Una historia epiquísima (pero real, ¿eh?) - Víctor Canalejas Tejero - E-Book

Una historia epiquísima (pero real, ¿eh?) E-Book

Víctor Canalejas Tejero

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Beschreibung

 ¿Te imaginas que aunamos todos los clichés de las novelas de fantasía y ciencia ficción y los amasamos con baba de unicornio y purpurina? Eso es lo que nos trae Víctor Canalejas Tejero: una apasionante historia repleta de sátira, humor, aventuras y cachondeo, dispuesta a desdibujar la imagen típica del género de la mano de Ándhurill, el último guerrero en pie de Acipota, y su curioso grupo de amigos. 

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Primera edición digital: noviembre 2020 Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.com Composición de la cubierta: Raquel P. Zarzuelo Maquetación: Irene E. Jara Corrección: Verónica Sarria Revisión: María Luisa Toribio

Versión digital realizada por Libros.com

© 2020 Víctor Canalejas Tejero © 2020 Libros.com

[email protected]

ISBN digital: 978-84-18261-29-9

Víctor Canalejas Tejero

Una historia epiquísima (pero real, ¿eh?)

A mi abuela Vicenta, la Yaya, que siempre reía y sonreía de manera sincera.

Índice

 

Portada

Créditos

Título y autor

Dedicatoria

Introducción

Una historia epiquísima (pero real, ¿eh?)

Epílogo

Mecenas

Contraportada

Introducción

 

Comencé esta crónica en la madrugada del 21 al 22 de julio de 2011, en mi casa. Por qué, no lo recuerdo muy bien. Creo que hacía calor y que no tenía sueño, supongo que me aburría; había escrito ya alguna cosita anteriormente y quería dar rienda suelta a cierta parte de mí que deseaba crear algo para que todos y todas nos riamos un rato, que falta nos hace, y así, de paso, compensar otro tipo de cosas más serias que a veces escribo, principalmente por trabajo. Y al fin (¡AL FIN!) la di por terminada el día 13 de marzo de 2017, lunes para más señas. Aunque la versión definitiva, claro está, vio felizmente la luz en 2020 de la mano con Libros.com, y gracias al apoyo de decenas de mecenas que creyeron en el proyecto y en mí. ¡Muchas gracias, sois fabulosos, fabulosas, fabuloses!

¿Que por qué me ha llevado tanto tiempo? Bueno, mis ratos libres para escribir llegaban con cuentagotas, el trabajo apenas me dejaba, tengo otras aficiones que consumen gran parte de mi tiempo libre, y…, y… ¡Bueno, qué narices os importa! ¡Cotillas! Aparte de eso, qué más deciros que no os esperéis… Pollito amarillo. Eso sí que no lo esperabais, ¿eh? Bueno, bueno, vale, vale, intentaré ponerme serio, aunque solo sea en la introducción.

Para saber qué temática tenemos entre manos solo diré que agradezco infinitamente la dedicación y el entusiasmo de todos los autores de fantasía y ciencia ficción cuyas obras he tenido oportunidad de leer, y a todos aquellos que han realizado películas o series de tales temáticas (si eran de calidad y no un truño, claro está). Sirva esta obra como un homenaje a todos ellos y ellas, pues esa macedonia de imaginación ha inspirado esta quimera que tenéis entre manos, y que recomiendo que os toméis con sentido del humor, tal como haríais con cualquier otra gamberrada literaria al uso, y también con deportividad, al menos un poco más de deportividad con la que un enano de Tolkien se tomaría ser derrotado por un elfete en un concurso de cortar troncos a base de hachazos.

Mis intenciones para con esta obra, aparte de homenajear al género y a sus autoras y autores, estaban enfocadas, principalmente, a dos objetivos. El primero era crear una obra…, una obra… Vaya, no encuentro un calificativo apropiado —algo que, por otra parte, no me deja en buen lugar como escritor—, aunque sería una mezcla entre trepidante y desternillante y que, por tanto, podríamos llamar trepinillante. El segundo objetivo era coger los tópicos y convenciones del género y darles la vuelta hasta el punto de acogerlos con los brazos abiertos para pasar un rato divertido con ellos (o a su costa, según se mire) y que lleguen a arrancar alguna que otra carcajada. En resumen, y tal como señaló con acierto Libros.com en cierta ocasión, en esta obra muestro por el género fantástico tanta insolencia como admiración, y me lanzo con sátira y humor a por los tópicos y los clichés, y los amaso bien para hacer ricas croquetas con ellos.

Y sin más dilación, que dé comienzo la acción.

1

 

Dragones surcando un cielo mancillado por la humareda negra de la batalla fue lo primero que vieron los ojos de Ándhurill cuando recobró el sentido.

Este soldado, este guerrero, había salido volando un buen trecho tras recibir el impacto de la exageradamente tocha y obviamente mortal maza del rey Darq, el Señor Oscuro, que gobernaba con terror y sangre las tierras de Acipota gracias al inmenso poder que poseía.

Os preguntaréis qué lugar es Acipota. Es extraño que no hayáis oído hablar de él, pues fue un lugar muy, muy real. Acipota fue una vasta región que ocupaba más de la mitad del planeta Tierra. Y por si acaso os surge la inquietud, por aquel entonces la gente ya sabía que vivía en un planeta redondo, no estaban tan atrasados ni eran tan ignorantes como sospecho que empezabais a pensar.

Volviendo a la acción, cabe destacar que el guerrero seguía vivo gracias a que cuatro soldados de los Reinos de la Luz se situaron, casualmente, entre la maza y él en el momento del impacto, amortiguando un poquito el golpe que finalmente le llegó. No tuvieron tanta suerte los otros cuatro; todos quedaron hechos picadillo, reventados por el ataque de aquella bestia de veinte pies de altura enfundada en su intimidante armadura negra.

Ándhurill se percató de que estaba atrapado, constreñido (no estreñido, ojo, eso es otra cosa) en la oscuridad. Pronto fue consciente de que se encontraba bajo el ala de un dragón gris, el más común empleado por los ejércitos del mundo porque era el más barato, no por otra cosa, que lo aprisionaba y casi no le permitía respirar.

Realmente se ahogaba, se asfixiaba agónicamente, pero no tanto por su peso como por el pestazo que desprendía: un penetrante olor reptiliano peor que muchas de las peores cosas que hayáis olido nunca. Con todo, las hondas náuseas que le estaban entrando eran algo insignificante si se tiene en cuenta que el ala del dragón le había mantenido oculto y a salvo de los enemigos.

Con gran esfuerzo, Ándhurill pudo quitarse el ala de encima y alejarse a gatas.

Con un nuevo esfuerzo se irguió. Todavía desorientado y extrañado de que estuviese amaneciendo, trataba de enfocar la vista como un borrachín recién salido de una cantina.

Sorprendido por el hondo silencio que lo envolvía todo, y tratando de recordar qué había pasado, comprobó que nadie quedaba en pie.

Alrededor de él, en todas direcciones y hasta donde alcanzaba la vista, todo el terreno estaba regado de cadáveres de soldados, aliados y enemigos, y de unicornios acorazados de batalla, de dragones de combate y de ornitorrifantes de asedio. Menuda escabechina.

Bueno, realmente sí quedaba alguien aparte de él. La inconfundible silueta del Señor Oscuro se dibujaba en el fondo del Valle de la Muerte, emplazado en los confines del mundo, concretamente en las quimbambas, muy cerquita de lo que hoy se conoce como Alpedrete.

El nombre del Valle de la Muerte era muy apropiado para aquel día tan sangriento y aciago, el día de ¡La Madre de Todas las Batallas! La última. La decisiva. La batalla en la que ya no lucharon cobardes que se cagaran de puro miedo en los pantalones, pues ninguno había llegado con vida hasta allí porque todos habían muerto en los cientos de batallas anteriores.

En La Madre de Todas las Batallas únicamente hubo bravos guerreros arrojándose a las fauces de la muerte mientras repartían, igualmente, muerte y destrucción (ira y fuego, como quien dice) entre sus enemigos. En definitiva, ¡la batalla con la que acaba cualquier película de esas, pero más bestia, más bruta, más gore y más de todo!

Se podrían escribir cientos de trilogías con todas aquellas gestas, proezas, odiseas y aventuras en las que los héroes derrotaron al mal y aprendieron valores y virtudes. Tales libros los encontraréis en la sección de Fantasía. Sin embargo, el que estáis leyendo en este preciso momento os lo deberíais haber encontrado en la sección de Historia, por supuesto, porque todo lo aquí narrado son hechos verídicos, tan reales como el Señor Oscuro, Darq, con el que retomamos la historia.

Blandiendo su gran maza, una mole de metal rematada con un enorme puño cerrado moldeado en cada extremo, Darq se pavoneaba e incitaba a los pocos dragones que quedaban en el aire a atacarlo mientras los desafiaba entre alardes de su gran fuerza, logrando que sus jinetes se lanzasen al ataque.

Por desgracia, nada podían hacer frente al grandioso poder que residía en la piedra celestial de la Corona Negra que portaba.

Uno tras otro, todos terminaban estrellándose en estrepitosas caídas sin que sus más feroces embestidas hubieran surtido efecto. Tampoco sus potentísimas llamaradas ni sus intentos de golpearlo con las garras en vuelos rasantes funcionaban. Eran los últimos guerreros, y de los mejores, del potente ejército que quería devolver la luz a un mundo oscurecido por el mal. Desgraciadamente, los ataques resultaban completamente inútiles.

Recobrado, Ándhurill se acordó en un instante de todo; ya recordaba por qué estaba allí.

Eran más de veinte los años que había estado buscando la oportunidad de hacer justicia por la muerte de sus padres y de casi todos los habitantes de su aldea natal a manos de hordas de tenebros, los horrendos y apestosos soldados que el rey Darq creó con su poder y envió por toda la faz de la Tierra para someterla a sus malévolos planes.

Repugnantes y muy toscos, los tenebros eran bestias creadas por el propio mal dentro de urnas infernales, en concreto del modelo Urna Infernal 2000, muy baratas en la teletienda y te regalan una batamanta si compras un lote de diez. El rey Darq tenía cientos de esas urnas (y docenas de batamantas) en su casoplón, y dentro de ellas (de las urnas infernales, no de las batamantas, aunque a veces también) el propio Señor Oscuro se la casc… ¡Ejem…! Depositaba su semilla con la que crear tales abominaciones.

Tenebro era sinónimo de desagradable, temible, imparable y bestial, y su aspecto era parejo con esos calificativos, pues eran grandes, sebosos, sucios, peludos y feos.

Los tenebros únicamente sabían hacer una cosa bien: destruir. Eran muy eficientes matando, y aplicaban violencia y brutalidad extremas con la ayuda de atroces armas. Además, siempre portaban gruesas y rudas corazas, protecciones de todo tipo y también cascos de metal ennegrecido que no se quitaban nunca (si después de tres días sin ducharos ya oléis como oléis, porque seguro que alguna vez lo habéis hecho, no miréis para otro lado, imaginad si nunca os cambiaseis de ropa y sin que os tocara una gota de agua…).

Salvajes pero dóciles frente a su amo, los tenebros practicaban una peculiar costumbre que les hacía aparentar ser más temibles aún. Aquel hábito consistía en cincelar y afilarse los dientes, algo dolorosísimo hasta para ellos, aunque les causaba enorme disfrute verlo y hacerlo. Vamos, son lo último que desearíais ver en un callejón oscuro.

Cuando era pequeño, Ándhurill fue apresado junto a todos los niños y niñas menores de quince años que sobrevivieron a la invasión. Desde entonces fue forzado a trabajar como esclavo en la construcción de una de tantas fortalezas negras repartidas por medio mundo, estandartes del poder que se extendía como una plaga.

Cinco años estuvo encadenado al pesado carro que transportaba a un general tenebroso sin posibilidad de escapar (Ándhurill, no el general), comiendo solamente las sobras que de vez en cuando le arrojaban. Muchos pasaban por allí, muchos desfallecían, y nunca dejaban de llegar más niños para reemplazar a los que no resistían el agotador calvario al que eran sometidos.

Creció y el sufrimiento le hizo fuerte; el recuerdo del amor de sus padres le había mantenido vivo y había alimentado su sed de justicia hasta que fue enviado a las Fosas de la Muerte, donde los humanos eran obligados a luchar a muerte contra pequeños dragones moteados, grandes lobos colmillos de sable, tenebros enloquecidos y otras fieras salvajes. En ocasiones incluso eran forzados a pelear y matarse entre ellos mismos para disfrute de los bestiales soldados del mal, que acostumbraban a apostar ratas y cucarachas muertas, auténticos manjares para ellos.

Muchos llegaban a las Fosas, muchos peleaban con valor (si estáis pensando en Conan quitáoslo de la cabeza, todo es mera coincidencia, y no, no se trataba del mismo lugar, porque Conan es ficción y esto una historia real), pero solo él y unos pocos más consiguieron sobrevivir los cinco años que precedieron al ataque de los soldados de Lumos, el primer reino que se alzó en contra del tirano.

Al final de la escaramuza, una vez liberado de las mazmorras y viendo que era un joven fuerte, le ofrecieron empuñar una espada. Ándhurill aceptó sin dudarlo. Era su oportunidad para combatir a las sombras que habían arruinado su existencia. De hecho, empezó de inmediato, ganándose la confianza de todos al salvar al joven y amanerado príncipe Guait, el valeroso y excelso general que dirigía a sus fieles soldados por aquel entonces, siempre a la cabeza.

Sucedió que el capitán de los carceleros tenebrosos de las Fosas fue descubierto en su negro escondrijo debido al tremendamente fétido olor que desprendía, pues delató su posición. Al ser sorprendido, el monstruo comenzó a atacar a diestra y siniestra como un loco.

Descubrieron con horror que se trataba de un tenebro gris. Afortunadamente, y dentro de lo malo, era el único gris del lugar. Los tenebros grises eran muy escasos, más grandes, todavía más malolientes y muchísimo más duros y temibles que los tenebros estándar. Aquel gris comenzó a quitarse de en medio a varios guerreros mientras se dirigía peligrosamente hacia el príncipe.

Era una mole acorazada de unos ocho pies de altura, orondo y muy corpulento, brutal y muy peligroso, grotesco y nauseabundo. Quebrando huesos, derramando sangre y arrebatando vidas a cascoporro, tenía al príncipe al alcance de su enorme hacha hasta que Ándhurill se lanzó contra él en una lucha trepidante que intercalaba peligrosos golpes del tenebro con continuas estocadas del esclavo recién liberado, ducho en el cuerpo a cuerpo con cualquier arma tras años de práctica en los que un pequeño error hubiese significado morir.

Tras una intensa y épica lucha a trescientos fotogramas por segundo, Ándhurill finalmente lo venció gracias a su fuerza y a su habilidad, aunque también ayudó mucho que lograra despistar su atención al enseñarle una rata muerta que recogió del suelo una de las veces que acabó rodando.

Sujetada por la cola, la agitaba continuamente para captar su interés mientras decía: «¡Busca, bicho, busca!», momento que aprovechó para lanzársela hacia arriba. La peluda, gris y regordeta rata muerta trazaba un arco en el aire cual acróbata de circo, al tiempo que Ándhurill brincaba y saltaba de forma tremenda y, tras impulsarse en uno de los muros, alcanzó una altura suficiente que le permitió cortar la garganta del carcelero jefe mientras esperaba al malogrado roedor con la boca abierta, babeante por tragársela.

Diez años más tarde, todos ellos al servicio de aquel afeminado y heroico príncipe que se convirtió en rey solterón tras morir su padre en una de tantas batallas, Ándhurill estaba en el campo de batalla en el que se decidía el destino del mundo, todavía vivo, cuando toda la lucha había terminado y todo permanecía ahogado por el silencio de la muerte.

2

 

Durante un día y una noche, sin ápice de descanso, había acaecido La Madre de Todas las Batallas.

Nadie quedaba ya en pie, y el Señor Oscuro pasaba el rato machacando cadáveres aquí y allá con su enorme maza.

Bajo potentes y sonoros golpes, el Señor Oscuro hacía retumbar el suelo mientras hacía crujir huesos y armaduras. No se molestaba en distinguir entre los suyos y sus enemigos; le dominaba un incontrolado afán por asegurarse de que no dejaba vivo a nadie. Ya había rematado a todos los que aún conservaban un hilillo de vida, excepto a Ándhurill, repitiendo en cada ocasión y con tono insidioso: «¡Jodeos!».

Sí, efectivamente, decía «¡Jodeos!». Y no le importaba en absoluto. Decía tacos en medio de unas aventuras épicas. Realmente era un mal tipo.

—¡¡¡AAAAAHHHHHHHHHHHHHHHH!!!

Ándhurill rugió, rebosante de cólera e invadido por el ansia de justicia, hinchando el pecho bajo su armadura y golpeándolo con su puño izquierdo, a sabiendas de que esa sería su última batalla después de que sus brazos hubiesen librado docenas de ellas. Realmente era un tipo echao p’alante.

Aquel grito llenó el valle más que el propio rumor del fragor de La Madre de Todas las Batallas que había tenido lugar ese mismo día y llamó la atención de aquel que había sumido al mundo en el caos. Darq no tardó en localizar en la lejanía al único soldado que quedaba en pie.

—¡Ahivá! ¡Uno vivo y entero! ¿Cómo puede ser? —pensó Darq en voz alta con su característica voz grave y cavernosa que asustaba mogollón, muy propia de un bigardo titánico como él.

El Señor Oscuro no cabía en sí de alegría. Sujetó su temible arma por la parte unida a la maza y empezó a moverse con rapidez hacia el encuentro con un misterioso oponente que, por el mero hecho de seguir vivo, desafiaba su deseo de imponer su dominio de muerte y sufrimiento.

El guerrero, antes luchador, antes esclavo, y mucho antes niño, se enfrentaba a la prueba más difícil de su vida. Sabía que no contaba con posibilidad alguna, pero decidió que moriría luchando por su padre, por su madre y por todos aquellos que habían sido su familia desde que fue liberado y que habían dado su vida en una batalla que se había perdido.

Para ello necesitaba un arma, pues su vieja y leal espada que tantos tenebros llevaba en su cuenta estaba extraviada entre tanto caos. Echó un vistazo rápido y vio un puñal entre sus pies. Lo recogió dispuesto a lanzarse al cuello de su enemigo, aunque podría pensarse que un cuchillito era poca cosa para un gigantón acorazado. De hecho, Ándhurill lo pensó.

—Vaya, este cuchillito es poca cosa para un gigantón acorazado —pensó, serio y concentrado—, pero la situación es desesperada y cualquier cosa me vendrá mejor que las manos desnudas.

Realmente, la situación era desesperada y cualquier cosa le vendría mejor que las manos desnudas.

Al momento, se percató de que una lanza de jinete de dragón estaba tendida en el suelo, a tres pasos de él.

Ándhurill comenzó a escuchar coros épicos en sus oídos.

—Sí, eso está mejor, mucho mejor… —reflexionaba, algo más optimista.

Tiró el puñal y recogió la lanza, algo que arrancó una leve sonrisa en los duros rasgos que dibujaban su cara curtida en mil batallas, mientras se imaginaba distintos ataques que podría hacer con aquella arma tan versátil y letal, y que le mantendría a cierta distancia de su enemigo, algo importante teniendo en cuenta que también había perdido su yelmo.

Sin embargo, dejó caer la lanza al observar un hacha descomunal perteneciente a un tenebro de las Fuerzas Infernales, el pequeño grupo de élite del ejército de la oscuridad, tan tremendamente brutales como terriblemente mortíferos.

A pesar de rozar el límite de lo que se consideraría manejable debido a la talla de aquella herramienta de muerte, ese tipo de hacha era su arma preferida entre las que usaba el enemigo, por lo que su cara llegaba a mostrar un leve toque de satisfacción al saber que moriría con mayores probabilidades de herir a su enemigo que con la lanza.

A los coros que escuchaba se les sumaron percusiones de batalla.

—Sí señor, ¡esto son palabras mayores! —elucubraba a gritos, exultante.

Aunque no sería el hacha el arma que finalmente elegiría, pues un extraño resplandor verde a unos pasos de él atrajo su mirada.

Ándhurill dejó caer el hacha al suelo y se sorprendió al descubrir la mejor arma que existía en aquel mundo real de magia y dragones. La espada aún estaba empuñada por la diestra mano del cadáver del rey Guait, máximo paladín de los Reinos de la Luz y líder absoluto de la cruzada contra el mal.

—¡Diosas! ¡La Espada Verde! —manifestó a viva voz.

Ándhurill quedó absorto y entusiasmado frente al fulgente resplandor verde que envolvía su brillante y perfecta hoja acanalada de doble filo, y no era para menos, pues aquella espada era el único objeto que permanecía intacto de cuantos forjó la Dama del Lago hacía miles de años, cuando la magia estaba al servicio del bien y no del mal.

La hoja de la espada estaba coronada por una empuñadura negra y plateada con un inacabable tirabuzón de metal como protección. La empuñadura estaba rematada con un pequeño pomo, redondo y pulido, del mismo metal que la hoja, y había una figura labrada a cada lado de la guarda representando fielmente el ojo de un alano, una tremenda y majestuosa ave capaz de volar más alto que los propios dragones.

Envolviendo la escena con coros y percusiones, hacia los oídos de Ándhurill caían del cielo vivaces acordes como los de To Glory, de TSFH. La épica del momento no podría haber sido mayor.

Querido lector o lectora, lectora o lector, persona que lee esto en este momento (escribiría una arroba en estos casos para hacer el lenguaje muy moderno e inclusivo y de esa manera no quedar mal con nadie, pero a la editorial no le gusta porque no queda muy literario, además de que no pega en una historia de fantasía, así que trataré de ir apañándome en cada caso): busca esa canción, mejor si es una versión extendida, y dale al play. De nada.

—¿Quién ha dicho eso? —dijo Ándhurill.

—Em, ¿el qué?

—Algo de una canción, pero… ¿De dónde sale esa voz?

—Nada, nada, no te preocupes, solo narro esta historia. Tú a lo tuyo, machote.

De repente, una visión inesperada dejó petrificado a Ándhurill. Su alma se entristeció de golpe y una pequeña parte de él murió al percatarse del cuerpo exánime del rey Guait.

Con todo, quedó complacido porque disponía de lo mejor que podía encontrar para luchar contra el mal, por lo que sus deseos de hacer justicia por todas las personas que habían caído se tornaron en verdaderas ansias por matar al enemigo, suprema ambición de su vida, elevada ahora a su máxima expresión.

Ándhurill percibió un extraño sonido. Era el suelo retumbando bajo las zancadas del Señor Oscuro, aunque todavía no lo veía, por lo que se apresuró a recoger la espada.

Pero algo no iba bien: no era capaz de extraerla de la rígida y pétrea mano del rey. Lo intentaba de todas las formas posibles y con todas sus fuerzas, incluso lo intentó mordiendo, pero era inútil. Comenzó a pisotear la mano del rey de pura impotencia en una escena ciertamente turbadora mientras se desgañitaba entre gritos y quejidos de desesperación.

Cegado por querer empuñar la espada se olvidó del Señor Oscuro, quien finalmente llegó, deteniéndose a cierta distancia, divertidamente asombrado al observar los denodados esfuerzos de aquel débil enemigo por coger la espada. Aquello despertó la curiosidad del terrible soberano por conocer al último enemigo que mataría aquel día, algo de verdad insólito. No el hecho de que lo fuera a matar, claro, sino que se interesase por la identidad de su enemigo.

—¡Tú, insignificante humano! ¿¡Quién eres!? —exclamó el Señor Oscuro con grave y escalofriante voz, increpando a un sorprendido pero no asustado Ándhurill.

—Mi nombre es Ándhurill, y seré tu peor pesadilla, monstruo —respondió con bravura, retándolo, mientras hacía esfuerzos inhumanos por coger la espada.

El enorme enemigo de Ándhurill dejó escapar un ruido, luego otro, y otro. Eran esbozos de carcajadas individuales que iban aumentando en fuerza y número, hasta que una cascada de risas inundó toda la boca del malvado. Sin dejar de descojonarse (en efecto, era tan mal tipo que no se reía, se descojonaba), habló.

—¿Tú y quién más? Ah, sí, claro… Tú y tu ejército de muertos, ¿no? —dijo el malvado tirano, rebosante de prepotencia, pero con más razón que un santo.

—Ríete, pero te haré pagar caro lo que le has hecho al mundo, a toda esta gente y a todas las personas que mataste, ¡incluidos mis padres! —respondió enardecido el guerrero, lleno de valor y de amargura.

—Vaya, eres el típico humano que quiere plantarme batalla para satisfacer sus deseos de venganza, ¿verdad? Muy clásico y poco original… Y qué casualidad, el muerto al que intentas quitarle la espada quería lo mismo que tú. ¡Pues mírale bien! ¿Qué ha conseguido? ¡Nada aparte de convertirse en abono para plantas!

—La diferencia es que yo sí conseguiré matarte —replicó el valiente soldado muy seguro de sí mismo, sin medir lo irracional e imprudente de sus palabras.

—Eres bravo y valeroso, pedazo de carne insolente, y el último que queda con vida. No queda nadie más. Ha sido una batalla amena, incluso el final ha sido agradablemente épico con aquellos dragones que me querían matar y tal, pero tus estúpidas palabras hacen que piense que eres muy tonto, un completo gilipollas. (¿He dicho ya que Darq era tan malvado que no se ahorraba palabrota alguna?).

—¡Tonto tu madre, no te giba! Y puedes estar tranquilo, tu muerte también será igual de amena —comentó mordaz el último guerrero, lanzándole una dura y gélida mirada. Sin duda era valeroso. Imprudente, casi arrogante, pero valeroso.

—¡Ja! Además tienes un gran sentido del humor. Bien, eso me complace. Has de saber que, después de aplastarte como a un bicho, pasará mucho tiempo hasta que una batalla como la de hoy pueda tener lugar de nuevo, algo que ciertamente echaré de menos. Por ello, aprovechando que tienes sentido del humor, me vas a entretener más que los demás. Voy a jugar contigo, mierdecilla. Trataré de no matarte rápidamente mientras saboreo mi victoria.

Tras estas palabras, de esas que suelen preceder a un giro predecible en la historia (sí, os doy la razón, este es el típico villano de libro que no sabe hacer bien su trabajo. En caso contrario, a esta historia verídica le quedaría media página de vida, y no es plan…), el Señor Oscuro se lanzó al ataque y embistió a Ándhurill utilizando su maza como un ariete, pero sin hacer fuerza alguna, incluso con cierta delicadeza, empleando solo el impulso de su corta carrera.

El último guerrero salió volando de nuevo, ladera arriba, y acabó rodando una buena distancia hacia abajo. Su armadura le había salvado la vida otra vez.

—¡Bien! ¡Diría que sigues vivo! —exclamó Darq con tanta vileza como disfrute al tiempo que se acercaba caminando, rodeándolo, viendo los lastimosos intentos que hacía por levantarse.

Sangrando en abundancia por la boca y por la nariz, tosiendo angustiosamente y tan dolorido como si un dragón gris le hubiera dado un pisotón, Ándhurill apenas conseguía coger aire suficiente para recuperarse.

—Venga, demuéstrame hasta dónde llega tu hambre de venganza, ¿qué pensarían tus padres si te vieran así? «¡Oh, hijo, no nos falles de esa manera! ¿Por qué eres tan inútil? ¡Jamás descansaremos en paz!» —vocalizó imitando una voz de mujer en una escena grotescamente inquietante.

Incitaba al guerrero con una actitud completamente sucia y provocadora, queriendo hacerle sentir humillación con esas palabras. En verdad era mal tipo.

—¡Vamos! ¡Levanta, escoria! Ah, e intenta no morirte todavía —añadió, y volvió a reír como quien se ríe de sus propios chistes.

Recurriendo más al coraje y a la insensatez que al sentido común, Ándhurill se levantó, tambaleándose, ayudándose con una espada que tenía a mano, cuya hoja, empapada en sangre negra de tenebro, dirigió con dificultad hacia aquel enemigo de pesadilla, retándolo de nuevo al tiempo que se esforzaba en no perder el aliento.

—Bésame el trasero, monstruo… —pronunció Ándhurill a duras penas.

—¡Fantástico, aún presentas batalla! Me encanta tu proposición, aunque me temo que dentro de poco tú mismo acabarás con tu propia lengua metida en tu culo —se burló inclemente—. Si sigues así, al final tendré que agradecerte lo que estás haciendo por mí en este día tan especial —comentó con gran arrogancia aquel ser invencible, regocijándose de su gran superioridad—. Espero que un poco de dolor no te acobarde, gusano —rio de nuevo.

—Qué son este dolor y este sufrimiento sino el mejor camino que me conduce a saber que sigo vivo y a creer que aún puedo luchar y matarte —contestó Ándhurill de forma tremendamente épica y gloriosa, con gran arrojo, intentando no mostrar debilidad alguna. Los coros épicos aderezados de percusión y acordes, además de trompetas, volvían a sus oídos.

—Excelente, rata miserable. Eso esperaba, no golpearte demasiado fuerte y que no invadieran tu corazón el abatimiento ni la desazón —comentó el formidable adversario antes de embestir una vez más con el gran puño de metal que era su maza al guerrero herido, que aguantaba en la pelea de la única forma que podía: no muriéndose inmediatamente.

De nuevo, Ándhurill salió despedido por los aires, esta vez cuesta abajo, aunque en esta ocasión la caída fue amortiguada por la pendiente y por los cuerpos de soldados y tenebros desparramados por doquier.

Seguía vivo debido a que el rey Darq agotaba y saboreaba con él los últimos coletazos de la batalla más tremenda que existió y que le darían la supremacía para someter al mundo, un mundo ahora sin ejércitos que luchasen con el fin de derrotar al mal.

Estaba a un solo paso de subyugar y esclavizar a toda la humanidad para crear un gran imperio en las tierras de Acipota cuyos máximos valores y virtudes serían la degeneración, la corrupción y la depravación, un mundo entero al que poder estrujar bajo sus perversos deseos, para sojuzgar eternamente la vida de cualquier ser, sujetos indefinidamente a sus pérfidos planes y a sus putrefactos ideales. Vamos, un mundo a la medida de cualquier banquero o especulador sin escrúpulos. Era realmente descorazonador.

Ándhurill sabía que todo llegaba a su fin. Sus padres, asesinados, no obtendrían la justicia que tanto deseaba darles. Sus amigos yacían todos muertos; su sangre corría por el fondo del valle. La gente que poblaba cada ciudad, cada aldea, cada casa, no tendría más oportunidades. Todos estaban condenados al sufrimiento en un mundo sin justicia ni ley infestado de una nueva horda de tenebros. De nuevo, un mundo a la medida de cualquier banquero o especulador sin escrúpulos.

Él mismo moriría en breve, sin gloria, sin grandeza, sin importar las victorias del pasado ni los que cayeron para evitar que el mal triunfase.

Tantos momentos compartidos con ellos. Conversaciones, risas, abrazos, lágrimas, recuerdos, pastillas de jabón que se dejaban caer en las duchas… Em… ¡No! ¡No! ¡Eso no! En fin, tantas vivencias, unas veces buenas, y otras, duras y trágicas. Tanta sangre derramada, juntos, por un objetivo final común, puro y justo: derrotar al mal para restaurar el equilibrio perdido y devolver la paz a las gentes de bien.

—¡Levántate y lucha, humano! —gritó desde la lejanía el que iba a ser el verdugo del último guerrero de la Tierra. Cuando le llamó «humano» remarcó esa palabra como si del peor insulto se tratase—. ¿Has perdido ya el sentido del humor? ¿Dónde están tus amenazas, mequetrefe? ¡Me gustaban mucho! Si ya no eres gracioso acabaré rápido contigo… y lo sabes —dijo, señalando al guerrero con el índice.

Pero de la garganta de Ándhurill no salían más que sonidos quejumbrosos. El dolor invadía su cuerpo, pero todo era poco comparado con las desgarradoras sensaciones de agotamiento, insuficiencia e impotencia que oprimían su alma.

Tirado en el suelo, boca abajo, abrumado por la responsabilidad que recaía sobre él, comenzó a soltar los enganches de su armadura como bien podía. Cada movimiento que hacía para conseguirlo le suponía un infierno de dolor, pero una vez liberado de la parte superior de su coraza de metal y rodando media vuelta para librarse de ella, comenzó a respirar con avidez; los abollones de la armadura no le habían permitido coger el aire necesario hasta entonces.

El silencio dejó de reinar en el Valle de la Muerte debido al viento que se levantó y que espabiló al malherido guerrero lo suficiente como para darse cuenta de que había caído justo al lado del cuerpo del malogrado rey Guait. Sin pararse a pensar en lo negro que pintaba su porvenir más inmediato, Ándhurill sacó fuerzas de donde no las había, se puso en pie y se acercó hasta el hacha que abandonó momentos antes. Su cuerpo oscilaba y daba la impresión de ir a caerse en cualquier momento, pero consiguió aguantar.

—Vaya, veo que sacas fuerzas de donde no las hay, muy habitual en humanos con aires de grandeza… ¡Magnífico, juguete humano! ¡Sigue divirtiéndome! —gritó el siniestro Señor Oscuro jactándose de su incomparable poder al tiempo que veía al soldado levantar el hacha y realizar un esfuerzo que posiblemente no podría repetir de nuevo—. ¿Por qué esas prisas en atacarme si todavía no he llegado, bichejo humano inmundo? —inquirió, la mirada ávida y escrutadora bajo su negra armadura.

El rey Darq disfrutaba con la escena. Le llenaba de satisfacción aquello, pues lo último que quería era que el último guerrero de la luz se dejase vencer sin pelear, algo que no le hubiese dejado un buen sabor de boca como remate final de su gran triunfo.

Pero aquel miembro del ejército de la luz no lo atacó. Dio media vuelta y dirigió aquella impresionante hacha hacia el rey Guait. El enorme filo se hundió en el suelo tras cortarle la mano a la altura de la muñeca. La gruesa y fuerte armadura del rey no fue un obstáculo. ¡Qué dramático y truculento resultó todo aquello!

Justo después de tan colosal esfuerzo, Ándhurill cayó de espaldas al tratar de erguirse. El dolor le doblegaba ante las crueles carcajadas de su insuperable oponente.

—¡Se acabó! ¡Ha llegado tu fin! Esta no será de esas veces que dejo a alguien con vida para que cuente lo que ha visto, ni que lo sermoneo hasta que tiene tiempo de recuperarse y reaccionar —sentenció el Señor Oscuro con tono decidido, serio y amenazante, totalmente fuera de guion, por lo que habría que empezar a preocuparse en serio.

El rey Darq comenzó a correr hacia el desdichado guerrero dando vueltas al brazo que sujetaba su imponente maza, disponiéndose a terminar con él. Sus pasos reverberaban sonoramente por todo el valle. Efectivamente había que preocuparse, ¡y mucho!

Mientras tanto, arrastrándose por el suelo, Ándhurill se esforzaba en llegar a la Espada Verde.

Zancada tras zancada, el Señor Oscuro corría desbocado gritando de forma aterradora; su voz hacía retumbar el valle entero. Esta vez no se andaría con chiquitas y no planeaba controlar sus fuerzas. Deseaba terminar con un último y definitivo golpe lo que emprendió mucho tiempo atrás. Si el soldado acababa de una sola pieza habría que considerarle muy afortunado.

Ándhurill, reptando cuesta abajo, sin armadura que lo protegiese de nuevo, recogió la espada y la empuñó haciendo caso omiso de que el puño del rey Guait siguiese adherido a ella.

Sin tiempo ni fuerzas para levantarse, solo tuvo tiempo para colocarse boca arriba y dirigir la espada hacia el rey Darq, que llegaba a su posición con las peores intenciones.

El destino estaba sellado. La oscuridad acariciaba la victoria absoluta. La luz había sido totalmente derrotada y el mundo se asomaba al abismo. Todo apuntaba a un rápido final para Ándhurill. ¡Sinceramente espero que tú, lectora o lector, estés profundamente preocupada o preocupado por estos gravísimos acontecimientos!

Pero, incomprensiblemente, algo falló, y aquello no acabó como parecía que iba a terminar, ya que el anillo único acabó en manos de… ¡Ejem! Perdón… Ya que en lugar de despedazar al último enemigo, el Señor Oscuro tropezó torpemente y, de forma misteriosa, antes de llegar donde se encontraba Ándhurill, cayó irremediablemente sobre la ladera cubierta de cuerpos de soldados y tenebros que perdieron la vida en la cruenta batalla. Su gran altura y velocidad, ayudadas por la pendiente inclinada, provocaron que se precipitara violentamente, con la puntería necesaria para que su cabeza colisionara, casualmente, contra la espada que sujetaba a duras penas el último guerrero superviviente.

La espada, firmemente sujetada como si todos los que murieron a manos del rey Darq y de su ejército la empuñasen, encontró su final. El brutal impacto contra la frente del yelmo negro del Señor Oscuro partió en pedazos la hoja verde en un reventón metálico de chispas verdes e incandescentes, y pulverizó la piedra celestial de la Corona Negra que portaba Darq en un fuerte estallido que lanzó con violencia al gigante muy cerca de Ándhurill, que por poco se libró de morir aplastado.

Vamos, la Espada Verde se fue a la porra, y la piedra celestial al garete.

Todo aquello generó una gran onda de energía que se expandía sin cesar, sacudiendo kilómetros y kilómetros a la redonda como un luminoso huracán terremotil repentino, con epicentro en Darq. Se fue un buen dinero en aquellos impresionantes efectos especiales, sí señor, pero mereció la pena.

Como si del desenlace de una gran historia se tratase, parecía que la Espada Verde había encontrado aquel final supremo para el que fue creada. El destino, caprichoso, había cambiado de rumbo hacia un futuro inesperado. Sin necesidad de esperar al final del libro, lo impensable, lo imposible, el topicazo se había hecho realidad.

Acipota era libre.