Una noche bajo las estrellas - Kim Lawrence - E-Book

Una noche bajo las estrellas E-Book

Kim Lawrence

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Beschreibung

Ella rompió todas las reglas… La ayudante de biblioteca Nell Frost tenía la intención de mostrarse implacable. Tras llegar al magnífico castillo de Luis Santoro, estaba decidida a decirle exactamente lo que pensaba de que él hubiera seducido a su sobrina y fuera a casarse con ella. Sin embargo, Nell había subestimado al poderoso español... Luis sabía que Nell se había equivocado de hombre, pero aquella joven ingenua vestida con prendas sencillas podría serle de utilidad. Él necesitaba una amante temporal, aunque con dos condiciones: nada de matrimonio ni de hijos.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2009 Kim Lawrence. Todos los derechos reservados.

UNA NOCHE BAJO LAS ESTRELLAS, N.º 2129 - enero 2012

Título original: Mistress: Pregnant by the Spanish Billionaire

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-395-1

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo 1

EL MÉDICO se marchaba del castillo de Santoro cuando el sonido del motor de un helicóptero lo hizo detenerse en seco. Mientras se cubría los ojos con una mano para que no le cegara el sol, el aparato aterrizó y una alta figura descendió del mismo.

La figura resultaba perfectamente reconocible incluso en la distancia. Al ver al médico, echó a correr y llegó a su lado antes de que el helicóptero volviera a despegar.

–¿Cómo estás, Luis?

Había pocas personas en el mundo que parecieran necesitar menos un médico que Luis Felipe Santoro.

A pesar del esfuerzo físico de la carrera, la mano que le extendió al médico estaba seca y fría. Además, el traje y la corbata que llevaba puestos presentaban un aspecto impoluto. Resultaba difícil imaginar que Luis Santoro había sido en su infancia un niño de salud muy delicada. Aquella frágil constitución, combinada con una personalidad aventurera, e incluso arriesgada, significaba que el médico lo había tenido que tratar de numerosos golpes y cardenales y en una ocasión de una extremidad rota.

Al médico le parecía probable que sus padres hubieran querido aplacar aquel amor por el riesgo antes de dejarlo al cuidado de la abuela y que esto hubiera provocado que Luis dijera que su abuela era «el único miembro de la familia al que podía tragar».

Para el doctor, resultaba irónico que el único miembro de la familia que ni quería ni necesitaba la fortuna que el resto de la familia tanto ansiaba fuera el que probablemente terminaría heredando el patrimonio de la anciana. Luis había ganado su primer millón antes de cumplir los veintiún años y era ya increíblemente rico por derecho propio.

–Me sorprende verte. Cuando llamé a tu despacho, me dijeron que estabas cruzando el Atlántico de camino a Nueva York.

–Así era –respondió Luis. No había dudado en cambiar sus planes de viaje ni un segundo–. ¿Cómo está mi abuela?

El médico trató de explicar del modo más positivo posible el estado de su paciente, pero la salud de doña Elena ya no era lo que había sido cuando era más joven.

Luis resumió la situación muy concisamente, tal y como era habitual en él.

–Entonces, me estás diciendo que, aunque ha mejorado ligeramente desde que te pusiste en contacto conmigo, es posible que mi abuela no mejore.

Luis siempre se había enorgullecido de ser una persona realista, pero aquélla era la primera vez que se permitía creer que su abuela no era indestructible. Reconocer que el declive de la anciana era inevitable no evitó que sintiera una profunda desazón.

–Siento que las noticias no sean mejores, Luis –suspiró el médico–. Por supuesto, si se me vuelve a necesitar…

Con expresión sombría, Luis inclinó la cabeza con un gesto de cortesía.

–Adiós, doctor.

Aún estaba observando cómo el médico se marchaba, pensando en el gran vacío que la muerte de su abuela le dejaría en su vida, cuando una voz alegre lo sacó de sus pensamientos.

–¡Luis!

Al escuchar su nombre, se dio la vuelta. Vio que quien lo llamaba era Ramón, el capataz de su abuela, que se dirigía corriendo hacia él.

Ramón había reemplazado al anterior capataz cinco años atrás y había realizado profundas y muy necesitadas reformas en la finca. A lo largo de los años, los dos hombres habían desarrollado una buena relación de trabajo y una excelente amistad. Cuando Luis descubrió la desesperada situación económica de su abuela, la experiencia y la energía de Ramón lo habían ayudado a salvar la finca de una inminente ruina económica.

Luis daba las gracias porque su abuela aún desconociera que él había inyectado una gran cantidad de dinero en la finca por lo cerca que ella había estado de perderlo todo.

–Visita sorpresa –comentó Ramón mientras se acercaba.

–Podríamos decir eso –respondió Luis. Se aflojó la corbata y se desabrochó el primer botón de la camisa.

–¿Tu abuela…?

Luis asintió. Ramón cerró los ojos un instante mientras le daba una palmada en la espalda.

–Sé que no es buen momento, pero me estaba preguntando si debería seguir adelante con los preparativos para la celebración del cumpleaños la semana que viene o…

–Sigue adelante. ¿Ha surgido algo más?

–Pues ahora que lo dices…

–Está bien. Dame una hora para ir a ver a mi abuela, cambiarme y darme una ducha y…

–En realidad, esto que ha surgido es algo que debe tratarse con inmediatez…

–¿A qué te refieres? –preguntó Luis, intrigado.

–Bueno, hay una mujer, una mujer muy guapa, que quiere verte.

–¡Una mujer!

–Y muy guapa.

–Cuando te pregunté si había surgido algo más, me refería más bien a algo relacionado con la finca –admitió Luis–. Y esta mujer, perdón, esta guapa mujer, y me molesta Ramón que pienses que ese detalle podría suponer una diferencia, ¿tiene nombre?

–Señorita Nell Frost. Inglesa, según creo.

Luis sacudió la cabeza y se encogió de hombros.

–No sé de quién se puede tratar.

–Es una pena. Yo esperaba que se tratara de tu regalo de cumpleaños para doña Elena y que fuera a ser la próxima señora de Santoro. Eso sí que le haría feliz a tu abuela –comentó Ramón con una carcajada. Cuando vio que su chiste no encontraba aprecio alguno en su interlocutor, carraspeó y cambió de tema–: Bueno, ¿qué vas a hacer?

–¿Que qué voy a hacer? –preguntó Luis. Él no veía problema alguno–. Simplemente dile que no es conveniente verla ahora y sugiérele que concierte una cita.

–No creo que eso sirva de nada. Eso ya lo he intentado yo y no he conseguido que se vaya.

–Pues que la saquen los guardias de seguridad. O, mejor aún, que se encargue Sabina de echarla.

–Sabina ya lo ha intentado. Fue ella la que sugirió que tal vez quisieras hablar con esa mujer.

Luis frunció el ceño. Sabina era, oficialmente, el ama de llaves del castillo, pero, en realidad, era mucho más. En la casa, sus sugerencias tenían casi tanto peso como las órdenes de doña Elena.

Él suspiró con resignación.

–¿Dónde está?

–Lleva más o menos una hora sentada en el jardín. Y hace calor.

Luis lo miró asombrado. Efectivamente, la temperatura era de más de treinta grados a la sombra.

–¿Y por qué está sentada en el jardín?

–Creo que está protestando.

–¿Protestando? –repitió Luis, perplejo–. ¿Sobre qué?

Ramón se esforzó por contener una sonrisa.

–Bueno, creo que se trata de algo que tiene que ver contigo. ¿Te he dicho ya que es muy guapa? –añadió.

Capítulo 2

NELL levantó la mano para protegerse los ojos de los rayos del sol que calentaban su desprotegida cabeza. Se le estaba formando un dolor de cabeza muy parecido a los estadios preliminares de una migraña.

Se secó el sudor que le caía por la frente. Sentía la piel sucia y acalorada.

¿Cuánto tiempo llevaba sentada allí? Parecía que hubiera transcurrido una eternidad desde que llegó al castillo. Se sacó el arrugado papel en el que había impreso el correo electrónico. Ya no sabía ni el tiempo que llevaba allí. De hecho, cada vez le estaba resultando más difícil centrarse en sus pensamientos.

No sabía quién se había sorprendido más cuando se sentó en el suelo y lanzó su ultimátum, si el hombre de la cálida sonrisa o ella misma. El hombre se había mostrado tan amable que Nell se había sentido un poco culpable, aunque también había experimentado una extraña sensación de liberación. Después de pasarse la mayor parte de su vida adulta cediendo ante otras personas, había llegado su turno de mostrarse obstinada e insistente.

–En realidad, se me da bastante bien –descubrió con una sonrisa.

Luis, que se estaba acercando a la solitaria figura sentada en medio de cuidado jardín, se detuvo cuando ella habló.

La voz era profunda, con una inesperada nota de sensualidad que hubiera encajado mejor con una mujer más mayor de lo que ella aparentaba ser. Ramón le había dicho que se trataba de una mujer, pero a Luis le pareció que era más bien una muchacha.

Una muchacha con un cabello que relucía como el oro bajo el sol y que llevaba un vestido de verano que dejaba al descubierto unas esbeltas y torneadas pantorrillas. Tal vez todo su cuerpo era igual de esbelto, pero el amplio vestido lo ocultaba a sus ojos. Mientras Luis la observaba, una ráfaga repentina de viento le levantó la falda y sugirió que dicha esbeltez llegaba al menos hasta los muslos.

Si no hubiera tenido cosas más importantes en mente… Si ella no hubiera sido tan joven, Luis admitía que podría haber estado interesado. Además, estaba hablando sola.

Sin embargo, como no era el caso, podría observarla con total objetividad.

–De ahora en adelante, todo el mundo va a ceder ante mí. Soy una mujer fuerte y poderosa. Dios, y eso que ni siquiera estoy aún en la flor de la vida. ¿Dónde se ha ido ese hombre de la sonrisa tan agradable? ¿A pedir refuerzos o a buscar a la alimaña de Luis Felipe Santoro?

–Ha ido a buscar a Luis Felipe Santoro –dijo él. Estaba acostumbrado a que, al menos a la cara, se le describiera en términos más halagüeños.

Nell, que no se había dado cuenta de que estaba hablando en voz alta, se fijó en los brillantes zapatos negros que tenía a escasos metros de distancia.

–¿Quién es usted? –añadió él.

Nell levantó la vista para mirarlo.

–Yo soy la que hace las preguntas –le espetó en tono beligerante–. ¿Quién es usted?

–Soy Luis Santoro.

Un suspiro de alivio se escapó de los secos labios de Nell. Se levantó temblorosamente. El hombre que se había materializado era alto, moreno y guapo, aunque este genérico adjetivo no parecía apropiado para él considerando la especial individualidad de sus rasgos.

Nell lo miró. Él tenía una firme mandíbula, bien afeitada, frente alta, piel dorada, fuertes pómulos y una amplia boca sensualmente esculpida. Cuando los ojos de ella chocaron con la mirada firme e impaciente de él, Nell experimentó un escalofrío que la recorrió como una descarga eléctrica de la cabeza a los dedos de los pies.

Parpadeó para romper aquella conexión. Los ojos de aquel hombre eran realmente extraordinarios. Eran oscuros, casi negros, de mirada profunda y enmarcados por unas definidas cejas negras y el único rasgo de su rostro que no era marcadamente masculino: unas largas pestañas negras que cualquier mujer habría envidiado.

–Usted no puede ser Luis Felipe Santoro –le espetó ella.

Para empezar, aquel hombre no parecía estar en la adolescencia ni ser un estudiante. ¿Le había dicho Lucy que así era o lo habría dado ella por sentado?

Mientras observaba al hombre con el que su sobrina tenía intención de casarse, le costaba pensar. Su rostro era casi tan perfecto como el de una antigua estatua griega. En cuanto al resto…

Nell tragó saliva. Se sentía incómoda con la visceral reacción que había experimentado en cuanto al resto de aquel hombre. Parecía tener el cuerpo de un nadador olímpico. Además, emanaba de él un agradable aroma, cálido y masculino.

–¿Que no puedo ser? ¿Y por qué no? –preguntó él con curiosidad.

–Tiene usted que tener… ¿qué? –replicó ella mirándolo de arriba abajo. Todo en él parecía ser firmes músculos, lo que le provocó una extraña sensación en el estómago ante tan descarada masculinidad–. ¿Treinta años?

–Treinta y dos.

–Treinta y dos –repitió ella.

Luis se preguntó por qué aquella mujer parecía estar tan asqueada por su respuesta.

–¡Es repugnante!

Nell dio un paso al frente. La satisfacción con uno mismo no era, en su experiencia, un rasgo atractivo y los hombres tan guapos como aquél debían de estarlo. Y mucho.

Por supuesto, su experiencia era limitada.

–¿Sabe lo que pienso de los hombres que se aprovechan de jovencitas impresionables?

–Estoy seguro de que me lo va a decir ahora mismo –replicó él lacónicamente.

Aquella actitud de descaro incendió a Nell aún más.

–¿Cree usted que esto es una broma? Estamos hablando del futuro de una jovencita. Lucy es demasiado joven para casarse.

–¿Quién es Lucy?

La rubia frunció los labios y siguió mirándolo como si él fuera una especie de monstruo depravado. La novedad de verse insultado verbalmente estaba empezando a cansarlo, pero el placer de ver la agitación con la que subía y bajaba su pecho la compensaba ampliamente.

Aquella sensación de deseo resultaba irracional, pero el anhelo sexual era así, imprevisible. Afortunadamente, él no tenía ningún problema en mantener sus instintos carnales a raya.

–No se haga el inocente conmigo. ¿De verdad tiene intención de casarse con ella o ha sido tan sólo una frase hecha para metérsela en la cama?

–No tengo intención alguna de casarme con nadie. Además, jamás he tenido que prometer matrimonio a ninguna mujer para llevármela a la cama.

–Entonces –replicó ella, furiosa. El rubor de la ira le había cubierto el rostro, dándole color a su blanca piel–, ¿por qué cree Lucy que se va a casar con usted?

–No tengo ni idea.

–Tal vez esto le refresque la memoria –dijo ella. Extendió la mano con la que sujetaba el papel en el que estaba impreso el correo electrónico.

Cuando él no mostró intención alguna de tomarlo, Nell bajó la mano y se dispuso a leerlo.

–«Querida tía Nell…».

–¿Y usted es la tía Nell? –le interrumpió él. Aquella mujer no se parecía en nada a ninguna tía que él hubiera conocido.

–Sí. «Querida tía Nell: llegué aquí la semana pasada. Valencia es una hermosa ciudad, pero hace mucho calor. He conocido a un hombre maravilloso, Luis Felipe Santoro. Está trabajando en un hotel increíble que hay aquí y que se llama Hotel San Sebastián. Estamos muy enamorados. Es mi media naranja» –leyó Nell mientras lanzaba dardos con la mirada al español, que ni siquiera tenía la decencia de parecer avergonzado–. «Casi no me lo puedo creer yo misma, pero hemos decidido casarnos en cuanto nos sea posible». Supongo que sabe usted que se está tomando un año sabático y que lleva seis meses viajando por Europa. Tiene un futuro muy brillante, una beca para la universidad…» –añadió, tras levantar la mirada.

–No. No lo sabía –respondió él, cortésmente.

Un gruñido de impotencia se escapó de la garganta de Nell. Apretó los ojos y terminó el contenido del correo sin necesidad de leerlo.

–«Lo querrás tanto como yo, o casi tanto, ¡ja, ja! Sé que tú sabrás el mejor modo de darles la noticia a mis padres. Con mucho cariño, Lucy» –concluyó. Abrió los ojos y levantó la barbilla. Deseó que la diferencia de altura entre los dos no fuera tan grande–. Bueno, ¿qué tiene que decir ahora? ¿Va a seguir negándolo? ¿O acaso me va a sugerir que Lucy se lo ha inventado todo?

–Estoy impresionado.

–¿Impresionado por qué?

–Tenía usted el nombre de un hotel y mi nombre, pero ha conseguido encontrarme. Es impresionante.

Nell lanzó un grito de triunfo.

–Entonces, admite que es usted. En realidad, no ha sido fácil encontrarlo.

Aquello era decir poco. Cuando llegó al aeropuerto, descubrió que su equipaje había terminado en otro lugar. Los empleados del elegante hotel se habían mostrado poco cooperadores, por no decir groseros, cuando ella había mencionado el nombre de Luis Felipe Santoro. Evidentemente, tenían la intención de llevarse la dirección de su casa a la tumba. Si no hubiera sido por un amable portero que le había dicho que podría encontrar al hombre que estaba buscando en el castillo de Santoro, su búsqueda podría haber terminado allí mismo.

Además, el único coche de alquiler que había encontrado no tenía aire acondicionado y, por si esto fuera poco, se había perdido tres veces de camino al castillo. La distancia en el mapa era engañosa. Aunque estaba bastante cerca del Mediterráneo, la histórica finca estaba en una zona de difícil acceso. Había sido un día infernal. Tan sólo la determinación de evitar que Lucy cometiera un terrible error la había empujado a seguir.

¿Y si después de todo aquello Lucy ya se había casado con su español?

–Dígame –suplicó agarrándole de la manga–, ¿está usted casado?

–Lo estuve, pero ya no –respondió él, tras un instante de silencio.

Dios Santo… Lucy no sólo se había liado con un hombre de más edad, sino que se había liado con un hombre de más edad que ya tenía un matrimonio fallido a sus espaldas. Además, su manera de responder sugería que la ruptura no había sido amistosa.

–Es usted una mujer de recursos.

–Soy una mujer que se está quedando sin paciencia muy rápidamente. Quiero ver a Lucy y quiero verla ahora mismo. No sé de qué trabaja usted aquí, pero me imagino que sus jefes no se sentirán demasiado impresionados si les digo lo que ha estado usted haciendo.

–¿Me está amenazando?

–¡Sí! –exclamó ella, a pesar de que resultaba difícil imaginarse a un hombre menos amenazado que el amante de Lucy.

¡El amante de Lucy! Aquella frase sonaba tan mal por tantos motivos. Además, no le parecía justo que su sobrina adolescente tuviera oficialmente más experiencia en el terreno sexual que ella.

–Yo no trabajo aquí.

Nell le soltó el brazo y lo miró con confusión.

–¿Acaso se aloja usted aquí?

–Ni me alojo aquí ni esto es un hotel. Ésta es la casa de mi abuela, doña Elena Santoro.

Nell palideció. Se dio la vuelta y observó el imponente castillo de Santoro, un castillo de verdad, fortificado con torreones y todo.

–¿Que usted vive aquí? –preguntó ella. Eso explicaba la actitud de superioridad y el desdén con el que aquel hombre se había dirigido a ella–. Bueno, eso no cambia nada.

–Yo no soy el hombre que está usted buscando. No conozco a su sobrina.

–¡No le creo! –exclamó ella.

–Sin embargo, sí conozco al hombre que está usted buscando. Entre y se lo explicaré.

–No pienso entrar en ninguna parte. ¡No me pienso mover de aquí! –exclamó Nell mientras se cruzaba de brazos.

–Como quiera, pero no me gustaría estar mañana en su piel –dijo mirando al cielo azul y luego al rostro de la joven–. Tiene usted la piel muy blanca, de la que se quema –añadió, con una expresión distraída mientras observaba la pálida curva de la garganta de Nell.

–Y pecas –murmuró ella.

Aquel comentario pareció despertarlo de su ensoñación. Nell pensó que, posiblemente, él estaba sufriendo también el calor al notar el rubor que atrajo su mirada a los afilados contornos de los maravilloso pómulos de Luis Felipe Santoro.

Capítulo 3

EL DOLOR sordo que le martilleaba en las sienes se intensificó mientras observaba como él volvía a entrar en palacio sin detenerse ni una sola vez para mirar atrás. Estaba tan seguro de que ella lo seguiría del modo en el que, sin duda, las mujeres llevaban siguiéndolo toda su vida que ni siquiera se molestó en comprobarlo.

A Nell le habría encantado poder darse el lujo de no hacer lo que él esperaba, pero con ese gesto no habría conseguido nada. Si Luis Santoro decía la verdad y sabía con quién estaba Lucy, a ella no le quedaba más remedio que seguirlo. Además, él tenía razón sobre lo del calor. La crema protectora que se había puesto aquella mañana habría perdido su efecto hacía ya mucho tiempo.

El frescor reinante en el interior del castillo era una delicia después del opresivo calor del sol valenciano. Nell apretó el paso para alcanzar a Luis.

–¿Quién es el hombre? –le preguntó mientras se colocaba delante de él para interceptarle el paso.

Luis se detuvo, pero lo hizo muy cerca de ella, tal vez demasiado. Nell recibió una especie de descarga eléctrica, producto del aura sexual que él proyectaba, que le atravesó el cuerpo. Fue la sensación más extraña y turbadora que ella había experimentado jamás. Se colocó una mano sobre el pecho esperando que el hecho de que se hubiera quedado sin respiración se debiera a su falta de forma física.

–Mi primo –respondió él mirándola con sus ojos oscuros.

Nell abrió la boca para pedir más información pero él colocó una mano sobre la pared, por encima de su cabeza. Ella cerró los ojos y sintió que el pánico se apoderaba de ella. Contuvo el aliento y lo soltó un instante después, cuando se encontró empujada a través de una puerta que había a sus espaldas y que conducía a una grande y espaciosa sala.

–Siéntate. Pediré algo para tomar.

–¿Tu primo? –preguntó ella. No tomó asiento a pesar de que las rodillas le temblaban.

–Todo encaja. Tenía un trabajo para vacaciones en el hotel que tú has mencionado. De hecho, yo mismo le conseguí ese trabajo.

Nell seguía sin sentirse convencida.

–¿Y qué me dices del nombre?

–A los dos nos bautizaron con el nombre de Luis Felipe. No es la primera vez que surge la confusión, pero sí es la más… divertida.

–Los dos os llamáis Luis Felipe.

–Lo sé. Indica una dramática falta de imaginación. A los dos nos pusieron el nombre de nuestro abuelo, pero en la familia a él solemos llamarlo Felipe.

–¿Y cuántos años tiene ese primo tuyo?

–No estoy seguro. ¿Dieciocho, diecinueve? Nell lo miró fijamente.

–¿Y me lo preguntas a mí? ¿Cuántos primos tienes?

Luis se apoyó sobre la chimenea con un gesto distraído. Entonces, movió un pesado candelabro con un dedo.

–Siento estar aburriéndote.