Una venganza deliciosa - Jane Porter - E-Book
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Una venganza deliciosa E-Book

Jane Porter

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Beschreibung

Lazaro Herrera había jurado que algún día se vengaría de Dante, su hermanastro, que llevaba años sin siquiera darse cuenta de su existencia. Así que, cuando Zoe, la cuñada de Dante, llegó a Argentina, Lazaro pensó que era la oportunidad perfecta para poner su plan en marcha. Pero, solo con su sensualidad y con la atracción que había surgido entre ellos, aquella rubia de ojos azules parecía estar consiguiendo que Lazaro olvidara sus deseos de venganza.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2002 Jane Porter-Gaskins

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una venganza deliciosa, n.º 1365 - junio 2015

Título original: Lazaro’s Revenge

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español 2002

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcasregistradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-6251-7

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

No secuestro mujeres –replicó Lazaro Herrera con tono sombrío, de espaldas a la ventana que daba a la elegante avenida Santa Fe de Buenos Aires–. Puedo tener fama de ser despiadado, pero es por una cuestión de negocios, no algo personal.

–A veces no estoy seguro de que no sea personal –musitó Dante Galván.

Lazaro se volvió para observar al hombre que dirigía Empresas Galván, el único ante el que tenía que responder. Dante podía ser director ejecutivo, pero como presidente, él era el director en funciones.

–Hasta yo tengo escrúpulos, y trazo la línea en los secuestros.

–Me malinterpretas. Jamás he dicho secuestro. Zoe es la hermana menor de mi esposa. Solo tiene veintidós años. Lo único que quiero es protegerla.

Lazaro entrecerró los ojos.

–Proteger a Daisy, querrás decir –Dante no respondió–. Ni a Daisy ni a ti os gusta ese americano, Carter Scott...

–Por buenos motivos.

–De manera que lo que realmente haces es proteger a Daisy de noticias desagradables.

Dante no respondió de inmediato. Apretó los labios.

–Daisy no puede perder este bebé. No puede llevar esta situación ahora mismo ni puede tolerar más malas noticias, y bajo ningún concepto voy a dejar que sufra otro aborto –el dolor palpitó en su voz, junto con la ira y la impotencia.

Lazaro estaba al corriente de los dos abortos que había sufrido Daisy. El segundo, el año anterior, con el embarazo en estado avanzado. Había quedado devastada por la pérdida, y Dante se había tomado seis semanas libres para estar con ella durante la convalecencia en la estancia. Fue en ese momento cuando Lazaro asumió la dirección completa de la corporación.

Por desgracia, Dante no sabía que estaba poniéndose en manos de Lazaro, no sabía que cada movimiento que realizaba, cada porción de poder que entregaba, solo reforzaba la posición de Lazaro y debilitaba la suya.

–Soy afortunado de tenerte –comentó Dante–. Si no fuera por ti, todos estaríamos metidos en problemas.

Lazaro se puso tenso, la conciencia aguijoneada por la gratitud de Dante. Odiaba las emociones contradictorias que bullían en su interior. Se volvió para contemplar el horizonte de Buenos Aires, que centelleaba bajo el sol.

Por primera vez en mucho tiempo, despreciaba lo que había empezado con los Galván.

Sin embargo, a pesar de hallarse agobiado por los recuerdos de un pasado oscuro, sintió la preocupación de Dante por Daisy, la carga que el propio Dante soportaba, y anheló advertirlo de que tuviera cuidado. «No confíes en mí. No te sientas a salvo conmigo. No permitas que me acerque a tu familia».

Pero no habló. Ahogó la culpabilidad y el sentido de compromiso, y se dijo que los problemas de Dante no eran los suyos. Tampoco el dolor que sentía el otro, ni la pérdida.

Respiró hondo, endureció sus emociones y se recordó que no era una simple enemistad. Se trataba de una venganza. Más que una venganza.

Era por el alma de una persona.

De su madre.

Con el corazón recubierto de hielo, le dio la espalda a la ciudad bañada por la luz para encarar a su secreto rival.

–¿Cuál es el plan?

Capítulo 1

No hables, haz lo que te digan y todo saldrá bien».

La habían secuestrado... a plena luz del día, en el Aeropuerto Internacional de Ezeiza en Buenos Aires, a la vista de la seguridad del aeropuerto.

El estómago de Zoe Collingsworth sufrió un vuelco cuando el helicóptero se ladeó y voló en un ángulo singular respecto de la tierra.

Se agarró con tanta fuerza al asiento, que los nudillos le dolieron. Él le había dicho que no hablara y no lo había hecho, pero tenía mucho miedo. Eso no podía estar pasándole... tenía que ser un mal sueño...

–Aterrizaremos en unos minutos.

El sonido de la voz la sobresaltó. Era la primera vez que le hablaba en las dos horas que llevaban en el helicóptero. Jamás había oído una voz tan baja; vibró a través de ella como un tren de carga que marchara con lentitud.

–¿Adónde me lleva? –susurró con manos temblorosas.

La miró fugazmente con ojos entrecerrados.

–Eso no importa.

Se le resecó la garganta y el miedo le dejó frío el cuerpo. Se tocó el cinturón de seguridad para comprobar la tensión, como si la pequeña tira que le cruzaba el regazo pudiera protegerla de lo que fuera a sucederle.

Quería decir algo duro y desafiante, quería ser valiente porque era así como Daisy encaraba los problemas. Pero Zoe no era una guerrera y la dominaba el peor terror imaginable. Jamás había salido siquiera de Kentucky, y en su primer viaje era... era...

Secuestrada.

El corazón le latía con tanta fuerza que creía que le iba a estallar. Observó a su secuestrador. Tenía la vista clavada en la ventanilla, en el paisaje que se oscurecía. El crepúsculo sumía todo en sombras.

–¿Qué quiere de mí? –al final captó su atención. La miró y unas pestañas largas y oscuras le ocultaban los ojos; su expresión era curiosamente dura. No había nada gentil en las facciones sombrías–. ¿Va a... a hacerme daño?

Oyó el temblor en su voz, el espacio entre las palabras, que revelaba miedo y extenuación.

También él lo captó, y la boca firme se cerró con más fuerza, endureciéndose.

–No hago daño a las mujeres.

–Pero, ¿sí las secuestra? –estaba al borde de la histeria. Llevaba veinticuatro horas sin dormir y comenzaba a perder el control.

–Solo si me lo piden –respondió cuando el helicóptero descendió. Miró por la ventanilla y asintió con satisfacción–. Vamos a aterrizar.

Cuando el piloto posó el aparato en el suelo, su secuestrador abrió la puerta y bajó.

–Vamos –extendió una mano.

–No –Zoe rehusó el contacto. No pudo ver su cara en la oscuridad, pero percibió la impaciencia.

–No es una elección. ¡Vamos!

Despacio, temblando de miedo, descendió del helicóptero. Tenía las piernas entumecidas y rígidas.

La noche era cálida, mucho más de lo que había esperado. Delante brillaban unas luces. Con el corazón martilleándole, contempló la casa y las dependencias iluminadas. Pero más allá del círculo inmediato de luz, solo había oscuridad. Un mundo de oscuridad. Se preguntó dónde estaría y qué pretendería hacerle ese hombre.

Él hurgó en el interior del habitáculo y sacó la maleta de Zoe del helicóptero y una bolsa de viaje, que ella supuso que sería suya.

Cerró la puerta del aparato y este, de inmediato, se elevó hacia la noche estrellada.

Las aspas giratorias le hicieron revolotear el pelo; trastabilló hacia atrás con la intención de escapar del ruido y del aire y tropezó con el equipaje. Pero unas manos interrumpieron su caída.

Sintió la presión dura de su cuerpo y las manos que se cerraron en ella al ponerla de pie.

Se apartó de inmediato, pero esa fracción de segundo resultó más de lo que podía soportar. Había sentido cómo la fuerza y el calor de él le penetraban la ropa, la piel, hasta llegar a sus huesos. Era un hombre duro e inflexible. Ese simple contacto la quemó.

«Qué Dios me ayude», rezó en silencio. «Haz que vuelva ilesa a casa».

Con mano trémula, se apartó un mechón de pelo de la cara. Se sentía física y emocionalmente fragmentada.

–Por aquí –indicó él con rudeza, tocándole el codo.

Ese segundo contacto fue peor que el primero. La súbita rigidez de su cuerpo dolió. Cada vez que él la tocaba, temblaba. Cada vez que lo hacía, la quemaba.

El ruido del helicóptero comenzó a perderse en la distancia. El cálido aire nocturno la envolvió.

–¿Y ahora qué? –preguntó, irguiéndose en la totalidad de su metro setenta y cinco de altura. No sirvió para mucho. Él era mucho más alto y grande. Debía medir un metro noventa aproximadamente, de complexión fuerte, musculada como la de un futbolista profesional de la liga estadounidense; aunque con la cazadora, camisa y pantalones negros, podría haber pertenecido a la mafia.

–Vamos dentro. Cenamos. Y luego te irás a tu habitación a pasar la noche.

Hizo que pareciera casi civilizado. Pero eso no la tranquilizó. Había oído que los hombres más violentos eran también los más sofisticados. Podía estar jugando con ella antes...

«¡Para! Tienes que dejar de pensar de esa manera. No puedes permitir que tu imaginación juegue contigo. Te volverás loca».

Había demasiadas incógnitas, demasiadas posibilidades aterradoras. Debía mantener la calma, la cabeza fría, como solía decir su padre.

Se tragó el pánico.

–Muy bien. La cena suena bien –iría paso a paso. De un modo u otro, lo superaría.

Él recogió la maleta y la bolsa y se dirigió hacia la casa, dejándola para que lo siguiera. Pero no podía seguirlo, no de inmediato. ¿Cómo iba a poder entrar en esa casa por su propia voluntad?

Zoe permaneció en el mismo sitio, se volvió hacia la pista de cemento y el aire de la noche la rodeó. La tierra era llana y abierta, con un pequeño grupo de árboles en la distancia. Nada se levantaba en el horizonte. Ninguna montaña, ninguna luz de ciudad. Solo un espacio llano y vacío.

«La pampa», se dijo a sí misma al recordar las postales que Daisy le había enviado.

La estancia de los Galván también se hallaba en la pampa. Quizá estaba cerca de Daisy, más cerca de lo que nadie imaginaba.

Giró otra vez hacia la casa. La esperaba en la puerta. Avanzó, pero se detuvo. Podía sentir la impaciencia de él y eso la asustó. ¿Qué le sucedería en cuanto entrara en la casa?

Él esperó otro momento antes de encogerse de hombros y desaparecer de vista. Tras una larga pausa, Zoe se obligó a continuar.

Subió los escalones y llegó a la puerta de madera oscura que permanecía abierta. El hombre reapareció.

Se había quitado la cazadora y desabotonado la camisa. Cuando sus ojos se encontraron, ella pensó que los de él eran más claros que lo que había imaginado, aunque era la nariz la que dominaba el rostro. Tenía una pequeña cicatriz en el puente y otra en el borde del mentón cuadrado. Era un rostro que daba la impresión de haber recibido más de una paliza.

De un boxeador callejero. O un matón.

Notó un nudo en la garganta. Tragó saliva y el terror hizo que sintiera como si las extremidades pendieran sobre trozos de cristal.

–¿No vas a entrar? –preguntó él.

Estuvo a punto de matarla el hecho de tener que forzar un sonido por la garganta.

–¿No le importa si me quedo fuera?

–Ahora que estamos aquí, puedes hacer lo que quieras.

–¿Sí?

–No hay teléfono ni comunicación con el exterior. Ni visitantes, ni carreteras, ni molestias ni interrupciones. Estás a salvo.

Ella apretó los dientes y unas lágrimas ardientes le quemaron los ojos.

–¿A salvo?

Él alargó la mano para tocarle el inicio del cuello, justo debajo de la mandíbula, y los dedos se movieron sobre la piel que no le cubría el jersey de cuello vuelto.

–Perfectamente a salvo.

Se estremeció y sobresaltó con el contacto encendido y doloroso.

–¿No hay nadie más aquí?

–Solo una criada mayor, pero no habla inglés y no te molestará.

Levantó el dedo del cuello y Zoe sintió como si la hubiera partido por la mitad. El contacto había sido leve, pero había encendido una bomba bajo su piel, haciendo que en el centro de ella estallará el calor y que el fuego le surcara las venas. Quiso gritar, abrumada por la intensidad de su reacción.

–Pasa. Estás cansada.

–Tengo miedo.

–¿De qué? –ladeó la cabeza.

La voz baja palpitó dentro de Zoe. Lo odiaba, lo temía y, sin embargo, también le resultaba extrañamente carismático. «Lo que me faltaba», pensó, pero no se atrevió a manifestarlo en voz alta.

Él debió de leerle los pensamientos, porque esbozó una leve sonrisa.

–Considéralo una aventura –luego se apartó para dejarla pasar.

¿Una aventura? Estaba loco.

Los particulares ojos claros del desconocido la miraron mientras esperaba, sin hablar ni darle prisa. Iba a dejar que escogiera. Iba a trasladarle a ella el siguiente movimiento.

¿Qué debía hacer? ¿Quedarse afuera, en la oscuridad de la infinita pampa, o entrar en el resplandor cálido de la casa?

Con el corazón desbocado, entró.

Lazaro divisó a Zoe Collingsworth en cuanto atravesó la puerta de llegadas aquella tarde. Joven, rubia, hermosa. Con ojos entrecerrados, había seguido sus movimientos mientras ella buscaba en el bolso de piel las gafas de sol.

Las manos le habían temblado al acomodárselas sobre la nariz recta y pequeña. Podría haber sido una estrella de Hollywood. El jersey de cuello alto se detenía justo debajo de la barbilla, acentuando la mandíbula suave y blanca y la larga melena de cabello rubio.

Muchos ojos se volvían para observar los pechos voluptuosos bajo el fino jersey negro y las caderas tan femeninas enfundadas en los pantalones de lana de un tentador color caramelo. El cabello era natural, como el de su hermana Daisy, solo que más dorado. De hecho, se parecían mucho.

Dos años después de haberse casado con el conde Dante Galván, Daisy ya era considerada una gran belleza en los círculos sociales de élite de la Argentina, pero Zoe poseía una belleza diferente... más suave.

Lazaro cerró la puerta del rancho, pero no se molestó en echar el cerrojo. Zoe no tenía ninguna parte adonde ir.

La observó en ese momento, mientras entraba en el pasillo, los ojos azules muy abiertos y aprensivos. Estudió el interior, como si buscara una puerta oculta o una cámara de tortura secreta.

–No hay nada siniestro aquí –indicó con calma–. Nada de cuchillos, armas de fuego, látigos o cadenas. No es más que un rancho.

Ella alzó el mentón y apretó los labios.

–¿Ha enviado ya una petición de rescate?

–No.

La vio parpadear. Era tan joven. Casi doce años menor que él. Los separaba una vida entera. La diferencia de edad tendría que haber enfriado la atracción. Pero no era así.

Desde el primer momento en que la vio en el aeropuerto, las entrañas se le habían encogido. La reacción que despertaba en él lo aturdía. Era muy primitiva, tan física que se sentía en carne viva. Apenas controlado.

El deseo palpitó en ese instante y el cuerpo volvió a contraérsele.

Se sentía hambriento. Como una criatura prehistórica renacida de entre los muertos. Algo en ella hacía que la anhelara, que se sintiera famélico. Implacable.

Quería sentirla, probarla, poseerla. Y en una parte distante del cerebro sabía que lo haría. Algún día.

Cuando hubiera aplastado a los Galván.

Cuando hubiera conseguido su venganza.

Pero ese no era el momento. En ese instante, ella estaba agotada y temerosa, y era una invitada en su casa.

–Dame el abrigo –indicó, suavizando la voz, ya que sabía que tenía una voz y unos modales duros. No era conocido por su sensibilidad o cortesía.

Extendió la mano, pero ella dio un paso atrás, asustada.

Zoe estuvo a punto de gritar cuando él alargó la mano. No podía dejar que volviera a tocarla. No podía permitir que se le acercara, que consiguiera que se sintiese atrapada, impotente, demasiado vulnerable. Había algo en él que emanaba fuerza, no solo en términos de musculatura, sino de control... de poder.

Cerró el fino abrigo en torno a su cuerpo.

–Me gustaría conservarlo.

–Lo recuperarás –enarcó las cejas.

Se burlaba de ella. Se ruborizó y alzó la barbilla.

–Tengo frío.

–Entonces, acércate al fuego. Te hará entrar en calor.

La condujo desde el vestíbulo de techo alto a un salón sorprendentemente espacioso, con vigas oscuras en lo alto, tan rústicas como la chimenea de piedra que iba del suelo al techo. Sin embargo, los muebles eran lujosos, desde la alfombra de unos vibrantes tonos escarlata y oro que cubría el suelo de madera hasta los sofás y sillones mullidos distribuidos en pequeños grupos. En las paredes había lienzos grandes de pinceladas vívidas de un azul eléctrico, rojo sangre y amarillo encendido.

No era un simple rancho.

Pasó junto a la mesa de centro de hierro forjado y cristal para situarse junto a la chimenea. Sentía las piernas frágiles, los músculos tensos.

Con una mirada fugaz en dirección a la biblioteca, alargó unos dedos temblorosos con el fin de capturar el calor del fuego.

«Secuestrada», repitió en silencio. La habían secuestrado. Aún no había terminado de asimilarlo. ¿Lo haría alguna vez?

Recordó bajar del avión y salir con los otros pasajeros, para descubrir una sala atestada.

Recordaba haber escrutado a la gente en busca de Dante o de un chofer. Dante le había prometido que alguien iría a recibirla. Pero no vio a su cuñado ni a nadie que sostuviera un cartel. Había madres con sus hijos, hombres de negocios con sus teléfonos móviles... pero nadie que fuera a buscarla.

De pronto, los ojos se le habían humedecido al sentir el aguijonazo de la pérdida. Por lo general algo así no la afectaba, pero no había tenido un mes normal. Su padre empeoraba cada día más. Ya parecía haberlo olvidado todo y era terrible verlo marchitarse ante sus ojos. Había sido un hombre inteligente, cariñoso, siempre generoso con los demás.

Había buscado en el bolso las gafas de sol para ocultar las lágrimas. Ya había llorado durante casi todo el vuelo y también entonces las gafas le habían sido de utilidad. La verdad es que había llorado tanto en el último mes, que las lágrimas deberían haberse agotado.

Respiró hondo y trató de concentrarse en lo positivo. Había ido a ver a Daisy. Faltaba poco para que se reuniera con su hermana. En cuanto estuvieran juntas, las cosas irían mejor.

Fue en ese momento cuando se le acercó el hombre de negro, serio, de mirada penetrante y nariz aguileña.

–¿Señorita Collingsworth? –había preguntado con una voz de imposible profundidad.

Zoe recordó que su agente de viajes le había comentado que los hombres argentinos, una mezcla de pasión latina y sofisticación europea, tenían un atractivo letal. Aunque no consideraba a ese hombre de un atractivo clásico, resultaba arrebatador.... no, fascinante, de un modo primitivo.

–Soy Zoe –había respondido con el corazón desbocado. Llevaba despierta toda la noche y se hallaba excesivamente cansada. Nunca antes había salido de Kentucky y había sentido emociones contradictorias acerca del viaje a la Argentina. Quería ver a Daisy, pero odiaba llevar a su padre a una residencia. Cierto es que solo iba a permanecer dos semanas, pero había sido terrible ingresarlo.

–¿Tiene alguna maleta? –preguntó el hombre.

–Solo una. Es grande, de modo que la facturé.

–Si me da el resguardo, se la recogeré.

Extendió una mano de palma ancha y dedos largos y bien formados. Parecía relajado y ella le había entregado el resguardo. Fueron a la zona de equipajes y él alzó la maleta grande como si no pesara nada. En el exterior los esperaba una limusina que los condujo hasta el helicóptero.

No fue hasta después de despegar y que ella empezara a formularle preguntas sobre Daisy y el embarazo, sobre la estancia de los Galván, la vida en la pampa, cuando le dijo que dejara de hablar.

De hecho, sus palabras exactas fueron: «No hables, haz lo que te digan y todo saldrá bien».

Respiró hondo y contempló el fuego, con sus danzarinas llamas rojas y doradas.

Volvía a temblar, en ese momento con más violencia, y el calor no bastaba. No podía parar. Era incapaz de controlar los nervios.

Lo oyó caminar detrás de ella, el sonido de cristal, de líquido al verterse, otra vez de cristal. Se servía una copa. ¿Qué clase de secuestrador tenía libros encuadernados en piel, arte moderno y frascas de brandy? ¿Qué clase de hombre era?

Luchó contra el miedo. Tenía que haber una buena explicación. La gente no secuestraba a otra gente sin un objetivo, un plan.

–Bebe esto.

La voz fría y dura atravesó sus pensamientos y la hizo alzar la vista del fuego hacia sus facciones talladas, de expresión inexplicablemente sombría.

–No bebo.

–Te hará entrar en calor.

Observó la copa en forma de globo llena con un líquido de color ambarino y se encogió.

–No me gusta el sabor.

–Cuando tenía tu edad, a mí tampoco solía gustarme. Estás temblando. Te ayudará. Confía en mí.

¿Confiar en él? Era el último hombre en la faz de la tierra en quien confiaría. La había alejado de Daisy, de Dante, de la reunión que había anhelado. Su garganta amenazó con cerrarse y la ira pudo con ella.

Se volvió hacia él con los brazos cruzados.

–¿Quién eres? Ni siquiera sé tu nombre.

–Lazaro Herrera.

El nombre salió como algo fluido, complejo, sensual.

Lazaro Herrera.

Era un nombre que encajaba con él, que reverberaba con música y poder.

–Creo que aceptaré la copa –susurró.

Al entregársela, sus dedos se rozaron.

–Bebe despacio.

El contacto la abrasó y a punto estuvo de dejar caer la copa.

–¿Por qué haces esto?

–Tengo motivos –se encogió de hombros.

–Pero, ¿qué he hecho? Ni siquiera me conoces.

–No es por ti.

–Entonces, ¿por qué? –elevó la voz.

–Por venganza.