Una visita inesperada - Irenea Morales - E-Book

Una visita inesperada E-Book

Irenea Morales

0,0

Beschreibung

Los planes de la joven viuda Florence Morland de presentar a su hermana pequeña, Daisy, en sociedad y disfrutar de la temporada londinense se ven truncados cuando recibe una tentadora invitación: la nueva propietaria de Des Bienheureux, la idílica finca del norte de Francia que antaño perteneció a la familia, desea que ambas se unan al resto de sus invitados para pasar el verano entre sus bucólicos jardines. El recuerdo de antiguos amores, así como el anhelo de los nuevos, florecerá nada más traspasar su mágico umbral, y las dos hermanas descubrirán, entre sesiones de espiritismo y escapadas a la luz de la luna, que no todo es joie de vivre y que los secretos que se esconden la una a la otra no son nada comparados con los que atesora la antigua mansión familiar. Un mal ancestral acecha aletargado entre raíces y sombras, esperando la oportunidad de ser liberado.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 378

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.


Ähnliche


Índice de contenido
- 1 - Érase una vez dos hermanas
-2- Cambio de planes
-3- Caminos cruzados
-4- Regreso a Des Bienheureux
-5- Tan jóvenes y bellos
-6- El futuro en sus manos
-7- Joyas esquivas y arena blanca
-8- Mañanas de sal y veladas de augurios
-9- Santuario
-10- El óculo
-11- Con las ganas
-12- En clave de Shakespeare
-13- La búsqueda del tesoro
-14- Tras el conejo blanco
-15- La mejor medicina
-16- Escapadas a medianoche
-17- Mensajes desde el otro lado del velo
-18- Llegó con la tormenta estival
-19- Un invitado inesperado
-20- La isla en ninguna parte
-21- Hallazgos y cerraduras
-22- Un lugar solo para nosotros
-23- Siguiendo al hada verde
-24- Reunión familiar
-25- El poder de tres
-26- Bienaventuradas las de corazón puro
Epílogo
Agradecimientos

Título: Una visita inesperada

© 2021 Irenea Morales.

____________________

Diseño de cu­b­ier­ta y fo­to­mon­ta­je: Eva Olaya

___________________

1.ª edición: noviembre 2021

De­re­chos ex­clu­si­vos de edi­ción en es­pa­ñol re­ser­va­dos para todo el mundo:

© 2021: Edi­c­io­nes Ver­sá­til S.L.

Av. Dia­go­nal, 601 planta 8

08028 Bar­ce­lo­na

www.ed-ver­sa­til.com

____________________

Nin­gu­na parte de esta pu­bli­ca­ción, in­cl­ui­do el diseño de la cu­b­ier­ta, puede ser re­pro­du­ci­da, al­ma­ce­na­da o trans­mi­ti­da en manera alguna ni por ningún medio, ya sea elec­tró­ni­co, quí­mi­co, me­cá­ni­co, óptico, de gra­ba­ción o fo­to­co­pia, sin au­to­ri­za­ción es­cri­ta de la editorial.

Para Jaime, porque encontrarnos fue cosa de magia.

Te prometí que, si había un siguiente, sería para ti.

Gracias por sostener mi mano cada día.

«Oirá mi llamada en la lejanía. Silbará mi canción favorita. Sabrá montar un poni hacia atrás. Sabrá dar la vuelta a las tortitas en el aire. Será maravillosamente cariñoso. Y su forma favorita será la estrella. Y tendrá un ojo verde y otro azul».

«Amas veritas». Prácticamente magia

-1- Érase una vez dos hermanas

Londres, 1913

Florence Morland nunca había llorado en público. Al menos no desde que podía recordar.

No lo hizo cuando perdió a su adorada hermana Felicity, siendo ambas todavía niñas; tampoco tras la muerte de su madre ni cuando falleció su padre, dejándola huérfana. Ni tan siquiera cuando enterró a su marido hacía ya cinco años.

Sin embargo, no mucho tiempo atrás descubrió que le resultaba harto saludable llorar durante algunos minutos en la soledad de su habitación. Era por eso por lo que, desnuda frente al espejo ovalado de nogal que reflejaba su cuerpo por completo, se permitió su dosis diaria de lágrimas. Solo un minuto. Con ese tiempo le bastaba para poner el contador a cero y deshacerse del molesto nudo que acostumbraba a anidar en su pecho.

Solo un minuto.

No necesitaba más.

Ni siquiera tenía claro por qué lloraba. Tal vez echaba de menos a Daisy, su hermana menor, que estaba a punto de regresar de un viaje por el continente. Aunque la verdad era que, en su ausencia, la vida de Florence se había vuelto bastante más tranquila y ordenada. De hecho, si en esos días había algo que consiguiera alterarla, era pensar en su regreso.

Aquella tristeza bien podría deberse a que, desde que había delegado la mayoría de sus responsabilidades para con la fábrica y sus otros negocios en la eficiente señorita Gaskell, su presencia en la oficina se había vuelto poco más que decorativa y, de repente, la embargaba una sensación desconocida para ella: se sentía inútil.

En realidad no tenía razones para apenarse. Precisamente aquel era el motivo por el que había contratado a Emily Gaskell y había confiado en sus maravillosas aptitudes de gestión: para poder tomarse un descanso de la responsabilidad que suponía administrar el legado de su padre y de su marido. Hacía tiempo que Florence soñaba con tener tiempo para disfrutar y evitar así envejecer tras pilas y pilas de documentos por firmar, con la única distracción de ir a ver, muy de vez en cuando, a la encantadora Lily Elsie en alguna comedia musical.

O tal vez lo que le pasaba realmente era que se sentía sola. Tal vez se mentía a sí misma cuando decía que no necesitaba a nadie a su lado. Tal vez echaba de menos una caricia, unas palabras de ánimo, una conversación hasta altas horas de la madrugada…

Su matrimonio no podía haber estado más lejos de ser perfecto; sin embargo, a veces se le hacía duro pensar que no volvería a compartir su vida con nadie.

Florence se soltó el cabello y echó un último vistazo al reflejo de sus rotundas caderas en el espejo, fijándose sobre todo en aquel punto especial cerca de la ingle derecha, donde la marca de nacimiento en forma de espiral se iba dilatando y volviéndose más clara con los años. Inspiró de forma pausada para borrar de su cabeza todos aquellos aciagos pensamientos y se cubrió con el fino camisón de muselina que la doncella había dejado sobre la cama. Hacía meses que, si bien a veces requería de su ayuda para vestirse, ya no solicitaba sus atentos servicios al prepararse para dormir. En los últimos tiempos, había empezado a desistir del uso del corsé en favor de una simple faja, e incluso aprovechó su último viaje a París para aprovisionarse de varias piezas más sencillas y livianas de Gaches-Sarraute, que podía ceñir y desabrochar ella misma.

Se introdujo con suavidad en las frescas sábanas de algodón egipcio y comenzó a mover brazos y piernas hasta recorrer cada pulgada del amplio colchón. Había llegado a acostumbrarse a volver a dormir sola. A no sentir la calidez del cuerpo de James a su lado, así como tampoco los suaves ronquidos que se acompasaban con el movimiento del pecho en el que Florence recostaba la cabeza, y que se habían convertido en una nana que la calmaba y la ayudaba a conciliar el sueño. Sin embargo, ahora su cama estaba tan vacía y tensa como ella.

Cerró los ojos, separó las piernas y empezó a subirse el camisón por los muslos con deleitosa suavidad, mientras imaginaba que el roce de la delicada tela eran caricias que le erizaban la piel. Sus dedos recorrieron el resto del conocido camino hasta dar con aquello que deseaba y que era lo único capaz de proporcionarle unos segundos de liberación. Ahogó sus gemidos para no perturbar el silencio de la casa y, al terminar, se sumió en un merecido sueño reparador.

***

—¿Quiere que le sirva el té, señora, o esperamos a la señorita Daisy? —preguntó de repente la doncella, sacándola de su ensimismamiento.

Florence dejó sobre la mesita el libro que había estado leyendo con avidez y echó un vistazo al reloj de plata situado en la repisa de la chimenea.

—Mejor tráelo ya, Phillys. No podemos confiar en la puntualidad de un tren. Y muchísimo menos en la de mi hermana.

—La cocinera ha preparado scones de los que tanto le gustan a la señorita. Ya sabe, para celebrar su regreso.

—No puedo decirle que no a eso —declaró mientras la boca se le hacía agua—. Dígale que los reserve para el desayuno, pero, por favor, súbame uno o dos.

La doncella desapareció del salón con aquellos pasitos tan suyos, cortos y rápidos, como los de un pequeño roedor, con los que rara vez llegaba a anticipar su presencia. Apenas habían dejado de oírse por el pasillo cuando el desagradable bramido de un automóvil captó la atención de Florence, que espió la calle a través de las gruesas cortinas damasquinadas hasta ver a su hermana apearse del coche de los Coddington entre fuertes risotadas.

Phyllis reapareció en ese momento, con la bandeja en las manos y la cara brillando de excitación.

—¡Ya está aquí, señora! ¡La señorita Daisy ha vuelto! —La campanilla de la entrada empezó a sonar con insistencia, así que la muchacha dejó el servicio sobre la mesa y corrió a abrir el portón.

—Creo que todo Eton Square se ha percatado de ello —puntualizó Florence, sirviéndose ella misma el té y haciendo caso omiso a la algarabía que se había formado en el recibidor, hasta que Daisy irrumpió en la sala como una niña en la mañana de Navidad.

—¡Hermana! ¡Cuánto te he echado de menos!

Entró con un desbordado torrente de energía y salvó con rapidez la distancia que la separaba de su hermana mayor. Llevaba desabotonada por completo la chaquetilla del traje de viaje color rosa pálido, como si acabara de llegar de completar una ardua gesta en lugar de un corto viaje en coche desde la estación.

Florence recibió su abrazo con genuina calidez, aspirando el delicado olor a flores que desprendían los mechones cobrizos y rebeldes que se habían desligado del intrincado peinado de la muchacha, cuyo sombrero ahora colgaba exangüe de su mano.

—Bienvenida a casa.

—¡He echado de menos todos y cada uno de los objetos de esta casa! —exclamó Daisy tras separarse de su hermana y empezar a dar vueltas por la habitación, parándose junto a cada uno de los elementos del mobiliario—. Diván, te he echado de menos. A ti también, alfombra. ¡Cuánto te he echado de menos, casa!

—Deduzco por tu efusividad que el viaje no ha sido tan placentero como me relatabas en tus cartas.

—Oh, Florence… ¡Lo ha sido aún más! No te haces una idea. ¡Tengo tantísimo que contarte! —Se dejó caer en el canapé y echó mano de la bandeja que había traído la doncella—. ¡Oh, la señora Eckhart me ha preparado scones! ¡Qué detalle! —Untó mermelada en uno de ellos utilizando el pequeño cuchillo con la precisión de un cirujano. Se lo llevó a la boca y puso los ojos en blanco.

—¿Vienes en ayunas desde Francia? —quiso saber la hermana mayor, atónita ante tal despliegue de glotonería.

—¡Por supuesto que no! Es que es imposible resistirse a esta delicia —exclamó Daisy, divertida. Con una sonrisa cogió un segundo dulce. Su joven y delicado cuerpo, al contrario que el de su hermana, podía permitírselo—. ¡Oh, Florence, querida! ¡Me han pasado tantas cosas! No sé ni por dónde empezar…

—Señora, señorita —interrumpió Phyllis—. ¿Qué he de hacer con los baúles y las maletas de la entrada? Me temo que yo sola no puedo subirlos a la habitación de la señorita Daisy.

—¿Baúles? —preguntó Florence extrañada—. ¡Si solo te llevaste uno!

—Mi querida hermana —añadió la muchacha con tono burlón—, no esperarás que pase varias semanas en París y no encargue unos cuantos vestidos.

—¿Tantos como para necesitar un baúl nuevo?

—No me riñas —contestó haciendo un mohín—, también he traído varios regalos para ti.

—Phillys, por favor, ve a casa de los vecinos y pídeles que manden a alguien para que te ayude. —La doncella asintió con la cabeza, azorada por la posibilidad de poder realizar aquella tarea junto al agraciado mozo de la casa contigua.

—¿Y dónde está el chófer? ¿No puede hacerlo él?

—Desde que la señorita Gaskell se ocupa de la dirección de la empresa, he decidido que lo mejor es que tenga nuestro coche a su disposición.

—Ahora yo también estaré en casa. ¿Qué pasará si necesito que me lleven alguna parte?

—Pues le diremos que, a partir de ahora, vuelva a casa en cuanto deje a Emily en la oficina.

—Pero ¿y si lo necesito cuando la esté recogiendo a ella?

—¡Ya está bien, Daisy! —la reprendió—. Hace apenas cinco minutos que has regresado y ya tengo dolor de cabeza. Hablaré con Emily. No creo que ponga ningún reparo. De hecho, el otro día comentó que quería hacerse con un automóvil propio.

—¿Y puede permitirse contratar a un conductor? Parece que le pagas bien.

—Le pago lo que le corresponde —añadió Florence con un suspiro—. Y, para tu información, no va a contratar a nadie. Se comprará su propio automóvil y lo conducirá ella misma.

—¿De veras? ¡Brindo por la señorita Gaskell! —Y, tras alzar un tercer scone en el aire, le pegó un buen mordisco.

***

—¿Se puede? —preguntó Florence tras golpear el marco de la puerta con los nudillos.

La habitación de Daisy era tan alegre, luminosa y desordenada como su dueña. La colcha y las cortinas estaban salpicadas de flores bordadas, y en el tocador no cabía ni un solo afeite o bote de perfume más. La muchacha había comenzado a deshacer el equipaje y toda la estancia estaba repleta de vestidos, sombrereras y paquetes diseminados por cada rincón, a los que trataba de buscar acomodo bajo la rutilante luz que emitían las cinco bombillas de la lámpara de araña y que, cuando atravesaba las lágrimas de cristal, se convertía en una miríada de colores.

—¡Claro! Pasa, por favor. Si es que puedes —pidió la muchacha con una risita nerviosa tras echar un vistazo al estado de la habitación.

—¿Te ha sentado bien el baño? —quiso saber su hermana—. Has llegado muy excitada.

—Estaba muy nerviosa por mi regreso.

—No entiendo por qué. Aquí todo sigue igual que siempre.

—Todo no. Tú has dejado tu empleo —puntualizó Daisy.

—No lo he dejado. Lo he delegado, que no es lo mismo. —Florence se acercó a la cama y se sentó en el único hueco libre que encontró—. Llevo cinco años dedicada en cuerpo y alma a la fábrica y a todo lo que conlleva; creo que me merezco algo de tiempo para mí. Y tú no tienes que preocuparte por nada. Ni por la herencia ni por tu asignación.

—No estoy preocupada. Sé que los negocios de papá no podrían estar en mejores manos que en las tuyas. —Se sonrieron.

—Bueno, te dejo para que termines de arreglarte antes de la cena. Phyllis debe de estar a punto de subir.

—En realidad —titubeó—, me gustaría poder hablar contigo antes. —Florence, que ya se había puesto en pie, volvió a sentarse mientras Daisy jugueteaba nerviosa con los dedos—. ¡Aún no te he dado tus regalos!

Tardó un rato en encontrar los paquetes correctos, una caja redonda y otro envuelto en papel de seda.

—No tendrías que haberte molestado.

—¿Crees que ir de tiendas me supone una molestia? Estos los compré en Normandía, en una boutique diminuta con unos sombreros divinos.

Florence desenvolvió con delicadeza una sencilla chaqueta de punto adornada con un cinturón del mismo tejido color crema.

—Es… original —acertó a decir.

—¿No te gusta? —preguntó Daisy con una arruga de preocupación en el entrecejo.

—Sí, claro. Solo necesito acostumbrarme.

—En Deauville es la última moda para hacer deporte o pasear por la playa. La vi tan práctica y sobria que me pareció perfecta. ¡Absolutamente todo en la tienda de Mademoiselle Chanel parecía diseñado para ti! Ahora verás… —Abrió la sombrerera y sacó un cannotier de paja con una gruesa cinta negra que colocó sobre la cabeza de su hermana—. ¿A que tengo razón? —dijo mientras señalaba el reflejo de ambas en el espejo—. ¡Te queda de maravilla!

Florence estaba de acuerdo. Pensó que le daría un toque divertido al combinarlo con sus habituales blusas y corbatas. Y, en honor a la verdad, divertido no era un adjetivo que los demás acostumbraran a relacionar con ella.

Con James, su marido, había sido diferente. Él sí había sabido apreciar su sentido del humor. Se llevaban tan bien que llegaron a convertirse en la envidia de todos sus conocidos. Era curioso porque, a pesar de tener tantas pasiones en común, no eran capaces de compartir la más común de las pasiones… Florence cerró los ojos durante un segundo y meneó la cabeza para desterrar todos aquellos pensamientos antes de seguir hablando con su hermana.

—Nuestras amistades tendrán material suficiente para el chismorreo en cuanto me vean aparecer con esto puesto.

—¿Y desde cuándo te preocupa eso? —Daisy abrazó a su hermana y le plantó un tierno beso en la mejilla—. Aún no hemos llegado a lo mejor.

—¿Más regalos extravagantes? —bromeó Florence, provocando en la más joven una adorable mueca de exasperación.

—Este viaje me ha proporcionado dos nuevas e increíbles amistades de las que quería hablarte —comentó—. Verás, hace unos días, en Cabourg, coincidí con la señora Siddell.

—¿Siddell? ¿Te refieres a Geneva Siddell?

—¡Sí! Curioso, ¿verdad? Resultó ser una vieja conocida de la señora Coddington, y se acercó a nosotras al vernos en el hotel. Al principio yo no sabía quién era. Entonces le dijeron mi nombre y se puso muy contenta. Me contó que fue ella quien te compró la propiedad de la tía Diana. ¿Es eso cierto?

—Así fue. En realidad yo tampoco llegué a conocer a la señora Siddell, ya que toda la operación se hizo a través de nuestros abogados. Fue una transacción bastante rápida y beneficiosa, la verdad. Quería hacerse con toda la propiedad de Des Bienheureux: la manoir, las tierras, la pequeña isla… Se quedó incluso los muebles.

—¿Y no quisiste recuperar nada de la tía Diana? Yo nunca la conocí, pero tú estuviste en aquella casa de niña, ¿no es así? A lo mejor había algún recuerdo de ella que quisieras conservar.

—¿Y para qué iba yo a querer un montón de trastos viejos? Se tasó todo cuanto había en aquella casa y Geneva Siddell pagó hasta la última pieza de la cubertería. Es lo que suele hacerse con este tipo de propiedades.

—Me pregunto para qué querría todas aquellas cosas usadas. Esa mujer está podrida de dinero. Se ve a la legua.

—Escribió una emotiva carta explicando sus razones. Si no recuerdo mal, decía que ella y la tía Diana habían estado muy unidas en el pasado. Supongo que lo hizo por algún tipo de sentimentalismo. O tal vez se dedicó a revenderlo todo después, ¡quién sabe! —exclamó Florence sonriendo—. El caso es que, gracias a ese dinero, tú has podido permitirte todas estas compras.

—Deberías haber oído a la señora Siddell; no hacía más que hablar de la casa y de lo preciosa que es la finca. ¿En algún momento pensaste en quedarte Des Bienheureux?

—¡Por supuesto que no! —contestó con una sonora carcajada mientras se ponía en pie—. ¿Te imaginas tener que estar también pendiente de una propiedad en otro país y que por seguro no tendría tiempo de visitar nunca? No sé si tía Diana tenía otros planes cuando me la dejó en herencia, pero no me cabe duda de que venderla fue la mejor decisión. Y ahora espabila; la cena se servirá dentro de quince minutos.

—Verás… Es que tengo algo para ti. —Daisy sacó un sobre del bolso y se lo tendió a su hermana. En el sello de lacre color verde oscuro Florence pudo reconocer la silueta de un insecto, casi seguro que se trataba de alguna especie de polilla nocturna. Justo encima estaba escrito el nombre de Geneva Siddell con una caligrafía intrincada y hermosa.

—¿Qué es esto? —preguntó extrañada.

—Una carta.

—Eso ya lo veo.

—Es una invitación. Para pasar el verano en la manoir Des Bienheureux.

—Bueno, es todo un detalle —dijo Florence mientras doblaba el sobre por la mitad—, mañana escribiré una respuesta agradeciendo la deferencia que ha tenido con nosotras y rechazando su invitación.

—Yo ya he aceptado —confesó Daisy con una timidez poco habitual en ella.

—¿Cómo?

—No pongas esa cara.

—No estoy poniendo ninguna cara —replicó la mayor de las muchachas con gesto adusto—. Esta es mi cara.

—¿Lo ves? Es la que pones cuando alguien no sigue tus órdenes…

—Me parece ridículo que hayas aceptado sin consultarme.

—¡Es que Geneva se ha portado tan bien conmigo durante estos días! Es una mujer fascinante e inteligente, y le gusta rodearse de gente estimulante.

—¿Ella usó esa palabra? ¿Estimulante? —repitió Florence con chanza.

—Todos los veranos organiza un retiro en su casa e invita a algunos amigos —continuó Daisy, ignorando los comentarios de su hermana—. Me ha estado hablando del lugar, y me parece de ensueño. ¡Y ella es maravillosa! Creo que te encantaría conocerla.

—Pues dile a tu nueva amiga que se pase a tomar el té cuando venga a Londres —escupió intentando sonar sarcástica.

—No seas mezquina. No te queda bien.

—¡Acabas de llegar a casa! ¿Acaso piensas volver a empacarlo todo y marcharte?

—Sí. Más o menos.

—¿Y qué hay de la temporada? Ya te has perdido el principio y creía que estabas deseando poder participar este año. ¡Llevas meses volviéndome loca con los detalles! Dijiste que necesitabas ir a París para hacerte con un nuevo vestuario. ¿Qué te ha hecho cambiar de opinión?

—Es verdad que tenía ganas —confirmó Daisy bajando la mirada—. Lo que pasa es que ya no lo veo necesario.

—¿Ya no quieres encontrar marido? Porque hasta donde yo sé llevas planificando tu boda desde los diez años.

—Digo que no es necesario porque ya lo he encontrado. —Realizó una pausa dramática mientras intentaba controlar su entusiasmo y disimular su sonrisa—. ¡Estoy prometida!

-2- Cambio de planes

Daisy apuró los últimos sorbos del té del desayuno y, de mala gana, soltó sobre la mesa un viejo ejemplar de Harper’s Bazar. Florence, por su parte, llevaba casi media hora con el rostro escondido tras la sábana color salmón del Financial Times. Apenas había conseguido pegar ojo en toda la noche, dando vueltas en la cama mientras maldecía el momento en el que aquella situación se le había empezado a escapar de las manos. Al ser diez años mayor que Daisy y tras perder a su madre poco después del nacimiento de su hermana, se había hecho cargo de ella desde muy joven. Había encarado la educación de la pequeña de la misma manera que se hacía cargo de sus empresas y de su propia vida: de forma rigurosa, ordenada y eficaz. Que el castillo de naipes que había ido conformando durante todos aquellos años se derrumbara a causa de una decisión tan imprudente y apresurada la perturbaba más que cualquier negocio fallido al que hubiera tenido que enfrentarse jamás.

—¿Vas a seguir sin dirigirme la palabra? —preguntó la más joven tras una larga y pausada exhalación—. Anoche ni siquiera te dignaste a cenar conmigo. —La única respuesta que obtuvo fue el inconfundible rasgueo del cambio de página—. Y se supone que yo soy la inmadura —murmuró cruzándose de brazos.

—No, querida. Lo tuyo va mucho más allá de la inmadurez. —Florence dejó caer el periódico con un movimiento tan brusco que Daisy dio un respingo—. Lo que estás demostrando es insensatez, ingratitud y una alta dosis de estupidez.

—No pienso soportar esto —recalcó la muchacha con toda la calma de la que fue capaz mientras se levantaba de la silla—. Cuando hayas terminado de insultarme y te des cuenta de que tengo dieciocho años y ya no estás tratando con una niña, hablaremos.

—De eso nada, jovencita. Vamos a hablarlo ahora.

—Vaya, parece que ya se te ha curado el mutismo.

—¿Cómo puedes soltar una noticia así y esperar que me quede tan tranquila? ¡Teníamos planes! Una lista de pretendientes con buenas rentas y linajes… ¡Creía que querías todo eso! —Hizo un gesto semicircular con la mano, como si señalara un caldero de oro al final del arcoíris.

—¡Claro que lo quiero! Y lo tendré. Con Lance.

—¿Lance?

—Lance Hamilton —confirmó con una gran sonrisa mientras se acercaba a su hermana y se ponía de rodillas frente a ella—. ¿Lo ves? Es que ni siquiera me has dejado decirte su nombre. Su abuelo es el vizconde Artherton.

—¿Por qué me resulta tan familiar?

—Lance es hijo natural de la hija de lord Artherton —susurró como si hubiera alguien más en la habitación que pudiera oírlas—. Por lo visto, el anciano vizconde se ha quedado sin herederos, así que no ha tenido más remedio que reconocerlo y darle su apellido.

—Recuerdo esa historia. Hace unos meses se comentaba en algunos salones. —Florence tenía la mala costumbre de llevarse la uña del dedo pulgar a la boca y mordisquearla cuando necesitaba pensar—. Deben de estar arruinados. Seguro. Ese hombre necesita una unión por conveniencia y solo busca tu dinero.

—Bueno, tú entiendes de ese tipo de matrimonios, ¿no? —En cuanto lo soltó y vio cómo el semblante de su hermana se ensombrecía aún más, se arrepintió—. Florence, lo siento. No debía decir eso. —Ambas necesitaron unos segundos de silencio para serenarse y la más joven aprovechó para ponerse en pie—. La señora Coddington conoce bien a la familia. Te aseguro que no tienen problemas económicos.

—¿Y qué otro motivo tendría para hacer las cosas así? ¿A qué viene tanta urgencia para comprometeros? Sin ni siquiera venir a conocerme e iniciar un cortejo como es debido.

—¿Tan difícil es creer que alguien haya podido enamorarse perdidamente de mí?

—Ese nunca ha sido el problema, te lo aseguro. —Guardó silencio un momento, hasta que una súbita idea anidó en su cabeza—. Daisy, por favor, dime que no habéis intimado.

—¿Qué? ¡No! ¡Por supuesto que no! —protestó la otra ruborizándose.

—¡Si te has puesto del color de las amapolas! —graznó llevándose las manos a la cabeza—. ¡Maldita señora Coddington! No sé cómo confié en ella para que te mantuviera a salvo. ¡Esa mujer solo utiliza la cabeza para sostener el sombrero!

—¡No ha pasado nada entre Lance y yo!

—Júralo por la memoria de papá.

—Te lo juro por cualquier otra cosa pero, por el amor de Dios, no metas a papá en esto. Me he sonrojado porque me ha sorprendido que tan siquiera lo insinuaras.

—¿Y dónde se encuentra tu querido señor Hamilton en estos momentos? —quiso saber Florence.

—Regresó a Inglaterra con nosotros; sin embargo, debía continuar su camino hacia el norte para reunirse con su abuelo. Supongo que, entre otras cosas, para llevarle las buenas nuevas. Ya hemos comprado los billetes de vuelta a Francia para dentro de dos semanas, así que nos reencontraremos entonces.

—¿Estás tratando de decir que pretendes pasar el verano junto a tu prometido sin ningún tipo de supervisión?

—Bueno, no estaremos solos. Millie Coddington también vendrá y, como sus padres no pueden volver a ausentarse de Londres, la acompañará su tía Martha. Estará la señora Siddell, por supuesto, y el resto de sus invitados.

—Lo siento. Sigues sin tener permiso para ir —sentenció la mayor—. Viendo el resultado de tu última aventura, se me hace bastante difícil volver a confiar en ti.

—¡Podrías vigilarme con tus propios ojos! También estás invitada, ¿recuerdas? De hecho, Geneva insistió bastante en que nos quería a ambas allí. Has leído su carta, ¿no?

Florence recordó de golpe haber arrojado la carta de malas maneras sobre el tocador al llegar al dormitorio tras la trifulca del día anterior. Estaba tan encendida que ni siquiera quiso conocer su contenido.

—La verdad es que no, aunque dudo que leerla me haga cambiar de opinión al respecto. —Daisy suspiró con fuerza mientras lanzaba una mirada al techo.

—Eres mi hermana y lo más parecido a una madre que he tenido nunca. Y sabes de sobra que siempre te he respetado. —Ambas callaron durante algunos segundos—. Pero me iré dentro de dos semanas, contigo o sin ti.

Abandonó el comedor sin grandes aspavientos, tan sosegada que no parecía ella misma. Florence tuvo que saciar su inquietud llevándose de nuevo la uña del pulgar a la boca.

Los roles de ambas parecían haberse invertido en el transcurrir de la mañana.

Querida señora Morland:

En primer lugar, permítame que le transmita mis condolencias por la pérdida de su padre y su marido en tan trágicas circunstancias, ya que no tuve oportunidad de hacerlo cuando tuvo lugar nuestra transacción comercial. Su hermana, la adorable Daisy, me contó lo ocurrido, y si bien han pasado ya cinco años del suceso, entiendo que para usted aún debe de ser un recuerdo doloroso.

¿Sabe una cosa? No se lo comenté en mi anterior carta, pero, en realidad, usted y yo ya nos conocemos en persona. La sostuve entre mis brazos cuando no era más que un bebé, antes de que la profunda amistad que me unía a su tía Diana se enfriara y perdiéramos el contacto. No me sorprendió descubrir que la había nombrado su heredera y que, por tanto, Des Bienheureux pasaba a sus manos. Y, cuando supe que ponía a la venta la propiedad en la que pasé los momentos más felices de mi vida, no quise perder la oportunidad de hacerme con ella. Aunque eso ya lo sabe.

Estoy segura de que recuerda la finca, ya que tengo entendido que la visitó alguna vez durante su infancia. Apenas he cambiado nada, pues estoy segura de que así lo habría querido nuestra preciosa Diana, aunque se ha dotado a la casa de todas las mejoras que los nuevos tiempos nos ofrecen. El inicio del verano allí es una delicia y, como no me gusta estar sola, invito cada año a un selecto grupo de amigos para que experimente lo que los franceses llaman «joie de vivre» en todo su esplendor, alejados del mundanal ruido, las responsabilidades y el estilo de vida asfixiante de la ciudad. Pícnics junto al estanque, partidos de bádminton, paseos por la playa y agradables cenas amenizadas por ingeniosas conversaciones, música y champagne.

No se hace una idea de lo que significaría para mí acogerlas a su hermana y a usted en mi humilde hogar. Sé que Diana, allá donde esté, aplaudiría nuestra reunión. Además, me gustaría entregarle algunos efectos personales de su tía que obran en mi poder y que estoy segura de que ella hubiera deseado que llegaran a sus manos.

Le ruego que me haga saber su respuesta lo antes posible. Oraré cada noche para que acepte mi invitación.

Me despido con el anhelo de poder reencontrarme pronto con usted.

Atentamente,

Geneva Siddell

Florence releyó la carta varias veces. Su mente procesaba las palabras de Geneva del mismo modo que sus papilas gustativas convertían en placer la cucharada de miel que saboreaba de manera furtiva en el desayuno. Las sentía suaves y cálidas, como si en vez de plasmadas en papel se las hubieran susurrado al oído.

Sus recuerdos de Des Bienheureux y de su tía Diana eran lejanos y vagos. La última vez que fueron a visitarla, Daisy ni siquiera había nacido. Ella debía de tener unos ocho o nueve años y su hermana Felicity, seis; fue el verano antes de que la perdieran a causa de unas fiebres. Su madre no había podido acompañarles porque, ya por aquel entonces, estaba bastante débil, así que se pasaron toda la semana tratando de dar esquinazo a la nanny para poder investigar cada rincón de la enorme casa y de las, para sus tiernas cabecitas llenas de imaginación, mágicas tierras que la rodeaban.

Intentó rememorar cada detalle atesorado de aquellos días, cuando su niñez todavía era feliz, fácil y despreocupada. Aquellos recuerdos eran al mismo tiempo vívidos y confusos; su imaginación se había encargado de rellenar algunos huecos y ahora, veinte años después, no estaba segura de qué había sido real y qué no.

Cerró los ojos con fuerza y fue capaz de ver la corona de margaritas sobre los rizos rubios de su hermana, inspirar el aroma de la hierba tostándose al sol y paladear el sabor dulzón de los pétalos de violeta que se deshacían en la boca.

Evocó el rostro de su tía, ancho y recio como el suyo propio. Las mejillas llenas y los ojos oscuros e inteligentes. Sus abrazos vigorosos y acogedores con olor a humo y agua de rosas. Sus cuentos para dormir y las confidencias nocturnas…

Se levantó de la cama de un salto y abrió con brusquedad uno de los cajones de la enorme cómoda de caoba. Rebuscó entre la ropa interior y palpó el fondo hasta que sus dedos dieron con los bordes inconfundibles de una pequeña caja de piel. La sostuvo un momento entre las manos antes de abrirla y contemplar la joya que descansaba sobre el interior de seda roja: un reloj de oro para colgar de la solapa, cuyo broche esmaltado representaba a una criatura feérica con alas de mariposa: la reina Titania desplegando su brillante majestuosidad sobre los mortales. La tapa del reloj tenía dos lirios grabados en plata y un diamante bordeado de rubíes en el centro. Al abrirla, podía leerse una inscripción: «Si dos corazones se juran amor, después ya no queda más que un corazón».

Había sido el regalo que Diana le había hecho llegar por su boda, a la que no quiso asistir. Ya por aquel entonces su tía y su padre no tenían una buena relación, y ella jamás abandonaba Des Bienheureux. Ni siquiera lo haría tres años después, para asistir al funeral de su propio hermano.

Florence examinó con detenimiento el reloj, al que nunca había dado uso por considerarlo demasiado valioso y llamativo. Comenzó a darle cuerda con delicadeza y, una vez que comprobó que las manecillas funcionaban, lo prendió de la solapa de su chaqueta, que colgaba de una de las puertas del armario.

Florence Morland había tomado dos decisiones: aceptaría la invitación de la señora Siddell y empezaría a concederse aquello que, sobre todo por imposición propia, se había estado negando todos esos años.

Y el primer paso era aquel vistoso reloj.

***

Para Daisy Lowell el tiempo solía volverse insuficiente cuando estaba enfrascada en los preparativos de un viaje; sin embargo, aquellas dos semanas habían sido un auténtico tormento, debido al flemático ritmo del transcurrir de los días.

Estaba empacando todos sus frescos vestidos de algodón para el día y sus valiosas nuevas adquisiciones de la Casa de Worth y de Callot Sœurs para las cenas. Aunque esta solía ser una tarea del servicio, Daisy había insistido en hacerlo ella misma, cosa que complació a Florence, que solía alentarla para que fuera más autónoma y menos dependiente de las comodidades que les otorgaba su posición económica. Por fortuna, Phyllis viajaría con ellas para no tener que disponer del atareado personal de la señora Siddell, hecho del que la habían informado puntualmente al aceptar su invitación. Observó con interés que llevaba modelos suficientes para estrenar casi cada día. Verlos todos juntos le hizo sentir un pequeño pellizco de culpa por su frivolidad, que intentó apaciguar convenciéndose de que debía estar deslumbrante para su futuro esposo, aunque la realidad era que siempre trataba de resultar cautivadora allá donde fuera.

Después de doblar las prendas tal y como había visto hacerlo a la doncella infinidad de veces, estas comenzaron a parecerle anodinas y menos sofisticadas que cuando las compró. Se sentía estúpida, pero quería que todo fuera tan perfecto como lo había imaginado y, por más frustrada que se sintiera, sabía que tirar todos aquellos preciosos vestidos al suelo y echarse a llorar no era la solución. Así pues, inspiró con suavidad hasta calmar la irritante vocecilla de su cabeza y se contuvo.

Llevaba varios días irascible sin motivo aparente. En el fondo sabía que lo que la mortificaba era estar separada de Lance y no poder anunciar a los cuatro vientos su compromiso, pues él no quería hacerlo público hasta haber hablado con lord Artherton y ponerle al fin a ella un anillo en el dedo. Si se paraba a pensarlo, la idea de unir su vida a la de un hombre al que apenas conocía le parecía tan perturbadora como excitante.

Se preguntaba si el amor era así: dos extraños apostando a que la pequeña bola plateada acabara cayendo en el color afortunado de la ruleta de la felicidad. ¿Y si se detenía en la casilla equivocada? ¿Qué le depararía la vida entonces?

No podía negar que Lance Hamilton era todo cuanto una joven de su edad y posición podía desear y, como en los cuentos de hadas, había aparecido de repente para salvarla de las fauces de las tediosas cenas con los Coddington. Aquel hombre no solo derrochaba atractivo y carisma, sino que además tenía una vida apasionante y una predisposición natural a sacarle todo el jugo posible a la misma. Estaba convencida de que su matrimonio con Lance sería de todo menos aburrido, máxime si su futuro marido resultaba ser igual de apasionado en todas las facetas de su vida.

Aquello era amor.

Tenía que serlo. Aunque solo se conocieran desde hacía poco más de un mes.

Guardó con cuidado en su nuevo baúl de viaje un sinuoso y escotado camisón de seda y algunas de las delicadas prendas interiores recién adquiridas en París y que prefería que nadie, ni siquiera su doncella, viera antes que su prometido. El verano sería largo y la paciencia no se encontraba entre las muchas virtudes de la muchacha.

***

—Te juro que no entiendo por qué tienes que llevar tantas cosas —vociferó Florence para que su hermana pudiera oírla a pesar del ruido que saturaba los ajetreados alrededores de la estación. Hicieron falta dos mozos para cargar el carrito del equipaje.

—Y yo no entiendo cómo puedes llevar colores tan horribles y poco favorecedores —contratacó Daisy señalando la falda ocre tostado y la chaqueta oscura de su hermana—. Al menos te has puesto el sombrero que te regalé.

—Será mejor que nos demos prisa —dijo la mayor ignorando los comentarios despectivos hacia su atuendo y mirando su precioso reloj—. Hemos tardado tanto en salir de casa y atravesar la ciudad que llegamos con el tiempo justo.

Florence comenzó a abrirse paso entre el gentío con paso diligente, seguida de cerca por Daisy, que no estaba dispuesta en absoluto a perder el tren. Cerrando la comitiva iba Phyllis, aferrada a su pequeña maleta y tratando de seguir el ritmo de las otras dos damas.

El personal de la estación fue de lo más solícito con la señora Morland. En general, todo el mundo solía serlo. Daisy siempre se preguntaba si era por su forma expeditiva de expresarse o por la gravedad de su semblante; lo que estaba claro era que Florence había nacido para que sus órdenes fueran acatadas.

—¿Ves como no había de que preocuparse? —dijo la más joven cuando por fin pisaron el interior del vagón, en el mismo preciso instante en el que comenzó a sonar la sirena que marcaba la salida del tren.

—Sí que lo veo. Teníamos tiempo de sobra —ironizó su hermana—. Phyllis, ¿sabrás llegar a tu asiento?

—Creo que sí —contestó la doncella con poca convicción.

—No se preocupen, yo la acompañaré —indicó un joven ataviado con el uniforme de la compañía ferroviaria.

—Señora, señorita, permítanme conducirlas a su compartimento. —Otro acomodador de mayor rango y bigote se hizo cargo de sus bolsos de mano y enfiló el pasillo, revestido de madera.

—¡Ay, Dios, Florence! ¡Qué nervios! Dime qué aspecto tengo. —Daisy se pellizcó con suavidad las mejillas para dotarlas de un rubor innecesario, pues ya estaban lo bastante arreboladas por la carrera.

—Estás preciosa, como siempre. El señor Hamilton se enamorará de ti como el primer día.

—¡No te burles!

Avanzaron por el estrecho pasillo del tren hasta llegar al número de compartimento que les correspondía y, cuando aquel hombre abrió las portezuelas, Daisy se abalanzó para ser la primera en entrar. Florence oyó la algarabía del reencuentro mientras daba una propina al acomodador. Cuando se disponía a entrar, consiguió distinguir la figura de dos hombres, uno junto a su hermana y otro justo detrás.

—¡Ven aquí, Florence! —la llamó Daisy exaltada por la emoción—. ¡Estoy tan nerviosa! He esperado este momento con muchísimas ganas. Deja que te presente al señor Hamilton.

—Es un… placer. —La última palabra salió de los labios de Lance con apenas un tenue hilo de voz. Una exhalación vacua que los presentes apenas fueron capaces de percibir.

Aquel hombre la miró como si estuviera ante una aparición fantasmal, abriendo de golpe los ojos encapotados de color azul cristalino. Florence también lo observó con sorpresa, recorriendo con la vista la digna línea de su prominente nariz y sorprendiéndose con el hallazgo de un mechón plateado en su flequillo que no formaba parte de su recuerdo.

La sorpresa dio paso al temor, y este a la indignación al ser consciente de que se hallaba frente a algún tipo de engaño del que estaban siendo objeto tanto ella como su hermana.

En ese momento, el tren dio un par de bruscas sacudidas antes de comenzar a moverse, por lo que Florence estuvo a punto de perder el equilibrio y caer sobre la desgastada moqueta del suelo si en ese mismo instante la mano de aquel hombre no hubiera agarrado con firmeza la suya.

—Florence —dijo él, visiblemente consternado. A ella, el sonido de su propio nombre escapando de sus labios le sonó al murmullo de las olas y a momentos furtivos.

—¿Tristan?

-3- Caminos cruzados

—¿Ya os conocíais? —preguntó Daisy mientras los miraba a ambos con desconcierto. El otro hombre se había apartado un poco de la escena, apoyándose en la ventana, por la que se podía ver desaparecer el andén y la estación.

—Sí —contestó él.

—¡No! —respondió Florence al mismo tiempo, con las mejillas arreboladas y el gesto contrariado, mientras le soltaba la mano como si quemara—. Yo conocí hace años a un tal Tristan Campbell. Claro que no pueden ser la misma persona, ¿no es así?

—Sí. Quiero decir, no —titubeó él. Usó la mano recién liberada para recolocarse el cabello, intentando calmar su frustración—. Ni siquiera sé lo que estoy diciendo… Es verdad que soy Tristan Campbell.

—¿Lance? ¿Qué está pasando? —quiso saber Daisy. Parecía confusa y a punto de echarse a llorar por haber visto estropeado el esperado reencuentro.

—Campbell es el apellido que he usado prácticamente toda mi vida. Me lo cambié por Hamilton cuando lord Artherton me permitió usarlo —aclaró él.

—¿Y el nombre?

—Me llamo Lancelot Tristan. —Su acompañante, que había permanecido apoyado en la ventana, ahogó una carcajada que consiguió distender el ambiente y que el que hablaba prosiguiera con una sonrisa—. A mi madre siempre le ha fascinado el ciclo artúrico. Uso Tristan para el trabajo, aunque la familia siempre me ha llamado Lance. Mi buen amigo aquí presente puede confirmar que todo cuanto digo es cierto.

—Me temo que sí. —El otro hombre se acercó al grupo con una radiante sonrisa—. Señora, señorita, Phinneas Van Ewen a su servicio. Les diría que pueden tomarse la libertad de llamarme Phinn, pero creo que ya hemos tenido demasiadas charadas con los nombres por hoy.

—Necesito beber algo —anunció Florence justo antes de salir al pasillo, huyendo de aquel pequeño y opresivo espacio.

—Ya voy yo —concluyó Daisy frenando con la mano el movimiento casi automático de Lance, que parecía dispuesto a ir tras ella. La muchacha recorrió dos vagones en pos de su hermana, que parecía haberle tomado bastante delantera—. ¡Florence, espérame! ¿Se puede saber a dónde vas? El vagón restaurante ni siquiera está en esa dirección.

—Yo… me he despistado.

—¿Qué ha pasado ahí dentro? ¿De qué conoces a Lance?

—Lance, Tristan, o comoquiera que se llame, era un viejo amigo de James; por lo que recuerdo habían estudiado juntos, de niños. Coincidimos con él hace años, en Miconos, durante nuestra luna de miel —añadió sin poder disimular su turbación—. Siento muchísimo haber actuado así, pero por un momento he pensado que estaba tratando de tomarte el pelo.

—¡Ay, mi hermana querida! —exclamó Daisy mientras la abrazaba y, sonriendo divertida, depositaba un fugaz beso en su mejilla—. Siempre tratando de protegerme. Venga, volvamos y pidamos que nos traigan una botella de champagne.

—No sé si podré volver ahí dentro. —Florence se sonrojó. Parecía avergonzada.

—¡Si solo ha sido un malentendido! No le des más importancia de la que tiene. Seguro que Lance no lo ha hecho.

—Supongo que tienes razón. —Tragó saliva con dificultad e intentó esbozar un amago de sonrisa—. Solo ha sido un malentendido.

***

—¡Menudo numerito! —se burló Phinneas, todavía con una sonrisa en sus gruesos labios—. Digno de un vodevil. —Su gesto cambió en cuanto vio que su amigo se sentaba resoplando y aflojándose la corbata con una mano al tiempo que se pasaba la otra por el ondulado cabello—. ¿Me he perdido algo?

—¿Qué? ¡No! Claro que no.

—¿Y por qué pareces Sísifo empujando la piedra?

—Ha sido un reencuentro inesperado, eso es todo.

—¿Cambia esto en algo tus planes?

—En absoluto. Voy a casarme con Daisy, tanto si le gusta a su hermana como si no.

—¿Y de qué conoces a esa mujer? Si es que puede saberse.

—¡Ya estamos aquí otra vez! —Como si hubiera sido invocada, la muchacha apareció seguida por Florence—. ¿Nos han echado de menos, caballeros?

—Por supuesto, querida —aseguró Lance tras ponerse en pie, sonriente y sereno. Una vez recuperado de la impresión, parecía una persona completamente diferente a la de unos segundos atrás—. Creo que le debo una disculpa a tu hermana.

—Soy yo quien debería disculparse —reconoció Florence. Era incapaz de mirar a los ojos de aquel hombre mientras se dirigía a él. Ojos del color del mar Egeo. Ojos que la transportaban a noches de verano y a amaneceres con olor a sal—. He sido grosera.

—Por mi parte está todo olvidado. Me alegro de que volvamos a encontrarnos. —Lance tomó su mano para depositar un rápido beso en ella y luego, de forma inconsciente, fue incapaz de soltarla—. ¿Se unirá James a nosotros más tarde?

—Me temo que no —respondió Florence librándose del agarre y tomando asiento antes de que el estremecimiento que sentía por dentro se hiciera evidente. Los demás la imitaron—. Mi marido murió hace cinco años.

—Yo… no sabía nada. —Su rostro había demudado por completo en un gesto tan sorprendido como triste—. Lamento muchísimo tu pérdida. Era un gran hombre.

—Sí. Lo era.