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Un hombre tan atractivo debería estar prohibido. ¿Podían atraerse dos seres opuestos? Aunque había conseguido con esfuerzo ser un rudo magnate, Lorenzo Hall tenía un origen humilde, y ahora su salvaje rebeldía obedecía a una causa: se moría por averiguar si su nueva ayudante, Sophy Braithwaite, era realmente tan casta y pura como parecía. Por supuesto, para Sophy su apasionado jefe debería estar fuera de su alcance, pero era evidente que el sugerente cuerpo de Lorenzo y el peligroso brillo de su mirada iban a tentarla hasta el límite para que rompiera todas las normas.
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Seitenzahl: 171
Veröffentlichungsjahr: 2015
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2010 Natalie Anderson
© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Una vez no es suficiente, n.º 2075 - diciembre 2015
Título original: Unbuttoned by Her Maverick Boss
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-687-7274-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Si te ha gustado este libro…
El tiempo no se detenía por nadie. Sophy Braithwaite tampoco.
Impaciente, golpeó el suelo con los pies.
La recepcionista la había conducido directamente al despacho. La placa en la puerta le confirmó que estaba en el lugar correcto.
Esperando.
Se fijó en los cuadros colgados en la pared. Bonitas escenas de la campiña italiana, sin duda elegidas por Cara. De nuevo se volvió hacia el enorme y desocupado escritorio. Las carpetas estaban apiladas en una inestable torre. El correo sin abrir se había desparramado por el teclado del ordenador. Cara no había exagerado al explicarle que había dejado un desastre.
–No me concentraba y esto me ha superado –había afirmado.
«Esto» era un diminuto bebé prematuro que seguía en el hospital. Cara estaba angustiada y lo último que necesitaba era preocuparse por un trabajo de administrativa a tiempo parcial.
La irritación de Sophy creció. ¿Dónde estaba Lorenzo Hall, supuesto genio de la industria del vino, y ojito derecho de las benefactoras de la sociedad, y director ejecutivo de todo ese caos?
–Lorenzo está muy ocupado. Sin Alex ni Dani aquí, está él solo –Cara se había mostrado muy preocupada cuando la hermana de Sophy, Victoria, le había pasado la llamada–. Sería genial si pudieras ir. Al menos, le evitarías preocuparse por la Fundación del Silbido.
Y había ido, pero desde luego no para evitarle preocupaciones a Lorenzo sino a Cara.
Sophy sacudió la cabeza, irritada mientras volvía a contemplar el caótico escritorio. Llevaría no poco tiempo ordenarlo todo. Ojalá se hubiera negado, pero ella nunca se negaba, no cuando alguien le suplicaba ayuda. Había pasado menos de un mes desde su regreso a Nueva Zelanda, y su familia ya se las había arreglado para organizarle una agenda tan apretada que estaba a punto de estallar. Y ella se lo había permitido dócilmente, a pesar de sus intenciones de ser más asertiva y dedicada a su propio trabajo.
Con esa actitud, su familia no había percibido ningún cambio en ella. Prácticamente había admitido que no tenía nada mejor que hacer, al menos nada más importante, que lo que ellos le pedían.
Pero era mentira.
Si bien le encantaba ayudar a los demás, había algo más que también le encantaba, y el corazón se le aceleraba cuando pensaba en ello. Pero necesitaba tiempo.
De modo que lo que menos le apetecía era estar allí esperando a alguien que, visiblemente, era incapaz de organizar su tiempo. El mismo jefe que había obligado a Cara a llamarla desde la cama del hospital para pedirle ayuda. Si realmente necesitaba esa ayuda, no pasaba nada, pero no iba a esperar más de veinte minutos. De nuevo consultó la hora. Normalmente le producía una punzada de placer contemplar esa pieza vintage que había encontrado en un mercadillo de antigüedades de Londres. Con una correa que encontró en otro mercadillo poco después, y una visita al relojero, funcionaba a la perfección.
Un golpeteo le despertó recuerdos de sus días de colegiala.
Imposible.
Se dirigió a la ventana y contempló el patio de la parte trasera del edificio.
Sí era posible. Baloncesto.
Lorenzo Hall, allí estaba, divirtiéndose. De haber estado jugando con alguien más, podría haberlo entendido. Pero estaba solo, mientras ella esperaba pasada la hora de su cita. Una cita que él necesitaba, no ella.
Sophy se irritó hasta cotas inimaginables. ¿Por qué nadie se daba cuenta de que el tiempo también era importante para ella? Salió del despacho y bajó la escalera haciendo mucho ruido con los tacones. Al pasar frente a la recepcionista aminoró la marcha.
–¿Cree que el señor Hall aún tardará mucho? –preguntó con exagerada educación.
–¿No está en su despacho? –la mujer parecía agobiada.
Sophy la miró con frialdad. ¿En serio no lo sabía? ¿No era su recepcionista? La eficiencia parecía haberse ido de vacaciones en esa empresa.
–Es evidente que no –repuso ella tras respirar hondo.
–Estoy segura de haberlo visto hace un rato –la otra mujer frunció el ceño–. Puede buscarlo en la tercera planta, o quizás en la parte de atrás –y sin más, desapareció a toda prisa.
Sophy continuó bajando la escalera y salió por la puerta de detrás del mostrador de recepción. Hacía dos días que había concertado la cita. No entendía cómo habían podido coronarle nuevo rey de las exportaciones vinícolas si ni siquiera era capaz de llegar a su hora a una cita. Encontró la puerta que conducía al patio y, cuadrándose de hombros, la abrió.
Por lo que había visto desde la ventana, tenía bastante idea de lo que se iba a encontrar, pero había subestimado el impacto que le produciría de cerca.
El hombre le daba la espalda, una fornida y ancha espalda, muy morena y desnuda.
El fuego que la atravesó se debía sin duda a la ira que sentía.
En el instante en que el fornido cuerpo se dispuso a lanzar, Sophy lo llamó.
–¿Lorenzo Hall?
Por supuesto, falló la canasta y ella sonrió. Una sonrisa que se le congeló de inmediato en los labios.
Incluso a dos o tres metros de distancia sentía el calor que emanaba de ese cuerpo. Lorenzo se volvió y la miró de arriba abajo antes de devolver su atención a la canasta.
Sophy no estaba acostumbrada a ser evaluada con tanta rapidez. Quizás no compartiera el éxito de su familia en el mundo del derecho, pero su aspecto estaba bastante bien. Sabía que estaba más que atractiva con la falda azul celeste y la blusa blanca. El carmín de labios era suave y ni un solo cabello estaba fuera de su sitio.
El balón botó un par de veces, pero él apenas se movió para recuperarlo. En cuanto lo tuvo de nuevo entre sus fuertes manos, se volvió hacia ella, la miró más detenidamente y, dándole la espalda, apuntó y acertó a la canasta.
De no haber estado tan enfadada, Sophy se habría marchado. Al parecer, el partido de baloncesto en solitario era más importante que su cita con ella. Solo había oído cosas buenas de esa organización benéfica. También había oído rumores sobre el pasado de Lorenzo y su meteórico ascenso. Pero no estaba dispuesta a tratar con condescendencia a ese imbécil egoísta.
–¿Vamos a reunirnos o no? –se negaba a regresar en otro momento.
El balón había regresado a sus manos, pero Lorenzo lo arrojó a un lado y se acercó a ella. Los vaqueros eran de talle bajo y dejaban ver una cinturilla ¿calzoncillos o slip? Ni siquiera debería preguntárselo, pero no podía dejar de mirar.
No había ni un gramo de grasa en ese cuerpo, y los músculos se marcaban a su paso. Con gran esfuerzo, Sophy consiguió deslizar la mirada un poco más arriba, clavándola en los oscuros pezones. De anchos hombros, los fuertes músculos se le marcaban en los brazos. Todo el torso estaba cubierto de sudor, haciendo brillar la bronceada piel.
La joven se descubrió respirando entrecortadamente, al igual que él, aunque lo suyo era debido al ejercicio. La mirada se escapó de nuevo hacia abajo.
Lorenzo dio dos pasos más hacia ella, quien, sobresaltada, lo miró a los ojos.
Sus miradas se fundieron y, cuando estuvo seguro de tener su atención plena, recorrió el femenino cuerpo palmo a palmo con la mirada.
Sophy redobló los esfuerzos para evitar sonrojarse. Se lo merecía. A fin de cuentas él estaba haciendo lo mismo que acababa de hacerle ella, aunque no tan provocativamente. Lo que no sabía era cuánto tiempo lo había estado admirando, pues el cerebro se le había parado sin su permiso mientras sus ojos se deleitaban con la visión.
Sin embargo, la manera de mirarla de ese hombre era un acto puramente sexual.
Sophy sintió que se le encogían los dedos de los pies.
–Tú debes de ser Sophy –él señaló la canasta–. Estaba reflexionando y perdí la noción del tiempo.
–Mi tiempo es muy valioso –la disculpa le pareció insuficiente–. No me gusta perderlo.
Los ojos negros la miraron fijos y los pómulos se oscurecieron ligeramente, aunque no estaba claro si por el ejercicio, el rubor o a la ira. Sophy sospechó lo último.
–Por supuesto –asintió Lorenzo–. No se volverá a repetir.
Sophy ya no fue capaz de evitar sonrojarse. Basculó el peso del cuerpo de un pie a otro y, tras una última ojeada al bronceado torso, se concentró en el suelo de cemento.
–¿Nunca habías visto sudar a un hombre, Sophy?
El fresco aire de la mañana se volvió ardiente y ella intentó infructuosamente contestar algo.
–¿Te apetece jugar? –él se apartó un poco–. Me ayuda a centrarme, puede que a ti también.
¿Insinuaba que necesitaba ayuda para centrarse? Lo cierto era que sí.
–También es bueno para quemar el exceso de energía.
Ese hombre intentaba desestabilizarla, como si no le bastara con su físico. Con un considerable esfuerzo, ella se recompuso.
–Llevo demasiada ropa.
–Eso tiene fácil arreglo –respondió él con calma.
–¿Pretendes que me desnude? –Sophy enarcó una ceja.
Lorenzo soltó una carcajada y en su rostro se dibujó la más encantadora de las sonrisas. En un instante la pose cambió, y el resultado fue sumamente atractivo.
–Sería lo justo ¿no crees? –preguntó él–. Estoy en desventaja.
–Tú mismo te has puesto en desventaja –insistió ella casi sin aliento.
La semidesnudez de ese hombre se le antojaba una ventaja, una fuente de distracción para cualquier contrincante. Sophy desvió la mirada y la fijó en la valla, una parte de la cual estaba cubierta por un colorido grafiti. La imagen de un hombre coloreado de azul parecía a punto de saltar de la pared. Era sorprendente.
–Podríamos discutir los detalles al mismo tiempo –Lorenzo invadió su campo de visión.
Sonreía, pero su mirada reflejaba desafío. De ninguna manera iba a jugar con él. Jamás acertaría a esa canasta y haría el ridículo.
–Quizás lo mejor sería aplazar esta reunión –sugirió Sophy.
La sonrisa de Lorenzo se amplió.
–Quizás lo mejor sería que te ducharas –añadió ella con frialdad.
–Te repugna el sudor ¿no? –él enarcó las cejas–. No, no aceptarías. ¿Verdad?
Ella se negó a picar. Lo cierto era que empezaba a sudar. Cara no había mencionado lo guapo que era su jefe.
Desvió la mirada y con los ojos entornados intentó descifrar la palabra pintada en el grafiti.
–Malditos críos –él siguió la dirección de su mirada.
–Podría ser peor –observó Sophy.
–¿En serio?
–Sí. Ese dibujo es realmente bueno.
Lorenzo carraspeó, pero la tos rápidamente se transformó en algo más serio. De haberse tratado de cualquier otra persona, Sophy se habría interesado por él, pero no estaba dispuesta a intimar lo más mínimo con ese hombre.
–Debe de haberle llevado mucho tiempo –observó–, aunque no está bien pintar en una propiedad ajena.
–Tienes razón.
Ella lo miró con desconfianza. ¿Había un toque burlón en esa voz? A pesar de la seriedad de su expresión, no estaba segura.
–Me han dicho que necesitas urgentemente una administrativa –espetó.
–Sí, para la Fundación del Silbido. Kat, mi recepcionista, está demasiado ocupada desde la marcha de Cara. Necesitaré a alguien durante al menos un mes. Hay que ordenarlo todo y formar a un nuevo empleado. Ni siquiera he publicado la oferta de empleo. ¿Podrías hacerlo tú? –la miró con severidad–. Por supuesto, te pagaré.
–No necesito un sueldo. Me gusta el voluntariado.
–Tendrás un sueldo –insistió él–. Puedes donarlo a la beneficencia si lo deseas.
Al parecer no quería deberle nada. Sophy no necesitaba el dinero. Los beneficios de su fondo de inversiones le bastaban para vivir, pero nunca se había limitado a las compras y las relaciones sociales. No la habían educado así. Tenían dinero, pero eso no quería decir que no tuvieran que hacer algo útil con sus vidas. Su madre, hermano y hermana eran reputados abogados, dedicados a ayudar a los oprimidos. Y su padre era juez, ya retirado. El apellido Braithwaite era sinónimo de excelencia. Ninguno de ellos había fracasado jamás ni dado un paso en falso.
Salvo ella.
De modo que había intentado compensarlo siendo accesible, colaborando en cualquier clase de voluntariado, organizando cualquier actividad. Ellos poseían una mente brillante, ella práctica. Sin embargo, en su intento por no quedarse atrás había cometido un error garrafal: se había infravalorado. Y por eso se había marchado. Lejos de su país había descubierto su pasión y, en cuanto tuviera la ocasión, iba a montar su propio negocio y mostrar sus habilidades.
–El despacho de Cara está en ese edificio –le explicó Lorenzo–. Es todo tuyo. Con la prematura llegada del bebé y las ausencias de Dani y Alex, necesito a alguien a tiempo completo.
–¿A tiempo completo? –Sophy se sintió desfallecer.
–Al menos durante la primera semana, para ponerte al día –él le dedicó una devastadora sonrisa–. Después, debería bastar con las mañanas. También te necesitaré para cualquier evento y velada.
Fundación del Silbido era famosa por sus funciones, fabulosas veladas que atraían a ricos y famosos y les abrían las carteras. Las estrellas también atraían al público en general, deseoso de codearse por una noche con sus ídolos.
–¿No puedes buscar a alguien? –ella hizo un último intento–. ¿Quizás de una agencia de empleo temporal?
–Cara quería asegurarse de que la oficina quedaba en buenas manos. Ella me dijo que eres la única que podría hacerlo. Le prometí darte una oportunidad.
Sophy se soliviantó ante el ligero tono de sarcasmo. ¿Acaso no la creía capaz?
Cara le había suplicado ayuda. Era la mejor amiga de su hermana, Victoria, quien le había asegurado que era la persona perfecta para el puesto.
Era como si no se hubiese marchado. Desde su regreso se había sumergido en la vida de compromisos que había dejado atrás hacía dos años. A nadie se le había ocurrido pensar que quizás tuviera otros intereses. ¿Y por qué iban a pensarlo? No hacía más que asentir y aceptar.
Pero había llegado el momento de negarse, disculparse y explicarle a ese hombre que tenía otras prioridades. Sophy lo miró, haciendo un supremo esfuerzo por no deslizar de nuevo la mirada por el fornido cuerpo. En los ojos negros vio cierta dureza, como si no acabara de creerse lo que Cara le había contado sobre ella. Y de repente tuvo la sensación de que no le había gustado tener que ofrecerle el puesto siquiera.
Por otra parte estaba Cara, pendiente de su diminuta hijita en la incubadora, que ya tenía bastantes preocupaciones para tener que ocuparse de su jefe. Sophy no podía fallarle a la amiga de su hermana.
–Empezaré mañana por la mañana –anunció.
–Estaré aquí para enseñártelo todo.
–A las nueve –ella le dedicó una última mirada.
A punto de salir por la puerta, a sus oídos llegó la sugerente voz:
–Sí señora.
Hacía rato que habían dado las nueve. Sentada en el despacho que parecía arrasado por un ciclón, Sophy consultaba el reloj cada treinta segundos. Normal que reinara el caos en ese lugar. Lorenzo necesitaba ayuda, pero la estaba buscando de un modo inadecuado.
Dedicó cinco minutos a despejar el teclado del correo sin abrir. Cuarenta minutos más tarde ya tenía limpia una parte del escritorio y la papelera estaba a rebosar de sobres vacíos. Decidió que no podía continuar sin consultarle algunas cosas a su jefe y se dirigió a recepción.
–¿Kat? Soy Sophy, ¿sabes dónde está el señor Hall?
–Desde luego, no está conmigo.
–¿Estará en el patio?
No. Ya había mirado por la ventana. Sophy oyó abrirse la puerta principal y se volvió, expectante. Un mensajero entró con un paquete.
–¿Te importa mirar si está en la tercera planta? –sugirió Kat–. Tengo que ocuparme de esto.
–Claro –contestó ella automáticamente.
Subió por la escalera, se detuvo en la segunda planta y echó un vistazo. Había dos despachos, en mucho mejor estado que el de Cara. Daba la impresión de que hubiera gente trabajando allí, pero nadie a la vista. Al fondo del pasillo había una enorme sala, vacía. Parecía que solo hubiera fantasmas allí. Sophy tragó nerviosamente y subió a la tercera planta, donde solo encontró una puerta marcada con una placa: «Privado».
Llamó a la puerta. Sin respuesta.
Sin pensárselo, giró el pomo. La puerta estaba abierta y se encontró en el interior de una enorme y luminosa estancia. El sol entraba a raudales por la claraboya del techo. Pero no se trataba de ninguna oficina. Era un apartamento. El apartamento de Lorenzo.
Y si no se equivocaba, el sofá estaba ocupado.
–¿Qué sucede? –se acercó al hombre tumbado en el sofá de cuero.
Tuvo que hacer un esfuerzo para apartar la mirada del bronceado torso, pero cuando lo logró vio claramente la palidez de su piel y los oscuros círculos bajo los ojos.
–Tengo la garganta mal –intentó explicarle Lorenzo con voz ronca.
Sophy no se lo tragó. Ese hombre tenía un aspecto horrible, aunque seguía exudando masculino atractivo. Tras mirarlo de arriba abajo de nuevo, decidió que debía estar realmente enfermo.
No llevaba puesto más que unos calzoncillos, de los que se ajustaban y marcaban cualquier protuberancia.
No podía seguir babeando ante él, tenía que hacer algo.
–Tienes fiebre –era evidente por el brillo de su piel.
Sophy se dirigió a la cocina y regresó con un vaso de agua. Lo cierto era que ella también necesitaba agua, pero empezaba a preocuparle seriamente el aspecto de Lorenzo.
–Estoy bien –tosió aparatosamente.
–Por supuesto –asintió ella en tono irónico–. Por eso has faltado a nuestra cita –le ofreció el vaso y él lo aceptó con manos temblorosas.
Sus miradas se fundieron y ella percibió en los negros ojos una ira producto de la impotencia.
–Estoy bien –insistió Lorenzo.
Estaba temblando, y tras tomar un pequeño sorbo de agua, dejó el vaso sobre la mesita de café junto al portátil. ¿Acaso pretendía trabajar en su estado?
–¿Cuándo comiste por última vez? –preguntó ella, siempre práctica.
La respuesta fue un respingo.
–Tengo que ponerte el termómetro.
–Tonterías.
Sophy le tocó la frente con la palma de la mano, pero la retiró de inmediato cuando él se apartó bruscamente.
–Estás ardiendo. Necesitas un médico.
–Tonterías.
–No es negociable –ella sacó el móvil de un bolsillo–. Haré que venga alguien.
–Ni te atrevas –la voz de Lorenzo se quebró a media frase–. Sophy, déjalo. Estoy bien. Tengo mucho trabajo.
Ella hizo caso omiso y llamó a su clínica de confianza.
–Un médico vendrá en diez minutos –anunció tras colgar la llamada.
–Pues lo siento, pero no pienso recibirlo. Tengo que…
–Tu red social tendrá que esperar –Sophy cerró el portátil y lo dejó en la cocina.
–Tráeme eso, estaba trabajando.
–Ojalá tuviera uno de esos viejos termómetros de mercurio –ella lo miró detenidamente–. Sabría por dónde metértelo…
–No lo hagas –Lorenzo la agarró de la muñeca–. Tienes razón, no me encuentro bien. Y si no dejas de provocarme, voy a saltar.
«¿En serio? ¿Y qué me harías?».
Ella se sumergió en los oscuros ojos y vio cansancio, frustración y, más al fondo, infelicidad. Y eso le conmovió.
–De acuerdo. Pero tienes que dejar de pelear conmigo. Estás enfermo y necesitas cuidados, y un médico.
Lorenzo se removió inquieto.
–Escucha, vas a tener que ceder en eso, lo quieras o no. ¿Por qué no te relajas?
–De acuerdo –él respiró hondo y cerró los ojos, rindiéndose–. Pero tú ya has cumplido, puedes marcharte. Kat acompañará al médico hasta aquí –otro temblor lo sacudió.