Una duquesa Rebelde - Josephine - E-Book

Una duquesa Rebelde E-Book

Josephine

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Beschreibung

Mientras las jóvenes debutantes sueñan con encontrar al marido ideal, Lady Elizabeth Desmond, busca libertad para labrar su propio camino. Tan joven y bella, así como rebelde, prefiere mil veces ser una solterona, antes de casarse por conveniencia y ser desdichada por el resto de su vida. Pero el destino tiene otros planes y debe abandonar su Irlanda natal y presentarse en sociedad bajo el ala de su tía, la mismísima reina Victoria. William Cavendish, próximo duque de Devonshire, es de carácter fuerte y demasiado reservado, haciéndolo parecer orgulloso. Heredero de una inmensa fortuna, sin duda es uno de los solteros más codiciados de la temporada londinense, pero tiene el defecto de que se niega a casarse. Hasta que un par de ojos marrones, lo hacen cambiar de opinión. William se promete a sí mismo enamorar a aquella joven, pero Elizabeth Desmond no se lo pondrá tan fácil.

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Josephine M. Hopkins

Primera edición digital: Julio 2022

Título Original: Una duquesa rebelde

©Josephine M. Hopkins, 2022

©EditorialRomantic Ediciones, 2022

www.romantic-ediciones.com

Diseño de portada: Maria Àngels Crespí

ISBN: 978-84-18616-91-4

Prohibida la reproducción total o parcial, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, en cualquier medio o procedimiento, bajo las sanciones establecidas por las leyes.

ÍNDICE

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Epílogo

«Juró que nunca se casaría hasta que apareció él».

Dedico esta obra a mi familia, por su apoyo incondicional, pero, sobre todo, por no cortar mis alas, sino impulsarme a volar alto.

A Idolina Servin, Cristina Bucio, Silvia Rangel, Nicole Lozada, Carole Golfier, Nancy González y a las autoras: Alicia Pfuño y Tata Avellaneda, por ser mis primeras lectoras, y motivarme en todo momento a seguir escribiendo, sus consejos y amistad ha sido una luz brillante que me ha guiado en mi camino como escritora.

Y a ti, querido lector, que estás haciendo realidad mi sueño, al darle una oportunidad a mi libro.

Jamás olvidemos que nuestra voz es importante. Nosotras somos importantes.

Es por ello, que tú, mujer guerrera y noble, no permitas que te silencien, ni mucho menos que apaguen aquella luz que con tanta fuerza arde en tu interior, pues fue justo esa misma luz la que guio a nuestras antepasadas, la misma que nos guía a nosotras y la que desde luego guiará a las nuevas generaciones.

1

Londres–1864

Lady Elizabeth Desmond, a sus dieciocho años, se consideraba una mujer afortunada, pues hasta ese momento se le había permitido disfrutar de la libertad y las maravillas de su natal Irlanda, hasta que aquello cambió abruptamente, justo cuando la tan respetable reina Victoria, consciente de que su sobrina ya está en edad para el matrimonio, la hace viajar a Londres, con la finalidad de ser presentada en sociedad, y concertarle un buen matrimonio con algún caballero de buena posición. Elizabeth, apenas pone un pie en tierras inglesas es víctima de los constantes comentarios malintencionados de las jóvenes nobles, mismas a las cuales, si no fuera por la mirada retadora de su padre, ya les habría dado su merecido. Le resultaba frustrante tener que comportarse como una perfecta dama, callada y sumisa, portar vestidos tan pomposos y joyas tan estrafalarias. Definitivamente, ella no era así, pero de algo estaba muy segura. «No casarse nunca», y si aquello significaba ser una solterona, con gusto lo sería.

—Echo de menos Irlanda —confesó Elizabeth desanimada, soltando un gran suspiro, mientras caminaba por el majestuoso Hyde Park. Pese a que el clima era agradable y el día hermoso, el corazón de la joven se encontraba destrozado, llevaba tan solo unas horas en tierras británicas, y ya había sido víctima de burlas y comentarios mordaces de algunas de las jóvenes que ahí se encontraban.

Para nadie era un secreto que, en Irlanda, Elizabeth pasara la mayor parte del tiempo conviviendo con los pueblerinos, visitando hospicios y ayudando a los menos favorecidos, incluso se había atrevido a ejercer como enfermera, aun ante las negativas de su padre, pues aquello resultaba escandaloso y vergonzoso. Una joven de su clase, rebajarse vilmente para convivir con la gente pobre y ser vista con sus vaporosos vestidos sucios, sin duda era algo inaceptable. Pero poco le importaba, pues gracias a su madre, la fallecida condesa de Greystones, era por lo que se había interesado en hacer actos de caridad. Pues si bien, Emerald Desmond, quien antiguamente fuera conocida por Emerald Alejandrina FitzGerald, no solo había sido hija del tan afamado August FitzGerald, V conde de Kildare, miembro de una de las dinastías más influyentes de Irlanda, sino que se había atrevido a desobedecer para ayudar en la construcción de escuelas mixtas para los hijos de los trabajadores y algunos hospicios, poco le importó las amenazas de ser repudiada por su padre, así como los comentarios malintencionados de la alta sociedad. El coraje de la condesa, sin duda, dejó una huella imborrable en su hija Elizabeth, quien orgullosa seguía sus pasos.

—No te desanimes, querida prima —la animó Andréi, conde de Argyll—. Lo mejor será que te concentres en tu debut de mañana. Sin duda, la gran soberana se alegrará al verte —espetó, caminando a la par de su pariente.

—Padre y ella han confabulado para que termine casándome en esta temporada. No estoy dispuesta a hacerlo —soltó con evidente molestia, echando a correr por el Hyde Park.

Andréi, incrédulo y mirando a su alrededor, tuvo que imitarla para lograr alcanzarla, antes de que su tío la reprendiera por su actitud inapropiada.

—Entiendo tu molestia, pero si lo vemos por el lado bueno… —dijo un poco agitado, corriendo a unos cuantos centímetros de ella.

—¿Lado bueno? —musito incrédula, deteniéndose de golpe y encarando a su primo—. Aquí no hay un lado bueno.

—Tendrás a alguien que te procure, una maravillosa casa, sirvientes a tu disposición e hijos —confesó, deteniéndose de igual manera, dejando escapar un largo suspiro debido al esfuerzo físico.

—Si no lo recuerdas, Andréi, mi madre me heredó el castillo de Slane, tengo demasiados sirvientes a mi disposición y soy feliz estando soltera. No estoy dispuesta a tolerar infidelidades, maltratos, no quiero ser una esposa sumisa, una que solo sirve como un bonito objeto para decorar y que es vista como una fábrica de hijos. Prefiero ser una solterona, pero feliz y libre. —Esto último lo dijo gritando, ocasionando que varias miradas curiosas se posaran en ella y empezaran a cuchichear.

—Baja la voz —susurró el joven conde—. Todos nos están mirando.

—¿Eso es todo lo que te importa? ¡Eres un hipócrita, igual a ellos! —exclamó con indignación.

—Os recuerdo que no estáis en Irlanda. En Londres, las cosas son muy diferentes, si vuestra actitud tan escandalosa llega a oídos de vuestra majestad, entonces sí estaréis en graves problemas.

—Aquí estáis —reprendió el conde de Greystones con tono autoritario—. Elizabeth, no quiero que os alejéis demasiado y que os mostréis tan despreocupada. No estáis en Irlanda, dejad de comportaros como una salvaje.

—Pero, padre...

—Es suficiente, ahora volved al carruaje, debemos llegar al castillo Dover —dijo tajante, para después abordar el carruaje.

Elizabeth, por primera vez se quedó callada y obedeció, a decir verdad, hasta ella misma se había sorprendido de las palabras tan crueles de su padre, jamás imaginó que él la considerara una salvaje.

Si bien Joseph Alejandro Desmond de Sajonia-Coburgo, conde de Greystones, era un caballero altivo, estricto y un poco benévolo, a sus cincuenta años poseía un cuerpo musculoso y un gran atractivo. Él había sido dichoso al haberse casado con Emerald por amor y no por imposición, tanto fue su amor que apoyó a su esposa en sus obras de caridad y la alentó en cada una de sus locuras, pero tras la muerte de ella, se vio sumido en un profundo dolor, haciendo que su carácter y forma de ver la vida cambiaran drásticamente. Ahora lo único que le importaba era el de casar a su hija con un noble respetable y de este modo asegurarle un buen futuro.

Chatsworth House...

Lord William Cavendish, futuro duque de Devonshire, tenía tan solo veinte años, cabello oscuro, tez blanca, ojos de un azul profundo, cuerpo fornido y con 1.80 de altura, sin duda, era un gran ejemplar del sexo masculino. William se encontraba sentado en su sillón, frente a la chimenea, sosteniendo una copa de oporto, observaba aquel líquido rojizo, mientras meditaba sobre su vida y lo que se esperaba de él.

—Has estado muy parlanchín esta noche, querido primo —bufó Richard, conde de Matlock.

—Solo meditaba —respondió secamente, bebiendo de su copa.

—¿Acaso el tío James sigue presionando para que te consigas una esposa?

—En efecto, pero me niego rotundamente a hacerlo. No quiero casarme con una mujer hueca y frívola—dijo con desagrado—. No quiero ser infeliz por el resto de mi vida.

—No todas las mujeres son así. En algún lugar debe existir una joven hermosa e inteligente—animó el joven conde.

—Lo dudo mucho, por lo regular todas las damas son educadas para ser sumisas y «perfectas» —esto último lo dijo haciendo comillas con los dedos.

—No seas tan pesimista, mejor pasemos a temas agradables, ¿estás listo para la gran temporada? El palacio de Buckingham estará abarrotado de jovencitas casaderas hermosas y con madres entusiastas en conseguirles un buen partido a sus hijas. Mejor dicho, estarán interesadas en ti.

—Pierden su tiempo, si no fuera porque la reina me ha invitado, créeme que ya me hubiera ido a pasar la temporada en la residencia que tenemos en Staffordshire.

—Siendo honesto, yo sí estoy entusiasmado, al menos podré deleitar mis pupilas con la belleza de las jóvenes.

—Eres un caso perdido, Richard —soltó con resignación, poniéndose de pie para acercarse a la ventana, y poder observar cómo su padre, descendía del carruaje—. El gran duque ha llegado —anunció, dejando su copa en la mesita de centro.

—¿Tan temprano? ¿No se supone que debería estar en el Parlamento? —cuestionó incrédulo, enderezándose en su asiento.

—Lo mismo digo de vos, Richard. —Se escuchó una voz profunda, proveniente de la puerta.

—¡Padre! ¡Tío! —dijeron ambos caballeros pálidos.

—¿Perdiendo el tiempo nuevamente? Tú, Richard, deberías estar en el Parlamento, y tú —dijo señalando a su vástago—, tú deberías estar analizando la interminable lista de todas las jóvenes casaderas que serán presentadas. ¡William, necesitas conseguir una buena esposa!

—Padre, sabe que me niego rotundamente.

—Entonces... me veré obligado a desheredarte, como mi sucesor, es vuestro deber casarte y asegurar la perpetuidad de los Cavendish. Os daré un ultimátum, William, o te casas esta misma temporada con alguna dama respetable y de buena familia o juro por mis ancestros que te desheredo. No estoy bromeando —sentenció, para finalmente marcharse a sus aposentos.

—Creo que ahora si está molesto —habló Richard, mirando azorado a su primo.

—Estoy perdido... No precisamente porque me importe que me desherede, sino que él hará hasta lo imposible por concertarme un matrimonio con alguna joven insulsa de la aristocracia. Todas me resultan insoportables y aburridas.

—¿Has pensado en negociar tu matrimonio? Me refiero a que busques a una joven de la nobleza que esté dispuesta a casarse contigo a cambio de una buena cantidad de dinero, en público serán el matrimonio idóneo, pero en la intimidad, dos perfectos desconocidos. Chatsworth House es sumamente grande, bien podrías quedarte en el ala norte y ella en el ala sur.

La propuesta de Richard no sonaba tan descabellada después de todo. Solo faltaba un insignificante detalle, ¿qué dama de sociedad aceptaría ser su socia?

—Lo he pensado, pero igual sería muy arriesgado y conociendo a mi padre… Definitivamente, no.

—Piénsalo bien, William. Además, estoy seguro de que tarde o temprano conocerás a una mujer que te haga perder la cabeza. Siéndote sincero, ruego para que eso suceda.

—Nada me hará cambiar de opinión, todas las mujeres son iguales. Y, un matrimonio arreglado es lo que menos quiero ahora, suficiente presión tengo con prepararme para suceder a mi padre en el Parlamento, como para tener que lidiar con otra cosa semejante.

—Si es tu última palabra, no me queda más que apoyarte.

«Tarde o temprano te tragarás tus palabras, querido primo y será divertido verte enamorado», pensó divertido, acariciando su mentón.

2

El clima en Londres era de lo más agradable, la brisa era fresca y los rayos del sol ya iluminaban con majestuosidad el tan imponente Hyde Park. Calesas o carruajes elegantes tirados por cuatro o seis caballos pasaban con premura por las principales avenidas, algunas damas se reunían para ponerse al día con los chismes del momento, mientras que los más jóvenes aprovechaban para flirtear; se apreciaba desde un ambiente familiar, hasta uno íntimo. Pero, para Elizabeth, quien iba a bordo de una calesa junto a su primo, le resultaba de lo más desagradable, detestaba ver tanta hipocresía y opulencia, añoraba su tierra, así como a sus parientes, era claro que no encajaba en ese lugar, conforme la calesa avanzaba por el camino principal, las miradas de algunas jóvenes se posaban en ella, la miraban de arriba abajo, buscando el más mínimo detalle para criticarla, sabían de su origen, y la consideraban una salvaje, pese a que vestía diseños exclusivos de la casa Worth y joyas preciosas, sentían que ella era poco para todo aquello. Era claro que la envidia les carcomía. Elizabeth era hermosa por naturaleza, de facciones delicadas y figura grácil, se podía decir que se encontraba entre los cánones más altos de belleza y perfección, pero nada de eso era suficiente como para que la consideraran una igual.

Ella, intentando controlar sus impulsos por bajar y darles su merecido, solo se limitó a esbozarles una fingida sonrisa y hacer una leve inclinación, acto seguido, dirigió su mirada hacia el maravilloso paisaje que se le presentaba, necesitaba distraerse con algo, o si no… perdería los estribos y mandaría los buenos modales al demonio.

—Te noto muy callada, ¿te encuentras bien, Liz? —pregunto Andréi con evidente preocupación.

—No encajo aquí, detesto ser el centro de comentarios malintencionados.

—No les prestes atención, es lógico que te envidien. Eres hermosa, inteligente, sin duda una mujer única —la animó, tomando sus manos entre las suyas—. Ahora, no echemos a perder este maravilloso día. Es una fortuna que vuestro padre os haya permitido salir a pasear sin chaperonas.

—No me sorprende, tal vez mi tía haya tenido algo que ver —dijo sin ánimos, dirigiendo su vista hacia las personas.

—Al menos, no tendremos que soportar sermones —soltó sin más, enderezándose en su asiento.

—Deténgase, por favor —solicitó ella abruptamente, poniéndose de pie en el vehículo. El lacayo detuvo de golpe la calesa, ocasionando que Andréi fuera a parar al asiento de enfrente.

—¿Qué pasa contigo? —espetó molesto, recogiendo su sombrero.

Elizabeth hizo caso omiso a la pregunta de su primo y sin esperar a que el lacayo le abriera la puerta y la ayudara a bajar, ella se adelantó y echó a correr en dirección a la fuente central del Hyde Park.

—Espéranos aquí, por favor —solicitó Andréi, bajando de la calesa. Con su semblante serio, se encaminó en dirección hacia ella, justo cuando estaba por reprenderla, pudo percatarse de que hablaba con tanta ternura con alguien que, incrédulo, se detuvo a su lado y lo que vio a continuación le llenó de ternura. Elizabeth, arrodillada en el pasto húmedo, intentaba secar a un niño, su aspecto era desaliñado, dejando entrever su situación económica.

—Andréi, tenemos que ayudarlo —suplicó ella, mientras abrazaba con fuerza al pequeño—. Está empapado y temo que pueda enfermar.

—Eli —susurró—, ponte de pie —pidió—. Todos te están mirando. Pero ¿qué le pasó a tu vestido?

—No me interesa lo que piensen o digan de mí, al fin y al cabo, soy una salvaje —dijo, recalcando aquella última palabra—. No puedo pasar de largo y pretender que no he visto nada.

En efecto, varias personas curiosas se aglomeraron alrededor de ella, algunos mirándola con sorpresa, otros con horror. Cómo era posible que una joven noble, se rebajara vilmente a tratar con gente «humilde» Y peor aún, luciendo tan despreocupada, con la falda de su vestido desgarrado y mojado, todo por ayudar a ese crío.

—Hola, pequeño —saludo Andréi, poniéndose en cuclillas—. ¿Dónde está tu mamá?

El pequeño miraba asustado, mientras se aferraba al pecho de Elizabeth, intentando conseguir protección y calor; ella, sin dudarlo, se quitó su chal de lana y lo envolvió, mientras lo volvía a abrazar.

—Eli, si el pequeño no nos dice nada, temo que sea inútil que nosotros podamos ayudarlo. A estas alturas, dudo que tenga padres siquiera, mira su aspecto.

—No pretenderás que lo dejemos aquí. —Justo cuando el joven conde estuvo por decir algo, una voz desesperada llamó al pequeño. Una mujer de no más de veinte años aparecía, arrebatándole a su pequeño a Elizabeth. Andréi la examinó con detenimiento, sus ropas estaban gastadas y parchadas, su rostro, aunque hermoso, se encontraba golpeado y sucio, aquella imagen hizo que la sangre de él hirviera. ¿Cómo era posible que alguien pudiera golpear a una mujer?

—Milady, disculpe las molestias que le ha ocasionado mi pequeño, yo…

—Nada de eso —respondió ella, esbozando una cálida sonrisa—. Me gustaría que un médico lo viera, lo que no quiero es que enferme.

—Milady, es usted muy buena —respondió con cierta vergüenza, intentando arrodillarse y besar las manos de Elizabeth, en muestra de respeto y agradecimiento.

—No, no haga eso, por favor. Lo que hice fue de corazón.

—Si me permite, madame —intervino Andréi. Llevaremos a su pequeño para que lo revise un médico, solo para descartar cualquier complicación que pudiera presentarse.

—Milord… no, no es necesario.

—Insisto, madame.

—No tengo cómo pagarles —inquirió aún más avergonzada y bajando la mirada.

—Nosotros no queremos que nos pague, mi prima le ha dicho que lo ha ayudado de corazón.

Mientras los primos dialogaban con la mujer, cerca de la fuente, los curiosos no se despegaban de ahí, aquello llamó la atención de Richard, quien montando en su caballo, iba acompañado por su primo.

—¿Qué estará pasando allá? —preguntó curioso, deteniendo su caballo.

—No tengo ni idea, y siendo honesto no me interesa —respondió William de mala gana, imitando la acción de su primo.

—Oh, por favor, William, debemos acercarnos.

—Si quieres ve tú, yo te espero aquí. Sabes que detesto los lugares concurridos, además, si no te has dado cuenta, ahí se encuentran lady Portman y lady Rosse.

—Olvidaba que lady Portman, está obsesionada contigo —bufó—. Deberías cortejarla.

—No estoy para tus bromas.

—¡Oh! Mira. —Señaló en dirección a la fuente—. Puedo divisar a una señorita, con el vestido mojado… y ¿roto?

William, sorprendido ante la descripción de su singular primo, posó su vista hacia la fuente, primero vio a un caballero de espaldas, quien hablaba enérgicamente con una joven, de cabellera rizada, y en efecto su vestido estaba desgarrado de la parte de abajo, dejando ver sus medias. Aquella imagen le pareció escandalosa e inapropiada, seguramente se trataba de alguna mujer que intentaba llamar la atención y vaya que lo había conseguido.

—¡Vámonos! —dijo sin más, tirando de las riendas de su caballo. Richard, miró por última vez a la joven tan singular, para después darle alcance a su primo.

Andréi y Elizabeth, tras haber logrado persuadir a la madre del pequeño de llevarlo para que lo atendiera un médico, Elizabeth le entregó unas cuantas monedas a la mujer, para después despedirse y regresar al castillo Dover, en donde seguramente su padre ya debía estar enterado del acontecimiento de la tarde y quien de seguro la retaría por su proceder tan «escandaloso» y desde luego que no se equivocó, pues apenas puso un pie en la residencia, la voz estruendosa de su padre se hizo presente.

—¿Puedes explicar qué fue ese espectáculo en el Hyde Park, Elizabeth? Estoy cansado de vuestro mal comportamiento, sois un dolor de cabeza. No ha pasado ni una semana y vos ya estáis metiéndote en problemas. Vuestra tía, la reina, esta furiosa.

—Padre…

—No quiero excusas tontas. ¿Hasta cuándo aprenderéis a comportaros como una dama?

—Tío…

—Vos no te metas, Andréi. Confié en vosotros para que salieran a pasear sin chaperones, pero me han decepcionado. En especial, vos, Elizabeth. Si sigues comportándote como una salvaje, ningún caballero respetable te desposará.

—¡Mejor para mí! —gritó ella, sus ojos marrones destellaban un brillo singular, las lágrimas amenazaban con salir, pero ella no le daría gusto a su padre de verla llorar, así que apretando los puños lo enfrentó—. No me importa ser una solterona o ser enclaustrada en un convento, prefiero mil veces eso a casarme con un hombre vil y despreciable. No me arrepiento de haber ayudado a esa pobre criatura. Yo no soy como esas… damas huecas, insulsas e ignorantes que se burlan de mi apariencia y origen. Diciendo con malicia que soy «mitad irlandesa e inglesa», lo que agradezco a Dios Padre, es parecerme a mi madre —dicho esto, echó correr a sus aposentos en donde se encerró a llorar y maldecir su mala fortuna.

—¡Elizabeth! ¡Elizabeth! —gritó furioso el conde, pero fue en vano, pues ella lo había ignorado por primera vez.

—Tío…

—No digáis nada. Estoy harto del comportamiento infantil de mi primogénita, pero que no crea que va a salirse con la suya. Esta temporada se comprometerá con alguien respetable y ya tengo a los candidatos perfectos —dijo sin más, retirándose a su oficina.

Andréi dejó escapar un suspiro, mientras tomaba asiento en uno de los sillones. Detestaba ver cuando su tío y prima se peleaban, pues ella siempre terminaba llorando amargamente en sus aposentos. Y, aunque quería reconfortarla en esos momentos, le iba a resultar imposible. Elizabeth se encerraba en ella misma y no permitía que nadie más entrara. Sin tan solo estuviera aquí el conde de Kildare, él hubiera defendido a capa y espada a su preciada joya.

El tan ansiado día para las jóvenes casaderas llegó, mientras que, para Elizabeth resultaba de lo más molesto e irrelevante, pero tenía que fingir emoción y esbozar una gran sonrisa falsa, pues lo primero era el de guardar las apariencias. Con desgana, se alisó la pesada falda del vestido, para aquella ocasión sus doncellas habían seleccionado un vestido de color esmeralda, que hacía resaltar su grácil figura, sus ojos marrones mostraban un brillo de malicia al imaginarse las caras de desagrado de las demás jóvenes, pues estaba augurado que, en esa velada, ella fuera el centro de atención. Su cabello oscuro fue trenzado y recogido en forma de corona, para ser decorado por algunas horquillas con incrustaciones de esmeraldas, regalo de su tía, la reina de Inglaterra.

El palacio de Buckingham lucía majestuoso e imponente, los jardines estaban perfectamente arreglados y decorados, el interior del palacio estaba muy bien iluminado por las miles de velas, se podía apreciar el azul rey y dorado por doquier, en el gran salón, los músicos ya se encontraban dispuestos, los sirvientes iban y venían con charolas de platillos suculentos y jarras de vino; para Elizabeth, ya no era novedad ver tanta perfección, pues tratándose de su tía, era algo muy normal.

—Vuestra majestad se ha superado con esta velada —susurró Andréi.

—Cuando el tío Alberto vivía, las fiestas no solo eran espléndidas, también eran amenas y divertidas —dijo con nostalgia, mirando un retrato del príncipe fallecido.

—Debes echarlo mucho de menos.

—Recuerdo que solía escabullirme a su oficina para admirar los cientos de libros que allí tenía, sobre todo los de medicina —dijo con una gran sonrisa—. Incluso nos contaba cuentos fantásticos a mis primos y a mí, era un hombre maravilloso y amoroso, sin duda un gran príncipe que hizo mucho por esta nación.

—Elizabeth, endereza la espalda —ordenó su padre, quien se encontraba atrás de ambos jóvenes. No olvidéis caminar con gracia y cuando estéis ante vuestra majestad, hacer una perfecta reverencia.

Ella, tragándose su coraje, apretó su inmensa falda, provocando que sus nudillos se pusieran blancos. Aborrecía tanta pomposidad y superficialidad, ni qué decir de la hipocresía que en el ambiente se respiraba, le repugnaba ver cómo las damas competían entre ellas por ver quién lucía el mejor vestido o portaba las joyas más caras de Europa. Justo cuando estaba por decir algo, fue interrumpida por una voz grave.

—¡Lady Elizabeth, del condado de Greystones! —se escuchó la voz ceremoniosa del mayordomo real.

Todas las miradas se posaron en aquella joven extranjera, de apariencia hermosa y facciones perfectas, su caminar era tan delicado y elegante, que, enfundada en ese vaporoso vestido esmeralda, daba la impresión de que flotaba. El conde de Greystones y el conde de Argyll caminaron detrás de Elizabeth, el primer caballero con su típico porte arrogante y de un padre orgulloso de su preciosa hija. Por su parte, Elizabeth tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para soportar estoicamente todas las miradas de la sociedad londinense, en definitiva, los caballeros la miraban embelesados por su gran belleza y elegancia, mientras que las jóvenes con envidia, sin duda ella representaba un gran obstáculo para las madres que buscaban desesperadamente un buen partido para sus hijas.

Mientras tanto, la soberana miraba con beneplácito a su sobrina predilecta, quien, con los años, se había convertido en una gran belleza, y ante lo cual sería fácil encontrarle un buen partido.

—Se dice que su vestido es un diseño exclusivo de Worth —dijo con envidia lady Rosse.

—Es una lástima que no lo sepa lucir, se ve tan insípida —soltó con desdén lady Portman.

—Se rumorea que ella es una irlandesa salvaje. No entiendo cómo osa venir a estas reuniones —dijo con malicia otra joven más. Aquellas jóvenes con lenguas viperinas miraban a Elizabeth con inferioridad, como si de una criada se tratara.

Elizabeth, ante aquellos comentarios viles, estuvo a nada de detenerse en seco, tomar del cabello a ese par de arpías y darles su merecido, para que con justa razón la llamaran salvaje, pero tuvo que contenerse y hacer oídos sordos. Cuando finalmente llegó ante la imponente presencia de la soberana, hizo una perfecta reverencia, lo hizo con gracia, elegancia y con suma delicadeza; por su parte, la reina miró con indulgencia a su sobrina y la despachó rápidamente, pues era consciente de su incomodidad. De esta manera, Elizabeth oficialmente había entrado en sociedad, ella aún con su sonrisa fingida, se dio la vuelta y regresó junto a su padre y primo, quienes orgullosos la felicitaron.

Una vez presentadas todas las jóvenes casaderas, los caballeros no se hicieron esperar y se lanzaron sobre el conde de Greystones, esto con la intención de solicitar su permiso para cortejar a su bella hija, por su parte, Andréi compadecía a su pobre prima y rogaba a Dios Padre, que encontrara a un caballero honorable y que la respetara. El carné de Elizabeth ya se encontraba lleno, pues varios nobles sin perder tiempo le solicitaron bailes, ella no negaba que algunos eran inteligentes, tolerables y otros definitivamente daban mucho que desear, sus pies ya le dolían de tanto bailar y pedía para sus adentros que se compadecieran de ella y la dejaran descansar.

—Andréi, juro por Dios que estoy muy cansada —dijo en un tono apenas audible.

—Quisiera ayudarte, pero en esta ocasión me es imposible —respondió con frustración el joven conde.

—Detesto ser el centro de atención. Lo que más anhelo en estos momentos es el de regresar a Irlanda. Seamos honestos, no encajo aquí, me consideran una irlandesa salvaje.

—¿Quién ha dicho semejante sandez? —cuestionó con evidente molestia, para, acto seguido, detener el baile.

—Por favor, no hagamos un gran escándalo —suplicó ella.

Andréi, a regañadientes, tuvo que contenerse y proseguir bailando, miró con atención a su alrededor y pudo percatarse de las caras de envidia de las demás jóvenes, incluso unas cuchicheaban y posaban sus miradas en Elizabeth.

—Juro por mi honor que siempre te protegeré. Eres mi única familia y no voy a permitir que ninguna dama ni mucho menos ningún caballero te lastime.

Terminado el baile, ambos jóvenes se refugiaron en una esquina del salón, esto con la finalidad de que Elizabeth pudiera descansar un poco, ella estaba por sentarse, cuando la reina con su semblante severo se lo impidió.

—No os hice venir hasta Londres solo para que vos te sientes. Vuestro deber es socializar con los caballeros para que consigáis un buen marido. ¿Ya bailaste con lord Spencer?

—¿Se refiere al caballero libertino y machista, majestad? En efecto, ya he bailado con él y primero muerta a casarme con ese... caballero.

—Cuida esa lengua, Elizabeth. Os recuerdo que estáis ante mi presencia y como tal merezco...

—Respeto y veneración —la interrumpió, diciendo aquello con sarcasmo—. Majestad, vos sabe que fui traída a la fuerza, si bien yo no pedí estar aquí. Tanto mi padre como usted, son conscientes de que no deseo casarme, quiero ser independiente y construir mi propio camino.

—¡Jovencita insolente! —dijo la reina indignada y con el mentón levantado se marchó.

—Creo que ahora si nos vetarán definitivamente de palacio —susurró Andréi.

—Como si eso fuera a suceder, mi tía no descansará hasta que me logre concertar un matrimonio.

—Lo cual es sumamente terrible —soltó con dramatismo.

Ambos estaban por soltar sonoras carcajadas, cuando las voces chillonas y melosas de algunas jóvenes se hicieron escuchar en el salón, justo cuando un caballero apuesto, gallardo y de aspecto severo ingresó.

—¿Quién es? —preguntó curiosa Elizabeth.

—El mismísimo Diablo —respondió Andréi—. Es el futuro duque de Devonshire, el soltero más codiciado de Londres, es por ese motivo que las madres de las jóvenes casaderas están eufóricas, pues sin duda es un muy buen partido. Y el caballero que lo acompaña es su primo, el conde de Matlock. —Señaló al joven rubio de ojos verdes, que se encontraba a la izquierda de William—. Pero este es muy sociable y agradable, a diferencia del futuro duque, quien es muy... taciturno y malhumorado, jamás se le ha visto disfrutar de la compañía femenina.

—Tiene cara de sufrimiento, el pobre desearía estar en otro lugar —se burló ella.

—Lo curioso, prima, es que te acabas de morder esa lengua tan afilada, pues estás en las mismas.

—Al menos yo lo disimulo, en cambio él... ni siquiera se toma la molestia de disfrazar su disgusto.

—Es el futuro duque, y es lógico que no sea complaciente con absolutamente nadie.

Elizabeth miraba de soslayo al futuro duque de Devonshire, no podía negar que era muy apuesto y varonil, pero lo que más había llamado su atención, sin duda fueron esos maravillosos ojos azules, su rostro era perfecto, así como cada una de sus facciones, su cuerpo se veía muy trabajado... ¿Había dicho su cuerpo? Se reprendió así misma por haberse dejado impresionar por aquel caballero.

Por otra parte, William se sentía incómodo al ser el centro de atención de todas las damas ahí presentes, pero lo que más le desagradaba era el de escuchar a las madres de las jóvenes debutantes hablar del excelente partido que sería para alguna de sus hijas. Él saludó cortésmente, mientras que audazmente buscó alguna esquina para refugiarse durante toda la velada, pues no deseaba conversar con nadie, ni mucho menos estar acompañado de mujeres impertinentes, frívolas e insulsas, justo cuando estaba por dirigirse a su objetivo, para su mala fortuna fue interceptado por un grupo de mujeres, quienes deseosas buscaban poder entablar una conversación y por qué no, hasta de concertar un muy ventajoso matrimonio.

—¡Lord Cavendish! —chilló lady Portman—. Qué alegría verlo.

—Milady —saludó secamente, haciendo una perfecta reverencia.

—Lord Cavendish, permítame que le presente a mi hija, lady Sophia —espetó con imprudencia lady Dubarry.

—Es un placer conocerla, milady —respondió, depositando un casto beso en la mano enguantada de la joven.

—¿No cree que mi hija es una belleza? —preguntó lady Dubarry.

William posó su mirada por un momento en aquella joven, pese a que su piel era blanca y nívea, sus ojos carecían de brillo, su nariz era muy ancha, sus labios pequeños, y casi podía jurar que no pasaba del 1,50 de altura, pero lo que terminó por colmarlo fue el carácter sumiso de esta—. Luce realmente encantadora, milady —atinó a decir, volviendo a posar su vista hacia el otro extremo del salón.

—Lord Cavendish, tengo que decirle que luce realmente apuesto. A decir verdad, es el hombre más apuesto de la velada —ronroneó lady Portman.

—Se lo agradezco, milady.

—Disculpen señoritas, pero mi primo y yo debemos saludar... —intervino Richard, buscando rápidamente a algún conocido para poder excusarse con el pretexto de ir a saludar, hasta que pudo ver a Andréi, su viejo amigo—. Debemos saludar al conde de Argyll, así que, si nos disculpan. —Sin más, arrastró a William hacia el otro extremo del salón—. Te quiero presentar a un gran amigo.

—No estarás hablando en serio —respondió con frustración, tensando la mandíbula.

—¿Te parece que estoy bromeando? Ahora muéstrate cortés o si no me veré en la necesidad de echarte a la legión de madres desesperadas por cazar a un yerno millonario.

William no tuvo otra opción que tratar de poner su mejor semblante y por un instante ser amable, pues ante la terrible amenaza de su primo, era capaz de hacer cualquier cosa, con tal de que no lo dejara en manos de aquellas mujeres.

—Qué agradable sorpresa verte por tierras inglesas mi estimado amigo —saludó Richard.

—Los milagros existen —respondió el joven conde, abrazando fraternalmente al conde de Matlock.

—En verdad, me sorprende verte aquí.

—Vine a acompañar a mi querida prima, lady Elizabeth, hija del conde de Greystones —dijo un muy orgulloso Andréi.

—¡Oh, milady!, disculpe mi falta de educación —inquirió avergonzado, depositando un casto beso en el dorso de ella.

—Elizabeth, te presento a Richard Bertie, conde de Matlock.

—Es un honor conocerlo, milord —saludó ella con una perfecta inclinación.

—El honor es todo mío, y permítame presentar a mi primo William Cavendish, futuro duque de Devonshire.

William, quien para ese momento se encontraba mirando a la nada, ante el carraspeo de su primo, posó su vista hacia aquella jovencita, grande fue su sorpresa al percatarse de su gran belleza, pero lo que sin duda llamó su atención sin reparo alguno, fue aquel par de ojos marrones que poseían un brillo muy especial, se quedó un instante inmóvil, solo admirando lo que él consideraba verdadera belleza, cosa que para Richard no pasó desapercibida aquella actitud de colegial enamorado de su pariente.

—Es un placer conocerlo, su gracia —dijo Elizabeth ruborizada, haciendo una perfecta reverencia.

—Disculpe a mi primo, milady, por lo visto lo ha deslumbrado con su belleza —soltó sin reparo alguno el conde de Matlock.

—El honor es todo mío, lady Elizabeth —habló por fin William, tratando de ocultar su nerviosismo.

—Qué agradable verlo por aquí, milord —comentó Andréi para salir de aquel momento incómodo y salvar a lord Cavendish.

—He oído hablar muy bien de usted, conde Argyll —respondió William con sinceridad—. Pues mi primo no hace otra cosa que recordarlo con gran estima, me comentó que estudiaron juntos en Oxford.

—En efecto, milord. Debo admitir que Richard era un constante dolor de cabeza.

—No me sorprende, pues soy consciente de ello.

—No me hagan quedar mal ante lady Elizabeth —los reprendió Richard, quien estaba algo ruborizado.

—Jamás pensaría mal de usted o de alguna otra persona, milord —dijo con sinceridad.

—Siendo así, ahora puedo estar más tranquilo.

Los tres caballeros se enfrascaron en una conversación amena, sobre todo por las constantes anécdotas del conde de Matlock, las cuales ocasionaron algunas risas, mientras tanto, William miraba de soslayo a Elizabeth, le fascinaba el verla sonreír y cómo sus ojos brillaban, consideraba que era la segunda mujer más hermosa del mundo, pues la primera había sido su amada madre, la fallecida duquesa, Anne de Devonshire. Desde luego que, para Elizabeth, no le resultaba del todo cómodo estar bajo el escrutinio de aquel caballero apuesto, pues por más que intentaba mantenerse relajada y concentrarse en la conversación, simplemente le resultaba imposible. Así que, aferrándose de la falda de su vestido y tomando el valor suficiente se excusó con los caballeros.

—Si me disculpan, caballeros —intervino Elizabeth, haciendo una leve inclinación, para después alejarse de ellos. Realmente deseaba sentarse y poder quitarse aquellas fastidiosas zapatillas, que ya le estaban lastimando, además de que se sentía intimidada por la presencia de lord Cavendish y eso para nada era bueno, escabulléndose exitosamente se perdió entre los jardines reales y se sentó en una banca de piedra que estaba en medio de los arbustos, soltando un bufido, se despojó de sus zapatillas de manera poco apropiada, las cuales quedaron desparramadas en medio del camino.

La velada le resultaba de lo más tediosa, pues tenía que soportar elogios de caballeros petulantes y tan poco inteligentes, pero lo que realmente le resultaba titánico, era el de pasar por alto cada comentario malintencionado de aquellas jóvenes huecas. Odiaba tener que comportarse como una joven sumisa, ni ella misma se reconocía al estar vistiendo tan llamativamente, el corsé no le permitía respirar, las joyas le pesaban y las zapatillas, aquellas horrorosas zapatillas, habían lastimado sus pies, miró con atención estos y se percató que ya se encontraban hinchados y muy lastimados.

El sentir la brisa fresca acariciar su rostro, era sin duda una gran delicia, con los ojos cerrados estaba disfrutando del momento, cuando el carraspeo de alguien le hizo abrirlos de golpe, para al hacerlo toparse con unos ojos de un azul tan profundo.

William, tras minutos después de que Elizabeth se hubiera excusado, decidió escaparse de la velada con la intención de salir a tomar un poco de aire, pero la realidad era que deseaba estar cerca de aquella joven hermosa y misteriosa, en sus veinte años, ninguna mujer había sido capaz de llamar su atención, es más, las ignoraba por completo, pero con lady Elizabeth, le había sucedido todo lo contrario, se sentía como un colegial enamorado, por primera vez se desconoció a sí mismo, ahora se dedicaría a perseguir a dicha dama, se rio por un momento de su proceder. Quién diría que él, el caballero orgulloso, altanero que tanto detestaba la idea de casarse, ahora lo estaba reconsiderando. Sin más se acercó a ella, y lo que vio a continuación lo dejó sin palabras, primero porque se veía hermosa bajo la luz de la luna, con su semblante sereno, y segundo, al percatarse de que sus zapatillas se encontraban tiradas a medio camino, lo cual le pareció gracioso, así que tomando todo el coraje necesario se aclaró la garganta para llamar su atención absoluta.

—¿No le parece peligroso estar aquí afuera sola, milady? Y peor aún, estar en una situación para nada favorable —dijo él, posando su vista en los pies de ella.

—¿Y usted, su gracia, no cree que debería estar adentro conversando de banalidades con los caballeros?

—Por lo visto posee una lengua muy afilada, milady. ¿Acaso no le han enseñado modales?

—Si los modales son quedarme callada y ser complaciente con los hombres... Entonces carezco de ellos —respondió con decisión, dejando ver un brillo muy peculiar en sus ojos, aquello fascinó más a William—. Ahora, si me disculpa, su gracia, deseo estar sola.

—Me temo que aquello será imposible, pues por nada del mundo puedo permitir que una dama se quede sola ya que sería muy peligroso.

—Esta dama... sabe defenderse de supuestos caballeros que solo buscan seducir a las jóvenes.

—Con ese carácter no lo dudo, estoy convencido de que posee muchas agallas, pero no quiero ser descortés.

—Por favor, su gracia, no intente quedar como el perfecto caballero ante mis ojos —dijo con ironía.

—Por lo visto, ha sido víctima de las constantes atenciones de los caballeros —espetó con picardía, posando su vista en los pies de ella—. ¿Le gustaría que le haga un masaje?

Aquella pregunta, ocasionó que los colores se le subieran al rostro. ¿Qué clase de caballero era él?, o la pregunta correcta era, ¿él era un verdadero caballero?

—No crea que voy a caer ante sus encantos de seductor empedernido —respondió por fin—. No seré tan tonta como para aceptar semejante cosa y que después alguien nos descubra y en dos días usted y yo nos veamos en la obligación de tener que casarnos.

—No había pensado en aquello —respondió con gracia—. Aunque —espetó, fingiendo que pensaba—. Lo del matrimonio, no suena tan descabellado, después de todo, usted ha logrado cautivarme.

—¡Es un cínico! —exclamó molesta. Elizabeth estaba muy irritada, al haber sido interrumpida en su momento de tranquilidad y más ante la sorpresiva declaración de lord Cavendish, él por su parte disfrutaba hacerla enojar, pues se le veía más hermosa y ni qué decir del brillo que emanaban aquellos ojos marrones—. Ya que usted se niega a ir, entonces lo haré yo —dijo furiosa, poniéndose de pie, y colocándose sus zapatillas. Elizabeth le dirigió una última mirada a William y regresó directo al salón, pues lo más probable era que su padre y primo estuvieran buscándola y vaya que no se equivocó, el conde de Greystones estaba furioso por la desaparición de su hija, que de inmediato se lo hizo saber. Tras soportar una hora más de constantes elogios por parte de los demás caballeros, finalmente llegó la hora que tanto anhelaba ella, el de marcharse para después poder deshacerse de aquel odioso vestido y ni se digan de aquellas zapatillas que tanto la habían hecho sufrir.

Antes de irse, lady Melbourne, una joven rubia, de ojos azules, figura no tan grácil, e hija del primer ministro de la soberana, les había extendido una invitación para el pícnic del día siguiente, esto con la intención de poder conquistar al conde de Argyll, ya que era un muy buen partido y sin duda aquel matrimonio resultaría muy beneficioso. El conde de Gresytones, desde luego aceptó la invitación, pues sabía de primera fuente que varios nobles en busca de esposa también asistirían.

3

—A que no te imaginas de lo que me enteré —informó Richard, ocupando su lugar en la mesa.

—Buenos días, Richard —saludó tajante William, manteniendo su vista en la carta que había recibido de su amigo.

—¿Recuerdas a la joven singular del vestido roto y mojado que vimos en el Hyde Park?

—Desde luego, cómo olvidarla —soltó con ironía, volviendo a dirigir su vista a la carta.

—Pues resulta ser, que era nada más ni nada menos, que lady Elizabeth.

William, incrédulo, dejó la carta a un lado y miró a su primo, esperando a que este empezara a reírse, pero tras analizar su expresión seria y sincera, finalmente pudo comprender que era cierto.

—Y ¿qué tiene de relevante? Siendo honesto, no me sorprende, ella… es tan imprudente —dijo inconscientemente.

—¿Cómo estás tan seguro? —cuestionó con interés, mirándolo con picardía.

—Eso se nota a simple vista, además, no olvides lo que dicen de su origen.

—Eso qué tiene que ver. Y por favor, deja de comportarte como un idiota, si anoche me quedó más que claro que te sentiste atraído por ella. A decir verdad, ¿qué caballero ahí presente, no lo estuvo?

—No sé de qué estás hablando —replicó en tono serio, ocultando su nerviosismo.

—No dejabas de mirarla.

—Es suficiente, Richard —interrumpió.

—Ahora que lo recuerdo, ¿me vas a decir en dónde te habías metido anoche? Te estuve buscando.

—Salí a tomar un poco de aire.

—No te hagas el desentendido. Pues fue una gran casualidad que minutos después de que lady Elizabeth desapareciera, lo hayas hecho tú también. El conde de Greystones estaba que echaba humo por las orejas ante la ausencia repentina de su hija.

—Ese caballero exagera las cosas.

—Es lógico que actúe de esa manera, ambos sabemos que la mitad de los caballeros allí presentes gustan de embaucar a las damas ingenuas.

—Lady Elizabeth no tiene nada de ingenua, al contrario, posee agallas y una lengua muy afilada.

—William, no me digas que... —espetó con horror Richard.

—No es lo que estás pensando.

—Y según tú, ¿qué estoy pensando?

—Cosas que no son para nada honorables. No olvides que fui educado por una gran dama y por un gran caballero. Primero muerto, antes de mancillar a una joven.

—Perdóname, William, tienes razón, pero con todo lo que se ha escuchado, estoy conmocionado. Pero apiádate de mí, cuéntame qué fue lo que sucedió anoche con lady Elizabeth —suplicó el joven conde.

—Das por hecho que estuve con ella.

—Tú la mencionaste, además de expresar su carácter tan peculiar. Tanto, que me está llamando la atención, creo que aprovecharé el pícnic de hoy y la cortejaré, tal vez en un abrir y cerrar de ojos sea la nueva condesa de Matlock, ya es hora de que siente cabeza.

—Ni se te ocurra, Richard —amenazó.

—¿Qué te sucede? Si mal no recuerdo, tú no deseas casarte, o no me digas que lo estás reconsiderando.

—No digas tonterías.

—Bueno, entonces no hay motivo para que no pueda cortejar a lady Elizabeth, es hermosa, inteligente y será una excelente condesa.

—Ella nació para ser la próxima duquesa de Devonshire, así que lo mejor es que te mantengas al margen —advirtió tajantemente, dedicándole una mirada retadora a su primo.

—¡William, perro! Estáis enamorado de lady Elizabeth, no te culpo, ella es muy hermosa.

—Baja la voz, lo que menos quiero es que mi padre escuche y empiece a presionar.

—Entonces, ¿qué piensas hacer?

—Hoy intentaré acercarme a ella, hacerle saber mi interés hacia su persona.

—Suerte con ello, pero siendo honesto, con lo que Andréi me contó sobre lady Elizabeth, sin duda no será nada fácil, pues ella se niega rotundamente a casarse.

—Me gustan los retos y no soy un hombre que se da por vencido tan fácilmente, por esta ocasión pondré todo mi empeño para enamorarla —musitó con gran seguridad, esbozando una leve sonrisa al ser consciente de que aquel propósito le resultaría titánico.

Mientras tanto, en el castillo Dover, Elizabeth y Andréi disfrutaban de un ligero pero suculento desayuno en la terracita, ambos comentaban sobre la velada de la noche anterior, bromeaban y le colocaban apodos a las jóvenes estiradas e insulsas, hasta que el joven conde, sin más, la cuestionó sobre su paradero durante las dos horas que estuvo ausente en la velada.

Ella casi se atraganta con un pedazo de tostada, pues lo que menos quería era el de confesar que había tenido un encontronazo con lord Cavendish, ya que al haber estado a solas con él resultaba algo muy comprometedor.

—Solo salí a tomar un poco de aire fresco, estuve sentada cerca del laberinto —respondió intentando ocultar su nerviosismo.

—Qué raro, lord Cavendish también salió a tomar un poco de aire fresco. El pobre no soportó la multitud que se encontraba ahí aglomerada; dime la verdad, ¿estuviste con él?

—¡Por supuesto que no! —espetó con indignación—. ¿Qué te hace pensar semejante cosa?

—Mi intención no era ofenderte, pido perdón por ello. Pero justo cuando tú desapareciste, él también lo hizo, lo que llamó mi atención, desde luego, sin mencionar que el resto de la velada se la pasó mirándote sin tapujo alguno. Incluso mi tío se percató de aquello y está encantado con la idea de un posible matrimonio entre tú y el heredero del ducado de Devonshire.

—Padre, ¿piensa casarme con él?

—Según parece, aunque no dijo nada al respecto. Elizabeth, debes admitir que William es un caballero respetable, benévolo y sumamente rico, no te faltará nada.

—¿Qué hay de mis sentimientos?

—Estoy convencido de que con el tiempo lo llegarás a amar, existe una gran probabilidad de ello.

—Primero muerta, no voy a renunciar a mis sueños solo para convertirme en una esposa sumisa que soporta humillaciones y constantes infidelidades.

—No estáis en posición de elegir, Elizabeth, que os quede claro cuál es vuestro lugar —sentenció el conde de Greystones, quien hacía acto de presencia.

—Tío, por favor, lo más sensato es que nos tranquilicemos.

—No me olvido de vos, sobrino, debes buscar una buena esposa.

—Lo tengo muy presente, pero definitivamente no desposaré a una dama inglesa, son muy insípidas y las encuentro inapropiadas.

—Ignoraré dicho comentario, sobrino, pues no deseo discutir. Suficiente tengo con mi hija. Os recuerdo que dentro de unas horas partiréis directo al Hyde Park, por lo que Elizabeth, pido que te esmeres en tu arreglo y que te comportes a la altura de una perfecta dama de sociedad. —Haciendo un ademán con la mano, dio por finalizada la conversación. El resto del desayuno transcurrió en un silencio incómodo. Elizabeth, por su parte, se limitó a ahorrarse sus lágrimas de frustración.

No había un lugar más encantador que el Hyde Park para realizar un maravilloso pícnic. Las mantas y un sinfín de canastos con platillos frescos y deliciosos ya estaban dispuestos cerca del lago, definitivamente el padre de lady Rosse, consentía las exigencias de su hija y más ahora que se pretendía cazar al tan codiciado conde de Argyll. El grupo era reducido, pues solo asistieron los más importantes de esa temporada social incluyendo al futuro duque de Devonshire y al conde de Matlock, por su parte el conde de Melbourne había encomendado a tres de las doncellas de su hija para que sirvieran como chaperonas en dicho pícnic, lo cual no resultó una muy buena idea, pues dichas mujeres se limitaban a ser las tapaderas del comportamiento inapropiado de lady Rosse.

Elizabeth fue enfundada en un precioso vestido de seda rosa pálido, su cabello fue trenzado y recogido, portó un coqueto sombrero decorado por algunas rosas y listones de seda, desde luego que la sombrilla y guantes no podían faltar para complementar su vestuario, mientras que Andréi optó por un traje de tweed, en un color arenoso, sin olvidar su camisa de un blanco inmaculado que sería acompañado por un pañuelo de lino perfectamente atado, botas normales, guantes, así como su infaltable sombrero y sombrilla para no tener contacto directo con el sol. Ambos primos fingiendo su mejor sonrisa arribaron al lugar pactado.

—No olvides sonreír —susurró Andréi, justo cuando descendían del carruaje.

—Me resultará algo titánico. No soporto a ninguna de las personas que están aquí.

—Debemos aparentar «buenos modales» —soltó con diversión—. Veámosle el lado divertido, los caballeros aprovecharán para pavonearse delante de las damas, y ellas… ellas harán hasta lo imposible por captar la atención de alguno, eso incluye el de comprometerlos con alguna acción.

—Es una fortuna que estes aquí conmigo. Sin ti, definitivamente, me hubiera sido imposible sentirme por lo menos cómoda, con estas personas.

—No podía perderme el gran debut de mi prima favorita, ¿o sí? Ahora, lo mejor será guardar silencio y saludar de manera sonriente.

—No tengo alternativas —soltó con frustración, preparando su mejor sonrisa.

Ambos, más que sonrientes, saludaban a las personas ahí presentes, los caballeros elogiaban la belleza de Elizabeth, mientras intentaban llamar su atención; por su parte, Andréi se mostraba atento con la anfitriona de dicho evento, haciendo que, ella lo acaparar por completo. Elizabeth se divertía al ver la cara de fastidio de su pariente y no era para menos, pues aquel joven conde no soportaba a dicha dama, ya que la consideraba demasiado escandalosa y frívola.

—Por lo visto, el destino se empeña en juntarnos, milady —interrumpió William.

—Lord Cavendish —se apresuró a responder ella, intentando mantenerse serena—. No tenía ni la más mínima idea de que usted asistiría.

— En cambio yo, sabía que usted vendría.

—Le aseguro, su gracia, que de saber que me lo iba a encontrar… Yo hubiera hecho hasta lo imposible por no estar aquí—soltó con malicia.

—Es usted muy cruel, milady. Sin embargo, aquello no me impide decirle que hoy luce realmente hermosa.

—¿Acaso intenta coquetear conmigo, su gracia?

—Probablemente...

—Pierde su tiempo, no deseo formar parte de su lista de conquistas —inquirió con evidente irritación.

—Creo que me está juzgando demasiado pronto, milady.

—No lo creo. Usted es el típico caballero que gusta de seducir a las damas y una vez que obtiene lo que quiere las bota.

—Obtener lo que quiero... suena tentador, si ese fuera mi proceder. Pero lamento decepcionarla con sus conjeturas erróneas, pues solo tengo la intención de conquistar a una dama.

—Pues le deseo la mejor de las suertes, ahora si me disculpa...

—¿No me preguntará quién es la dama que pretendo conquistar?