Una oscura sombra del pasado - Maikel Nuñez - E-Book

Una oscura sombra del pasado E-Book

Maikel Nuñez

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Beschreibung

Hugo, un chico de ciudad que vuelve durante un tiempo a la vieja casa de sus abuelos, en una pequeña y remota aldea orensana, se encuentra, por casualidad, rebuscando en el pasado oculto de su familia. ¿Qué extraño suceso ocurrió en el pasado? ¿Qué descubre Hugo en sus antepasados que ha estado oculto tanto tiempo? ¿Quién es el peligroso personaje que parece que le sigue los talones? ¿Quién es capaz de matar por conseguir ese secreto? ¿Hay más gente implicada que pretende cerrar viejas heridas que se remontan a principios del siglo pasado? Ambientada en la Galicia rural, tierra de secretos, meigas, leyendas y misterios, Hugo, con ayuda de algunos de sus amigos de la infancia, tratará de resolver, a contrarreloj, el misterio que guarda su familia antes de que un peligroso y extraño personaje ponga en riesgo su vida y la de cualquiera que se interponga por delante. Los acontecimientos y las historias se entremezclan en la obra: un misterioso pasado que Hugo trata de resolver, un extraño y macabro personaje que le persigue con el fin de evitar que se descubra qué ocurrió y un diplomático alcalde parece que tiene las llaves de algo más que de la alcaldía de un pequeño pueblo orensano. Todo esto cómo una trama de bandoleros había cometido un robo que acabó siendo más increíble de lo que parecía.

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UNA OSCURA SOMBRA DEL PASADO

Nuñez, Maikel

ISBN: 978-84-19042-97-2

1ª edición, mayo de 2021.

Editorial Autografía

Calle de las Camèlies 109, 08024 Barcelona

www.autografia.es

Reservados todos los derechos.

Está prohibida la reproducción de este libro con fines comerciales sin el permiso de los autores y de la Editorial Autografía.

Sumário

ANTECEDENTES PARA ENTENDER ESTA NOVELA...

PRÓLOGO

1.

2.

3.

4.

5.

6.

7.

8.

9.

10.

11.

12.

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68.

69.

70.

71.

ANTECEDENTES PARA ENTENDER ESTA NOVELA...

Galicia es una tierra envuelta en magia que esconde miles de leyendas entre sus caminos. Historias de brujas, meigas, tesoros y bandoleros. Misterios que llenan la vida de sus gentes pasando de generación en generación, formando parte de su día a día. La historia que narra este libro, tan solo es una más de tantas que alguna vez hemos podido oír, y aunque la totalidad de los lugares que se describen son reales, dejo a la imaginación del lector las tramas que lo son y las que forman parte de la leyenda.

Galicia es la tierra que llevo en la sangre y, aunque nací en Cataluña, la considero como mi lugar en el mundo. Mis raíces están allí, y fueron mis padres, gallegos ambos, y mis abuelos, aldeanos de la Galicia rural, quienes, desde dos pequeñas aldeas de las montañas de Lugo y Ourense, me inculcaron ese amor por los montes de carballos y castaños, por sus gentes y sus paisajes, sus vistas, sus tradiciones… Galicia es una patria que me la quiero como mía.

De mis tantos y tantos veranos en Galicia, guardo muchas amistades, momentos únicos, ‹‹enxebres›› (como se dice allí), gentes … historias. Guardo muchos recuerdos, de esos que se quedan grabados en la memoria y que nos marcan de por vida. Suele pasar que de pequeños no nos damos cuenta de lo afortunados que somos: abuelos, primos, padres, tíos, hermanos… todos juntos en la mesa en esas largas comidas en familia. Y cuando pasan los años, los tiempos cambian y la mesa se hace más pequeña porque van quedando sillas vacías a su alrededor. Entonces es cuando añoramos esos recuerdos…

Sirva esta novela como tributo a esa tierra que me acoge siempre que voy y que llevo dentro de mí desde la distancia de mi vida en la otra punta del mapa. Aunque los nombres de los personajes han sido cambiados, algunos de ellos son imaginarios, creados expresamente para esta novela. Estoy seguro de que cada uno se podrá reconocer en un pedazo de ellos.

Espero que esta, mi primera novela, sea de su agrado, querido lector. Muchas gracias por dedicarme una parte de su tiempo. Solo por eso, todo el esfuerzo, ganas, tiempo, pasión y entusiasmo invertidos, han merecido la pena.

A mis padres,

porque ellos me enseñaron que todos los sueños se pueden llegar a cumplir si trabajas por conseguirlos.

Y porque ellos me enseñaron a querer estos lugares.

Barcelona, 11 de abril de 2017.

“Los veranos de la infancia son la patria donde residen los sueños”

(Josep Gassó)

PRÓLOGO

Era el domingo 29 de julio del año jubilar 1.900 y la plaza del Obradoiro de Santiago de Compostela rebosaba de gente. Era un día soleado, y una muchedumbre se amontonaba a la salida de la catedral. El obispo José Domingo Pomar, observaba desde la Puerta Santa la gran cantidad de nobles, señoras y familias que conversaban en la plaza de Quintana una vez terminada la misa.

Sin dejar de sonreír, absorto en pensamientos varios, notó como una mano huesuda le tocaba los hombros. José Domingo se giró a la vez que hacía una leve reverencia. Era su homónimo de la Diócesis de Astorga, Martín Illescas, que había viajado hacía unos días, para celebrar el santo oficio con su compañero.

—Ha sido una gran ceremonia, excelencia. Y la catedral ha lucido espléndida. —le comentó Martín.

—Es espectacular. Maravillosa. Una obra inigualable. No solo guía a los peregrinos en su camino hacia el apóstol, sino que, además, tiene un aura mágica. —respondió el obispo.

—Sin duda. Cada una de las capillas son impresionantes —Conminó Martín. —Ha sido un placer oficiar la ceremonia con usted, pero deberíamos apresurarnos para la comida, pues mi partida hacia León será esta tarde. —inquirió el obispo Martín.

El Obispo cerró las grandes puertas y ambos cruzaron transversalmente la nave de la catedral, pasando por los órganos y la capilla mayor, en dirección al claustro. Desde allí, se accede a la sala capitular, el refectorio y la biblioteca y archivo de la catedral.

En el refectorio, de planta rectangular y con filas de bancos alineados en cada lateral de las paredes, ambos obispos comieron acompañados del resto de sacerdotes y monseñores que hoy habían venido hasta Santiago.

En la hora de partir, justo al empezar la tarde, el obispo José Domingo se acercó a su viejo amigo Martín, y le entregó un pequeño cofre cerrado con una sencilla cinta de seda de color púrpura.

—Viejo amigo, quiero que aceptes esto como presente y que lo guardes con todo el amor que solo tú puedes darle. —Dijo mientras le volvía a hacer una reverencia.

—¡Excelencia! No es necesario —se sorprendió.

—Es un pequeño recuerdo de los tesoros catedralicios —sonrió nuevamente el abad José Domingo. – Ábralo.

El abad de Astorga desanudó la cinta y abrió el pequeño cofre. En su interior, reposaba un rosario de oro y piedras preciosas y un saco. Dentro del saco, una pequeña colección de monedas de plata y oro, que el obispo no atinaba a reconocer.

—Son dos regalos: el primero procede de Su Majestad el Rey Alfonso XIII, y se trata de una magnífica colección de monedas acuñadas en su nombre. El segundo, una cruz y un rosario hechos de oro con diamantes y piedras preciosas engarzadas, y que fue donado por Su Santidad, directamente desde la Santa Sede en Roma, el Papa León XIII ­—aclaró el Obispo de Santiago.

—Un regalo de un valor inigualable. Lo guardaré con mucho honor. No sé si soy digno de guardar conmigo semejantes reliquias —dijo agradecido Martín.

—Ve con Dios, amigo. Y que tengas un buen viaje. Que la bendición de Dios Padre esté contigo, así como la paz del Señor. —Dijo José Domingo despidiéndose mientras besaba la mano al Obispo de Astorga.

El carruaje del Obispo Martín partió de la plaza del Obradoiro algo antes de las cinco de la tarde de ese domingo. El viaje iba a ser largo, cruzando las tierras de Coruña, Lugo y Ourense hasta llegar a su destino, en el Bierzo, así que se decidió no hacer más que las paradas justas establecidas por el camino.

A las cinco horas de travesía, y pasando de largo una remota aldea de Ourense, el carruaje tuvo que frenar en seco en una curva del abrupto camino. Tres individuos cerraban el paso a la expedición y, armados con sendas pistolas Hammerly, amenazaron a los ocupantes del lujoso carruaje. En una rápida maniobra, encañonaron a los religiosos y su compañía a través de las ventanas. El Obispo y su curia nada pudieron hacer más que entregar todo cuanto llevaban, para poder salvar sus vidas. Solo el conductor del carruaje intentó, en vano, defenderle.

Los tres bandoleros huyeron raudos montes abajo, en dirección al río, disparando balas perdidas al aire. Sabían que las escarpadas montañas, les darían una escapatoria rápida y triunfal.

Cuando continuaron el viaje y llegaron al primer puesto de mando de la Guardia Civil, poco pudieron relatar el Obispo Martín y su compañía en la denuncia ante el sargento de la benemérita, que les atendió en la comandancia de Castro Caldelas. No habían podido ver quiénes eran esos bandoleros, ni de dónde aparecieron, y mucho menos por dónde se habían escapado. Todo había sucedido muy rápido. Lo único que pudieron aportar en el atestado, fueron las pertenencias que les habían sustraído, entre ellas un valioso rosario y una gran cruz de oro y piedras preciosas, una colección de monedas y aproximadamente unas siete mil quinientas pesetas en monedas y billetes, que eran parte de las reservas de la Diócesis de Astorga.

1.

Los rayos del radiante sol de primavera que entraban por las ventanas de la galería anunciaban que ya era bien entrada la mañana, casi tocando el mediodía. Había dejado que se le pegaran las sábanas, cansado como estaba, después del ajetreo de los últimos días, dedicados a ordenar, limpiar y colocar todas las cajas de la mudanza.

Había pasado casi una semana desde que Hugo decidiera dar un giro completo a su vida. Tras conseguir una excedencia en su trabajo, estaba decidido a marcharse un año, quizás dos, a vivir en la casa que heredó de sus abuelos en una aldea remota entre las montañas de la Sierra de Queixa, en pleno corazón de la provincia de Ourense. Fue su casa de vacaciones durante toda su infancia. Allí se juntaba todos los veranos con sus primos y sus tíos, con sus padres, amigos, y cómo no, con sus abuelos. Aunque hacía ya varios años que habían fallecido, los recordaba tan vivos como siempre.

Parecía que nada había cambiado desde entonces, salvo por el vacío que reinaba en la vieja casa durante el año y si no fuera porque la gente del pueblo se había hecho más mayor. Algunos ancianos ya no estaban vivos, muchos de sus amigos casados y no vivían en la aldea, y varias casas acusaban el paso de los años y el abandono empezaba a convertir otras, inertes espectadoras del paso del tiempo, en pequeñas ruinas.

Su nueva vida, al menos durante ese año, iba a consistir en alejarse de la monotonía, del ruido y de las prisas de la gran ciudad. Su Barcelona natal siempre le había dado muchas oportunidades, pero ahora, con casi treinta y ocho años, había decidido hacer una pausa en su vida, reordenar un poco sus ideas y cargar las pilas durante un tiempo buscando nuevos objetivos. Lo merecía. En los últimos meses, la dura enfermedad de su padre, que al final se lo terminó llevando después de una triste agonía en una cama de hospital, le había quitado mucha fuerza y alegría además de no sentirse realizado en el trabajo.

La vida en la aldea era tan diferente, que le permitía sobrepasarse algún día con la hora de levantarse. Acostumbrado como estaba al puntual sonido del despertador, no tener una hora para empezar el día, era una experiencia nueva para él. Aquí el despertador eran los cantos de los gallos que se oían en la lejanía, en los pequeños corrales caseros de los vecinos. Ni tan siquiera había escuchado la bocina de la furgoneta que cada mañana, desde hacía tantos y tantos años, recorría el pueblo avisando que había llegado el pan.

Hugo se levantó aún somnoliento y se acercó al baño para darse una buena ducha caliente, esperando que el fragor del agua sobre su cuerpo lo sacara de su aletargamiento.

Un cuarto de hora más tarde se encontraba en la cocina donde calentó un poco de café y lo desayunó con un pedazo de bica, ese famoso bizcocho esponjoso y dulce tan típico de su tierra y que nunca faltaba en ningún hogar de la comarca.

Mientras desayunaba, miraba por la ventana de la cocina, envuelto en pensamientos de su infancia en aquella casona. Recordaba el pueblo, antaño, vivo, despierto, con sus gentes yendo y viniendo sin cesar de las tareas en el campo. Como la mayoría de las aldeas del rural gallego, durante los últimos años habían perdido gente y éste no quedaba fuera del peligro del abandono. Hoy día eran pocas las personas que aún vivían todo el año en la aldea, ya que los jóvenes marchaban fuera, a las capitales, en busca de nuevas y mejores oportunidades de trabajo.

De pronto, el timbre de la puerta lo devolvió al mundo real. Una pequeña sombra por el cristal de la puerta le hizo intuir quién sería. Era la señora Felisa que, viendo que el meniño Hugo no había bajado ese día a buscar el pan, había decidido comprárselo y llevárselo a su casa.

Doña Felisa, vecina de la esquina al final de la calle, había visto crecer a Hugo, desde sus primeros veranos en Galicia. Amiga de su difunta abuela, siempre tenía una sonrisa y un detalle para aquellos chiquillos que se pasaban las tardes jugando en la plazuela de la capilla, aunque ahora se hayan convertido todos en unos hombres de porvenir hechos y derechos.

Hoy no fue menos y le trajo esa barra de pan de aldea que tanto le gustaba.

—Hugo, hijo. ¡Buenos días! ¡Estarías bien dormido! Pasó el pan y no bajaste. Te lo cogí yo. Toma y ya me lo pagarás.

—¡Buenos días Felisa! La verdad es que ni me he enterado. Ya noto que la tierra me devuelve el sueño profundo. Luego te acerco el dinero. Graciñas.

—Aquí no es como en la capital… ¡ya lo sabes! Aquí se duerme a pierna suelta. Anda, coge el pan y ya me lo pagarás, descuida. Marcho, que voy a preparar la comida.

—Graciñas outra vez.

Doña Felisa se marchó cerrando la puerta tras de sí y deshizo el camino en dirección a su casa. Hugo, se apresuró en apurar el desayuno. Acabó la bica de un bocado y le dio un último sorbo al café. Para cuando miró el reloj por primera vez, éste marcaba que pasaban siete minutos de las doce.

Salió al sol de la calle, en la plazuela que estaba justo a los pies de la casa y notó que la brisa del aire en la cara le despejaba completamente. Las últimas nieves de marzo daban al pueblo un aspecto fantasmal, con los tejados aún cubiertos de blanco y el suelo frío y húmedo de la nieve derretida.

Arrancó su Kia Ceed negro por primera vez desde que llegó de vuelta a la aldea, aceleró calle abajo y recorrió los apenas dos kilómetros de atrofiada y antigua carretera que separaban la aldea de A Pobra de Trives.

2.

A Pobra de Trives es la capital de la comarca de Terras de Trives, en Ourense. Es el núcleo de población más importante de los alrededores y, allá por el siglo XIX, fue una de las villas más importantes de Galicia, gracias a su vinculación con la nobleza gallega, que solía reunirse en algunas de sus casas más importantes.

Actualmente, aun habiendo disminuido la población a prácticamente la mitad del siglo pasado, es una localidad que sobrevive dedicada prácticamente en su totalidad a la hostelería y el comercio, la agricultura, la ganadería y al turismo rural y de montaña gracias a su proximidad a la única estación de esquí de Galicia: Manzaneda.

Está formada por un total de diecinueve aldeas o parroquias disgregadas por las faldas de la Serra de Queixa, en pleno Macizo Central, y donde muchos lugareños hacen su vida diaria, dedicados a las labores del campo y a cuidar de los animales de la casa. Durante la semana, son varias veces las que los aldeanos bajan para adquirir víveres, herramientas o hacer trámites burocráticos, llenando de vida sus calles solitarias que esperan a los meses de verano para que, año tras año, regresen a la tierra cientos y miles de hijos, nietos, sobrinos y tantos otros familiares, dando a Trives una savia humana que la rejuvenece, evitándola caer en la desolación de la despoblación.

Hoy el bullicio en las calles era mayor al habitual debido al día de feria quincenal. Los días uno y quince de cada mes, mercaderes venidos de todos los rincones de la provincia montaban sus puestos y tenderetes desde bien entrada la mañana en las rúas colindantes a la Plaza de Abastos para ofrecer los más variados productos: herramientas de campo, embutidos y quesos, pan, fruta, ropa e incluso discos y juguetes que buscaban llamar la atención de los más jóvenes. Además, varias pulpeiras aprovechaban los días de feria para vender su exquisito producto, que era el manjar típico en esos días: el polbo a feira.

Una hilera de coches aparcados a ambos lados de la vetusta carretera indicaba que estaba llegando a su destino. En la diminuta rotonda de la entrada del pueblo, Hugo se encontró las rutinarias vallas señalizadas que, en días como ese, desviaban a todos los coches en dirección a la Avenida de las Américas. La Policía Local evitaba así que el tráfico accediera a la zona de la feria, y lo dirigía directamente a la carretera OU-636 que atravesaba la población en dirección Ourense y Ponferrada.

Una vez pasada la Plaza del Pilón, que quedó a su izquierda, algo le llamó la atención mientras buscaba un sitio para aparcar. La gente se amontonaba en las aceras de piedra a ambos lados de la calzada, asomando sus cabezas y mirando al final de la calle especulando y preguntando qué podía haber pasado. Varios hombres vestidos con los uniformes de color naranja característicos de Protección Civil, les indicaban con los brazos que siguieran su camino y no se pararan en la zona. Podían verse también lo que parecían ser periodistas y fotógrafos, aparatos en mano, intentando sacar conclusiones de lo que allí estaba pasando.

Sorprendido, Hugo tuvo que sujetar el volante con fuerza para evitar chocar, pues se encontró casi de bruces con un control policial y una zona acordonada que limitaba el acceso más adelante.

Dos parejas de la Guardia Civil, con sus respectivos coches patrulla atravesados en el centro de la vía, habían cerrado el acceso a la carretera comarcal OU-636, en dirección a Ponferrada. Así incomunicaban el único camino para salir de la comarca en dirección a las tierras de León, sin tener que dar un inacabable rodeo por varios pueblos de montaña. Justo enfrente, un viejo Citroën de color blanco estaba dando la vuelta obedeciendo las órdenes de los agentes que acto seguido, dieron el alto al Kia de Hugo.

—¡Buenos días agente!

—¡Buenos días! La carretera está cortada a la altura del Paseo de San Roque. No se puede pasar. ¿A dónde se dirige? —Le dijo uno de los agentes, alto y con gran bigote, que asomaba la cabeza levemente por la ventanilla, mientras su compañero inspeccionaba ocularmente alrededor del vehículo.

—Vengo a la feria. Justo iba a buscar sitio para aparcar —explicó Hugo sin dejar de mirar los demás coches patrullas que se veían aparcados en la plaza al final de la calle, justo a la altura de la Casa Consistorial y de la Iglesia.

—Deberá girar aquí a la derecha. En el descampado de la Rúa Real, encontrará sitio seguro. – Indicó el agente haciendo gestos con la mano. —Más hacia abajo, a la altura de las piscinas y el Polideportivo, en Otero Pedrayo, la calle está cortada también.

—Nunca había visto tanto revuelo. ¿Se puede saber qué ha pasado? —Inquirió Hugo, interesado en saber el porqué de tanto despliegue policial.

—Una investigación en curso. Hemos cortado la calle. No podemos dar más información. Continúe hacia su derecha, por favor. ¡Buenos días! —­Ordenó el agente.

Acto seguido, Hugo, giró el volante de su Kia a la derecha, dejando de lado el control policial y aparcó el coche a media calle, todavía pensando en la escena que acababa de ver. No era normal, ni mucho menos, que un tranquilo pueblo se viera rodeado de tantos agentes de la Guardia Civil de un día para otro en un día cualquiera del mes de abril.

Caminó unos cientos de metros e, intrigado, se detuvo un momento entre la muchedumbre, pero rápidamente desistió de enterarse de algo más y se encaminó hacia la feria, que se encontraba a escasos dos minutos andando. El día era radiante y el sol asomaba con fuerza desde lo alto de la Serra de Queixa, con la Cabeza Grande de Manzaneda al fondo, formando un paisaje de postal. Le encantaba admirar el encanto y señorío de la villa cuando pasaba por delante de la Plaza del Pilón y de la Casa Grande. Algunas caras le resultaban conocidas, pues no en vano, había recorrido esas calles prácticamente todos los veranos de su vida.

Aunque mucha gente ya volvía hacia sus casas, aún notaba cierto bullicio de gente que iba y venía de puesto en puesto cargando bolsas de un lado para otro. Se encontró con más de un viejo amigo, con el que intentó evitar las incómodas preguntas. Callejeó durante un buen rato entre los puestos de los comerciantes, entró a comprar en el céntrico supermercado de la calle San Martiño y cuando ya empezaba a entrar la tarde, buscó un sitio para comer. De repente, un mensaje de Whatsapp sonó en su móvil.

3.

Llevaban casi una hora caminando cuando pararon cerca de una aldea. Esta vez el camino desde la carretera hasta las casas se hizo más largo que de costumbre. Antón, uno de los bandoleros, estaba malherido y eso hacía retrasar al trío en su escapada por los elevados e irregulares montes de las comarcas de Ourense. Los bandoleros debían extremar las precauciones, y más con un hombre herido. Eso los hacía más vulnerables.

Entraron en la casona por la parte de detrás, sin llamar la atención. Abrieron el portón de madera por donde entraban y salían los animales del curro y accedieron hasta el interior de la casa por unas escaleras interiores. Llegaron a un gran salón–cocina, tímidamente amueblado. Una mesa cuadrada reinaba en el centro de la estancia, rodeada por cuatro desvencijadas sillas de madera. En un rincón, un viejo sillón y una alfombra hacían las veces de mobiliario, mientras que, al otro lado del cuarto, una alacena, un pequeño fregadero y una gran cocina de leña, completaban la estancia.

Una vez en el gran salón, se despojaron de las bandoleras y sus sucias chaquetas, y pudieron sentarse a descansar. Antón se encontraba muy mal. Una herida de puñal en un costado parecía no resultar un problema mayor, pero no disponer de curas durante el trayecto y el largo rodeo hasta el pueblo habían mermado al viejo bandolero, que se sentía sin fuerzas y bastante dolorido. Se acomodó en el viejo sillón del rincón y José y Manuel se acercaron para preocuparse por su viejo amigo.

—Antón, ¿Cómo te encuentras amigo? Esa herida tiene muy mal color. Deberíamos curarte. —Le dijo Manuel mientras le ayudaba a desabrocharse la camisa.

—Me duele mucho. Pensaba que no iba a ser para tanto, pero se está infectando. Noto que tengo cada vez más fiebre. —dijo, casi balbuceando. —Mirad arriba de la alacena, allí habrá algunas medicinas.

­—Deberías descansar. Si no mejoras durante la noche, iremos al médico mañana.

José se acercó por el otro lado del sillón, con una destartalada caja que contenía unos pocos medicamentos, frascos medicinales y de hierbas naturales y algunos trapos limpios. Mojó los trapos con agua abundante y apretó la herida. Antón dejó ir un pequeño grito de dolor.

—Te iba a doler. La herida no parece superficial, es más profunda de lo que pensábamos. Será mejor que me quede con él esta noche. —Comentó José mientras se esmeraba en las curas de su compañero.

—¡De acuerdo! Asegúrate que hoy pasa buena noche. Dale de cenar y mañana temprano volveré con algunas medicinas más de mi casa. Sino mejora, iremos a buscar al doctor. —Sentenció Manuel.

José siguió aplicando curas a su malherido amigo Antón y preparó algo de cenar para los dos. Mientras, Manuel, fue al establo, que estaba en la planta inferior de la gran casa. Ensilló a su caballo y se preparó para marchar. Subió para despedirse de sus camaradas.

—Esconde bien el cofre de los curas, José. Ya tendremos tiempo de repartir. No hay que dejar pista por si la Guardia Civil se deja caer por estos lares. Cuida de Antón y mañana nos vemos otra vez.

—Eso haré. Ves con cuidado ¡Honor compañero! —le contestó José.

—¡Honor, compañero! —se despidió Manuel.

Manuel miró por la rendija que ofrecían las puertas entreabiertas del establo. Comprobó que nadie merodeaba por las afueras, montó en su caballo y salió a la calle en dirección a la entrada del pueblo. Ya casi caía la noche, y las últimas luces del día le permitirían ocultarse de las miradas curiosas mientras se dirigiera hacía su aldea, al otro lado del río.

Una vez dejó atrás el pueblo de sus compañeros, azuzó a su caballo para que empezara a trotar. Quería sentir el olor y el calor de su hogar lo antes posible.

4.

El capitán de la Guardia Civil caminaba absorto de un lado a otro por los pasillos del Ayuntamiento. Estaba tan sorprendido que no dejaba de pensar en lo que había sucedido a primera hora de la mañana en el archivo municipal y en la Iglesia de San Roque, dos edificios que estaban separados a escasos metros en la misma calle, en el Paseo que lleva el mismo nombre.

Varios agentes revisaban todos los rincones, buscando pistas, huellas y demás pesquisas para llevar a cabo la investigación, mientras el capitán miraba su cuaderno de notas sin dejar de poner cara de circunstancia. Mientras intercambiaba impresiones y comentarios con el alcalde municipal, uno de los agentes de la Guardia Civil se le acercó apresuradamente.

—Capitán. —Dijo el agente saludando mientras se cuadraba respetuosamente ante su superior. —En la Iglesia todo en orden. El padre Román no presenta lesiones de gravedad. Los servicios médicos le van a dejar marcharse a casa. En cuanto al personal del Ayuntamiento, nadie ha visto nada ni oído nada. Por lo que parece, están seguros de que no falta ningún documento ni nada reseñable.

—No entiendo nada. No entiendo el móvil de este… ¿robo?, ¿hurto? Ni siquiera sabría cómo llamarlo —contestó el capitán.

—Puede que se trate de una broma pesada de algunos jóvenes. El padre no quiere que haya represalias. —dijo el agente intentando quitarle importancia. —Nos ha comentado que tampoco falta nada de valor en la Iglesia. —Continuó el agente sin dejar de gesticular.

—¡Uf! —resopló el capitán. —Está bien. Levantemos el cordón policial y que todo vuelva a la normalidad. Haremos un informe escrito en el cuartel. Avisa a Protección Civil para que retire las vallas y levante el desvío.

—Ahora mismo mi capitán. Por cierto, el padre Román le está esperando fuera. Los servicios médicos ya han terminado de atenderle. —añadió el joven agente. Y acto seguido, bajó las escaleras de la casa consistorial en dirección a la calle.

El capitán dio un último vistazo a la sala del archivo. Observó cómo el alcalde y su secretario revisaban las últimas estanterías de las librerías y se daban la conformidad con una mirada de complicidad. Con el permiso del edil, que le indicó que todo estaba en orden, salió cerrando la puerta detrás de sí.

Bajó las escaleras del primer piso en dirección a la puerta de la calle. Allí, recorrió los pocos metros que separan la Casa del Concello de la puerta de la Iglesia.

Una ambulancia del SERGAS con el portón trasero abierto de par en par franqueaba la puerta principal del templo. En su interior, el padre Román descansaba sentado escoltado por un técnico sanitario que escribía vivazmente en unos papeles. El capitán se acercó a paso acelerado mientras observaba como el viejo padre le sonreía, agitando a la vez la mano en alto, en forma de saludo.

Al llegar a la altura de la ambulancia, observó que el padre solo tenía un aparatoso vendaje alrededor de la cabeza.

—¡Padre Román! ¿Cómo se encuentra? —se preocupó el capitán.

—Capitán, tendré dolor de cabeza un par de días, pero me encuentro bien. Solo ha sido un golpe desafortunado. Gracias. —respondió el viejo cura, aún dolorido.

—Los agentes afirman que todo está en orden y que no desea presentar denuncia alguna. ¿Está seguro? ­—Se quiso asegurar el capitán.

—Totalmente. —aseveró el padre —Estoy convencido de que no ha sido más que una trastada de algún joven que esta noche bebió un poco de más. He mirado en la sacristía y, aunque todo está desordenado, no falta de nada. No se preocupe, marche tranquilo. Es de cristianos perdonar.

—Como desee, padre. Descanse un par de días. Le vendrá bien. —contestó.

—Ahora mismo un taxi me llevará a mi casa, en San Fiz. Muchas gracias por todo. En un par de días, volveré a la normalidad. Vaya con Dios, capitán, y gracias otra vez.

El Capitán se agachó para besar la mano del viejo padre. La notó huesuda, como si estuviera a punto de romperse en mil pedazos. No pudo evitar pensar qué clase de persona podría agredir a un inocente y anciano padre sin más.

Aunque tenía bien presente que no se podía fumar durante el servicio, sacó un arrugado paquete de tabaco de uno de los bolsillos de su chaqueta. Encendió un cigarrillo y le dio una profunda calada. Observó cómo los coches de emergencias, Protección Civil y policía comenzaban a desfilar calle abajo, a sus puestos de origen. Observó el cielo despejado, con el sol radiante que lucía espléndido, dando una tregua al mal tiempo de los días anteriores. En ese momento, don Ramiro Lama, el alcalde de A Pobra de Trives, cruzaba la gran puerta de la casa consistorial dirigiéndose hacia él.

—Capitán, en el Concello no echamos en falta nada. Mi secretario se quedará revisando todo, pero lo único que notamos es que hay varios estantes desordenados, carpetas y archivos fuera de sitio y varios documentos revueltos. —dijo aproximándose al guardia, que lo miraba atento.

—Hemos decidido levantar todo el control y el corte de la carretera —contestó el capitán. —De todos modos, le agradecería que se personara en la caserna durante el día de hoy para valorar bien todo este asunto. —añadió mientras le estrechaba la mano.

—Hablaré con el resto de los concejales y si es necesario pasaremos por el cuartel, una vez mi secretario acabe de ordenar todo. ¡Que tenga un buen día! —respondió Ramiro.

Ambos se despidieron y el viejo capitán caminó hasta su coche patrulla. Allí le esperaba uno de los agentes. Arrancaron y pusieron rumbo a la casa cuartel, en el lado opuesto de la villa.

No se iba convencido.

Mientras cruzaban con el todoterreno las calles, en dirección a la casa cuartel, observó por la ventanilla cómo, poco a poco, el pueblo volvía a la normalidad. Siguió pensativo durante todo el corto trayecto. Nada de lo que había pasado en esa tranquila mañana ferial en A Pobra de Trives, parecía tener sentido.

5.

El todoterreno giró la última esquina antes de adentrarse en un callejón más estrecho. Tuvo que aminorar la velocidad hasta casi pararse para poder pasar entre las casas. Dejó caer el coche hasta el final de la calle y detuvo el motor. Respiró consciente de que nadie le había seguido, ni al salir de A Pobra de Trives ni durante el camino hasta su casa a través de la serpenteante carretera. Aun así, miró por los espejos y observó que la aldea estaba calmada.

Quitó las llaves del contacto, salió del coche y se apresuró para adentrarse hasta su casa. Subió el tramo de escaleras hasta la planta principal de la casa y cerró la puerta sigilosamente.

Se quitó la chaqueta, que arrojó sobre el viejo sofá de escay, y cogió del cajón alto de la alacena, un pequeño vaso y una botella de cristal. Se sirvió un poco de orujo y lo saboreó lentamente.

Miró a través de la ventana. Era pasada la hora de comer, pero no tenía hambre. La adrenalina de todo lo que había pasado esa mañana le había quitado las ganas de comer. No quería pensar más en el fracaso que suponía no haber encontrado nada, ni en el Ayuntamiento ni en la Iglesia de San Roque. El padre Román lo había sorprendido mientras rebuscaba en el viejo archivo de la iglesia y tuvo que salir corriendo, no sin antes propinarle un puñetazo en cabeza del padre que cayó instantáneamente al suelo, inconsciente.

Atravesó la pequeña puerta lateral que daba a la Rúa Eumenio Ancoechea, avanzó cubriéndose entre la pequeña arboleda que había en la calle lateral de la Iglesia y llegó hasta el todoterreno que había aparcado hábilmente al principio del Paseo San Roque, frente a las pequeñas casas de la calle, que colindan con una de las esquinas del edificio. Nadie sospecharía de un coche aparcado en ese lugar en un día de feria. Arrancó el motor a la primera y puso rumbo a la carretera, pero evitó circular por las arterias principales, así que decidió que llegaría a la aldea atravesando y rodeando varios pueblos de la comarca. El objetivo era claro, nadie le debía seguir. En poco rato, todo ese espacio se llenaría de agentes de la Guardia Civil, Policía, ambulancias y Protección Civil que empezarían a hacer batidas, preguntas y demás investigaciones.

Pero tanta adrenalina no había servido de nada. No había encontrado los documentos que buscaba. Tenía que empezar otra vez de cero y no tenía más pistas que seguir, al menos de momento. Ahora, se encontraba a salvo en su aldea, con el coche aparcado debajo del alerón de una de las casas de piedra. Se tocó el bolsillo del pantalón de pana y comprobó que estaba todo en su sitio. Salió del coche y, sin dejar de mirar en torno, entró sigilosamente en casa. Notó el cansancio de todos los acontecimientos de la mañana. Se dejó caer en el viejo sofá y al cabo de un rato se quedó dormido.

6.

Hugo atravesó la pequeña puerta del Bar ‹‹O lar de Alicia›› – antiguo Bar Toral – , en la Calle Rosalía de Castro y preguntó a la camarera que había detrás de la barra si había sitio para comer. La chica, atareada, le indicó una pequeña mesa de madera cerca de la ventana y Hugo le pidió un tercio de Estrella Galicia. Llevaba en la mano dos bolsas de la compra y una ración de ‹‹pulpo a feira›› que había comprado escasos minutos antes a la pulpera que planta su parada en la esquina de la calle Vicente Risco. Recuerda que era donde sus padres y abuelos compraban siempre el pulpo. Como todo día de feria en A Pobra de Trives, o en cualquier otro lugar de Galicia, no se podía fallar con el plato estrella de la gastronomía local. A Hugo, sencillamente, le encantaba.

Mientras se acomodaba en una de las pocas mesas del pequeño bar en las que había sitio, sacó su móvil del bolsillo del pantalón y comprobó quién le había escrito. En la pantalla destacaba el icono de la aplicación de mensajería Whatsapp y un escueto mensaje de unos pocos caracteres. Esbozó una sonrisa cuando leyó las letras del contacto y picó los cuatro números de su contraseña para desbloquear la pantalla del dispositivo.

ANDREA SMITH.

¡Ei! ¿Cómo vas? Hace mucho que no te veo. He llegado al pueblo esta mañana. ¿Te apetece tomar un café, después de comer? Estaré pocos días. Besos.

Andrea era una amiga de la infancia en su aldea. Aún recordaba el primer día que llegó al pueblo, un verano a finales de los años noventa. Un amigo de la pandilla presentó a una prima suya que vivía en Andorra y que era la primera vez que venía a Galicia. Estaría de visita unos días en casa de sus tíos. Desde entonces, fue una más del clan y, aunque no regresaba todos los veranos, el contacto ya no se había perdido con el resto de los jóvenes del pueblo. Andrea se había quedado maravillada con los encantos de ese pequeño pueblo de la montaña gallega, de sus gentes, de sus paisajes y vistas. Era aficionada a la fotografía y estaba decidida a cursar sus estudios superiores en Barcelona. Ahora Andrea, que tenía ascendencia americana, trabajaba en Toronto, en una empresa de nuevas tecnologías y, efectivamente, hacía años que no había regresado por aquellas tierras.

Hugo acabó de comer y pidió a la joven camarera un cortado con la leche natural. Había respondido a Andrea para quedar a las cinco de la tarde en la terraza del bar Sky, en la emblemática Plaza del reloj. Hizo tiempo hasta que casi era la hora ojeando la prensa local, pidió la cuenta y salió a la calle en dirección al lugar de la cita.

La Plaza del reloj es una céntrica plaza donde, en su punto central, se alza una majestuosa torre con un gran reloj. Dicha torre, coronada por una campana originaria del siglo XIX, formaba parte de la antigua Iglesia de San Bartolomé, que databa del siglo XVII y estaba adosada a su parte trasera, la que da a la carretera. Cuando el templo se derruyó, en los años veinte del siglo pasado, la exenta torre, quedó en el centro de la plazuela como símbolo para el pueblo. En el año 1.968 se ordenó su demolición dejando la plaza vacía con una explanada rectangular. El clamor popular, hizo que el Ayuntamiento ordenara su reconstrucción en el año 1.995 con una réplica casi exacta a la que había en sus orígenes. Desde entonces, vigila la villa desde su alto campanario, dando puntualmente la hora y convirtiéndose en un orgullo para los triveses.

Hugo estaba sentado en una de las mesas del bar Sky, al abrigo de la sombra que daba la torre y se había pedido una caña. Andrea llegó puntual. Hacía años que no se veían, pero la había reconocido enseguida. Tenía veintisiete años, era de estatura normal, melena castaña al viento y delgada, lucía unas gafas Ray-Ban oscuras que tapaban parte de su cara, unos tejanos color blanco y una chaqueta tejana un poco desgastada que hacía juego con su jersey de color azul oscuro.

Se saludaron con dos cálidos besos y se sentaron. Andrea pidió una Coca-Cola zero y se acomodó en la silla a la derecha de Hugo. En la plaza solo había tres mesas más ocupadas, la tarde había quedado tranquila después del día de feria.

—¡Andrea Smith! Dichosos los ojos… —sonrió Hugo mientras iniciaba la conversación – ¿Cuánto tiempo ha pasado?

—Desde que te vi, unos siete años. Estaba estudiando en Barcelona cuando comimos un día juntos. Estabas acabando tu máster, Hugo —aclaró Andrea dando un sorbo a su bebida —A Galicia hace menos. Me escapé cinco días las pasadas Navidades.

—Es verdad, que me escribiste. ¿Y qué es de ti? Cuéntame.

—Voy a pasar unos días con los “titos”. Tengo vacaciones y ya sabes que me encanta volver por aquí, a mi tierra fetiche. Estaré hasta el martes de la próxima semana. Tengo avión para Barcelona.

—¿Vas a ver a tus padres?

—Sí, he alquilado un coche en Barcelona y subiré para Andorra unos días. Una semana como mucho, luego tengo que volver a Toronto. El trabajo me espera.

—Cierto, ¡eres toda una ciudadana canadiense! Llevas un montón de tiempo ahí.

—Cuatro años. Acabé la carrera, y como siempre quise ir a estudiar fuera, aproveché para hacer el máster en la empresa de nuevas tecnologías donde trabajo. Toronto es una ciudad que da muchas posibilidades. ¿Y tú? Me dijo mi tía que estabas por aquí, ya que vio tu coche aparcado en la calle. ¿No te has equivocado de calendario? —quiso picar Andrea.

—¡Jajaja! Veo que los canadienses no han cambiado nada tu sentido del humor… No. Estaré por una larga temporada. He pedido una excedencia en el colegio. Necesito cargar pilas por un tiempo. A nivel personal, digamos que no estoy pasando por mi mejor momento.

—Galicia es perfecta para desconectar. —espetó Andrea.

La jovial conversación se alargó durante toda la tarde. En ella recordaron los largos veranos en el pueblo, las fiestas por la noche, los juegos en la plazuela de la capilla, y se pusieron al día sobre los temas laborales, personales y algún cotilleo de la gente de la pandilla. El paso del tiempo les había distanciado levemente, pero esa pequeña aldea de la Sierra de Queixa, les mantenía unidos siempre. Tarde o temprano, siempre volvían a encontrarse.

Ya era casi de noche, así que decidieron pedir unas tapas para cenar. La velada continuaba entre recuerdos y proyectos laborales. Cuando el sueño empezó a llamar a la puerta, pagaron y decidieron volver al pueblo. Se despidieron con dos besos, no sin hacer planes para los próximos días. Hugo pensó que sería bueno hacer cosas diferentes para que su cabeza no estuviera a kilómetros de ahí. Había sido una tarde muy amena. Hugo se dirigió a su coche, a unos metros de la plaza y deshizo el camino de esa mañana en dirección a su casa. Le volvió a resultar extraño la algarabía que se había formado en ese mismo sitio esta mañana. Verlo ahora tan tranquilo, le devolvió la calma.

7.

En la soledad del pequeño cementerio, tres hombres contemplaban el desvencijado ataúd de madera que yacía al lado de un foso lo bastante hondo como para poder dar sepultura.

El anciano cura terminó sus breves oraciones y se santiguó ante el féretro. Los dos hombres que acompañaban al anciano párroco se agacharon, cogieron las cuerdas que sobresalían de ambos lados de la caja de madera y se dispusieron para llevarlo al fondo del agujero.

Los dos bandoleros miraban cómo descendía el féretro que contenía los restos mortales de su amigo. Aún no lograban comprender como esa herida había derivado en una infección que acabó con la vida de su compañero de batallas. Cuando las cuerdas tocaron el fondo del hoyo, asieron las palas que había en el suelo y se dispusieron a taparle para el resto de los días. El anciano sacerdote del pueblo arrojó un pequeño y consumido ramo de rosas sobre la tapa de madera de ‹‹rebolo›› y dejó que los dos viejos amigos hicieran sagrada sepultura.

Al terminar, clavaron una simple cruz de madera con una breve inscripción tallada a mano en la que se podía leer:

DEP, ANTÓN, año del Señor de 1900

Los dos bandoleros guardaron un minuto de respetuoso silencio, se santiguaron y se abrazaron en señal de mutuo respeto. El párroco se despidió afectuosamente de los dos bandidos a pesar de conocer a qué se dedicaban, ya que no dejaban de ser hijos del Señor y vecinos de esos pueblos. ¿Quién era él, sino un siervo de Dios, para no dar sepultura a otro hijo de esa tierra? Caminó los pocos metros que le separaban de la puerta del camposanto, dobló la esquina y el lugar se sumió en el silencio más sepulcral.

—Amigo, sé que hiciste todo por cuidarle, pero la herida era peor de lo que pensábamos —dijo Manuel mientras colocaba cariñosamente su mano derecha encima del hombro de su amigo —Ahora ya descansa en paz.

—Era el mejor de los tres. A nada le temía y todos le temían. Ya nada será igual —se lamentaba José, sin levantar la cabeza de la tumba de su amigo —Creo que llegó el momento de poner fin a todo esto.

—¿Qué me dices José? No hagas parvadas. —se sorprendió Manuel.

—No, Manuel. Solo hablo de dejarlo. Creo que es momento de retirarnos. —inquirió José. —Somos mayores ya. Tengo ganado, tierras fértiles, una olla caliente cuando llego a casa, y bastantes cuartos para vivir bien. Además, el niño ya necesita de muchos cuidados. Este viejo bandolero ya hizo todo lo que había que hacer. Se acabó, camarada.

—Nunca pensé que nosotros acabáramos de esta forma —afirmó Manuel. —Siempre creí que nuestro fin estaría en alguna cuneta, muertos. Pero es de respetar tu decisión. La lealtad que siempre has mostrado te hace digno. Te deseo la mejor de las suertes.

—Descansa unos días, viejo amigo. Visítame cuando te repongas y pasaremos cuentas. —Dijo despidiéndose.

Las palabras de José sonaban llenas de ternura.

Manuel también sabía que su momento había llegado. Tenía una familia a la que mantenía, y también disponía de cabezas de ganado y huertas. En Galicia eso era mucho en esa época y también entendió que lo mejor era dejar a un lado las estancias en las montañas, agazapados en las curvas del camino esperando algún ricachón despiadado al que atracar. Había llegado el momento de terminar con el peligro, el no saber si volvería a casa para continuar con la vida que el resto de su familia y vecinos de la aldea conocían. La de un lugareño que se entregaba a sus animales y a sus tierras pero que desaparecía durante días sin saber más noticias de él.