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Julia 1048 César Valverde lo tenía todo. Era guapo, inteligente y un solterón empedernido. Pero su adorado padrino enfermó y César sabía que le daría una alegría a Jasper si se casaba, preferentemente con Dixie Robinson. Aunque, quizás, una inocente ficción sería suficiente... Bajo los amplios jerseys de Dixie, César descubrió una mujer sensual y no pudo evitar hacerle el amor. Así, en el curso de una semana, su novia en la ficción se convirtió en su mujer en la realidad y, sin que él lo sospechase, en la madre de su hijo.
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Seitenzahl: 195
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos 8B
Planta 18
28036 Madrid
© 1999 Lynne Graham
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Una deuda de amor, JULIA 1048 - octubre 2023
Título original:The spanish groom
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788411805698
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Si te ha gustado este libro…
CÉSAR Valverde cortó la comunicación telefónica con gesto de preocupación. Conque la salud de Jasper fallaba. Ya que su padrino tenía ochenta y dos años, no tendría que resultar una sorpresa, sin embargo…
Se levantó de detrás de su escritorio y cruzó el espacioso despacho en el moderno edificio de cristal y acero que albergaba las oficinas centrales en Londres del Banco Mercantil Valverde, una construcción tan elegante como su dueño.
Pero a César le daba igual su entorno. Su mente estaba en Jasper Dysart, su tutor desde que tenía doce años, un verdadero excéntrico inglés, un solterón que se había dedicado toda su vida al estudio de mariposas raras, y el hombre más adorable del mundo. Mentalmente, Jasper y César eran polos opuestos, como si procedieran de distintos planetas, pero César lo quería. De repente se dio cuenta de que lo único que Jasper le había pedido quedaba aún por hacer y el tiempo no esperaba.
Unos golpes en la puerta precedieron la entrada de su ayudante ejecutivo, Bruce Gregory. Aunque normalmente era el modelo de la eficiencia, Bruce se quedó en el umbral indeciso, sujetando en la mano una hoja de papel con los dedos agarrotados.
—¿Sí? —preguntó César con impaciencia.
El rubio joven carraspeó.
—El chequeo aleatorio de seguridad ha descubierto un empleado con problemas financieros.
—Ya sabes las reglas. Las deudas son motivo de despido inmediato. Tenemos demasiada información confidencial para correr tal riesgo.
En todos los contratos de los empleados figuraba esa cláusula.
Bruce hizo una mueca.
—Esta empleada ocupa un puesto de poca importancia, César.
—No veo que eso cambie nada —dijo, sin tiempo ni conmiseración para aquellos que rompían las reglas. César despreciaba la debilidad y la utilizaba sin miramientos cuando la descubría en sus adversarios.
—En realidad… es Dixie.
César se quedó quieto. Bruce se concentró en mirar la pared para no verle la sonrisa de triunfo. Todo el mundo sabía que Dixie, un auxiliar administrativo en la última planta, sacaba a César de sus casillas.
No tenía ni una sola cualidad que no irritase a su frío y sofisticado jefe. En las últimas semanas lo había oído censurar su aspecto desaliñado, su torpeza, su alegre charla, sus constantes colectas para caridades desconocidas, y, había que admitirlo, su nivel de incompetencia en el negocio, que la había convertido en la mascota de la oficina. César era el único a quien no había afectado la cálida y cariñosa personalidad que la hacían tan querida por todos.
Lo cierto es que si se hubiese presentado a una entrevista nunca habría conseguido el trabajo. No tenía titulación. Fue Jasper Dysart quien le pidió a César que le diese el trabajo. El departamento de personal se había ocupado de ello, pero habían encontrado la tarea un poco difícil, ya que Dixie era totalmente incapaz de comprender la tecnología. Había ido pasando de departamento en departamento hasta llegar al último piso, algo que le había encantado a su protector, pero que desgraciadamente la había acercado al radio inmediato de César.
César extendió la mano y Bruce le dio el papel con manifiesta reticencia.
Mirando la hoja, César levantó lentamente una negra ceja. Era evidente que Dixie Robinson llevaba una doble vida. La lista de acreedores incluía una conocida decoradora de interiores y el tipo de gastos que sólo podían corresponder a fiestas con alto consumo de alcohol.
Conque su apariencia inocente era una fachada… Durante un segundo pensó en lo horrorizado que estaría Jasper, que la creía una chica decente de costumbres hogareñas.
—Es evidente que ha sido bastante estúpida, pero si la echamos, se hundirá como una piedra —dijo Bruce—. Ella no se ocupa de nada confidencial, César…
—Tiene acceso.
—Realmente no creo que tenga la suficiente inteligencia como para usar ese tipo de información —dijo Bruce tenso.
César lo miró.
—¿A ti también te ha engañado, eh?
—¿Engañado? —se dibujó en su cara un gesto de extrañeza.
—Ahora me doy cuenta de por qué siempre parece dormida. Será la resaca.
—Supongo que el señor Dysart se sentirá consternado cuando no la encuentre aquí en su próxima visita —dijo Bruce quemando su último cartucho en defensa de Dixie.
—Jasper no está bien. Dudo que venga a Londres en un futuro próximo.
—Lamento oírlo —dijo Bruce, estudiando la cara fría en la que no podía leer nada—. Le pasaré la información de Dixie a Personal.
—No, me ocuparé de ello personalmente —lo contradijo César—. Veré a la señorita Robinson a las cuatro.
—Se sentirá muy mal, César.
—Me parece que soy capaz de ocuparme de ello —dijo César, con un tono de voz que hizo a Bruce ruborizarse e irse.
Solo otra vez, César estudió la lista de acreedores con los ojos entrecerrados. Jasper quería mucho a la pequeña Dixie. En realidad, en apariencia Dixie era el tipo de mujer que su padrino le encantaría que le presentase como la futura señora Valverde, la clase de chica que no intimidaría a un inocente y viejo solterón totalmente al margen de los retos que presentaba la cercanía del nuevo milenio.
Así que ahí estaba. Por fin admitía que había desilusionado a su padrino, César se dijo con reticencia exasperada. Jasper siempre había deseado que César se casase y tuviese una familia. Y fuesen felices y comiesen perdices, añadió para sí, recordando con ironía a su volátil padre español y aún más volátil madre italiana, que sumaban ente los dos media docena de matrimonios fallidos antes de morir jóvenes e infelices.
Haciendo una mueca ante la idea de compartir su vida para siempre con una mujer, a pesar de que la conciencia le remordía un poco, César meditó el problema de la desilusión de Jasper. La experiencia le había enseñado que todos los problemas tenían solución. Una vez que se lo despojaba de los factores inhibidores de la moral y la emoción, lo imposible casi se convertía en posible.
Seguro que Jasper pensaba que sus veladas insinuaciones de lo feliz que Dixie podría hacer a algún hombre afortunado habían sido demasiado sutiles como para ser reconocidas como tales. En realidad, Jasper tenía la sutileza de un martillo hidráulico y cuando César se dio cuenta de los comentarios de su padrino, no les había encontrado la gracia. Pero reconocía que si le dijese a Jasper que se había comprometido con Dixie, éste no cabría en sí de la alegría. Y como hacer feliz a Jasper era el único objetivo de César, no valía la pena persuadir a nadie más que hiciese el papel de su prometida. Lo que Jasper quería, decidió César en ese momento, era lo que se merecía recibir.
Mientras se imaginaba cómo convencerlo de la necesidad de un compromiso largo entre dos personalidades tan dispares, a César le comenzó a gustar la idea. Hacer feliz a Jasper. Y Jasper no pretendería que su ahijado se lanzase al matrimonio sin pensárselo.
¿Y Dixie Robinson? Se hallaba entre la espada y la pared. Haría lo que le dijese. Cuando estaba cerca de él, se quedaba silenciosa y acobardada, lo cual le venía muy bien, porque César estaba convencido de que en caso contrario la estrangularía. Haría que adelgazase, se vistiese más elegante… Todo lo necesario para que este falso compromiso fuese creíble. Lo haría a conciencia.
—¿A las cu… cu… atro? —tartamudeó Dixie, pálida como una sábana junto a la fotocopiadora mientras trataba de esconder la pila de fotocopias que le había salido con letra tan pequeña que era imposible de leer—. ¿Pero por qué quiere verme el señor Valverde? ¿Es por la llamada del árabe que se me cortó?
—No sabe eso —Bruce se envaró.
—¿La ficha que saqué accidentalmente?
Bruce palideció al recordarlo.
—Te la trajiste de la compañía de autobuses.
—He intentado tanto no cruzarme en el camino del señor Valverde —tragó con un esfuerzo Dixie— pero siempre aparece en los sitios más inesperados.
—A César le gusta hacerse ver. ¿Qué tipo de sitios? —no pudo evitar preguntar.
—Como la cocina, cuando estaba adornando la tarta de despedida de Jayne. Se puso furioso. Me preguntó si pensaba que trabajaba en una panadería y me puse tan nerviosa que escribí el nombre mal. Y ayer apareció en el cuartito que usan los de la limpieza y me encontró durmiendo. Me dio el susto de mi vida.
—César espera que sus empleados estén despiertos entre las nueve y las cinco.
Dixie lo miró abstraída. Sus ojos eran de un azul tan oscuro que parecía violeta. Tenía dos empleos para poder pagar el alquiler y el miedo emanaba de ella en olas. Miedo, cansancio y ansiedad. Aunque era pequeña, pareció reducirse aún más al encogerse de hombros, la mata explosiva de su cabello enmarcando las suaves curvas de su rostro. Le tenía terror a César Valverde y por ello se conocía todos los escondrijos posibles de la última planta.
Pero había comenzado con el pie izquierdo. Una vez, cuando reemplazaba a la recepcionista, se había puesto a charlar con una rubia preciosa que esperaba. En su afán por hacer la conversación entretenida, había mencionado que el jefe había invitado a una modelo a su yate la semana anterior. Luego el jefe había salido del ascensor y… ¡Se había armado la de San Quintín! La rubia, que lo estaba esperando, le había hecho una escena de celos y lo había acusado de ser una rata.
Aunque muchos de sus compañeros admitieron que había bastante de verdad en la acusación de la rubia, desde entonces a Dixie le habían prohibido que se ocupase de la recepción.
Jasper siempre le preguntaba en sus cartas si César estaba saliendo con alguna buena chica, sin darse cuenta de que ante la amenaza de lo que su padrino consideraba una «buena chica», César saldría disparado.
La cara preocupada de Dixie se suavizó al recordar a Jasper. Era un viejo adorable, aunque llevaba meses sin verlo porque vivía en España la mayoría del año debido a su artritis.
Dixie lo había conocido el verano anterior, un día en que unos chavales lo empujaron en la calle causándole un corte en la cabeza. Ella lo llevó al hospital. Tomándolo por un pobre catedrático retirado, lo invitó luego a té con bollos, porque tenía un aspecto triste y solo con sus viejos pantalones y su chaqueta de mezclilla.
Desde entonces eran íntimos amigos. Ella nunca había sospechado que él no fuese otra cosa que un profesor viviendo de una mísera pensión, por lo que le había confiado sus propias dificultades para conseguir empleo. También le contó lo culpable que se sentía de vivir a expensas de su hermana Petra.
Se vieron otra vez, y él la llevó a su librería favorita, en la que ambos perdieron la noción del tiempo mirando en los estantes. El siguiente fin de semana le retribuyó el favor llevándolo a una venta en una biblioteca, donde él encontró una copia destartalada de un volumen sobre mariposas que ya no se imprimía y que llevaba años buscando.
Y luego, como por casualidad, Jasper mencionó que le había conseguido una entrevista en el Banco Mercantil Valverde.
—Te recomendé a mi ahijado —dijo alegremente—. Estaba muy contento de ayudarte.
Ella no tenía idea que el ahijado de Jasper era el Gerente General, y se había sentido totalmente horrorizada al enfrentarse a César Valverde ese primer día, cuando le preguntó con frialdad cómo había conocido a su padrino, sin intentar en absoluto disimular sus sospechas sobre los motivos que una joven tendría para hacerse amiga de un hombre mayor. Había disfrutado informándole que Jasper volvería a su casa en España a finales de septiembre. Dixie se sintió terriblemente humillada.
Cuando Dixie le preguntó con delicadeza a Jasper por qué no le había dicho que César era quien administraba el banco, además de un súper millonario con una leyenda de éxito en el mundo de los negocios, Jasper asintió vagamente.
—Siempre fue bueno en matemáticas, un tío muy inteligente para ese tipo de cosas. Lo lleva en la sangre.
Los Valverde llevaban generaciones siendo banqueros y César era el último de la dinastía y, aparentemente, el más brillante. También exigía mucho a sus empleados. Todos los compañeros de Dixie tenían título universitario en administración de empresas, economía o idiomas. Dixie sabía que ella no encajaba en un banco con una lista internacional de importantes clientes y empresas. A veces parecía que sólo servía para llevar mensajes, asegurarse de que las cafeteras estuviesen llenas y hacer las tareas más humildes. Trabajaba mucho, pero en el tipo de tarea que hacía no se lucía demasiado.
La amenaza de una reunión cara a cara con César Valverde la tuvo todo el día nerviosa. ¿Qué había hecho? ¿Qué no había hecho? Si había cometido algún error, tendría que ponerse de rodillas y prometerle que se esforzaría. No tenía otra opción.
Lo único que la salvaba del total agotamiento era saber que tenía una entrada fija al mes, además de lo que ganaba varias noches a la semana como camarera. Según la señora con quien había hablado en la Oficina de Ayuda al Ciudadano, si decía que pagaría la deuda en cuotas, los acreedores no tomarían acciones legales.
Y mientras tanto, quizás su hermana Petra llamaría para decir que ya tenía fondos y que mandaría el dinero para saldar sus deudas. Petra siempre había ganado mucho como modelo, se repitió Dixie para consolarse. Lo único que ella estaba haciendo era defender el fuerte hasta que ella se ocupara de su propio problema financiero. Y era verdad que Petra se había mostrado preocupada cuando Dixie la llamó para recordarle las deudas que había dejado pendientes antes de irse a Los Ángeles con la esperanza de dedicarse al cine.
Dixie se arregló un poco en el cuarto de baño antes de la entrevista y se miró al espejo. Por lo menos el jersey suelto color crema y la falda larga gris disimulaban lo peor de su físico. Siempre le había parecido cruel que la naturaleza la dotara de grandes pechos y generosas caderas y sólo una altura de un metro sesenta.
No era sorprendente que Scott no la mirase como novia potencial, sino como amiga. Scott, guapo, extrovertido y el amor de su vida. La autocompasión la invadió un momento, pero luego se dijo que era una boba. ¿No había sabido siempre que no tenía ninguna posibilidad de atraer a Scott?
Lo había conocido en una fiesta de su hermana en la que se quejaba de lo mal se las apañaba con las tareas de la casa, porque su madre siempre lo había mimado. Antes de darse cuenta, se había ofrecido a ayudarlo…
Cuando Dixie se presentó en el despacho de César, su secretaria le echó una mirada preocupada.
—Podrías haber sido puntual en esta ocasión.
—Pero si soy puntual —dijo, mirando el reloj. Pero al verlo, se le demudó la cara. Otra vez el tiempo había pasado sin darse cuenta.
—Llegas diez minutos tarde.
Sintiéndose descompuesta por el miedo, Dixie golpeó en la puerta y entró. Le dolía la cabeza, tenía la boca seca y las manos húmedas.
César Valverde se dio vuelta de la pared de cristal por la que miraba el horizonte y la miró.
—Llegas tarde —dijo fríamente.
—Perdón. No me he dado cuenta —dijo Dixie mirando la gruesa alfombra y deseando que se la tragase.
—No es una excusa aceptable.
—Por eso me he disculpado —dijo Dixie en voz muy baja sin levantar la vista.
No necesitaba mirarlo para recordar su delgado aspecto mediterráneo, su negro pelo y su enorme atractivo. Era guapísimo, pero a Dixie siempre le había llamado la atención que los fantásticos ojos fueran duros y fríos y la sensual boca sólo sonriese ante la desgracia ajena.
Dándose cuenta un poco tarde de que el silencio se alargaba demasiado, Dixie levantó la vista y vio que César Valverde caminaba a su alrededor en un silencioso círculo mientras la estudiaba, la mirada penetrante concentrada en su figura, que ahora parecía encogerse aún más.
—¿Qué problema hay? —preguntó, desconcertada por su comportamiento y la intensidad de su escrutinio.
—Dio mio… ¿Hay algo que no sea un problema? —la arruga de su frente se hizo más pronunciada al ver cómo se le encorvaban los delgados hombros—. Ponte derecha, no te encorves así —le dijo.
Dixie obedeció, ruborizándose, y sintió alivio cuando él se colocó detrás de su ordenadísima mesa de cristal.
—¿Recuerdas los términos del contrato que firmaste al comenzar a trabajar aquí?
Dixie denegó con la cabeza, sintiéndose culpable. Había tenido que firmar una avalancha de papeles ese primer día.
—Ni te molestaste en leer el contrato —dijo César, esbozando una mueca de desdén.
—Estaba desesperada por conseguir un trabajo. Hubiera firmado cualquier cosa.
—Entonces ni te enteraste que las deudas personales son motivo para despido instantáneo.
La inesperada revelación fue como si le hubieran dado un puñetazo. Se lo quedó mirando horrorizada con los suaves labios entreabiertos y la palidez de su rostro acentuándose por momentos. César la estudió como un gato estudia a su presa antes de dar el zarpazo final. Sin mediar palabra, le alargó la hoja de papel con las cifras.
Con mano temblorosa, Dixie la agarró. Los mismos nombres y cifras que la torturaban día y noche le bailaron ante los ojos, haciendo que el estómago le diera un vuelco.
—Seguridad me la entregó esta mañana. Se hacen chequeos periódicos a todo el personal —le informó suavemente.
—Me estás echando —dijo, bamboleándose levemente.
César le acercó una silla.
—Siéntate, Dixie.
Dixie se sentó ciegamente antes de que las piernas cedieran bajo su peso. Estaba dispuesta a explicarle cómo, debido a una serie de malentendidos e inconvenientes, se había suscitado una situación que no era culpa suya en absoluto.
—No tengo el menor interés en escuchar una historia lacrimógena —dijo César Valverde con toda la calma del mundo mientras se apoyaba relajado contra su mesa.
—Pero yo quiero explicarte…
—No hay necesidad de que expliques nada. Las deudas de ese estilo son fáciles de comprender. Te gusta vivir por encima de tus posibilidades y te gusta hacer fiestas…
Horrorizada de que supiera sobre esas vergonzosas deudas a su nombre y su igualmente vergonzosa incapacidad para pagarlas, Dixie comenzó a hablar.
—¡No! Yo…
—Si me interrumpes otra vez no te ofreceré mi ayuda —interrumpió César Valverde mordiendo las palabras.
Dixie hizo un esfuerzo por comprenderlo. Echando su rizada cabeza hacia atrás, se lo quedó mirando con la boca abierta.
—¿Ayuda?
—Estoy dispuesto a ofrecerte otro tipo de empleo, pero si aceptas el papel, tendrás que trabajar mucho y hacer un gran esfuerzo.
Cada vez más sorprendida, pero dispuesta a agarrarse a un clavo ardiendo con tal de no quedarse sin trabajo, Dixie asintió con la cabeza enfáticamente.
—No temo al trabajo duro.
Obviamente, pensaba bajarla en el escalafón. ¿Qué era menos que auxiliar administrativo? ¿Fregar suelos en el comedor de la empresa?
—No estás en situación de rechazar mi oferta —dijo César, echándole una mirada relampagueante.
—Ya lo sé —reconoció ella con humildad, avergonzándose porque César Valverde nunca le había gustado. Lo había juzgado mal. Aunque tenía motivos para echarla, estaba dispuesto a darle otra oportunidad.
—Jasper no se encuentra bien.
El cambio de tema la desconcertó, haciendo que la tensa cara se turbase.
—Por lo que dice en sus cartas, todavía no se ha recuperado del catarro que tuvo en la primavera.
—Tiene el corazón débil —dijo César serio.
La noticia era lo último que le faltaba. Las lágrimas le arrasaron los ojos y rebuscó en el bolsillo de la falda un pañuelo de papel. La terrible noticia explicaba el comportamiento de César Valverde. Podía no gustarle ella y no aprobar su amistad con Jasper Dysart, pero respetaba el cariño que su padrino le tenía. Sería por eso que no aprovechaba para humillarla más.
—Con la edad que tiene, no podemos pretender que viva eternamente —dijo entredientes, incómodo porque ella mostrase sus emociones.
—¿Vendrá a Londres este verano? —preguntó Dixie, después de sonarse la nariz e inspirar profundamente para recuperar la compostura.
—No lo creo.
Entonces no lo vería más, se dio cuenta con tremendo dolor y lástima. La lucha por pagar las deudas de Petra hacían que un viaje a España resultase impensable.
—Ha llegado la hora de que vayamos al grano —dijo César con evidente impaciencia—. Yo necesito un favor y a cambio, estoy dispuesto a pagarte las deudas.
—Pagarme las deudas… ¿Qué favor? —repitió Dixie. ¿Cómo podía el hecho de trabajar para el Banco Mercantil Valverde ser un favor?
César caminó hacia el ventanal.
—Probablemente Jasper no viva mucho ya —dijo con dureza—. Su deseo más ferviente ha sido siempre que yo me casase. Actualmente no tengo ninguna intención de satisfacer ese deseo, pero me gustaría mucho hacerlo feliz con una mentira piadosa.
¿Una mentira piadosa? La incomprensión de Dixie crecía por momentos.
—Y ahí es donde me puedes ayudar —le informó César secamente—. Tú le gustas a Jasper. Es muy tímido con su sexo y, como resultado, sólo le gusta cierto tipo de mujer. Tu tipo. Jasper se pondría hecho unas pascuas si yo le dijese que nos hemos comprometido.
—¿Nos hemos…? —Dixie comenzó a levantarse de la silla, como si con ello pudiese comprender mejor.
—Tu trabajo sería hacerte pasar por mi novia. Un acuerdo privado, se entiende. Harías sólo tu papel en España para Jasper.
Los oídos de Dixie zumbaron, le pareció que se le vaciaban de repente los pulmones, la incredulidad la tenía totalmente paralizada.
—Me estás tomando el pelo —dijo mirándolo con los ojos como platos—. ¿Yo, simular que estoy comprometida contigo?
—Jasper se lo creerá. La gente siempre está dispuesta a creer lo que quiere creer —afirmó César cínicamente.
—Pero nadie creería que… que tú y yo… —una delatora ola de color le subió de la garganta invadiéndole las mejillas—. ¡Quiero decir, es tan increíble!
—Es entonces cuando tu esfuerzo y trabajo darán frutos —César la estudió otra vez como evaluándola, las cejas fruncidas—. Mi intención es hacer esta charada lo más creíble posible. Puede que Jasper sea ingenuo, pero no es imbécil. Sólo cuando acabe de convertirte en una estilizada y elegante Dixie Robinson, Jasper se convencerá totalmente.
A Dixie le pasó por la mente que César Valverde había estado bebiendo. ¿Una estilizada Dixie Robinson?
—César, yo…
—Sí, suponía que estarías agradecida —descartó César con arrogancia y una luz de sarcasmo en los ojos—. Supongo que no te podrás creer tu buena suerte…
—¿Mi buena suerte? —interrumpió Dixie trémula, preguntándose cómo un hombre tan famoso por lo perceptivo podía haber interpretado tan mal sus reacciones.