudo resistir la tentación de pincharla un poco.
–¿Tienes por costumbre ponerte la ropa de otras personas, Caitlin?
Ella se sonrojó.
–Me perdieron la maleta en el vuelo de Londres a Nueva York.
O sea, que había llegado hacía poco.
–¿Por eso te pusiste anoche mi camiseta?
Ella asintió con la cabeza.
–Ya te lo dije: había lavado mi ropa y todavía estaba húmeda.
–Entonces, la que llevas puesta... ¿de verdad es tuya? –inquirió él, enarcando las cejas. Cuando ella lo miró con irritación, se dio cuenta de que se estaba pasando un poco. Aunque le divertía pincharla, no quería enfadarla aún más–. Perdona; era broma. En fin, ¡qué mala suerte lo de la maleta!
Ella apartó la vista y paseó la mirada por la habitación.
–Espero que llegue hoy; di esta dirección en la oficina de reclamaciones.
–Ya. Bueno, pero si necesitas comprar algo de ropa mientras tanto estás de suerte, porque en esta zona hay un montón de tiendas –dijo él, preguntándose cómo sacar el tema de lo suyo con George.
–Eso puede esperar.
James frunció el ceño, confundido. No tenía otra cosa que ponerse más que lo que llevaba, ¿y no tenía prisa por comprarse ropa? Volvió a fijarse en su atuendo, y se dio cuenta de que tal vez hubiese vuelto a meter la pata. A lo mejor no era que no quisiese comprarse ropa, sino que no podía permitírselo.
¿Sería ese el motivo por el que la noche anterior se había negado en redondo a marcharse?, ¿porque no podía pagarse una habitación de hotel? Por el brillo orgulloso en sus ojos, tuvo la impresión de que, si ese era el motivo, jamás lo admitiría.
–¿Y a qué has venido a Nueva York? –le preguntó.
–A pasar mis vacaciones.
–¿Un mes de vacaciones?
Ella asintió, pero James tuvo la sensación de que estaba ocultándole algo. No acababa de entender de qué iba aquello, y le fastidiaba que su hermano le hubiera dicho que podía quedarse allí un mes entero. Para él aquel era su hogar. Allí podía estar a solas y en paz, lo que necesitaba entre misión y misión para reponer fuerzas y descansar.
Claro que, si ella iba a estar allí de vacaciones, se pasaría todo el día visitando lugares turísticos, cenaría fuera y saldría a bailar y cosas así, ¿no? Si fuera así, apenas tendrían que verse.
El único problema era que, con el apartamento en obras, el único dormitorio que se podía utilizar por el momento era aquel. Y compartir la cama con la novia de su hermano era algo que entraba en la lista de cosas que para él estaban completamente prohibidas. Suponiendo que fuese la novia de su hermano...
–Así que George dijo que podías quedarte –comentó, inclinándose hacia delante para observar su reacción.
Ella asintió de nuevo y volvió a apartar la vista.
–Pero es obvio que si me quedo no voy a hacer más que causar molestias.
Si se iba, su hermano jamás se lo perdonaría.
–¿Y cómo es que George...?
–Es un buen amigo –lo interrumpió ella, antes de que pudiera acabar la pregunta–. Lo conocí por mi hermana, y cuando supo que venía a Nueva York me dijo que podía quedarme aquí.
¿Un amigo? ¿No eran más que eso?, ¿amigos? James se pasó una mano por el pelo y se frotó la nuca. Si hablase con su hermano más a menudo lo sabría y no tendría que preguntar.
–¿Y lo conoces bien?
–No en el sentido bíblico, que creo que es lo que en realidad quieres saber, ¿no? –le espetó ella–. Y ya que estamos, ¿puedo saber qué te importa a ti?
Esa respuesta desafiante lo enervó.
–¿De verdad necesitas que te lo explique?
–En algunos aspectos te pareces mucho a tu hermano –dijo ella con aspereza.
–Pero no soy él.
¿Por qué no podía apartar la vista de los carnosos y sensuales labios de Caitlin? Debería comportarse y reprimir sus instintos, se dijo. ¡Pero es que estaba tan cansado de hacer siempre lo correcto...!
Caitlin ladeó la cabeza y lo escrutó en silencio.
–¿Te molesta? Que la gente os confunda, quiero decir.
No eran gemelos idénticos, pero sí lo bastante parecidos como para que la mayor parte de la gente creyera que sí lo eran. O al menos antes de que se hiciese la cicatriz que ahora le cruzaba el rostro. Claro que esa diferencia era solo superficial. Las verdaderas diferencias entre ellos no eran visibles, sino que se habían marcado a fuego en su interior cuando, años atrás, por su culpa, una familia había quedado destrozada.
Un sudor frío le recorrió la espalda, como cada vez que recordaba aquel suceso. Se irguió y lo apartó de su mente. Había superado aquello; estaba haciendo algo útil con su vida. Sacudió la cabeza y respondió:
–Antes sí. Pero somos muy distintos. De hecho, a veces pienso que me gustaría parecerme más a él.
–¿En qué sentido? –inquirió Caitlin.
James se quedó callado un momento, con la mirada perdida, antes de que sus labios se curvaran en una media sonrisa y un destello travieso asomara a sus labios.