Venganza por error - Sandra Marton - E-Book

Venganza por error E-Book

SANDRA MARTON

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Beschreibung

Faith sabía que el apoyo que Cole Cameron le estaba prestando a su hijo acabaría teniendo un precio. El tipo duro convertido en millonario, al que Faith no había visto desde hacía más de nueve años, quería compartir cama con ella y además hacerla su esposa. Cole nunca la había perdonado por casarse con su hermano... pero ahora por fin podría conseguir que fuera suya. ¿Durante cuánto tiempo podría la futura esposa esconder su pasado? ¿Durante cuánto tiempo podría ocultarle a Cole que el hijo que él pensaba que era su sobrino realmente era su hijo?

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Seitenzahl: 212

Veröffentlichungsjahr: 2016

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Sandra Marton

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Venganza por error, n.º 1311 - octubre 2016

Título original: Cole Cameron’s Revenge

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2002

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9044-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

La familia Cameron vivía en Liberty desde siempre. Al principio cultivaron la tierra. Después montaron un rancho, y luego subdividieron el terreno y construyeron casas. También eran propietarios del mayor banco de Liberty y de la empresa inmobiliaria más próspera.

La gente hablaba con respeto de Isaiah Cameron y de su hijo mayor, Ted, pero no de Cole, el pequeño.

Ted hablaba de su hermano con cariño y el sheriff Steele con consternación.

Isaiah, con total indignación.

A Cole no le importaba. En el verano de sus dieciocho años, ya había perdido toda esperanza de que su padre lo mirara con cariño, como miraba a Ted.

Cole medía algo más de un metro ochenta y cinco. Tenía el pelo castaño, los ojos verdes y una figura delgada y musculosa, formada a base de trabajar de peón en las construcciones de su padre. Isaiah nunca le dio un centavo a menos que trabajara para ganarlo.

Desde el día en que nació, el chico solo había dado problemas.

La población femenina de Liberty también hablaba de Cole, pero en voz baja. Soñaban, fantaseaban y suspiraban por él. Podía escoger las chicas que quería, de todas las edades y tallas, coqueteaba con todas y se acostaba con las más bonitas. Nunca pretendió herir los sentimientos de ninguna, pero era tan inconstante, que rompió muchos corazones.

Ted era tan distinto de Cole como la noche del día. Lo preocupaba mucho que Cole algún día se metiera en un lío de verdad. Isaiah creía que era algo inevitable.

–El día que naciste me arruinaste la vida –le había dicho Isaiah más de una vez.

Cole no lo dudaba. Su madre había muerto al traerlo al mundo y nada podría reparar esa pérdida.

El momento que todos temían llegó antes de lo esperado por una serie de acontecimientos sin conexión aparente entre sí.

Se llamaba Faith. Su padre era un hombre que iba de ciudad en ciudad por todo el sur, trabajando en lo que encontraba y arrastrando a Faith y a su mujer. Ese verano se instalaron en una roulotte en las afueras de Liberty.

Un día Cole entró en la cafetería de la escuela secundaria. Su mirada se clavó en un ángel con el cabello largo, muy rubio y unos ojos azules como la flor de la lavanda.

Cole le lanzó una sonrisa devastadora, y puso en juego todo su encanto. No pasó nada. Tardó al menos una semana en conseguir que Faith le devolviera una sonrisa, otra en que aceptara comer con él, y cuando por fin logró que aceptara salir con él, ya estaba loco por ella.

Sus amigos pensaban que estaba trastornado. Faith era bonita, pero no tenía la chispa de otras chicas y no trataba a Cole como si fuera un gran premio. Eso a Cole no le importaba. Ella tenía una frescura y una dulzura que él nunca había conocido, y se le metió en el corazón.

Después de la segunda cita, Cole quería más. Pero no sexo. Estaba seguro de que Faith aún era inocente. Por primera vez en su vida, Cole no quería seducir a una chica, sino hablar y estar junto a ella. Faith era buena y dulce y le veía a él algunas buenas cualidades. Eso era una experiencia nueva para él, y cuando Faith le dijo que era inteligente, empezó a estudiar y sin darse cuenta aprobó todos sus exámenes. De pronto, los estudios le parecieron interesantes. Empezó a ir a clase todos los días.

Faith le estaba cambiando la vida y eso a Cole le encantaba. Lo cierto era que la amaba. Quería decírselo y pedirle que fueran novios, pero antes tenía algo desagradable que hacer. Algo que solucionar.

Había estado viendo a una mujer. No era la primera casada de Liberty que había intentado seducirlo, pero sí la primera en conseguirlo. Se llamaba Jeanine, y era joven y sexy, y estaba aburrida de ser la esposa de Edward Francke, un hombre gordo, mucho mayor que ella, que era dueño de gran parte de los negocios y de los políticos de la ciudad.

Cole se había fijado en ella, como todos los hombres de la ciudad.

Un día, cuando su antigua moto Harley lo había dejado tirado camino de Windham Lake y él intentaba arreglarla, Jeanine detuvo su Cadillac en el arcén. Hacía un calor húmedo y él se había quitado la camisa.

Jeanine lo saludó. Tras unos minutos, salió del coche.

–¿Sabes mucho de motores? –le preguntó con voz melosa.

Sin prestarle mucha atención, Cole le contestó:

–Lo suficiente como para intentar arreglar mi motor.

–¿Entonces, querrías intentarlo con el mío? –le dijo ella, riendo.

Entonces Cole la miró de los pies a la cabeza, paseando la mirada por sus largas piernas y el generoso busto. Había visto cómo pasaba la lengua por los labios y supo enseguida a qué motor se refería.

Cuando conoció a Faith, llevaba un par de meses acostándose con Jeanine. Los viernes por la tarde, cuando el marido iba al condado vecino a jugar al golf, Cole montaba en su moto hasta la casa del lago y luego la montaba a ella hasta que los dos quedaban exhaustos. Nunca había sido tan divertido como él esperaba y, cuando conoció a Faith, dejó de ir. Pensó que Jeanine deduciría que todo había terminado.

No tenía deseos de ver a ninguna mujer aparte de Faith, aunque eso significara no acostarse con nadie. Ya lo tenía decidido, puesto que Faith era inocente. Pero en las dos últimas citas la temperatura había subido. Faith había gimoteado en sus brazos. Él le había acariciado los senos y ella, agarrando su mano, la había llevado hasta su vientre. Era una invitación tentadora, pero él no la había aprovechado.

Faith era una flor fresca y no se debía cortar así como así. Esperaría hasta terminar la secundaria y tener un trabajo para comprarle una alianza, ponerse de rodillas y pedirle que fuera su esposa.

Pero entonces, todo se fue a pique.

Jeanine lo telefoneó la tarde del baile de fin de curso del instituto. Tenía que verlo, le dijo. Era urgente. Parecía presa del pánico y Cole montó en la Harley y fue a su casa. La urgencia no era otra que saber dónde se había metido porque no lo había visto en muchas semanas. Cole le dijo con tanta suavidad como pudo que todo había terminado entre ellos.

Ella no aceptó bien la noticia. Lloriqueó, se puso furiosa, y luego lo amenazó.

–A mí nadie me deja plantada, Cole Cameron –le gritó mientras él se marchaba–. Nada termina hasta que yo lo diga. ¡No puedes hacer lo que te dé la gana y luego irte como si tal cosa!

Esa noche, Cole se puso el esmoquin de alquiler, le pidió prestado el coche a Ted y fue a buscar a Faith.

Cuando Isaiah se enteró de que su hijo menor iba a salir con una chica que vivía en el camping, le advirtió que tuviera cuidado con las mujeres que solo iban detrás del nombre y el dinero de los Cameron.

A Cole, el discurso le resultó gracioso puesto que todo el mundo sabía que él tenía el nombre, pero no el dinero. Isaiah siempre dejaba bien claro que tenía un hijo bueno y uno malo, y que Cole nunca vería ni un centavo.

Esa noche, condujo hasta el remolque y recogió a Faith. Ella estaba preciosa, casi etérea, con el vestido de encaje blanco y seda rosa que ella misma se había hecho. La ayudó a entrar en el coche de Ted y partieron hacia el gimnasio del instituto. A mitad de camino, Faith le puso la mano sobre el muslo. Cole sintió como si la piel le quemara y la garganta se le quedara seca.

–No quiero ir al baile –le susurró ella–. Por favor llévame al lago, Cole, a nuestro lugar.

Cole dudó aunque ya sentía que la sangre se le agolpaba en la entrepierna.

Su lugar era un rincón con césped, escondido entre los árboles, donde le había acariciado los pechos y casi, casi había perdido el control.

–¿Estás segura? –le preguntó en un tono de voz espeso y ardiente.

Faith le contestó con un beso.

Cole condujo hasta el lago, sacó una manta del maletero y la tendió sobre la hierba. Desnudó a Faith y se desnudó también. Y al recibir el dulce regalo de la virginidad de Faith, encontró por fin todo lo que siempre había soñado.

–Voy a casarme contigo –le susurró mientras ella yacía en sus brazos y sonreía, lo besaba en la boca y lo incitaba a entrar en ella una y otra vez.

A medianoche, la acompañó hasta el remolque. Era la hora límite que ella tenía para volver a casa. Incluso en esa noche especial en que él le había declarado su amor y la había hecho suya para siempre. Demasiado feliz para dormir, condujo hasta las colinas desde donde se veía toda la ciudad y se quedó pensando en lo mucho que quería a Faith y en la vida que iban a compartir.

Ya amanecía cuando regresó a la gran casa que nunca le había parecido un hogar. Metió el coche en el garaje y se coló en su cuarto sin que nadie lo oyera. Estaba profundamente dormido cuando Isaiah abrió de golpe la puerta.

–¡Imbécil! –le gritó, agarrando a Cole de un brazo y sacándolo de la cama–. ¿Estabas borracho, o simplemente eres estúpido?

Anonadado, medio dormido, Cole parpadeó y miró a su padre.

–¿Qué pasa?

El padre le dio una bofetada.

–No me vengas con cuentos… Anoche asaltaste la casa de los Francke.

–¿Qué?

–Ya me has oído. Forzaste la puerta y destrozaste el salón.

–No sé de qué me estás hablando. Ni siquiera estuve cerca de esa zona.

–La mujer de Francke te vio. Estaba en el comité organizador del baile y, cuando regresaba a su casa, te vio saltar por la ventana.

–No me importa lo que diga. No pudo verme porque yo no estaba allí.

–Dice que está segura de que eras tú, y que lo hiciste porque no te dio lo que tú querías.

–La señora dice que has estado husmeando alrededor de ella como un perro alrededor de un hueso –dijo otra voz.

Era el sheriff Steele, que estaba de pie junto a la puerta.

–Eso tampoco es verdad –replicó Cole.

–¿No?

–No –contestó Cole con frialdad–. En todo caso sería al revés, sheriff. Está enojada porque no hago lo que ella quiere.

Isaiah alzó la mano para pegarle, pero la dura mirada de Cole lo hizo detenerse.

–Esa mujer dice que te vio.

–Está mintiendo. Anoche no estuve ni siquiera cerca de casa de los Francke.

–¿Entonces, dónde estuviste? Ya hice averiguaciones –dijo Steele– y sé que no fuiste al baile. Tampoco estabas en el instituto. La señora Francke te habría visto. Entonces, si no fuiste a su casa y la destrozaste, ¿dónde estuviste? –abrió la boca para decir que junto al lago con Faith, pero la cerró de golpe. El sheriff sonrió–. ¿Se te ha comido la lengua el gato?

Cole se quedó mirando a los dos hombres. ¿Cómo podía decirles la verdad sin implicar a Faith? Toda la ciudad empezaría a chismorrear, inventándose historias que circularían cada vez más exageradas. Y la idea de que el sheriff fuera a casa de Faith para confirmar su versión le revolvía el estómago. El padre de Faith era un alcohólico y era malo. Quién sabe lo qué haría si aparecía la policía a interrogar a su hija.

–Contéstale –resopló Isaiah.

–Ya he dicho todo lo que tengo que decir. Yo no he hecho lo que la señora Francke dice.

–¿Tienes forma de demostrarlo? –preguntó el sheriff.

–La única prueba que tengo es mi palabra.

–Tu palabra… –exclamó el padre riéndose–. Tu palabra no vale para nada, como tú. No sé cómo he podido tener dos hijos y que uno no valga nada.

Cole vio la cara agobiada de su hermano, que entraba en esos momentos en la habitación.

–Yo no lo hice –dijo tanto para Ted como para los demás.

–Yo sé que no lo hiciste –dijo Ted, pero no sirvió de nada.

A partir de ese momento todo fue muy deprisa. Francke le había dicho al sheriff que no presentaría la denuncia si le pagaban por los destrozos y el sheriff dijo que no serviría de nada encerrar a Cole.

–Ya no eres mi hijo –dijo Isaiah con frialdad–. Quiero que te marches de mi casa esta noche.

–Yo no fui… –Cole quiso defenderse, pero era inútil. A la mañana siguiente, toda la ciudad lo sabría y él sería un paria. Solo había una salida de ese lío. Tenía que irse de Liberty y no volver hasta ser más importante que las mentiras que Jeanine Francke había inventado. Entonces, podría hacerles tragar sus acusaciones e ir en busca de Faith y reclamarla como propia.

Antes de irse, tenía que ver a Faith y contarle lo ocurrido. Le prometería que algún día volvería por ella. ¿Pero cómo podía hacerlo? Solo con acercarse al camping, la comprometería. Faith, su dulce e inocente Faith, escucharía su historia e insistiría en hablar con el sheriff y con Isaiah para defenderlo. Y eso sería su ruina. ¿No era precisamente eso lo que él intentaba evitar? Solo tenía una manera de demostrar su amor por esa chica. Tenía que dejarla sin mirar atrás. La verdad era que se merecía a alguien mejor que él. Sus sueños no solo se habían desvanecido, sino que habían muerto.

–¡Quiero que te vayas de aquí! –le dijo Isaiah–. Tienes diez minutos para hacer las maletas.

Cole echó vaqueros y camisetas en un macuto. Cuando terminó, Isaiah le dio un billete de cien dólares. Él lo agarró, lo rompió en mil pedazos y se lo tiró a los pies. Salió de la casa que nunca había sido su hogar y montó en su Harley. Ya se oía rugir el motor cuando vio a Ted bajando por las escaleras.

–Cole –le gritó Ted–. Espera.

La moto ya había comenzado a rodar.

–Cuida de Faith.

–¿Qué tengo que decirle?

«Que la amo», pensó Cole, «que siempre la amaré…».

–Nada. ¿Me oyes, Teddy? Cuídala. Asegúrate de que esté bien, y no le digas lo que ha pasado.

–Sí, pero preguntará…

–Deja que piense que me cansé y que me marché. Será mejor para ella que salga de su vida.

–No, Cole, por favor…

–¡Júralo!

Ted suspiró.

–Sí –dijo–. De acuerdo. ¿Pero a dónde vas a ir? ¿De qué vas a vivir? Cole…

Cole apretó el acelerador y salió zumbando por la carretera.

Dos años más tarde, había trabajado por todo el estado de Georgia, y había atravesado todos los mares del mundo en un buque petrolero hasta llegar a Kuwait. Había madurado. Había dejado de ser insolente. Su suerte había cambiado y ya no estaba tan amargado como antes.

Pensaba en volver a casa a ver a Ted, e incluso, en reconciliarse con su padre. Pero sobre todo, pensaba en Faith, en regresar a buscarla y en la vida que podrían tener juntos. Ya estaba haciendo planes para regresar cuando recibió una carta de Ted. El sobre estaba sucio y deteriorado, como si hubiera estado siguiéndolo por todo el mundo.

Cole abrió el sobre y leyó la carta. Decía que su padre había muerto de un ataque al corazón hacía más de un año.

Esperaba sentir algún dolor por la muerte del hombre que lo había engendrado, pero lo único que sintió fue decepción por no haber podido demostrarle lo equivocado que estaba sobre su hijo menor.

 

Papá me lo dejó todo a mí, escribía Ted. Por supuesto que no debería haber sido así y cuando regreses, lo arreglaremos.

 

Cole sonrió. Eso era lo que Ted pensaba, pero él no quería ni un centavo del dinero de los Cameron. Dio la vuelta al papel y se quedó de piedra al leer:

 

No sé muy bien cómo decirte esto. Entiéndelo. Lo hice porque tú me dijiste que cuidara de Faith. Estaba tan sola cuando te fuiste… tan desesperada…

 

–No –balbuceó Cole–. No…

Su hermano se había casado. Se había casado con Faith, con la chica que él amaba, la chica que adoraba y cuyo recuerdo lo había mantenido con vida mientras luchaba por encontrar un lugar en el mundo. Isaiah tenía razón.

–Te quiero –ella le había dicho–. Nunca querré a nadie más que a ti.

Pero lo único que quería era el nombre y el dinero de los Cameron.

El resto de la carta estaba emborronado. Cole arrugó el papel mientras lanzaba un gemido de rabia y angustia. Rasgó la carta en mil pedazos y la echó al viento que no dejaba de soplar en el desierto. Luego, le volvió la espalda a su hogar, a Ted, a Faith, y a todo en lo que había creído.

Desde ese momento, su único objetivo era volverse rico, y lo único que deseaba era vengarse.

Capítulo 1

 

Liberty, Georgia

 

Junio había llegado, acompañado de un calor tan fuerte como si ya fuera verano. El aire era espeso y húmedo. Faith estaba sentada delante del espejo de su tocador y se sentía agobiada. Cualquier otro día el calor no la habría molestado. Había crecido en el sur y sabía que con una cola de caballo, pantalones cortos, camiseta, sandalias y la cara sin maquillaje se le podía hacer frente.

Pero no ese día.

En poco más de una hora tenía una cita con Sam Jergen, el abogado de Ted, y debía parecer la señora de Cameron y no Faith Davenport. Jergen no la apreciaba. Todavía pensaba en ella como la chica sin escrúpulos de diecisiete años que nueve años atrás había atrapado a su cliente, casándose con él. Pero como el abogado no era estúpido, mientras Ted vivió, procuró tratarla con mucho respeto. Sin embargo, dejó de fingir el mismo día del funeral.

–Lo siento, señorita Davenport –le dijo Jergen mientras le estrechaba la mano. Luego, sonrió con malicia–. Lo siento, quise decir, señora Cameron, claro.

«Claro», pensó Faith, frunciendo la boca.

Lo que en realidad había querido llamarla era uno de los muchos nombres que le habían puesto en la ciudad. Pero ella no le había dado el placer de verla reaccionar. Ni tampoco iba a hacerlo ese día, aunque suponía que él haría lo posible por humillarla.

Los ojos de Faith se llenaron de lágrimas. Ted había muerto.

Aun no podía creer que su marido hubiera perdido la vida en un accidente de automóvil, en una carretera resbaladiza entre Liberty y Atlanta. Las semanas transcurridas desde su muerte, las pasó como en una nube. Había gente que entraba y salía para darle el pésame, pero en realidad, y ella lo sabía, era para mirarla bien cuando ya no había nadie para protegerla de los chismorreos.

En un lugar como Liberty, las habladurías podían durar toda la vida, sobre todo si eran jugosos. ¿Y qué podía ser más jugoso que su viaje al altar con uno de los hermanos Cameron cuando el otro la había abandonado, y la rapidez con que se había quedado encinta?

Si pudiera cancelar la cita… Pero no tenía sentido posponer lo inevitable. Jergen había dejado bien claro que era importante.

–Es sobre las propiedades de su marido –le había dicho.

Esa mañana procederían a la lectura formal del testamento y ella ya conocía su contenido. Con su sentido práctico, Ted había insistido en que leyera el texto del documento que había redactado un año antes.

Se lo había dejado todo a ella como fideicomiso para Peter.

–Es su legítimo derecho –le había dicho.

Faith había titubeado.

–¿Estás seguro de que no quieres dejarle algo a… –no pudo pronunciar el nombre– tu hermano?

Los ojos de Ted se ensombrecieron, y ella pudo notar que el tiempo no había borrado su dolor. Él no había tenido noticias de Cole desde que le envió la carta acerca del matrimonio. Aunque nunca hablaban de ello, ella sabía que él no podía ni quería ver a Cole tal cual era. Lo comprendía, porque el amor puede distorsionar el buen juicio. ¿Acaso ella no había llorado noche tras noche por Cole cuando la abandonó? Ella, al menos, había entrado en razón.

–No –dijo él en voz baja–. No tiene sentido. Él odiaba esta casa. Odiaba a nuestro padre. No querrá nada que lleve el nombre Cameron. Pero sé que algún día volverá, y cuando lo haga, debes decirle la verdad. Tiene derecho a saber que le diste un hijo, igual que Peter tiene derecho a conocer al hombre que es su padre en realidad.

Faith clavó los ojos en el espejo. Cole no tenía derecho a nada. No por parte de ella. En cuanto a Peter… Ella no quería herirlo diciéndole que su padre verdadero los había abandonado. Era mejor que creyera que su padre era Ted. Sería más feliz así, y su felicidad era lo que importaba. Por eso había aceptado casarse con Ted, y por eso pensaba irse de Liberty en cuanto leyeran el testamento.

Esa mañana, después de que terminaran los trámites legales, tendría suficiente dinero para empezar su vida desde cero, e iba a hacerlo en un lugar lejano, donde Cameron fuera solo un nombre cualquiera. Tomar esa decisión no había sido fácil. A pesar de todo, Liberty era su hogar. Pero sin Ted, ese lugar era inhóspito. Cuanto antes se fuera, mejor.

Faith abrió el armario. Lo primero que vio fue el traje rosa que se había puesto para el funeral. Lo había hecho por Ted, que odiaba el negro, pero había sido la comidilla y el escándalo de todos. «Al diablo con ellos», pensó. Pero ese día el futuro de Peter estaba en juego, y tenía que aparentar.

Escogió una blusa de color crema y un traje negro de seda. Iba a pasar calor, pero era el atuendo correcto. Su apariencia era formal, pero ya estaba sintiendo el sudor. Su pelo se había rizado con la humedad y no había manera de que pareciera el de una dama.

En realidad, en lugar de parecer fría y segura, tenía el aspecto de como se sentía: insegura y triste ante la pérdida de la única persona que de verdad la había querido. El espejo se empeñaba en mostrar sus sentimientos en lugar de su apariencia.

–¿Mami?

Faith se volvió.

–¿Peter?

Su hijo empujó la puerta y entró en la alcoba, con cara solemne. A ella se le alegró el corazón al verlo. Se agachó y lo abrazó.

–¿Mami? Alice dice que vas a la ciudad.

Faith se apartó sonriente y le acarició el cabello.

–Es cierto.

–¿Tienes que ir?

–Sí. Pero no tardaré mucho, cariño. Solo una o dos horas. Te lo prometo.

Peter asintió. La muerte de Ted lo había afectado mucho y no le gustaba separarse de su madre.

–¿Quieres que te traiga algo?

–No, gracias.

–¿Un juego nuevo para el ordenador?

–Papá me compró uno justo antes de… –le temblaron los labios–. Me gustaría que aún estuviera aquí, mamá.

–A mí también –contestó Faith estrechándolo muy fuerte.

Se quedaron así unos instantes y luego ella le preguntó:

–¿Y qué piensas hacer hasta que yo regrese?

–No lo sé –contestó encogiéndose de hombros.

–¿Por qué no llamas a Charlie y lo invitas a venir?

–Charlie no está en casa. Hoy es la fiesta de Sean, ¿no te acuerdas?

«Maldita sea», pensó Faith. Había olvidado que su hijo no estaba invitado a la fiesta que celebraba un compañero de clase. Recordó que Peter le había preguntado por qué no lo habían invitado y ella le había contestado que no importaba, que ellos dos podían hacer una fiesta el mismo día y pasarlo bien.

–Me alegro de que me lo hayas recordado –dijo Faith–. Eso quiere decir que hoy también es nuestra fiesta. Así que compraré unas cuantas cosas ricas.

–Ajá –contestó Peter sin mucho interés.

–Vamos a ver… compraré hígado…

–¡Puaj! Detesto el hígado.

–Y coles de bruselas…

–¡Doble puaj!

–O frijoles. Eso es. Hígado, y frijoles, y pudín de tapioca para postre.

–¿Eso que tiene ojos?

–Sí. ¿Acaso no es tu comida favorita?

–¡No, mamá! Esa comida no es de fiesta.