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Julia 972 A un solterón empedernido como Sam Weller no le vendría mal un poco de ayuda en la casa. Alguien que cocinara, limpiara y quizá, sólo para evitar que su entrometida madre siguiera intentando buscarle pareja, se hiciera pasar por su prometida. Pero Ginger Marsh le volvía loco de deseo con sus vaqueros ajustados. Y de repente, Sam ya no estuvo tan seguro de querer que su relación fuera sólo laboral.
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Seitenzahl: 196
Veröffentlichungsjahr: 2023
Créditos
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos 8B
Planta 18
28036 Madrid
© 1998 Linda Buechting
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Una tentacion irresistible, Julia 972 - marzo 2023
Título original: THE BRIDE WAS A RENTAL
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción.
Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788411416313
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
Mi querido hijo:
A estas alturas puede que hayas olvidado lo que te dije cuando fui a verte el año pasado o puede que pensaras que no lo decía en serio. Pues hablaba completamente en serio, Sam. Te di un año para buscarte una esposa. Voy a volver y como no estás más cerca del matrimonio este año de lo que lo estabas el año pasado, pretendo encargarme yo misma del asunto. Adoro Hawai, pero pienso quedarme en Missouri contigo hasta que te haya encontrado una mujer. Llegaré el lunes al aeropuerto de St. Louis. Le he enviado a tu hermana el número de vuelo y la hora de llegada para que me recoja ella. Y no te molestes en intentar convencerme de que no lo haga. No contestaré al teléfono. Hasta el lunes.
Aloha
Tu madre.
Sam Weller maldijo en voz tan alta que asustó al sabueso echado ante la puerta principal. El perro alzó un poco las orejas y dirigió la vista hacia el sofá como si estuviera pensando si esconderse bajo él. Pero Sam pasó a grandes zancadas por delante de él hacia la cocina, donde tiró el resto del correo sobre la mesa. Ratso, el sabueso, suspiró y rodó de medio lado. Abrió un ojo un momento después cuando Sam volvió de la cocina con la carta en la mano, recogió su sombrero de vaquero y abrió la puerta. La furgoneta arrancó con tanta rapidez que despidió un chorro de grava al salir disparada.
Ratso cerró los ojos y volvió a dormir.
Cuando la furgoneta entró en el camino de coches de la casa del pueblo, Pete Candelini miró a su mujer, Jeannie, que estaba al teléfono.
—Tengo que dejarte, madre —dijo ella bajando la voz—. Aquí llega. Debe haber recibido la carta ya.
—¿Estás segura de que es una buena idea? —preguntó Pete en cuanto su mujer colgó.
—Es inspirada al menos —le aseguró Jeannie levantándose para abrir la puerta—. Sam necesita un empujón.
—¿Te has enterado de esto? —preguntó Sam sin preámbulos entrando en la casa mientras se quitaba el sombrero—. ¡El lunes! ¡Llega el lunes! ¡Y estamos a sábado!
Pete se volvió a preguntar si era una buena idea. Sam parecía un hombre al que le hubieran dado un puñetazo y no sólo un pequeño empujón.
Jeannie asintió y se puso de puntillas para dar un beso a su hermano en la mejilla.
—¿Por qué ha tenido que escogerme a mí? —le preguntó Sam a Pete sin dejar de pasear como un tigre enjaulado.
—Ya te advirtió el año pasado —dijo Pete—. Has tenido todo un año para buscarle alguna solución.
Sam apretó los dientes.
—No la tomé en serio hasta que he recibido esta carta. Tenemos que hacer algo. No creo poder aguantar tener a mi madre buscándome una pareja.
—Pues esta vez está resuelta a buscarte una mujer —dijo Jeannie con inocencia—. Y ya sabes como es cuando ha tomado una decisión.
—No volverá a casa hasta que crea que ha terminado el trabajo —concluyó Pete.
—Estoy perdido —dijo Sam sentándose con cara de abatimiento.
Jeannie intercambió otra mirada con Pete.
—Es una pena que por una vez no podamos vencer a mamá —se aventuró Jeannie con una mirada de soslayo hacia su marido.
Sam lanzó un gruñido y alcanzó una galleta de chocolate.
—Si consiguiéramos a alguien que hiciera el papel, podrías quitarte a mamá de la espalda —continuó su hermana—, y tu preciosa soltería seguiría a salvo.
—¿Hacer qué papel? —preguntó Sam alzando la vista con el ceño fruncido.
Jeannie sonrió
—Conseguir a alguien para que haga de tu novia hasta que mamá vuelva a casa satisfecha de que estés de camino al altar —amplió la sonrisa—. Eso le estaría bien después de todas sus maquinaciones.
—¿Y dónde vamos a encontrar a alguien que aparente ser mi novia en tan poco tiempo? —preguntó Sam agitando la cabeza.
—Bueno… Podríamos probar en Alquile una Esposa.
Jeannie se sentó esperando la reacción de su hermano.
—¿Perdona?
—Es un nuevo negocio en el pueblo: Alquile una Esposa. ¿Recuerdas que te hablé de ello? La dueña se llama Ginger Marsh. Se vino desde St. Louis hace un par de meses.
Sam frunció el ceño aún más.
—¿No será la mujer que llevas un mes intentando que conozca?
—Pero esto es diferente —protestó Jeannie—. Esto no sería salir con ella. Le estarías pagando por hacer un trabajo.
—¿Y ella aparentaría ser mi prometida? Lo siento, Jeannie, esto me parece tanta locura como cualquiera de los planes de mamá.
—¿Y qué mejor que volver las tornas en su contra? —preguntó Jeannie con una sonrisa.
Sam siguió pensando en silencio mirando al vacío y Jeannie le dio una patada a Pete por debajo de la mesa.
—Supongo que no se me ocurre ninguna idea mejor —reconoció por fin Sam—. ¿Pero y si esa Ginger Marsh no quiere hacerlo?
—Lo hará —le aseguró Jeannie—. Necesita el dinero.
Sam enarcó las cejas.
—Es viuda y está intentando empezar su negocio, así que necesitará clientes. La semana pasada, cuando tuve que trabajar horas extras, la contraté para prepararnos todas las cenas de la semana. Y es una cocinera maravillosa. Esas galletas las hizo ella.
Sam se detuvo con la galleta a medio camino de los labios como si sospechara que tuviera un anzuelo escondido dentro.
—Ya entiendo —dijo despacio.
—¿Entender qué? —preguntó Jeannie con inocencia reconociendo la expresión de la cara de su hermano.
—Ya entiendo lo que pretendes, hermanita —masculló Sam—. Sólo porque he rechazado la cita que me habías preparado con la tal señora Marsh, mamá y tú habéis ideado este plan para obligarme a salir con ella. Eres una mujer maquiavélica, Jeannie Candelini y no pienso caer en tu pequeño juego.
—De acuerdo. Entonces tendrás que enfrentarte a las consecuencias.
—¿Qué consecuencias?
Jeannie alzó un pedazo de papel.
—El horario del vuelo de mamá. Va a venir llames a Ginger o no. Y sí, admito que me gustaría que Ginger y tú os conocierais. Y que te sentaría bien salir con alguna chica para variar, pero si estás decidido a aguantar las citas a ciegas que te organizará mamá, eso es asunto tuyo.
Sam puso una mueca de disgusto. Sabía cuando retirarse.
Alzó las manos con gesto de rendición y dijo:
—De acuerdo, general. Acepto tus términos.
—Has tomado la decisión acertada —le aseguró Jeannie mientras lo acompañaba a la puerta—. Tú vete a casa. Yo llamaré a Ginger y le diré que se pase por el rancho para una entrevista. Podrás decidirlo entonces.
—Esto es sólo temporal —aseguró Sam con firmeza—. Ninguna mujer me llevará al altar de nuevo y puedes apostar todo tu dinero, así que no creas que tu pequeño plan llevará a nada permanente.
—Entendido —dijo Jeannie con una sonrisa angelical y los ojos brillantes.
Ginger Marsh paró el coche a un lado de la carretera y consultó de nuevo el plano dibujado a mano.
—Parece que ésta debe ser la desviación —dijo a la niña que llevaba al lado—. Debe estar un poco más adelante.
—¡Uau! Esto está en medio de ninguna parte —se maravilló su hija mirando a los campos de maíz a ambos lados del coche.
—No del todo, Emily. Pero desde luego nos estamos acercando a la siguiente rampa de salida a ninguna parte.
Emily se rió y Ginger sonrió mientras volvía a la carretera. Lo único que Jeannie Candelini le había dicho una hora antes cuando la había llamado era que su hermano necesitaba alguna ayuda con la limpieza de la casa y que podría convertirse en un cliente permanente. Jeannie le había pedido que fuera a ver a Sam Weller enseguida si era posible y cuando Ginger le había preguntado a qué venía tanta prisa, Jeannie había dicho:
—Creo que se acerca una tormenta.
El cielo parecía completamente despejado, pensó Ginger mientras seguía conduciendo. De hecho estaba mucho más azul que en St. Louis, donde había vivido con Emily antes de trasladarse al pequeño Londres en el río Missisipi.
Le gustaba el ritmo de vida más lento de un pueblo pequeño, un lugar donde el clima era un tema tan importante como los precios de mercado del maíz y la soja.
Le daba un poco de miedo estar por si sola, pero también era excitante. Esperaba en el futuro días muy ocupados y veladas tranquilas sin la interrupción de llamadas de teléfono de hombres guiados sólo por la testosterona con sus promesas de alegrarle los días y las noches. Ginger estaba más interesada en la paz y la tranquilidad que en una vida social intensa.
Adoraba los sábados como aquél, en que Emily y ella podían salir en coche y curiosear en tiendas de anticuarios o comprar un helado y tomarlo en una pequeña terraza.
—¿Qué te parece si nos preparamos la merienda cuando volvamos a casa? —sugirió Ginger—. Podríamos ir a tomarla a la orilla del río a ver pasar los botes.
—¡Genial! —gritó Emily.
Un mechón rizado pelirrojo se le escapaba de la goma y Ginger se lo acarició con cariño. El entusiasmo de Emily ante todo había sido una alegría desde que se habían trasladado. Ginger no sabía lo que habría hecho si a Emily no le hubiera gustado el pueblo, pero su hija se lo había tomado todo como una gran aventura.
—Debe estar ya cerca de aquí —dijo Ginger consultando el mapa de nuevo.
Ginger frenó al girar la curva y encontrar la entrada del rancho con un cartel que decía Sam Weller: Cría de Ganado.
Los campos se extendían a ambos lados y se veía ganado por todas partes.
Avanzó despacio por el camino de grava incapaz de dejar de mirar a los campos y al ganado tendido con pereza bajo el sol. Era un día de septiembre cálido y sensual, del tipo de los que nunca había podido apreciar cuando había vivido en la ciudad. Allí, el cielo parecía extenderse como un océano y hasta los árboles parecían más verdes que en St. Louis.
—Bienvenida a «Bonanza» —murmuró Ginger con un suave silbido.
Detuvo el coche frente a la casa blanca y sólo se fijó en las contraventanas negras y en los escalones de madera del porche. Inspirando con fuerza, se acercó a la puerta de malla con Emily a sus talones. La puerta estaba abierta, así que o bien el hermano de Jeannie debía estar en casa o le preocupaban poco los ladrones.
Ginger llamó con fuerza a la puerta.
—¿Señor Weller? —gritó poniéndose la mano a forma de visera para mirar en el interior de la casa.
—Estoy aquí.
Tanto Ginger como Emily dieron un respingo al darse la vuelta para mirar a sus espaldas. Sam estaba de pie en los escalones secándose las manos en un trapo que asomaba por el bolsillo trasero de sus pantalones. Llevaba vaqueros azules sucios y desgarrados, pero todavía le moldeaban muy bien las caderas y Ginger procuró no mirar a la larga extensión de duros muslos que resaltaban. La camiseta en otro tiempo blanca, también estaba manchada y desgarrada. Llevaba un sombrero negro de vaquero que le ocultaba los ojos, pero Ginger notó la tensión en la presión de su mandíbula. Empezó a preguntarse en qué le habría metido Jeannie Candelini.
Sam se retiró de forma abrupta el sombrero y Ginger lo miró a los ojos. Eran de un azul acerado y la estaban observando con aprecio. Un mechón de pelo rubio le cayó sobre la frente y se lo apartó con impaciencia.
—Señor Weller —dijo Ginger con educación—. Soy Ginger Marsh y ésta es mi hija Emily —esperó, pero él no dijo nada, sólo siguió estudiándola con aquellos ojos increíbles. Ginger se estaba poniendo cada vez más nerviosa y un poco irritada cuando sus ojos descendieron despacio en una arrogante y evidente inspección—. Creo que su hermana ya le habrá hablado de mí —dijo con dureza.
Jeannie había olvidado algunos hechos pertinentes, pensó Sam mientras miraba a Ginger Marsh. Una que era guapa. Dos, que tenía una hija. Y tres, que era malditamente guapa. Él apenas había prestado atención cuando Jeannie había intentado organizarle una cita con Ginger unas semanas atrás y apenas había escuchado la información que le había dado esa misma tarde. Ahora intentaba recordar los detalles. Jeannie había dicho que era viuda y que acababa de trasladarse al pueblo dos meses atrás.
Ginger se estaba sintiendo cada vez más incómoda. Sam Weller era un tipo silencioso y alto. Y vaya si era alto. Incluso a cuatro escalones por debajo de ella, resultaba intimidante.
—Jeannie dijo que podría querer contratarme para hacer algunos trabajos en su casa —dijo vacilante Ginger—. Tiene una hermana llamada Jeannie Candelini, ¿verdad, señor Weller?
—Lo cierto es que sí, señora Marsh —aseguró él subiendo los escalones para estrecharle la mano. Su enorme mano tragó la de ella y Ginger se encontró mirando un torso sólido como una roca—. Por favor, pase dentro y veremos lo que le parece la última locura de Jeannie.
Ginger pensó que aquella entrevista no estaba resultando tan sencilla como había previsto. Por una parte, aquel hombre era mucho más atractivo de lo que había esperado. Y la forma en que la miraba le había producido cosquilleos incluso aunque la enojara.
Por su parte, Sam estaba intentando no mirarla fijamente. Consideraba la idea de alquilar una prometida comparable a la de alquilar un coche. Deseaba algo sólido, seguro y silencioso. Y no era que aquella mujer fuera deslumbrante. Más bien al contrario. Pero era como uno de aquellos pequeños coches extranjeros con una rejilla para el equipaje sobre la parte trasera. Demasiado sofisticado. Con su jersey rosa y sus pantalones blancos y aquella mata de pelo rubio, no se la podía imaginar arrastrando una pesada aspiradora o frente a un fogón. Debería estar tumbada en cualquier playa leyendo una revista de moda y tomando algún refresco dulce para señoras. Él había buscado un Jeep y había conseguido un Ferrari.
Sam sujetó la puerta de malla para ellas y cuando Ginger entró casi tropezó con algo frente a la puerta principal. Se balanceó y se apartó de un borrego de piel blanca y negra que gruñó. El borrego resultó ser un sabueso con mezcla de otra raza.
—Ése es Ratso. Tiene cinco años y es un vago.
Ginger miró hacia atrás y sorprendió a Sam Weller mirándola. Apartó la vista al instante, y ella se sonrojó.
La casa estaba fría y silenciosa. Ginger se fijó en que los muebles eran caros y de buen gusto, pero que nadie había limpiado bien en mucho tiempo. Los papeles se amontonaban por todas partes y los platos y tazas vacíos llenaban la mesa y el suelo enmoquetado.
Jeannie le había contado que Sam Weller estaba divorciado, pero de alguna manera, Ginger había esperado encontrar más trazos de la que en otro tiempo había sido su mujer. Pero sólo quedaban los muebles y estaba segura de que los habría elegido ella.
La cocina era grande y también carecía de ningún detalle femenino. No había cortinas en las ventanas, ni notas ni imanes en el frigorífico. Las encimeras estaban desnudas y sólo un trapo colgaba del borde del fregadero.
Sam las condujo a una esquina de la habitación para sentarse en la vieja mesa de roble llena de periódicos y papeles. Las sillas eran también de roble y no tenían cojines.
La ex-señora Weller debió irse con todos los utensilios modernos, pensó Ginger. Pero aquella mesa le pegaba más a la casa que el resto del mobiliario.
—Tenemos cerveza, leche y más cerveza —dijo Sam desde la puerta del frigorífico.
—Gracias, pero no necesitamos nada —dijo Ginger.
—Insisto.
—Entonces leche.
—Sentirás no tomar esa cerveza —advirtió él mientras ponía tres vasos en la mesa y servía la leche—, en cuanto siga esta conversación.
Sam se sentó en la otra silla vacía. Estaba moreno de trabajar al aire libre durante todo el verano y sus ojos azules casi resplandecían en aquella cara de bronce.
Ginger dio un largo sorbo de leche.
—¿Qué tipo de discusión?
—Una discusión acerca de mi… problema —dijo él inclinándose hacia adelante para mirarla a los ojos.
Ginger se aclaró la garganta vacilante.
—Emily, quizá te apetezca tomar la leche fuera para ver a las mariposas —Ginger dirigió la mirada hacia Sam—. Suponiendo que no haya ninguna víbora peligrosa por los alrededores.
—Es perfectamente seguro —aseguró él antes de apurar su vaso de leche de cuatro largos tragos.
—Ahora, ¿qué es lo que está pasando aquí, señor Weller? —preguntó Ginger en cuanto Emily salió.
—Mi madre, señora Marsh —dijo él llevando el vaso vacío al fregadero sobre todo para poner algo de distancia entre ellos y no distraerse con sus grandes ojos verdes que le observaban con atención.
Sam se encontró preguntándose si aquel sonrojo sería maquillaje o natural.
—No creo que pueda resolver ese tipo de problema —dijo Ginger vacilante.
—Este es el asunto —dijo Sam sentándose de nuevo con las piernas a horcajadas entre el respaldo de la silla—. Mi madre llegará el lunes. Si no tengo alguna buena perspectiva de matrimonio, empezará a buscarme una esposa. Y no queremos eso, señora Marsh.
—¿No queremos? —repitió ella con el ceño fruncido.
¿A quién se refería con el plural? Desde luego, no pensaba dejarse arrastrar a ningún lío entre un hombre y su madre.
—Definitivamente no —aseguró él—. Ahora viene el truco.
Se inclinó ligeramente hacia adelante y se aclaró la garganta.
A Ginger le estaba costando concentrarse con aquellos ojos fijos en ella.
—Señora Marsh —dijo él despacio—. Necesito una prometida.
Ginger esperó, pero él no continuó.
—¿Y?
—Quiero contratarla para ese trabajo.
—¿Trabajo?
Ginger seguía sin entender una sola palabra.
—El trabajo es ser mi prometida, señora Marsh. Quiero que me ayude a poner esta casa presentable para la visita de mi madre y que actúe como si fuera mi prometida mientras ella esté aquí.
Ginger lo miró un momento perdida.
—Tenía razón. Debería haberme tomado esa cerveza.
DÉJEME enseñarle la casa mientras se lo explico —dijo Sam mientras ella le seguía aturdida.
Ginger no tenía ni idea de lo que pretendía aquel hombre, pero desde luego parecía hablar en serio. Emily había vuelto a entrar cuando Sam estaba terminando de soltar aquella extraña proposición y ahora seguía susurrándole a su madre sin dejar de seguirla que qué era una prometida. Ginger sacudió la cabeza con rapidez y Emily se calló frustrada.
Sam les guió por la casa sin explicar nada más de su precipitada proposición. Ginger le siguió por el piso de abajo, inspeccionando el salón, el comedor y la salita, todo cargado de polvo.
Había tres habitaciones arriba y dos baños completos, todo desastroso. Una de las habitaciones parecía usarse de almacén y estaba llena de cajas y colchones.
La cama y la cómoda de la habitación en la que supuso que dormiría Sam eran bastante bonitas, pero la habitación estaba llena de papeles y libros.
La cama estaba sin hacer y no tenía edredón, sólo una fina sábana vieja de un feo color marrón. Ginger puso una mueca de desagrado y Sam captó el leve movimiento.
—¿Entiende lo que pretendo? —preguntó con sequedad.
—No exactamente —dijo ella siguiéndole al piso de abajo—. Si es limpieza de la casa lo que precisa, eso es muy simple. ¿Para qué quiere una prometida?
¿Y cómo era que un especímen de hombre tan atractivo no tenía una fila de novias deseando limpiarle la casa y hacerle las comidas?
—Quiero aparentar que tengo prometida —dijo él al regresar de nuevo a la mesa de la cocina.
Ratso, que apenas había abierto un ojo cuando llegaron ahora empezó a bostezar.
Ginger se sentó despacio, todavía confusa.
—¿Por qué?
—Mi madre pasa por mi casa una vez al año, revoluciona todo, se queja de todo y no deja de insistir en que busque una esposa. Cuando su misión fracasa, se vuelve a Hawai de nuevo. Pero esta vez es diferente.
—¿Por qué?
—El año pasado me amenazó con que si no tenía esposa o perspectivas de tenerla para su visita de este año, se quedaría conmigo hasta que le pusiera el anillo en el dedo a una mujer.
Ginger no pudo contener una sonrisa.
—¿Cree que es divertido? Eso es porque no conoce a mi madre.
—Señor Weller, ¿puedo hacerle una pregunta? ¿Cuántos años tiene?
Él apretó la mandíbula.
—Ya lo sé. Ya lo sé. Cumpliré cuarenta años en diciembre y usted cree que soy bastante mayor como para dejar que mi madre interfiera en mi vida. Bueno, pues se equivoca. Pregúntele a Jeannie. Jeannie y Pete iban a vivir juntos y quizá casarse dentro de un par de años. Mi madre se enteró de sus planes y vino más rápida que un meteoro. Arrastró a tres ministros con ella, así como a un Hare Krishna que se encontró en el aeropuerto. Un ministro preparó la tarta, el segundo mandó las invitaciones y el tercero transformó el vestido de boda. Y el Hare Krishna se dejó crecer el pelo y tocó la marcha nupcial a la guitarra.
—Creo que está exagerando.
—Sólo un poco. Señora Marsh, a mí me gusta la paz y la tranquilidad. Me gusta además la soledad. Y no tendré nada de eso hasta que mi madre quede convencida que estoy camino del altar.
—Pero aparentar estar prometidos… —dijo ella sacudiendo la cabeza a pesar de su asombro—. Su madre notará la farsa.
Sam sacudió la cabeza.
—Mi madre está demasiado obsesionada en conseguir lo que quiere. Pete y Jeannie también colaborarán y nadie más tiene por qué saberlo. Créame, quiero que mi madre se vaya de aquí convencida de que he encontrado una esposa y pretendo conseguirlo.
—Me sigue pareciendo un engaño malévolo.
—¿Le he mencionado que ahora está mandándole a Jeannie hierbas y medicinas naturistas para que se quede embarazada?
—Sigue exagerando, ¿verdad?
—No, señora —respondió Sam con solemnidad.
Ginger suspiró.