Una promesa en tus labios - Leanne Banks - E-Book
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Una promesa en tus labios E-Book

Leanne Banks

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Beschreibung

Tan cerca... y al mismo tiempo tan lejos... Nada más ver a la belleza que acababa de chocar contra su granero, el ranchero Jared McNeil supo que tendría problemas. Como Mimi Deerman no tenía seguro, sugirió pagarle la deuda cuidando de sus sobrinas. Jared intuía que aquella mujer escondía algo, pero sus curvas conseguían que lo olvidara todo. Y no tardó en meterse en su cama y conseguir traspasar todas sus defensas. La princesa Michelina Dumont había llegado a Wyoming en busca de su hermano, pero había encontrado la pasión. ¿Cambiaría la corona por el amor de su vida?

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Leanne Banks

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una promesa en tus labios, n.º 1263 - mayo 2016

Título original: Princess in His Bed

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2003

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8242-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

La peluca le cambiaría la vida.

Michelina apenas podía ocultar la emoción mientras se quitaba la diadema y se cubría la melena negra con aquella peluca marrón tan fea. Ya se había limpiado de la cara su maquillaje habitual y había cambiado su modelo de diseño por una falda y una blusa de lo menos interesantes que le había afanado a su nueva cuñada, Tara York Dumont.

Todos habían reparado en cómo Michelina había ayudado a Tara a renovar su vestuario y a tener más estilo. Pero no se habían dado cuenta de que Michelina a su vez había estado aprendiendo de Tara y observando las ventajas de ser una mujer común y corriente. Todo el mundo se fijaba en una mujer elegante y bella, pero una del montón pasaba desapercibida; que era lo que Michelina pretendía hacer.

En realidad Tara se había vestido con ropa de lo menos atractiva para frenar los intentos de su padre de hacer de casamentero. Pero el hermano de Michelina, Nicholas, había adivinado la estrategia de Tara, y enseguida los dos se habían dado cuenta de que eran almas gemelas.

Qué tierno, pensaba Michelina mientras volteaba los ojos; pero a ella le quedaba mucho por vivir antes de que su madre, reina de la isla de Marceau, consiguiera casarla con el Conde Ferrero de Italia.

Michelina se miró al espejo del cuarto de baño de la casa de su prima en París. La música de la fiesta hacía retumbar las paredes. Se puso las lentillas de color, que había pedido por Internet junto con el pasaporte falso. Otra idea de Tara. El destacado color gris plateado de sus ojos cambió a marrón, y al verse en el espejo el corazón se le aceleró. ¡Pero si ni ella misma se reconocía!

Respiró hondo, se guardó el pasaporte falso y el resto de sus cosas en la bolsa, salió del baño y se abrió camino entre la multitud de huéspedes. Sus guardaespaldas estaban junto a la puerta de entrada. Sabía que tenían órdenes no solo de protegerla, sino de impedir que se largara. Michelina se había mordido la lengua al menos un centenar de veces en el último mes para convencer a su madre de que le permitiera asistir a la fiesta de su prima.

Al llegar a la puerta de entrada, se acercó al mayordomo.

–Necesito un poco de aire fresco –dijo.

El hombre abrió la puerta.

–Por supuesto, mademoiselle.

–Merci beaucoup.

Con el corazón latiéndole a mil por hora, Michelina avanzó por el pasillo y bajó las escaleras. La suerte estaba de su lado, y el portero le consiguió un taxi inmediatamente. En el aeropuerto Charles de Gaulle pasó muchos nervios mientras cruzaba los controles de seguridad. ¿Y si se daban cuenta de que tenía un pasaporte falso? ¿Y si le quitaban la peluca?

Pero sus miedos resultaron infundados, porque finalmente subió al avión y tomó asiento. Pensó en su hermano Nicholas y en su esposa, Tara, en su hermano mayor Michael y en su esposa Maggie. Se preocuparían por ella. Entonces recordó el secreto que le habían ocultado, y sintió de nuevo resurgir en su interior la rabia y la determinación.

Habían pensado que no podría soportar la noticia de que el hermano que habían creído desde siempre muerto estaba en realidad vivo, en algún lugar de Estados Unidos. Ella les demostraría que habían hecho mal. Lo encontraría y lo llevaría de vuelta a París. Demostraría de una vez por todas que no era una princesa inútil.

El avión comenzó a tomar velocidad y finalmente despegó, empujándola hacia delante en el asiento. La princesa Michelina Dumont sintió una gran euforia. Por fin era libre.

En su mente se vio ya en América, donde la primera parada sería Wyoming.

Capítulo Uno

 

La princesa Michelina se compró una camioneta Ford negra. A pesar de la emoción que le proporcionaba su recién estrenada libertad, sintió también cierta angustia.

Sabía que estaba en Wyoming, pero no exactamente dónde. La carretera era estrecha y las indicaciones eran escasas. Además, la noche era muy oscura.

Al dar una curva, los faros iluminaron a una vaca que estaba de pie en medio de la carretera. Michelina se asustó, viró hacia la derecha y se chocó contra una valla. Antes de poder reaccionar o recuperar el control de la camioneta, un granero apareció delante de ella. Michelina pisó el freno, pero fue demasiado tarde.

Lo último que vio fue el volante antes de que pegarse en la cabeza.

 

 

–¡Una camioneta se ha chocado contra el granero! –gritó Gary Ridenour tras entrar a toda velocidad en el tranquilo vestíbulo de la casa de Jared McNeil.

Jared se olvidó de la paz de la que había planeado disfrutar esa noche y dejó el periódico en el revistero antes de ponerse de pie.

–¿Qué quieres decir con eso? –le preguntó mientras la recorría un mal presentimiento.

Gary, que estaba recuperándose aún de la carrera, se encogió de hombros.

–De pronto apareció una camioneta no se sabe de dónde y se pegó contra el cobertizo de Romeo.

Jared agarró las llaves muy alarmado y fue hacia la puerta.

–¡Romeo!

Romeo era su muy bien apreciado toro. Como era un semental, Romeo le hacía ganar mucho dinero. Jared salió dando grandes zancadas con Gary a la zaga.

–¿Qué ha pasado?

–No estoy seguro –respondió Gary–. Pensé en ir a ver cómo estaba Romeo, pero decidí que sería mejor venir primero a buscarte.

Jare asintió y se subió a su camioneta.

–Maldición. Si le pasa algo a ese toro, quienquiera que se haya pegado contra el cobertizo va a tener problemas.

Gary saltó a la camioneta y miró a su superior con recelo.

–Ese toro es muy duro. Tal vez ni se haya enterado.

–Romeo es un bebé grande –lo corrigió Jared mientras tomaban un camino de tierra–. Seguramente estará bramando como un loco.

Desde luego no era el mejor momento para un incidente como aquel. Además de ser el dueño del rancho más grande del sureste de Wyoming, en ese momento Jared McNeil tenía varios cargos provisionales. El alcalde de la localidad se había largado a Florida, de modo que Jared tenía que hacer de alcalde en funciones hasta que le tuvieran que retorcer a alguien el brazo para persuadir a esa persona de que aceptara el puesto; y como su hermana y su cuñado estaban recuperándose de un grave accidente de automóvil, Jared estaba además al cuidado de sus dos sobrinas.

Tomó una curva y detuvo bruscamente el vehículo. La noche era oscura como la boca del lobo, y lo primero que Jared oyó fueron los bramidos del toro. Tal y como había pensado.

–Supongo que eso es buena señal. Al menos no está muerto –murmuró mientras Gary se unía a él y echaban a andar en dirección al cobertizo.

Cuando entraron en la construcción Romeo estaba bramando y piafando, y levantando la cabeza hacia una camioneta negra. Al ver que estaba físicamente bien, Jared sintió cierto alivio. Entonces salió de allí, dispuesto a cantarle las cuarenta al desgraciado que hubiera abierto aquel agujero en su granero, y fue hacia la camioneta.

–¡Oiga, amigo! –gritó–. Espero que tenga un buen seguro… –su voz se fue apagando al ver a una mujer echada sobre el volante–. ¿Pero qué demonios…?

Gary corrió a su lado.

–¿Qué ocurre señor McNeil ¿Qué…? –gritó Gary–. ¡Es una mujer!

Jared se acercó tímidamente a tocar a la mujer, y en ese momento ella gimió. Qué alivio.

–Está viva –murmuró–. ¿Señorita? –le preguntó mientras le tomaba la mano y le daba unas palmadas.

–¿Quiere que llamemos a emergencias? –le preguntó Gary.

–Démosle un par de minutos más –dijo Jared, sin soltarle la mano.

Ella levantó ligeramente la cabeza y gimió de nuevo.

–Mon Dieu…

Jared se estremeció ligeramente al ver que su rostro se crispaba de dolor. La melena oscura y brillante le caía sobre la mejilla, pero no podía ocultar un pómulo finamente esculpido una tez canela de textura aterciopelada. Entreabrió los ojos, que lentamente fijó en él. El gris claro intenso, casi plateado, de esos ojos lo dejó sin habla unos instantes. Pestañeó y, sin quererlo él, le paseó la mirada por el resto de su cuerpo. Llevaba una camiseta ceñida que enfatizaba sus pechos pequeños y redondos y unos vaqueros de cintura baja que se le ajustaban a sus caderas esbeltas y redondeadas y a sus piernas largas.

Entreabrió de nuevo los ojos, y Jared vio que tenía las pestañas largas y brillantes.

Olía a perfume francés que se le antojó caro y prohibido. La primera impresión que le dio aquella mujer fue que sin duda le causaría problemas.

–¿Está bien? –le preguntó.

Ella asintió e hizo una mueca de dolor.

–Eso creo, pero me duele la cabeza muchísimo.

Mientras le señalaba la frente, intentó localizar su acento, que tenía trazas de francés, de británico y de americano.

–Le va a salir un chichón.

Ella miró por el retrovisor.

–¿Qué daños he causado? –preguntó.

–Creo que el toro está bien, pero ha derribado usted casi toda esta parte del cobertizo.

–Me refería a mi camioneta –dijo en tono regio.

Jared arqueó las cejas.

–No he inspeccionado su camioneta. Pero mientras tenga un seguro a todo riesgo, no tendrá problemas de ningún tipo.

Ella lo miró aturdida, y Jared adivinó que no tenía seguro. Se apostaba la mitad de sus posesiones a que no lo tenía. Entrecerró los ojos. Eso de ayudar a damas ricas en apuros se había terminado. Si la señorita de los ojos plateados no tenía seguro, que apoquinara.

–Soy Jared McNeil, y este es mi rancho y mi granero. ¿Cómo se llama usted?

–Mi… –su voz se fue apagando mientras una expresión de pánico asomaba a su rostro.

–¿Mi… qué?

–Mimi –dijo con convicción.

–¿Mimi qué?

Titubeó mientras desviaba la mirada.

–Deerman. Mimi Deerman. Por favor, discúlpeme por haberme chocado contra su granero.

Lo dijo con tanta suavidad, que casi estuvo a punto de asentir. Pero se controló.

–La compañía de seguros se encargará de las disculpas oficiales. ¿Es usted de por aquí? ¿Quiere que llamemos a alguien? –le preguntó, aunque ya conocía la respuesta.

Ella sacudió la cabeza e hizo una mueca de dolor.

Jared sintió lástima por ella. Estaba muy oscuro, sin duda estaba perdida… y encima sin seguro.

–¿Quiere ir al hospital?

Ella abrió los ojos como platos.

–Oh, no. Estoy bien –dijo despacio mientras salía de la furgoneta–. Solo necesito… –de pronto se puso pálida.

Jared la agarró, temiendo que fuera a caerse.

–¿Está segura de que no quiere ir al hospital?

–Totalmente –insistió–. Tal vez pueda dormir en la furgoneta.

Gary gimió con desaprobación.

–No puedes dejar que duerma en la camioneta. Sobre todo después de golpearse en la cabeza.

Jared tragó saliva, lleno de frustración.

–Tengo una habitación de sobra. Puede quedarse en el rancho. Pero solo por esta noche –dijo en beneficio de todos, incluido el suyo.

–Estoy en deuda con usted.

Ella lo miró a los ojos, y Jared percibió una sensación extraña en su interior. Como un fuego. No sería un hombre si no se la imaginara dándole las gracias de un modo prohibido y misterioso.

Se aclaró la voz.

–No es para tanto. Ya hablaremos de lo del seguro por la mañana.

Ella se puso pálida otra vez, y Jared la levantó en brazos.

–Gary, lleva a Romeo a otro granero. Nos ocuparemos de este lío por la mañana.

Mientras transportaba su cuerpo suave y lleno de curvas a su camioneta, intentó no aspirar el aroma provocativo de su perfume y controlarse para no volver a mirar de arriba abajo aquel cuerpo pecaminoso e incitante. Una vez su hermana le había diagnosticado su problema con las mujeres; la llegada de Mimi a su vida no hacía más que confirmar esa idea. Según su hermana Gina, Jared tenía imán para atraer los problemas. Atraía a mujeres problemáticas, que transformaban su mundo en un caos. Sin embargo, solo le bastó echarle una mirada a Mimi Deerman para saber que le daría un significado nuevo al concepto de caos.

 

 

Michelina frotó la mejilla sobre la almohada. Su textura era distinta. Asomó la cabeza, que se había tapado con la almohada y vio que no estaba en el palacio. Además, la cabeza le dolía como si tuviera dentro un fuego de artillería. Estaba en Wyoming.

Sintió una mezcla de aprensión y emoción al pensar en los acontecimientos de la noche anterior. Frunció el ceño mientras se decía que necesitaba arreglar la furgoneta y continuar buscando a Jacques. Mientras se levantaba de la cama despacio pensó en el hombre que la había llevado a su casa.

Inevitablemente amable, atractivo si a una mujer le gustaba el tipo autoritario y viril. Pero a ella no. Su familia estaba llena de hombres dominantes.

La puerta de su dormitorio se abrió de par en par y de pronto entraron dos niñas con Jared McNeil y un perro ladrando a todo ladrar.

–¡No! ¡Katie! ¡Lindsey! –finalmente se detuvo cuando las agarró del camisón–. Os he dicho que… –se calló al ver a Michelina levantándose de la cama.

–¿Quién es? –preguntó la niña más mayor.

–Está aquí –vaciló brevemente– porque anoche se le estropeó el coche y se quedó tirada. Se marcha hoy.

Michelina arqueó las cejas al oír su explicación un tanto confusa.

–Se me estropeó el coche –repitió–. Mi camioneta…

–Mimi Deerman –la interrumpió en voz alta–, le presento a Lindsey y a Katie, mis sobrinas. Están conmigo mientras mi hermana y mi cuñado se recuperan de las lesiones sufridas…

–En un accidente de tráfico muy grave –terminó de decir Katie con expresión preocupada.

–Oh –se compadeció Michelina, que enseguida se dio cuenta de que Jared había alterado los hechos de la noche pasada por sensibilidad hacia sus sobrinas–. Encantada de conoceros. Siento mucho lo del accidente de vuestros padres.

Katie levantó la vista y miró a McNeil.

–Es guapa pero habla raro.

Él asintió con la cabeza y al momento condujo a las niñas hacia la puerta.

–Helen os ha preparado unos cereales. Vamos, Leo –le dijo al perro, y volvió la cabeza antes de salir–. Dentro de unos minutos usted y yo hablaremos del asunto del seguro.

Michelina se quedó helada. ¿Seguro? Miró al señor McNeil a los ojos y sonrió para disimular su pánico.

–No hay problema. Después de todo, ¿qué puede costar un cobertizo?

Treinta minutos después Michelina estuvo a punto de caerse de la silla de cuero en la que se había sentado, en el despacho que el señor McNeil tenía en su casa. Sacudió la cabeza con desesperación.

–La pared de un granero no puede costar tanto.

–Esto no incluye la reparación de su furgoneta.

–La reparación no será tan cara. Solo es la parte delantera del vehículo.

Él le echó una mirada llena de lástima.

–La sorprenderá saber lo que cuesta la mano de obra.

Ella abrió la boca para protestar, pero las sobrinas de Jared irrumpieron en ese momento en la habitación.

–¡Helen se ha caído y dice que no puede andar, que le duele el tobillo! –gritó Katie.

–¿Helen? –repitió Michelina.

–Helen es mi ama de llaves –le dijo Jared mientras se ponía de pie–. ¿Dónde está? –le preguntó a Katie.

–Al pie de las escaleras del sótano.

–Terminaremos esto dentro de unos minutos –le dijo a Michelina–. Quienquiera que dijese que no hay dos sin tres, se equivocó –murmuró mientras salía de la habitación–. A mí me llegan los problemas de diez en diez.

Michelina sintió cierta simpatía hacia aquel hombre. Entre la responsabilidad de sus sobrinas, su colisión contra el granero y la caída de Helen, entendió que las cosas no le iban demasiado bien. Ella, por su parte, tenía sus propias preocupaciones. Se había llevado dinero suficiente para vivir con comodidad durante un mes; pero luego la furgoneta había costado un poco más de lo que ella había previsto. Pero no podría retirar más dinero de su cuenta corriente porque entonces descubrirían dónde estaba; y su única tentativa de tener algo de independencia acabaría antes de empezar. Sintió que la confianza que había sentido en sí misma se desinflaba como un globo. ¿Y si fuera verdad lo que decían? ¿Y si era demasiado veleidosa como para cuidarse o tener cuidado de las cosas importantes? ¿Y si era de verdad una princesa inútil?

Pero solo de pensar en volver a Marceau, Michelina empezó a sentir una sensación de ardor en el estómago. Cerró los ojos y respiró hondo mientras intentaba recuperar la confianza. Acababa de empezar. Sí, era cierto que se había chocado contra un granero, pero eso no quería decir que tuviera que abandonar su plan. Solo necesitaba improvisar.

Jared McNeil apareció a la puerta.

–¿Sabe algo de niños? –le preguntó en tono dudoso.

El escepticismo en su mirada de ojos oscuros se añadió a su pesar. Había visto la misma expresión en las caras de sus hermanos y de su madre.

–Por supuesto –contestó.

Al fin y al cabo tenía sobrinos y sobrinas… Y ella misma había sido niña, después de todo.

–Normalmente no haría esto, pero creo que Helen se ha roto el tobillo, y eso quiere decir que tengo que llevarla a la clínica para que se lo traten. No me quiero llevar a las niñas –le explicó Jared.

–Yo puedo cuidar de ellas –se ofreció.

No podía ser tan duro cuidar a dos niñas tan dulces como aquellas.

–¿Está segura?

–Desde luego –dijo con cierta irritación mientras se ponía de pie para sentirse más a su nivel; aunque no funcionó del todo, ya que él seguía sacándole por lo menos una cabeza. Para compensar, Michelina alzó la barbilla.

–Bueno, como no tengo a nadie más tendré que conformarme con usted. Le dejaré mi número de teléfono por si acaso ocurre algo. Tal vez tenga que prepararles el almuerzo.

Michelina pestañeó. El servicio de palacio no le había permitido acercarse por la cocina desde que había intentado preparar una tarta y había explotado en el horno.

Él suspiró, como si le hubiera leído el pensamiento.

–Bastará con unos sándwiches de manteca de cacao y jalea.

–Muy bien.

–Katie podrá ayudarla si se mete en un lío.

¡Eso sí que era insultante! Michelina entrecerró los ojos.

–¿Cuántos años tiene Katie?

–Cinco, pero le gusta ayudar en la cocina. Algo me dice que usted no ha pasado mucho tiempo ahí –murmuró mientras sacaba una tarjeta de su escritorio y le señalaba un número impreso en el cartón–. Llámeme si tiene algún problema.

–No habrá ninguno –le aseguró mientras aceptaba la tarjeta.

–Quiero que me dé su palabra –dijo sin soltar del todo la tarjeta.

Ella lo miró y sintió una mezcla de indignación y de un extraño deseo de hacer frente a aquel reto. Michelina percibió que ese hombre era todo lo que ella no era: seguro de sí mismo y de sus habilidades, próspero, competente. Envidiaba todas aquella cualidades y estaba empeñada en llegar a conseguirlas ella también.

–Le doy mi palabra de honor –dijo en tono bajo mientras lo miraba a los ojos sin pestañear.

La chispa de emoción que percibió en sus ojos de un azul intenso le proporcionó una sensación embriagadora, como si se hubiera bebido unas copas de champán. Su sensualidad la pilló desprevenida, y durante unos segundos no fue capaz de apartar la mirada de él.

Él le puso la tarjeta en la palma de la mano, y el roce de su mano callosa y cálida le hizo sentir un cosquilleo agradable. Por un momento se preguntó si como amante estaría tan seguro de sí mismo. Le daba la agradable impresión de que Jared McNeil sabía cómo motivar a una mujer para que le proporcionara placer y a su vez cómo ocuparse de ella.

En su interior sonó una campanada de alarma, y Michelina retrocedió mentalmente. El golpe que se había dado en la cabeza debía de haberla afectado más de lo que parecía a simple vista. Pero ya analizaría más tarde esa reacción hacia el señor McNeil. Cuidaría de sus sobrinas esa mañana, por la tarde se marcharía y enseguida se olvidaría de él.