Venganza italiana - Michelle Reid - E-Book

Venganza italiana E-Book

Michelle Reid

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Beschreibung

Catherine sabía que Vito Giordani nunca la había perdonado por poner fin a su matrimonio y marcharse de Italia con su hijo. Cuando se enfrentó a Vito por los planes que supuestamente él tenía para volver a casarse, su todavía marido adoptó una actitud hermética. Además, aprovechándose de su ventaja, le ordenó a Catherine que volviera a Nápoles para retomar su papel de esposa y madre. Su hijo, al que ambos adoraban, volvería a tener a sus padres juntos a su lado. Y Vito llevaría a cabo la venganza que llevaba tanto tiempo esperando...

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Michelle Reid

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Venganza italiana, n.º 1195 - agosto 2019

Título original: The Italian’s Revenge

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-413-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

AL SALIR del dormitorio de su hijo, Catherine cerró la puerta tan sigilosamente como pudo. Luego, con un gesto de fatiga y resignación, se apoyó contra ella. Santo por fin se había quedado dormido. Sin embargo, todavía podía escuchar los sollozos del pequeño de cinco años, que le habían partido el corazón.

Catherine decidió que aquello no podía continuar así. Las lágrimas y las rabietas se habían ido haciendo cada vez peores. Además, el hecho de que Catherine hubiera esperado que el problema se solucionara por sí mismo, mientras ella escondía la cabeza en un agujero, no había conseguido más que agravar la situación. Iba siendo hora de que hiciera algo al respecto, aunque aquella perspectiva la llenara de un miedo indecible.

Si iba a actuar, tendría que hacerlo entonces. Luisa tenía que viajar en el vuelo que salía de Nápoles a primera hora de la mañana. Si iba a detenerla, debía hacerlo aquella noche, antes de que todo aquello le causara a su suegra demasiados inconvenientes.

–Maldita sea –susurró ella en voz baja, mientras bajaba las escaleras.

La mera perspectiva de efectuar una llamada tan delicada le creó una fuerte tensión en el cuerpo. Mientras entraba en el salón y cerraba la puerta se preguntó qué iba a decir. Ir al grano parecía ser la respuesta más lógica. Se limitaría a tomar el teléfono y a decirle a Luisa que su nieto se negaba a volver a Nápoles con ella al día siguiente y por qué. Sin embargo, si lo hacía de aquel modo no tendría en cuenta la frágil sensibilidad de la italiana ni las repercusiones negativas que aquello tendría para ella misma, ya que todos la etiquetarían como la culpable de aquella situación.

Catherine suspiró y se miró al espejo. Tenía un aspecto terrible, aunque, si era sincera, aquello no la sorprendía. Las peleas con Santo habían empeorado día a día a lo largo de toda aquella semana. Su rostro no hacía más que reflejar los resultados de demasiadas broncas y demasiadas noches sin dormir. Tenía bolsas oscuras bajos los ojos y la piel tan pálida que si no hubiera sido por los destellos rojizos de su rubio cabello hubiera parecido un pequeño fantasma con ojos hundidos.

En realidad, no era tan pequeña con su metro setenta y cuatro de estatura. Esbelta, sí, eso tenía que admitirlo. Demasiado esbelta para los gustos de algunas personas. Para los gustos de Vito.

La pincelada de humor que le había proporcionado aquel pensamiento se desvaneció. Él era la única persona capaz de transformar la risa en amargura sin siquiera tener que esforzarse.

Vittorio Adriano Lucio Giordani. Aquel era su impresionante nombre completo. Un hombre de recursos, de poder, que era la causa principal de los problemas de su hijo.

Una vez, ella lo había amado, pero el amor se había convertido en odio. Pero aquello era propio de Vito. Era un hombre de contrastes, atractivo, arrogante, muy versado en el arte de amar. Y mortal si alguien se enamoraba de él.

Catherine se echó a temblar. Se dio la vuelta para no tener que contemplar en el espejo cómo su rostro empezaba a reflejar la amargura que habitualmente mostraba cuando pensaba en Vito.

No solo lo odiaba, sino que también odiaba pensar en él. Vito era el secreto inconfesable que había en su pasado.

De hecho, lo único que merecía la pena de él, desde el punto de vista de Catherine, era la evidente adoración que sentía por su hijo. Y, en aquellos momentos, parecía que aquella frágil conexión estaba también amenazada, aunque Vito no lo sabía aún.

–¡Te odio! ¡Y odio a papá! ¡Ya no quiero quereros más!

Catherine recordó, muy afectada, las palabras de su hijo, que le habían atravesado el corazón como una puñalada. Santo había dicho aquellas palabras muy en serio, demasiado para lo que un niño, confundido y vulnerable, podía soportar.

Aquellos pensamientos le hicieron recordar lo que la había llevado a aquella habitación, es decir, para hacer algo sobre la furia y la angustia del pequeño Santo.

El teléfono estaba en una pequeña mesita, al lado del sofá. Aquella llamada podía tener consecuencias imprevisibles.

Catherine no había vuelto a llamar a Nápoles desde el momento en el que se había marchado, hacía tres años. Cualquier comunicación entre ellos había sido por medio de abogados y por carta entre la abuela Luisa y ella. Aquella llamada iba a causar muchas heridas en el hogar de los Giordani. ¡Y eso sin que ella dijera la razón que la había llevado a llamar!

Por ello, de muy mala gana, se sentó en el sofá, al lado de la mesita del teléfono. Tras respirar profundamente, tomó el auricular. Después de marcar el número, se descubrió rezando para que no hubiera nadie en casa. «Eres una cobarde», pensó.

¿Por qué no? Con su experiencia, era normal sentirse cobarde con respecto a Vito. Catherine solo esperaba que fuera Luisa la que contestara. Al menos con ella se podría relajar un poco e intentar sonar normal antes de contarle las noticias. Pero no tuvo aquella oportunidad.

–¿Sí? –preguntó una voz suave y de seductor acento.

Catherine se sobresaltó. Era Vito. Un nudo le bloqueó la garganta. Intentó hablar, pero no pudo hacerlo. De repente, le pareció que lo veía tan claramente como si lo tuviera delante. La negrura de su cabello, su piel morena y la postura arrogante de aquel cuerpo fuerte y esbelto.

Sin verlo, Catherine se pudo imaginar que él llevaba un esmoquin porque era domingo y la familia Giordani siempre se vestía muy formalmente para la cena de los domingos. También recordó el color miel de sus ojos, las largas y espesas pestañas, que eran capaces de atraer tanto la atención hasta el punto de impedir que se pudiera pensar en otra cosa, y la boca, con sus sensuales contornos… Era la boca de un seductor nato. Hermosa, seductora, una boca que sabía sonreír, burlarse, besar y mentir como ninguna otra boca que ella hubiera conocido.

–¿Quién es, por favor? –insistió él, en un seco italiano.

–Hola, Vito –murmuró ella–. Soy yo, Catherine…

La reacción esperada se produjo por medio de un cortante silencio. Catherine sintió que la boca se le quedaba seca. Se sentía algo mareada, con los miembros pesados, como si estuviera a punto de llorar. Era tan patético que, de algún modo, aquel sentimiento sirvió para darle fuerzas. Pero Vito se le adelantó.

–¿Qué le pasa a mi hijo? –preguntó, ya en inglés, pero en un tono igual de seco.

–Está bien. Santo no está enfermo –se apresuró ella a responder.

–Entonces, ¿por qué quebrantas tu orden judicial y me llamas aquí? –le espetó él, con frialdad.

A pesar de que Catherine sabía que él tenía el derecho de hacerle aquella pregunta, tuvo que morderse los labios para no replicarle de un modo desagradable. La ruptura de su matrimonio no se había realizado en buenos términos y la hostilidad reinaba todavía entre ellos, a pesar de que habían pasado ya tres años. Vito se enfureció tanto cuando Catherine lo abandonó llevándose a su hijo que ella no pudo evitar que el miedo le helara la sangre. Respondió haciendo que un juez declarara a su hijo persona protegida por el tribunal y que prohibiera a su marido establecer contacto con ella a no ser que fuera por medio de terceras personas. Catherine estaba segura de que Vito jamás le perdonaría haberle hecho pasar por la indignidad de tener que jurar delante de un juez que ni se pondría en contacto personalmente con Catherine ni intentaría sacar a Santo del país antes de poder tener acceso a su propio hijo. Desde entonces, no habían intercambiado una palabra.

Vito había tardado un año en ganar el derecho legal para hacer que Santo fuera a visitarlo a Italia. Antes de eso, había tenido que ir a Londres si quería estar algún tiempo con su hijo. Desde entonces, la abuela del niño se encargaba de llevárselo y de devolvérselo a su madre para evitar que los padres mantuvieran contacto alguno.

De hecho, la única zona en la que seguían estando de acuerdo era respecto a la opinión que el niño debía tener de ambos. Santo tenía el derecho de amarlos a los dos de igual manera, sin que la aversión que sus padres sentían mutuamente lo afectara en absoluto, algo que se había encargado de inculcarles a ambos la abuela del pequeño. La mujer había actuado como árbitro cuando la beligerancia entre ambos había alcanzado su punto más alto.

Por ello, Catherine había aprendido a sonreír durante horas mientras Santo ensalzaba las muchas virtudes de su adorado papá y suponía que a Vito le pasaba lo mismo.

Sin embargo, aquello no significaba que la animosidad que había entre ellos se hubiera suavizado a lo largo de los años, sino que la ocultaban en beneficio del niño.

–En realidad, esperaba poder hablar con Luisa –replicó ella, tan fríamente como pudo–. Te agradecería mucho si la llamaras para que se pusiera al teléfono, Vito.

–Y yo te repito que me digas qué es lo que pasa para que te atrevas a llamar aquí.

–Preferiría explicárselo a Luisa –insistió ella.

–En ese caso, podrás hacerlo cuando vaya a recoger a mi hijo mañana por la mañana.

–¡No! ¡Espera! –exclamó ella, sintiendo que él iba a colgar el teléfono. Afortunadamente, él no cortó la línea pero Catherine sintió que no iba a volver a hablar hasta que ella no le confesara algo de lo que estaba pasando–. Estoy teniendo problemas con Santo –añadió, muy a su pesar.

–¿Qué clase de problemas?

–Eso preferiría hablarlo con Luisa –le espetó ella–. Me gustaría que me diera consejo sobre lo que hacer antes de que llegue aquí mañana…

Aquellas últimas palabras no eran más que una mentira. Con aquella llamada, esperaba evitar que Luisa tomara el avión, pero no se atrevió a decírselo a Vito. Por su experiencia en el pasado sabía que se enfadaría mucho.

–Si haces el favor de esperar un momento –respondió él, con voz cortante–, pasaré esta llamada a otro teléfono.

–Gracias –respondió ella, sin poderse creer que Vito fuera a acceder a pasar la llamada sin presentar más oposición.

La línea se quedó en suspenso. Catherine empezó a relajarse poco a poco, a pesar de que tenía todavía los nervios a flor de piel por haber contactado con su peor enemigo. Sin embargo, no podía dejar de congratularse de que las primeras palabras que había intercambiado con él en años no hubieran sido tan terribles como había esperado.

Por ello, intentó ponerse de nuevo a pensar lo que le iba a decir a Luisa. Le parecía que lo mejor era decirle la verdad, pero no estaba segura de las consecuencias que podría tener. Pero, si no decía lo que realmente estaba ocurriendo, ¿qué podría decir? ¿Culpar al colegio de la angustia que Santo sentía en aquellos momentos o a la vida que llevaba con un progenitor en Londres y otro en Nápoles?

Además de eso, eran dos estilos de vida diferentes. En Londres, residía en una calle normal, de un barrio de clase media; mientras que en Nápoles lo hacía en un país y en un mundo completamente diferentes. Vito vivía a las afueras de Nápoles y su casa era una mansión comparada con la de Catherine. Su nivel de vida alcanzaba un lujo que dejaba a la mayoría de los mortales completamente asombrados.

Cuando Santo visitaba Nápoles, su padre se tomaba tiempo libre de su trabajo como presidente de Giordani Investments, una empresa de renombre internacional, para dedicarle toda la atención a su hijo. Y, además de su padre, estaba la adorada abuela.

Catherine no tenía familia y trabajaba su jornada completa, tanto si Santo estaba con ella como si no. El niño tenía que aceptar el hecho de que una niñera lo recogiera del colegio y lo llevara a su casa hasta que Catherine pudiera recogerlo.

Aquella noche, la verdad había emergido en forma de un nombre, un nombre que hacía que a ella se le helara la sangre. Sin embargo, más que el nombre había sido el modo en que su hijo lo había pronunciado, lleno de dolor y angustia.

Ella conocía bien aquellas emociones, tenía una experiencia de primera mano en lo que podían hacer con el respeto por sí mismo de las personas. Y, si lo que el niño le había dicho era cierto, entonces no le extrañaba que Santo no quisiera tener nada que ver con su familia italiana.

–De acuerdo. Habla –le ordenó una voz, muy seca.

–¿Dónde está Luisa? –preguntó Catherine, al volver a oír de nuevo la voz de Vito.

–No recuerdo haberte dicho que iba a poner a mi madre al teléfono. Santo es mi hijo, si me permites que te lo recuerde. Si tienes problemas con mi hijo, entonces tendrás que hablar de esos problemas conmigo.

–Es nuestro hijo –lo corrigió Catherine.

–¡Ah! Me alegro de que por fin lo reconozcas.

–Sigue siendo sarcástico, Vito –se mofó ella en tono despectivo–. Así sí que vamos a adelantar mucho.

De repente, un crujido al otro lado de la línea telefónica hizo que ella se abstrajera un momento de la conversación. Aquel ruido le hizo saber que Vito estaba en el viejo despacho de su padre, que le pertenecía a él desde que Lucio Giordani falleciera, dieciocho meses antes de que naciera Santo.

–¿Sigues ahí?

–Sí –respondió ella, intentando centrarse de nuevo en la conversación.

–Entonces, ¿quieres hacer el favor de decirme qué problemas tiene Santino antes de que pierda la paciencia?

–Lleva un tiempo teniendo problemas en el colegio –empezó ella–. Empezaron hace algunas semanas, justo después de la última vez que te visitó.

–Lo que, a tus ojos, hace que todo esto sea culpa mía, ¿verdad?

–Yo no he dicho eso –replicó ella, a pesar de que era lo que estaba pensando–. Solo estaba intentando hacerte saber lo que ha estado pasando.

–En ese caso, me disculpo.

–Ha estado comportándose mal en clase – continuó ella–. Se enfada constantemente y es insolente. Después de una de las rabietas, su profesora lo amenazó con llamar a sus padres para ponerlos al corriente de su comportamiento y él respondió que su padre vivía en Italia y que no iba a venir porque era rico y demasiado importante para perder el tiempo con algo tan insignificante como él. ¿Por qué iba él a decir algo como eso, Vito? –añadió, tras sentir el grito sofocado de su marido–. A menos que alguien le haya hecho creer que es verdad. Me parece que es demasiado joven para decir algo como eso, así que alguien tiene que haberlo dicho primero para que él lo repita.

–¿Y crees que he sido yo? –preguntó él.

–¡No sé quién ha sido! –le espetó ella–. ¡Él no me lo quiere decir! Para resumir una historia muy larga, solo queda decir que se niega a ir a Nápoles mañana. Me ha dicho que tú no quieres que esté allí, así que, ¿por qué iba él a molestarse por ti?

–Es decir, que esta noche has llamado para decirle a mi madre que no vaya a recogerlo –concluyó él–. Me parece que es una manera estupenda de tratar el problema, Catherine. Después de todo, Santo solo está diciendo lo que tú llevas años deseando que diga, para poder sacarme completamente de tu vida.

–Ya hace tiempo que no formas parte de mi vida –replicó ella–. Nuestro divorcio será efectivo a finales de mes.

–Un divorcio que tú instigaste. ¿Te has parado a pensar si es eso lo que está provocando los problemas de Santo? O, tal vez sea mucho más que eso. Tal vez solo tenga que mirar al otro lado de esta línea telefónica para saber quién le ha estado contando mentiras a mi hijo sobre mí.

–¿Estás sugiriendo que yo le he estado contando que no es más que una molestia para ti? Si es así, piénsatelo bien, Vito, porque no soy yo la que está planeando volver a casarse tan pronto como me divorcie de ti –le espetó Catherine–. Y tampoco soy yo la que está a punto de socavar la posición de nuestro hijo en mi vida colocándole una madrastra salida del infierno.

–¿Quién te ha dicho eso? –replicó él.

–¿Es cierto? –insistió ella.

–No creo que eso sea asunto tuyo.

–Ya verás si es asunto mío, Vito –lo amenazó ella, muy en serio–. Si descubro que es cierto que estás pensando en darle a Marietta algo de poder sobre Vito, empezaré a ponerle trabas a nuestro divorcio.

–Ya no tienes tanta autoridad sobre mí.

–¿No? –lo desafió ella–. Eso ya lo veremos –añadió ella. Entonces, colgó el teléfono.

 

 

Pasaron diez minutos antes de que el teléfono volviera a sonar, diez largos minutos durante los cuales Catherine paseó de arriba abajo de la habitación, preguntándose cómo había sido posible que la situación se descontrolara tanto. No había tenido intención de decir la mitad de las cosas que había dicho.

Con un suspiro, intentó calmarse antes de decidir lo que haría a continuación. ¿Volver a llamar y disculparse? ¿Volver a empezar la conversación esperando que Dios le diera paciencia para controlarse? La posibilidad de que aquello sucediera era de lo más remota. Desde siempre, su matrimonio con Vito había sido de lo más volátil. Los dos tenían un genio muy vivo, eran testarudos y estaban muy a la defensiva de sus egos.

La primera vez que se vieron fue en una fiesta. Habían asistido cada uno con sus respectivas parejas y acabaron marchándose juntos. Había sido un caso de pura necesidad. Solo habían necesitado una mirada para abrasarse mutuamente.

Se habían hecho amantes aquella misma noche. Al cabo de un mes, ella se había quedado embarazada. Se casaron al mes siguiente y a los tres años eran enemigos acérrimos. Su relación había sido demasiado salvaje, demasiado apasionada. Incluso el final había acaecido a los pocos días de caer uno encima del otro en un febril intento de recuperar lo que sabían que estaban perdiendo.

El sexo había sido maravilloso, el resto un desastre. Habían empezado a pelearse segundos después de haberse acostado juntos. Él se marchó, como acostumbraba a hacerlo, y al día siguiente ella había tenido un parto prematuro de su segundo hijo y lo había perdido mientras Vito se solazaba con su amante.

Catherine nunca lo perdonaría por eso. Nunca olvidaría la humillación de haberle tenido que suplicar a su amante que lo dejara volver a casa porque ella lo necesitaba. Sin embargo, él había llegado demasiado tarde para poder ayudarla. Para entonces, habían tenido que trasladarla precipitadamente al hospital y el bebé había muerto. La degradación mayor le había llegado al ver que Vito se inclinaba sobre ella y le susurraba las frases de consuelo que se esperaba que dijera dadas las circunstancias mientras olía al perfume de otra mujer.

En cuanto tuvo las fuerzas suficientes, se había marchado de Italia con Santo. Vito jamás la perdonó por haberse llevado a su hijo. Los dos tenían argumentos en contra del otro y se sentían traicionados y abandonados. Si no hubiera sido por la madre de Vito, Luisa, solo Dios sabía a lo que la amargura podría haberlos conducido. Gracias a ella, se las habían arreglado para vivir tres años de relativa tranquilidad, eso sí, sin contacto personal entre ellos. Pero aquella tranquilidad acababa de hacerse pedazos.

Cuando el teléfono empezó a sonar, se quedó completamente quieta. Hasta el corazón pareció dejarle de latir. Su primer instinto fue no contestar, porque no se sentía dispuesta para tener otro encontronazo con Vito. Sin embargo, por fin se decidió a contestar, temerosa de que el persistente sonido despertara a su hijo.

–¿Catherine? –preguntó una voz femenina–. Mi hijo me ha insistido para que te llame. En nombre del cielo, ¿quieres decirme lo que está pasando?

–Luisa –dijo Catherine, sentándose en el sofá, completamente aliviada–. Creía que era Vito.

–Vito acaba de marcharse, hecho una furia –la informó la mujer–. Eso después de maldecir y gritar y decirme que tenía que llamarte enseguida. ¿Le pasa algo a Santo, Catherine?

–Sí y no –replicó Catherine. Entonces, sin implicar la vida sentimental de Vito, explicó lo que le pasaba a Santo.

–No me extraña que mi hijo estuviera tan preocupado –murmuró Luisa, cuando Catherine terminó la explicación–. No lo había visto tan asustado desde hacía mucho tiempo. Y había esperado no volver a verlo así.

–¿Asustado? –preguntó Catherine, sin poderse imaginar que el arrogante Vito tuviera miedo de nada.

–De volver a perder a su hijo –le aclaró la mujer–. ¿Qué es lo que pasa, Catherine? ¿Acaso habías creído que Vito no prestaría atención alguna a los problemas de Santo? ¿Que no lo preocuparían?

–Yo… no –respondió Catherine, sorprendida por la repentina amargura que la madre de Vito le estaba demostrando.

–Mi hijo se esfuerza mucho en tener una buena relación con Santo en el corto espacio de tiempo que se le concede. Y oír que con esto puede correr algún peligro debe de darle mucho miedo.

En los tres años que llevaban separados, Luisa siempre había sido neutral, por eso, aquella actitud desconcertó completamente a Catherine.

–Luisa, ¿me estás sugiriendo, igual que Vito, que soy yo la culpable de dicha situación?

–No –dijo la mujer, inmediatamente–. Claro que no. Yo me preocupo por mi hijo pero eso no significa que esté ciega para ver que los dos queréis tanto a Santo que preferiríais cortaros la lengua antes que hacerle daño a través del otro.

–Bueno, me alegra ver que piensas así –respondió Catherine, en tono muy seco.

–Yo no soy tu enemiga, Catherine.

–Pero si tuvieras que elegir, sabrías muy bien en que campo quedarte.

–Bien –comentó Luisa, sin responder–. ¿Qué quieres hacer sobre Santo? ¿Quieres que retrase mi viaje a Londres hasta que hayas conseguido convencerlo un poco?

–¡Oh, no! –exclamó Catherine, descubriendo que, de algún modo, había cambiado de opinión entre las dos conversaciones–. ¡Tienes que venir, Luisa! Se sentirá muy desilusionado si no vienes por él. Solo quería evitar que te encontraras de sopetón con esta actitud rebelde. Y… hay muchas posibilidades de que se niegue a marcharse contigo –añadió, en tono de advertencia–. Y supongo que entenderás que yo no lo obligaré a marcharse contigo si él no quiere.

–Soy madre –dijo Luisa–. Claro que lo entiendo. Entonces iré, tal y como habíamos convenido, y esperemos que Santo lo haya consultado con la almohada y haya cambiado de opinión.

Mientras colgaba el teléfono, Catherine dudó que aquello fuera posible. Para Luisa, los problemas de Santo se debían a una inexplicable y repentina pérdida de confianza en su padre, pero, de hecho, el razonamiento del pequeño era más que fácil de explicar.

Marietta, la amiga de toda la vida de la familia, el miembro de confianza en el Consejo de directores de Giordani Investments, la amante de toda la vida… Una ramera.

Era alta, morena, italiana en toda su esencia. Tenía gracia, estilo, un encanto inquebrantable. Además, tenía belleza e inteligencia y sabía cómo usarlos para sacar provecho. Y, encima de todo aquello, era astuta y sabía muy bien a quién tenía que mostrarse como realmente era.

Que se hubiera atrevido a revelarse a Santo tal y como era había sido, en opinión de Catherine, la primera equivocación que Marietta había cometido en su larga campaña para conseguir a Vito. Tal vez había conseguido que ella huyera como una cobarde, pero no iba a salirse con la suya con respecto a Santo.

«Ni siquiera por encima de mi cadáver», se juró Catherine mientras se preparaba para meterse en la cama.