Corazón engañado - Kelly Jamison - E-Book

Corazón engañado E-Book

Kelly Jamison

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Beschreibung

Julia 1002 El ojetivo del detective Patrick Keegan era la señorita Mari Lamott. En apariencia dulce e inocente, esa pequeña seductora era una astuta timadora. Parecía que cada vez que Patrick le daba la espalda, planeaba algo, desde engatusar a su abuela hasta... bueno, era mejor guardar algunas cosas en secreto. Su misión consistía en devolverla al buen camino, aunque ello significara pasar cada minuto del día…, y de la noche, a su lado.

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Seitenzahl: 184

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 1998 Kelly Jamison

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Corazon engañado, JULIA 1002 - junio 2023

Título original: THE LAW AND MISS LAMOTT

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411419086

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

¿Qué os depara el futuro? Lecturas de las cartas del Tarot, de las manos y de bola de cristal por una auténtica vidente. Lo veo todo. Llamad a Mariette al 555-2144.

 

Mari Lamott, se negaba a usar su nombre completo de Mariel porque la gente no paraba de confundirla con su hermana gemela, no necesitaba una bola de cristal para predecir los desastres potenciales que podría provocar el anuncio de Mariette en el periódico local. Como si esperara esa señal, sonó el teléfono.

Gimió. Cuando el anuncio apareció dos días antes, el viernes, Mari recogió dos llamadas. La primera de una mujer que prácticamente le había prometido enviarle un cheque sustancioso si podía proporcionarle los números de la lotería. Mari le había dicho que si los supiera no le haría falta poner un anuncio.

La segunda persona en llamar quería saber si debía romper con su novio, que le había pedido la mano la semana anterior. Intentó explicarle que no era vidente, que quien había puesto el anuncio ya no estaba en ese número, pero la mujer no se rindió. Por último, desesperada, le dijo que si no estaba segura de querer casarse con su novio, entonces una boda quizá no fuera una buena idea. La mujer colgó irritada.

Miró con ojos centelleantes el teléfono, pero siguió sonando.

El día anterior había llamado una mujer soltera que quería saber algo sobre su futura vida amorosa. Mari le había asegurado que si pudiera predecir los romances, estropearía toda la diversión.

El teléfono no paraba de sonar; contestó.

—¿Es el número de la vidente? —inquirió una voz débil.

—Sí… quiero decir, no. Es el número del anuncio, pero aquí no vive ninguna vidente.

—Vamos, no seas modesta, querida —dijo la voz, y Mari imaginó a una mujer mayor y sonriente—. No habrías puesto el anuncio si no consideraras que tenías el don.

—Oh, claro que sí —musitó, pensando en los pasados ardides de su hermana para ganar dinero. El asunto de la vidente era el último de sus intentos estúpidos por engordar su cuenta bancaria y animar su vida. En el proceso, por lo general complicaba la vida de Mari.

—Una vidente con sentido del humor —rió la mujer—. Eso me gusta. Me preguntaba si podrías venir a hacerme una lectura, querida.

—Me temo que no estoy en el negocio de la videncia —la verdad era que justo después de poner el anuncio, Mariette había conocido a un motero, el último de sus amigos vestidos de cuero, con pendientes y sin dinero, y se habían marchado a explorar juntos el mundo en la Harley Davidson de él. Se llamaba Harmon.

—¿Crees que podrías venir esta tarde? —preguntó la mujer—. Sé que te aviso con poco tiempo, pero realmente me irían bien unos consejos. Me preocupan mis nietos.

—De verdad, señora… —comenzó Mari.

—Keegan —indicó—. Rose Keegan. No quiero molestarte, pero es que… —suspiró—. Lo siento. Actúo como una mujer mayor y sola, y odio a las personas que no paran de quejarse.

—No, no —se apresuró a decir Mari—. Supongo que no pasará nada si… voy a verla —no se pudo obligar a decir que le haría una lectura. No era vidente, y lo que sabía sobre las cartas del tarot y las bolas de cristal no llenaría ni el envoltorio de un chicle. Aunque tampoco tenía el valor de rechazar a una mujer mayor que evidentemente estaba sola. Tocaba el piano una vez a la semana en una residencia, donde había visto la peor cara de la soledad.

—Oh, eres tan amable —exclamó Rose Keegan—. Tengo algunas galletas de chocolate recién hechas.

Mari sonrió a pesar de su reticencia. Las calorías ingeridas durante la realización de una buena obra no contaban; al menos esa era su filosofía.

—Suena estupendo —dijo.

 

 

Por ello una hora después aparcó el coche en la entrada de la casa de Rose Keegan. Pensaba exponerle a la mujer que no era vidente, pero con eso no explicaba por qué se había pasado uno de los llamativos pañuelos de su hermana alrededor de la cintura, justo encima de la falda de flores. También se había puesto una blusa blanca con un cuello grande y, como toque final, unos pendientes dorados. No podía cambiar su corto y ondulado pelo castaño ni sus ojos marrones, pero sin duda exhibía un aspecto más misterioso que el habitual.

Tenía pensado contarle a Rose Keegan la verdad, pero no haría ningún mal fingir durante un rato que era otra persona y no la pequeña Mari Lamott. Resultaba divertido representar durante media hora a su llamativa hermana, la que llevaba una vida excitante. Pigeon Nook, Indiana, era una ciudad bastante pequeña y conservadora que se tomaba la vida en serio. Al haber pasado allí los treinta años de su vida, Mari se sentía tan corriente e inclasificable como la misma ciudad.

Cuando Rose Keegan abrió la puerta de la casa, Mari captó la fragancia de su colonia mezclada con el aroma de galletitas frescas. Inmediatamente pensó en su abuela, que vivía en Florida, lo bastante lejos de Indiana como para tener noticias de ella sólo en las fiestas, y sintió un aguijonazo de soledad. Se le ocurrió que para una mujer como su abuela o la señora Keegan consultar con una autoproclamada vidente era algo peligroso. Alguien desaprensivo podía aprovecharse con suma facilidad de una mujer mayor sola.

—Vaya —saludó Rose, indicándole que entrara—, qué bonita eres. Siéntate y háblame de ti.

—No hay mucho que contar —comenzó Mari con cierto titubeo, sentándose en un extremo de un sofá tapizado con una tela de motivos florales. La estancia era pequeña y acogedora. El calor de agosto hizo que se sintiera somnolienta. Miró a su alrededor y vio algunas fotos enmarcadas sobre una mesita junto al televisor.

—¿Hay otras videntes en tu familia, querida? —preguntó.

—Sí… quiero decir, no —repuso—. Algunos en mi familia tendemos a ver el futuro mejor que otros —eso no era una mentira. En docenas de ocasiones podría haberle dicho a su hermana que iba a meterse en problemas, pero Mariette siempre fallaba en ver las señales a tiempo.

—Comprendo —Rose dio la impresión de querer formularle otra pregunta cuando la voz de un hombre sonó del otro lado de la puerta mosquitera.

—No estarás haciendo algo ilegal, ¿verdad, abuela?

Mari se sobresaltó al ver a un hombre perfilado más allá de la puerta, con la mano sobre los ojos mientras escrutaba el interior. Vio que era alto y de buena complexión, con una voz muy varonil.

—Pasa, Patrick —indicó Rose—. Iba a servir unas galletas de chocolate, si eso te parece ilegal.

—Se acercan mucho a las sustancias que alteran la mente —bromeó al entrar.

De un vistazo estudió a Mari y ésta sintió que se ruborizaba bajo su escrutinio. Aún mantenía la sonrisa, pero a ella no se le pasó por alto su expresión cauta. Sus ojos verdes hacían que el pelo rubio resultara aún más atractivo. Mari sintió un cosquilleo que no tenía nada que ver con el calor de agosto.

—Ésta es Mariette —explicó Rose, indicando el sofá—. Mariette, te presento a mi nieto, Patrick. Patrick Keegan.

—Encantada de conocerte —dijo Mari al extender la mano para verla desaparecer en la grande y fuerte de él—. Por favor, todo el mundo me llama Mari —no creyó poder explicar quién era de verdad bajo la mirada intensa de esos ojos verdes. Tendría que largarse lo más pronto posible y disculparse luego con Rose—. He de irme —dijo, tratando de levantarse.

—Oh, pero aún no me has hecho mi lectura —indicó Rose con voz decepcionada.

—¿Lectura? —preguntó Patrick, y Mari captó suspicacia en su voz.

—Mariette… Mari… iba a hacerme una lectura psíquica, querido —anunció Rose—. No te vayas, Mari, hasta que hayas probado unas galletitas.

—Por supuesto —insistió Patrick con tono seco, mirándola—. Quédate a tomar unas galletas.

A ella no le gustó la expresión de sus ojos cuando Rose se marchó en busca de las pastas. Tenía pensado irse lo antes posible, pero ese hombre la intimidaba con su observación.

Llevaba unos vaqueros y una camiseta negra. Todavía de pie, se metió las manos en los bolsillos.

—¿Qué clase de lecturas psíquicas realizas, Mari? —quiso saber.

Al mirarlo ella pensó que comprendía cómo debía de sentirse un ratón acorralado por un gato. Medía más de un metro ochenta y se sintió empequeñecida con su metro sesenta. Tragó saliva y se encogió de hombros.

—En realidad, no es nada —cuando él enarcó las cejas, intentó improvisar—. Un poco de cartas del tarot, mi bola de cristal.

—Que no parece que lleves contigo —indicó él con burlona decepción.

—Pensaba leerle a tu abuela la palma de la mano —explicó, deseando no tener esa vena obstinada que la impulsaba a terminar todo lo que comenzaba, incluso cuando estaba claro que no funcionaba.

—Qué interesante —esbozó una leve sonrisa cuando su abuela entró con una bandeja con galletitas—. Siéntate, abuela, y dejemos que nuestra vidente te lea la mano. Seguro que será entretenido.

Su voz sonó con un deje de desafío. Hizo que Mari quisiera agarrar el bolso y salir corriendo, pero se contuvo. Rose Keegan le caía bien. Aunque era evidente que su nieto la consideraba una chiflada que se hacía pasar por psíquica. Bueno, le daría una representación que no olvidaría. Había visto suficientes programas de televisión como para saber cómo actuaban los chiflados. Por no mencionar a su hermana. Aceptó una de las galletas que le ofreció Rose y la mordisqueó con gesto pensativo.

—Por lo general realizo mis lecturas cuando estoy en… en trance —anunció—, pero haré lo que pueda —terminó de comer, luego se sentó con gesto teatral frente a Rose. Patrick, aún de pie, se situó a su lado—. No tan cerca —advirtió con tono imperativo—. Estropeas mis vibraciones —lo apartó con un gesto y él retrocedió unos pasos, con una sonrisa en el rostro.

Entusiasmada por su recién hallado coraje, Mari tomó la mano de Rose y puso la palma hacia arriba. Fingió estudiarla, tratando de recordar algunas de las cosas que su hermana dijo al practicar con ella. Pero había estado demasiado ocupada, explicándole a Mariette por qué su último plan no iba a hacerla rica, para asimilar algún detalle.

—Tiene una línea de la vida fantástica —afirmó al fin. Empezó a trazarla con el dedo, pero se detuvo al darse cuenta de que no tenía ni idea de cuál era—. Veamos qué tiene que aportar la línea de la familia.

—¿La línea de la familia? —inquirió Patrick con escepticismo.

—Rompes mi concentración —amonestó Mari. Oyó que él suspiraba con impaciencia y se apresuró a añadir—: Sí, tiene hijos —fantástico, Mari, pensó. Cualquiera sabría eso.

Al recordar las fotos en la mesita, se llevó el dorso de una mano a la frente en gesto de concentración, luego escrutó por el rabillo del ojo. Pudo discernir lo que parecía una foto familiar con Rose rodeada de varios hombres jóvenes. ¿Nietos? No estuvo segura. Había una de Patrick en el centro de un grupo de niños con uniforme de béisbol, con uno sonriente que sostenía una copa. Se aclaró la garganta.

—Le encantan los niños —eso parecía bastante seguro—. Y también le gustan a su nieto. Lo veo rodeado de muchachos —fingió que se concentraba aún más—. Chicos a los que les gusta el deporte. Espere, me viene. ¡Béisbol! —oyó que Patrick bufaba con desdén, pero no le hizo caso. Otro vistazo a las fotos le mostró una en la que figuraba un hombre grande y con barba, con una cinta alrededor de la frente y un pendiente. Sospechó que Rose era una admiradora. Pero, ¿de qué? Evidentemente el tipo no era un campeón de ajedrez—. Rose, a usted también le gustan los deportes —comenzó con cautela—. Sigue especialmente a un hombre joven; es grande y luce… —hizo una pausa para conseguir efecto dramático—… un pendiente —aguardó, esperando que Rose le proporcionara una pista, pero Patrick carraspeó. ¿Qué deporte requería tipos grandes y fornidos? La mano de Rose apretó la suya, y Mari supo que le daba ánimo.

—Veo que esto no va a ninguna parte —comentó Patrick disgustado.

Y entonces Mari lo supo. Abrió los ojos y exclamó:

—¡Lucha profesional! ¡Le encanta ver combates de lucha!

Reinó un silencio asombrado antes de que Patrick empezara a reír.

—¿Lucha profesional? —repitió él con incredulidad. Rió con más entusiasmo, y cuando Mari observó a Rose, vio que también ella sonreía.

—Creo que está pensando en mi nieto, querida —dijo con amabilidad y le palmeó la mano—. El primo de Patrick, Elroy Keegan. Es chef.

Un chef. Y ella lo había llamado luchador. Al decidir que ya se había humillado bastante por un día, se levantó con toda la dignidad que le quedaba. Le agradeció a Rose las galletas y se dirigió a la puerta, decidida a ignorar a Patrick Keegan.

—¡Pero aún no te he pagado! —exclamó Rose.

—Oh, no, no podría aceptar dinero —repuso Mari con firmeza—. Fue un placer visitarla.

Rose protestó, pero Patrick la interrumpió.

—Estoy seguro de que tus galletitas han compensado con creces los talentos psíquicos de Mari —dijo con voz suave.

Ella lo miró con suspicacia y reconoció la diversión en sus ojos. Enarcó una ceja y frunció levemente la nariz.

—Adiós, señora Keegan —se despidió; con el bolso bajo el brazo atravesó la puerta. Estaba tan conmocionada por su enfrentamiento con Patrick Keegan que a punto estuvo de empotrar la parte de atrás de su coche en el buzón de Rose.

En el trayecto de vuelta a casa el rostro atractivo de Patrick Keegan y sus ojos burlones permanecieron en su mente. Supuso que apenas pasaría de la treintena, y no había visto un anillo en su dedo.

Si fuera una de esas chicas seguras y bonitas con piernas largas, habría coqueteado con él, a pesar de lo irritante que resultaba. Pero no había manera de convertir a un ratón en una princesa. Suspiró y se secó la frente con el extremo del pañuelo; había sido una persona distinta durante treinta minutos, y lo único que había conseguido había sido sudar.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

ESTÁS loca? —demandó Patrick, frunciendo el ceño. Ya tenía suficientes cosas que hacer ese sábado sin necesidad de preocuparse por el sentido común de su abuela.

—Vamos, Patrick, ¿crees que ese es modo de hablarle a tu abuela? —inquirió Rose.

—No quiero que vuelvas a llamar a esa… vidente perturbada.

—Es una chica dulce.

—Es la timadora más incompetente que he visto —declaró él.

—No es una timadora —protestó Rose—. Ser detective de la policía te ha vuelto cínico.

—Abuela, no soy cínico, soy realista. He arrestado a más timadores que los que te imaginas —aunque ninguno había sido tan malo como Mari. De hecho, había sido tan mala que se rió con ganas por segunda vez desde que se marchara el domingo pasado.

—Mari no es una timadora —repitió Rose—. Puedes apostarlo.

—Recuerda mis palabras —aseveró Patrick—. Sigue llamándola y no tardará en soltarte eso de que hay que levantar una maldición… por unos cientos de pavos.

—Mari no haría eso —aseveró indignada.

—Sí que lo haría. Por eso quiero estar presente si vuelves a verla.

—Pero, Patrick, tú la pones nerviosa.

—Con motivo. Y ahora prométeme que no la verás sin mí.

—Vendrá esta noche —Rose suspiró.

—Pero es sábado. Debo entrenar al equipo en el partido —y además les había prometido a los chicos que luego los llevaría a beber unos refrescos.

—Entonces no estarás, ¿no?

—Estaré —anunció Patrick con tono sombrío—. Por nada del mundo me perdería el regreso de la pequeña Mari.

Tenía otro motivo para ello, pero no se lo contó. No quiso revelarle que al estar cerca de Mari sintió una clara atracción sexual. Nunca en su vida le había gustado una mujer que no fuera respetuosa con la ley, y quería demostrarse a sí mismo que se equivocaba en la interpretación de ese momento fugaz.

 

 

Mari observó la bola plateada que había en el asiento del coche e hizo una mueca. «Una idea estúpida». Ni los psíquicos auténticos usaban ya las bolas de cristal, y menos aún si no eran de cristal. Esa parecía una bala de cañón con una capa de pintura gris metalizado, y pesaba una tonelada. Pertenecía a su vecina, la señora Kurtz. Había sido la bola con que su difunto marido jugaba a los bolos. Su viuda hizo que rellenaran los agujeros para los dedos antes de ponerla como adorno en el centro de un lecho de flores. Desesperada, Mari le había pedido que se la prestara. La señora Kurtz la miró de forma extraña, pero en su sangre corría el estoicismo noruego y rara vez hacía preguntas.

Irguió los hombros al bajarse del coche en la casa de Rose. Iba a aclarar el malentendido ese mismo día. No podía dejar que la anciana creyera que era vidente.

Quiso explicárselo por teléfono, pero Rose parecía tan ansiosa por verla de nuevo que postergó la confesión. Rose había insinuado que su nieto no la visitaba muy a menudo, y luego que estaría muy interesada en ver su bola de cristal. Por eso tuvo que recurrir a la bola de la señora Kurtz, aunque no había contado con que pesara diez kilos.

La alzó del asiento y trastabilló por la entrada de coches hasta la puerta. Ahí se le presentó un dilema, porque temía que si dejaba la bola rodara porche abajo. Intentó apretar el timbre con el hombro pero no lo consiguió. Antes de que pudiera volver a intentarlo, Rose abrió la mosquitera y la hizo pasar.

—Santo cielo, qué grande es —exclamó.

—Bueno, cuanto más pesadas, más información contienen —indicó Mari, que jadeaba al dejarla en el sofá y sentarse a su lado.

—Entonces esa debe ser una enciclopedia —dijo la anciana.

—Paso mucho tiempo mirándola.

—Bueno —comentó Rose aliviada—, tú siéntate y entra en trance. Y luego trata de contarme algo sobre mi nieto Elroy. Ese chico es el mejor repostero de todo el estado y no parece ser capaz de encontrar una novia.

Mari contempló la foto del grande y fornido Elroy y se mordió la lengua para no decirle que cualquier chica que lo viera por primera vez probablemente recibiría un susto mortal.

Con la esperanza de posponer la parte del «trance» e incapaz de revelarle a Rose que era una vidente falsa, Mari señaló las fotos.

—¿Tiene más nietos aparte de Patrick y Elroy? —el sólo hecho de pensar en Patrick le aceleró el pulso, pero se dijo que únicamente se debía a la suspicacia mostrada por él.

—Oh, sí —afirmó, radiante—. Está Reno, es el hermano de Elroy. Y Sean y Max, hermanos de Patrick. El padre de Elroy y Reno es Stephen. Mi primogénito. Mi otro hijo, Max, es el padre de Patrick, Sean y Max. Es viudo —sacudió la cabeza—. Todos mis hijos fueron chicos. Y también éstos sólo tuvieron varones. Por eso me gustaría ver su futuro, si puedo. Para acallar mis preocupaciones.

—¿No los ve a menudo? —preguntó Mari.

—Bastante, sí —confesó Rose—. Pero no me cuentan mucho sobre sus cosas. Imagino que busco algo que haga que deje de preocuparme.

Si lo que Rose quería era que la tranquilizaran, Mari estaba dispuesta a concedérselo.

—Oh, tengo buenas vibraciones de todos ellos —dijo—. Anoche mismo tuve una visión de ellos juntos y muy felices.

Desde el otro lado de la mosquitera le llegó una voz familiar y ronca.

—A veces yo tengo esas visiones, por lo general después de un par de cervezas.

Mari se acaloró cuando la puerta se abrió y entró Patrick. Intentó no mirarlo fijamente, aunque le costó. Esas piernas largas y musculosas atraían las miradas femeninas como las flores a las abejas. De nuevo lucía unos vaqueros y una camiseta blanca. Tenía el pelo húmedo, como si acabara de salir de la ducha.

—¿Ya ha terminado tu partido de béisbol, Patrick? —inquirió Rose—. Mari iba a hacerme una lectura.

—Fascinante —dijo con tono seco—. ¿Qué va a leer esta vez? ¿Hojas de té? ¿Anuncios en el periódico?

—Debería irme —anunció Mari. Quiso ponerse en pie pero la mano firme de Patrick en su hombro le impidió levantarse.

—Quédate un rato —pidió—. Deseo presenciar tus lecturas. Después de todo, la que hiciste la semana pasada fue especialmente reveladora —habló con lentitud y precisión, como si cada palabra contuviera un mensaje sólo para ella.