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Glory vio cómo todas sus fantasías se hacían realidad cuando comenzó aquel romance de ensueño con el irresistible Rafaello Grazzini; todo su encanto y caballerosidad hacían que se sintiera como una verdadera princesa. Por desgracia, el padre de Rafaello no veía con buenos ojos aquella relación y pronto consiguió acabar con ella por medio del chantaje. Muchos años después, Glory se encontraba en una situación desesperada y buscó ayuda en su antiguo amor. Tan arrogante como guapo, Rafaello accedió a ayudarla con una sola condición: que se convirtiera en su amante.
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Seitenzahl: 205
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2001 Lynne Graham
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Una proposición escandalosa, n.º 1288- septiembre 2021
Título original: Rafaello’s Mistress
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1375-888-6
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Si te ha gustado este libro…
CUANDO Glory entró en la sede londinense de Grazzini Industries, todos los hombres volvieron la cabeza para admirarla.
Tenía un rostro inolvidable: pómulos amplios y sesgados, luminosos ojos de color azul claro, labios llenos y sonrosados. Incluso con la melena de color miel recogida hacia atrás, pantalones militares de color caqui y un jersey informal, llamaba la atención. Los hombres la devoraban con la mirada: no podían evitarlo. Aquel hermoso rostro y exuberante figura le conferían un gran atractivo sexual.
Sin percatarse de la atención que estaba recibiendo, Glory se concentraba en hacer acopio de valor. Rafaello la escucharía, «claro que sí». ¿Qué más daba que hubieran transcurrido cinco años desde la última vez que se habían visto? ¿Y qué si su relación había acabado mal? La había hecho sufrir tanto que todavía no se atrevía a recordar aquel doloroso final. Él, en cambio, salió indemne: los hombres de negocios influyentes y poderosos carecían de sensibilidad. Quizá Glory lo hubiera herido en su orgullo pero, en ese aspecto, Rafaello estaba sobrado. No la sorprendería lo más mínimo que apenas recordara haber salido con ella.
Glory, en cambio, recordaba cada día, cada hora, cada minuto de su relación. Recordaba lo ingenua, confiada y estúpida que había sido, y la humillación de la última noche, seguida de la agonía de la pérdida y el rechazo. La historia más vieja del mundo, se dijo, mientras luchaba por dominar aquellos recuerdos debilitadores. Ella buscaba amor, él una distracción pasajera. Rafaello podría haber sido su primer amante, pero rompieron antes de que ella confiara en él lo bastante para decir que sí.
A solas en el ascensor de paredes de acero, Glory reclinó la frente sudorosa sobre la fresca superficie de metal. «Contrólate, chica. Levanta la cabeza». Daba igual que estuviera hecha un manojo de nervios, que no tuviera un solo traje elegante en su ropero y que el gigantesco edificio de oficinas de acero y cristal de Rafaello la intimidara terriblemente. Estaba allí para ayudar a su familia: a su padre y a su hermano pequeño, Sam.
Salió del ascensor en el último piso, donde la elegancia, el lujo y el confort eran la nota predominante, y se dirigió a la mesa de recepción.
—Tengo una cita con el señor Grazzini —dijo con voz amortiguada por el peso de la tensión. La atractiva morena la miró de arriba abajo; entre sus cejas afinadas se dibujaba un leve ceño.
—¿Su nombre?
—Little, Glory Little —contestó Glory con atropello.
—Tome asiento, por favor —le señaló la zona de espera de tonos azules suaves y sillones de cuero.
Glory escogió una revista de moda, y empezó a hojearla; las modelos lucían trajes que costaban más de lo que ella ganaba en seis meses. Se distrajo y miró a su alrededor; aquel ambiente de lujo la impresionaba aunque no se sentía cómoda en él. Claro que no la sorprendía que Rafaello tuviera éxito en los negocios… Había nacido rico y moriría aún más rico. ¿No lo llevaba en los genes? Según recordaba haberle oído decir a Rafaello, los Grazzini empezaron a amasar su fortuna en la Edad Media, como mercaderes.
No era de extrañar que su relación no hubiera cuajado, pensó, sonriendo al recordar su lastimosa ingenuidad a la corta edad de dieciocho años. Por aquella época, Glory opinaba que las diferencias de clase social no significaban gran cosa en una sociedad que rozaba el segundo milenio. Afirmar lo contrario suponía estar chapado a la antigua, le dijo a una amiga menos ingenua que había insinuado que Rafaello solo podía estar interesado en «una cosa». Cuando su propio padre intentó prevenirla, Glory se limitó a reír y a señalar que a Rafaello le importaba un comino que hubiera dejado de estudiar a los dieciséis años; para él no eran más que banalidades.
—¿Señorita Little?
Un hombre joven, con traje elegante, la arrancó de sus agitados pensamientos. Glory recogió el bolso y se puso en pie.
—¿Sí?
—El señor Grazzini la está esperando.
Glory alcanzó a desplegar una versión forzada de su alegre sonrisa y consultó su reloj.
—A las diez en punto. Rafaello no ha cambiado nada; sigue siendo un maniático de la puntualidad.
El hombre pareció sorprenderse de aquel comentario coloquial. Glory se ruborizó hasta las orejas. Había hablado más de la cuenta, pero los nervios siempre le aflojaban la lengua y se precipitaba a llenar los silencios incómodos. En aquella ocasión, no. Sabía por qué el hombre se había quedado momentáneamente perplejo: no entendía que una chica tan corriente como ella pudiera haber tuteado alguna vez a su opulento y sofisticado jefe.
—Soy el ayudante de dirección del señor Grazzini —le informó—. Me llamo Jon… Jon Lyons.
—Yo, Glory —respondió, dando gracias porque el ayudante de Rafaello no fuera tan clasista como ella había creído. Se regañó a sí misma por tener prejuicios.
—Un nombre original — señaló Jon Lyons, mientras recorría el amplio pasillo que se extendía ante ellos a paso de tortuga; se detuvo y le dirigió una cálida sonrisa de aprobación—. Pero muy bien puesto.
Glory resistió la tentación de contarle que debía su nombre al desenfreno con que su padre había festejado el nacimiento de su única hija. A la mañana siguiente, en lugar de inscribirla en el registro con el pomposo nombre de Gloriana, como su afectuosa madre había deseado, la llamó Glory a secas. Con una estatura de un metro cincuenta y dos y el apellido Little, que significaba «pequeña», estaba más que acostumbrada a que bromearan a su costa. Y, si Jon Lyons estaba piropeándola, prefería no saberlo.
A sus veintitres años, ya había conocido demasiados hombres cuyo único interés por ella radicaba en su figura bochornosamente voluptuosa. Contaba con amplia experiencia en citas que terminaban en forcejeos y en agresivos y enojados «¿Por qué no?» Aquella actitud masculina le resultaba humillante y amenazadora; parecía implicar que no era dueña de su cuerpo y que debía compartirlo tanto si quería como si no. Pero, como Glory era terca como una mula y estaba decidida a atrincherarse hasta que el amor y el compromiso aparecieran en su vida, siempre había sido tacaña con su cuerpo.
Su acompañante seguía intentando entablar conversación, pero ella guardaba silencio. Cuanto más se acercaban a la imponente puerta del fondo del pasillo, más nerviosa se ponía y más pausados y cortos eran sus pasos. Rafaello estaría al otro lado de la puerta, esperándola. Pero había accedido a verla, ¿no? ¿No era ese un dato esperanzador? Al menos, su secretaria la había llamado para confirmar la entrevista.
Y ¿cómo le plantearía la cuestión? ¿Recapacita, por favor? ¿No despidas a mi padre? ¿No lo castigues por las travesuras de mi hermano?
Sam había cometido una estupidez. Tras hacerse con el juego de llaves de su padre, y aprovechando que el ama de llaves pasaba la noche fuera, había improvisado una fiesta en la señorial mansión inglesa de los Grazzini, Montague Park. La juerga se le había ido de las manos. Al reparar en los desperfectos, fue a pedir ayuda a su padre y este cometió otro error. En lugar de reconocer la mala acción de su hijo, intentó, en vano, borrar las huellas de Sam y negar su participación. Tratar de disculpar un comportamiento tan vergonzoso era todo un reto, y Glory palideció mientras franqueaba la puerta que abrían para ella. Una vez traspasado el umbral, se quedó de piedra.
Jon Lyons, que se había quedado en el pasillo, tuvo que empujarla unos centímetros para poder cerrar la puerta tras ella. Boquiabierta, Glory paseó la mirada por el gigantesco despacho, reparando en el mobiliario de cristal y hierro forjado, la pared de cristales oscuros y el lujo de tanto espacio vacío e innecesario. ¿Dónde estaba Rafaello? Dando gracias por la demora, inspiró hondo y exhaló el aire despacio, tratando de serenarse.
Pero la memoria era su enemiga secreta. Mientras realizaba los ejercicios respiratorios que, según había leído en una revista, permitían calmar la mente, empezó a tener fogonazos del pasado. La primera vez que vio a Rafaello Grazzini, ocho años atrás…
El padre de Glory, Archie Little, era el jardinero jefe de Montague Park, como antes lo habían sido su padre y su abuelo, ya que sus antepasados llevaban más de dos siglos trabajando en la finca de los Grazzini. Habían transcurrido setenta años desde que el abuelo de Rafaello se casó con la última descendiente de los Montague y desoyó todos los ruegos de que adoptara el apellido de soltera de su esposa. Los rubios y pusilánimes Montague fueron reemplazados por los Grazzini, infinitamente más exóticos y apuestos, de ojos negros y llameantes y agresivos mentones.
Cuando Archie ascendió a jardinero jefe, los Little abandonaron el pueblo cercano a Montague Park y se instalaron en una cómoda casa de campo, dentro de la finca, propiedad de los Grazzini. Los padres de Glory estaban encantados, pero ella estaba desolada porque todas sus amigas vivían en el pueblo. Hallarse en medio de varios miles de acres de hermoso paisaje, aislada, le parecía un destino peor que la muerte.
Una tarde, mientras paseaba y se compadecía de sí misma, Glory tuvo una experiencia que le cambió la vida: vio a Rafaello Grazzini en una motocicleta de motocross, persiguiendo a un amigo con sobrecogedora temeridad. Ningún joven había impresionado tanto a una quinceañera como Rafaello a Glory aquel día. Observó cómo frenaba en seco la potente máquina y se despojaba del casco. El viento retiraba su pelo negro de aquellos rasgos morenos y vibrantes, fuertes y osados, que se recortaban sobre el fondo deslavazado de un verano demasiado seco. Glory descubrió en aquel preciso instante que vivir en plena campiña conllevaba un gran consuelo: Rafaello Grazzini. Era seis años mayor que ella, y aunque ni siquiera se había fijado en que Glory vivía en el mismo planeta, esta le habíaconvertido en el objeto de su adoración juvenil.
Solo que algo falló en el proceso, reconoció Glory con ánimo sombrío. No superó el enamoramiento. Incluso tras un primer encuentro desafortunado al año siguiente, en el que él la enfureció y mortificó sin piedad, ella siguió siéndole peligrosamente leal. Y cuando, dos años después, todos sus sueños se hicieron realidad y empezó a salir con Rafaello, la adoración juvenil dio paso al amor apasionado.
Sin previo aviso, se abrió una puerta lateral del despacho. Glory se sobresaltó como si alguien hubiese disparado una pistola a su espalda y giró en redondo.
—Lo siento, me ha retenido uno de mis directivos —murmuró Rafaello en tono frío y formal.
Hacía cinco años que Glory no lo veía, cinco largos años en los que había mudado de niña a mujer, pero el mero hecho de tener a Rafaello ante sí le arrebataba la madurez. Lo miró estupefacta, pues la intensidad de su propia reacción la había tomado por sorpresa. A los dieciocho años, la cura había consistido en repetirse una y otra vez que se había formado una imagen idealizada de él. Y allí estaba Rafaello, negando aquel argumento con su mera presencia.
De metro ochenta y cinco de estatura, más alto de lo que Glory había querido recordar, Rafaello tenía hombros y tórax amplios, caderas estrechas y las piernas largas y musculosas de un atleta. Ni siquiera el magnífico traje gris a rayas, que se ceñía a la perfección a su corpulenta figura, daba pie a pensar que se había echado a perder en los últimos años.
Como su escrutinio no había ido más arriba del impecable cuello blanco que flanqueaba el nudo de la corbata de seda roja, Glory inclinó la cabeza hacia atrás y recibió el impacto de su mirada: unos brillantes ojos oscuros, bordeados de gruesas pestañas negras, que destacaban sobre la tez acetrinada. Con la garganta seca y el corazón desbocado, Glory se limitó a mirarlo con fijeza, sumergiéndose a una aterradora velocidad en las profundidades del deseo.
—Siéntate —la apremió Rafaello con calma.
Glory abrió de par en par sus grandes ojos azules. Percibía tanta tensión en el ambiente que se sentía casi mareada. A él, en cambio, no se le había movido ni un solo cabello de su lustroso pelo negro. No sentía nada, comprendió Glory, y se desmoronó por dentro. Ni siquiera cuando él tuvo el detalle de acercarle una silla fue capaz de dominar la oleada de emociones turbulentas que la recorrió.
Los recuerdos y el dolor amargo se fundieron en sus entrañas, y revivió el peor momento de su vida. Cinco años atrás. Rafaello besando a aquella engreída pelirroja de padre banquero, dejando plantada a Glory en el restaurante que solían frecuentar. Los amigos de Rafaello, aquellos niños de papá, se rieron de su llorosa fuga, pero también se alegraron de que Rafaello dejara a la hija del jardinero, con su acento pueblerino y carencia de estudios universitarios.
De pie tras ella, Rafaello la agarró con suavidad y la sentó en la silla. Como una niña que acabara de presenciar un cruento accidente, permaneció inmóvil, con la vista al frente, mientras combatía los recuerdos torturadores de su humillación y procuraba reagrupar sus defensas.
—Las personas que piden hora para verme suelen hablar a cien por hora porque saben que mi tiempo es oro —dijo Rafaello con voz pausada.
—Puede que yo no sepa qué decir… En fin, es un poco traumático… quiero decir, «violento» —enfatizó Glory con atropello— volver a verte.
Rafaello volvió a aparecer en su campo de visión. Se apoyó en el borde de su lujosa mesa y desplegó una sonrisa fluida que le heló la sangre.
—A mí no me resulta violento, Glory.
Glory clavó la mirada en su corbata.
—Bueno… Como ya habrás deducido el motivo de mi visita, iré al grano.
—Eso espero —la alentó Rafaello.
Justo cuando iba a abordar el discurso que tenía preparado, se le volvió a quedar la mente en blanco; solo podía pensar en lo mucho que le gustaba la voz de Rafaello: grave, profunda, y con un ronco acento italiano que transformaba la palabra más insípida en algo especial. Algo especial que le recorría la espalda como una caricia. «¿Caricia?»
Con las mejillas encarnadas, Glory arremetió con otro torrente de palabras.
—Primero quiero decirte lo mucho que lamento lo que hizo mi hermano. Sam obró mal. Le han enseñado, igual que a mí, a respetar la propiedad ajena, pero es muy joven…
—Lo sé —la interrumpió Rafaello con ironía—. ¿Tendrías la amabilidad de mirarme a la cara? No puedo concentrarme cuando alguien le habla a mi corbata.
Una risita nerviosa ascendió por la garganta de Glory y brotó como un gemido ahogado. Alzó la barbilla e inclinó hacia atrás su cabeza rubia.
—Así está mejor, cara —Rafaello la miraba con ojos entornados que le producían escalofríos por todo el cuerpo.
—Para mí, no —murmuró Glory con impotencia—. Estoy tan nerviosa que se me olvida lo que voy a decir.
—¿Nerviosa? ¿Conmigo? —susurró Rafaello como una fiera a punto de saltar sobre su presa—. No te creo.
De improviso, Glory se sintió como un pequeño tren de juguete al que Rafaello hubiese dado cuerda y dispuesto en una vía circular. Lo miró con fijeza. Buscaba en él un indicio de su crueldad, pero solo podía reconocer la férrea firmeza que irradiaba, su aplomo y la autoridad que emanaba de él incluso en actitud relajada.
—Charlemos un rato —sugirió Rafaello, y estiró una mano delgada para pulsar un botón de un intercomunicador y pedir café para dos—. Dudo que tengamos infusiones.
—Con café me vale.
—¿Dónde vives ahora? —preguntó Rafaello con naturalidad.
—Cerca de donde trabajo…
—¿Con quién?
—Con nadie. Es un estudio… En Birmingham.
—Creía que preferías el campo.
—En las poblaciones pequeñas ya apenas hay trabajo —señaló Glory con voz tensa, pensando que la idea que tenía Rafaello de una charla se parecía más a un interrogatorio.
—Entonces, ¿dónde trabajas?
El golpe de nudillos en la puerta y el tintineo de la porcelana fueron una grata interrupción.
—¿Decías…? —mientras una persona a la que Glory ni siquiera tuvo tiempo de mirar depositaba una taza y un platito de porcelana en una pequeña mesa, junto a ella, Rafaello retomó su odioso concepto de una conversación sin trascendencia.
—¿Yo? —Glory tomó su café—. Ah, sí, dónde trabajo. En una fábrica…
—¿Qué clase de fábrica?
—Bueno… No es nada interesante…
Los ojos oscuros y brillantes de Rafaello se clavaron en ella.
—Te sorprendería saber lo que me interesa.
Glory elevó un frágil hombro a modo de respuesta y el café se le derramó sobre el plato.
—Se fabrica poliestireno para embalajes y muchas otras cosas.
Rafaello seguía observándola como si lo fascinaran todas y cada una de sus palabras.
—¿Y tú qué haces?
—Yo lo empaqueto… el poliestireno. A veces, tengo otras tareas.
—¿Y cuánto hace que desempeñas ese emocionante trabajo?
—Oye, no es emocionante, pero tengo buenos compañeros y el sueldo no está mal —Glory se sonrojó por el exabrupto—. Llevo allí dos años.
—Perdona que te lo pregunte, cara —prosiguió Rafaello con suavidad—, pero ¿qué ha sido de tu ardiente ambición de hacerte modelo?
Glory palideció y se puso rígida.
—No era una ardiente ambición. Como recordarás, recibí esa oferta y… bueno, la cosa no cuajó.
—¿Por qué no?
Glory se humedeció el labio inferior con la punta sonrosada de la lengua. Se sentía incómoda siendo objeto de aquel interrogatorio, y descorazonada por el interés que estaba mostrando Rafaello. Este bajó la mirada a sus labios suaves y llenos y la mantuvo allí con intensidad. Saltaron chispas de deseo entre ellos. Desolada, Glory tomó un sorbo de café aunque no le apetecía. «No, por favor», rezaba para sus adentros. «No permitas que vuelva a sentirme así».
—¿Por qué no? —insistió Rafaello, sin escrúpulos—. ¿Por qué no cuajó la oferta de trabajar como modelo?
Pensaba hurgar, y hurgar, hasta encontrar lo que buscaba, pensó Glory, atormentada, así que decidió ser sincera.
—No era el tipo de sesiones fotográficas que yo habría hecho. Es lo que llaman glamour, y consiste en quitarse la ropa, en lugar de ponérsela, ante la cámara.
Rafaello la miró con fijeza; no movía ni un solo músculo de su atractivo rostro moreno.
—Así que te pidieron que te desnudaras… ¿y tú dijiste que no? ¿Es que no te ofrecieron suficiente dinero?
Glory lo miró avergonzada.
—El dinero no tenía nada que ver. No estaba preparada para posar así…
—No he nacido ayer, cara —la miró con gesto burlón—. ¿Eres o no eres la misma mujer de la que mi padre se deshizo con cinco mil libras?
Al oír aquella inesperada pregunta, Glory palideció y lo miró horrorizada. Sin querer, soltó la taza de café sobre el plato y el líquido se derramó sobre la alfombra. Glory profirió una exclamación.
—Sí —confirmó Rafaello mientras el café se propagaba por las lujosas fibras y ella, paralizada, contemplaba la expansión de la mancha—. Mi padre me contó cuánto le costó persuadirte de que, después de todo, yo no era el amor de tu vida. Y fue un broche de oro para nuestra relación. Cinco mil miserables libras, cuando podrías haber tenido diez, veinte o treinta veces más con solo pedirlo. Claro que cinco de los grandes debía de parecerte una inmensa fortuna por aquel entonces.
Glory seguía contemplando el charco de café que la alfombra estaba absorbiendo. No podía creer que Rafaello estuviera al corriente de lo sucedido. La vergüenza la consumía. Rafaello «sabía» lo del dinero.
—Me prometió que sería un secreto, que nunca te lo diría —balbució, perpleja.
—Dio mio… ¿es que te crees todo lo que te cuentan? —murmuró Rafaello con un regocijo cruel que ella sentía como una puñalada en las costillas—. Me hizo gracia.
—¿Gracia? —cruzando los brazos sobre su encogido estómago, Glory lo miró con pasmosa incredulidad.
—Que mi padre se comportara como un torpe terrateniente victoriano intentando sobornar a una criada que amenazaba la unidad familiar. No habría sido necesario —reflexionó Rafaello—. Jamás se me ocurrió tomarme en serio nuestra relación. Pero no me hizo gracia que aceptaras el dinero como la codiciosa cazafortunas que mi padre dijo que eras. Fue una bajeza imperdonable.
Glory permaneció inmóvil, como si se hubiera convertido en piedra. No dijo nada. No tenía nada que decir porque, al no haber sido devuelto el dinero, no podía defenderse. No sacaría a su padre de su actual aprieto si confesaba que Archie Little no le había permitido destruir el talón. De hecho, la había llevado al banco aquel mismo día y la había obligado a transferir el dinero a su cuenta. «Los mendigos no pueden decir que no», alegó cuando Glory protestó. Si su hija tenía que irse de la finca para agradar a Benito Grazzini, se merecía una compensación. Privado de la ayuda de Glory en la casa, amén del dinero que aportaba con su trabajo, ¿cómo iba a apañárselas?
¿Una codiciosa cazafortunas? De modo que ese era el concepto que Rafaello había alimentado sobre ella durante los últimos cinco años. Una intensa amargura le partió el alma. Pensó en los juegos de los ricos y en el caos que sembraban con ellos. Sus fortunas les daban poder para coaccionar a personas de más baja condición y obligarlos a hacer lo que no querían. Se había ido de casa porque el empleo y supervivencia de su padre corrían peligro, por ninguna otra razón. Resultaba amargo e irónico que, cinco años después, estuviera viendo a Rafaello por la misma razón.
Se cuadró de hombros y cerró los ojos.
—Ahora que ya me has dicho lo que piensas de mí, ¿podemos hablar de lo que me ha traído aquí?
—Adelante —la alentó Rafaello con ironía.
—Le has dado a mi padre un preaviso de un mes…
—No me digas que te sorprende —Rafaello enarcó una elegante ceja oscura—. De no ser por la incompetencia de tu padre, el gamberro de tu hermano no habría podido entrar en mi casa…
—Sam aprovechó que papá estaba durmiendo para hacerse con las llaves —protestó Glory, y se puso en pie con indignación—. Papá no podía imaginar lo que Sam andaba tramando, así que no puedes echarle la culpa a él.
—Pero sí puedo reprocharle que le contara una sarta de mentiras a la policía e intentara proteger a tu hermano y a su destructiva pandilla de amigos —la interrumpió Rafaello con cruel mordacidad—. ¿Tienes idea de los desperfectos que causaron en Montague Park?
—Sam me lo ha contado todo. Alfombras manchadas, sillones arañados, cristales rotos… pero, al menos, solo fueron dos habitaciones. En cuanto Sam se dio cuenta de que no podía controlar a sus amigos, corrió a pedir ayuda. Papá debería haber llamado a la policía en lugar de mentirles a la mañana siguiente, cuando el ama de llaves los avisó.
—Pero mintió —intervino Rafaello oportunamente.
—Temía las consecuencias. Mi hermano solo tiene dieciséis años. Pero Sam sí que confesó lo ocurrido cuando la policía lo interrogó. Está muy avergonzado y muy arrepentido…
—Por supuesto; no quiere que lo juzguen.
Aún más pálida al oír aquella rotunda afirmación, Glory dijo con desesperación:
—¿Es que tú nunca has montado una fiesta que se te escapara de las manos?
—Si lo que me preguntas es si alguna vez he allanado una morada o la he destrozado, la respuesta es no.
—Pero apuesto a que tenías vías de escape mucho más emocionantes que Sam —insistió Glory—. No hay diversiones para los jóvenes en la zona y tampoco tienen dinero…
—Corta el rollo conmovedor —le aconsejó Rafaello con fría impaciencia—. No puedo ser magnánimo con quienes violan mi casa o mi propiedad. Los gastos de limpieza rondarán los miles de libras…
—¿Miles? —repitió Glory, perpleja. Rafaello asintió—. ¡Te están desplumando! Todo el mundo sabe que estás forrado. Apuesto a que te están cobrando una fortuna por la limpieza porque saben que puedes permitírtelo.
Rafaello la contempló con sarcástico sosiego.
—Glory… Hacen falta profesionales altamente cualificados para reparar valiosas antigüedades, y no cobran barato por sus servicios.
Sintiéndose estúpida porque no sabía nada sobre antigüedades ni los cuidados que requerían, Glory se rindió y cambió de táctica.
—Me siento fatal porque no podamos ofrecerte ninguna compensación económica…