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Ansiosa por vivir una aventura y escapar de su sobreprotectora familia, la dulce y tímida Zoe Mardas había aceptado una propuesta de matrimonio por conveniencia con el hermano del rey de Maraban, un pequeño reino árabe. Sin embargo, al llegar allí fue raptada, y se despertó en un campamento en medio del desierto. De allí la rescataría el misterioso y apuesto Raj, el príncipe heredero, que había sido desterrado de Maraban. La atracción entre ambos fue instantánea... ¡y tan ardiente como el sol del desierto! Lo que no podría haber imaginado Zoe era que su rescate tenía un precio: para evitar un escándalo político, debía convertirse en la esposa de Raj...
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Seitenzahl: 233
Veröffentlichungsjahr: 2019
Créditos
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2019 Lynne Graham
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Una novia para el jeque, n.º 154 - 12.7.19
Título original: The Sheikh Crowns His Virgin
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1328-340-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
ZOE bajó la escalerilla del jet privado de su abuelo y sonrió feliz cuando el sol de Maraban la envolvió. Era primavera y el calor aún era soportable. Y ese día lo más importante era que estaba dando el primer paso, un paso muy valiente en lo que iba a ser su nueva vida.
Iba a ser independiente, por fin, libre de las restricciones que sus hermanas le habían impuesto, pero, sobre todo, lo que era más importante, libre del pobre concepto que sus hermanas tenían de ella, de que no servía para gran cosa.
A Winnie y Vivi les había sorprendido que, sin que se apoderase el pánico de ella, hubiese accedido a irse a vivir unos meses al extranjero. Y también se habían quedado anonadadas de que hubiese accedido a casarse con un hombre mucho mayor para cumplir su parte del trato al que habían llegado con su abuelo, Stamboulas Fotakis.
¿Y por qué no?, se había dicho ella. Tampoco iba a ser un matrimonio real. Para su futuro «marido» solo se trataba de sacar rédito político casándose con ella porque su abuela había pertenecido a la familia real del extinto reino árabe de Bania.
Antes de que ella naciera los dos pequeños reinos de Mara y Bania se había unido, formando el reino de Maraban, y al parecer su difunta abuela, la princesa Azra, había gozado de una inmensa popularidad entre los súbditos de ambos países.
El príncipe Hakem, hermano del actual soberano de Maraban, quería casarse con ella por su linaje y, una vez la hubiese convertido en su princesa, viviría en el palacio durante unos meses. Allí disfrutaría de una soledad gloriosa, sin que nadie la molestara, sin que sus hermanas le preguntaran constantemente cómo se sentía o si no necesitaba más sesiones de psicoterapia para ayudarla a sobrellevar su día a día. De hecho, aunque no le había ocurrido en meses, seguían pendientes de ella todo el tiempo, temiendo que volviera a tener otro ataque de pánico.
Adoraba a sus hermanas, pero su constante preocupación era un lastre para ella, le había impedido tener la independencia que necesitaba para recuperar su autoestima y forjar su propio camino. Por eso había tenido tan claro que acceder a aquel absurdo matrimonio fingido era lo único que le permitiría alcanzar finalmente esa libertad.
Sus padres de acogida, John y Liz Brooke, iban a perder su casa, y cuando ellas habían acudido a su abuelo para pedirle ayuda, les había impuesto como condición que sus hermanas y ella se casaran con los hombres que él eligiera.
Winnie y Vivi ya habían cumplido su parte del trato. En su caso, como ya se habían efectuado los pagos atrasados de la hipoteca poco después de la boda de Vivi, su abuelo no la había presionado para que se casase ella también. Sí, pensó con ironía, ni siquiera su despiadado abuelo se había atrevido a presionarla, porque, igual que sus hermanas, la consideraba frágil y emocionalmente vulnerable. Nadie la creía capaz de ser fuerte, se dijo con pesar, y por eso era tan importante que se demostrase a sí misma que sí podía serlo.
Al igual que sus hermanas, había pasado por varios hogares de acogida, y un aterrador incidente que había vivido a los doce años la había dejado traumatizada. Cuando John y Liz se habían hecho cargo de ellas, había enterrado todo ese dolor y ese miedo, pero sus inseguridades habían vuelto a apoderarse de ella al empezar sus estudios de Botánica en la universidad.
Cosas como el tener que desenvolverse en un ambiente mixto o que sus amigas le preguntaran por qué no quería tener novio no habían hecho sino ocasionarle una tensión tremenda. Los ataques de pánico habían vuelto y, aunque en un principio había sido capaz de ocultárselo a sus hermanas, cuando sus ataques habían empeorado se había sentido incapaz de seguir afrontando sola sus problemas. Unas semanas antes de los exámenes finales había sufrido una fuerte crisis nerviosa, y había tenido que dejar las clases para recuperarse.
Y aunque más tarde había retomado sus estudios, se había licenciado y había recibido varias sesiones de psicoterapia y esa incapacitante ansiedad ya no controlaba todos y cada uno de sus pensamientos y de sus actos, sus hermanas seguían tratándola como si fuese a recaer en cualquier momento.
Comprendía que la sobreprotegían porque la querían, pero su actitud la hacía más débil, y tenía que valerse por sí misma. Por eso, ahora que sus hermanas estaban casadas, y que una vivía en Grecia y la otra en Italia, aquel viaje a Maraban era una oportunidad única para demostrar que había dejado atrás su infeliz pasado.
Zoe subió a la limusina que estaba esperándola. Era un alivio que se hubiera previsto que su llegada a Maraban fuera tan discreta. El príncipe Hakem había tenido la deferencia de insistir en que no se requiriera de ella ninguna aparición pública puesto que, aunque él era el hermano del rey, no tenía un papel institucional como él.
Se suponía que su abuelo iba a acompañarla en ese viaje, pero un asunto urgente se lo había impedido, y le había preguntado si podría arreglárselas sola hasta que él llegara al día siguiente. Por supuesto que podía arreglárselas sola, pensó alegremente, mirando por la ventanilla, con interés, las bulliciosas calles de Tasit, la capital, que era una mezcla de pasado y modernidad.
Había edificios antiguos, mezquitas con coloridos minaretes, y también zonas con rascacielos y bloques de oficinas. Era evidente que Maraban se hallaba en medio de un proceso de modernización.
La riqueza que le proporcionaban recursos como el petróleo y el gas natural habían transformado el país. Zoe había leído toda la información que había podido encontrar sobre Maraban, y le había sorprendido que nadie pareciera saber por qué su abuela, la princesa Azra, no se había casado con el rey Tahir, el entonces monarca, como todo el mundo esperaba.
Se había negado a casarse con el rey, que ya tenía tres esposas, y se había fugado con el hombre que se convertiría en su abuelo, Stamboulas Fotakis. Esa era la verdad, pero probablemente se había ocultado para preservar la dignidad del monarca. Por fortuna, sin embargo, su abuelo le había contado todo lo que necesitaba saber sobre su difunta abuela.
Cuando el chófer tomó un desvío y Zoe vio que se dirigían a las puertas de una imponente verja de hierro flanqueadas por dos guardias. Zoe escudriñó por el parabrisas, tratando de entrever la enorme propiedad mientras la limusina se adentraba en ella y atravesaba un vasto complejo de edificios antes de detenerse junto a uno de ellos.
Antes de que pudiera tomar aliento la condujeron a su interior y se encontró, algo decepcionada, con que era una vivienda moderna. Una vivienda muy grande, pero moderna, con sofisticados muebles con acabado en dorado.
Una sirvienta la saludó con una ligera reverencia y le pidió que la siguiera al piso de arriba, donde la condujo a una suite de varias habitaciones. La decepción que había sentido al descubrir que no iba a alojarse en un antiguo palacio se diluyó cuando vio lo acogedores y agradables que eran sus aposentos.
Era un problema que ninguno de los miembros del servicio hablase inglés, pero estaba segura de que podría entenderse con ellos, aunque fuera con gestos, se dijo para animarse, cuando la sirvienta le indicó de ese modo que iban a traerle algo de comer. Además, seguro que antes de que volviese a Londres habría aprendido unas cuantas frases útiles para comunicarse mejor.
Había llegado una doncella, que se puso a deshacerle las maletas, cuando llamaron a la puerta de la suite. Zoe fue a abrir y se encontró con una enfermera y un hombre joven y delgado.
–Soy el doctor Ward –se presentó este–. Me han dado órdenes de que le ponga una vacuna –le dijo con cierta aspereza.
Zoe contrajo el rostro, contrariada, no solo porque odiaba las inyecciones, sino también porque antes de salir de Inglaterra se había puesto todas las vacunas necesarias para viajar a Maraban. Claro que… no iba a saber ella más que un médico… Los dejó pasar, se sentó, se subió la manga y aguardó en silencio mientras la enfermera y él preparaban el material. Sin embargo, no pudo evitar fruncir el ceño al ver como temblaba la mano con que el médico sostenía la jeringuilla, y cuando alzó la vista se fijó en que tenía la frente perlada de sudor. ¿Estaría nervioso porque llevaría poco tiempo ejerciendo la medicina? Se sintió aliviada cuando la enfermera, sin decir nada, le quitó la jeringuilla y, sin más, le puso ella la inyección.
Apenas se hubieron marchado llegó un sirviente con una bandeja de comida, y Zoe se sentó a la mesa para comer. Se sentía mareada y tenía la cabeza embotada, pero supuso que sería cosa del jet-lag. Sin embargo, mientras comía empezó a sentirse peor. Se levantó para ir al cuarto de baño, y tuvo que agarrarse al respaldo de una silla para no perder el equilibrio. Parpadeó, tambaleándose, la oscuridad la engulló y se desplomó.
Su alteza real, el príncipe Faraj al-Basara, estaba en una reunión de alto nivel en Londres sobre la producción de petróleo y gas natural en su país cuando notó vibrar su móvil en el bolsillo. Poca gente tenía su número privado, así que debía tratarse de un asunto importante. Se excusó y salió fuera, preocupado. ¿Le habría pasado algo a su padre? ¿Habría ocurrido alguna calamidad en Maraban?
Maraban era un pequeño estado en el golfo Pérsico, pero también uno de los países más ricos del mundo. Si se produjera un atentado terrorista, se paralizaría el país porque su ejército era muy modesto y dependían de su riqueza y de la diplomacia para mantener la seguridad.
Cuando pensaba en su país, con nostalgia, siempre tenía la imagen de un lugar de grandes contrastes, donde vehículos todoterreno y helicópteros sobresaltaban a su paso a los rebaños de ganado en el desierto, y donde los valores conservadores de una sociedad de Oriente Medio luchaban por adaptarse a las costumbres y los vertiginosos cambios del mundo moderno.
Sin embargo, no visitaba su patria desde hacía ocho años porque su padre, el rey, lo había relegado de su puesto como heredero y lo había obligado a exiliarse porque se había negado a entrar en el ejército y por haberse negado, aún con más vehemencia, a casarse con la mujer que había escogido para él. No, no había sido un hijo obediente, reconoció para sus adentros con pesadumbre. Había sido un hijo cabezota y rebelde y, por desgracia para él, para su pueblo no había un pecado mayor.
Sin embargo, Raj se había abierto camino en el mundo de los negocios, donde gracias a su astucia, su intuición y su habilidad para identificar tendencias en los mercados se había asegurado un ascenso meteórico. También había aprendido cómo conducir a Maraban hacia el futuro más allá de sus fronteras, consiguiendo aliados, atrayendo empresas y capital extranjero, además de impulsando al mismo tiempo el crecimiento de las infraestructuras públicas necesarias para que el país se pusiese al día en las nuevas tecnologías. Y la recompensa que había obtenido por todo ese esfuerzo era que Maraban, su amada patria, estaba floreciendo.
Se llevó una agradable sorpresa cuando contestó la llamada a su móvil y oyó la voz de su primo Omar. Había sido su mejor amigo desde los oscuros días de la academia militar en la que sus padres los habían matriculado contra su voluntad en su adolescencia, una época de incesante acoso y agresiones por parte de sus compañeros cuyo recuerdo aún lo hacía estremecer.
Su condición de príncipe heredero había sido como si le hubiesen puesto una diana en la espalda, y su padre había dado instrucciones al director de la academia de que hiciesen la vista gorda ante ese acoso porque creía que eso lo beneficiaría, que lo haría más fuerte.
–Omar… ¿Qué puedo hacer por ti? –le preguntó alegremente, aliviado.
Si su padre hubiese enfermado, no habrían escogido a Omar para ponerlo al corriente. Lo habría llamado alguien de la casa real.
Había perdido a su madre con solo nueve años, y el recuerdo todavía hacía que se le encogiese el corazón, porque no había muerto por enfermedad o un accidente: se había quitado la vida. Le había llevado mucho tiempo aceptar que la infelicidad que embargaba a su madre había sobrepasado su amor por su hijo, pero jamás podría olvidar lo abandonado que se había sentido al perderla, el modo en que su pequeño mundo se había visto despojado de toda calidez y cariño.
–Estoy en un lío, Raj, y creo que eres el único que sabe lo suficiente como para poder ayudarme –le explicó Omar en un tono apagado, cosa inusual en él, que era muy alegre–. Me he visto arrastrado a algo en lo que no querría haberme visto envuelto, y es serio. Sabes que soy monárquico, y muy leal a nuestro país, pero hay algunas cosas que no puedo…
–Ve al grano –lo cortó Raj con el ceño fruncido–. ¿Qué asunto es ese en el que te has visto envuelto?
–Esta mañana recibí una llamada de alguien de palacio, pidiéndome que me hiciera cargo de un «paquete» y que lo mantuviera a salvo hasta que me dieran más instrucciones. Y ese es el problema, que no me han traído un paquete… sino una mujer.
–¿Una mujer? –repitió Raj con incredulidad–. ¿Es una broma?
–Ojalá lo fuera. Todas las mujeres de la tribu están indignadas y me han echado de mi tienda para que esté más cómoda –se lamentó Omar–. Mi esposa cree que estoy metido en una red de trata de blancas o algo así.
Eso sería impensable, porque en Maraban a quien cometía esa clase de delito se le condenaba a pena de muerte, aparte del hecho de que su padre luchaba con ahínco por arrinconar en su país la prostitución y el tráfico de drogas.
–El caso es que, aunque la orden provenía de palacio, y de alguien del más alto nivel, no deberían pedirme que retenga a una mujer contra su voluntad.
–¿Cómo sabes que provenía de alguien del más alto nivel? –inquirió Raj.
Su primo le dijo el nombre de la persona y Raj apretó los dientes. Bahadur Abdi, el consejero militar de mayor confianza dentro del círculo más próximo a su padre. No podía haber hecho eso más que por órdenes del rey, y aquello le hizo ver aquel asunto del secuestro de un modo completamente distinto, porque significaba que su padre estaba implicado personalmente.
–Pero… ¿quién diablos es esa mujer?
–No te van a gustar nada las sospechas que tengo al respecto –le advirtió su primo–, pero me puse en contacto con palacio tan pronto como descubrí que el «paquete» era una persona, y me dijeron que es descendiente de la familia al-Mishaal. Me quedé helado. ¡Creía que ya no quedaba ningún al-Mishaal vivo! Por cierto, ¿sabías que mi padre se divorció de mi madre hace dos meses?
Raj se quedó de piedra y lo escuchó con atención mientras Omar le refería la negativa de su madre a hablar de su divorcio y lo mucho que le extrañaba la calma con que se había tomado el fin de su matrimonio, que había durado casi cincuenta años y del que habían nacido cuatro hijos, que a su vez les habían dado casi una docena de nietos.
El príncipe Hakem, padre de Omar y tío suyo, sin embargo, era un hombre resentido y ambicioso que, desde su exilio, había estado haciendo todo lo posible para convertirse en el heredero al trono en su lugar.
Lo irónico era que ni siquiera podía culparle por su ambición porque había pasado toda su vida al lado de su hermano, el rey, aunque prácticamente ignorado y sin ningún poder, ya que este se había negado a concederle ningún tipo de responsabilidad institucional. Además, solo el rey podía designar el heredero al trono, y su tío Hakem ansiaba desde hacía mucho tener poder y el aumento de estatus que ese poder le conferiría.
–¿Y qué conexión tiene mi padre con esa mujer?
Cuando Omar compartió con él sus sospechas, Raj palideció y sintió que le hervía la sangre de solo pensar que se pudiera estar fraguando un complot tan manipulador tras los muros de palacio.
–Eso no puede ser verdad…
–Puede que no. Debo admitir que, por el aspecto de esa mujer, jamás diría que lleve en sus venas sangre marabaní. Tiene el cabello rubio claro; parece salida de ese cuento de hadas… La bella durmiente.
Raj, que tenía apretados los labios, los entreabrió y dijo:
–La princesa Azra de Bania era hija de un explorador danés. No sé mucho de su fuga con Fotakis, el magnate griego con el que se casó, salvo que él estaba trabajando en Maraban, pero sí sé que fue un gran escándalo porque se suponía que iba a convertirse en la cuarta esposa de mi padre.
–Vaya, no lo sabía… –murmuró Omar–. En fin, dame algún consejo diplomático porque no sé qué hacer. Es evidente que la han secuestrado. Nuestro médico dice que la han drogado, así que está inconsciente y no lleva encima ningún documento de identidad. Pero, aunque de verdad sea descendiente de los al-Mishaal, no puedo creer que una mujer tan joven accediera a casarse con un hombre tan mayor para ella como mi padre…
–Te sorprendería las cosas que están dispuestas a hacer algunas occidentales para convertirse en la esposa de un rico príncipe árabe. Y si a eso le añades que podría llegar a ser reina, todavía más –murmuró Raj con sorna.
El recuerdo de las amargas experiencias por las que había pasado y la terrible traición que había sufrido tensó sus atractivas facciones. Lo peor era que aquello había ocurrido después de que hubiera destruido para siempre la relación con su padre. Incluso años después de aquella decepción de juventud seguía sintiendo el peso de su estatus y su fortuna en Occidente. Hasta las mujeres inteligentes entraban en efervescencia cuando lo tenían en su radio de acción, desesperadas por atraerlo y llevárselo a la cama.
Pero por desgracia para ellas no le gustaba nada que lo persiguieran, que lo adularan o que intentaran seducirlo, porque prefería ser él quien tomara la iniciativa. Además, después de lo traicionado que se había sentido tras el suicidio de su madre, se había reafirmado en su convencimiento de que no podía confiar en las mujeres.
–No creas que me sorprendería tanto –replicó Omar con tacto. Probablemente él también estaba pensando en aquel humillante suceso del pasado que aún hería a Raj en su orgullo–. Pero puedo decirte que, si lo que pretende mi padre es hacerse con el trono casándose con esa chica, el pueblo no aprobaría ese matrimonio. Mi padre no goza de demasiada popularidad: es tan de la vieja escuela como tu padre. No conozco a nadie que esté dispuesto a aceptarlo como heredero en tu lugar. ¡Aunque haya conseguido que resurja el fantasma de la familia real de Bania con esa joven!
Raj llevaba mucho tiempo al margen de los asuntos de palacio, pero no había olvidados las intrigas de poder que se producían en la corte. Si llegase a contraer matrimonio con su tío Hakem, esa nieta de la princesa Azra se convertiría en un mascarón de proa de un valor incalculable para este. La mitad de la población de Maraban tenía sus raíces en el reino de Bania, y veían con descontento que la alianza entre los dos reinos no se hubiera formalizado con el enlace previsto entre su princesa y el rey de Mara. Se sentían engañados por la ausencia de sangre baniana en la familia real del nuevo reino de Maraban.
Verían como un triunfo que el príncipe Hakem se casase con esa nieta de la princesa Azra, lo que sin duda haría que aumentara la popularidad de su tío. Y precisamente tenía sentido que su padre hubiese planeado el secuestro para impedir ese matrimonio: el rey Tahir no toleraba tener competencia, y menos de su hermano menor, del que consideraba que estaban empezando a subírsele los humos a la cabeza. Porque estaba claro que, con esa estrategia con evidente afán de notoriedad, lo que pretendía su tío Hakem era ser nombrado sucesor al trono, ocupando su lugar como príncipe heredero.
–¿Qué hago con esa mujer? –le preguntó su primo Omar, interrumpiendo sus pensamientos. Aunque a su juicio aquel matrimonio sería totalmente inapropiado, le enfurecía que hubieran secuestrado a una mujer inocente para impedirlo–. ¿Qué puedo hacer para librarme de esta espantosa responsabilidad?
Con una claridad que le sorprendió tanto como a su primo, Raj le dijo lo que iban a hacer, se despidieron y colgó. Volvió a entrar en la sala de reuniones para excusarse, diciendo que le había surgido un problema familiar del que debía ocuparse de inmediato, y se marchó.
Se puso en contacto con una agencia de detectives a la que había contratado en una ocasión y con la que había quedado muy contento, y les solicitó un informe sobre aquella joven a la que su tío pretendía convertir en su esposa. Necesitaba esa información, y la necesitaba lo antes posible.
Aunque le irritaba que fuera a tener que lidiar con otra mujer mercenaria y sin escrúpulos, también sentía un cosquilleo en el estómago ante la idea de volver a ver su tierra natal por primera vez en ocho años.
Zoe despertó de un sueño pesado e intranquilo. Alguien le puso un vaso de agua en la mano y la ayudó a llevárselo a los labios. No conseguía enfocar la vista y se notaba desmadejada, pero necesitaba ir al baño y lo dijo. Alguien la ayudó a levantarse y la sujetó –había al menos dos personas–, porque estaba demasiado débil como para caminar por sí misma.
Intentó mirar a su alrededor para averiguar dónde estaba, pero las paredes parecían extrañamente combadas y cerró los ojos mientras la ayudaban a volver a la cama. La habían drogado y la habían llevado a algún sitio, pensó llena de miedo, esforzándose, sin éxito, por mantenerse consciente y centrada. ¡Tenía que protegerse de algún modo, tenía que protegerse!, se repetía, como una letanía, pero ni siquiera el pánico que la invadía pudo evitar que la oscuridad volviera a envolverla y perdiera de nuevo el conocimiento.
Cuando Raj recibió el informe de la agencia de detectives sobre Zoe Mardas, se dio cuenta de que se había equivocado al prejuzgarla. ¿Por qué diablos querría una mujer tan joven casarse con un hombre casi tan mayor como su abuelo?
Además, no parecía probable que su motivación fuese el dinero, siendo como era nieta del multimillonario Stamboulas Fotakis. Otras preocupaciones empezaron a asaltarlo. El magnate griego no se quedaría de brazos cruzados cuando se enterara de que su nieta había sido secuestrada, ni permitiría que aquello se tapase.
Sin embargo, por lo que decía el informe, parecía como si hubiese sido él quien había promovido aquel matrimonio de conveniencia entre su tío Hakem y Zoe. ¿Qué sacaba Fotakis de aquello? ¿Tal vez un negocio lucrativo como contrapartida? ¿O simplemente que su nieta tuviera un título? Raj decidió que lo mejor sería ponerse en contacto con él.
Cuando Zoe volvió a despertarse, alguien estaba cepillándole el cabello y susurrando algo en una lengua extranjera. Al abrir los ojos vio que estaba tendida en una especie de lecho bajo. Arrodillada a su lado había una mujer que le sonrió y continuó cepillando con cuidado y admiración su larga melena rubia.
No parecía hostil ni amenazadora, así que Zoe se dejó llevar por su instinto de supervivencia y se obligó a esbozar una sonrisa. Hasta que supiera qué estaba pasando se comportaría como una buena prisionera, siguiéndoles el juego a sus secuestradores, hasta que su abuelo fuera a rescatarla. Porque si algo tenía claro era que su abuelo no tardaría en aparecer. Se pondría furioso cuando descubriera que había desaparecido, y removería cielo y tierra hasta encontrarla.
Apartó suavemente la mano de la mujer, se incorporó y la mujer se levantó y la condujo al cuarto de baño.
Ahora que ya no estaba desorientada se dio cuenta de que la noche anterior sus ojos no la habían engañado cuando le había parecido que las paredes eran extrañas. Ya no estaba en el palacio de Maraban, sino en una tienda de campaña. Una tienda muy amplia y lujosa, decorada con ricos tapices y amueblada con opulencia, pero una tienda, al fin y al cabo.
El cuarto de baño era como una tienda adosada. Zoe, que estaba sudorosa y acalorada, miró con ansia la ducha, pero no quería arriesgarse a desnudarse, porque así sería aún más vulnerable. Se refrescó un poco la cara con agua fría, se secó y frunció el ceño al bajar la vista y ver que llevaba una especie de túnica blanca en vez de la falda y la blusa que se había puesto para el viaje.
Ese inquietante médico tan nervioso y la enfermera en la villa del príncipe Hakem…, recordó estremeciéndose. Debían haberla drogado. ¡No volvería a confiar nunca en un médico! ¿Y por qué la habían raptado?
En realidad nadie le había dicho que la casa a la que la habían llevado a su llegada fuera la villa del príncipe Hakem; simplemente había dado por hecho que lo era. Parecía que alguien no quería que se celebrara aquella boda… Si ese era el motivo no habría hecho falta que la drogaran y la llevaran a aquel lugar. Ella se habría vuelto a casa encantada y sin rechistar.
Más aún, estaba segura de que esa habría sido también la reacción de su abuelo, que había exigido al príncipe Hakem que le asegurara que estaría a salvo en Maraban, y se horrorizaría cuando se enterara de lo que le había pasado. Dudaba que para su abuelo fuera tan importante que se convirtiese en princesa, como su abuela Azra, si eso suponía que su vida corriera peligro.
Cuando volvió a la tienda principal, se encontró con que dos mujeres estaban preparando una mesa con comida. Con el mayor disimulo posible, fue hasta la entrada de la tienda, con la esperanza de poder huir, pero lo que vio la dejó paralizada: un círculo de tiendas como aquella y más allá dunas de arena que se extendían hasta el horizonte.
Estaban en el desierto, así que escapar sería casi imposible porque al menos necesitaría un medio de transporte y un mapa. El descubrir que estaba en un paraje tan inhóspito la puso aún más tensa y más nerviosa.
Por encima de una de las tiendas vislumbró las hélices de un helicóptero. ¿Sería así como la habían llevado hasta allí, en helicóptero? Otro pensamiento aún más aterrador la asaltó: había dado por hecho que la habían secuestrado para impedir la boda, que debería haberse celebrado al cabo de dos días, pero quizá no fuera ese el motivo.
Su abuelo era un hombre muy rico, y cabía la posibilidad de que la hubieran secuestrado para exigirle un rescate. Esa hipótesis parecía mucho más probable, pensó, y el estómago le dio un vuelco. Cuando una de las mujeres se acercó y la cubrió con una especie de chilaba, Zoe notó todos los síntomas de un inminente ataque de pánico.
Se imaginó todo tipo de cosas horribles, como que podrían apalearla para hacerle una foto y mandársela a su abuelo para exigirle el pago de un rescate. Con el corazón desbocado apartó la vista de la entrada de la tienda y no vio entrar a un hombre al que las dos mujeres hicieron una reverencia antes de marcharse.