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Valeriana es una joven educada por padres machistas que relata en forma irónica momentos malos de su vida. Rebelde, melómana y soñadora por naturaleza, en su etapa adulta se niega a aceptar seguir viviendo con esos parámetros. Es una novela donde se debate si el amor a primera vista es solamente una atracción física o es el que perdurará para toda la vida.
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Veröffentlichungsjahr: 2016
alejandra de bassi
Valeriana
Editorial Autores de Argentina
De Bassi, Alejandra María
Valeriana / Alejandra María De Bassi. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2016.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-711-698-4
1. Novela. 2. Novelas de la Vida. 3. Novelas Biográficas. I. Título.
CDD A863
Editorial Autores de Argentina
www.autoresdeargentina.com
Mail:[email protected]
Diseño de portada: Justo Echeverría
Diseño de maquetado: Inés Rossano
Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723.
Impreso en Argentina –Printed in Argentina
Dedico esta novela, al amor de mi vida, Rodolfo Goity.
A nuestros hijos y nietos que llenan de alegría nuestros corazones.
A mis amigas del alma: Silvita Arrillaga y Vivi Isaak.
Conocidos y familiares.
Y a todos los que, por uno u otro motivo, sintieron ganas de leerla.
“Quiero agradecer a todos los que participaron
de la edición de mi libro, de la editorial Autores de Argentina,
por el trato tan cordial que me brindaron.
Les estaré eternamente agradecida
por todo lo que me han ayudado.
Gracias, de corazón.
Alejandra”
valeriana
argentina
españa
la fiestita inolvidable
francia
semana santa en marbella
una ruptura impensada
buenos aires, la reina del plata
la vida va y viene
una obra para el olvido
grecia
el final anunciado
un casamiento inesperado
víctor
el duende de la luna
“Ya lo ves, que no hay dos sin tres, que la vida va y viene y que no se detiene… y, qué sé yo”.
Así empezó todo, con esa maravillosa canción de amor compuesta por Alejandro Sanz, la cual dediqué a Jaime.
Siempre que escucho un tema musical que me gusta, el resto del mundo desaparece y mis sentidos quedan a merced de ese delicioso momento. Unos sentidos que se despiertan por ser melómana, lo que hace que una melodía o letra de una canción, me evada de la realidad como por arte de magia.
Eso me hubiese pasado si ese hombre al cual se la dediqué no hubiese tenido los defectos que más me molestaban de los posibles candidatos a ser mi pareja.
Y hablando de realidades me pregunto:
-¿Cómo es que una se mete en líos a sabiendas de que al final la cosa terminará siempre perjudicándote?
La vida me había demostrado que, sea que ganes o pierdas, uno es lastimado mientras que el otro, tarde o temprano, agrega un ladrillo más a su conciencia.
Pero para que se entienda por qué a veces hice cosas a sabiendas de que las arruinaría, deberían conocer primero mi historia de vida.
Mi nombre es Valeriana, sí, igual que la infusión, pero mi familia por suerte me llama Val y mi apellido es Pittaluga. Nunca entendí por qué no habilitan en el registro los apodos como nombres si son, en definitiva, los que se usan hasta el día que te mueras.
Pegué mi primer alarido el 26 de marzo de 1967, mi signo es Aries y mi ciudad natal Buenos Aires, la reina del Plata.
Nací con un carácter bravo, según la quejosa de mi madre, porque me la pasaba llorando. Eso la hizo desistir de su idea de perforarme las orejas como correspondía en esa época.
A través de mi niñez y adolescencia, por hechos que me marcaron y nunca los olvidaré, ese carácter fue empeorando.
Mi padre se llama Lorenzo y mi madre Beatriz Olivera. Él es un abogado machista. Ella, un ama de casa católica y devota. Su matrimonio era un desastre y terminó definitivamente cuando a mis 16 años el “si no te gusta andate” de ella le ganó al “sos insoportable, no te aguanto más” de él.
Tengo dos hermanos más grandes, Hugo y Daniel, que usaban a esta dulce criaturita de puching ball, lo que hizo que con el tiempo me pareciera más a un barra brava de Chacarita que a la dulce Heidi de la TV.
Pero, pese a mi carácter, era muy ingenua y vergonzosa. Mi lenguaje hacía saltar la peluca a las amigas chupa cirios de mi madre y enojaba sobremanera a mi padre.
Morocha con pelo largo, ojos marrones, muy flaca y desgarbada, eran otros condimentos que no ayudaban en nada a ese perfil “divine” que terminaba espantando a todo el mundo, incluidos mis hermanitos del alma que, lejos de salir a defenderme ante cualquier metida de pata que me mandara, me alcahueteaban con mis padres. Me encantaban los asados y no me gustaba nada, de nada, el pescado.
Me acuerdo de un campamento al que fuimos los tres angelitos, lo organizaba la parroquia cercana a casa. Iban la catequista de mujeres, el de varones, tres curas y muchos chicos que asistían a la iglesia. Fue en Bariloche y por todo el mes de enero. Yo tenía 11 años. Estábamos separados en dos, en uno todas las carpas de los varones y cruzando un arroyo el de las mujeres. Nos juntábamos solamente para el almuerzo, la cena y la misa diaria. Y también en competencias que se hacían de varones versus mujeres o en excursiones al lugar. Como siempre perdía, no me divertía participar en las competencias. Me ligaba un reto de mi catequista, del cura y de mis compañeras por no hacerlo. Lo que sí me gustaba eran los fogones a la noche donde cantábamos todas las chicas. Las canciones eran sobre la religión católica o el campamento. Me acuerdo de una:
- Rumbo a los cielos por el largo sendero…
Me escapaba cada vez que podía en el día mientras todos dormían la siesta. Me iba siguiendo el arroyo y había encontrado un lugar donde otros habían construido con tablas una casa en un árbol. Un día me quedé dormida y me despertaron de un sacudón. Estaban mis hermanos, todos los curas, los catequistas y la mayoría de los chicos que habían ido al campamento. Me habían estado buscando por más de tres horas. Mis hermanos me insultaron de lo lindo, me dijeron que era una chiquilina irresponsable, se dieron media vuelta y se fueron riendo.
Cuando llegué al campamento me pusieron en penitencia en mi carpa y solo me dejaban salir para comer. Al día siguiente mientras se preparaban todos para subir en excursión al Catedral, mis hermanitos del alma me pusieron en una jaula armada con cañas que estaba ahí. Me dijeron que lo hacían para que no me volviese a escapar. Pasaban todos los chicos y me cargaban. Algunos me tiraban el resto de mate cocido que les había quedado en sus tazas en mi ropa; otros, ramas; otros, fruta... ¿Bullying? ¡Naaa! Pero no les di el gusto de que me saliera una sola lágrima. A la noche cuando volvimos y se acostaron todos, lloré sin que nadie me viera hasta que me quedé dormida. La humillación que sentí fue espantosa y juré no ir nunca más a ningún lado con ellos sola.
Cuando volvimos mis padres nos estaban esperando en la estación y lo primero que hicieron fue contarles lo que yo había hecho. Eso sí, se cuidaron mucho de decirles que me tuvieron encerrada durante dos horas mientras los chicos me usaban de tiro al blanco.
Mi dormitorio quedaba en la terraza de mi casa de Núñez, la cual estaba ubicada frente a la estación del tren. Una construcción antigua de dos pisos con paredes pintadas de blanco. Tenía un zaguán con enredaderas y rejas en la entrada. Abajo había una habitación grande donde dormían mis hermanos, otra mis padres, un patio, un comedor, una sala de estar, un baño grande y la cocina. Desde el patio salía una escalera a la terraza donde estaba el lavadero, un lugar grande con reposeras y mi cuarto. Típica casa de clase media muy bien mantenida.
Vivía de penitencia en penitencia encerrada en mi cuarto. Me encantaba la música, cantar, bailar, leer y salir de mi habitación para ver el cielo cuando había luna llena. Era afinada cantando, pero mi voz no era nada del otro mundo según mis hermanos.
Me había hecho la fantasía de que en cada uno de los distintos planetas de nuestra órbita existía un duende que enviaba a la Tierra cohetes con malas ondas y otro, en nuestro satélite, que lo hacía pero con buenas para contrarrestarlas. En mi mente mantenía diálogos ficticios con todos ellos, pidiéndoles que terminaran de castigarme (si estaba en penitencia) o agradeciéndole al de la luna (si me salía algo bien).
En mi casa había temas tabú como el sexo que no se tocaban, por lo que, salvo que alguien me los contara, los leyera, los viera en una pantalla o me pasaran, tenía que imaginármelos. Me daba mucha vergüenza hablar de eso, por lo cual, si se daba alguna conversación, solo escuchaba. Y para mi desgracia la única amiga que tenía era más vergonzosa que yo haciendo que ese tema no figurara en ninguna de nuestras charlas.
En los pocos momentos que tenía los pies en la tierra, nuestra tía abuela materna (a la que cariñosamente le decíamos Tita), nos enseñaba a jugar a las cartas y a tocar guitarra. Era una mujer súper irónica y divertida, me hacía morir de risa.
Las únicas veces que mis padres no se peleaban era cuando armaban guitarreadas en casa. Ahí padres, tíos, hermanos o invitados varios nos uníamos en cantos folklóricos, tangos o temas de la época. Me encantaba tocar guitarra, pero por culpa de mi vergüenza, lo hacía solamente cuando estaba con Tita o sola en la terraza, donde se lo dedicaba a mi único público: la luna.
No había cosa que me enamorase más en un hombre que el que fuera cantante, eso sí: tenía que ser entonado. Patricio Pereyra, un amigo de mis hermanos, fue uno de esos amores platónicos que tuve precisamente porque cantaba como los dioses. Pero nunca me dio bolilla.
En mi adolescencia las penitencias que mis padres me imponían me servían para leer novelas machistas a las que compraba a escondidas en el kiosco y cuya lectura me hacía imaginar cómo era el amor eterno y a primera vista. En ellas el sexo se tocaba muy superficialmente, lo cual no me aclaraba mucho el tema. Las protagonistas eran muy femeninas en su vocabulario y formas de ser. Las malas palabras o guarangadas no existían y la diferencia de clases era el factor determinante para no concretar el romance. Siempre había unapproachpero, apenas se ilusionaban, venía el villano de turno a arruinárselos.
Ellas nunca eran profesionales. Sus funciones eran de princesas que se rascaban el higo, ayudantes de ama de casa o cuidadora de niñosad honorem. Las lindas eran las buenas, las feas never in the puta life. Cuanto más feas más malas y, si encima eran guarangas, mejor.
Ellos, adalides del trabajo sacrificado siempre. Eran los que llevaban la plata a casa o la tenían por haberla heredado de alguien. Podían ser una cloaca hablando, cuanto más cloaca más machos y el final era cantado en todas: los tortolitos amándose for ever and ever… y colorín colorado.
Mi vida transcurría entre el universo donde quedaban grabadas todas esas historias y mi realidad que era totalmente distinta. En ella los amigos de mis hermanos que, por mi forma de ser y mi aspecto físico me tenían para la chacota, jamás me prestaron la más mínima atención como mujer. Pero en mi universo eran mis amores platónicos cuyo aspecto físico cambiaba a medida que aparecía uno nuevo y no me dirigía la palabra para cargarme.
Frustración tras frustración no me daba cuenta de que el problema no eran ellos sino yo. Me miraba al espejo y me veía linda: sin pechos, sin depilarme, con dientes chuecos, desgarbada, desarreglada, con un corte de pelo insulso… pero linda. Un día de lluvia y aburrimiento, digiriéndome como algo natural la penitencia, me puse a comparar con esas chicas de las novelas y me di cuenta de que de linda no tenía nada y debía hacer algo para cambiarlo. Pero el resultado no mejoraba nada con los aparatos de los dientes, ni con mi físico, al que le crecían más los vellos de las piernas que las lolas.
En mi universo me casaría y formaría una familia en la cual nos respetaríamos como pareja y jamás repetiríamos los errores de mis padres, inculcándoles a nuestros futuros hijos a quererse y cuidarse mutuamente. Allá me pasaba todo lo lindo, acá no paraba de meter la pata y sus consecuencias no me quedaban siquiera registradas.
En la secundaria me gustaba mucho la música, italiano, inglés y matemáticas. Mis compañeras me tenían de profesorabackupcuando en alguna de estas materias les iba mal.
Cuando ahora pienso en esa época y me acuerdo del primer beso tan esperado por mí, se me salta un lagrimón. Fue a mis 14 años con un chico de 15 y gracias a Julieta Arrillaga (hermana dos años mayor de mi amiga Vivi)…
Era un viernes de diciembre. Vivi se llevaba matemáticas (si no la aprobaba bien) y me pidió que fuese a su casa para ayudarla. Como estaba en penitencia, me dejaron ir porque íbamos a estudiar. Le expliqué todo lo que pude, dado que no le daba el bocho para razonar.
Llegada la noche y viendo que por más esfuerzo que hiciera no la iba a aprobar, Julieta nos invitó a ir a una fiesta de egresados que quedaba a pocas cuadras de mi casa aprovechando que sus padres estaban de viaje. No podía volver a buscar ropa para cambiarme porque mis padres se iban a avivar de que nos íbamos a bailar. Vivi era mucho más alta que yo y su ropa me quedaba muy grande, pero era lo único que podía usar: calza y camisola. La calza me la tuve que poner con ganchos para que no se me cayese y la camisola engancharla con la tira de un corpiño de Julieta para que no me dejase un hombro al descubierto. Al corpiño lo rellenamos con medias del colegio porque mi chatura no los llenaba. Su hermana nos maquilló con brillo labial, base y nos peinó.
Y ahí llegué al baile toda entusiasmada sintiéndome Cenicienta, esperando que algún chico parecido a los de mi universo me sacara a bailar…
Pero la realidad me estrelló contra el piso, planché como una loca,¡no me dio bola ni el loro! Estuve sentada durante horas en una silla de ese colegio, imaginándome que el galán de mis novelas aparecería de repente para tenderme su mano y empezáramos juntos a bailar.
Cuando Vivi se avivó, no tuvo mejor idea que pedirle a Iván Corrales (el hermano menor del novio de Julieta) que lo hiciese, con tan buena suerte que justo empezó la tanda de los lentos.
El chico era retacón y lleno de granos que intentaba tapar con la pelusa que le había empezado a salir en el rostro. Su nariz y cejas eran igualitas a las de Igor el personaje deEl joven Frankensteinde Mel Brooks. Vino hacia mí con una sonrisa de oreja a oreja que dejaba entrever unos dientes todos chuecos, con unbracketque procuraba empujarlos para adentro y donde habían quedado rastros de chizitos que se había comido en la fiesta.
Empezamos entonces a bailar juntos. Entre el chico que venía con sus hormonas todas alborotadas, mis calzas que se me iban cayendo y las medias dentro del corpiño que se me iban corriendo, tenía que estar con una mano arreglando mi atuendo y con la otra corriendo la mano del calentón Igor que cada dos por tres bajaba hasta mi cola. Estaba en ese maravilloso momento cuando de repente y sin previo aviso me encajóun chupón. Fue un beso lo suficientemente demoledor (me metió la lengua hasta la garganta) como para no querer probar, durante mucho tiempo después, con ningún otro candidato.
Fue tal el asco que me dio que salí huyendo del colegio hasta mi casa sin avisarle a nadie, tratando de ingresar sin hacer ruido para que mis padres no me matasen.
Vivi empezó a buscarme como loca durante horas y al no encontrarme no le quedó más remedio que llamar a casa para verificar si yo estaba ahí o no. Les tuvo que explicar a mis padres que estábamos en una fiesta de egresados y que yo había desaparecido.
Otra penitencia, clink caja.
Vivi estaba muy enojada y cuando al lunes siguiente me encontró en el cole le dije que había tenido mucho sueño y por eso me había ido. Me comí una puteada de la hostia para no tener que decirle la verdad (una verdad que me daba tanta vergüenza y repulsión).
Conclusión: perdí a la única amiga que tenía en el cole y en el mundo.
El recuerdo de mis 15 no fue mucho mejor. Me acuerdo de que me habían regalado un vestido rosa horripilante para el evento. Venían todos mis primos con sus amigos y mis familiares a casa. Lo festejábamos en la terraza que era lo suficientemente grande como para que entrasen los invitados. Mi madre rezaba para que no lloviera porque en la parte de abajo no entrábamos...
Había decidido no tener más los vellos en mis piernas y axilas, por lo que le pedí a mi madre ir a sacármelos a algún lugar. Allí partimos hacia uno de los tantos lugares que lo hacían. Una señora de unos 50 años y con cara de pocos amigos me hizo pasar al camarín. Mi madre decidió quedarse afuera y así aprovechar para leer una de las revistas de la mesa de entradas que le había gustado. La señora me puso una tira de cera en cada pierna y otra en cada axila. Le iba pidiendo en cada aplicación si no podía enfriar la cera porque la sentía muy caliente. Movía la cabeza negativamente y seguía. Cuando terminó empezó a sacarlas. Al primer tirón que pegó de una de las piernas me salió un dulce y espontáneo:
-¡Ayyyyyyyyyy, la reputísima madre que me parió!
Y hablando de madres, la mía apareció en el camarín para retarme y pedirle disculpas en mi nombre a la señora, que siguió como si no hubiese pasado nada. Cuando mi madre volvió a salir, me dijo sonriendo:
-Y eso que no te saquétodavía la de las entrepiernas ni axilas.
Tenía razón, pero me mordí la lengua y apreté lo más que pude las manos para bancarme el resto de la sesión de tortura.
Y llegó el cumple, no llovió, y me tuve que bancar las cargadas de mis hermanos y sus amiguitos, por el vestido rosa de mierda que me había regalado mi madrina Adriana, que no se podía cambiar porque no correspondía. Un lazo rosa en la cabeza haciendo juego con mi primer par de zapatos blancos de taco bajo terminaba de armar el combo cumpleañero. Seguía chata como una mesa, por lo que mi madre tuvo que arreglar el vestido en la parte de arriba.
La torta de 15 con la muñequita rosa en lo alto me la hizo mi tía Marcela, hermana de mi madre, que no tuvo mejor idea que ponerle jazmines de su jardín para adornarla. Cuando llegó el momento de cortarla mi padre se dio cuenta de que estaba llena de hormigas, por lo cual chau torta, chau cortada. Mi tío Francisco, hermano de mi padre, tuvo que salir de raje a traer una torta de algún restorán de la zona. Apareció con 15 muffins a los que les agregó las velas. Me pudieron por fin cantar el “apio verde tu yuuuuuu” de mis familiares y el “feliz, feliz, en tu díaaaa, ojalá que te pise un tranvíaaaa” de mis hermanitos del alma y sus amigos.
La fiesta transcurría entre los que bailaban, los que no podían levantarse de sus asientos por la curda, los que me agarraban el cachete retorciéndolo mientras me decían “qué linda que estáaaaas” y los idiotas de mis hermanos que me tiraban del lazo de la cabeza y me lo sacaban. Todos se divertían menos yo, mi cara parecía más la de estar escuchando una clase de latín explicada por un tartamudo que estar participando de la tan añorada fiestita.
Cuando me di cuenta de que nadie me prestaba atención me fui a mi cuarto y me acosté a dormir, rezando para que las pocas fotos que habían sacado salieran todas veladas. Me juré que jamás volvería a usar nada color rosa (un color que detesto hasta el día de hoy) ni a festejar con una fiesta otro cumpleaños.
En los años siguientes para ese día, cuando me preguntaban si quería hacer una reunión, les mentía diciendo que me iba con mis compañeras de colegio a festejarlo en reuniones de egresados de colegios de la zona. Lo único que me tenía que bancar era una torta casera, comida a la noche con una sola vela, cantito de feliz cumple, soplada y entrega de obsequio. Aprovechaba esos días para ir al cine a ver películas hasta bien tarde. Me sentía feliz de poder estar sola sin que nadie me molestase.
A la mañana siguiente de mi fiesta de 15, y como colofón del onomástico, me vino mi primera menstruación. Ya sabía del asunto, por lo que no me sorprendió. Mi madre, que era bastante vergonzosa con esos temas, me llevó al pediatra. Sí, aunque no me crean yo seguía yendo a verlo cada vez que me enfermaba porque era amigo de la familia. Cuando llegamos y mi madre le dijo lo que me pasaba, con toda coherencia el pediatra le dijo que ya era hora de que dejase de llevarme con él y lo hiciese con una ginecóloga o médica de adultos.
Nunca lo hizo.
Terminé la secundaria llevándome una sola materia: matemáticas, sí, ¡de no creer! Un día la profe estaba explicando un polinomio y nadie le entendía nada. Muchas de mis compañeras se la llevaban porque ella era horrible como profesora. Para ayudarlas me paré en mi pupitre, cual Cid Campeador frente a su última batalla, y le dije:
-Profesora Bravo, ¿no se da cuenta de que no le entendemos un carajo?
Todas las chicas se empezaron a matar de risa, lo que la indignó aún más, me mandó a la dirección por mal hablada, me amonestaron, me aplazó y me la llevé a diciembre. Mis padres ya cansados por mis inconductas estaban indignados. Claro, con hermanos que se habían recibido en el colegio Carlos Pellegrini (y encima uno de ellos con medalla de oro), era comprensible que se desilusionasen de mí. Y si a esto le agregáramos que previamente había pasado por tres colegios estatales porque acumulaba amonestaciones y no me aceptaban para el año siguiente, también. Pero era una mísera materia, ya estaba, ya terminaba, tres meses más y listo.
Minga, no hubo caso. Indiferencia o caras largas. Cuando por fin en diciembre la di bien, con un DIEZ, la felicitación de todo ellos fue: “era hora”.
Como había 4 chicas más de mi año dando la materia, salimos las tres que aprobamos a tomar cerveza para festejar… Diez de la mañana de un día de semana en la plaza de Barrancas de Belgrano, con una lluvia descomunal. Me sentía tan pero tan mal que se me caían las lágrimas por la bronca de no ser reconocida. Pensaba: ¡si hasta Dios llora de alegría bañándome con sus lágrimas! No entendía por qué tanta injusticia hacia mi persona, una mísera materia che, ¡no era para armar semejante boicot hacia mi persona!
No me felicitó ni la profe de matemáticas que me había mandado a marzo, ni la rectora del cole que, aunque más no fuera, sentiría alivio de no tener que verme nuncamás y no tener que aguantar las quejas de la turra de la preceptora (cuyo rodete se iba achicando a medida que le íbamos poniendo chicles cada vez que nos alcahueteaba).
Me había recibido de bachiller y a nadie le había importado.
Así fue que tuve debut y despedida del alcohol, pues por la borrachera que me agarré, la resaca me mandó a la cama por 24 horas con un dolor de cabeza y vómitos descomunales. A los pocos días, ya repuesta y sin saber qué cuernos hacer con mi vida, me puse a trabajar en un estudio jurídico de un conocido de mi padre.
A esa altura ya tenía pechos considerables, medía 1,67 metros que con los tacos se iban a 1,77, me depilaba bancando el dolor, no era un bagre pero tampoco me sentía gran cosa. La vergüenza del tamaño de mis lolas (120 cm.) versus lo flaca que era, hacía que me vistiera con ropa holgada, lo que no me favorecía en lo más mínimo. Me cuidaba de decir malas palabras frente a mis candidatos para no espantarlos de entrada. Estaba lista para recibir al primero que me cuadrara para casarme e independizarme, cosa que anhelaba con todo mi corazón.
En enero del año siguiente empecé a trabajar. Conocí a mi futuro marido Pablo Ferreyra ahí, era el hijo del dueño. Apenas nos vimos nos gustamos y empezamos a salir. Luego de un brevísimo noviazgo (seis meses), lo suficientemente breve como para no conocernos en lo absoluto, me casé la primera semana de junio de 1985 con ese adonis rubio, ojos verdes, cuerpo escultural y modales de caballero machista (que estaba recontra chocho porque había enganchado a una tarada que era virgen y de buena familia, tal cual lo estipulaban su religión y costumbres). Of course mis padres y hermanos se cuidaron muy bien de darle mi currículum para evitar que saliera espantado y me dejara colgada.
Le faltaban dos materias para recibirse de abogado y recién empezaba su derrotero ayudando a su padre a llevar las sucesiones que era algo muy fácil de hacer. Le pagaba unos honorarios bajísimos, por lo que yo lo alentaba diciéndole que era el derecho de piso y que a futuro le iría muchísimo mejor. Nos iríamos a vivir a Belgrano “R” a un departamento a estrenar de 2 ambientes muy lindo gracias a que, entre mis padres y suegros, hicieron una vaquita para regalárnoslo.
Esto hizo que gastásemos la poca plata que habíamos ahorrado en amueblarlo. Dado el estado calamitoso de nuestra economía, lo único que le pudimos poner fue una heladera, una TV, un colchón en el piso, dos juegos de sábanas y dos toallones. El resto de los muebles, vajillas y sets de cocina eran todos descartes de familiares y amigos, o regalos de boda.
Antes del casamiento pedí turno con una ginecóloga. Fui para que me recetaran pastillas anticonceptivas para evitar quedarme embarazada hasta que yo lo decidiese. Cuando entré al consultorio, me revisó y me dijo qué tenía que tomar si me dolía mucho la menstruación. Me preguntó si sabía qué métodos usar para cuidarme en las relaciones sexuales, como me dio vergüenza, le mentí diciéndole que sí. Aunque el único método que conocía era el de las pastillas y el “cerrá las piernas, nena” que nos dio el cura como consejo en las charlas previas que obligatoriamente nos hicieron hacer antes de casarnos por su parroquia.
Las empecé a tomar un mes antes de la boda. Hasta después de casada no volví a visitar a la ginecóloga, puteando a mi vergüenza por no haberme animado a preguntarle todas las dudas que tenía dado que las pastillas me hicieron vomitar y no las seguí tomando.
Pablo se recibió y nos casamos en la Parroquia del Socorro que quedaba cerca de su casa. Como nuestros padres habían gastado un dineral en la compra de nuestro departamento nos dio vergüenza pedirles que nos ayudaran a pagar el casamiento. Por lo cual tuvimos que armarlo con lo poco que ganábamos entre los dos.
El mismo día de la boda fui al palacio de las flores con mi tía Marcela a comprar ramos para poner en casa, en el altar, los asientos de la parroquia y mi ramo. Compré todos jazmines que eran los que más me gustaban y helechos. El vestido era alquilado y como me quedaba grande me lo tuvieron que ajustar. Todo de gasa que me encantaba. El pelo me lo peinó mi madrina que me hizobrushingy me colocó unas flores de género que me había comprado en el Once, imitando a la flor del jazmín del país. Mi tío Francisco me dio la plata para comprarme los zapatos. Me compré unos blancos con taco alto, usados pero en buen estado. La torta me la volvió a hacer mi madrina, pero esta vez no le puso flores de su jardín, sino un par de muñequitos y las típicas tiritas con el anillo de plástico dorado. Teníamos pocos invitados y la fiesta era en casa. La música era tocada por el organista de la parroquia y no salía cara. Ese día había tres casamientos, el mío era el del medio. El coro no lo pudimos pagar porque no nos alcanzaba. Pero como el primero y el tercero habían sido contratados por las otras dos bodas, se apiadaron y nos cantaron gratis. Le pedí a mi tía, que tenía un grabador portátil, que grabase la ceremonia para tenerla de recuerdo, ya que no teníamos a nadie que tuviese una filmadora para hacerlo.
Y ese día tan esperado por mí llegó. Estaba paradita en la puerta con unos nervios descomunales. Cuando empezó a sonar “Pompa y circunstancia” y se abrieron las puertas de la parroquia, vi que todos me miraban... me moría de vergüenza. Agarré la luna que colgaba de mi cadenita en el cuello y sentí que me decía:
-¡Dale, Val! ¡Hoy es tu día!
Tenía razón, era mi día y tenía que disfrutarlo. Agarré del brazo a mi padre que empezó a querer caminar… pero yo seguía dura como una estatua. Miré a mi alrededor. Mi madre desde el altar me hacía señas para que arrancara. Empecé a caminar, cual tortuga que va paseando por un jardín. A lo largo del trayecto me puse a mirar al resto. Pablo me hacía señas de que me apurara mientras miraba su reloj, mi hermano menor subía y bajaba su mano derecha en señal de que era una pesada, mi otro hermanito bostezaba a propósito y mis suegros reflejaban en sus caras el fastidio por lo que yo tardaba. Dejé de mirarlos y seguí caminando con el mismo ritmo. Alcé mis ojos hacia la parte de arriba del atrio y pensé:
-Si no les gusta que se vayan, no pienso apurarme. Es mi día, voy a hacer lo que quiera, que se la banquen. ¡Empieza mi libertad e independencia!
Durante todo el resto de la ceremonia me tuve que bancar a Pablo con cara de culo. No me importó un comino, yo estaba feliz.
Carlitos era el fotógrafo, nos iba a sacar fotos (después de la ceremonia) al Rosedal. Pero como yo había retrasado todo, Pablo me dijo que mejor fuésemos directamente a casa porque si no los invitados se iban a enojar. No me interesaban las fotos, ya me había sacado muchas en la iglesia y en casa con el vestido de novia. Por lo que acepté sin chistar, sobre todo para intentar sacarle el enojo que tenía.
En cuanto llegamos Pablo desapareció. Yo me puse a bailar en la terraza con mis parientes. En un momento dado mi madre me dijo que Pablo estaba abajo escuchando con sus amigos un partido de fútbol en la radio, que lo llamara para que subiera. Le dije que no, que lo dejara y seguí bailando. Miraba a la luna y le contaba lo feliz que era porque no iba a tener que volver a vivir con ellos. Estaba otra vez aislada en mi mundo. De repente Hugo me dijo al oído:
-Ojo con Pablo, me contaron que es medio degenerado cuando tiene sexo.
Me agarró un soberano cagazo que duró hasta llegar a la tan temida cama. A esa altura, la única vez que había visto un pene era en el libro de la clase de anatomía del colegio.
Partimos de la fiesta directamente a un pueblito de Córdoba que se llama Tanti. Íbamos solamente por cinco días. El lugar era lindísimo, lleno de cabañas. Tenía un arroyo y estaba rodeada de cerros. Había cascadas y hoyas con mucha vegetación. Nos instalamos en una cabaña preciosa, donde los mosquitos hicieron estragos en mi marido y el desvirgue en mí.
Sacamos la ropa de nuestros bolsos y nos fuimos a recorrer el lugar pese al sueño que teníamos. Al mediodía decidimos, después de almorzar, que íbamos a dormir la siesta. Me fui a bañar. Al rato entró Pablo (totalmente desnudo) agarrándose el pito erecto y usándolo como palanca de cambios mientras gritaba “brmmm brmmm”, haciéndose el gracioso. Mi cara de terror fue lo suficientemente expresiva para que la cortara y saliese del baño enseguida.
No me acuerdo lo que tardé en salir, pero se la bancó sin llamarme. Para darme ánimo pensaba que no iba a ser para tanto el tema, que según las novelas era la parte más gratificante de todos los matrimonios y que los pocos meses que estuvimos juntos me había gustado mucho chapar con él. Me tranquilicé con eso y salí desnuda envuelta en una toalla. Él ya estaba debajo de las sábanas. Me metí y una vez tapada me saqué el toallón y lo tiré al piso.
¿A ver mi Dulcineo del Toboso cómo me haces gozar? Pensé.
Una BESTIA PELUDA, que en su puta vida debe haber tenido relaciones sexuales con una mujer. No sabía ni cómo meterla el turro. Cuando lo consiguió, yo estaba a punto de dormirme por el embole y el sueño que tenía. El dolor que sentí fue descomunal, yo lo quería acogotar mientras él gemía y me susurraba:
-¿Te gustaaaaa? ¿Así te gustaaaaa?
NOOOOOO, NO ME GUSTAAAA tenía ganas de gritarle. Pero no le dije nada por mi maldita vergüenza.
El resto de la luna de miel transcurrió entre que él se iba a pescar y yo a caminar para conocer el lugar. El sexo se fue normalizando hasta llegar a mi primer orgasmo, que fue el último día.
Nuestro matrimonio transcurrió en una convivencia cordial donde, él llegaba de trabajar y yo, que había renunciado a mi trabajo porque su papi no quería, lo esperaba súper arreglada y perfumada. Luego de estar durante todo el día haciendo de ama de casa (una tarea insoportable si las hay) esperaba la tan merecida recompensa por mi ardua labor. Y aunque nuestras relaciones sexuales habían mejorado, pues ya no me dolía y él la embocaba de una, la utopía era que me recibiera entre sus brazos y aunque más no sea me llenara de besos y palabras sobre lo linda que estaba, para que la previa hiciera más amena la encamada.
Pero la realidad era otra pues, cuando llegaba, me decía:
-Hola, qué cansado que estoy.
Me daba un beso en la mejilla, se bañaba, cuando salía sacaba una cerveza de la heladera y se ponía a ver los programas de fútbol, donde una podía escuchar hasta el hartazgo cómo los periodistas se transformaban en directores técnicos y se las sabían todas. No mucho mejor eran los 90 minutos + el entre tiempo + el alargue donde se la pasaba insultando a los réferis, al DT, a los jugadores, a la tribuna, a la transmisión, al clima… o a mí si me cruzaba por delante de la tele. Él era hincha de Boca y ese año se la pasaban perdiendo partidos. Creo que me hice hincha de River solamente para sentir el placer de no pertenecer al mismo bando de ese desquiciado mental, al que ya ni reconocía como marido.
Siempre quise ser una madre joven como Susanita de Mafalda. Habíamos decidido con Pablo hacerlo al año de casados para estar mejor económicamente para recibir al primero. Pero al dejar de tomar las pastillas me quedé embarazada al toque. Como tuve una pérdida al mes de embarazo el obstetra me calculó mal la fecha posible de parto. Con lo cual me perdí de hacer el curso que daban para tal evento. Tampoco sabíamos su sexo dado que el obstetra no podía identificarlo.
Previa patada que mi bebito me dio (lo que provocó que empezara a perder líquido) me interné en la madrugada del 5 de abril de 1986 en una clínica de Olivos.
Al primer alarido que pegué, por una contracción espantosa, mi querido energúmeno (que me juró que iba a participar del parto) huyó como una RATA al café de la esquina. Se quedó ahí y se dedicó a tomar cerveza mientras esperaba ansioso la hora del partido entre Boca y River. Entré al quirófano a las tres de la tarde, sin tener idea de cómo tenía que hacer para pujar. Por suerte me pusieron una anestesia raquídea que me sacó totalmente el dolor después de tanto tiempo. A la hora, y al ver que el obstetra no llegaba, la partera me enseñó a pujar y pude después de media hora coronar a mi hijo. En ese momento llegó el obstetra. El efecto de la anestesia se me había ido, con lo cual empecé nuevamente con los dolores. Apenas entró me dijo:
-Vamos, mamita, hacé lo que te enseñaron en el curso.
Entre jadeo y jadeo le dije que no había hecho ningún curso.
-Qué mal estuviste, bueno, veremos qué podemos hacer.
Me hizo al toque la episiotomía, lo que provocó que mis alaridos se escucharan en todos los quirófanos aledaños. Al ver mi estado calamitoso, por el dolor y las pocas fuerzas que me quedaban para pujar, me durmió totalmente y alumbré a mi hijo gracias a que me lo terminó de sacar con fórceps. Cuando terminó el parto hizo que me despertaran. Y mientras me iba cosiendo el último punto me dijo:
-Evidentemente no estabas preparada para ser madre.
No lo pude putear porque me dolía tanto lo que me estaba haciendo que no me salía una palabra. Cuando terminó la carnicería, me trajeron a mi hijo. Era una bebita preciosa que en cuanto la vi hizo que me olvidara de todo lo que había pasado.
A Pablo lo tuvo que ir a buscar una enfermera para avisarle que había sido padre. Cuando apareció, mi hija no estaba pues se la habían llevado para una revisación. Estaba borracho y me contó que Boca había perdido 2 a 0 y River le había dado la vuelta olímpica en su cancha. No me preguntó nada de nuestra hija. Al ver mi cara de enojo me dijo:
-Bueno, ya terminó el partido. Ahora me quedo con vos.
Se sentó en el sillón y se quedó dormido. Decidí en ese momento que lo que había terminado no era solamente el partido sino, también, nuestro matrimonio.
Mi hijita era divina. Me enamoré apenas la vi, ojitos azules, pelo renegrido y piel muy blanca. Me sentía plena, con una alegría inconmensurable. Le hice los agujeritos en los lóbulos (para que no tuviese como yo problemas al querer elegir los aros cuando fuera grande) y pedí que la raparan. No necesitaba a nadie más en mi vida, ya estaba, listo. ¿Para qué más?
Los dos días que estuve internada me la pasé disfrutándola. Pablo venía una hora a la tarde para ver si necesitaba algo. Le decía que no y se iba. A los dos días salí de la clínica sola con mi hija porque Pablo tenía una reunión. Me tuve que ir en un bondi con ella a upa, el bolso y viajando agarrada del pasamanos del techo porque el dolor que me causaba la episiotomía no me permitía sentarme.
Cuando Pablo llegó de trabajar le dije que no lo quería más, que quería el divorcio y que se podía quedar con el departamento y todo lo que había adentro. Que yo me iba porque no quería seguir viviendo un solo segundo más de mi vida con él. Viendo el enojo que tenía, me dijo que el que se iba era él. Sacó toda su ropa, la puso en una valija y se fue.
La liberación que sentí cuando cerró la puerta fue mágica. Nuestras familias estaban indignadas conmigo. Claro, nunca se enteraron de nada pues el motivo de mi decisión jamás se los conté. Y se habrán quedado con la versión de Pablo que, vaya una a saber cuál fue, pues a la primera de cambio que quisieron abrir la boca les dije que no iba a permitir que se metieran en el asunto. Me veían desconocida y con tal firmeza que ninguno se animó a contradecirme.
Nos pusimos de acuerdo en llamarla María de la Paz a nuestra linda hijita. El nombre lo había propuesto yo y a Pablo le daba lo mismo cómo se llamara. Era mi homenaje hacia ella dada la tranquilidad que tanto me hacía sentir y lo pachorra que era. Pero le duró poco por culpa de su padrino Carlitos, hermano de su padre, que la empezó a llamar Pachi.