Una investigación filosófica - Philip Kerr - E-Book
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Una investigación filosófica E-Book

Philip Kerr

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  • Herausgeber: RBA Libros
  • Kategorie: Krimi
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2023
Beschreibung

Londres, en un futuro cercano. Los avances tecnológicos han facilitado mucho el trabajo policial, pero no han podido evitar la plaga de asesinos en serie que proliferan por doquier. Uno de los casos que más preocupa a las autoridades es el de las sucesivas muertes de hombres potencialmente peligrosos que formaban parte de un programa estatal secreto de prevención de delitos. La inspectora jefe Isadora Jakowicz (o Jake, como todo el mundo la conoce) es una experta en psicología criminal que acepta el desafío de atrapar a un hombre extremadamente inteligente con firmes convicciones filosóficas que responde al nombre de Wittgenstein. Una investigación filosófica es uno de los techno-thrillers más perturbadores y maliciosos que se han escrito y una de las grandes obras clásicas de Kerr.

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Título original inglés: A Philosophical Investigation.

© ThynKER Ltd, 1992.

© del texto: Philip Kerr, 1992.

© de la traducción: Mauricio Bach, 1996.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2023.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

rbalibros.com

Primera edición: septiembre de 2023.

REF.: OBDO206

ISBN:978-84-1132-467-0

EL TALLER DEL LLIBRE •REALIZACIÓN DE LA VERSIÓN DIGITAL

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito

del editor cualquier forma de reproducción, distribución,

comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida

a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro

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(www.conlicencia.com; 917021970/932720447).

Todos los derechos reservados.

Que lo mejor que yo podría escribir siempre se quedaría solo en anotaciones filosófis; que mis pensamientos desfallecían tan pronto como intentaba obligarlos a proseguir, contra su inclinación natural, en una sola dirección. — Y esto estaba conectado, ciertamente, con la naturaleza misma de la investigación. Ella misma nos obliga a atravesar en zigzag un amplio dominio de pensamiento en todas las direcciones.

LUDWIG WITTGENSTEIN,Investigaciones filosóficas

Habrá tiempo de asesinar y de crear, y tiempo para todos los trabajos y los días de las manos que levantan y dejan caer una pregunta en tu bandeja...

T. S. ELIOT,La canción de amor de J. Alfred Prufrock

1

—A la infortunada víctima, Mary Woolnoth, de veinticinco años, la encontraron, desnuda y con la cara destrozada a martillazos, en el sótano de las oficinas de la Compañía Marítima Mylae en Jermyn Street, donde llevaba tres años trabajando como recepcionista.

»Los golpes habían sido tan brutales que la mandíbula inferior estaba quebrada por seis partes y la práctica totalidad de los dientes con fundas de porcelana habían saltado. Había fragmentos del cráneo y masa encefálica esparcidos por todas partes, a una distancia proporcional a la fuerza de los golpes. Como se ha encontrado el arma homicida, nos es posible plantear una ecuación que nos proporciona la energía cinética de los golpes, obtenible multiplicando la masa del arma por la velocidad al cuadrado y dividiendo a continuación el resultado por dos. Teniendo en cuenta la energía cinética de cada golpe, la profundidad de las fracturas craneales y el ángulo de depresión, el ordenador ha calculado que el asesino mide 1,82 metros y pesa aproximadamente 85,72 kilos.

»A la pobre mujer le habían anudado firmemente alrededor del cuello su liguero de seda rojo, a pesar de que para entonces ya estaba muerta. La cabeza de la víctima había sido cubierta con una bolsa de los almacenes Simpson para evitar la visión de su desfigurado rostro, precaución que probablemente precedió a la violación.

»Con un lápiz de labios Laca Carmesí de Christian Dior que cogió del bolso de la víctima, el asesino escribió diversas obscenidades sobre los muslos y vientre de esta. Justo encima del pubis, JODER; en la cara interna de los muslos y en las nalgas, MIERDA, y sobre cada uno de los pechos, TETA. Por último, el asesino dibujó una cara sonriente en la bolsa de plástico blanca. Digo “por último” porque está claro que al trazar este dibujo el lápiz de labios estaba más gastado.

»La vagina de la desgraciada víctima contenía restos de un espermicida con una base de látex, lo cual corrobora que el asesino se puso un preservativo para violarla. Sin duda era consciente de la conveniencia de no dejar rastro alguno que permitiese practicar la prueba del ADN. El mencionado espermicida se encuentra básicamente en los profilácticos de la marca Rimfly, utilizados habitualmente por homosexuales debido a su mayor resistencia. En los últimos años, hemos podido constatar que es también el preservativo preferido por los violadores, por idéntico motivo.

Jake abrió el dosier que tenía ante sí sobre la mesa para examinar las fotografías. Antes de mirarlas, aspiró hondo, tratando de que los cuatro hombres —tres de ellos inspectores— sentados alrededor de la mesa de reuniones con ella no se diesen cuenta. Podría haberse ahorrado el disimulo, ya que uno de los inspectores ni siquiera se dignó a echar un vistazo a las fotos. Jake pensó que era realmente injusto. Un hombre siempre podía aducir que era casi la hora de comer y no quería perder el apetito, y nadie pondría mala cara. En cambio, ella no podía utilizar una excusa de ese tipo. Jake estaba segura de que si no echaba un vistazo a las fotografías, los demás lo atribuirían al hecho de que era mujer. No importaba que ya hubiese visto el cadáver cuando lo descubrieron. De hecho, a excepción del inspector que no había querido contemplar las fotografías, todos los demás lo habían visto.

El cuarto hombre sentado a la mesa, un técnico de laboratorio llamado Dalglish, prosiguió con su exposición, con el mismo tono extrañamente compasivo.

—Observen que la pierna derecha de la pobre chica está plegada bajo la izquierda, el bolso está cuidadosamente colocado junto al codo derecho y las gafas se hallan cerca del cuerpo.

Jake echó un rápido vistazo a cada una de las fotografías ordenadas numéricamente, una sucesión de imágenes de un pálido cadáver sobre un suelo húmedo. La extraña disposición de las piernas le recordó una figura del tarot: el ahorcado.

—El contenido de la bolsa con las compras fue meticulosamente dispuesto en el suelo: una falda de mezcla de seda y rayón, y un frasco de perfume sintético, ambas cosas compradas en los almacenes Simpson, y un ejemplar de una novela de Agatha Christie, adquirido en la Librería del Misterio de Sackville Street, cerca de Picadilly, todavía sin desenvolver. El libro se titula El asesinato de Roger Ackroyd. Pero no vamos a utilizarlo contra ella.

—¿Contra quién? ¿Contra Mary Woolnoth o Agatha Christie?

Dalglish levantó la cara de sus notas y miró escrutadoramente a los presentes. Incapaz de determinar quién había sido el gracioso, frunció los labios y meneó lentamente la cabeza.

—De acuerdo —dijo por fin—. ¿Quién quiere abrir la puja?

Después de un breve silencio, el inspector sentado a la derecha de Jake, el autor del comentario, levantó un sucio dedo índice.

—Creo que es mío —dijo algo inseguro—. Para empezar, tenemos el modus operandi del asesino... —Y se encogió de hombros como si no hiciese falta añadir nada más al respecto.

Dalglish empezó a teclear en su ordenador portátil.

—Y tu candidato es...

—El Asesino del Martillo de Hackney —informó el propietario del mugriento índice.

—Muy bien —dijo pensativamente Dalglish—. Un punto para el Asesino del Martillo de Hackney.

Pero un segundo inspector ya estaba negando con la cabeza.

—No puedes hablar en serio —le replicó al primero—. Escucha, Jermyn Street está completamente fuera del radio de acción de tu hombre. Está a kilómetros de distancia. No, el caso es mío, estoy convencido. Esa mujer trabajaba de recepcionista, ¿no? Bueno, pues todos sabemos que el Mensajero Motorizado ya ha asesinado a varias recepcionistas, y no creo que haya ningún motivo razonable para dudar de que Mary Woolnoth es su última víctima.

Dalglish volvió a teclear.

—Así que —dijo— también tú reclamas a esta chica.

—Por supuesto.

El primer inspector hizo una mueca.

—No entiendo por qué la reclamas, de verdad que no. El Mensajero siempre utiliza un cuchillo. Es su modus operandi, así que ¿por qué de repente se le ocurriría usar un martillo? Realmente, me gustaría saberlo.

El segundo inspector se encogió de hombros y miró por la ventana. El viento golpeaba contra el vidrio y por una vez Jake se sintió contenta de estar en una reunión en New Scotland Yard.

—Sí, bueno, ¿y por qué al Asesino del Martillo de repente se le ocurriría irse tan al oeste? ¿Qué me respondes?

—Porque probablemente sabe que tenemos toda la zona de Hackey vigilada. Allí no podría ni machacarse su propio pulgar sin que lo detuviésemos.

Jake decidió que ya era hora de tomar la palabra.

—Estáis equivocados los dos —sentenció con firmeza.

—Supongo que lo vas a reclamar para ti —dijo el segundo inspector.

—Por supuesto —aseguró ella—. Hasta un imbécil se daría cuenta de que es un trabajo del Asesino del Lápiz de Labios. Sabemos que elige como víctimas a chicas que llevan lápiz de labios rojo. Sabemos que utiliza el lápiz de labios para escribir obscenidades sobre sus cuerpos. Sabemos que, por algún motivo, siempre coloca cuidadosamente el bolso junto al codo derecho de sus víctimas, y que utiliza preservativos Rimfly. Por supuesto que reclamo el caso Mary Woolnoth. —Meneó la cabeza, irritada—. Me deja perpleja vuestra manera de pelearos por esta chica como si fuese una especie de trofeo. ¡Dios mío, deberíais oíros, en serio!

El primer inspector, que con la uña del pulgar trataba de limpiar la suciedad de su dedo índice, volvió la cabeza hacia ella.

—¿Desde cuándo el Asesino del Lápiz de Labios utiliza un martillo para cargarse a sus víctimas? ¿Desde cuándo les cubre la cabeza con una bolsa? Nunca ha actuado así. Ese es el modus operandi de mi hombre.

—¿Y acaso el Asesino del Martillo ha dado muestras hasta ahora de saber siquiera escribir, y no digamos ya valiéndose de un lápiz de labios?

—Tal vez se le ha ocurrido leyendo los periódicos.

—¡Oh, vamos! —protestó Jake—. No te hagas el tonto. Sabes perfectamente que en los periódicos jamás aparecen las características concretas del modus operandi de un asesino, precisamente por ese motivo.

Y, anticipándose a los posibles nuevos argumentos del segundo inspector, Jake se volvió hacia él y añadió:

—Y el hecho de que esta chica fuese recepcionista es una mera coincidencia.

—Puede que a ti, inspectora jefe Jakowicz, te convenga verlo así —respondió él—. Pero si reflexionas sobre ello un minuto, llegarás a la conclusión que tú misma nos estás repitiendo siempre: los asesinos en serie tienen tendencia a preseleccionar un tipo concreto de víctimas al que se ciñen por el resto de sus días. En cambio, el modus operandi puede variar muchísimo, dependiendo del grado de confianza del asesino, lo cual está directamente relacionado con el número de personas que ha asesinado.

—Pero no creo que se pueda definir el perfil de las víctimas en función de su profesión —le rebatió Jake—. Lo que cuenta por encima de todo es la edad y la apariencia física. Y, por si te interesa saberlo, la verdad es que nunca me ha acabado de convencer tu teoría de que el Mensajero elige como víctimas exclusivamente a recepcionistas. Si no recuerdo mal, una de las primeras fue una empleada de la limpieza. Y, además, ese tipo nunca ha intentado violar a ninguna de sus víctimas, con preservativo o sin él.

Jake estaba realmente indignada. Apretó los puños e intentó controlarse. A sus dos colegas no parecía importarles en absoluto que la víctima fuese una hermosa chica con todo el futuro por delante. Miró hoscamente al tercer inspector, el que no había querido mirar las fotos del cadáver de Mary Woolnoth y que hasta el momento había guardado silencio.

—¿Y usted? —le preguntó bruscamente—. ¿Entra en el juego o no? Debería pujar, si no se quedará fuera.

«De hecho —pensó Jake—, todo el asunto parecía una monstruosa partida de póquer».

El tipo levantó las manos en señal de capitulación.

—No, este caso no es mío —dijo. Y paseando la mirada por la mesa, añadió—: Pero, si quieren mi opinión, estoy con la inspectora jefe. Yo diría que es un trabajito del Asesino del Lápiz de Labios.

—Opino lo mismo —añadió Dalglish.

El primer inspector hizo una nueva mueca.

—Déjalo correr, George —dijo Dalglish—. Escucha, sé que estás buscando desesperadamente alguna pista, pero aquí no la vas a encontrar, de eso estoy absolutamente seguro. Tu Asesino del Martillo jamás ha cometido un crimen fuera del perímetro de Hackney.

El segundo inspector seguía sin estar en absoluto convencido.

—Recepcionistas, mecanógrafas, empleadas de la limpieza —refunfuñó—. El hecho es que todas trabajan en oficinas. Y sabemos que el Mensajero selecciona a sus víctimas en ese entorno. Las asesina cuando hace una entrega. —Se calló un momento y añadió—: Escuchad, no renuncio a considerar a Mary Woolnoth como una posible víctima de mi asesino.

Dalglish lanzó una mirada a Jake, que se encogió de hombros.

—Mientras mi hombre encabece la lista de sospechosos, no tengo ninguna objeción —aceptó—. Y te mantendré al corriente de cualquier novedad.

Dalglish volvió a concentrarse en su ordenador.

—Entonces, asunto zanjado —dijo—. Es la número...

—Seis —respondió Jake.

—Seis para el Asesino del Lápiz de Labios.

Al acabar la reunión, Jake abordó al inspector que había apoyado su tesis para darle las gracias.

—No hay de qué, señora.

—Usted es Stanley, ¿verdad?

Él asintió.

—Perdóneme —dijo Jake—, pero, como jefa de Ginecidios, se supone que debo estar al corriente de todos los casos de asesinatos en serie en los que la víctima es una mujer...

Stanley bajó la voz y volvió la cabeza para echar un vistazo por encima del hombro.

—De hecho, yo soy de Homicidios, señora —le confesó—. La verdad es que no tendría que haber participado en esa reunión, pero ha habido una confusión. No sé por qué, nos comunicaron que la víctima era un hombre, no una chica. Sigo la pista de un asesino en serie que ha matado a siete hombres. No he querido decir nada ahí dentro para no parecer idiota.

Jake asintió. Ahora entendía por qué el tipo no se había molestado en echar un vistazo a las fotografías.

—Pero lo cierto es —añadió Stanley— que la reunión me ha parecido realmente fascinante. ¿Siempre son así?

—¿Se refiere a si siempre nos peleamos para dilucidar a qué investigación pertenece el cadáver? Bueno, no es lo habitual. Normalmente, las cosas suelen estar bastante más claras.

Mientras hablaba, Jake recordó las fotografías de Mary Woolnoth y lo que el escalpelo del forense había hecho con ella. «No había corte más limpio», pensó. Durante un instante, sintió que algo empezaba a subirle por la garganta. Ningún asesinato es comparable en brutalidad a lo que se lleva a cabo sobre una mesa de autopsia: un corte limpio, desde la barbilla hasta la pelvis, y todos los órganos y la estructura ósea son separados de la carne, como si de una maleta registrada minuciosamente por unos aduaneros se tratase. Jake contuvo su emoción haciendo otra pregunta.

—Un asesino en serie que mata a hombres no es muy habitual, ¿verdad?

El inspector Stanley asintió.

—¿Puedo suponer que estamos hablando del Asesino del Lombroso?

Él asintió.

—Creía que el comisario Challis estaba a cargo de esa investigación.

—Lo está —dijo Stanley—. Ha sido él quien me ha enviado a esta reunión. Para asegurarnos de que no era una de las víctimas de nuestro hombre.

—¿Cuál es su modus operandi?

—¿De quién, del Asesino del Lombroso? Oh, nada especialmente sorprendente. Dispara a sus víctimas en la nuca. Seis tiros. Al estilo de la mafia. ¿Por qué me lo pregunta?

—Por nada —respondió Jake negando con la cabeza—. Simple curiosidad, supongo. —Consultó su reloj y añadió—: Bueno, debo irme. Tengo que coger un avión. ¡Y a mi asesino en serie!

Siempre les disparo en la cabeza, pero no solo para asegurar los resultados. Creo que lo hago porque es en la cabeza —tanto la suya como la mía— donde está el origen de todos los problemas: los suyos y los míos.

No me parece que sientan gran cosa. Por descontado, es difícil poder afirmarlo taxativamente, pero la verdad es que casi siempre mueren sin decir ni pío. Seis balas en seis segundos, solo tienen como consecuencia, a lo sumo, un pequeño acceso de tos, nada más. Bueno, no es exactamente así, porque también se escucha el característico chasquido seco que se produce cuando una bala se aloja en la cabeza, muy diferente del de una bala que atraviesa una oreja. Supongo que es uno de esos detalles que pasan inadvertidos si se utiliza una pistola convencional, porque son mucho más ruidosas.

Metido en faena, trato de concentrar los disparos en la nuca. Quien tenga algunas nociones sobre el cerebro humano y su topografía sabe que las sinapsis corticales están tan dispersas que, a menos que se utilice algo parecido a una apisonadora, es imposible destruirlas por completo. Sin embargo, hay una clara evidencia médica de que la gente sobrevive más a menudo a las heridas cerebrales frontales que a las occipitales. No hay más que ver la cantidad de boxeadores cuya muerte no es consecuencia de un contundente puñetazo en plena frente, sino de golpearse en la nuca al caer sobre la lona. Puedo asegurar que es absolutamente cierto; he leído mucho sobre el tema, tal como supongo que puede esperarse dadas las circunstancias. Y también lo he visto personalmente.

El cerebro humano se puede comparar con un tablero de ajedrez, con los peones en primera línea, y los caballos, los alfiles, las torres, el rey y la reina —las llamadas figuras— en la retaguardia. Por lo que a mí concierne, se podría decir que no me preocupo demasiado por los peones y me concentro en eliminar el mayor número posible de piezas importantes. Es una estrategia que funciona de maravilla. A pesar de todo, una de mis víctimas, creo que fue la tercera, sobrevivió varios días en estado de coma antes de morir definitivamente. Las asimetrías cerebrales producen a veces resultados imprevisibles.

Habitualmente llevo a cabo las ejecuciones por la noche, o cuando el horario laboral me deja algún hueco. Previamente someto a mis víctimas a un breve periodo de vigilancia, durante el cual establezco su identidad y hábitos. Disponer de un vehículo confortable, con radiocasete y microondas, minimiza cualquier contratiempo que pueda ocasionar esta operación.

Es verdaderamente sorprendente la regularidad de las idas y venidas de la mayoría de la gente. Y, por lo tanto, en general se trata simplemente de seguir a la víctima elegida a cierta distancia desde su domicilio y, en un lugar apropiado, eliminarla.

Evito utilizar palabras como «crimen», «asesinato» y «homicidio» por razones obvias. Las palabras pueden significar cosas distintas. El lenguaje disfraza el pensamiento, hasta el punto de que en ocasiones no es posible determinar la acción mental que lo ha inspirado.[1] Así que me referiré a esos actos como ejecuciones. Es cierto que no cuentan con la sanción oficial de la ley según el esquema del contrato social, pero la palabra «ejecución» permite evitar cualquier matiz peyorativo respecto de lo que es, después de todo, la obra de mi vida.

Cuando me acerqué a él, me di cuenta de que era un poco más alto de lo que creía. Medía casi dos metros. Se había vuelto a cambiar de ropa para salir por la tarde. Pero era algo más que eso. A lo largo del día parecía adoptar tal cantidad de estilos diferentes, que uno podía llegar a pensar que el tipo tenía uno o dos hermanos gemelos. Pero caminaba de una manera muy particular. Tanto, que era imposible confundirlo con otra persona. Avanzaba como de puntillas, lo cual le daba un aire maléfico, como si estuviese alejándose apresuradamente del escenario de algún monstruoso crimen que acabase de cometer.

«O más bien —pensé—, como si se dirigiese a cometer uno». Tanto para él como para mí, solo es cuestión de que las neuronas tengan tiempo de establecer las conexiones. El libre albedrío consiste en la imposibilidad de conocer lo que va a acontecer en el futuro. Pero ninguno de los dos estábamos realmente subordinados a nuestra voluntad. Y el hecho de que cuanto haya podido desear esté ocurriendo ahora no puede ser sino cosa del destino, por decirlo de algún modo. Si algo puedo alterar, es exclusivamente los límites del mundo.

Borrando a este tipo de la faz de la Tierra.

Giró por Maine Street y por un instante lo perdí de vista.

¿Qué habría visto él si, como Tam o’Shanter,[2] hubiese vuelto la cabeza? No, todo era mucho más prosaico. No es que yo quisiese asustarlo o arrastrarlo al infierno. Lo que llevo a cabo debe hacerse sin malevolencia. Es un asunto vinculado exclusivamente a la lógica. Ni siquiera Dios puede hacer nada contrario a las leyes de la lógica. Pero llega a resultar gratificante utilizar una metodología lógica, ya que dota de sentido a las acciones que uno lleva a cabo.

Lo atrapé cuando giraba a la derecha y se metía por un callejón empedrado que conducía al pub en el que el tipo solía beber varios litros de su cerveza favorita. Solo que en esta ocasión lo condujo a un instante que no sería un acontecimiento de su vida y del que ni se enteraría.

La pistola de gas en mi mano me parecía enorme y poderosa mientras apuntaba hacia la nuca del tipo. No alcanzo a comprender las propiedades cinéticas de esta arma, solo puedo decir que son formidables tratándose de un utensilio que uno puede adquirir libremente en cualquier sitio, sin necesidad de licencia. No tiene nada que ver con la pistola de aire comprimido que tuve de niño.

Ya le había disparado los dos primeros tiros antes de que él empezase a doblar las rodillas. Esperé a que cayese al suelo para vaciarle el cargador a bocajarro. No salió mucha sangre, pero comprendí al instante que el tipo, cuya identidad en el programa Lombroso era Charles Dickens, estaba muerto. Me guardé la pistola bajo la cazadora de cuero y me alejé con paso rápido.

Nunca me ha interesado mucho Dickens. Me refiero al auténtico Dickens, el mejor novelista en lengua inglesa de todos los tiempos. Prefiero a Balzac, Stendhal, Flaubert, cualquier día de la semana, en cualquiera de sus 168 horas. Pero, en general, evito las novelas, prefiero leer sobre la esencia del mundo, sobre la relativa insignificancia —pero también las posibilidades— del caso individual, sobre lo que existe entre lo empírico y lo formal, sobre la clarificación de las proposiciones. Y en Dickens uno no encuentra demasiada información sobre estos temas.

No hay en sus libros demasiada información sobre nada que no sean las muertes de la pequeña Nell, de Nancy y de Dora Copperfield, y de las madres de Pip y Oliver. No resulta muy seguro ser mujer en el universo dickensiano. Yo poco puedo hacer al respecto. Pero al menos, ahora que el otro Charles Dickens está muerto, tal vez el mundo sea un poco más seguro para las mujeres. Evidentemente, ellas no van a ser conscientes de ello. Una verdadera lástima. Pero de lo que no se puede hablar hay que callar.

2

TERCERSIMPOSIODELACOMUNIDADEUROPEASOBRETÉCNICASDEAPLICACIÓNDELALEYEINVESTIGACIONESCRIMINALES,CENTROHERBERTMARCUSE,FRANKFURT,GRANREICHALEMÁN,13HORAS,13DEFEBRERODE2013.PONENTE:INSPECTORAJEFEISADORAJAKOWICZ,LICENCIADAENPSICOLOGÍAPORLAUNIVERSIDADDELONDRES,POLICÍAMETROPOLITANA.

PAÍS MIEMBRO: INGLATERRA.

TÍTULO DE LA PONENCIA:

EL AUMENTO DE LOS ASESINATOS HOLLYWOODIENSES.

Un sábado por la noche, en los albores del milenio. Tu esposa está acostada. Los niños no están. Enciendes el Nicamvisión, te colocas las gafas sobre la nariz y seleccionas un videodisco. Gracias a un menú chino a domicilio y unos botellines de cerveza japonesa, te sientes realmente a gusto. Los cigarrillos sin nicotina están al alcance de la mano, el futón es mullido bajo tu cuerpo, la calefacción está encendida y el ambiente se nota cálido y agradablemente desionizado. En esta situación tan relajada, ¿qué tipo de videodisco te apetece ver? Uno de asesinatos, evidentemente. Pero ¿de qué tipo de asesinatos?

Hace sesenta años, George Orwell describió lo que sería, desde el punto de vista de un periódico inglés, «el asesinato perfecto». «El asesino» —escribió— debería ser un hombre anodino, de profesión liberal. Lo perdería una pasión culpable hacia su secretaria o la mujer de un rival en el terreno profesional, y solo llegaría a plantearse el asesinato tras una larga y terrible lucha interior. Una vez decidido a cometerlo, lo planearía con suprema astucia, pero acabaría por dejar un pequeño cabo suelto delator. El método elegido sería, evidentemente, el veneno».

Reflexionando sobre el declive de este tipo de arquetípico asesinato a la inglesa, Orwell presta especial atención al caso de Karl Hulten, un desertor del ejército estadounidense que, inspirándose en los falsos valores del cine americano, asesinó gratuitamente a un taxista al que le robó ocho libras, unos tres eurodólares.

Que el autor de este asesinato, conocido como el Crimen del Hoyuelo en la Barbilla y el más comentado de los últimos años de la Segunda Guerra Mundial, fuese un norteamericano era motivo de indignación para el peculiar patriota que fue Orwell. Desde su punto de vista, el crimen «sin sentido» de Hulten no le llegaba a la suela del zapato al típico asesinato a la inglesa, que era «fruto de una sociedad estable en la que la hipocresía imperante al menos garantizaba que detrás de crímenes tan serios como el asesinato había una tormenta de intensas pasiones».

En la actualidad, sin embargo, los crímenes como el de Hulten, despiadados, sórdidos y alejados de cualquier pasión, están a la orden del día. Los «buenos asesinatos», como los que hacían las delicias de los lectores delNews of the World en la época de Orwell, siguen cometiéndose en nuestros días, pero el público no muestra gran interés por ellos en comparación con el asesinato sin motivos aparentes que se ha convertido en la norma.

Hoy en día se asesina a la gente rutinariamente, y muy a menudo sin razón aparente. Medio siglo después de la muerte de Orwell, la sociedad se encuentra sometida a una virtual epidemia de asesinatos cometidos por pura diversión, obra de una casta de criminales todavía más desprovistos de motivos que Karl Hulten, que en comparación resulta casi inocente. De hecho, si el caso Hulten aconteciese en la actualidad, toda la atención que merecería por parte de la prensa se reduciría a un par de párrafos en el periódico local. En 2013 puede parecernos difícil de entender que el llamado Crimen del Hoyuelo en la Barbilla fuese, en palabras de Orwell, «la principal cause célèbre de los años de la guerra».

Teniendo en cuenta todo esto, podemos plantear, tal como hizo en su día Orwell, qué sería, desde el punto de vista del lector de un moderno News of the World, un «buen asesinato» en la actualidad. Ese lector quizá nos hablaría del videodisco que había visionado el sábado por la noche. El asesino sería un hombre joven e inadaptado, que vivía en los suburbios, rodeado de sus potenciales e inconscientes víctimas. Nuestro asesino habría extraviado su camino debido a algún error de su madre, es decir que a fin de cuentas resultaría ser una mujer la responsable última de sus crímenes. Una vez decidido a matar, el asesino no se contentaría con un único homicidio, sino que trataría de sumar el mayor número de víctimas posible. Los métodos utilizados deberían ser extremadamente violentos y sádicos, e incluir a ser posible algún elemento sexual, ritual o incluso antropofágico. Las víctimas serían preferentemente mujeres jóvenes y atractivas, y el asesinato debería llevarse a cabo mientras están desnudándose, tomando una ducha, masturbándose o haciendo el amor. Solo esta puesta en escena, absolutamente hollywoodiense, permite que el asesinato resulte dramático e incluso trágico, virtudes que hoy por hoy lo convierten en memorable.

No es casual que un considerable porcentaje de los asesinatos cometidos en la Europa de nuestros días participen de esta atmósfera hollywoodiense.

Uno de los leitmotiv tradicionales del asesinato hollywoodiense —y con él llego al tema esencial de mi ponencia— es el vínculo de camaradería masculina que frecuentemente se establece entre los hombres encargados de hacer respetar la ley y el individuo al que persiguen. Dado que este simposio se desarrolla en Frankfurt, en el Centro Herbert Marcuse, vale la pena recordar lo que la Escuela de Ciencias Sociales de Frankfurt y el propio Marcuse decían sobre este tipo de comportamiento. Según Marcuse, la sociedad patriarcal unidimensional se caracterizaba por una serie de ejemplos de lo que él denominaba «la unificación de los contrarios»: una unificación que servía para refrenar en el terreno intelectual cualquier tentativa de cambio social, bloqueando la conciencia según parámetros puramente masculinos y por lo tanto unidimensionales. La primacía histórica de los hombres en los organismos encargados de velar por el cumplimiento de la ley es tan solo un ejemplo entre otros muchos de esta visión monolítica y homogeneizante. Hasta hace relativamente poco, cualquier investigación policial corriente de un asesinato concedía muy poco o ningún crédito a las cualidades específicamente femeninas.

Los conductistas y los psicologistas consideran que, sin ninguna duda, las hormonas tienen un importantísimo papel en la estructuración cerebral de las pautas de comportamiento específicamente masculinas o femeninas. Por ejemplo, mientras que los hombres tienden a pensar espacialmente en términos de distancias y medidas, las mujeres, por el contrario, tienden a hacerlo en términos de signos y referencias. Las mujeres están mucho mejor dotadas que los hombres para concentrarse en su entorno inmediato, lo cual las haría más eficientes por lo que respecta al rastreo de los pequeños detalles. Por lo tanto, la capacidad de las mujeres para llevar a cabo cualquier investigación criminal, especialmente las que presentan una considerable acumulación de datos forenses, como es el caso de los asesinatos estilo Hollywood, es evidente. Otras cualidades específicamente femeninas de gran utilidad en una investigación policial que cabe mencionar son la ausencia de violencia, la receptividad y la capacidad emocional.

Al principio de la década de los noventa del pasado siglo, el análisis informático de las investigaciones de asesinatos en serie llevadas a cabo a lo largo del siglo XX permitió a los criminólogos británicos determinar a partir de las estadísticas que las investigaciones en las que había participado algún agente del sexo femenino presentaban un mayor índice de éxitos en lo que a detenciones se refiere que aquellas en las que el equipo estaba formado exclusivamente por hombres.

Teniendo en cuenta el resultado del estudio, una comisión de investigación del Ministerio del Interior hizo varias recomendaciones al director de la Policía Metropolitana, sir MacDonald McDuff, pidiéndole que se incrementara el número de agentes femeninos en todas las investigaciones criminales de cierta envergadura, pero especialmente en los asesinatos de mujeres al estilo hollywoodiense. Estas recomendaciones se pusieron en práctica hace cinco años, y desde entonces en toda investigación que puede implicar a un asesino sin motivaciones aparentes debe incluirse a una agente de rango superior del sexo femenino, con el fin de mejorar la calidad de las pesquisas, orientándolas desde una perspectiva bidimensional.

Los resultados hablan por sí mismos. En los años ochenta, cuando aún no se habían puesto en práctica las normas de participación femenina en las investigaciones y las mujeres representaban menos del 2 % del personal de rango superior dedicado a investigar los asesinatos de mujeres al estilo hollywoodiense, solo se conseguía culminar las pesquisas con un arresto en el 46 % de los casos. En los noventa y la primera década del siglo XXI, cuando las nuevas normas de participación femenina ya se aplicaban y el número de mujeres entre el personal de rango superior dedicado a este tipo de crímenes había aumentado hasta el 44 %, se lograban arrestos en un 73 % de los casos.

Por supuesto, no se puede obviar que en los últimos diez años se han producido una serie de importantes avances en el campo de la aplicación de la ley y las técnicas de detección forenses que también ayudarían a explicar el espectacular aumento de los casos resueltos por los investigadores británicos. Especial relevancia ha tenido la utilización en todos los países de la Comunidad Europea del carné de identidad con código de barras y huellas digitales genéticas. Sin embargo, incluso descontando el porcentaje estadístico que corresponde a estos adelantos, parece claro que la puesta en práctica de las normas de participación femenina en las investigaciones policiales en Inglaterra es directamente responsable de un aumento de al menos un 20 % en el número total de detenciones.

Presupongo que ya estarán ustedes comparando los resultados obtenidos con el dato de que solo el 44 % del personal de rango superior sean mujeres. Tal vez se pregunten: ¿y por qué no el cien por cien? Bueno, lo cierto es que la aplicación del enfoque bidimensional se ha visto dificultada por el escaso número de mujeres que en estos momentos ocupan cargos importantes en el cuerpo de Policía. Sin embargo, me congratulo de poder comunicarles que esta situación está cambiando gracias a las campañas de reclutamiento dirigidas a las mujeres, la nueva escala de salarios, las facilidades en materia de guarderías y las mejoras introducidas en el sistema de ascensos. Así pues, esperamos que en poco tiempo se incluya en todas y cada una de las investigaciones relacionadas con el asesinato de una mujer al estilo hollywoodiense a una mujer con rango de sargento o superior.

Hasta aquí la visión panorámica. Mi propia experiencia es la de una persona que lleva ya tiempo trabajando sobre el terreno. George Orwell mencionó nueve asesinatos que, según él, habían resistido el paso del tiempo. Casualmente, yo he trabajado en nueve casos de asesinato. No creo que ninguno de ellos resista la prueba de algo tan mitificador como el paso del tiempo. Sinceramente, espero que no. Pero voy a describirles uno de estos casos para ilustrar la aplicación de la investigación bidimensional a la que me he estado refiriendo.

A primera vista, nos encontrábamos ante una serie de asesinatos de mujeres al estilo hollywoodiense bastante prototípicos. Un psicópata había sembrado el pánico entre la población femenina de una ciudad universitaria del sur de Inglaterra asesinando a ocho mujeres en ocho meses. Su modus operandi consistía en golpear a sus víctimas hasta dejarlas inconscientes, y arrastrarlas hasta un paraje tranquilo y apartado donde procedía a estrangularlas para, una vez muertas, eyacularles en la boca. La particularidad del caso y lo que lo diferenciaba del grueso de los asesinatos sin otra motivación clara que el puro placer de asesinar era que, una vez consumado el ritual, este asesino introducía dos pilas en la vagina de sus víctimas.

Los colegas varones que trabajaban en el caso adoptaron una actitud típicamente falocrática con respecto al peculiar comportamiento del asesino, tal como quedó perfectamente claro por el mote que le pusieron: Siempre a Punto. Al estar familiarizados con ese tipo de pornografía en la que se introducen de manera habitual todo tipo de objetos en la mujer ab vaginam como sustitutivos del pene, los agentes no vieron nada especialmente significativo en la utilización de dos pilas alcalinas. Investigaron en las tiendas de electrónica de la ciudad, pero no hicieron ninguna tentativa seria de comprender la singularidad del método del asesino. Asumieron tácitamente que las pilas estaban gastadas (una actitud basada en la idea implícita de que nadie malgastaría unas pilas nuevas en algo como la vagina de una mujer muerta).

Fue al personal femenino que trabajaba en el caso al que se le ocurrió comprobar si las pilas eran o no nuevas. De hecho, más adelante descubrimos que el asesino las compraba especialmente para cada asesinato. También teníamos la teoría, que pudimos corroborar una vez detenido el criminal, de que no había ningún significado fálico en la introducción de las pilas en la vagina de sus víctimas, sino que, tras quitarles la vida para satisfacer sus deseos sexuales, trataba de revivirlas introduciéndoles una nueva fuente de energía, como si de un tocadiscos portátil se tratase.

Otra particularidad del caso que también ilustra las virtudes de trabajar bidimensionalmente, incluyendo personal femenino en todos los casos de asesinatos de mujeres, fue la especial significación de la franja horaria en la que eran asesinadas las víctimas: siempre entre las 10.30 y las 11.30 de la noche.

Volveré sobre esto enseguida. Pero, primero, permítanme que me remonte a los primeros pasos de la investigación, cuando, como simple rutina, utilizamos el ordenador para obtener un listado de todos los maniacos sexuales fichados en la zona durante los doce últimos meses. Varios agentes se dedicaron a interrogarlos para comprobar sus coartadas. (Creo que debería aclarar que este caso ocurrió antes de que la huella digital genética figurase en los carnés de identidad). Un individuo en concreto, un hombre de veintinueve años que había intentado violar a una mujer en un parque en el que posteriormente fue hallado el cadáver de una de las víctimas de nuestro asesino, despertó el interés del agente que coordinaba las pesquisas. Entretanto, yo y otro agente continuábamos interrogando a los maniacos sexuales de la zona.

Durante el interrogatorio al que sometimos a un hombre soltero de cuarenta y dos años llamado David Boysfield, acusado de exhibicionismo en unos grandes almacenes de la zona, me percaté de la presencia en su apartamento de varios ejemplares de un número concreto de una revista femenina. Tal vez sea significativo que mi colega varón no reparase en ese detalle. No es que haya nada recriminable en que un hombre lea una revista femenina, pero digamos que eso hizo que yo quisiera saber un poco más sobre el tal Boysfield. Y cuando examiné el dosier con los detalles de su caso, resultó que había sido en la sección de electrónica donde se produjo el acto de exhibicionismo. Y lo más interesante era la declaración de un testigo que explicó que Boysfield no se había exhibido ante el personal femenino de la sección sino ante varias pantallas de televisión.

Mi curiosidad fue en aumento y, al comprobar la programación televisiva del día en que Boysfield fue arrestado, descubrí que a la hora en que este estaba en los grandes almacenes se pasaba un programa presentado por la conocida periodista Anna Kreisler. El espacio estaba dedicado a recaudar fondos con fines benéficos, y en determinado momento la presentadora había hecho un striptease a cambio de una donación telefónica de un millón de eurodólares. Y era Anna Kreisler quien aparecía en la portada de las revistas que había visto en el apartamento de Boysfield. Posteriores investigaciones revelaron que ella había presentado el telediario de las diez todas las noches en que el asesino había actuado.

Tras obtener la orden de registro pertinente, descubrí en casa del sospechoso diversas revistas pornográficas en las que había pegado sobre cuerpos femeninos desnudos recortes de fotografías de la cabeza de la señora Kreisler. También di con un televideodisco en el que Boysfield visionaba las películas porno que él mismo se confeccionaba y en las que insertaba imágenes de la señora Kreisler leyendo las noticias. Y una muñeca hinchable dotada de la voz de la periodista, grabada de la televisión, y de una vagina con movimiento de succión que funcionaba con pilas. Tanto el televideodisco como la muñeca funcionaban con el mismo tipo de pilas que se habían encontrado en el interior de los órganos genitales de las ocho víctimas. Parece que, por decirlo de algún modo, Boysfield era un forofo de los chismes electrónicos. Su apartamento estaba repleto de una variadísima gama. Desde un abridor de botellas eléctrico hasta un cepillo de ropa eléctrico o un fileteador de pescado eléctrico. Era obvio que en el universo de Boysfield, completamente dominado por esos artilugios, las mujeres eran reducidas al estatus de meros utensilios domésticos recargables con pilas.

El análisis del ADN de Boysfield confirmó que este presentaba polimorfismos reducidos idénticos a los del asesino. Posteriormente confesó que había asesinado a las ocho mujeres después de ver a Anna Kreisler presentando las noticias en la televisión. Obsesionado con ella, durante mucho tiempo se había procurado placer exhibiéndose ante el busto de la presentadora cuando esta aparecía en su pantalla de televisión de alta definición. Fantaseaba con practicar con ella sexo oral, y por eso cuando fue ya totalmente incapaz de contenerse y empezó a atacar a mujeres, deseaba por encima de todo eyacular en la boca de sus víctimas. Boysfield consiguió eludir una sentencia de coma punitivo gracias a que se consideró un atenuante el que insertase las pilas en la vagina de sus víctimas, ya que eso probaba que no tenía la intención de quitarles la vida de una forma definitiva. Actualmente Boysfield cumple cadena perpetua en un psiquiátrico para criminales.

Por supuesto que el enfoque bidimensional funciona en ambos sentidos. Por si alguno de ustedes pudiese creer que no tengo una buena opinión sobre mis colegas varones, me gustaría decir lo siguiente: hace tan solo unas semanas, en una situación en la que yo estaba absolutamente confundida, fue precisamente la rapidez mental de un colega varón la que me salvó de morir o quedar malherida. Se trataba, por cierto, del mismo colega que me acompañó al apartamento de Boysfield y no reparó en las revistas femeninas.

Antes he calificado la incidencia de los asesinatos de mujeres al estilo hollywoodiense de virtual epidemia. No exageraba. Las estadísticas de la Oficina Europea de Investigación muestran que los asesinatos con motivación sexual cometidos por psicópatas en la Comunidad Europea han aumentado drásticamente, por encima del 700 %, desde 1950. Solo el año pasado se calcula que se cometieron unos cuatro mil asesinatos de este tipo, lo cual representa el 20 % del total de homicidios cometidos ese año en Europa. Pero la cosa no acaba ahí: según las estimaciones de la OEI, hay actualmente en Europa entre 25 y 90 asesinos de este tipo en activo.

La gente sigue hablando de Peter Sutcliffe, el llamado Destripador de Yorkshire, que asesinó a trece mujeres en la década de los setenta, y de Jack el Destripador, que mató a seis. Pero hoy día andan sueltos criminales responsables de la muerte de veinte, treinta o más personas. Y mientras las víctimas sigan siendo predominantemente mujeres, el problema nos incumbe a todas de tal forma que no podemos dejar sin más en manos de los hombres su resolución.

De los restantes diecisiete miembros de la Comunidad solo Dinamarca, Suecia, Holanda y Alemania muestran alguna intención de adoptar el modelo británico de investigaciones de enfoque bidimensional en los casos de asesinatos de mujeres. A los restantes países miembros, cuyas fuerzas policiales siguen actuando según un modelo patriarcal, por no decir abiertamente machista, les digo lo siguiente: a menos que pretendan mantener eternamente a las mujeres como víctimas potenciales, deben permitirles romper con el papel de sumisión en el que se las ha mantenido a lo largo de la historia, para que puedan participar en el trabajo de salvaguarda de un digno futuro para nuestra sociedad. Muchas gracias.

La audiencia aplaudió amablemente cuando Jake acabó su discurso; ella permaneció unos instantes en la tribuna recibiendo con cortesía y modestia ese tributo y después bajó y volvió a su asiento. El presidente del simposio, un orondo burócrata alemán que vestía un caro traje rosado cuyo corte lograba disimular en gran medida su volumen, tomó el micrófono y dijo en inglés:

—Gracias, inspectora jefe. —Algunas de las mujeres de la audiencia, entusiasmadas por el planteamiento feminista de Jake, siguieron aplaudiendo un minuto más, lo cual obligó al presidente a interrumpirse antes de añadir—: Ha sido muy instructivo.

—Sí que lo ha sido —dijo Mark Woodford mientras Jake se sentaba en la butaca contigua a la suya—. Un poco estridente en algunos momentos, pero supongo que era inevitable, teniendo en cuenta el tema. —Echó un vistazo a la concurrencia con aire dubitativo y lanzó una risa sofocada—. Y, además, diría que ha gustado.

—¿Perdón?

En el rostro típicamente británico y sin arrugas de Woodford se formó una mueca taimada mientras cruzaba los brazos y levantaba la cabeza hacia el mosaico que cubría el abovedado techo, con cierto aire de basílica de los albores del cristianismo, solo que en este caso la escena representada era moderna y plasmaba la historia de Frankfurt: Carlomagno, Goethe, los Rothschild y Marcuse, incómodamente reunidos sobre un fondo de cielo azul, como si esperasen la aparición de Dios para someterlos a Su juicio.

Jake contempló el aquilino y aristocrático perfil de Woodford. «¿No tenía cierto parecido con el Rey?», se preguntó.

—Siempre es un placer oír que franceses, italianos y españoles van por detrás de nosotros en uno u otro terreno —murmuró Woodford—. «Patriarcal, por no decir abiertamente machista». Sí, eso me ha gustado. —Bajó la cabeza cuando vio aparecer a la ministra por el rabillo del ojo—. Y ahora es el turno de la ministra. Promete, ¿no le parece? —añadió, señalando el título de la ponencia en el programa que tenía sobre los muslos—. «El castigo justo: un tema de reflexión para el nuevo siglo». Creo que va a encender pasiones.

Jake asintió pero no dijo nada. No sentía el menor interés por las teorías de la ministra sobre el crimen y el castigo, heredadas directamente del Antiguo Testamento. Y menos por su secretario particular.

Woodford echó un vistazo al asiento vacío que tenía al lado mientras la ministra, una alta y bella mujer de raza negra que vestía un traje lila con un corte espléndido, se reunía con el alemán ante el micrófono. Con sus caras vestimentas de tonos pastel parecían un par de exóticos pajaritos.

—Gilmour se lo va a perder si no se da prisa —comentó Woodford.

Jake se inclinó hacia delante para echar un vistazo esquivando el liso estómago de Woodford. Hasta ese momento no se había dado cuenta de que Gilmour no estaba allí.

—¿Dónde está? —preguntó.

—Envíele un mensaje por su ordenador portátil para ver si nos enteramos de por qué se retrasa.

Jake recogió su bolso del suelo, sacó su PC, desplegó la pantalla no más grande que un sobre y tecleó el nombre y número de Gilmour en el diminuto teclado. A los pocos segundos aparecieron en el cristal gris verdoso de la pantalla las palabras «Conexión establecida».

«Woodford quiere saber por qué no está usted aquí —tecleó Jake—.La ministra está a punto de empezar su discurso. No querrá perdérselo».

«Desde luego que no —llegó la silenciosa, y Jake sospechó que sarcástica, respuesta—. Pero parece que han asesinado a otro hombre incluido en el programa Lombroso. Tengo que hacer algunas llamadas».

Mark Woodford, que iba leyendo el mensaje por encima del hombro de Jake, lanzó un suspiro y sacudió la cabeza.

—A la ministra no le va a gustar esto —dijo en voz baja, mientras esta se aclaraba la garganta y posaba las manos en el atril—. Más vale que le diga al subdirector que ponga una conferencia por pictófono vía satélite con el Reino Unido. Quiero ver en la pantalla al agente encargado del caso lo antes posible.

Jake tecleó las órdenes del secretario de la ministra y, deseosa de escapar de lo que se le venía encima, añadió que se ofrecía para ayudar. Envió el mensaje y contempló expectante el parpadeante cursor.

«No, gracias —fue la rápida respuesta de Gilmour—. Quédese y disfrute de la conferencia de la señora Miles».

Jake comprobó mirando de soslayo que Woodford no prestaba atención a la pantalla. En aquel momento el secretario solo tenía ojos para su ministra, y en su rostro se dibujaba una expresión de orgullo y embeleso propia de un padre contemplando una función de teatro escolar navideño en la que actuara su hijo. «¡Vaya suerte la mía!», tecleó Jake. Envió el mensaje y guardó el PC en el bolso.

Jake tenía la impresión de que no le caía demasiado bien a Grace Miles. Al parecer, la diputada y ministra adjunta del Interior era una de esas mujeres que prefieren tener a su alrededor solo colegas varones. Y como al frente del Departamento de Policía había ocho hombres, con 45.000 subalternos en Scotland Yard bajo su mando, al menos por lo que al campo del mantenimiento de la ley y el orden se refiere, sus preferencias hubieran podido ser satisfechas sin dificultad.

Jake sospechaba que la decisión de Gilmour de elegirla para acompañarlo al simposio estaba motivada tanto por el deseo de fastidiar a la señora Miles como por el de demostrar que en la Policía Metropolitana no había sexismo. Ya le había advertido a Jake que no sería una tarea fácil. Ahora ella entendía por qué. Gilmour le había explicado que el que su discurso precediese al de la ministra había sido decisión personal de esta, con la fallida esperanza de que Jake hiciera un papelón, brindándole así la oportunidad de lucir por todo lo alto sus dotes de conferenciante.

Pero, muy al contrario, resultó que el discurso de la ministra sobre el fracaso de la disuasión como base de la teoría moderna sobre la aplicación de la ley no obtuvo la respuesta entusiasta que ella esperaba, y dejó a todos los asistentes con la clara impresión de que había sido eclipsada por una mera agente de policía. Así pues, a Jake no le sorprendió la manera de felicitarla de la ministra cuando se reencontraron en la reunión que Gilmour había convocado siguiendo las órdenes de Woodford.

—Ha estado usted magnífica, inspectora jefe —dijo la señora Miles mientras ocupaba su sitio presidiendo la reunión—. Se diría que ha tomado lecciones de cómo hablar en público.

—Me halaga usted, señora —respondió Jake siguiendo el juego y pretendiendo no haberse percatado del verdadero sentido de la loa de la ministra.

Esta sonrió vagamente, confiando en que la ambigüedad de su comentario acabase haciendo mella en Jake. Pero ella, que se sentó junto al subcomisario, hizo caso omiso.

Mark Woodford hizo un signo con la cabeza a Jake y a Gilmour, y les presentó al hombre que lo había seguido hasta el despacho y que ahora estaba cerrando la puerta tras de sí.

—Supongo que ya conocen al profesor Waring —les dijo—. Le he pedido que se uniese a nosotros por su especial interés por el programa Lombroso.

«Un magnífico eufemismo», pensó Jake. Waring era catedrático de psiquiatría forense en la Universidad de Cambridge y el principal asesor del Gobierno en estrategias de prevención de la delincuencia. Él había presidido el comité que elaboró el informe recomendando la puesta en funcionamiento del programa Lombroso.

—Sí, por supuesto —dijo Gilmour—. Debería haber pensado en invitarle personalmente a la reunión.

Waring le respondió moviendo negativamente la cabeza, como dando a entender que esos pequeños detalles protocolarios carecían de importancia para él.

Woodford consultó su reloj y señaló con la cabeza la pantalla vacía y parpadeante del pictófono.

—¿A qué hora está prevista la llamada? —le preguntó a Gilmour.

El subdirector de la Policía consultó su reloj y respondió:

—Dentro de unos diez minutos. El comisario Colin Bowles de la Policía de Birmingham nos presentará su informe.

—¿Birmingham? —preguntó con brusquedad la señora Miles—. ¿Ha dicho Birmingham?

—En efecto, señora.

—¿En qué zona de Birmingham concretamente se ha encontrado el cadáver? —inquirió con impaciencia.

—Bueno, hasta que no oiga el informe de Bowles... —dijo Gilmour encogiéndose de hombros.

—En Birmingham tiene su distrito electoral la ministra —explicó Woodford.

El pictófono empezó a zumbar estruendosamente. Gilmour cogió el mando a distancia y pulsó un botón. En la pantalla apareció un cincuentón calvo, retocándose la corbata. El pequeño objetivo de la cámara fijada sobre el aparato empezó a girar automáticamente para encuadrar a todos los presentes sentados alrededor de la mesa.

—Adelante con su informe, comisario —dijo Gilmour.

Los ojos de Bowles bascularon entre la hoja que tenía en las manos y la cámara de la parte superior del pictófono que tenía delante. Cuando empezó a hablar, apenas se oyó nada.

—El maldito imbécil no ha desactivado el botón de «Confidencial» —refunfuñó la señora Miles.

Bowles se sonrojó. Tal vez la ministra no pudiese oírlo, pero él la oía muy bien. Cogió su mando a distancia y pulsó el botón correspondiente.

—Perdón —se disculpó. Se aclaró la garganta y empezó a leer de nuevo—: Alrededor de las diez de la noche de ayer fue hallado el cadáver de un hombre de treinta y cinco años, de raza blanca, en un callejón de Selly Oak Village.

La ministra soltó un taco. Jake, que sabía que su distrito electoral era precisamente Selly Oak, se alegró interiormente. El comisario Bowles interrumpió su lectura y miró a la cámara, indeciso.

—No pasa nada —dijo Woodford en tono tranquilizador—. Continúe con el informe.

—De acuerdo, señor. A la víctima le dispararon seis tiros en la nuca, entre las nueve y las nueve y media. Después de que los agentes desplazados al escenario del crimen examinasen el cadáver y los alrededores del lugar, se trasladó el cuerpo para la correspondiente autopsia. El forense extrajo seis balas cónico-conoidales del calibre 44, de unos cuarenta gramos aproximadamente cada una, disparadas por una potente pistola de gas desde una distancia de menos de diez metros. La muerte se produjo de forma más o menos instantánea.

»Posteriormente, la víctima fue identificada como Sean Andrew Hill, residente en Selly Oak Road, Birmingham. Cuando se introdujeron sus datos en el ordenador policial de la jefatura superior de Kidlington, el ordenador del Lombroso nos informó inmediatamente de que esa persona había dado NVM-negativo y se le había asignado el nombre en clave de Charles Dickens. Este dato, sumado al modus operandi del asesino, nos lleva a sospechar que Hill es una nueva víctima del mismo individuo que ha asesinado a Henry Lam, Craig Edward Brownlow, Richard Graham Swanson, Joseph Arthur Middlemass...

—Gracias, comisario —lo interrumpió Gilmour—. No es necesario que nos lea la lista completa.

—Comisario —intervino Woodford—. ¿Han encontrado algo los agentes encargados de rastrear el escenario del crimen? —Frunció loslabios y meneó la cabeza, como tratando de sonsacarle alguna respuesta a Bowles—. ¿Alguna pista?

—¿Pista? —Bowles hizo una mueca de dolor al oír esa palabra—. No, señor, no hemos encontrado ninguna.

—¿Y qué me dice de los posibles testigos? —insistió Woodford—. ¿Alguien vio u oyó algo?

Bowles sonrió, nervioso, como si de pronto se hubiera dado cuenta de que hablaba con alguien que no tenía ni idea y preguntaba por preguntar.

—Es realmente improbable que alguien oyese algo, señor —respondió—. Como ya le he dicho, el asesino utilizó una pistola de gas, que no hace ningún ruido. —Hizo con la cabeza un lento gesto afirmativo—. Pero la investigación no ha hecho más que comenzar, y seguimos con las pesquisas.

—Sí, por supuesto. —Woodford paseó la mirada por la mesa—. ¿Alguien tiene alguna otra pregunta?

—Quizá la inspectora jefe —terció la ministra a modo de invitación—. Es usted una experta en el tema, ¿no es así? ¿Cuál era esa expresión de periódico sensacionalista que ha empleado en su ponencia? «El asesinato de estilo hollywoodiense», ¿no?

Jake se puso derecha en la silla y dijo:

—Con todo respeto, señora, el término se refiere exclusivamente a los asesinatos de mujeres cometidos por el puro placer de matar.

—Pero este asesinato tiene también como único móvil el puro regodeo del asesino —insistió la señora Miles—. No veo que tenga mayor importancia que la víctima sea un hombre o una mujer. En ambos casos habrá unos denominadores comunes, ¿no?

—No tengo ninguna pregunta para el comisario —dijo Jake con firmeza.

—Gracias, comisario. Eso es todo por el momento.

El pulgar de Gilmour presionó el botón que ponía fin a la comunicación vía satélite, y durante unos instantes la sala quedó en completo silencio.

Jake echó un vistazo al lugar: era la típica sala de reuniones en la que la comodidad había cedido en orden de prioridad ante el color, las formas geométricas y la funcionalidad. La clase de habitación que la hacía sentirse como una figurita de plástico en una maqueta arquitectónica. No se habría sorprendido si al mirar por la ventana hubiese visto que las copas de los árboles eran de espuma de poliestireno.

—¿Cuántos llevamos, señor Gilmour? —preguntó la señora Miles.

—Es el octavo asesinato en ocho meses.

—Supongo que no hace falta que insista en que esto puede convertirse en un asunto muy delicado.

—En efecto, señora ministra.

—El programa Lombroso ha costado millones de dólares —continuó ella—. Es cierto que es solo una parte del enorme presupuesto que nuestro Gobierno ha destinado a la seguridad y a la prevención de la delincuencia. Pero este programa seguramente es el buque insignia de esa política. Sería desastroso que hubiese que interrumpirlo o incluso abandonarlo por culpa de este maniaco.

—Sin lugar a dudas, señora ministra.

—Y no puedo dejar de recalcar las nefastas consecuencias electorales que tendría que todo esto llegase a oídos de la prensa. Me refiero a que el programa Lombroso es el único elemento en común que conecta los ocho asesinatos. Se da cuenta, ¿no?

Gilmour asintió con la cabeza.

—Pero no podremos mantener a la prensa al margen eternamente. Los periodistas tienen el desagradable hábito de lanzarse contra el Gobierno en este tipo de asuntos. Aunque sea un tema sujeto a la ley de secretos oficiales.

La ministra echó un vistazo al profesor Waring, concentrado en dibujar un complejo garabato en la hoja de papel secante triangular que tenía ante sí.

—¿Y qué novedades nos traen esta vez tus manchas de tinta, Norman? —preguntó secamente la señora Miles.

Waring continuó con sus garabatos unos segundos. Después dijo pausadamente:

—Hemos dejado bastante atrás la etapa en que usábamos la percepción de las formas no estructuradas como instrumento de diagnóstico —sentenció puntillosamente, añadiendo una sonrisa irónica como guinda al comentario.

—Quiero ideas, Norman —exigió la ministra—. Si el programa se para por culpa de ese psicópata, puede que tus investigaciones no vuelvan a levantar cabeza. No sé si hablo suficientemente claro.

Waring se encogió de hombros con aire de impotencia.

—Con el debido respeto, señora ministra, aún no sabemos a ciencia cierta si ese tipo es un psicópata. —Lanzó una significativa mirada a Gilmour y añadió—: Del mismo modo que tampoco la Policía sabe cómo atraparlo. He discutido este tema con el profesor Gleitmann varias veces, y sigue sin explicarse cómo ha podido producirse semejante brecha en el sistema de seguridad. Y yo tampoco logro entenderlo.

—Y, sin embargo —insistió la ministra—, el hecho es que se ha producido.

Siguió otro incómodo silencio. Esta vez fue Jake quien lo rompió.

—Si puedo hacer una sugerencia...

—Sí, claro, para eso nos hemos reunido, inspectora jefe.

—Nos guste o no, el hecho es que por alguna razón ha habido un fallo en el sistema de seguridad del programa Lombroso. Tal como yo lo veo, la prioridad debería ser aclarar si la filtración se ha producido desde dentro o desde fuera. Solo una vez aclarada esta cuestión se podrá poner en marcha una investigación seria.

Concentrándose de nuevo en sus garabatos, el profesor Waring preguntó:

—Inspectora jefe, ¿qué sabe usted exactamente sobre el programa?

—Lo que he leído en los periódicos y lo que he visto por la televisión —respondió Jake, encogiéndose de hombros.

Waring empezó a rayar furiosamente el centro de su dibujo.

—Entonces, ¿sabe realmente de lo que está hablando? El sistema informático del Lombroso es altamente sofisticado. Sugerir alegremente, tal como hace usted, que es posible sortear los mecanismos de seguridad del sistema resulta casi tan absurdo como pretender que alguna persona del equipo del propio Gleitmann tenga algo que ver con este sórdido asunto.

—Absurdas o no, señor, son las dos únicas posibilidades lógicas.

Por toda respuesta Waring lanzó un bufido y meneó la cabeza con un gesto de impaciencia. Sus garabatos empezaban a tener el aspecto de un grabado.

—¿Qué haría, inspectora jefe Jakowicz, si estuviese al frente de la investigación? —le preguntó Mark Woodford.

Jake repasó mentalmente varias ideas y contestó:

—Bueno, en primer lugar pediría a la sección de delitos informáticos de Scotland Yard que me asignasen a su mejor hombre. Le pondría a trabajar con el programa Lombroso para que descubriese qué ha sucedido. Y además... —Jake dudó unos instantes, tratando de dar con la mejor forma de plantear su siguiente sugerencia.

Woodford, que iba tecleando las ideas de Jake en su PC, levantó la cabeza expectante.

—¿Sí?

A Jake le pareció que no había otra forma de afrontar el tema que ir directa al grano.

—... sometería al detector de mentiras a todo el personal vinculado al programa Lombroso.

Waring lanzó sobre la mesa su pluma, que al rodar dejó un rastro de gotitas de tinta sobre la lustrosa superficie de nogal.

—No doy crédito a mis oídos —gruñó—. Inspectora jefe, ¿cómo puede pensar en serio que algún miembro del equipo del profesor Gleitmann esté mintiendo?

Jake puso su expresión más dura para intentar contrarrestar la penetrante mirada de Waring, y matizó provocadoramente:

—Algún miembro del equipo o el propio profesor Gleitmann.

Waring dejó escapar un bufido de indignación, que pareció divertir a la ministra y a su secretario. Pero Jake aún no había terminado.

—Con el debido respeto, señor —continuó, dirigiéndose a Woodford—, es la única forma lógica de encaminar la investigación en cualquier caso en el que hay una total falta de... —al ir a pronunciar una palabra que no solía utilizar, Jake se dio cuenta de que estaba sonriendo— pistas. —La palabra le evocaba una imagen en la que aparecía ella desenrollando una madeja para encontrar la salida de un laberinto—. Debemos empezar desde el interior para resolver el problema —añadió—. Es obvio que la clave para establecer el hilo conductor de todos estos asesinatos está en el propio programa. Mientras insistamos en centrarnos exclusivamente en los factores externos de cada crimen, no llegaremos a ninguna parte.

Jake comprobó sorprendida que la ministra aprobaba su razonamiento.

—Es la cosa más sensata que he oído en todo el día —sentenció la señora Miles.

—Señora ministra...