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Con la llegada del amanecer, se dio cuenta de que no era más que otra de sus conquistas… Los atractivos rasgos de Leandro Reyes y su poderosa presencia hacían que las mujeres se volvieran locas por él. Era uno de los más importantes directores de cine españoles, por lo que sin duda podría tener a la mujer que deseara. Sin embargo, Isabel sintió que era diferente a todas las demás. La noche de pasión que compartieron tuvo una consecuencia que Leandro no podría ignorar. Y no lo hizo, sino que tomó una decisión: pedirle a Isabel que se casara con él.
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Seitenzahl: 208
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
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28036 Madrid
© 2007 Maggie Cox
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. UNA
Historia de cine, Nº 1759 - septiembre 2024
Título original: The Sapaniard’s Marriage Demand
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situacionesson producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales , utilizadas con licencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788410742246
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Si te ha gustado este libro…
El verano había golpeado con fuerza en el Reino Unido y las aceras ardían como planchas al rojo vivo. Al caminar descalza sobre la fresca tarima para volver al sofá, lo único en lo que podía pensar era en su recién descubierto embarazo. Los resultados del test de embarazo que se acababa de hacer, unidos al cansancio y a las náuseas que llevaba padeciendo una semana, eran irrefutables. De todas las situaciones a las que se podría haber tenido que enfrentar a la vuelta de su viaje, ése era un panorama catastrófico que no había previsto.
En un intento de calmar la sensación de miedo y el malestar físico que se sumaban a su creciente ansiedad, volvió a levantarse de un salto y corrió al cuarto de baño. Diez minutos más tarde, Isabel revisó su situación con una determinación tal que, incluso, le sorprendió a ella misma. Su apasionado paréntesis con un guapo y famoso español había sido el origen de su embarazo. A la vez que, estoicamente, se aseguró a sí misma que tenía los suficientes recursos como para afrontarlo todo sola, se obligó a resistirse al profundo miedo que subyacía a su optimismo y que amenazaba con echarlo todo por tierra. Lo anhelaba; la ferviente y silenciosa súplica que había aflorado en aquel momento en el que había tenido que decirle adiós al hombre que se había inmiscuido en su viaje de aquel modo tan impactante, de pronto había vuelto a anidar en su interior y fue entonces cuando supo que, probablemente, esa súplica sería su compañera durante toda su vida.
Mayo de 2004. Puerto de Vigo, norte de España.
–¡No! No me importa lo que me digas y tampoco me importa si no vuelves a hablarme, Emilia, pero no voy a detener la investigación de mi libro para ir Dios sabe adónde a buscar a un director de cine egocéntrico que puede o no estar donde tú dices que va a estar y que, con toda seguridad, no me concederá ninguna entrevista.
Después de tomar aire, irritada por la ira vertida contra su hermana a través del teléfono, Isabel tamborileó con los dedos sobre el mostrador de la recepción del hotel, desde donde había atendido la llamada. Sintió cómo un dulce río de sudor recorría su cuello. Era como pegamento caliente. Aunque afuera estaba lloviendo, el calor no cesaba. En ese mismo momento habría vendido su alma por una ducha fría y un refresco, seguidos de una siesta y un momento de tranquilidad para pensar antes de volver al trabajo. Había pasado el día entero entrevistando a peregrinos del conocido Camino de Santiago de Compostela. Le dolían la espalda y los pies, pero la compañía y el entusiasmo de los peregrinos la habían ayudado mucho y así, después de tomarse un descanso, se puso a escribir con entusiasmo. Lo que Isabel no quería por nada del mundo era perder el tiempo buscando a un hombre que, aparentemente, protegía su intimidad a conciencia. Y todo porque su impulsiva, despiadada y ambiciosa hermana le había suplicado que lo entrevistara para que ella pudiera así conseguir una exclusiva para su revista.
–Por favor, Isabel… ¡no puedes decirme que no! Estás en el puerto de Vigo, exactamente en el mismo lugar donde se encuentra Leandro Reyes y en el único día en el que él va a dar una conferencia allí y ¡te suplico que me hagas este favor enorme! ¿Qué tengo que hacer para convencerte? Mira… te pagaré lo que quieras… sólo tienes que decirme la cantidad que quieres y te la daré.
–¡Por el amor de Dios, Emilia! ¡No quiero dinero! ¡Lo único que quiero es que me dejes tranquila para poder seguir con mi viaje!
La desesperación de su hermana estaba empezando a resultar ridícula, y es que Emilia no estaba muy acostumbrada a que le negaran nada. Era la niña mimada de la familia. Era tres años más joven que Isabel y había nacido del matrimonio de su madre con Hal Deluce, un simpático norteamericano que había conocido en un crucero por las Bahamas un año después de que el padre de Isabel muriera. De ahí que Emilia hubiera sido considerada un augurio de cosas buenas por venir y una niña perfecta e incapaz de hacer ningún mal. Por otro lado, y ya que era la mayor, se habían creado muchas expectativas en torno a Isabel… expectativas que ella siempre había sabido que jamás alcanzaría. Buen ejemplo de ello fue la costosa boda que sus padres habían pagado y organizado para ella. Isabel se negó a continuar con la pantomima de aquella boda; en el último momento había descubierto que la relación que había mantenido con su prometido había sido una total y absoluta farsa.
Por el contrario, sus padres jamás habían pronunciado las palabras «fracaso» y «Emilia» en la misma frase. A su próspera carrera como periodista de una de las revistas femeninas más vendidas del país, había que añadirle su boda con un joven corredor de bolsa proveniente de una familia prácticamente aristócrata. Su matrimonio había consolidado su indiscutible posición de la chica «incapaz de hacer nada mal» y se había mudado a una magnífica casa en Chelsea, en la que se codeaba con algunos de los famosos sobre los que luego escribía en su revista. A ojos de su madre, la pequeña ya había llegado a su destino, mientras que Isabel seguía en camino.
Isabel no podía negar que, en ocasiones, le dolía ser la única que todavía no lo había logrado. Y debido a su privilegiada posición en la familia, lo que Emilia exigía de las personas que se preocupaban por ella era excesivo. Y eso estaba pasando ahora, después de enterarse de que Isabel estaba en el norte de España únicamente con la intención de recopilar información para su libro y enfrentándose al desafío de un peregrinaje de aproximadamente ochocientos cinco kilómetros y caminando entre veinticuatro y treinta y dos kilómetros al día por polvorientos caminos del norte de España. No estaba de vacaciones ni persiguiendo ninguna experiencia frívola… estaba trabajando tanto como andando.
Pero eso no quería decir que Isabel no estuviera absolutamente encantada con lo que estaba haciendo. Se sentía en el séptimo cielo recorriendo e investigando el Camino de Santiago. Por eso no quería distraerse con algo como el inesperado favor de Emilia.
–¿No lo entiendes, Em? ¡Estoy trabajando! Me he pedido una excedencia de tres meses en la biblioteca para hacer esto y no quiero malgastar ni un sólo segundo. Llevo todo el día caminando, hace calor, estoy cansada, tengo ampollas en los pies del tamaño de un luchador de sumo y necesito descansar antes de seguir trabajando esta noche y de volver al camino mañana. Eres una mujer de recursos. Si descubriste que Leandro Reyes está hoy en Vigo, ¡seguro que puedes descubrir dónde va a estar mañana! Lo siento, pero no puedo ayudarte… de verdad que no puedo.
Al otro lado del teléfono se oyó un suspiro de frustración que parecía decir: «Si no haces esto por mí, demuestras que has vuelto a fallarle a esta familia. Creía que eras mi hermana. Creía que te preocupabas por mí. Ahora veo muy claro que no es así».
Una puñalada de culpabilidad se abrió camino por su todavía dolorida columna y tuvo que morderse la lengua para no ceder ante el capricho de su hermana y cambiar lo último que había dicho por algo más agradable.
Miró nerviosa el reloj y luego alzó la mirada hacia las escaleras de caracol que llevaban a su habitación; su tranquila habitación que la estaba tentando para subir a descansar. Ni siquiera había deshecho la mochila. Iba a hacerlo justo cuando llamó Emilia. Isabel le había dado a su madre los números de todos los sitios en los que se iba a alojar durante su viaje, excepto cuando se hospedara en los refugios y monasterios tan utilizados por los peregrinos. En ese momento, después de la llamada de su hermana, Isabel tuvo motivos para desear no haberle dicho a nadie de su familia dónde iba a estar durante su viaje.
–¡Isabel, haría lo que fuera por tener cualquier información sobre Leandro Reyes! ¡Cuando mamá me dijo que hoy ibas a estar en el Puerto de Vigo me emocioné e ilusioné tanto…! Justo anoche me enteré de que él iba a estar allí y, de no ser porque esta tarde tengo unas reuniones importantes, yo misma habría volado hasta España para intentar verlo. Aunque ahora pudiera tomar un avión, ya sería demasiado tarde… según tengo entendido, sólo estará allí esta noche. Esto significa tanto para mí, hermanita… para mi carrera… ¡Leandro Reyes es un dios entre los directores de cine! ¡La mayoría de los periodistas venderían su alma por entrevistarlo! Por favor, intenta verlo… ¡por favor! Si consiguieras sonsacarle dos frases, ya sería suficiente. ¡Al menos así podrías contarme tus impresiones sobre él y yo rellenaría y adornaría tu información para la revista!
Se le cayó el alma a los pies. Emilia trabajaba para una supuestamente respetable revista, pero hasta el momento no habían hecho más que sacar a relucir los trapos sucios de estrellas y famosos. Ese tipo de periodismo sensacionalista era despreciable, a ojos de Isabel. ¿Es que no podían dejar a toda esa gente en paz? Todo el mundo tenía derecho a la intimidad… incluso los directores de cine tan alabados y solicitados. Sobre todo los directores como Leandro Reyes que, según había oído en alguna parte, tenía fama de ser tremendamente enigmático y reservado. Le dio un vuelco el corazón sólo de pensar en la posibilidad de encontrarse junto a un hombre así… ¡No importaba que no hablara con ella! Tragó saliva, tenía la boca seca y se moría por beber algo.
–Emilia, te tengo que dejar –dijo con una sonrisa–. Necesito darme una ducha y beber algo y luego…
–¡Te lo suplico, Isabel! Leandro estará en el Paradisio. Es uno de los lugares más discretos en el puerto y se va a encontrar allí con un amigo.
–Supongo que pierdo el tiempo si te pregunto de dónde obtienes toda esa información.
–Por si te interesa saberlo, anoche estuve en el preestreno de una película y en la fiesta escuché una conversación entre un par de norteamericanos de la industria del cine que acababan de trabajar con Leandro. Mencionaron que hoy tenía una conferencia en una facultad y que después se reuniría con un amigo en el puerto de Vigo para tomar algo. Estará allí a partir de las siete. Llámame a casa esta noche después de que lo hayas visto. Esperaré despierta tu llamada. Gracias, hermanita… ¡eres un ángel! ¡Sabía que podía contar contigo!
–¡No sabes que no es ético escuchar las conversaciones de los demás?
–¡Oh, vamos, sé realista, Isabel! ¡Tú y tus principios altruistas!
Dejó pasar ese comentario y se recogió su sedoso pelo negro.
–Pero ¿cómo voy a reconocerlo? –Isabel sabía que los directores que eran tan celosos de su vida privada no aparecían en fotografías con la misma frecuencia que Steven Spielberg, por ejemplo.
–Mide más de metro ochenta, es puro músculo, con el pelo oscuro y los ojos verdes grisáceos y no es de extrañar que sea el soltero más codiciado del mundo del cine. Hazme caso… ¡será imposible que no lo reconozcas!
Antes de que Isabel pudiera tomar aire, dejó de oír la voz de su hermana al otro lado del teléfono y, en su lugar, se oyó la señal de desconexión.
Leandro Reyes parecía inquieto mientras echaba un vistazo por el casi vacío bar. Alfonso debería haber llegado hacía media hora… en eso habían quedado. Su amigo y colega lo había llamado para verse y que le diera su opinión sobre un trabajo que le habían ofrecido. Al saber que Leandro pasaría por allí antes de regresar a su casa en Pontevedra al finalizar la conferencia, había propuesto que se vieran en el Paradisio. Era un lugar apartado y tranquilo donde nadie los molestaría y el propietario del bar les había prometido prepararles comida si tenían hambre. Sólo con pensar en comida, el estómago vacío de Leandro se quejó. Tal vez, mientras esperaba a que Alfonso llegara, si es que iba a hacerlo, podría comer algo y pensar en la apretada agenda que le esperaba durante los próximos seis meses. Un camarero apareció casi en cuanto Leandro se levantó y le dejó preguntándose si el hombre lo había estado espiando. Esa paranoia le hizo sonreír y a continuación pidió algo del marisco tan típico en los restaurantes y bares del puerto.
–Sí, señor Reyes. Será un placer.
–Gracias.
Con la cabeza ligeramente levantada, Leandro volvió a la mesa que había desocupado durante un momento. Un hombre mayor sentado unas mesas más allá levantó la vista del periódico y le sonrió cortésmente. Leandro le devolvió el gesto con una escueta sonrisa. No estaba acostumbrado a regalar sonrisas con tanta facilidad. Mientras miraba a través de la ventana con forma de arco que daba a un pequeño patio cuidado y adornado con plantas, vio una mujer acercarse en la penumbra. Podía apreciar algo de inseguridad en ella, como si no estuviera del todo segura de haber encontrado lo que estaba buscando. Aparte del hecho de que era lo suficientemente guapa como llamar toda su atención, Leandro especuló sobre qué estaría haciendo allí. ¿Tal vez había quedado con su amante? Se le encogió el estómago por un sorprendente y fugaz sentimiento de celos.
Cuando cruzó la puerta, vio que su impresionante atractivo aumentaba al acortarse las distancias. Por lo que él podía ver, sus ojos eran oscuros como el café y su pelo, recogido en una coleta, era negro azabache, pero, sorprendentemente, su tez era clara. Algo le decía que no era española. ¿Una turista, tal vez? Llevaba unos vaqueros desteñidos y una camisa blanca suelta, una vestimenta muy similar a la de Leandro. La presencia de la joven fue como un soplo de aire fresco en el pequeño y sofocante bar. La hermosa joven frunció el ceño al no ver a nadie que pudiera atenderla. Miró hacia atrás y su mirada se posó con un asombroso propósito sobre la de Leandro. Él sintió el impacto de esa mirada que lo buscaba, una mirada que prendió una pequeña pero poderosa llama en su interior… y en ese momento su sonrisa ya no fue tan reticente.
Podía ocurrir que Alfonso llegara tarde o incluso, que no acudiera al bar, así que ¿qué había de malo en convencer a esa chica de cabello azabache y enormes ojos oscuros para que lo acompañara a pasar el rato?
–El dueño del bar está ocupado –dijo en un español perfecto y, al ver el gesto de extrañeza de la chica, dedujo que no lo había entendido–. ¿Esperas a alguien? –le preguntó en un inglés fluido.
–No… Quiero decir… tal vez.
Sus mejillas se volvieron de color escarlata y le añadieron un atractivo toque de color a su pálida belleza. Así que era una turista… una turista inglesa, dado que no había rasgos de ningún otro acento en su delicada y atrayente voz. Leandro estaba cautivado.
–¿No sabes si estás esperando a alguien? –le preguntó en broma.
–No exactamente… lo que quiero decir es… ¿puedo hablar con usted? – la intrigante joven bajó la voz y se acercó a él, haciéndole llegar el evocador aroma del jazmín.
«Hay otras cosas que me gustaría hacer contigo, además de hablar…», pensó Leandro al contemplar su deslumbrante rostro.
–Yo… esto es muy embarazoso, yo no acostumbro a hacer este tipo de cosas, pero… ¿es usted Leandro Reyes?
Así que… ¡no era una inocente turista! La decepción se apoderó de él. O era una actriz oportunista buscando una incursión en el cine o era una periodista. Su instinto le decía que se trataba de esto último. ¡Qué lástima! De no ser por su aversión a los periodistas, le habría encantado pasar la velada con esa preciosa joven. Ahora su presencia le resultaba una deleznable intrusión en su tan protegida vida privada. ¿Cómo demonios había descubierto que iba a estar allí? No era ninguno de los universitarios que habían asistido a la conferencia, ¿cómo podía saber dónde se encontraba?
–Eso no es asunto tuyo –respondió con frialdad.
En ese momento Isabel habría estrangulado a su hermana si la hubiera tenido delante de ella. ¿Para qué la había convencido Emilia? Ella no era la clase de persona que se entrometía en la vida de los demás; ¡aunque reconociera a un famoso por la calle, sería la última persona en acercarse y molestarlo! Y ahora Leandro Reyes, ese estimado director de cine que protegía fervientemente su intimidad, ¡la estaba mirando como si fuera un insecto del que quisiera librarse!
–Lo siento mucho si lo estoy molestando –Isabel se mordió el labio superior para que dejara de temblar–, pero no era mi intención. Sabía que esto no era buena idea. Jamás debí haberme acercado a usted… por favor, discúlpeme –se dio la vuelta, quería salir de ese lugar lo antes posible y olvidar ese momento tan embarazoso. ¡Cuando llamara a Emilia al llegar a casa no pensaba contarle nada! ¡Debía de estar loca al pensar que podría conseguir una entrevista con ese hombre! La había mirado con desprecio. Probablemente, muchos periodistas sin escrúpulos ya lo habían molestado demasiadas veces.
–Espera un momento.
Su voz ronca, pero a la vez seductora, hizo que Isabel se detuviera en seco.
–¿Para qué publicación trabajas?
–Para ninguna.
Se volvió hacia él, despacio, mientras se colocaba unos mechones que se habían desprendido de su coleta. Los fríos ojos verdes de Leandro Reyes la estaban examinando con desconfianza y recelo. En ese momento, Isabel habría preferido encontrarse desamparada en medio de una tormenta de nieve en Liberia antes que tener que enfrentarse al terrible examen de su mirada.
–¿Qué quieres decir?
–Lo que quiero decir es que yo no soy periodista. Estoy en España recopilando información para un libro que estoy escribiendo. Y vine a buscarlo porque mi hermana, que trabaja para una… para una revista femenina del Reino Unido, me llamó al enterarse de que usted iba a estar aquí, en el puerto de Vigo, igual que yo, señor Reyes.
–Así que, ¿es tu hermana la que quiere entrevistarme para su revista?
–Así es. Una vez más, sólo puedo pedirle disculpas por entrometerme de este…
–¿Cómo sabía que iba a estar aquí hoy? ¿Dónde consiguió esa información?
¿Cómo iba a decirle que Emilia había escuchado una conversación privada? Isabel deseaba escapar del feroz atractivo de ese inquietante hombre, aunque en el fondo pensaba que su enfado estaba totalmente justificado. ¡En ese momento debería estar en la pequeña habitación de su hotel haciendo anotaciones de sus conversaciones con los peregrinos que había visto esa mañana en lugar de estar actuando como una espía mal equipada enviada por su hermana! Ese inquietante y no deseado encuentro la había retrasado y ahora, incluso el simple acto de escribir su nombre le iba a suponer un gran esfuerzo.
–Lo siento, pero tendría que hablar de eso con mi hermana. Por favor, acepte mis disculpas por haberlo molestado, señor Reyes. Le dije a mi hermana que no era una buena idea, pero ella puede llegar a ser muy persuasiva… por desgracia –ligeramente avergonzada por haber confesado tanto, Isabel comenzó a alejarse de nuevo. Y una vez más, Leandro hizo que se detuviera.
–Entonces… ¿eres escritora? ¿Tienes algo publicado?
–No… Todavía no. Ahora trabajo como bibliotecaria, pero siempre he querido dedicar todo mi tiempo a escribir libros.
–Y este libro en el que estás trabajando… ¿es una obra de ficción?
Por un momento, Isabel estaba tan cautivada por la mirada quijotesca de ese hombre que sólo el acto de pensar resultaba toda una hazaña. De hecho, sus pensamientos parecían palabras incomprensibles sobre un tablero revuelto de una partida de Scrabble.
–No… no. Estoy… estoy escribiendo sobre los peregrinos que recorren el Camino de Santiago. Mi abuelo era español y me contó tantas historias sobre el camino que siempre quise venir aquí y disfrutar de esa experiencia.
Leandro vio cómo su enfado se desvanecía a medida que la observaba con auténtica sorpresa. El Camino de Santiago de Compostela era muy importante para él, para su familia y para toda la gente del norte de España. Muchos lo habían recorrido y habían recibido bendiciones de las que más tarde habían hablado. Tal vez esa preciosa joven con sus conmovedores ojos color ébano y su piel de color miel no estaba cortada por el mismo patrón que todos esos reporteros capaces de matar por conseguir una historia y que, en tantas ocasiones, eran como una plaga para la industria del cine. ¿No podría darse el caso de que tuviera más integridad que ellos? Leandro quería creerlo, a pesar de que su naturaleza desconfiada intentaba advertirle. Estaba claro que ella debía tener alguna buena cualidad si estaba escribiendo sobre el peregrinaje del Camino de Santiago. Tras luchar consigo mismo por brindarle el beneficio de la duda, Leandro transigió, diciéndose a sí mismo que muy pronto descubriría si la joven era sincera y auténtica.
–Así que… ¿estás recorriendo el Camino? –preguntó intrigado.
–Sí… pero paro durante uno o dos días para charlar con otros peregrinos y escribir un poco. ¡He escuchado historias verdaderamente inspiradoras hasta el momento y he recopilado un material magnífico para mi libro!
Isabel resistió inquieta el minucioso examen al que él la estaba sometiendo con su mirada y suspiró.
–Bueno… debería irme y dejarle tranquilo. Tengo que seguir con mi trabajo. Encantada de haberlo conocido, señor Reyes.
–Si estás encantada, no tendrías que tener tanta prisa por marcharte… ¿no? –empujó con los pies la silla que tenía enfrente en dirección a Isabel, que dio un pequeño salto. Se sonrojó y Leandro le sonrió con un aire de seguridad que indicaba que sabía que ella no rechazaría su invitación. Pero no estaba tan segura. Ahora que había conseguido lo que quería, o mejor, lo que Emilia quería, toda esa situación le había dejado un mal sabor de boca y lo único que deseaba era volver al hotel y trabajar en sus notas. Además, al día siguiente le esperaba una buena caminata y lo más sensato sería irse a descansar.
–Lo… lo siento, pero tengo que irme.
Emilia la mataría por desaprovechar la oportunidad de hablar con el enigmático director, pero ya había sido suficiente. No le quitaría ni un segundo más de su tiempo.
–¿Cómo te llamas? –le preguntó al notar su indecisión.
–Isabel Deluce.
–¿Isabel? Como la reina… Bueno, Isabel… –el modo en que pronunció su nombre hizo que su voz pareciera una impresionante caricia y ella sintió un escalofrío–, te hablaré sobre el Camino y el peregrinaje, pero mi trabajo y mi vida personal quedarán al margen… ¿Está claro?
Impactada por sus palabras, Isabel, nerviosa, posó su mano sobre sus vaqueros.
–Sí, claro… pero ¿de verdad que me hablará del Camino?
–Eso he dicho, ¿no?
Los vivos ojos de Leandro recorrieron de arriba abajo el cuerpo de Isabel y durante un momento se detuvieron en las largas y torneadas piernas que ella, sin querer, había sacado a relucir con el movimiento inquieto de su mano. Con innegable satisfacción, alzó la vista hacia su sonrojada y preciosa cara.
–Ahora ven y siéntate –le ordenó con voz ronca–. Hablaremos del Camino y así tú también podrás contarme tus impresiones al respecto. ¿Has cenado ya?
–No… pero cuando llegue al hotel tomaré algo.
–En ese caso, por favor, cena conmigo… Ya he pedido algo de marisco y seguro que el señor Várez, el dueño del bar, me servirá demasiada comida como para comérmela yo solo. También deberíamos tomar vino… la experiencia me dice que el vino hace que las conversaciones sean más fluidas.
Cuando Isabel todavía dudaba si tomar la silla que Leandro le había brindado, él le regaló una seductora sonrisa.
–No te asustes, bella Isabel… Puedo parecer un pirata con mi pelo largo y sin afeitar, pero te aseguro que no pretendo echarte sobre mis hombros y llevarte a mi camarote para abusar físicamente de ti… a menos, claro está, que ¡sea eso lo que quieras!