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Para el prologuista son aguafuertes. Catálogo exagerado en mi opinión. Tal vez, de lograr ser un género, sería inclasificable. La mayoría de estos breves relatos, algunos contaminadas de una textura un tanto bizarra y ¿elocuente?, son reales: todos nacieron de una imagen que vi o de un hecho que viví y a los que traté de darles una estructura narrativa que pueda meterte a vos, como a ese amigo que siempre me escucha (y que ahora me lee), en la misma experiencia, imaginación y jovial viaje que tuve al vivirla, ¡y al escribirla! En ellos conviven, sobre esos teatros sagrados que son Buenos Aires y Lincoln (y algún otro paradero al que el destino me llevó), de manera tan coherente como delirante, muchos de mis héroes: Gardel, Borges, Maradona, Foucault, mis amigos, ¡mis sobrinos!, Charly, San Martín, Clapton, Radiohead, Aristóteles, Homero Simpson y tantos otros; también antihéroes: como ese impresentable que casi me atropella con su imprudencia al volante. Todo eso ya tiene forma de libro. La vida no para de darme sorpresas. Esto es. Aquí los invito. Sepan encariñarse. Javier Ignacio Olaberría. Buenos Aires, julio de 2018.
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Seitenzahl: 94
Veröffentlichungsjahr: 2018
Olaberría, Javier Ignacio
Unos pocos delirios sensatos : género inclasificable / Javier Ignacio Olaberría. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2018.
100 p. ; 20 x 14 cm.
ISBN 978-987-761-527-2
1. Narrativa. I. Título.
CDD 301
Editorial Autores de Argentina
www.autoresdeargentina.com
Mail: [email protected]
Diseño de portada: Justo Echeverría
Imagen de portada: Juan Hauciartz
Maquetado y diagramación: Maximiliano Nuttini
Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723
Impreso en Argentina – Printed in Argentina
Prólogo
(Franco Alberto Obineta)
Los carruajes no tiran bueyes (Invocación)
Sepa disculpar la intromisión, pero considero oportuno celebrar este cometido para el cual me ha dado el honor de “prologar” y al cual me niego rotundamente, no sin antes esgrimir las fortuita exequias de invocación.
Los prólogos son la explicación del chiste, es la mera evidencia con la cual los autores subestiman capacidades de quienes lo leen. Por tal motivo, no voy a referirme a un prólogo, no voy a hablar del autor: el autor habla en la obra, no necesita mandaderos ni parlantes ni alienadores. Así, sin más; aquí, una invocación.
En las tintas de Unos pocos delirios sensatos, sobrevuelan y sobreviven monóculos del Jockey Club abrazando los ojos de azufre en los orilleros borgeanos que cuelgan como racimos en los balcones de Juan Perón.
Un enfoque de la eternidad; para los católicos, por ejemplo, Jesús, el hijo de Dios, aun siendo hijo de Dios, tardó tres días en resucitar. ¡Tres días! ¡El hijo de Dios! ¡Algo tan superfluo como una resurrección le llevó tres días! A Goethe le llevó casi cuarenta años terminar la primera parte de Fausto y otra decena hasta finalizar la segunda. Más ejemplos podemos apuntar, pero nosotros, seres de barro y hormigón, los del harapo y alquitrán, los miserables que sueñan ser grandes estafetas y vivir sin trabajar, los trasnochados, los olvidados, tuvimos que esperar ochenta y cinco años para poder degustar de este eterno retorno de aguafuertes arlteanas, que en esta mesa –y en estas tintas– son un bife de chorizo bailando en las brasas de una ciudad esmerilada y deslumbrante, fieramente hermosa. La parrilla del cotidianismo donde se cocinan estas líneas, llevan la alucinante bendición de la posteridad, ese es el futuro de este libro, aquí danzamos.
En tiempos de pantanos, crece como el loto: radiante.
He aquí el privilegio de sugerir la lectura de estas líneas, pero aún mayor de atrincherar todas las bondades de la revolución cotidiana, de los hombres sangrantes, de los hombres que viven, aman, caminan y trabajan, una revolución de poesía sangrante, y una revolución sin sangre es como un guiso sin salsa.
Como enjundia histórica, hace más de setecientos años, Italia tuvo un número diez (10) que pudo ser mejor que Maradona, lo apodaban Dante, y en su poesía nos supo precaver, que una vez ingresados, ya no habría esperanzas. Aquí los invitamos a entrar: esperanza es lo que sobra, y vino tinto, y rocanrol; porque no siempre las minitas aman a los payasos, ni nunca los carruajes tiran bueyes.
Franco Alberto Obineta (un amigo de la casa)
Lincoln, 16 de julio de 2018
A la memoria de mi tía,
Raquel Olaberría
(la mujer que amaba los libros).
“Nuestras nadas poco difieren;
es trivial y fortuita la circunstancia de que tú seas
el lector de estos ejercicios, y yo
su redactor”.
(Jorge Luis Borges. Fervor de Buenos Aires)
El perfume de Shakira*
Puse la tele para ver la temperatura y me crucé con que Shakira sacó un perfume que se llama rock. Cuando llegué a la parada del 29 vi de lejos una pancarta de Ricky Martín hablando de felicidad con el auspicio de Falabella. Antes de subirme al colectivo me pedí una Cindor en el kiosco que suele cargarme la Sube y me salió $30 (le pregunté en joda si la leche era cosecha del 94). Juan Pablo Varsky cuenta en NSN que Macri chupó agua del pico en una conferencia. Cuando me saqué los auriculares escuché que una universitaria de rastas con iniciales chinas en la nuca le preguntó a un señor de la tercera edad si sabía en qué esquina estaban los taxistas cortando la calle. El jubilado no ocultó su asombro y preguntó:
—¡¿Taxistas cortando una calle?!
Yo no pude evitar intervenir en la conversación y dije casi retando:
—Pero, señor. Estamos en la Argentina. ¿De qué se asombra? Acá puede pasar cualquier cosa. ¡¡¡Raro es lo del perfume de Shakira!!!
*Relato elegido como “Carta del mes” en el Número 220 de la revista Rolling Stone
La felicidad
Para Aristóteles la felicidad es el fin de la vida de todo ser humano; el motivo de su existencia. El alemán Kant pensaba que no solo es eso, sino que ser feliz es un deber. Para Borges no lograrla es el peor de los pecados. Se podría disentir con cualquiera de estos muchachos: tal vez uno tenga más razón que otro. Al respecto voy a comentar qué fue lo que me pasó hoy por la mañana. No la arranqué del todo feliz, ¡si hasta me quedé dormido!: tanto es así que tuve que tomarme un taxi para evitar llegar tarde a la oficina. El Pitufo Gruñón al lado mío era Matthieu Ricard. El chofer del taxi era el gemelo no reconocido de Asterix (el bigotudo de la serie romana: con cara de bueno y hablador). Yo estaba totalmente negado, con cero ganas de sociabilizar. Era la personificación de la acidez: con mirada arrogante y despeinado por la urgencia. Lo primero que me dijo el taxidriver fue: “Qué bárbaro lo de los alacranes, ¿no?.” Yo mientras miraba el celular: estaba avisando a la recepcionista del trabajo que se me había hecho supertarde. No sé si daba como para que le diera alguna teoría sobre esas especies de escorpiones; es más, hasta la semana pasada creí que un alacrán era un contador de chistes agudo. Miré sus ojos desde el retrovisor y asentí como que era “bárbaro, sí.” Me explicó los distintos tamaños que hay de cada uno y cómo es que llegarían a este ecosistema: alegó sobre los camiones que vienen del interior con comestibles; y que abundarían en los restoranes, o donde hay comida. Mentiría si dijese que no me interesó, pero seguí con cero ganas de hablar. Su entusiasmo era contagioso, repito: era un tipo parecido a Asterix, tendría 70 años mínimo y estaba trabajando con una amabilidad tan admirable que me hizo sentir un mocoso arrogante que poca idea tiene sobre la vida. En el semáforo de 9 de Julio y Córdoba se nos puso a la par un colectivo de los “city tour” porteños. Me dijo que le encantaba esa movida del “city tour.” pero que “sale $160, muy caro.” Le dije que tal vez para esos turistas que vienen con divisas es barato, “son 10 dólares, cuando en Londres, por ejemplo, uno de esos sale mínimo 25 libras.” Me emocionó cuando, con un orgullo elevadísimo, me comentó que su hija había podido conocer la capital inglesa y que le había traído un Big Ben de juguete que prendía las luces cuando daban las 12 p. m. Los ojos se me aguaron un poco. Al tipo lo había visto por primera vez en mi vida hacía apenas 20 minutos. Cuando bordeó el Obelisco para tomar Diagonal Norte cambió drásticamente de conversación y me comentó algo que le había modificado la existencia; textualmente dijo: “No sabés lo que me compré: una rejilla para lustrar el auto, no es cualquier rejilla, ¡esta no sabés lo que absorbe!, encima no me raya la pintura. Y claro; es un producto japonés.” Giró la cabeza para el asiento en el que estaba yo, y con una sonrisa que no se la he visto ni siquiera a Julia Roberts, me dijo: “Mirá cómo me quedó el parabrisas, ¿es buena, no?”.
El viaje me salió carísimo. Pero valió la pena. Me hizo comprender que al mal humor lo busca uno, y que eso de que “el sufrimiento es opcional” es totalmente cierto. No sé si Aristóteles, Kant y Borges vendían humo o qué. Pero ahora tendría con qué debatirles. Si los cruzara, les diría: “La tesis que dan ustedes es muy complicada. Lo que ustedes tratan de explicar es mucho más sencillo que eso. ¡La felicidad es un producto japonés!”.
Entre el delirio y la sensatez**
Los lunes o los miércoles acostumbro a ir al Ateneo Grand Splendid. Busco en sus góndolas el libro que mi inconsciente me incite a leer, y me lo llevo a su resto–bar. Uno de los mozos ya me conoce. No sabe mi nombre, pero sí lo que quiero: capuchino a la italiana o algún licuado con hielo los días de calor. En la última semana llevé Aguafuertes porteñas. Un libro tan vigente como las imágenes que quedan en la memoria de los mozos. Este del que hablo, cuando vio que apoyé el libro en la mesa, me dijo: “¿Otra vez leyendo a Arlt? Usted es medio complejo en su lectura, si no lo veo con algo de él lo veo con algo de Borges.” Su acotación me dejó perplejo. Y su amabilidad era tan grande que no solo motivó a que le dejara buena propina, también a que le hablara un poco sobre mí:
Jefe, le cuento. Un viernes de 2012, con unos compañeros de una revista de la que formé parte, fuimos a la casa de Alejandro Dolina para hacerle una entrevista. El Negro nos habló de varios temas. Uno de ellos fue la disputa entre el Grupo Boedo y el Grupo Florida. Contó que al primero lo conformaban escritores como Roberto Arlt, Elías Castelnuovo y no me acuerdo quiénes más. Y al segundo; Borges, Leopoldo Marechal, Ricardo Güiraldes y otros tantos. Como que unos eran más cercanos a lo popular y los otros, más cajetillas. Automáticamente pensé: “¡Ay, Dios! Este país no tiene arreglo, hay grietas por todos lados: ¡hasta en la literatura!.” En mi caso, por ejemplo, no soy muy lector de Arlt; me encanta, pero no he leído más que sus Aguafuertes. A Borges lo leo más seguido. Después de Soriano debe ser el autor al que más leí, y ojalá algún día logre terminar con todas sus obras. Pero hay algo en que está en lo cierto: con la salvedad de mi lealtad partidaria, soy medio complejo en mis pasiones; me gusta Jorge Luis y me gusta Arlt, el costillar y el pescado. Me gustan los Rolling Stones, pero también soy fana de los Beatles. Soy bilardista y otras veces menottista, la Coca–Cola me parece la mejor gaseosa cuando es en lata, pero adoro la Pepsi en botellita de 300 cm3. Mi psicología es de ir de acá para allá; de la risa al llanto, del bar a la biblioteca. Oscilo entre dictámenes jurídicos y cuentos de Cortázar, entre Lincoln y Buenos Aires. Entre el delirio y la sensatez.
¡Sí, sí! Lo sé –me contestó–. ¡Y entre el capuchino y el licuado con hielo!
**Relato publicado en la edición del 19 de agosto de 2017 de la revista ñ de Clarín
Mi(s) Buenos Aires