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Una noche en Montecarlo… ¡y ahora estoy a punto de cambiar la vida del playboy para siempre! Él era una estrella del automovilismo y yo, Belle Simpson, era su ama de llaves, pero, aquella noche, la mirada azul de Alexi Galanti me arrasó de tal modo que ninguno de los dos fue capaz de pensar más allá del deseo que sentíamos el uno por el otro… Y, cinco años más tarde, se me presentó por fin la ocasión de sacar a la luz mi escandaloso secreto: ¡Alexi había sido padre! Aunque el abandono de los suyos lo había marcado profundamente, yo sabía que él nunca abandonaría a su hijo, pero enamorarme de él sería un error muy peligroso, aunque nunca hubiera dejado de desear sus caricias…
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Seitenzahl: 180
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2020 Heidi Rice
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Un noche en Montecarlo, n.º 2831 - enero 2021
Título original: My Shocking Monte Carlo Confession
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1375-207-5
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Belle
El sol de la Riviera caía a plomo mientras contemplaba la tumba de mi gran amigo Remy Galanti, pero su calor no podía aplacar el frío que se había apoderado de mis huesos hacía ya más de una semana, desde el momento mismo en que el coche de Remy atravesó la defensa de la pista de pruebas de Galanti en Niza y ardió en llamas. El horror de aquel momento se repetía una y otra vez en mi cabeza, a cámara lenta, agónico, pero las lágrimas que se agolpaban en mi garganta se negaban a salir.
No había llorado por Remy, ni por mí, ni por su hermano mayor Alexi porque no podía. Mi cuerpo, al igual que mi pensamiento, estaba adormecido.
La voz del sacerdote dirigiendo la plegaria en francés era como un murmullo de fondo cuando miré a Alexi, de pie, al otro lado de la tumba.
Llevaba un traje de lino oscuro y estaba rodeado por dignatarios locales, celebridades, VIPs que habían acudido a presentar sus respetos a la familia más prominente de Mónaco y del automovilismo pero, como siempre, parecía estar completamente solo, la cabeza baja, la pose rígida, el pelo alborotado como si se hubiera pasado las manos por él mil veces desde que los dos vieron morir a Remy.
Pero sus ojos, como los míos, estaban secos.
¿Se sentiría abotargado como yo, destrozado por la pérdida de una persona que significaba tanto para los dos? Remy había sido mi mejor amigo desde que llegué a la mansión Galanti en la Costa Azul con diez años, cuando mi madre aceptó el trabajo de ama de llaves después de que la madre de Remy y Alexi se largara con uno de sus amantes.
Y fue al verlo mirar al sacerdote con sus hermosos ojos azules cuando me di cuenta de que no parecía acorchado como yo, sino impaciente, airado, enfadado, furioso.
Un estremecimiento me recorrió la piel, inapropiado pero inconfundible, cuando mis recuerdos volaron a la noche inmediatamente anterior a la muerte de Remy. La noche en que pensé que todos mis sueños se habían hecho realidad. La noche en que busqué a Alexi y le hice el amor por primera vez. Recordaba perfectamente el olor a sal, sudor y cloro, el subidón de la emoción, la gloriosa sensación de pasar unos minutos en sus fuertes brazos y de descubrir qué era en realidad el sexo.
Aterradoramente íntimo, pero también fabulosamente excitante.
La brutal humillación me estranguló el corazón al mirarlo. No había vuelto a hablarme desde aquella noche. Había intentado verlo, pero siempre estaba ocupado, y la sensación de culpa me provocó una punzada en las costillas por estar sintiendo aquel calor inapropiado en el funeral de Remy. Él siempre había estado ahí para mí, y seguro que hubiera querido que yo lo estuviera para su hermano, pero seguía sintiéndome culpable porque no eran solo los deseos de Remy lo que yo quería cumplir, aunque las últimas palabras que había intercambiado con él seguían repitiéndose una y otra vez en mi cabeza mientras el sacerdote terminaba el panegírico y sus palabras se las llevaba la suave brisa con olor a mar y a buganvilla.
–Mi hermano te necesita, bellisima. Alexi está solo. Siempre lo ha estado. Prométeme una cosa: no permitirás que te aparte, ¿vale?
La promesa que le había hecho a Remy me vino a la memoria al ver a Alexi tomar un puñado de tierra y dejarla caer sobre el ataúd con movimientos rígidos y aletargados, como si llevara un peso insoportable sobre los hombros. Se lo veía tan tan solo en aquel momento…
Mientras las personas que habían asistido al entierro, muchos de los cuales apenas conocían a Remy, se colocaban en fila para echar tierra sobre el ataúd, Alexi se volvió y tomó la dirección de las limusinas, ignorando a la gente que quería ofrecerle sus condolencias.
Tras una última y silenciosa oración por Remy, salí tras él hacia la carretera que llevaba al acantilado donde estaba construido el cementerio.
–Alexi, por favor, espera –lo llamé cuando ya llegaba al primer coche–. ¿Podemos hablar?
Se detuvo y me miró, pero seguía rígido. Sus ojos parecían hechos de hielo.
–¿Qué quieres, Belle?
Su impaciencia me sorprendió, pero no tanto como su tono de voz.
¿Estaba enfadado conmigo? ¿Por eso me había estado evitando? No, no podía ser. Me estaba volviendo paranoica, y aquel no era el mejor momento.
Alexi estaba enfadado por la absurda muerte de su hermano y, seguramente, también lo estaría con su padre, que había llegado bebido al funeral.
No me deseaba sexualmente. Eso me lo había dejado bien claro después de que nos acostáramos. Había sido un error, pero no por ello tenía que dejar de ofrecerle mi amistad. Si no podía ser otra cosa, al menos compartiríamos nuestro dolor, porque yo era la única persona que sentía tan hondamente como él la pérdida de Remy.
–Quería asegurarme de que estás bien –dije.
–Pues bien no estoy, porque he matado a mi hermano.
–¿Qué?
El hielo de su voz y de su mirada me recorrió el cuerpo entero a pesar del calor del día. ¿Hablaba en serio? ¿Cómo podía pensar ni por un momento que él era el culpable de la muerte de su hermano?
–Ya me has oído.
–Pero él quería ser piloto, Alexi. Era su sueño, su pasión, desde siempre. No puedes sentirte responsable.
Alexi llevaba dos años como director del equipo Galanti Super League, desde que su padre empezó a beber tanto que no era capaz de ocultar hasta dónde llegaba su adicción. Alexi le había dado a su hermano la oportunidad de ser piloto de pruebas y así había llegado a competir por primera vez. ¿Por eso se culpaba de la muerte de Remy?
Me miró y apretó los labios.
–No te hagas la tonta conmigo, que no te va a funcionar otra vez.
–Yo no… no te entiendo –balbucí. Su cinismo resultaba helador.
No había sangrado al hacer el amor con él, a pesar de que había sido mi primera vez. Había sentido la punzada de dolor, el escozor cuando me había penetrado, pero el dolor había sido tan breve, tan liviano, y el placer tan sobrecogedor en su intensidad apenas un instante después que me convencí de que no se había dado cuenta de mi virginidad, algo que en aquel momento agradecí. No quería que me considerara una cría. Pero dejé de estar agradecida en cuanto volvió a hablar.
–No te hagas la inocente. Remy se enteró de lo que habíamos hecho y quiso hacerme creer que no importaba, incluso hizo algún chiste el día antes de su muerte, pero tú siempre habías sido su chica. No debería haberte tocado. Por eso se distrajo. Por eso tomó la curva demasiado deprisa.
–Yo nunca… yo no era la chica de Remy, no en ese sentido. ¡Solo éramos amigos!
En aquel momento comprendí de dónde venía su sentimiento de culpa.
–¿Fuiste tú? –me preguntó con un cinismo cortante–. ¿Le dijiste tú que nos habíamos acostado, a pesar de que te había dicho que no lo hicieras?
–Sí –confesé.
Podría haber mentido, y una parte de mí quería hacerlo. La agonía que había en los ojos de Alexi se había prendido con la luz de la furia, pero no me sentía avergonzada por lo que habíamos hecho. Que saliéramos complacía a Remy, no lo entristecía.
Pero él no entendía mi amistad con Remy porque no sabía que su hermano menor era homosexual. Ojalá pudiera decírselo, pero era consciente de que le haría aún más daño saber que había confiado en mí y no en él y, por otro lado, la decisión le correspondía a Remy. De haber querido que su hermano lo supiera, ¿no se lo habría dicho directamente? ¿Cómo romper la confianza que había depositado en ella solo para salvarse de la ira de su hermano?
–¿Por qué se lo dijiste? –la acusó, y el dolor le alteró la voz.
–Porque…
«Porque Remy era gay, porque éramos amigos, porque sabía lo mucho que siempre te había querido y porque él quería que estuviéramos juntos».
Pero las palabras se le quedaron atascadas en la garganta, detrás de la emoción que la bloqueaba por el disgusto de la cara de Alexi.
–No me contestes –dijo él–. Creo que los dos sabemos por qué se lo dijiste: porque te parecía que yo era mejor bocado que él, ¿verdad? Siendo yo el hermano mayor tenía más valor que el hermano pequeño.
Sus acusaciones me dejaron tan paralizada que fui incapaz de defenderme.
–Pequeña zorra… sabía que no debería haberte tocado, que era un error, pero no me imaginaba hasta qué punto.
Sus palabras fueron como golpes físicos, cada una más dolorosa que la anterior.
¿Cómo podía haber creído que me quería, que le importaba lo más mínimo, o siquiera que me conocía?
–Quiero que te largues. Que desaparezcas de la casa de mi padre. Hoy.
–Pero…
Seguía incapaz de hablar, de protegerme. La serenidad de su voz era casi tan devastadora como su mirada impersonal, como la culpa, la ira, la amargura y el cinismo.
–Diré a mis abogados que te paguen lo necesario. No quiero volver a verte la cara.
Se iba a subir ya al coche cuando lo sujeté por un brazo.
–Alexi, por favor, no hagas esto. No me dejes fuera –le rogué–. Estás sufriendo y lo entiendo, pero yo también. Los dos queríamos mucho a Remy, y ni tú ni yo somos culpables de su muerte. Fue un horrible accidente. Podemos superarlo juntos.
Se echó a reír, y la amargura que destilaba de su risa me llegó al corazón.
–Nosotros no lo queríamos. Nosotros lo matamos, y ahora vamos a tener que vivir con esa traición. Si sigues en la casa cuando vuelva, haré que te detengan. Tienes dos horas para recoger tus cosas y largarte. Dale tu dirección a mis abogados y haré que te envíen el finiquito.
De un tirón se soltó, me miró de arriba abajo y yo me estremecí, a pesar de todo.
–No te preocupes, seré generoso. Tu numerito caliente del viernes por la noche vale por lo menos unos cuantos miles de euros.
Me quedé temblando mientras él se subía a la limusina y se alejaba tomando la carretera que bajaba del acantilado. No miró hacia atrás ni una sola vez.
Cinco años después
Alexi
–Dime a quién estoy viendo y cuál es su precio.
Contemplaba la pista desde detrás de unas gafas de sol y me calé la gorra que llevaba con el logo de mi equipo rival, Renzo Camaro, para asegurarme de que me tapaba la cara mientras hablaba con Freddie Graham. Freddie era un viejo amigo, un mecánico que trabajaba como freelance y que me había dicho, hacía apenas veinte minutos, que había localizado un nuevo piloto talentoso que estaba conduciendo el prototipo de Camaro en el circuito de Barcelona para las pruebas de la nueva temporada.
Yo estaba desesperado. El piloto reserva de Galanti, Carlo Poncelli, había sido diagnosticado de cáncer, algo que habíamos logrado silenciar durante unos días, pero en cuanto la noticia llegara al circuito, los precios que fijaban los agentes se dispararían, así que quería encontrar a alguien rápidamente, algún joven con talento aún por descubrir que se entusiasmaría con la idea de ser el piloto reserva en la Super League con el mejor equipo del circuito. Y que no tuviera agente. Era mucho pedir, pero si alguien sabía oler el talento era Freddie.
–Baja la voz –dijo Graham mientras juntos estudiábamos la pista desde el final de la grada, lejos de las miradas de Camaro y su equipo–. Si Camaro se entera de que estás siguiendo a sus empleados, me vetará.
El ruido del nuevo coche de Camaro ahogó la última parte de la frase al aparecer en la curva más próxima y acelerar a más de doscientos sesenta kilómetros por hora. Las ruedas traseras patinaron un poco, pero el piloto recuperó el control con una eficacia inmejorable. El chute de adrenalina que siempre sentía al ver por primera vez un nuevo talento me erizó el vello de la nuca.
Tendría que ver las estadísticas e informarme un poco sobre él antes de hacerle una oferta, pero ya estaba convencido de que aquel era nuestro hombre. Tenía un sexto sentido para esas cosas. De hecho era lo que me había hecho famoso en el circuito. O, más que famoso, temido. Eso y llevar a una modelo o a una actriz diferente del brazo cada vez que asistía a un evento.
–¿Quién es? ¿Ya ha firmado con Camaro? ¿Y por qué demonios no he oído hablar de él?
Disparé todas aquellas preguntas mientras el coche entraba ya en el pit lane.
Si tenía contrato firmado con cualquier equipo de las ligas menores, tendría que comprarlo, lo cual iba a costarme un dineral, pero ya estaba convencido de que lo quería. Si Camaro lo estaba usando solo para pruebas, es que estaba perdiendo olfato y yo tenía que actuar rápido. La temporada ya llevaba dos semanas empezada, y el chico tendría que familiarizarse con el coche antes de que llegase el invierno.
–Relájate, tío –dijo Freddie con su espeso acento de Brooklyn–. Se dice por ahí que es de I+D. Ni siquiera es piloto. Que la tía es la amante de Renzo y que la trajo desde Londres para sustituir a su conductor que está con gripe. Necesitaba a alguien para probar el coche, y sabía que tenía talento, pero al verla conducir…
Freddie dejó la frase sin terminar, pero daba igual, porque mi cabeza se había quedado colgada de una única palabra.
Tía.
¿Una mujer? ¡Dios!
Eso era… increíble. La mejor oportunidad para las Relaciones Públicas que me podía imaginar. Aunque yo no estuviera tan desesperado, y aunque ella no fuese ni la mitad de buena que parecía ser, habría querido contratarla.
Había mujeres en las competiciones inferiores y en las listas de candidatos, mujeres buenas pilotos que, más tarde o más temprano, acabarían irrumpiendo en las mejores categorías del motor, pero ¿una mujer tan buena como aquella, que estaba sin descubrir y que no pertenecía a ningún equipo?
Aunque con Renzo sí parecía tener algo que ver.
–¿Dices que es la amante de Renzo?
–Es lo que me dijo uno de los mecánicos. Yo los he visto juntos, y Renzo babeaba a su alrededor, aunque tengo que decir que no parece su tipo. Es más bien un marimacho.
Fruncí el ceño. ¿Quién iba a imaginarse que Freddie era un cotilla? Pero en aquel momento, sus ganas de cotillear servían a mis propósitos. Quería saber más de esa chica antes de abordarla.
–Sea cual sea la conexión que tenga con Camaro, estoy seguro de que puedo mejorar su oferta –dije con una sonrisa cínica.
Se trataba de una mujer y, según mi experiencia, a las mujeres siempre se las podía comprar con dinero, con orgasmos o con ambas cosas, y si tenía que seducirla, lo haría. No salía con nadie en aquel momento y no tenía ningún problema en mezclar el placer con los negocios. Era una de las ventajas de ser un obseso del trabajo.
–Pisa el freno, Casanova –me dijo Freddie–. Renzo no es tu único problema. Ese mismo mecánico me dijo que ella no quería ser piloto profesional. Al parecer, Renzo lleva tiempo intentando convencerla de que ingrese en su programa de jóvenes pilotos y no lo ha conseguido.
–¿Qué? ¿Por qué?
Quien tuviera semejante talento natural estaría loco si no quisiera ir a por el anillo. Y nadie podía llegar a ser tan bueno sin ser un apasionado del deporte.
–No tengo ni idea, pero supongo que tendrá sus razones.
Mi sorpresa era mayúscula, pero enseguida se vio aplastada por mi confianza. Ya encontraría el modo de superar las razones que pudiera tener. Sabía cómo manejar a las mujeres, del mismo modo que sabía cómo manejar a mis rivales.
El encanto era fácil, y la seducción lo era todavía más, cosas ambas que había aprendido a utilizar a mi conveniencia desde la muerte de Remy.
El recuerdo de mi hermano acabó con la sonrisa que se insinuaba en mis labios. Y no fue solo la evocación de mi hermano pequeño, tan inconsciente, tan confiado, tan joven, muerto sin necesidad, sino de la chica –de su chica–, que tantas veces había rondado mi pensamiento desde la muerte de Remy.
Belle Simpson había desaparecido por completo tras el funeral, y me negaba a que me importase. Ya me había torturado bastante recordándola tan suave, tan fresca y tan seductora, a pesar de su torpeza, durante la única noche que habíamos compartido. Mera ilusión, porque no había sido más pura o más fresca que yo.
Corté el pensamiento al sentir una nueva punzada de culpa. Remy estaba muerto, y yo no podía dar marcha atrás al reloj y deshacer lo que le hice aquella noche en que Belle me miró con sus ojos color esmeralda como si yo fuera lo único que podía desear. Aquella noche había sido un desastre de principio a fin. La mejilla me dolía de uno de los bofetones que me había dado mi padre con la mano vuelta y la cabeza me zumbaba por haberme pasado con los tequilas.
Era asqueroso que, cada vez que pensaba en mi hermano, tuviese que pensar también en ella y en sus maravillosos ojos verdes cargados de angustia y lágrimas.
Me despedí de Freddie con la promesa de una generosa propina por su ayuda si lograba que la chica firmase conmigo y me dirigí a la zona de descanso de los pilotos. Pilotar era un trabajo duro que hacía sudar, particularmente en la primavera barcelonesa, y la chica tendría que ducharse y cambiarse antes de nada. Con la gorra del equipo de Camaro bien calada, nadie reparó en mí cuando pasé junto a los mecánicos que estudiaban los neumáticos del coche nuevo.
Estaba en lo cierto. No estaba por allí, de modo que debía haberse ido a la zona de descanso. Ahora solo me quedaba que la suerte me siguiera sonriendo y poder pillarla a solas cuando terminase de vestirse y hacerle una oferta que no pudiera rechazar.
Perfecto. No había nadie. Me quité la gorra mientras oía caer el agua de la ducha y me dispuse a esperar.
El agua cesó y oí una voz que cantaba una nana en francés, una voz que me produjo una extraña picazón. ¿Por qué me resultaba tan familiar?
Antes de que hubiera tenido tiempo de analizar la pregunta, la chica apareció en la puerta, dibujada a contraluz por la brillante luz del sol que entraba por la ventana que quedaba detrás de ella. La vio dar un respingo y tomar aire de golpe, seguramente por la sorpresa de encontrarse allí a un desconocido. Me levanté para presentarme.
–Hola, señorita… –no pude terminar. Freddie no me había dado su nombre–. Soy Alexi Galanti, dueño y director del equipo Galanti. Necesitamos un piloto reserva para el resto de la temporada y quiero ofrecerle el puesto. No sé lo que le paga Camaro, pero se lo doblo.
No era normal en mí ofrecerle a alguien un trabajo sin hablar antes con el equipo legal, sin revisar las credenciales del candidato y acordar un periodo de prueba. Ni siquiera le había visto bien la cara, y no la había oído hablar. ¡No sabía cómo se llamaba! Pero mi instinto me decía que tenía que meterla en mi equipo como fuera, y yo siempre confiaba en mi instinto.
Lo que podía ver de su figura, las sutiles curvas que dibujaban unos vaqueros ceñidos y una camisa blanca, hicieron que la sangre se me bajara a la entrepierna. Quizás fuera precisamente la combinación del deseo junto con saber cómo era capaz de manejar el potente coche de Camaro lo que me empujaban porque, en realidad, no estaba seguro de qué me apetecía más: verla al volante de mi coche o bajo las sábanas de mi cama.