Una nueva familia - Elegir un marido - Aprender a amar - Hannah Bernard - E-Book

Una nueva familia - Elegir un marido - Aprender a amar E-Book

Hannah Bernard

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Beschreibung

Una nueva familia ¿Cómo podría no entregar su corazón a los dos miembros de su repentina familia? Nada más descubrir que alguien había entrado en su casa, Laura recibió la ayuda de su guapísimo vecino Justin Bane, pero resultó que el intruso era un precioso bebé que alguien había dejado sobre su cama sin explicación alguna. Laura tenía que admitir que el pequeño guardaba un increíble parecido con su vecino. Entonces, ¿por qué estaba Justin tan seguro de que el bebé no era suyo? De una manera u otra, ambos se vieron obligados a aprender a cuidar a un niño juntos... Elegir un marido ¡Me voy a casar! Ahora sólo me falta un novio. La organizadora de fiestas Holly Denison había decidido que si quería ser alguna vez la protagonista de una de las bodas que organizaba, tenía que ponerse manos a la obra. Seguramente sus amigos podrían concertarle unas cuantas citas a ciegas. Y así fue como conoció a Jake Lincoln. Era guapo, rico... el marido perfecto. Ahora sólo le faltaba que accediera. Aprender a amar Aquel soldado comenzaba a plantearse la posibilidad de formar una familia... Al retirarse de las Fuerzas Armadas Canadienses, el comandante Cole Standen creyó que se alejaba de los trabajos de riesgo para siempre. Pero entonces aparecieron aquellos cinco pequeños en su puerta, pidiendo a gritos un poco de ayuda. Cole no había contado con que además tendría que cuidar a la tía de los niños, Brooke Callan, una belleza de enormes ojos que también parecía estar necesitada de ayuda. Cole no tardó en darse cuenta de que Brooke tenía mucho más que unos ojos vulnerables y unos labios de lo más tentadores.

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Seitenzahl: 587

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 582 - febrero 2025

 

© 2003 Hannah Bernard

Una nueva familia

Título original: Their Accidental Baby

 

© 2003 Ally Blake

Elegir un marido

Título original: The Wedding Wish

 

© 2004 Cara Colter

Aprender a amar

Título original: Major Daddy

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1074-567-4

Índice

 

Créditos

Índice

Una nueva familia

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Elegir un marido

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Aprender a amar

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Laura echó la cabeza hacia atrás y miró hacia arriba. Todavía le quedaba un buen trecho. Dejó caer los hombros, fatigada. El camino que subía se le antojaba arduo y difícil.

Pero al final del viaje estaba la recompensa.

Aquello no era exactamente el Everest; tan sólo se trataba de un piso a las afueras de Chicago. Todo lo que tenía que hacer era subir tres plantas y se encontraría en su casa, un lugar seguro y muy acogedor. Después, sólo tenía que cerrar la puerta para olvidarse de todo.

La sombra de los árboles indicaban que ya había llegado el otoño. Y eso que ella apenas había notado que había pasado el verano. Sólo había sido consciente del calor y de la importancia del aire acondicionado de la oficina. Aparte de eso, y del olor a barbacoa en el aire, no había ninguna diferencia con el resto de las estaciones.

¡Por fin era viernes!

Con todo un fin de semana por delante.

Por primera vez en mucho tiempo, tenía algunos días libres; ni siquiera tenía trabajo que llevarse a casa. Dos días de descanso para hacer lo que quisiera. Se podía dar un baño de espuma, poner música suave y soñar despierta. También podía agarrar un libro y dedicarse a leer, aunque no creía que pudiera mantener los ojos abiertos durante mucho tiempo. También podía seguir con aquel jersey que había empezado a tejer hacía seis meses, antes de que Young & Warren la contratara. O podía llamar a uno de esos amigos que probablemente pensaban que había muerto y que se habían perdido el funeral.

Por supuesto, también estaban las tareas de la casa. Hacía tres días que se había quedado sin tazones para los cereales del desayuno. Aunque eso no la había molestado demasiado porque, en realidad, la leche se había acabado unos días antes.

Ni siquiera había encontrado ropa interior limpia por la mañana. Después de unos minutos de deliberación, había decidido no ponerse nada.

Mal asunto.

Había pasado toda la mañana reunida, imaginándose que todos los presentes se habrían dado cuenta, que podrían vérselo en la cara, o si no, en el trasero. Durante una pausa para el café, había salido precipitadamente a comprarse una docena de braguitas.

Al menos había servido par averiguar algo: que las revistas para mujeres mentían. Que ir sin ropa interior no te hacía sentir sexy, sino incómoda y desnuda.

Si hubiera tenido más de diez minutos, no tendría que llevar unas braguitas de algodón verde, con caras sonrientes y frases en francés.

No sabía lo que ponía ni le importaba. Nadie iba a verla en ropa interior y, mucho menos, alguien que hablara francés. Sonrió para sí. Estaba tan ocupada últimamente que no le importaba que su príncipe azul no apareciera todavía. Habría tenido que decirle que volviera en otro momento.

–¡Eh! ¡Hasta luego!

Justin Bane, su vecino, pasó por su lado como una exhalación. Apenas tuvo tiempo de discernir una figura borrosa que olía a cuero y a sándalo y que la adelantó en las escaleras desapareciendo antes de poder contestarle.

Por supuesto que él podía ir deprisa. ¡No llevaba sus tacones! Ni unas braguitas de color verde chillón con mensajes en francés. Ni trabajaba el mismo número de horas que ella. ¡Hasta tenía energía para canturrear en la ducha! No, subir a un tercero no significaba nada para él.

Subió otro escalón y dejó escapar un suspiro.

Se había mudado a las afueras para escapar de un apartamento minúsculo del centro. Pero ¿por qué diablos había tenido que elegir un tercer piso en un bloque donde el ascensor siempre estaba averiado?

De acuerdo, hacía seis meses era una chica joven y estúpida. Al conseguir el trabajo de sus sueños había imaginado que podría con todo, incluso con un tercer piso.

Dejó escapar otro suspiro. Los sueños no siempre eran lo que una imaginaba. Las semanas de ochenta y cuatro horas, sin fines de semana, habían acabado con todas las fantasías de aquellos felices años en la facultad de Derecho.

No podía escapar a las tareas de la casa, pero aún tendrían que esperar un poco más. Quizá el domingo tuviera fuerzas para poner la lavadora o el lavavajillas. Esa noche, pediría algo de comer por teléfono y se sentaría frente al televisor a ver una película y olvidarse de todos los asuntos legales del bufete. De los divorcios, de las batallas por las custodias…

Su estómago rugió.

Comida. Oh, sí. Aquél era otro de sus planes para el fin de semana. Apenas había tenido tiempo de comer en toda la semana. Ni en la pasada. Ni en la anterior. La fruta entre horas había sido uno de sus mayores lujos, y las comidas calientes ni las recordaba. La boca se le hizo agua.

Al pasar por el piso de Justin en dirección al suyo, un aroma exquisito le dijo que él no se conformaba con fruta y sándwiches (sus mayores logros en la cocina eran los sándwiches de queso fundido).

El olor a pollo hizo que el estómago se le encogiera por el hambre y se prometió que ese fin de semana comería bien. Quizá invitara a algún amigo y cocinara algo complicado; hamburguesas tal vez.

Aunque aquello significaba que tendría que salir a hacer la compra.

Dejó escapar un gruñido y se apoyó en la barandilla. Al día siguiente pensaría en hacer la compra. En ese momento no pensaba hacer nada. Con llegar a casa ya tenía suficiente.

«Dos pisos más», pensó al llegar al primero.

–¿Estás enferma?

La voz sonó a pocos centímetros de distancia. Ella se obligó a levantar los ojos y se encontró con unos ojos negros que mostraban preocupación. Ella negó con la cabeza lentamente en respuesta a su pregunta. Justin otra vez. Ni siquiera lo había oído bajar las escaleras.

Se había quitado la chaqueta de cuero y llevaba unos vaqueros negros y una camisa del mismo color. Tenía las manos metidas en los bolsillos y la miraba desde lo alto, a pesar de que ella llevaba unos tacones de vértigo. Intentó no respirar. Sólo una inhalación de aquellas feromonas masculinas cuando había pasado por su lado al subir las escaleras había sido suficiente tentación por un día; y eso que no lo había visto bajar de su moto.

No es que le gustaran las motos especialmente, pero a él le quedaban fenomenal.

Lo miró a los ojos y sintió que el corazón le daba un vuelco. Desde que se había mudado sentía una increíble atracción por aquel hombre. Era absurdo. Era demasiado mayor para aquellos enamoramientos.

¿Verdad?

Justin le tocó la frente durante unos segundos, como para comprobar su temperatura. Después le agarró la muñeca y le tomó el pulso. ¿Qué era? ¿Médico? Alguien le había dicho que era profesor, pero no se parecía en nada a ninguno de los profesores que ella había tenido. Quizá estuvieran equivocados y de verdad era médico. Quizá, si dejaba de respirar, él le hiciera el boca a boca. Una idea que no le resultaba nada desagradable.

Justin frunció el ceño.

–Laura, tienes el pulso muy acelerado. Y, a menos que estés subiendo y bajando las escaleras para hacer ejercicio, has tardado más de cinco minutos en llegar hasta aquí. ¿Qué te pasa?

Justin, el vecino caballeroso que iba en su rescate, sin darse cuenta de que ella estaba chiflada por él. ¿Qué iba a pasar a continuación? Se lo imaginó tomándola en brazos para llevarla a su piso, donde la dejaría con cuidado sobre el sofá.

Cerró los ojos para concentrarse mejor en la fantasía. Sus brazos eran fuertes y gentiles, sus movimientos, seguros y confiados, y tendría una mirada íntima en aquellos ojos oscuros y una sonrisa sensual en sus labios mientras le concedería todos sus deseos. Dejó escapar un suspiro al pensar en todas las cosas que podría hacer por ella.

Cocinar, limpiar y darle el mando a distancia.

¡Ah, sí! Los hombres servían para algo. Sólo tenían que cooperar.

–¿Laura?

Volvió a abrir los ojos y vio que él se acercaba más. Sintió verdadero horror al ver que estaba intentando olerle el aliento.

–¡No estoy bebida! –protestó ella, alejándose de la pared.

Él la rodeó con un brazo, por miedo a que se cayera, y ella se dio de bruces contra su pecho.

Oh, no. Aquél no era un buen momento para respirar, se recordó, pero sus pulmones no le hicieron caso. Tanta proximidad no era buena. Le hacía preguntarse qué se sentiría al dar una vuelta en moto con él, a pesar de que sentía fobia por las motos.

Se apartó de él, tomó aire, agarró su maletín y pasó por su lado con determinación. El tramo de escaleras que tenía delante la amedrentó. Era empinado y largo. Pero no importaba, ella podría conquistarlo.

–No te preocupes por mí –le dijo por encima del hombro mientras él la observaba con los brazos en jarras–. Es sólo que estoy exhausta. Algunas personas no tenemos la suerte de trabajar sólo cuarenta y ocho horas –Laura no sabía exactamente qué era lo que él hacía, pero siempre estaba en casa cuando ella llegaba. Y parecía que tampoco trabajaba los fines de semana.

La envidia era muy poderosa. Para ser totalmente sincera, le molestaba que trabajara menos que ella. Eso y las pizzas caseras que preparaba. Sin embargo, apenas lo conocía, por lo que no tenía ningún motivo real o lógico para estar molesta con él.

Se dijo a sí misma que era por su arrogancia. Los hombres que iban en moto siempre eran demasiado arrogantes.

Por supuesto, si profundizaba un poco, cosa que no le interesaba lo más mínimo, quizá descubriera que el verdadero motivo por el que estaba molesta era que Justin no había mostrado el más mínimo interés por ella durante los seis meses que habían vivido puerta con puerta. Algunos saludos en las escaleras y unas maravillosas charlas de diez segundos sobre el tiempo, eso había sido todo.

Giró la cabeza para mirarlo. Sí, estaba verdaderamente molesta. Aunque eso no le interesaba. En realidad, no era su tipo, aunque hubiera tenido tiempo para algo tan irrelevante como buscar su media naranja, el amor verdadero. Era una cuestión de orgullo. A Justin no le haría ningún daño mirarla con una sonrisa pícara de vez en cuando.

–Estás realmente exhausta –señaló él, detrás de ella–. Te vas a caer de un momento a otro. ¿Estás segura de que no estás enferma?

–Sí. Estoy bien. Sólo estoy cansada. Y hambrienta, pero eso es culpa mía. Durante la hora de la comida, aunque no es una hora sino diez minutos, salí a comprarme ropa interior. Así que no he comido nada desde esta mañana –frunció el ceño pensativa–. No, esta mañana tampoco comí porque no había nada en la cocina.

–Te fuiste a comprar ropa interior en lugar de comer. Vaya, vaya –se puso a su lado y la miró desde arriba–. Estás escuálida, no me costaría nada llevarte en brazos hasta tu casa.

¿Llevarla en brazos?

La fantasía era una cosa y otra muy distinta la realidad.

–No soy una inválida –gruñó mientras se agarraba a la barandilla.

¿Escuálida? ¿No podía haber dicho delgada, esbelta, algo que no fuera tan negativo? ¡Escuálida! Aquello no tenía nada de sexy.

Así que ése era el motivo: le gustaban las chicas voluptuosas. Por eso no había intentado ligar con ella.

–Puedo arreglármelas –dijo subiendo otro peldaño.

–Al menos, deja que te lleve el maletín. Parece que pesa mucho.

–De acuerdo. Gracias –añadió a regañadientes mientras le daba el maletín de cuero negro. Lo había estrenado al empezar a trabajar para su bufete, pero ya estaba bastante ajado–. Ten cuidado, tiene cosas muy importantes.

Cosas realmente difíciles. No estaba segura del motivo, pero había acabado haciendo todo el trabajo difícil de la empresa, y eso estaba interfiriendo con su sueño y su paz mental. Dos cosas que necesitaba urgentemente. Algunos de los asuntos eran causas perdidas, con los niños como principales víctimas.

Algunas veces odiaba el trabajo de sus sueños.

Justin agarró el maletín y, durante un momento, ella se sintió mejor. Escalón a escalón consiguió llegar al segundo piso. Justin subió detrás de ella en silencio.

La fatiga volvió y tuvo que sentarse en un escalón, desesperada por recuperar algo de fuerzas. Apoyó la cabeza en las rodillas y dejó escapar un gruñido, avergonzada por mostrar tanta debilidad delante de él. Pero realmente estaba sin fuerzas.

–Voy a descansar un minuto, Justin. Si quieres puedes dejar el maletín delante de la puerta. Eso sería fantástico.

Justin soltó una palabrota. Se inclinó sobre ella, dejó caer el maletín en su regazo y la tomó en brazos. Ella abrió la boca para protestar y se enderezó para intentar soltarse, pero antes de poder decir nada, él ya la había llevado hasta la puerta.

–Sí. Definitivamente escuálida –repitió él–. No pesas nada. No me extraña que no tengas fuerzas.

A Laura le habría gustado protestar, pero no pudo. Principalmente porque el contacto físico la había dejado sin aliento y había reemplazado su sangre por fuego. Aquel hombre olía muy bien. Demasiado bien.

El hambre hacía cosas realmente curiosas con la química del cuerpo.

–Las llaves –gruñó él frente a la puerta. No parecía que fuera a soltarla–. ¿Qué estás intentando hacerte, Laura? Tienes que saber que todo tiene un límite o caerás enferma.

–Déjame –dijo ella enfadada consigo misma por el ataque de lujuria que había sentido desde que él la había tomado en brazos.

Era fuerte y todavía olía a cuero, aunque ya no llevaba la cazadora. Lo que más le apetecía era rodearle el cuello con los brazos y acurrucarse contra su pecho. No le importaría quedarse a dormir allí. Después, cuando se despertara, la cosa podía ponerse más interesante.

No iba a negarlo. La atracción que sentía por su vecino, aunque se había olvidado de ella últimamente, seguía ahí.

–Justin, déjame en el suelo. Las llaves están en el maletín. Déjame que las saque.

Cuando él hizo exactamente lo que ella le pidió, un sentimiento de pérdida la invadió. Se insultó a sí misma mientras sacaba las llaves del maletín.

«Hogar, dulce hogar». Sólo a unos centímetros de distancia. Debería estar pensando en el confort de su casa, no en el de los brazos de Justin. Debería estar pensando en meterse en la cama. Sola.

Cuando, al cuarto intento, logró meter la llave en la cerradura, lo miró e intentó sonreírle.

Estaba demasiado cansada para preocuparse por el comportamiento.de Justin Probablemente lo había hecho con buena intención. En realidad, no había hecho nada malo.

–Gracias por ayudarme. Al final habría logrado llegar, pero gracias por tu ayuda.

Él la agarró del brazo, impidiéndole que entrara.

–¿Hay alguien a quien puedas llamar? ¿Alguien que se quede contigo? No me parece que estés en condiciones de quedarte sola.

–Estaré bien, de verdad. No te preocupes. Gracias –entró en la casa, se apoyó contra la puerta y cerró los ojos. Al cabo de un rato, escuchó las pisadas de Justin alejarse y el sonido de su puerta al cerrarse.

Pensó dejarse caer allí mismo para echar una siesta, pero necesitaba una ducha, cambiarse de ropa y comer algo. Aunque, en aquel instante, pasar el fin de semana allí mismo, sobre unos baldosines que no había fregado ni barrido durante semanas, le pareció una idea fantástica.

Dos segundos más tarde, una oleada de adrenalina inundó sus sentidos e hizo que se olvidara del cansancio.

Había alguien en el piso.

Laura agarró el maletín y se lo puso delante a modo de escudo mientras miraba en dirección al lugar de donde había provenido el ruido: su dormitorio. Con el corazón en un puño, se acercó de puntillas y se asomó al pasillo. No pudo ver nada. La puerta del dormitorio estaba casi cerrada.

Se quedó muy quieta, intentando pensar en algo a pesar del pánico que la invadía. ¿Había dejado la puerta entreabierta por la mañana? La cabeza empezó a dolerle por el esfuerzo. No se acordaba. Sin respirar apenas, miró hacia el salón. Allí no había nada fuera de lo normal. No parecía que faltara nada.

Pero no tenía dudas de que había oído algo.

Ahora no oía nada; pero eso podía deberse al zumbido de la presión sanguínea en los oídos. Una combinación de miedo y furia. Sólo pensar que alguien podía haber entrado en su casa la hacía enrojecer de ira.

Finalmente, el miedo fue más fuerte. No tenía ningún sentido enfrentarse a los ladrones. Tenía que escapar mientras pudiera y llamar a la policía. No tenía elección.

Todavía abrazada a su escudo de piel, Laura llegó hasta la puerta de la entrada. Otra vez volvió a oír algo. Se paró y se concentró en escuchar. Era difícil distinguir el sonido. No era como si alguien estuviera abriendo cajones o intentando sacar el ordenador por la ventana.

Dudó un instante y recordó que ya le había ocurrido otra vez. Le había parecido que había ladrones en su casa y había corrido hasta la puerta de Justin, gritando. Después, cuando él había abierto, se había abalanzado sobre él, muerta de miedo. Él se acababa de mudar y debía de recordar aquel primer contacto como algo muy original.

Se había portado con amabilidad. Después de desembarazarse de ella, había intentado ir a ver qué pasaba, pero ella no se lo había consentido. Así que había llamado a la policía. Ésta había entrado en el piso, pistola en mano, y, después de un instante, había salido con el villano. Sin esposar.

El culpable había resultado ser un precioso gatito blanco con un collar con su nombre grabado: Ángel. El daño ocasionado había sido mínimo: había acabado con los restos de un sándwich de atún que había encontrado en la basura y se había dado un pequeño festín en el suelo de la cocina. Nada que no se pudiera solucionar con una fregona.

Justin había observado la operación desde la puerta y la sonrisa de su rostro había sido difícil de olvidar. Ella había mirado avergonzada a los policías y, aunque ninguno de los dos dijo nada, se podía leer en su expresión lo que estaban pensando: «mujeres».

Laura se mordió el labio y pensó en las opciones. Ninguna. No podía volver a correr a casa de Justin; tenía que solucionarlo ella sola.

Volvió a oír otro rumor proveniente de la habitación. Un suave rumor que bien podría tratarse del ronroneo de un gatito.

Para asegurarse una vía de escape, abrió la puerta de entrada de par en par y permaneció unos instantes en el rellano pensando qué iba a hacer. Inmediatamente, decidió que tenía que comprarse un teléfono móvil; debía de ser la única persona de todo el planeta que no tenía uno.

–¿Va todo bien? –Justin estaba en su puerta, con los brazos cruzados y un gesto de sospecha en el rostro.

No se merecía ser tan guapo, pensó ella. De hecho, era bastante irritante que cada vez que lo veía le apeteciera suspirar de admiración. Le encantaban sus facciones, que parecían esculpidas con cincel, y su pelo moreno ondulado con un aspecto más suave que en los anuncios.

Y sus ojos… No. Era mejor no seguir por ese camino. No quería pensar en sus ojos. Menos mal que no los veía muy a menudo, porque aquellos ojos oscuros enmarcados por unas pestañas negras y rizadas le hacían pensar en el chocolate, y todo el mundo sabía que el chocolate era un capricho sexual pecaminoso. Sus ojos podían despistarte incluso cuando era posible que hubiera un maníaco asesino en tu propio piso.

Y aquello no era una buena señal.

Justin meneó la cabeza y se acercó a ella.

–Estás blanca como la pared. ¿Qué pasa?

Laura miró aquellos ojos oscuros como el chocolate. Sí. Delicioso. Tenía el ceño fruncido por la preocupación, pero también había una pequeña sonrisa en sus labios. ¿Se trataba de la sonrisa amistosa de un vecino o aquella condescendiente que quería decir: «mujeres»?

Justin se paró justo delante de ella.

–¿Laura, estás segura de que no estás enferma? Deberías llamar al médico.

Ella sintió un escalofrío, pero logró dedicarle una sonrisa perfecta.

–No, gracias. Todo está bien, de verdad. Gracias por preocuparte. –él no se movió, así que ella se volvió a su piso. Entonces, él giró sobre sus talones y desapareció por la puerta de su casa, dejando a Laura sola con sus tribulaciones.

No quería reconocerlo, pero saber que él estaba allí la hacía sentirse más tranquila. Si algo pasaba, sólo tenía que gritar y él acudiría en un abrir y cerrar de ojos.

Pero seguro que no había de qué preocuparse.

Dio un paso hacia la puerta abierta de su piso.

Seguro que no había ningún ladrón en la casa. Lo más probable era que hubiera dejado la ventana de la habitación abierta y que Ángel hubiera decidido volver para ver si encontraba más atún.

Agarró un paraguas, por si acaso, y se dirigió hacia la habitación.

Con los músculos en tensión y el paraguas bien sujeto con ambas manos, se asomó a la puerta de su cuarto. Todo parecía estar como ella lo había dejado. La luz del atardecer iluminaba las superficies llenas de polvo, la cama sin hacer y la caja que hacía las veces de mesilla de noche. Todo estaba intacto.

No había señales de ningún ladrón, ni de ningún gato.

Dejó el paraguas apoyado contra la pared y se enderezó para abrir la puerta. Todo aquello para nada. El sonido que había oído debía de haber provenido del exterior o, quizá, del chirrido de alguna ventana.

Entró en la habitación y se sentó en la cama. Menos mal que no había ido a buscar a Justin.

Se quedó mirando la caja y decidió que había llegado el momento de comprarse una mesilla de verdad. Podía pagársela. Ahora podía permitirse muchas cosas.

Entonces vio que algo se movía a su lado, justo detrás de ella, y antes de que pudiera averiguar de qué se trataba, estaba apoyada contra la pared, gritando histérica.

 

 

Justin sacó un plato con un trozo de pizza y lo puso en el microondas. Estaba enfadado y no sabía por qué motivo estaba calentando la pizza, si ni siquiera tenía hambre.

Su vecina necesitaba alguien que cuidara de ella. Prácticamente vivía en la oficina, se arrastraba hasta su piso por la noche, como si fuera un fantasma, y cuando por fin llegaba debía dedicarse a dormir todo el tiempo. Apenas oía ruidos provenientes de su casa, a pesar de los muros de papel.

Excepto cuando se duchaba. Su cuarto de baño estaba justo al otro lado de la ducha de Justin. Laura se daba unas duchas muy largas. A veces coincidían. En sus momentos más débiles, se quedaba allí, en su propia ducha, y la escuchaba. Sentía la imperiosa necesidad de lavarle aquella melena castaña. Quizá aquello era lo que solían llamar fetichismo. Quizá era un fetichista del champú.

Estaba delgada, y cada día parecía estarlo un poco más. No le extrañó escuchar que en sus ratos libres en lugar de comer iba a comprarse ropa.

«¡Mujeres!».

Se quedó mirando la pizza, dando vueltas dentro del microondas. Sería un buen vecino si le llevara el trozo de pizza, ¿verdad? Sería un gesto amistoso. Y no lo desenmascararía como al admirador secreto que pasa las horas escuchando el ruido del agua de su ducha, ¿verdad?

En su cara se dibujó una sonrisa mientras las familiares imágenes de espuma y piel brillante se colaban en sus pensamientos altruistas. En los últimos meses, se le habían ocurrido todo tipo de ideas sobre lo que se podía hacer con una esponja.

Aunque, pensándolo mejor, tendría que cambiar su fantasía. A la velocidad a la que estaba perdiendo peso, si coincidiera con ella en la ducha lo más probable era que pasase el rato contando costillas.

Justin se abalanzó sobre el aparato y abrió la puerta tres segundos antes de que parara. Laura no era su tipo. Se veía que era una mujer vulnerable que marcaba bien los límites a los hombres como él. Además, siempre procuraba no involucrarse con mujeres que esperaban más de lo que él estaba dispuesto a dar.

Le llevaría la maldita pizza y acabaría con todo.

Estaba en la puerta cuando un grito atravesó los muros de todo el edificio. Con la adrenalina bombeándole en las sienes, agarró el bate de béisbol que tenía en el paragüero y, en menos de un segundo, entró en el piso de Laura.

Capítulo 2

 

Es el gato, sólo un gato, le retumbó su voz en el cerebro. Se obligó a mirar a la cama, esperando encontrarse con el gatito blanco mirándola censurador por estropearle el festín.

Pero no.

Laura pestañeó con fuerza cuando la figura de la cama tomó forma. No se trataba de un gato. Era más grande y no tenía pelo y, probablemente, no sabía limpiarse él solo.

¡Un bebé!

Apretó los ojos para ahuyentar la imagen. Quizá el cansancio le hacía ver visiones. Después de todo, estaba trabajando demasiado.

Sí, eso debía de ser. Tenía que ser el estrés. El estrés que le estaba jugando una mala pasada por no dejar descansar a su cuerpo. Quizá su reloj biológico se había despertado por la proximidad de un hombre tan sexy como Justin. El niño tenía que ser un espejismo. Sobre todo, porque si hubiera sido un bebé de verdad, se habría despertado cuando ella gritó.

Pero el espejismo seguía allí.

Durmiendo. Con un aspecto muy, muy real. Una nariz pequeñita, unos mofletes regordetes y unas pestañas largas. El suave murmullo de su respiración la convenció de que era de verdad.

Los espejismos no respiraban.

¿Cómo era posible que hubiera un bebé en su cama? ¿En su piso cerrado con llave? Se dio un pellizco. Si no era un espejismo, quizá fuera un sueño.

No. No hubo suerte.

–¿Laura?

El señor de los ojos de chocolate otra vez. Su voz también era como el chocolate, suave y cremosa. Dulce y amarga. Dejó escapar un gruñido. Debía de haberla oído gritar y, tan galante como siempre, había ido a rescatarla.

–¿Laura? –volvió a decir–. Te oí gritar y la puerta estaba abierta… Voy a entrar, ¿de acuerdo? Voy a llamar a la policía.

Ella pegó un salto y salió al pasillo justo cuando Justin entraba en el piso, con el cuerpo en tensión, listo para la lucha. Llevaba el móvil en una mano y un bate en la otra.

–Estoy bien –dijo ella, intentando sonreír–. No hace falta que llames a la policía. No hay peligro, sólo estaba sorprendida. Perdona si te he asustado.

Él levantó la ceja.

–¿Asustarme? El grito me ha helado la sangre. ¿Qué ha pasado?

Laura se echó el pelo hacia atrás, sin saber muy bien qué era lo que estaba pasando.

–Nada malo –exacto, nada malo. Sólo había un bebé en su cama.

–¿Otra vez un gato ladrón?

–Ja, ja –dijo ella apretando los dientes–. No exactamente.

–¿Un perro tal vez?

–Bueno, ya que lo preguntas se trata de un bebé. ¿Has visto a alguien por aquí hoy?

–No. He llegado a la misma hora que tú –Justin se metió el teléfono en el bolsillo–. ¿Un bebé? ¿De qué estás hablando?

–Alguien ha dejado un bebé en mi piso.

–Entiendo –dejó el bate apoyado en la pared–. ¿Vas a cuidarle el niño a alguien?

–Eso parece. Pero no tengo ni idea de quién es. Ven a verlo –sin darle la opción a rechazar la oferta, se volvió hacia la habitación. Él la siguió–. Un bebé. Ahí estaba cuando entré en casa.

Justin se quedó mirando al intruso.

–Entiendo –repitió.

–Bueno, ¿qué opinas? –le preguntó ella con impaciencia.

Él la miró con una sonrisa que parecía una mueca. Se inclinó sobre el niño y lo miró de cerca.

–Sólo está dormido, ¿no? Quiero decir, ¿no estará inconsciente o algo así?

–¿Cómo voy a saberlo? Estaba ahí tumbado cuando llegué a casa.

El shock estaba pasando y ahora sólo sentía confusión. Se acercó a la cama y se sentó en ella sin apartar los ojos del bebé, que seguía plácidamente dormido en mitad del edredón. Si hubiera estado más hacia el borde, se podría haber sentado encima de él, pensó horrorizada. Tenía el pelo negro como el carbón y ligeramente ondulado.

Al fin y al cabo, era un niño precioso, para cualquiera que tuviera instinto maternal. Llevaba un pijama verde, en una manita tenía un chupete y, en la otra, un mordedor.

¿Qué estaba haciendo aquel bebé en su cama?

Gracias a Dios que estaba dormido; no sabía nada de bebés. Toda su experiencia se limitaba a que había sido uno, y de eso hacía mucho tiempo.

«Piensa». ¿De quién podría ser el bebé? ¿Por qué estaba allí?

–¿Quién es?

Casi se había olvidado de Justin.

–Ya te lo he dicho. No tengo ni idea. No conozco a nadie con un niño tan pequeño –se llevó las manos a las sienes–. ¿Qué puedo hacer? –preguntó susurrando–. No me puedo creer que esto me esté pasando a mí.

Justin se encogió de hombros.

–No creo que el niño se sienta mucho más contento que tú cuando se despierte. ¿Estás segura de que no conoces a sus padres? ¿Por qué iba alguien a dejarlo aquí?

–No lo sé. Quizá me dejé una ventana abierta.

Justin se acercó a la ventana.

–No. Alguien la ha forzado.

–Te lo dije; un ladrón –dijo sintiendo que empezaba a ponerse histérica.

No, no iba a permitirlo. Permanecería calmada y actuaría eficientemente: llamaría a la policía.

Y no pensaba esconderse detrás de Justin como una damisela en peligro.

–Siempre pensé que éste era un vecindario seguro –dijo ella.

–Y lo es.

–De acuerdo. Ahora me siento muy segura –dijo irónicamente–, sabiendo que cualquiera puede subir por la escalera de incendios y entrar en mi casa por la ventana.

–Ahí hay algo –murmuró Justin mirando por la ventana, pero ella estaba demasiado preocupada para prestar atención.

Se acercó al teléfono de la mesilla.

–Voy a llamar a la policía.

Él se plantó a su lado como un rayo y dejó caer la mano sobre la de ella.

–Espera, no llames todavía.

–¿Por qué no?

–No sabemos lo que está pasando. Si llamas a la policía, llevarán a este niño a un orfanato antes de que te des cuenta. Si es el hijo de un amigo o alguien que se ha equivocado, será muy difícil para los padres poder recuperarlo. Quizá ni siquiera tenga padres.

–Bueno, si son capaces de dejar así a su hijo, se merecen lo que la policía les pueda hacer. Le podía haber pasado cualquier cosa mientas estaba aquí solo.

–No estaba solo –Justin seguía mirando por la ventana–. Mira –señaló.

Fuera, en la escalera de incendios, había una gran bolsa verde.

–Su padre o su madre debía de estar esperando ahí a que llegaras, asegurándose de que el bebé estaba a salvo.

–Quizá haya alguna explicación en la bolsa.

Justin cruzó la habitación en dirección a la ventana. Laura se puso de pie de un salto.

–¡No la toques! –exclamó ella–. Quizá haya huellas.

Él no la escuchó, se puso a abrir la bolsa y a rebuscar en el interior.

–Hay una nota.

–Espera –Laura corrió hacia el cuarto de baño y volvió con unas pinzas de depilar. Se dirigió hacia la bolsa y agarró la nota con las pinzas. Se trataba de una hoja a cuadros arrancada de una libreta. Sólo había cinco palabras: «Buena suerte. Estaremos en contacto».

–¿Qué clase de nota es esta? –dijo ella dejando caer la nota encima de la mesilla.

–Parece que es de alguien que te conoce y que te deja el bebé.

–Yo no conozco a este niño –repitió ella por enésima vez.

Justin dejó la bolsa sobre la cama. Dentro no había muchas cosas, sólo ropa y algunos objetos de baño. Lo sacó todo e inspeccionó la bolsa antes de volver a colocarlo todo en el interior.

–Bueno, al menos sabemos dos cosas de la madre: la ropa es de calidad, así que no le falta dinero. Y es una ecologista.

–¿Cómo lo sabes?

Justin sacó una pila de ropa blanca.

–Pañales que no contaminan. No usa los pañales de usar y tirar con su hijo.

No sólo se trataba de un bebé, sino de un bebé con pañales de tela. El problema se acababa de multiplicar.

Laura dio un paso atrás.

–¿Quieres decir de esos pañales que hay que lavar?

–Sí.

–Lo que faltaba. Vamos a llamar a la policía.

–¿Por los pañales de tela?

–Ésa ha sido la gota que ha colmado el vaso.

–No puedes hacer eso, Laura. Alguien confía en ti para que cuides de su bebé. Alguien que quizá tenga problemas. No puedes traicionar su confianza y darle el niño a Asuntos Sociales.

–Pero ¿por qué te refieres a ellos como si fueran un ogro? Están ahí para proteger a los niños.

–Lo sé y lo hacen muy bien. Pero con los niños que no tienen a nadie.

–¿Y este niño a quién tiene?

–A ti. Sus padres te lo han confiado a ti.

–Yo no conozco a este bebé.

Justin se encogió de hombros.

–Quizá sea una antigua amiga. Alguien a quien no has visto en mucho tiempo.

–Quizá… –Laura se sentó en la cama y el niño movió una mano. Después, se volvió a quedar tranquilo. Afortunadamente, eso les daba unos minutos más de paz–. He estado tan ocupada últimamente que casi he perdido el contacto con todos mis amigos, hasta con los mejores. También tengo amigos de la universidad y del instituto, pero no creo que ninguno de ellos me fuera a dejar a su hijo sin decir ni una palabra –se puso de pie con cuidado para no volver a molestar al pequeño–. Vamos a hablar al salón.

Justin la siguió y se tropezó con ella cuando paró en seco.

–¡Vaya! –exclamó Laura.

Justin la apartó.

–Espera aquí –dijo él adelantándose–. Parece que después de todo sí que ha entrado un ladrón.

¡Qué vergüenza!

–No… este es el aspecto que tiene últimamente.

Él la miró incrédulo y ella se sintió mortificada.

–Bueno, quizá tú seas el amo de casa perfecto, pero yo no. Estoy hasta arriba de trabajo y cuando llego a casa estoy tan cansada que apenas puedo subir las escaleras. No sé cómo he llegado a este desorden… pero las cosas parecen acumularse. Normalmente no soy tan desordenada, así que no me juzgues mal.

–¡Oye, yo no he dicho nada!

–No. Pero tus ojos son muy expresivos.

Justin señaló al sofá.

–¿Podemos quitar las cosas para sentarnos?

–Claro.

Ella agarró un montón de papeles, libros y revistas y los dejó encima de una montaña de ropa limpia sin planchar que estaba encima de la mesa. Al menos, estaba segura de que allí no había ropa interior.

–Siéntate.

Laura se dejó caer a su lado, sintiéndose fatigada ahora que la producción de adrenalina había disminuido.

–¿Conoces a algún ecologista?

–Sí, algunos.

–Bien, eso estrecha el círculo.

–¿Estás sugiriendo que agarre mi listín telefónico y me ponga a llamar a gente para preguntarles si me han dejado hoy a un niño en casa?

–También podríamos esperar a que llamara la madre.

Ella se recostó en el sofá.

–Lo mejor sería llamar a la policía. No conocemos su historia. Por lo que sabemos, podría tratarse de un bebé maltratado.

–Parece que está muy bien cuidado. Incluso va muy bien conjuntado.

Laura negó con la cabeza.

–No puedo, Justin. Aunque quisiera… –volvió a menear la cabeza–. Es ilegal. Si los padres no vuelven a por el niño y tenemos que llevarlo a la policía a mí me podrían inhabilitar.

–Yo me hago responsable.

–¿Qué?

Él hizo un gesto de impaciencia.

–Encontramos al niño en mi piso y yo fui el que decidió esperar a que los padres se pusieran en contacto conmigo.

–¿Y mentirle a la policía?

–Sólo sería un pequeño ajuste de la realidad.

Ella entrecerró los ojos.

–¿Tú también eres abogado?

Él se rió.

–No.

–Por cierto, ¿a qué te dedicas? La señora Carlson dice que eres profesor.

–Es cierto, pero ahora me dedico a la logopedia.

Lo último que ella hubiera pensado. Nunca se habría imaginado a un logopeda con una cazadora de cuero y una moto. Bueno, ya indagaría en el tema más adelante.

–¿Por qué es tan importante para ti?

–Sé lo que puede ser un orfanato. No se lo deseo a ningún bebé.

Obviamente, detrás de aquella información había una historia, aunque él lo hubiera dicho con un tono desprovisto de emoción.

–Por favor, Justin. Sé razonable. Un bebé necesita muchos cuidados. Y nosotros no tenemos tiempo.

–Podemos hacerlo. Yo tengo tiempo y quiero ayudarte.

–¿Quieres que nos quedemos con el bebé?

Justin dejó escapar un suspiro que indicaba que estaba siendo muy paciente.

–No estoy sugiriendo que lo robemos, Laura. Sólo que cuidemos de él mientras intentamos localizar a sus padres. Tiene que haber un motivo para que lo hayan dejado aquí. Encontraremos a sus padres.

–¿Y luego qué? ¿Se lo devolveremos a la gente que lo ha abandonado?

–No sé. No conocemos las circunstancias. Ya pensaremos en algo cuando llegue el momento.

Ella meneó la cabeza.

–Justin, no estás siendo razonable. Lo más prudente es dejar esto en manos de la policía y los Servicios Sociales.

–Tal vez sí, tal vez no. Hay gente muy buena, quizá la mayoría. Pero no tenemos garantías. Quizá no lo cuiden bien y lo lleven de un lado para otro. No tendrá la seguridad de un hogar. Estará mucho mejor con nosotros mientras encontramos a su madre.

–Podríamos tener muchos problemas. No sé, Justin –dudó ella.

–Obviamente es alguien a quien conoces. Probablemente llame en uno o dos días para explicarlo todo.

–¿Un día o dos? –preguntó Laura frustrada–. ¿Tienes idea de la cantidad de pañales que tendré que cambiar en ese período de tiempo?

–No.

–Yo tampoco. No sé nada de bebés.

–Mira, yo te ayudaré. Si alguien no se pone en contacto contigo en un par de días, llamaremos a la policía, ¿de acuerdo?

Del dormitorio llegó un ruido. Laura y Justin se levantaron inmediatamente. En la cama, el niño se movió. Laura contuvo el aliento y notó que él hacía lo mismo cuando el bebé abrió sus enormes ojos de color azul oscuro. El niño los miró sorprendido y Laura pensó que en cualquier momento rompería a llorar llamando a su mamá.

El bebé abrió la boca y se rió, mostrando un par de dientecitos que hicieron que a Laura se le encogiera el corazón.

Quizá, después de todo, podía estar bien con ellos. Sólo mientras solucionaban el lío de sus padres.

–Parece que le gusta estar aquí –dijo Justin.

–Necesitamos pañales –dijo Laura, cediendo por el momento–. Y el primer cambio será con pañales desechables, piense lo que piense su madre de los bosques del Amazonas.

–Nada que objetar.

–Después, cuando tengamos los pañales, tendremos que cambiarlo.

–¿Tendremos? –preguntó él, dando un paso hacia atrás–. ¿También tengo que ayudar con los pañales?

Ella lo miró deseando asesinarlo.

–Ésta ha sido idea tuya. ¿Esperas que yo sea la que me encargue de los temas sucios? ¿Estás loco?

–Yo no sé cómo hacerlo.

–No te preocupes, somos dos adultos inteligentes. Lo primero es lo primero: voy a comprar pañales –dijo Laura con firmeza.

–No, voy yo. Estás demasiado cansada. Aunque consiguieras llegar a la tienda, no creo que pudieras volver. Tú quédate aquí con el niño.

«¡Ja! Buen intento». Podía ver el pánico reflejado en sus ojos. Estaba tan aterrado de quedarse a solas con el niño como ella.

–No pienso quedarme sola con él. No tengo ni idea de qué hacer. No se estudian cosas así en la facultad de Derecho.

–No tiene que ser muy difícil. Sólo vigílalo y asegúrate de que no… bueno, de que no se haga daño.

Laura dio un paso al frente y él también.

–Iremos los dos y nos llevaremos al niño, ¿vale?

 

 

Laura nunca se había fijado en la enorme sección que los supermercados dedicaban a los bebés. Solamente las estanterías para pañales parecían interminables. La variedad era abrumadora. Nunca se había imaginado todos los factores que había que tener en cuenta.

–¿Cuánto crees que pesa? –miró un paquete de pañales–. ¿Más o menos tres kilos?

–Bastante más –dijo él, sopesando al niño que llevaba en brazos.

El bebé todavía seguía riendo y balbuceando; no había gritado ni una sola vez. Aquello no podía durar mucho.

–De acuerdo. ¿Más o menos siete kilos?

–Unos siete kilos.

–Eso no me ayuda. Un paquete es para bebés de tres a siete kilos y el siguiente de siete a diez. Así que, ¿cuál?

Sin mirarlo, Justin agarró uno de los paquetes y lo echó al carrito.

–Éste.

Laura se encogió de hombros.

–De acuerdo.

–¿Qué más? Necesitamos biberones y leche.

–Por supuesto, a menos que estés pensando en darle el pecho –bromeó ella.

Él puso tres cajas de leche en el carrito y ni siquiera le sonrió por el chiste.

–¿Llevamos potitos? –preguntó señalando al siguiente estante.

–No tengo ni idea de cuándo empiezan a comer con cuchara. Ni siquiera sabemos la edad que tiene –dijo Laura.

–Compraremos unos cuantos botes para ver si le gusta alguno. Pañales, comida… ¿qué más?

–Toallitas húmedas, chupetes, ¿algún jabón especial?

–Eso suena razonable –afirmó él–. Y unos cuantos juguetes. Y un osito de peluche. Sé que hay juguetes cerca de aquí.

–¿Un oso de peluche?

Él la miró a la defensiva.

–Todos los niños necesitan un peluche. Especialmente si está sólo.

–Tienes razón –dijo ella sonriendo–. Yo todavía tengo el mío, sentado en una estantería de mi habitación. Incluso tiene los dos ojos, pero tiene una pata vendada. ¿Tú todavía tienes el tuyo?

–Yo no tuve ninguno. Tendremos que encontrar uno bonito para el bebé.

–Sí –Laura alargó las manos para tomar al bebé y señaló un estante que le quedaba bastante alto–. Agarra ese gel de ahí y la caja grande de toallitas húmedas. Y tienes razón. Le compraremos un bonito oso a Patrick.

–¿Patrick? ¿Por qué lo llamas así? –preguntó Justin.

–De alguna forma tendremos que llamarlo, ¿no? Me niego a llamarlo bebé todo el tiempo.

–De acuerdo, llamémoslo Patrick. ¿Pero por qué Patrick?

–Parece irlandés. Toda su ropa es verde.

–Una lógica aplastante –señaló él tajante.

 

 

En el camino a casa, Patrick comenzó a llorar. No era ninguna sorpresa. Después de todo, al pobre niño no lo habían cambiado en mucho tiempo y no había comido ni bebido nada desde que se despertó.

–Quizá deberíamos ir a mi piso –sugirió Justin–. No es por… Hay más… más sitio.

–¿Es por el desorden? –preguntó ella indignada.

–Por eso también.

–Lo sé. Vivo en una pocilga. Pero es que trabajo catorce horas diarias. Ni siquiera tenía ropa interior limpia esta mañana.

Justin la miró y ella se puso colorada.

–Ahora sí llevo –afirmó–. Ya te lo dije, salí a comprar durante el almuerzo.

–Bien.

Fantástico. Ahora tenía al guapísimo de su vecino imaginándosela sin ropa interior. Intentó disimular su incomodidad echando una ojeada al piso. Era un espejo del suyo, pero mucho más arreglado de lo que su piso había estado en meses. Definitivamente, aquel chico tenía potencial como amo de casa.

Había una fiambrera en la entrada. Ella levantó una ceja.

–¿Ibas a salir a comer?

Justin siguió su mirada y se encogió de hombros. Ella pensó que se ponía colorado.

–Iba a llevártelo cuando gritaste.

–¿A mí?

–Sí, parecías hambrienta. Y todavía no has comido, ¿verdad? –agarró el recipiente y se dirigió hacia la cocina–. No es nada especial –le advirtió por encima del hombro–. Sólo pizza que sobró. Pero primero vamos a prepararle un biberón al pequeño.

Justin calentó agua y añadió la leche en polvo.

–Dáselo tú, yo voy a calentarte la pizza.

Patrick comenzó a tragar la leche sin apenas respirar y Laura se sintió culpable; el bebé debía de estar hambriento.

–Toma. Cómetelo –Justin dejó un plato en la mesa con el trozo de pizza más apetitoso que nadie se pudiera imaginar. Al lado había un gran vaso de leche.

–¿Leche? ¿Con la pizza?

–Te sentará bien. Dame al niño y come.

Sonriente por su tono, Laura le dio el niño y se puso a comer su pizza. Cuando Patrick acabó el biberón se puso a llorar.

–Es el momento de cambiarlo. Probablemente esté mojado. O peor.

Laura se sintió mucho mejor después de la comida. Se levantó y agarró al niño en brazos. Las mujeres llevaban desde el comienzo de la humanidad haciéndose cargo de los niños; tenía que tener algún instinto para hacer aquello.

–Pon alguna toalla para tumbarlo.

Enseguida el niño estaba sobre el sofá listo para que lo cambiaran. Tenía un pañal de tela, mojado. Con una mueca, Laura se lo quitó y lo echó en una bolsa que Justin tenía preparada. Aquél era un pañal que nadie iba a lavar.

Alargó la mano para sacar una toallita húmeda cuando se dio cuenta de que Justin estaba mirando al bebé con expresión divertida.

–¿Qué pasa? –preguntó ella, siguiendo la mirada de Justin.

Laura abrió la boca con sorpresa.

–Parece que aquí falta algo.

Capítulo 3

 

Es una niña! –exclamó Laura.

Justin resopló.

–Parece que eres una buena observadora, Laura. ¿Por qué pensaste que era un niño?

–No lo sé. Simplemente me lo pareció –se encogió de hombros mirando la carita de «Patrick»–. No se me ocurrió que pudiera ser una niña.

La niña arrugó la cara y rompió a llorar de nuevo.

Justin le acarició la mejilla.

–Ya está, ya está –la tranquilizó–. No quería decir eso. Un vestido y un lazo en el pelo y estarás tan femenina como cualquiera. Te compraremos algo rosa, te lo prometo –miró a Laura, señalando hacia la niña–. Ahora que la miro detenidamente, está claro que es una niña. Mira esas pestañas largas y rizadas. Obviamente es una niña.

–Tú también las tienes así. Tienes unos ojos preciosos.

Justin la miró con una expresión indescifrable en aquellos ojos oscuros. Laura tuvo que morderse la lengua para no decir algo tan estúpido como lo anterior.

–Ummm… Gracias –dijo él por fin y ella se apresuró a cambiar de tema.

–De nada. Ahora, ¿te parece que volvamos al asunto del pañal?

–Claro.

Laura miró hacia el cielo y se recriminó por echarle un piropo al hombre que ese mismo día la había llamado escuálida.

Preparó las toallitas y la crema, lo que era bastante complicado, porque tenía que tenerlo todo al alcance de la mano, pero lo suficientemente lejos para que Patrick… Pat no lo alcanzara. Después se concentró en limpiar un culete que estaba ligeramente enrojecido.

–¡Vaya! –exclamó sintiéndose culpable–. Pobrecita, espero que esta crema la alivie.

Pat ya no parecía estar muy molesta. Y daba muchas patadas.

Justin estaba sentado cruzado de piernas a la altura de su cabeza, poniéndole caras divertidas para entretenerla. La niña seguía pataleando mientras balbuceaba y estiraba las manos hacía él.

–Me alegro de que todavía no gatee –murmuró Laura, mientras decidía que ya tenía suficiente crema–. Pásame un pañal.

–Espera.

Justin tenía un paquete de pañales sin abrir en la mano y lo estaba mirando con una expresión que indicaba que algo no iba bien.

Laura dejó escapar un gruñido.

–¿Qué pasa ahora?

–Es un paquete azul.

–¿Qué importa el color, Justin? Pásame uno.

–Hemos comprado pañales para niño.

–¡Oh!

Se quedaron mirando a la niña, que, evidentemente, no era un niño.

–¿No crees que estará bien con un pañal de niño? –preguntó Laura.

¿Le causaría aquello un daño psicológico irreparable?

Él le dio la vuelta al paquete.

–Creo que sí. Sólo se trata de más concentración en un sitio que en otro, ¿no?

–¿Y yo qué sé?

–Pero, tal vez, eso signifique que se le escapará si no le ponemos el pañal adecuado.

Laura agarró el paquete y lo abrió.

–Usaremos uno de estos. Siempre será mejor que nada.

Unos minutos más tarde había dos pañales en el suelo. Pero el tercero ya estaba en su sitio.

–¿Quién iba a pensar que estas cintas adhesivas eran tan complicadas? –gruñó Laura, sintiéndose bastante frustrada mientras se peleaba por ponerle a Pat el pijama verde. ¿Cómo podían ser tan difíciles lo bebés? ¿Cómo podían los pobres sobrevivir en este mundo lleno de pañales de todo tipo? Eso por no hablar de las instrucciones que parecían haber sido traducidas por un chino.

–Hora de dormir –dijo él cuando la niña estuvo lista.

–Eso nos lleva al siguiente problema. ¿Dónde va a dormir?

–Creo que mi cama es la única opción.

–¿No se caerá? Deberíamos pedir alguna cuna. Mis hermanos tienen al menos tres –dijo Laura.

–La pondremos en el medio y colocaremos algo en los laterales para que no pueda caerse.

–¿Estás seguro? Puedo llamar a alguno de mis hermanos y pedirle una cuna.

–La cama está bien –insistió Justin. Se levantó y se llevó a la niña con él–. No hace falta meter a más gente en este asunto.

La habitación de Justin era mucho más acogedora que la suya. Sin cajas que hacían de mesitas. Sin ropa sucia. Sólo muebles de madera y unos pequeños dibujos a carboncillo adornando la pared. El único pecado era que había un poco de polvo, y una pila de papeles en la mesilla. ¡Tenía hasta la cama hecha!

–¡Vaya! Tu madre te educó muy bien –murmuró.

Justin le dedicó una mirada enigmática por respuesta mientras le pasaba a la niña para apartar la colcha.

–¿Qué quieres decir?

–Que todo está muy ordenado. Yo crecí con dos hermanos. Mi madre lo intentó, pero parecían genéticamente incapaces de poner los calcetines en el cesto.

Dejó al bebé en el medio de la cama y Justin colocó sillas alrededor para que no se cayera.

–Si nadie se los hubiera recogido habrían acabado por aprender –dijo él.

–Lo dudo.

Justin apagó la luz y dejó encendida una lámpara pequeña. Después, el uno al lado del otro, se quedaron mirando a Pat, que estaba allí tumbada con los ojos muy abiertos. Los estaba mirando con expresión enfadada, con los puños apretados.

–Quizá necesite algún ritual –sugirió Justin–. A lo mejor está acostumbrada a que le lean un cuento.

–Creo que es un poco pequeña para apreciar la literatura.

–Quizá esté acostumbrada a que le canten una nana.

Laura sonrió.

–Me parece una idea excelente. Adelante.

–¿Yo? –preguntó él horrorizado–. No sé cantar.

Ella no hizo ninguna objeción, pero lo miró con una sonrisa que hizo que él se pusiera un poco colorado.

–¿Me has oído cantar en la ducha, verdad?

Ella chasqueó la lengua.

–No hay nada de qué avergonzarse. Tienes una voz fantástica.

–Gracias –murmuró él, y volvió a dirigir la conversación hacia Pat–. Parece que tiene sueño. ¿Por qué no se duerme entonces?

Pat cerró los ojos con un bostezo, pero se obligó a abrirlos de nuevo, y no parecía muy contenta. Su labio inferior tembló como si estuviera a punto de romper a llorar.

–Quizá tenga miedo. No conoce el lugar. Tal vez si me tumbo a su lado… –dijo Laura–. ¿No te importa?

–No –Justin se sentó en una de las sillas y Laura se acurrucó junto a la niña, acariciándole el pelo con un dedo. El bebé se relajó un poco.

–¿Qué vamos a hacer, Justin? –preguntó ella, soñolienta. De repente sintió que los párpados le pesaban demasiado. Bostezó e intentó mantener los ojos abiertos.

–No lo sé –respondió él, pero ella ya no lo oyó. No había logrado mantenerse despierta. Con los ojos cerrados, las pestañas acentuaban sus ojeras.

Parecía cansada y hambrienta, pensó Justin, mirando su cuerpo menudo, todavía vestido con la ropa formal del trabajo. Al día siguiente les daría de comer a las dos, decidió. Leche para la pequeña y comida para mayores para la grande. Un filete. Patatas. Helado. Necesitaba calorías. Muchas.

Aunque parecía tener sueño, Pat no estaba dispuesta a rendirse. Sus ojos de color azul oscuro lo estudiaban con una expresión seria. Él apartó los ojos y se levantó al sentir que el corazón se le encogía. Aquella mirada le resultaba tan familiar…

Probablemente los niños tenían todos el mismo aspecto, pensó. Probablemente todavía no tenía su color definitivo. O su memoria le estaba jugando una mala pasada. Después de todo, habían pasado muchos años y él sólo tenía cuatro años cuando Ben nació.

Desde entonces, no había visto a muchos bebés. No había querido hacerlo, siempre los había evitado. Pero aquella vez no podía apartarse, no podía entregar aquella niñita abandonada a las autoridades. No podía, especialmente cuando los ojos de Pat se parecían tanto a los de Ben durante aquellos días que estuvo solo con su hermanito, jugando con él durante horas, intentado cambiarle de pañales y darle de comer y, lo que era más importante para su mentalidad de cinco años, mantenerlo entretenido y contento.

Cerró los ojos. Había pasado mucho tiempo desde entonces. Ben tendría unos veintisiete años. Nunca pensaba mucho en él, pero su hermano pequeño siempre estaría en su corazón, siempre sería parte de él.

No había sido capaz de salvar a Ben. Pero si podía, aquel bebé no sufriría la misma suerte.

–Encontraremos a tu familia, preciosa –le susurró a la niña, que le tenía un dedo bien agarrado–. Y si no son capaces de cuidarte, te encontraremos una familia adoptiva que lo haga. Lo prometo. Tú no crecerás en un orfanato con alguien que te maltrate o que no te cuide bien. No dejaré que eso te ocurra.

Pat sonrió. Parecía que sus palabras la tranquilizaban, aunque, como era lógico, no entendiera su significado. Movió su manita libre, medio enredada en el pelo de Laura, y se quedó dormida.

Justin se separó. Arropó a Laura con una manta y a la nena con un edredón.

Hacían muy buena pareja; parecían madre e hija, acostadas allí juntas. El cuerpo de Laura parecía proteger a la niña, que tenía la cabeza apoyada contra ella.

Justin sonrió y se alejó con un sentimiento extraño atenazándole la garganta: no eran una familia. No eran su familia.

 

 

Laura estaba sentada en el suelo del salón de Justin con la espalda apoyada en el sofá donde había dormido él. Por fin, había logrado darse aquella ducha que tanto necesitaba y cambiarse de ropa. Por otro lado, también había dormido toda la noche de un tirón, así que se sentía bastante bien.

No había planeado pasar así el primer sábado libre que tenía desde hacía siglos, pero no tenía elección. Había estado de acuerdo con los planes de Justin de quedarse con el bebé hasta que encontraran a sus padres. En realidad, no había dicho que sí; pero tampoco había dicho que no. Sólo se había quedado dormida en su cama, junto a Pat, durante unas doce horas. Se había despertado con dos manitas tirándole del pelo. Cuando abrió los ojos se encontró a la niña mirándola con cara enfadada, mientras intentaba deshacer el enredo.

Todavía no sabía muy bien qué estaba haciendo allí, en el piso de su vecino con una niña que alguien había dejado en su cama. La insistencia de Justin de no llamar a la policía quizá estuviera justificada por su experiencia. Pero ella no podía dejar de pensar que los Servicios Sociales sabrían qué hacer en una situación como aquella.

Por otro lado, ella nunca había estado en un orfanato y no conocía el sistema de primera mano. Quizá Justin tuviera razón. No lo sabía.

Quizá lo mejor era dejarse llevar, ni discrepar ni estar de acuerdo, sólo dejar que el día pasara. De todas formas, era fin de semana. El bebé necesitaba un día o dos de calma antes de que todo el departamento de policía se le echara encima. Además… miró a Pat y a Justin. Tenía una sospecha.

La pequeña Pat parecía estar bien aquella mañana. Estaba sobre la moqueta, con su pijamita verde, manoteando y pataleando, intentando alcanzar uno de los juguetes multicolores que habían comprado en el supermercado.

A su lado, un oso de peluche enorme con un sombrero verde la vigilaba de cerca. Justin se había encargado de comprar el oso. Le había llevado una eternidad decidirse. Uno no debía apresurarse con aquellas cosas; según él, el peluche tenía que ser el adecuado. A ella le habían entrado ganas de reírse, pero él la había mirado desafiante y Laura tuvo que esconder la cara en el hombro de Pat para ocultar su sonrisa.

Volvió a sonreír al recordar aquella parte tan infantil de Justin. Él levantó una ceja, interrogante, pero ella decidió no compartir su pensamiento con él.

–Parece que no echa mucho de menos a su madre –comentó.

–No –Justin estaba sentado con un ordenador portátil sobre las rodillas. Llevaba más de una hora metido en Internet buscando información sobre el desarrollo de los niños. Antes había intentado averiguar si había algún bebé desaparecido, pero no encontró nada.

–Si no se da cuenta de la ausencia de su madre, podría tener menos de seis meses –dijo él.

–Sí. Pero eso ya lo sabemos, porque todavía no se sienta.

–Sí –él se desconectó y apagó el ordenador–. Ya está. No creo que podamos averiguar más. Si su desarrollo es normal, debe de tener unos cuatro o cinco meses.

–De acuerdo.

Laura se levantó del suelo. La espalda protestó por el esfuerzo. Todas las horas que pasaba sentada frente al ordenador estaban pasándole factura. Pero había llegado el momento de enfrentarse a Justin sobre sus sospechas. Había esperado que se le ocurriera a él, que él mismo mencionara algo, pero no había habido suerte. Tomó aliento antes de hablar.

–Justin, tenemos que hablar.

–¿Eh? –su mirada estaba cargada de sospechas.

–Sí.

Se sentó en el sofá junto a él y cruzó las piernas. Después tomó aliento para prepararse para hacer la pregunta. Necesitaba hacérsela. La sospecha era el motivo principal por el que no había llamado a los Servicios Sociales. La sospecha de que la pequeña ya estaba con su padre.

–Justin, sé que esto es una pregunta muy personal, pero es importante. ¿Has tenido alguna relación hace aproximadamente trece o catorce meses?