Una novia para el griego - Lynne Graham - E-Book
SONDERANGEBOT

Una novia para el griego E-Book

Lynne Graham

0,0
3,49 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 3,49 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Tras descubrir que el magnate Eros Nevrakis la había engañado y estaba casado, Winnie Mardas se alejó de él sin mirar atrás... y sin decirle que estaba embarazada de él. Un año después, se llevó una sorpresa cuando Eros se presentó en su casa para reclamar a su hijo y pedirle que se casara con él para hacer legítimo a su heredero. Eros se la llevó a su lujosa villa del Mediterráneo, y Winnie se sintió abrumada al comprobar que aún saltaban chispas entre ellos, pero... ¿podría aceptar convertirse en su esposa por conveniencia?

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 233

Veröffentlichungsjahr: 2019

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Lynne Graham

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una novia para el griego, n.º 152 - mayo 2019

Título original: The Greek Claims His Shock Heir

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-838-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

STAMBOULAS Fotakis, más conocido como Bull –aunque solo a sus espaldas, porque nadie querría ofender a uno de los hombres más ricos del mundo–, estudió la nueva fotografía que había sobre su escritorio. En ella aparecían las tres nietas y el bisnieto que no había sabido que tenía hasta hacía unas semanas. La dulzura en la mirada del anciano mientras observaba con orgullo y satisfacción aquella fotografía de sus únicos parientes vivos habría chocado a sus competidores. Tres hermosas jóvenes y un chiquillo guapísimo cuyas vidas eran un desastre, pensó Stam irritado, y tenía que hacer algo al respecto. Si hubiera sabido antes que su hijo Cy había tenido tres hijas, que se habían quedado huérfanas y habían crecido bajo la tutela del estado, les habría dado un hogar y las habría criado. Por desgracia no había tenido esa oportunidad, y sus nietas habían sufrido por ello.

Sin embargo, no las culpaba a ellas por la vida caótica que llevaban, sino a sí mismo, que había «desterrado» a su hijo menor, Cy, por haberlo desafiado. Claro que veinte años atrás, admitió para sus adentros con ironía, él había sido un hombre muy diferente: impaciente, autocrático e inflexible. Y desde entonces creía poder decir que había aprendido una o dos cosas, pero su difunta esposa jamás le había perdonado que hubiera desheredado a Cy. Al final todos habían pagado un precio demasiado alto por su estúpido proceder.

Pero el pasado era el pasado y el ahora el ahora, se recordó Stam, y ya iba siendo hora de que pusiese orden en las vidas de sus nietas. Empezaría por reparar el daño que les habían hecho. Tenía el poder y el dinero para hacerlo. No pretendía vengarse, se repetía una y otra vez. Solo iba a hacer lo mejor para sus nietas. Y empezaría por poner en orden la vida de Winnie, que tanto le recordaba, con sus ojos negros, a su difunta esposa, la princesa árabe Azra.

Al menos Winnie hablaba un poco de griego. Bueno, solo sabía unas cuantas palabras, pero era un comienzo prometedor. Y sus problemas serían los más fáciles de solucionar, se dijo, aunque aún no sabía cómo lograría controlarse y comportarse de un modo civilizado con el canalla adúltero que la había dejado embarazada, porque Eros Nevrakis también era un hombre muy poderoso.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

EL SEÑOR Fotakis lo recibirá en unos minutos –le dijo la secretaria a Eros Nevrakis.

Este se alejó hasta el ventanal que se asomaba a la bahía. Era un hombre alto, ancho de espaldas, de unos treinta y tantos y apuesto, de pelo negro y ojos verdes.

Seguro que la vista desde aquel edificio en la pequeña isla de Trilis, donde se encontraba, no era ni la mitad de impresionante de lo que debía serlo desde la inmensa propiedad privada de Bull Fotakis a las afueras de Atenas, pensó con una sonrisa amarga.

Esa mañana estaba de muy buen humor. Había hecho varias ofertas a Stam Fotakis a través de intermediarios para comprarle la isla, pero todas sus ofertas habían sido ignoradas. Que el huraño cascarrabias se hubiera dignado a concederle una entrevista era una muy buena señal; tal vez por fin estuviera dispuesto a vender.

Trilis era agreste y apenas estaba urbanizada. Todo lo contrario que la propiedad de Fotakis en Atenas, donde había levantado varios bloques de oficinas, sede de su compañía y de su cuartel general. Cosa nada sorprendente cuando siempre había sido de dominio público que Fotakis era un adicto al trabajo.

En los noventa, cuando el padre de Eros había caído en bancarrota, se había visto obligado a venderle a Fotakis la isla, que había sido durante generaciones el hogar de su familia. Todo el mundo había dado por hecho que Fotakis planeaba construir una nueva sede de su compañía en la isla, pero eso no había ocurrido.

Si él consiguiera recuperar la isla, tenía planeado construir un complejo hotelero en la costa que generaría empleo y revitalizaría la economía local. El viejo, en cambio, a pesar de que no había hecho nada con la isla, tampoco había parecido interesado en venderla hasta ese momento.

¿Qué había cambiado entonces?, se preguntó, irritado por no poder encontrar una respuesta. Le gustaba conocer las motivaciones de sus competidores; siempre se corría un riesgo al ignorar esos detalles tan reveladores. No sería muy inteligente por su parte ir sin haber pensado nada, sobre todo sabiendo que no podía ser que lo que moviera a alguien tan rico como Fotakis fuera el dinero.

Le dio la vuelta a la pregunta para analizarlo desde otro ángulo: ¿qué tenía él que pudiera querer Fotakis? Seguramente ese era un enfoque más preciso de la situación, porque Bull Fotakis tenía fama de ser muy astuto y retorcido.

Y, sin embargo, él estaría dispuesto a pagar lo que le pidiera para recuperar Trilis; solo porque era la única propiedad de la que su padre había lamentado de verdad tener que desprenderse. «Es el hogar de nuestra familia», le había dicho con voz ronca en su lecho de muerte. «Y si uno pierde su hogar, lo pierde todo. Prométeme que, si en el futuro te va bien, harás todo lo que puedas por recuperar Trilis. Es el hogar de los Nevrakis, y nuestros antepasados están enterrados allí».

Eros apretó sus sensuales labios, apartando de su mente aquellos recuerdos sentimentales del pasado. Había aprendido de los errores de su padre: un hombre tenía que ser firme en los negocios y en su vida privada, no un blandengue que se dejara manipular o engañar. Y un hombre obligado a llegar a un acuerdo con un empresario de éxito como Bull Fotakis tenía que ser aún más firme.

–Señor Nevrakis –lo llamó la secretaria, sacándolo de sus pensamientos–. Ya puede pasar. El señor Fotakis lo espera.

 

 

Stam miró con dureza a Eros Nevrakis cuando entró en su despacho. Un canalla bien parecido, reconoció para sus adentros de mala gana, de esos que atraían las miradas de las jóvenes ingenuas.

Nevrakis no le había dicho a Winnie que estaba casado, y él lo sabía porque le había sonsacado todos los detalles a su nieta. Le había aliviado constatar que la avergonzaba lo ocurrido. Eso significaba que, a pesar de sus temores de que se hubiese descarriado, Winnie tenía principios. Jamás se habría acostado a sabiendas con un hombre casado. Nevrakis le había mentido, la había seducido con engaños para luego dejarla tirada sin el menor remordimiento.

Eros posó sus ojos en Stamboulas Fotakis. Bajo, fornido, y de rostro ajado, tenía una mirada penetrante. Su cabello y su barba, bien recortada, eran blancos como la nieve, pero no había nada de amable Santa Claus en él. Eros tomó asiento y rehusó el café que le ofreció, ansioso por ir al grano y dejar a un lado las cortesías.

–Sé que quiere recuperar Trilis –dijo Fotakis, sorprendiendo a Eros al ser tan directo–, pero yo quiero algo más.

Eros se echó hacia atrás en su asiento, adoptando una postura relajada.

–Ya me lo imaginaba –respondió.

–Tengo entendido que se ha divorciado.

Que dijera aquello sin venir a cuento desconcertó visiblemente a Eros, que parpadeó sin comprender. Tenía las pestañas largas, como las de una chica, observó Stam con desdén. No sabía cómo iba a tolerar tener por nieto político a una rata mentirosa como aquella. Sin embargo, el pequeño Teddy no podría recibir el apellido de su padre sin que su madre se casara con él, así que no le quedaba más remedio que tragar con la situación.

Se negaba a quedarse a un lado y permitir que su único bisnieto siguiera siendo hijo ilegítimo. Sabía que su postura estaba pasada de moda, pero le daba igual. Si había llegado a lo más alto era porque no había sacrificado sus principios para complacer a otros, y no tenía la menor intención de cambiar.

–No alcanzo a imaginar a qué viene ese comentario –murmuró Eros–, pero sí, es cierto, me divorcié el año pasado.

Stam apretó los dientes.

–¿Por qué? ¿Estaba pensando en casarse con su amante?

–No tengo ni idea de a dónde quiere llegar con esta extraña conversación –le espetó Eros con aspereza, levantando la barbilla en un gesto desafiante–, y aunque jamás he tenido una amante, si la tuviera, dudo que me casara con ella.

Stam se puso rígido por aquella ofensa, pero se recordó que Nevrakis no podía saber que estaba ofendiéndolo. Desconocía que Winnie era su nieta, y estaba seguro de que, de haberlo sabido, no se habría atrevido a ponerle un dedo encima. Por eso, decidió que se divertiría un poco a su costa mareando la perdiz.

–Mi nieta es madre soltera y necesita un marido. Ese es mi precio por la isla de Trilis: si accede a casarse con ella, no tendrá que pagarme ni un céntimo.

Aturdido, Eros se irguió en su asiento.

–¿Quiere que me case con su nieta? –exclamó, incapaz de disimular su estupefacción–. Ni siquiera sabía que tuviera una nieta. Creía haber leído en algún sitio que no tenía ningún pariente vivo…

–Hasta hace poco yo también lo creía –admitió Stam–. Pero bueno, las sorpresas son la sal de la vida, ¿no le parece?

Eros, que seguía sin comprender aquella surrealista propuesta de Bull Fotakis, siempre había detestado las sorpresas. Al fin y al cabo, las sorpresas habían marcado algunos de los peores momentos de su vida desde su infancia. Como el día en que su padre le había arruinado la Navidad para siempre al presentarse en casa con una jovencita del brazo, para anunciarle a su madre que iba a divorciarse de ella porque lo hacía sentirse viejo.

Aunque solo hubiera tenido ocho años por aquel entonces, había sentido como propios el dolor y la humillación que habían embargado a su madre al ver que el hombre al que amaba estaba deshaciéndose de ella como si fuera un juguete del que se hubiera cansado.

Aquella experiencia había instilado en él un profundo odio por el divorcio y los matrimonios rotos, sobre todo porque aquel incidente había marcado el inicio de la ruina financiera de su padre.

–No sabría decirle –respondió evasivo–. Seguro que hay docenas de hombres ricos y de éxito que estarían encantados de casarse con su nieta. Quiero decir… ¿por qué yo?

–Veo que no es tonto –concedió Stam con expresión adusta.

No estaba seguro de si quería un nieto político que fuera capaz de hacerle frente.

–Confío en que no –contestó Eros más calmado. Sin embargo, no podía dejar de preguntarse por qué ese interés de Fotakis en que se casara con su nieta–. ¿Y dice que es madre soltera? –inquirió para ganar tiempo.

–Sí. Un chico guapísimo, mi bisnieto –respondió Stam sin poder reprimir su orgullo, ni una cierta nota de posesividad. Sus dos hijos habían muerto, y aquel pequeño había hecho que se ablandara su viejo y endurecido corazón–. No sé cuántos años más viviré, y necesita una figura paterna para cuando yo ya no esté.

–Yo lo veo sano y fuerte como un roble –murmuró Eros con indiferencia–, pero aún no me ha explicado por qué quiere que sea yo quien desempeñe ese papel.

–Y usted aún no me ha dicho qué está dispuesto a sacrificar para recuperar la isla –repuso Stam–. Pero le aseguro que, si no se casa con mi nieta, me aseguraré de que jamás vuelva a sus manos.

–Entonces me temo que esta reunión se ha acabado –le espetó Eros, levantándose de la silla con la gracilidad de un atleta–. No tengo el menor deseo de volver a casarme y, aunque me gustaría recuperar Trilis, mi libertad sería un precio demasiado alto.

Stam soltó una risa sarcástica.

–¿Aunque mi bisnieto sea también… su hijo?

Esas dos palabras hicieron que Eros, que estaba a punto de marcharse, se parara en seco. Giró la cabeza y se quedó mirándolo con una expresión de absoluta incredulidad.

–¡Imposible! –dijo con voz ronca–. ¡Yo no tengo ningún hijo!

Stam lo miró con desprecio. No acababa de creerse que no supiera nada del embarazo de Winnie cuando esta había abandonado su casa de campo.

–Solo dos palabras: Winnie Mardas. Seguro que no la recuerda, ¿verdad?

–¿Winnie? –repitió atónito Eros Nevrakis–. ¿Winnie es su nieta?

–Sorpresa, sorpresa… –se burló Stam.

Eros cambió el peso de un pie a otro, vacilante y tenso.

–¿Y dice… que tiene un hijo mío? ¿Que ese niño es mi hijo?

–Eso he dicho –le confirmó Stam–. Por supuesto puede pedir una prueba de paternidad si quiere. Eso es asunto suyo. A mí lo único que me importa es que se case con ella sin decirle que yo he intervenido. ¿Le queda claro?

Eros no tenía nada claro en ese momento. Estaba entre estupefacto e indignado. La última vez que la había visto, dos años atrás, Winnie no le había dicho que estuviera embarazada. Ni siquiera había apuntado esa posibilidad. Había salido de su vida y no había vuelto a ponerse en contacto con él.

De inmediato se sintió furioso y horrorizado a partes iguales. ¿Acaso no tenía derecho un hombre a saber que había sido padre? Ya no estaban en esa época en la que el hombre se mantenía en un segundo plano con respecto a la crianza de los hijos. Ahora se suponía que debía valorarse y reconocerse la importancia del papel del padre. Por eso tenía muy claro que lo primero que haría sería hablar con su abogado.

–¿Ha escuchado lo que le he dicho? –inquirió Stam, sacándolo de sus pensamientos.

–¿Winnie está aquí? ¿Está en Grecia? –exigió saber Eros, airado.

–Me temo que no. Sigue viviendo en Londres, con sus hermanas, pero puedo darle su dirección.

–Se lo agradecería –respondió Eros con impaciencia.

–Pero no debe decirle que fui yo quien se la di –le advirtió Stam, tendiéndole un papel que ya tenía preparado, con todos los detalles relevantes–. Y no le diga que nos hemos visto, ni que hemos hablado de esto.

–¿Quiere hacer de jefe de pista, pero sin los aplausos? –le preguntó Eros con sorna–. No sé si eso será posible.

A pesar de sus setenta y tantos, Stam se levantó como un resorte.

–Si le dice a mi nieta una sola palabra de mi intervención en este asunto, le juro que lo destruiré –lo amenazó–. Y, si me conoce un poco, ¡sabrá que puedo hacerlo!

–Pero usted no sabe nada de mí –replicó Eros, con perfecta indiferencia.

Probablemente Bull Fotakis podría complicarle la vida en lo que se refería a los negocios, pero él tenía miles de millones y contaba con amigos tan poderosos como él, así que dudaba que pudiera destruirlo.

Stam lo miró con desdén.

–¡Ya lo creo que sí! ¡Un hombre casado que se lleva a la cama a sus sirvientas! Sedujo a Winnie porque era pobre, y porque sabía que no contaría nada por miedo a que la despidiera. La convirtió en su amante e hizo que la trasladaran a su casa de campo para poder divertirse allí con ella los fines de semana. ¡Sé muy bien la clase de hombre que es!: ¡un bastardo artero y manipulador!

Eros levantó la cabeza, desafiante, apartando los rizos negros de sus brillantes ojos verdes.

–¿Y aun así quiere que me case con Winnie?

–Lo que quiero es que mi bisnieto sea reconocido como hijo legítimo –masculló Stam–. Y usted recuperará su preciada isla. No espero que viva con Winnie, ni que permanezca a su lado. De hecho, precisamente es lo que no quiero que haga porque ella podría encontrar a un hombre muchísimo mejor como marido. Además, el chico ya tiene una figura masculina en su vida; ¡me tiene a mí! ¡No lo necesita a usted!

Sumamente irritado y a punto de explotar, Eros se dio media vuelta y salió del despacho, con la espalda muy rígida mientras echaba pestes mentalmente sobre Winnie y su ofensivo abuelo.

¿Cómo se atrevían? ¿Cómo se atrevían a tratarlo como si fuera un cero a la izquierda, a despojarlo de sus derechos como padre? ¿Qué se creían?, ¿que sería una influencia negativa para su hijo? Pagarían por esas ofensas, de una manera u otra, juró para sus adentros con vehemencia.

¡Que Fotakis hubiera sugerido que era de los tipos ricos que acosaban a sus sirvientas como un pervertido enfermo! Winnie jamás había sido su amante. Nunca había tenido una amante estando casado con Tasha. De hecho, llevaba años de «celibato» cuando Winnie había aparecido en su vida, y de algún modo…

Apretó la mandíbula y apartó esos recuerdos de su mente. Lo que había habido entre ellos había sido un error. Algo muy humano, pero un error al fin y al cabo; lo sabía muy bien. La tentación lo había llevado a cometerlo, pero eso lo había llevado a liberarse de otro error aún mayor, se recordó, dejando a un lado esos pensamientos para centrarse en algo mucho más importante: tenía un hijo. ¡Tenía un hijo cuyo nombre ni siquiera sabía!

Hizo un rápido cálculo mental y dedujo que el pequeño debía de tener menos de dos años. Sintió una punzada de alivio. Aún no era demasiado tarde. ¿Cuánto peor habría sido si no hubiese descubierto nunca que tenía un hijo?, ¿o si lo hubiese descubierto siendo su hijo más mayor, y lo hubiera encontrado resentido por haber estado ausente en su vida?

Sí, podría haber sido peor… pero no mucho peor, se dijo con sorna. Que Stam Fotakis lo hubiera amenazado, intentando empujarle a un matrimonio cuando acababa de escapar de otro… Y no solo eso: Winnie le había ocultado que tenía un hijo, y eso era algo imperdonable. ¿Peor?, ¿cómo podría haber sido peor?

Y todo aquel caos derivaba de un mismo error, un error suyo, admitió a regañadientes. Había sido tan ingenuo como para acceder a casarse con una joven a la que no amaba y a la que no deseaba, solo por mitigar los temores de un hombre moribundo respecto al futuro de su hija. Pero nunca había sido un matrimonio de verdad. Nunca había compartido lecho con Tasha, y ni siquiera habían vivido bajo el mismo techo. Durante el tiempo que habían estado casados habían llevado vidas completamente separadas, y él había aceptado todas las restricciones del matrimonio sin recibir beneficio alguno. Y luego Winnie había llegado a su vida y su sentido común, del honor y su capacidad de autocontrol se habían ido de inmediato por la borda.

 

 

Stam Fotakis paseó la mirada con perplejidad por su despacho vacío. Era la primera vez en su vida después de una reunión de negocios en que no sabría decir cómo había ido. Porque solo habían sido negocios, nada más que negocios, se dijo, intentando convencerse.

Pero Nevrakis había explotado de rabia. Nunca hubiera esperado, por lo que había averiguado de él, que fuera un hombre de naturaleza tan volátil. Jamás había visto a nadie ponerse tan furioso. Y resultaba aún más chocante en un hombre que tenía fama de ser frío como el hielo.

¿Y si desatara esa furia contra su pequeña Winnie? Urgido por aquel temor, tomó el teléfono y llamó al jefe del servicio de seguridad que había contratado para proteger a sus nietas, que ignoraban que varios guardaespaldas las seguían como sombras por todo Londres. Y, a la vista de la reacción de Nevrakis, que había salido de su despacho echando chispas, no estaría de más que reforzaran su vigilancia…

 

 

–Vamos, que nuestro abuelo está como una regadera –concluyó Vivi mirando a sus hermanas, sentadas con ella en torno a la mesa de la cocina. La sedosa melena cobriza le caía sobre los hombros, enmarcando su vivaz rostro–. ¿Y ahora qué vamos a hacer?

–Lo que hagamos es decisión nuestra –contestó Winnie. Echó la cabeza hacia atrás y se recogió el cabello castaño en una coleta–. Nadie puede obligarnos a hacer nada.

–En eso estamos de acuerdo. Pero el abuelo es el único que puede ayudarnos –intervino Zoe, práctica como siempre–. Nadie más está dispuesto a darnos el dinero que necesitamos para salvar el hogar de John y Liz. Ya intentamos conseguir un préstamo del banco y no nos lo concedieron.

Ese recordatorio cayó como una pesada losa sobre el ánimo de las hermanas, y se hizo un tenso silencio. Winnie subió a su regazo a su pequeño, que estaba a su lado, cayéndose de sueño. Teddy apoyó en su pecho su cabecita de rizos negros y se le cerraron los ojos. Hablar era fácil, pero lo que Zoe había dicho era la pura verdad, pensó Winnie apesadumbrada.

La realidad era que ninguna de las tres tenía elección. Su abuelo, Stam Fotakis, les había dejado bien claro, del modo más amable posible para un tirano rico, que estaría encantado de prestarles dinero, pero les preocupaba el precio que tendrían que pagar a cambio de su ayuda.

Pero la necesitaban porque sus padres de acogida, John y Liz Brooke, que habían transformado sus vidas y habían hecho posible que volvieran a estar juntas, estaban atravesando graves problemas financieros.

Cuando Winnie se había enterado de que dentro de solo unos días iban a embargarles a John y Liz su vieja granja, y a perder a los niños que tenían a su cuidado en régimen de acogida, había decidido desoír la advertencia de su difunto padre, y había enviado a su adinerado abuelo una carta para suplicarle ayuda.

Stam Fotakis había desheredado a su padre, Cy, cuando este no era más que un adolescente. Este, por su parte, movido por el resentimiento, se había cambiado el apellido por el apellido de soltera de su abuela, Mardas, y su abuelo no había tenido manera de dar con él, ni con la familia que había formado.

Sus padres habían muerto en un accidente de coche a sus ocho años –ahora tenía veintiséis–, por lo que aún los recordaba, a diferencia de Vivi, que solo tenía un vago recuerdo de ellos, y de Zoe, que entonces no era más que un bebé.

Pero los Brooke las habían salvado, dándoles el apoyo y el cariño necesarios para superar la trágica pérdida de sus padres y las malas experiencias que todas habían pasado bajo la tutela del estado.

Ella había sido la primera en llegar al hogar de John y Liz, después de pasar por una familia de acogida en la que había sufrido malos tratos. Les había hablado de sus hermanas y, gracias a sus pesquisas y a su persistencia, finalmente habían conseguido reunirlas a las tres bajo su cuidado.

A partir de ese momento sus vidas habían mejorado de forma exponencial, y poco a poco habían superado sus traumas, sintiéndose felices y seguras en su día a día. Lo que John y Liz habían hecho por ellas no tenía precio, porque no podía ponérsele precio al amor. Y, aunque no las habían adoptado, se habían convertido en su familia, tratándolas como si de verdad fueran sus hijas, y brindándoles todo su apoyo a medida que se hacían mayores.

–Es verdad, no nos concedieron ese préstamo –intervino Vivi de nuevo, contrayendo el rostro–. Y solo conseguiremos el dinero si accedemos a casarnos con los hombres que elija ese chiflado que tenemos por abuelo. Parece que para él es muy importante casar a sus nietas con los hombres que considera adecuados para nosotras.

–Pero dijo que no tendrían por qué ser matrimonios «reales», que solo tendrían que serlo sobre el papel, lo cual es muy diferente –apuntó Winnie de mala gana.

La verdad era que ella tampoco quería casarse, aunque solo supusiera firmar un papel y llevar un anillo en el dedo.

Cuando le había mandado la carta a su abuelo, había tenido que enviarle también varios documentos para probarle que era quien decía que era, pero apenas una semana después les había mandado su jet privado para conocerlas y que ellas y su pequeño pasaran unos días con él en Grecia.

Habían quedado deslumbradas con la opulenta y enorme casa de su abuelo, y hasta había empezado a caerles bien hasta que había mencionado sus condiciones para prestarles el dinero que necesitaban para salvar la granja de John y Liz.

De las tres, ella era a quien más le habían chocado sus condiciones. Sobre todo después de que expresara su pesar por todo lo que habían sufrido, y de que dijera que se sentía en deuda con John y Liz por haberse hecho cargo de ellas.

Sin embargo, parecía que el concepto de dar sin recibir nada a cambio era algo ajeno a él. Sí, había dicho que se había sentido feliz al saber que tenía tres nietas y un bisnieto, y muy agradecido a John y a Liz por lo bien que las habían cuidado, pero había tenido que poner esas absurdas condiciones…

Winnie se reprendió las expectativas sentimentales y poco realistas que había albergado con respecto a su abuelo. ¿Qué podían esperar de un hombre que había echado de casa a su hijo por negarse a estudiar Empresariales en la universidad, y que jamás se había arrepentido de esa dura decisión? No podían esperar que un hombre así fuese amable; ni siquiera un buen hombre. Quería que se casaran con «hombres acaudalados» para que pudieran recobrar la posición social que veía como algo inherente a su condición de miembros de la familia Fotakis. Sin embargo, Winnie sospechaba que sabía el motivo por el cual su abuelo había puesto esas condiciones.

Estaba segura de que le avergonzaba su estatus social y el de sus hermanas. Se había vuelto loco al conocer a su hijo Teddy, pero no había podido ocultar su espanto al descubrir que era madre soltera. Y su reacción al enterarse del espantoso escándalo en que Vivi se había visto envuelta, sin tener culpa alguna, había sido idéntica. De hecho, Stam Fotakis era la persona más chapada a la antigua que había conocido. Creía que las mujeres tenían que casarse, como mandaba el decoro, antes de tener hijos, y que sus nombres solo debían aparecer en las revistas del corazón por su elegancia en el vestir en exclusivos eventos.

Winnie contrajo el rostro al pensar eso. Ella misma había creído siempre que, si tuviera hijos, sería estando casada, pero el cruel destino le había puesto la zancadilla y había aprendido la lección. Enamorarse del hombre equivocado podía ser un desastre y en su caso había sido el fin de sus elevados ideales. Su único consuelo era que la culpa no había sido suya: jamás había sospechado que Eros fuese un hombre casado, y él se lo había ocultado.

Lo que la había hecho despertar había sido una visita de la esposa de Eros, Tasha. Todavía le entraba un sudor frío al recordar aquel espantoso día que la había hecho madurar de golpe, aunque esa terapia de choque era justo lo que le había dado las fuerzas necesarias para alejarse del hombre al que amaba.

–Tengo que prepararme para irme a trabajar –dijo con un suspiro, levantándose de su asiento con el pequeño en brazos.

Zoe se levantó también.

–Dame a Teddy; lo acostaré para que puedas irte sin que se dé cuenta y prepararé la cena.