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Miniserie Bianca 195 ¿Cómo le dices a tu jefe multimillonario... que estás esperando a sus bebés? Leah, con una familia totalmente desestructurada, nunca lo ha tenido fácil en la vida. Desesperada por un trabajo, acepta convertirse en la sustituta del ama de llaves de Giovanni Zanetti y ganar, por fin, algo de seguridad económica. Lo que nunca pensó es que acabaría enredada con él entre sus lujosas sábanas... El apasionado encuentro con Gio prometía ser una relación de una sola noche. Ninguno de los dos estaba preparado para ir más allá. Hasta que Leah reaparece en la vida del multimillonario con una revelación que lo cambiará todo: ¡está embarazada!
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Seitenzahl: 205
Veröffentlichungsjahr: 2023
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2022 Lynne Graham
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Una noche de pasión, n.º 195 - enero 2023
Título original: The Heirs His Housekeeper Carried
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788411413954
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Si te ha gustado este libro…
GRACIAS…, es increíble –dijo Zoe con satisfacción, después de elegir la pulsera más llamativa de entre las que le había ofrecido y de sostenerla para captar los rayos de sol que se reflejaban a través de la ventanilla de la limusina–. Me lo merezco. Los diamantes son el complemento perfecto para mi belleza.
Zoe, una famosa supermodelo, había clavado su ávida y triunfal mirada en las brillantes gemas como si le hubiera tocado la lotería. Dado que Gio aún no había visto a Zoe tan entusiasmada por ninguna otra cosa, esa muestra de avaricia y vanidad hizo que se le torciera el gesto. Se alegró de que su aventura hubiera terminado, y de que los diamantes fueran su último regalo.
La avaricia era un motivo de rechazo para Giovanni Zanetti y, sin embargo, a medida que se iba haciendo más rico, iba percibiendo que el interés de las mujeres por él crecía exponencialmente. Por primera vez en su vida se preguntó cómo sería ser un don nadie en lugar del multimillonario propietario de un imperio tecnológico con un nivel de vida muy envidiado. Hasta ese momento nunca se le había pasado algo así por la cabeza. ¿Las mujeres le querrían igual sin los diamantes y todos los lujos que él les regalaba? Era una pregunta interesante.
Gio era un hombre hecho a sí mismo que había medrado a pesar de la pobreza y las dificultades, con un padre traficante de drogas violento y una madre maltratada. Su meteórico ascenso solo se vio empañado por un error: a los veintiún años, una cazafortunas lo engañó para que se casara con él. Aparte de ese contratiempo, ocho años después, ya había conseguido casi todo lo que quería en la vida.
Solo un objetivo importante se le había escapado hasta ese momento, reconoció con ironía, y era la adquisición de la antigua casa familiar de su difunta madre, el castello Zanetti. Cuando su madre había avergonzado a su familia al quedarse embarazada del chico malo del barrio, la repudiaron y vendieron la casa, marchándose para evitar las habladurías. Aunque su madre nunca había ejercido como tal, al igual que su padre, Gio siempre había sentido la necesidad de arraigo y de tener algún vínculo familiar. Y el mundo del que procedía su madre antes de ser rechazada por su familia, a diferencia del tipo de vida que le dieron sus padres, le resultaba muy atractivo. Esa casa, esa propiedad familiar, significaba mucho para él.
Cuando Zoe deslizó una de sus manos de manera sensual y prometedora por el musculoso muslo de Gio, este se tensó con desagrado ante la sospecha de que su generoso regalo era el motivo del entusiasmo sexual de la modelo. La repugnancia se apoderó de él. Se alejó y se sintió aliviado de que su relación estuviera a punto de terminar.
Ahora que veía su vanidad e interés con tanta claridad, ya no le parecía tan atractiva como antes.
Al mismo tiempo, Gio se sentía incómodo ante el gran interés que suscitaba su espectacular aspecto. No le entusiasmaba en absoluto. De hecho, despreciaba la imagen que se reflejaba en el espejo cada vez que se miraba porque le recordaba demasiado a su padre. El lustroso cabello negro, la dura mandíbula cincelada, la nariz clásica y los exóticos pómulos altos combinados con los inusuales ojos azul hielo hacían girar las cabezas de hombres y mujeres en la calle.
Esa misma noche, en una fiesta en Manhattan, cuando se vio rodeado por un círculo de bellezas que competían por su atención, Fabian, uno de los amigos de Gio, puso los ojos en blanco para decir:
–Las tienes a tus pies. Podrías estar con cualquier mujer que se te antojase. No sabes la suerte que tienes.
–Si no fuera rico y soltero, no sería ni la mitad de atractivo –replicó Gio con un cinismo innato.
Pensó, en cambio, en la magnífica libertad de pasear por la playa de su casa de Norfolk, Inglaterra, en la refrescante brisa y en el aislamiento que allí se respiraba. Necesitaba un descanso. Con ese pensamiento en mente, comprobó la hora en Reino Unido antes de llamar al ama de llaves para indicarle que preparase la casa para su llegada el siguiente fin de semana.
Angustiada por la sorpresa de su petición, la señorita Jenkins le confesó que se había roto el tobillo y que necesitaría encontrar a otra persona para asegurarse de que la mansión estuviera preparada para su llegada. Disculpándose por la poca antelación con la que la había avisado, Gio se mostró comprensivo e inmediatamente le ofreció una importante cantidad de dinero extra para que la anciana buscara a alguien de confianza que pudiera realizar esa tarea a tiempo. Como siempre, no cejó en el empeño de conseguir lo que se le antojaba. Desde que había alcanzado el éxito, ya en la edad adulta, Gio no estaba familiarizado con la desilusión, e incluso un insignificante indicio de esa posibilidad era suficiente para que se sintiera más decidido que nunca a dejar atrás el mundo de los negocios y de las mujeres por unos días y disfrutar de esa brisa energizante…
Leah animó a Spike a salir de detrás de la silla:
–Vamos…, el veterinario se ha ido a casa. No tienes de qué preocuparte, ya has recibido todo el tratamiento –murmuró tranquilizadora.
Un yorkshire terrier desaliñado de tres patas con un ridículo moño púrpura en la parte superior de su cabeza peluda se arrastró con esfuerzo. Era extremadamente pequeño y estaba muy asustado. Le aterrorizaban todos los hombres, incluso el amable veterinario, pero eso no le impedía intentar acercarse sigilosamente por detrás de machos desprevenidos y darles un mordisco en la parte posterior de la pierna. Por suerte para sus víctimas, a Spike le quedaban pocos dientes tras años de abandono. Cuando se lanzó a sus brazos, lo levantó para acariciarlo mientras escuchaba distraídamente la conversación que su antigua madre de acogida, Sally, mantenía por teléfono con su hermana, Pam Jenkins.
–Es una cantidad de dinero exorbitada –pregonaba Sally llena de incredulidad, con su cara redonda y bondadosa bajo un halo de rizos grises–. Está claro que ese hombre tiene más dinero que sentido común, pero Leah puede hacerlo, claro que puede. Algunas compras, un poco de limpieza, unas cuantas camas que hacer… No hay problema, Pam. ¿Quieres dejar de preocuparte por eso ahora? ¡Por supuesto que no va a despedirte solo porque te hayas roto el tobillo!
Cuando colgó el teléfono, le dijo a Leah:
–Viene el ricachón…
Ella sonrió al oír la noticia y se sentó sobre los talones, con una cascada de brillantes rizos oscuros que enmarcaban su rostro ovalado y hacían destacar sus grandes ojos marrones.
–Deduzco que tendré que realizar el trabajo habitual de Pam…
–Sí, tiene una lista de la compra que él le ha remitido. Dice que son las típicas cosas de lujo que tendrás que ir a buscar a la ciudad. Dios mío, ¿te das cuenta de lo que esto significa? ¡Podrás ver el interior de Shore House! –vociferó Sally emocionada.
El comprador del imponente edificio había sido bautizado como el Ricachón cuando tres años atrás se filtró en el pueblo vecino el precio de la reforma que había ordenado. La curiosidad por el nuevo propietario y por la casa se había desatado, pero en todo ese tiempo el italiano apenas había parado allí, e incluso Pam nunca le había visto en persona. Al parecer, viajaba con su propio personal doméstico. Una empresa de jardinería de Norwich se ocupaba de los terrenos y de la piscina interior. La hermana de Sally, Pam, era el ama de llaves y la encargada de la limpieza, pero nunca se había atrevido a llevar a nadie con ella en sus visitas porque la casa estaba llena de cámaras y no quería romper las reglas y perder su trabajo. Por la misma razón había tenido miedo de hacer fotos de la propiedad.
–Iré a cambiarme –dijo Leah, porque todavía estaba en pijama–. ¿Cuándo necesitas que vaya allí?
–Lo antes posible. Así que el césped de Pam y sus compras tendrán que esperar –le dijo Sally. Mientras su hermana menor se recuperaba de la caída, había tenido que ser Leah quien se ocupase de ella, ya que no tenía a nadie que pudiera hacerlo y Sally estaba muy ocupada dirigiendo el pequeño refugio de animales. Las dos mujeres mayores estaban muy unidas, pero aunque había espacio suficiente en la vieja granja de Sally, Pam había preferido quedarse en su casa del pueblo. Además, las hermanas se peleaban mucho cuando una se entrometía en los asuntos de la otra.
–¡Dios mío, acabo de decir que te encargarías de la casa del Ricachón para ayudar a Pam sin preguntarte si podrías! –exclamó de repente Sally sintiéndose culpable–. ¿En qué demonios estaba pensando? Con tu titulación, limpiar sería caer demasiado bajo para ti…
–Por supuesto que lo haré… ¿No estoy viviendo aquí gratis? Y no digas tonterías. Haré prácticamente cualquier cosa para ganar dinero ahora mismo –dijo Leah sin avergonzarse–. Espero que pague una buena cantidad. Te vendría bien algo de dinero para el refugio. La última factura del veterinario fue muy cara.
–¡No quiero el dinero! –respondió Sally con rotundidad–. Mira toda la ayuda que le has prestado a Pam. Le has cuidado el jardín, la has llevado al hospital y le has hecho la compra cuando yo estaba demasiado ocupada…
–Me acogisteis cuando no tenía otro sitio al que ir y os lo agradezco, así que no vuelvas a decirme eso de que limpiar sería rebajarme –aclaró Leah, pensando que limpiar no era tan distinto a reponer estanterías en el supermercado del pueblo, algo que también había hecho. Por desgracia, había pocas oportunidades de empleo a nivel local. Su título de Empresariales no servía para nada en el lugar donde vivía, como tampoco había servido en Londres, donde, solo dos años antes, se había embarcado en lo que inicialmente esperaba que se convirtiera en una carrera de éxito. Cuando su mente amenazaba con quedarse tan solo con las malas experiencias, enterró rápidamente ese pensamiento porque la amargura no le aportaba nada. Leah había aprendido desde muy joven que la vida podía tener muchos malos momentos, muchas pérdidas y frecuentes decepciones, pero se había enseñado a sí misma a no detenerse demasiado en lo negativo. Había estado Oliver, que le había roto el corazón, pero antes de que él llegara había perdido a su padre, luego a su madre y a sus dos hermanos, y cada vez que pensaba en su familia desaparecida una terrible ola de tristeza amenazaba con engullirla. Su madre estaba muerta, y era difícil que le importara si su padre estaba vivo o muerto, porque él había elegido a su otra familia en lugar de la suya con su madre, dejando claro que ella y sus hermanos eran el segundo plato.
Sin embargo, Leah tenía la esperanzada de localizar a su hermano gemelo y a su hermana menor y así retomar el contacto, pero para ello necesitaba paciencia y dinero. Había visto a su hermano varias veces a lo largo de los años, pero su relación se había deteriorado por su adicción a las drogas y su mala costumbre de robarle para abastecerse. Desgraciadamente, se había ido de Londres sin más pertenencias que una deuda en la tarjeta de crédito, que por suerte había conseguido saldar recientemente. Antes de mudarse de la casa de Sally y volver a la vida urbana, tendría que tener un trabajo decente y un pequeño colchón de dinero para cubrir el alojamiento.
Una hora más tarde, Leah estaba buscando en el supermercado y, finalmente, en una tienda de delicatessen los ingredientes más inusuales de la lista de la compra. El alga wakame y la albahaca tailandesa no eran fáciles de encontrar en una pequeña ciudad rural. Sustituyendo algunas cosas y tras pagar con la tarjeta de crédito que Pam le había confiado, Leah se dirigió a Shore House.
Un largo y sinuoso camino de entrada conducía a la casa de piedra gris, marcada con una importante torre redonda en cada extremo y embellecida con un bosque de altas y elaboradas chimeneas y ventanas con parteluz igualmente altas. Construida en estilo gótico victoriano, era un elefante blanco que había tenido la suerte de encontrar un comprador. Sin embargo, su mayor atractivo de venta eran sus múltiples vistas al mar y la larga costa de arena que se extendía solo unos metros por debajo del borde de los jardines.
Leah aparcó en el patio empedrado y descargó la compra, después entró por la puerta trasera, marcó el código de la alarma y se dirigió al interior.
Las cámaras situadas en lo alto de las paredes giraban silenciosamente mientras ella se movía, haciéndola extremadamente consciente de su presencia. Primero guardó la compra en la amplia cocina, con su enorme isla central, sus encimeras de granito y su cocina de alta gama. Pam había anotado instrucciones explícitas sobre dónde encontrar todo lo que necesitaba. Armada con una cesta llena de utensilios de limpieza, Leah subió al piso superior para comenzar su trabajo. El vestíbulo era un espacio impresionante, en cuya parte central había una imponente escalera que subía un tramo y luego se dividía en dos. Toda esa madera ornamentada sería un reto para quitarle el polvo, reconoció con pesar mientras Spike le pisaba los talones. Según Pam, los seis dormitorios principales eran de invitados, así que Leah empezó allí a quitar el polvo y a pasar la aspiradora antes de sacudir las carísimas sábanas y preparar las camas. La propiedad podía ser victoriana, pero los acabados eran contemporáneos, donde las tallas y las yeserías de lujo se veían como elementos decorativos sin llegar a predominar todo el ambiente. Así y todo, este enfoque decorativo resultaba muy agradable, y Leah estaba ansiosa por explorar toda la casa. Desafortunadamente, sabía que tendría mucho trabajo al ser una casa tan grande y no tendría tiempo de pararse a observar todos los detalles como le gustaría. A pesar de beber constantemente de su botella de agua y de ir vestida con unos pantalones cortos y una camiseta ligera, Leah tenía cada vez más calor.
Después de haber terminado con los dormitorios y de haber ignorado por completo la polvorienta escalera porque todo apuntaba a que le llevaría horas, Leah exploró la planta baja, eligiendo dónde concentraría sus energías a continuación mientras se recordaba a sí misma que podría volver al día siguiente para seguir limpiando. Con suerte, no llegaría nadie antes de la noche siguiente, de lo contrario se le acabaría el chollo, porque era imposible que pudiera recorrer toda la casa antes de esa fecha. Era demasiado grande.
Tras cerrar la puerta de la biblioteca, toda una tentación para un amante de los libros, Leah se dirigió al salón y sintió alivio al ver que no estaba tan recargado y lleno de cosas como el de su madre adoptiva. Había obras de arte en las paredes y algunas esculturas elegantes, pero nada que le diese demasiado trabajo.
Estaba pensando en limpiar la cocina cuando vio una puerta al final del pasillo de la planta baja que hasta entonces se le había escapado. Suspiró, ya cansada y acalorada como estaba y haciendo un gesto de dolor al saber que volvería al amanecer de la mañana siguiente para continuar. La escalera polvorienta seguía manifestándose en el fondo de su cerebro como un monstruo mientras limpiaba el guardarropa.
Antes de abordar la cocina, decidió explorar a través de aquella puerta cerrada, no fuera a ser que ocultara toda una serie de otras habitaciones que requirieran su atención. La puerta la condujo a un vestíbulo embaldosado y lo cruzó para pasar por unas puertas dobles de cristal a la zona de la piscina cubierta, de la que se había olvidado por completo. A un lado, y totalmente separado, había un gimnasio, y al otro, un elegante invernadero circular victoriano repleto de altísimas plantas tropicales que se mantenían sanas gracias a un ambiente con temperatura controlada. Frente a ella se levantaba una extraordinaria fuente en forma de loto que arrojaba agua a la piscina. En lo alto, una cúpula ornamentada y unas vidrieras que proyectaban una lluvia de luz sobre la brillante superficie. Unas sirenas se entrelazaban en un enorme panel de azulejos sobre la fuente. Era muy victoriano y muy exótico, y había sido tan maravillosamente restaurado que parecía haber sido construido el día anterior. Leah supuso que la fuente estaba protegida por ley, ya que le resultaba difícil creer que el Ricachón hubiera conservado las sirenas y el estanque ornamentado por decisión propia.
Muerta de calor y pegajosa, Leah se vio tentada por el agua fresca de la piscina. Se prometió a sí misma que se desnudaría y se bañaría a escondidas cuando terminara con la cocina. No tenía bañador, pero podía usar la camiseta limpia que llevaba en el bolso… o podía nadar desnuda. Después de todo, no había nadie que pudiera verla.
Sacudiendo la cabeza ante ese divertido pensamiento, Leah volvió a salir de la zona de la piscina y se metió en la cocina, que, gracias a los esfuerzos de Pam, requería poca atención. No podía decir lo mismo del suelo, que comenzó a limpiar buscando la perfección. Después, acalorada y sudorosa por el esfuerzo, subió corriendo las escaleras para tomar una toalla de uno de los armarios y se dirigió directamente a la piscina. Se desnudó, se metió en el agua y, en cuanto notó el frescor en su piel, inmediatamente se sintió recompensada por el esfuerzo.
Gio atravesó el vestíbulo, observando la cesta de limpieza abandonada, y reprimió un suspiro mientras subía las escaleras. La limpiadora seguía allí, lo que no era de extrañar si había llegado antes de lo que esperaba. Sin embargo, quería la casa para él solo. Le diría a la limpiadora que volviera al día siguiente para terminar. Se quitó la chaqueta, la corbata y estaba a punto de ponerse los pantalones cuando creyó sentir un pellizco en la parte posterior de la pierna. Se dio la vuelta, pero no había nada, solo una leve sospecha de movimiento en la manta que se extendía a los pies de la cama. Gio se agachó y miró debajo de la cama.
Se oyó un pequeño aullido y algo marrón salió disparado, lanzándose a toda velocidad hacia la puerta. Era del tamaño de una rata, pero las ratas no tenían moños en el pelo. Estaba claro que la limpiadora había traído un perro con ella. Gio frunció el ceño pensando en que sus perros en Italia se lo habrían merendado de un bocado. Dejó a un lado su chaqueta y volvió a bajar las escaleras. Por primera vez se dio cuenta de que la puerta del anexo de la piscina estaba entreabierta y se dirigió hacia allí por el pasillo.
Desde la puerta pudo ver que tenía una sirena desnuda en su piscina. Una sirena de rizos negros y un trasero rosa pálido tan maduro como un melocotón que asomaba por el agua mientras nadaba. Gio sonrió, divertido pero molesto porque, en lugar de comportarse con su humor habitual, ahora le tocaba hacer de jefe y poner los puntos sobre las íes.
–Hola… –dijo Gio en voz baja, manteniéndose alejado de la orilla de la piscina en un intento de que la intrusa desnuda no se sintiera amenazada.
–¡Oh, Dios mío! –exclamó la sirena, levantando las manos en señal de consternación, y luego chapoteó en el agua hasta que consiguió agarrarse a la barandilla. Pudo ver unos pechos llenos y seductores, adornados con unos tensos pezones marrones.
–¿Quién eres tú? ¿Qué haces aquí?
–Creo que soy yo quien debería hacer esas preguntas –dijo Gio con pereza.
–Estoy limpiando la casa… –contestó cortada.
–¿Desde la piscina? –Gio levantó una ceja, desafiante.
–He estado… trabajando aquí todo el día y tengo mucho calor. La única persona que tiene derecho a interrogarme es el dueño de la casa… y sé que no eres tú. –Las mejillas de Leah enrojecían cada vez más a medida que hablaba.
Gio no pudo evitar sonreír porque ella seguía acercándose a él, mostrando todos sus atributos.
–¿Y cómo lo sabes? ¿Conoces al dueño?
–¿Al Ricachón? ¿Estás de broma? Por supuesto que no. Pero sé que no eres tú. Él parece un salvaje salido de una montaña.
–¿El Ricachón? –preguntó Gio con las cejas levantadas–. ¿Un salvaje?
–He visto una foto suya en un periódico y tiene el pelo largo y la barba poblada –le informó Leah con una mirada de suficiencia–. ¿Qué haces aquí en su casa? ¿Eres el jardinero?
–¿Parezco un jardinero? –preguntó Gio con interés. Leah lo evaluó, lo que le llevó tiempo porque era muy alto y de complexión fuerte. Tenía el pelo negro corto y unos ojos excepcionalmente claros que contrastaban con su rostro bronceado. Era asombrosamente guapo, lo que la desconcertó y le hizo preguntarse por qué seguía dando vueltas desnuda en el agua con él presente.
–No, no pareces un jardinero –admitió ella con inquietud, observando las gafas de sol elegantemente enganchadas en el bolsillo de su camisa roja, que estaba abierta por el cuello. Sus pantalones parecían formar parte de un traje, porque eran estrechos y muy modernos y se ajustaban casi indecentemente a sus caderas y a sus poderosos muslos. Emanaba sofisticación y un marcado carácter urbano–. No eres jardinero… ¿Trabajas para la compañía de piscinas?
–No –dijo Gio en voz baja.
–¿Trabajas para el hombre de la montaña haciendo alguna otra cosa?
–Tal vez…
–Bueno, mientras te lo piensas, ¿podrías alejarte y darte la vuelta para que pueda salir del agua y vestirme?
–Lo haría si fuera un caballero –le dijo Gio, y se encogió de hombros de manera traviesa–. Pero no lo soy.
Furiosa, Leah se soltó de la barandilla y nadó hacia los escalones en un intento de alcanzar la toalla que había en el borde.
–No seas tan descarado –le instó.
Gio se rio y recogió la toalla, dándole la espalda y extendiéndola detrás de él. El agua ondulaba y se movía ruidosamente, y él la imaginó saliendo, lo bastante cerca como para poder tocarla, con ese cuerpo pálido y húmedo que brillaba por el agua. Ella le arrebató la toalla y pasó por delante de él, envuelta desde los hombros hasta las pantorrillas en la toalla más grande que jamás había visto.
–Así que trabajas para el señor Zanetti –recapituló Leah, mientras se frotaba la cara húmeda con el extremo suelto de la toalla–. ¿Formas parte de su personal doméstico?
–¿Qué sabes de su personal doméstico? –preguntó Gio con el ceño fruncido, preguntándose qué habría provocado ese rumor equivocado.
–Solo que viajan con él, presumiblemente cocinando, conduciendo y demás…
–Parece que el Ricachón está bastante desamparado –comentó Gio mientras la observaba recoger su ropa. Era de baja estatura, pero su melena de rizos negros era espectacular. Si a eso le añadimos unos enormes ojos marrones, una piel cremosa, unas curvas deliciosas y unas piernas esbeltas y torneadas, resultaba extraordinariamente tentadora. Él solía salir con mujeres altas, por eso le sorprendió cuando se excitó tanto al verla envuelta en la toalla. Podía ser pequeña, admitió, pero era una mujer increíblemente sexy.
–Probablemente esté demasiado ocupado concentrándose en ganar dinero como para perder el tiempo haciendo cosas más mundanas –dijo Leah mientras se inclinaba para alcanzar su ropa y rezando por que sus braguitas azules desteñidas no estuvieran encima de la pila–. Y quizá no sepa cocinar o conducir. No todo el mundo sabe. Yo soy una bestia al volante, pero no sé cocinar ni por asomo.
–Yo soy un excelente cocinero –le dijo Gio mientras abría de un tirón una puerta casi oculta por las baldosas–. Los vestuarios están aquí…
–Gracias. –Leah le dedicó una sonrisa traviesa–. Eres más caballeroso de lo que crees.
–No, no lo soy, pero ser políticamente correcto con las mujeres es más seguro hoy en día –respondió Gio sin vacilar.