Verdad, conocimiento y enseñanza en la tradición agustiniana -  - E-Book

Verdad, conocimiento y enseñanza en la tradición agustiniana E-Book

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El libro versa sobre universidad, razón y verdad. Los textos estudiados difunden luz sobre estas materias: la propia experiencia de san Agustín, algunas claves de su metafísica, de su teoría del conocimiento y de su filosofía educativa. Se organiza en tres capítulos: el primero recoge estudios sobre la tradición agustiniana —su concepto y nuestro trabajo—; el segundo, los comentarios de algunas obras de san Agustín —Las confesiones y los diálogos Sobre el Maestro y Contra los académicos—, y el tercero trata sobre los textos de san Anselmo, san Buenaventura y santo Tomás.

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ColecciónDiálogos

DirectorVicente Lozano Díaz

Comité Científico Asesor

Carmen Romero Sánchez-Palencia

Fernando Viñado Oteo

Ángel Barahona Plaza

Cristina Ruiz-Alberdi Fernández

© 2023 Editorial UFVUniversidad Francisco de [email protected] / www.editorialufv.es

Primera edición: julio de 2023

ISBN papel: 978-84-19488-55-8

ISBN digital: 978-84-19488-56-5

ISBN Edición EPUB: 978-84-10083-10-3

Depósito Legal: M-20823-2023

Preimpresión: MCF Textos, S. A.

Impresión: Estugraf, S. L.

Este libro ha sido sometido a una revisión ciega por pares.

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Esta editorial es miembro de UNE, lo que garantiza la difusión y comercialización de sus publicaciones a nivel nacional e internacional.

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Impreso en España - Printed in Spain

Índice

PRESENTACIÓN

ISOBRE LA TRADICIÓN AGUSTINIANA

APROXIMACIÓN A LA IDEA DE TRADICIÓN AGUSTINIANA

Salvador Antuñano Alea

DESDE SAN AGUSTÍN HASTA SANTO TOMÁS DE AQUINO: LA TRADICIÓN AGUSTINIANA MEDIEVAL COMO RAÍZ DE LA UNIVERSIDAD

Francisco Javier Rubio Hípola

IIESTUDIOS SOBRE SAN AGUSTÍN

BELLEZA ANTIGUA Y SIEMPRE NUEVA: UNA BREVE LECTURA DE LAS CONFESIONES

Francisco Bueno Pimenta

CONOCER DESDE EL VERBO: EL DIÁLOGO SOBRE EL MAESTRO

Victoria Hernández Ruiz

VERDAD VS. ESCEPTICISMO: EL DIÁLOGO CONTRA ACADEMICOS

Francisco Javier Rubio Hípola

IIIESTUDIOS SOBRE TEXTOSDE LA TRADICIÓN AGUSTINIANA

APROXIMACIÓN AL DIÁLOGO SOBRE LA VERDAD, DE SAN ANSELMO DE CANTERBURY

Jorge Serrano Casas

NOTAS A ITINERARIO DE LA MENTE A DIOS, DE SAN BUENAVENTURA DE BAGNOREGIO

Capítulo 1. Aproximaciones al camino en el desierto

Raisiel Damián Rodríguez González

Capítulo 2. Especulación de Dios en los vestigios que hay de Él en este mundo sensible

María Redondo Gutiérrez

Capítulo 3. Especulación de Dios por su imagen impresa en las potencias naturales

Paula Rein Retana

Capítulo 4. Especulación de Dios en su imagen reformada por los dones gratuitos

Cristina Sendra Ramos

Capítulo 5. Especulación de la unidad de Dios por su nombre primario, que es el Ser

Nada Pahor

Capítulo 6. Especulación de la Beatísima Trinidad en su nombre, que es el bien

Nada Pahor

Capítulo 7. Exceso mental y místico en el que se da descanso al entendimiento

Sophie Grimaldi d’Esdra

COMENTARIOS A LA CUESTIÓN 11 DE SOBRE LA VERDAD, DE SANTO TOMÁS DE AQUINO

Introducción general

José Luis Lucas Sánchez

Artículo 1. ¿Puede el hombre enseñar y llamarse maestro o esto está reservado solo a Dios?

Javier Crevillén Abril

Artículo 2. ¿Puede alguien llamarse maestro de sí mismo?

Luis Durán Aguado

Artículo 3. ¿Puede un hombre ser enseñado por un ángel?

José Luis Lucas Sánchez

Artículo 4. ¿Enseñar es propio de la vida activa o de la contemplativa?

José Luis Lucas Sánchez

Presentación

Perfectionem in hac vita dicit non aliud quam ea quae retro sunt oblivisci, et in ea quae ante sunt extendi secundum intentionem. Tutissima est enim quaerentis intentio, donec apprehendatur illud quo tendimus et quo extendimur. Sed ea recta intentio est, quae proficiscitur a fide. Certa enim fides utcumque inchoat cognitionem; cognitio vero certa non perficietur, nisi post hanc vitam, cum videbimus facie ad faciem (1Cor 13, 12). Hoc ergo sapiamus, ut noverimus tutiorem esse affectum vera quaerendi, quam incognita pro cognitis praesumendi. Sic ergo quaeramus tamquam inventuri; et sic inveniamus, tamquam quaesituri. Cum enim consummaverit homo, tunc incipit (Eccli 18, 6).

San Agustín, De Trinitate, IX, 1: 1

Este volumen recoge algunos de los frutos del seminario permanente del grupo estable de investigación Esse-Videre-Amare: «Estudios sobre la tradición agustiniana». En concreto, se presentan aquí algunas de las contribuciones y comentarios de las sesiones del seminario de doctorado vinculado al proyecto financiado por el Vicerrectorado de Investigación entre los años 2019 y 2021 titulado Conocimiento, Verdad y Razón: La Tradición Agustiniana en la Universidad.

La labor del seminario consiste, por un lado, en el estudio de una materia común al interés de todos los miembros del grupo que los ayude a profundizar en el conocimiento de san Agustín y de algunos autores que siguen su estela, con la intención de iluminar con ese conocimiento sus propias investigaciones. Por otro lado, el seminario es un ámbito para que los investigadores (profesores y doctorandos) presenten los avances de sus investigaciones (artículos, tesis, monografías). De este modo, el seminario es un espacio para el aprendizaje en equipo, una palestra de entrenamiento universitario, de contraste de ideas, de estímulo al estudio y de comunidad, viva y cordial, al amor de la lumbre de la verdad.

El volumen refleja una parte del trabajo sobre la materia común estudiada en los años del proyecto: introducciones, comentarios, ensayos y artículos, tanto de quien abre por vez primera la puerta de la investigación como de quien da sus primeros pasos y de otros que ya muestran una incipiente madurez. Las contribuciones se organizan en tres capítulos: el primero recoge estudios sobre la tradición agustiniana —su concepto y nuestro trabajo—; el segundo, los comentarios de algunas obras de san Agustín —Las confesiones y los diálogos Sobre el Maestro y Contra los académicos—, y el tercero trata sobre los textos de san Anselmo, san Buenaventura y santo Tomás estudiados en estos años.

El proyecto versaba sobre universidad, razón y verdad. Los textos estudiados difunden luz sobre estas materias: la propia experiencia de san Agustín, algunas claves de su metafísica, de su teoría del conocimiento y de su filosofía educativa.

Los miembros del grupo estable de investigación agradecen cordialmente a todas las personas que han hecho posible la publicación de este volumen y a quienes han contribuido notablemente a la labor del seminario: La Universidad Francisco de Vitoria y su Vicerrectorado de Investigación —a los vicerrectores Clemente López González y Alberto López Rosado, a doña Ana Mayor y a doña Sara Balasteiro—; a la Escuela Internacional de Posgrado y al programa de doctorado en Humanidades: Historia, Filosofía y Estética —a los doctores Cruz Santos, Javier Cervera, Águeda Tejerina—; a la Escuela de Posgrado y Formación Permanente —a don Félix Suárez, doña Ana Sánchez, doña Cristina de Miguel, doña Belén Cabrero—; al Departamento de Biblioteca —doña Rosa Salord, doña Esther López Sanjuán, doña Marina Díaz Fernández, doña Beatriz Rey Delgado, don Alberto Gil Díez y don Luis López Martínez—, y por supuesto a la editorial UFV —a su director, don Isaac Caselles Jiménez, y a don Fernando López Uribarri.

Esperamos que estas reflexiones acerquen al conocimiento y al aprecio por la tradición agustiniana y, sobre todo, esperamos que, si lo tuviera, su valor testimonial también ayude al desarrollo de seminarios análogos que lleguen a ser verdaderas comunidades de buscadores de la verdad, el bien y la belleza, buscadores que, al modo de san Agustín, «buscan para encontrar y encuentran para seguir buscando».

DR. SALVADOR ANTUÑANO ALEACatedrático de Filosofía Antigua y MedievalUniversidad Francisco de Vitoria

Solemnidad de Santiago Apóstol, a. D. 2022

ISobre la tradición agustiniana

Aproximación a la idea de tradición agustiniana1

Salvador Antuñano Alea

INTRODUCCIÓN

¿Pueden —y en qué medida— unas ideas del mundo antiguo y medieval servir al hombre de hoy para comprenderse y afrontar su existencia en condiciones que son tan distintas de las de aquel mundo?

Nuestra hipótesis de partida es que sí: que determinadas ideas de la filosofía antigua y medieval son perennes y, por lo mismo, resultan esclarecedoras del misterio del hombre. De modo particular, estamos convencidos de que algunas nociones clave de la tradición agustiniana, por el enorme valor formativo que tienen, pueden ayudar al hombre de hoy a afrontar su existencia y vivirla de modo auténtico, intenso, pleno.

Para mostrarlo, tendremos que aclarar, en un primer momento, qué entendemos por los términos idea, tradición y agustiniana, para, en un segundo lugar, delimitar en qué consiste —a nuestro modo de entender— la tradición agustiniana. De esta forma, estaremos en condiciones, finalmente, de mostrar el valor formativo de dicha tradición.

Las fuentes de las que bebemos en nuestro estudio son principalmente san Agustín —Confessiones, De magistro, De Civitate Dei, De Trinitate, etc.— y notables estudiosos suyos —Gilson, Przywara, Von Balthasar, Plantinga, Cipriani…—. Intentaremos leer, analizar y comprender sus obras en su propio contexto para relacionarlas con las cuestiones que nos planteamos y ver así la respuesta que pueden darnos.

El sentido de esta primera indagación es ofrecer cierta base teórica a un proyecto de investigación sobre la tradición agustiniana y, consecuentemente, un proyecto de formación integral.

SOBRE LAS NOCIONES DE IDEA, TRADICIÓN Y AGUSTINIANA

Un estudio que pretenda aproximarse a la idea de tradición agustiniana debería, en un primer momento, aclarar el sentido de los términos y nociones que utiliza y distinguirlo de otros que pueden dar lugar a confusión y equívoco, en aras de la claridad y el rigor de la reflexión. Es lo que intentaremos hacer ahora con los tres términos implicados en el título: idea, tradición y agustiniana. Por supuesto, no pretendemos emprender aquí una investigación exhaustiva de estos términos ni un status quaestionis de cada uno de ellos, sino simplemente delimitar el sentido en que los tomaremos.

LA NOCIÓN DE IDEA: DE CONTENIDO MENTAL A SIGNO DE LA REALIDAD

En el habla común, idea se entiende generalmente como un pensamiento, como la representación mental de alguna realidad, simple o compleja, y a esto pueden reducirse todas las acepciones que de ese término da el Diccionario,2 menos la décima —que se refiere específicamente a la noción platónica de idea—. Así, idea es algo siempre propio de la inteligencia y, en consecuencia, su estatuto ontológico es el de las realidades mentales.

Esto, en el fondo, no dista mucho de lo que las corrientes dominantes de la filosofía de nuestro tiempo entienden por idea. Independientemente del modo que tengan para explicar su origen o el proceso mediante el cual llegamos a tenerlas, esas corrientes dan por sentado que las ideas son, fundamentalmente, contenidos de conciencia y, desde Descartes (1596-1650), Hume (1711-1776) y Kant (1724-1804), muchas de esas corrientes dudan de que exista una relación de adecuación entre esos contenidos y algo externo a la mente —o incluso niegan esa relación de modo explícito—. De esta forma, para las derivas nominalista, racionalista, idealista, subjetivista, relativista, escéptica y nihilista de la filosofía moderna y contemporánea, las ideas son solo realidades intramentales. De allí, como recuerda Rupnik (1954-), no es extraño que la idea o concepto termine degradándose en mera imagen, solo palabra y finalmente termine por no significar nada, por no ser nada y por llevar a la filosofía a la nada del nihilismo.3 La intencionalidad del conocimiento, redescubierta por Brentano (1838-1917) y propuesta por las fenomenologías, es una manifestación del esfuerzo de la filosofía del último siglo y medio por volver a conectar las ideas con la realidad, un esfuerzo no siempre logrado de «ir a las cosas mismas» —por usar la manida expresión de Husserl (1859-1938).4

Nos parece que esta noción de idea como un mero contenido mental es diferente, sin embargo, de la que se tuvo en el mundo antiguo y la Edad Media. Es cierto que en esas épocas hubo autores y escuelas que defendieron el escepticismo y el relativismo, o que sostuvieron formas de idealismo que podían dar origen a planteamientos solipsistas y que el nominalismo no es exactamente un producto moderno, sino primeramente medieval —Roscelino (¿1050-1125?), por ejemplo— e incluso antiguo —Gorgias (ca. 483-375 a. C.) podría dar testimonio de ello—. Pero, antes del Renacimiento —y todavía dentro de él—, la mayoría de las escuelas afirmaron, de una forma u otra, la conexión entre las ideas y la realidad. Esto está claro para las corrientes y pensadores que toman su origen en Platón (427-347 a. C.): es cierto que esta relación necesaria entre el logos pensado y el logos de la realidad es fuerte entre sus herederos por la identificación del orden del ser con el orden del pensar que ya hiciera para entonces Parménides (¿iakmé: 500 a. C.?) y que Platón asume. Pero también los que encuentran su punto de partida en Aristóteles (385-323 a. C.) —y por lo mismo en Heráclito (535-475 a. C.)— entienden que hay cierto vínculo necesario y natural entre las ideas y la realidad.

No resulta extraño que, si una filosofía o un autor piensa que las ideas son solo realidades intramentales sin conexión con el mundo exterior, su consideración sobre las ideas sea enormemente consistente consigo misma, pero tenga poca o ninguna incidencia en el modo de interactuar con lo real. En este sentido se expresó Chesterton (1874-1936) cuando escribió acerca de «the only working Philosophy».5 Y al contrario: si un autor cree que las ideas están necesariamente conectadas —de algún modo— con la realidad extramental, entonces, a pesar de las posibles incongruencias teóricas —que habrá que explicar de alguna forma—, su práctica se verá, cuando menos, condicionada por esa concepción del pensamiento.

No es este el lugar ni el momento para discernir el estatuto ontológico de las ideas y su posible relación con lo real, y solucionar con ello el viejo problema del puente. Baste decir que, para los efectos de nuestro escrito, por nuestra parte nos inscribimos en una imagen-del-mundo que entiende que sí que hay una conexión lógica, necesaria y natural entre las realidades extramentales y las ideas. Más aún: creemos que, cuando esa relación es de adecuación, entonces alcanzamos la verdad y estamos en ella. Esto significa que, para nosotros, las ideas no son solo imágenes de lo real o pensamientos a partir de ella, sino que son signos eficaces en los que la realidad se nos hace presente (no por medio de, sino en ellos). Las ideas son, así, por tanto, análogas —en parte iguales y en parte distintas— a la realidad, porque se refieren a ella. Con esto —ya debería haber quedado claro—, nos situamos en una comprensión de origen platónico de la realidad, que guarda similitudes, en lo esencial, con la comprensión aristotélica (o más precisamente tomista)—.6 Y lo hacemos porque queremos investigar una tradición filosófica que, según creemos, entendía precisamente de esta forma las ideas, de modo que esta comprensión nos parece también el modo adecuado de indagar en sus propuestas y de ver en qué medida pueden ser consistentes. Creemos, en efecto, que el primer modo (si es que no es también el mejor) de valorar una filosofía —una corriente, un autor, una obra, una teoría— es ponerse, en la medida de lo posible, en la misma situación de quienes la han propuesto para verificar si esa filosofía se sostiene al contrastarla con la realidad misma de las cosas.7

Entender de esta forma las ideas en conexión con la realidad implica descubrir que la idea, como la realidad, participa de los trascendentales del esse: en toda realidad y, consecuentemente, en toda idea, hay belleza, verdad y bien. Como splendor formae, la belleza nos deslumbra, nos llama la atención, causa nuestra admiración y asombro —ya sea por presencia explícita o por evocadora ausencia—, y con ello mismo nos impulsa a buscar —y descubrir, en la medida en que es posible— la verdad: la comprensión del existir y el sentido de esa realidad y de esa idea. Y, como esta comprensión supone entender la realidad y las ideas no solo «en sí mismas», sino también «en su relación con el todo y su principio»,8 entonces la verdad nos conduce a descubrir el bien presente en las realidades y las ideas, aquello por lo que se nos hacen amables. Todo esto quiere decir que, si en las ideas descubrimos la conexión con la realidad en estos aspectos trascendentes del ser, las ideas no podrán dejarnos nunca en una mera especulación teórica —al modo que entienden la especulación y la teoría los racionalistas e idealistas modernos (o el lenguaje común de la mentalidad dominante)—, sino que siempre, necesariamente, nuestra labor de contemplación (theorein) estará volcada a la vida, a la existencia, por su propio dinamismo. Así, estar en presencia de la belleza nos insta a conocer la verdad, y esto nos exige —¡y además en conciencia!— amar el bien, de modo que su realización nos integra en unidad con la existencia.

El mundo antiguo —Grecia, ciertamente, pero también Roma e Israel y otros pueblos— intuyó que esto era así y lo expresó en muchos modos. Así lo comprendió igualmente la Edad Media, no solo en el ámbito cristiano, sino también en el musulmán y en el judío. Por eso, el aprendizaje de Homero y de la Biblia no fue nunca un mero acercamiento técnico a la gramática o a las figuras literarias, sino una introducción a sendas imágenes-de-lo-real para vivir —más aún: para alcanzar la inmortalidad—. Ambas imágenes resultaron así canónicas. Y por eso la lectura de esos textos —y de todos los que los siguieron— configuró no teorías ni valores estéticos ni escuelas morales, sino una armonía orgánica de todo ello en un «corpus de ideas para la formación integral» en el que se forjaron personas y comunidades y la civilización más elevada de la historia.9 Ese corpus constituye así una tradición de sabiduría.

Porque comprendemos así las ideas, entendemos que lo que solemos llamar historia del pensamiento o historia de la filosofía tal vez debería llamarse más bien historia de las ideas. No porque queramos derivar en un racionalismo idealista y hegeliano del espíritu absoluto —más bien todo lo contrario—, sino porque entendemos que, si las ideas están centradas en la verdad, se apoyan en la belleza, se proyectan al bien y se vinculan esencialmente con la realidad, entonces la expresión historia de las ideas puede entenderse adecuadamente como la historia de la realidad comprendida en la que estoy y me interpela o la historia de la comprensión de la realidad en la que existo —debería quedar claro que lo que (nos) importa no es el contenido mental de las ideas o pensamientos o datos de conciencia, sino la interacción con la realidad a la que las ideas se refieren—. En ese sentido, historia de las ideas puede ser también sinónimo de historia de la sabiduría —y su estudio una introducción vital a la sabiduría: en este marco se desarrolla no solo el presente escrito, sino el proyecto del que forma parte—. Sin embargo, si asumimos las precisiones que sobre el término historia de las ideas presenta Scruton,10 quizás sea más prudente limitarnos a historia de la filosofía o incluso más directamente filosofía antigua y medieval, pues nuestro objetivo será no tanto hacer un relato, sino intentar entrar en la comprensión misma de la realidad propia de los autores antiguos y medievales y —lo que es más aún— buscar la sabiduría.

LA IDEA DE TRADICIÓN: DE CARGA A HERENCIA

Por su etimología, tradición viene de tradere (‘entregar algo a alguien’). Así, la tradición sería tanto lo entregado como el proceso de entrega. Y esto es lo que está en la base de todas las acepciones que del término da el Diccionario.11 Ninguno de esos sentidos —como tampoco el sentido original en la lengua latina— tiene connotaciones negativas en sí mismo. Sin embargo, en la comprensión común de la mentalidad hoy dominante —al menos en el ámbito hispano—, con cierta frecuencia (aunque no siempre), el término tradición viene lastrado por una cierta nota peyorativa: la tradición parece un fardo que nos encadena inexorablemente al pasado y que impide el progreso; lo tradicional se ve como sinónimo de anticuado, obsoleto, anquilosado, reaccionario… En el trasfondo de este entendimiento desfavorable, parece estar la lucha política entre conservadores y progresistas de los últimos dos siglos largos —lo cual puede ser un claro signo de que, como ya vio Guardini (1885-1968), el poder termina por desprestigiar todo lo que toca—.12 Pero tradición y tradicional parecen tener también connotaciones positivas si quien los utiliza es la mercadotecnia como reclamo para la venta de productos y servicios: lo tradicional es así sinónimo de originario, auténtico, incontaminado, o bien de artesanal, de bien elaborado, y por extensión, natural y sano. Sin embargo, hay que tener cuidado cuando se usan los términos en este ámbito, porque, en el fondo, no pocas veces también se los instrumentaliza para justificar, de nuevo, situaciones de poder y dominación —económicas, en este caso—, de modo que, aunque hoy gocen de cierto aprecio los términos en ese contexto, ocurrirá algo parecido a lo que sucedió en el ámbito político, según el citado análisis de Guardini.

Por eso, es necesario profundizar en el sentido y el valor de la tradición y purificarlo de adherencias y confusiones. Y es que, aunque puede haber procesos tradicionales de elaboración de productos y puede haber ideologías que quieran justificarse a partir de una tradición —o impugnarla—, una tradición —y en consecuencia lo tradicional— solo será buena o mala, avanzada o retrógrada, valiosa o denigrante si aquello que transmite lo es. La esclavitud puede ser una tradición, no menos que el canibalismo, la democracia o una metodología artesanal. Pero lo que les confiere valor no es, en sí mismo, su duración en el tiempo a través de las generaciones humanas que han ido pasándose unas a otras esos modos de vida, sino su mayor o menor coincidencia con la justicia y el bien.

En el contexto de nuestro estudio, tenemos que hablar de tradición en el ámbito de la historia de las ideas y, de modo particular, en relación con aquel corpus que constituía el patrimonio espiritual de nuestra civilización. En ese ámbito, para la filosofía posterior al Renacimiento —y ya en él—, la idea de tradición es vista, en general, con sospecha. El llamado giro antropocéntrico y todo lo que eso implica —en particular, el avance en las ciencias empíricas y la libido dominandi propia de la aparición del Estado moderno— lleva a poner en cuestión las ideas recibidas de las épocas anteriores, a desecharlas y a despreciarlas —a veces, con bárbara osadía y pavorosa insensatez—.13 En ese movimiento, no solo caen y se pierden determinadas ideas, sino —lo que es más grave— que también se descarta la imagen misma del mundo, de modo que el corpus de formación integral aquel del que hemos hablado antes nos termina resultando, en enorme medida, incomprensible. MacIntyre (1929-) tiene una conocida y muy precisa descripción alegórica de este proceso en el orden de las ideas morales.14 Si aplicamos lo que él allí dice a la idea de tradición, no sería demasiado errado afirmar que, cuando nuestro tiempo parece apreciar términos como tradición, tradicional, antiguo, herencia, patrimonio, civilización, lo hace casi por esnobismo sentimental y sin comprender nada, porque los contextos en los que tales nociones fueron forjadas, «those contexts which would be needed to make sense of what they are doing have been lost, perhaps irretrievably».15

Para el hombre anterior al Renacimiento, en cambio, la tradición de las ideas era otra cosa. Una expresión acertada de su importancia y significado es la que reporta Juan de Salisbury (1115-1180) de Bernardo de Chartres (ca. 1070-1124): «Nos sumus quasi nanos gigantium humeris insidentes, ut possimus plura eis et remotiora videre, non utique proprii visus acumine, aut eminentia corporis, sed quia in altum subvehimur et extollimur magnitudine gigantea».16

En este sentido, la tradición es una auténtica herencia, un patrimonio (patri-monium) que nuestros mayores recibieron, disfrutaron, aumentaron y nos legaron para que nosotros recibamos, custodiemos, disfrutemos, incrementemos y transmitamos a la generación siguiente. Es cierto que hay tradiciones —y herencias— que asfixian y anulan a quienes las reciben. Pero también es cierto que esto no es lo normal, sino la excepción —y no por estadística (mayor o menor abundancia de casos), sino por la realidad misma de la condición humana (que hace que el hombre exista y llegue a su plenitud en una trama de relaciones)—. Si se la entiende de modo correcto, la pertenencia a una tradición y la vivencia en ella es uno de los ámbitos más propios de nuestra existencia: en ella se realiza nuestra sociabilidad, nuestra historicidad, la vida de nuestro espíritu. Siendo esto así, el profesor Palomar puede describirla acertadamente, en sentido fuerte, con estos términos:

La tradición es la comunión de los hombres en el tiempo y en la tierra. Lo que encierra implícitamente que la fuente de la tradición es el amor, pues toda comunidad se engendra por la amistad y la amistad es el mismo amor en cuanto se manifiesta y funda por la intercomunicación, obrando según el propio bien la unidad en lo común, en mutua reciprocidad.17

Entendida así, la tradición es también un modo de trascendencia: la tradición nos ayuda a comprender nuestro origen, nos da sentido de pertenencia y también nos aporta identidad propia, nos hace descubrir una misión, nos vincula y nos proyecta a otros en un sentido no solo social, sino también histórico —no en vano, los antiguos la consideraron como un camino a la inmortalidad—.18 Y, por todo esto, rechazar la tradición es bárbaro e inhumano —y a la larga nos hace incomprensibles.19

Si todo eso es tradición en un sentido cultural y filosófico amplio, para los efectos de nuestro estudio debemos distinguir ahora entre tradición y posteridad. Este último término aparece en el título de una conocida y profunda investigación de Henri de Lubac (1896-1991): La postérité spirituelle de Joachim de Flore.20 Allí, el gran jesuita muestra cómo autores tan dispares y contrarios entre sí como san Buenaventura (1218-1274), Marx (1818-1883), Saint-Simon (1760-1825) y Dostoyevski (1821-1881) hunden alguna de sus ideas en la doctrina del abad calabrés. Siendo eso cierto, no sería adecuado ni preciso decir que el autor del Manifiesto comunista pertenece a la misma tradición que el Doctor Seráfico. Más bien, habría que reconocer que los distintos autores que, directa o indirectamente, reciben influencia del controvertido monje medieval orientan esa influencia en un sentido muchas veces contrario al que el propio Joaquín le daba originalmente.21 Y eso pasa siempre en la historia de las influencias: ¿es lícito decir que Zubiri (1898-1983) es tomista como lo es Fabro (1911-1995)? ¿Podemos sostener que Arrio (256-336) y Atanasio (296-373) o Pelagio (¿354?-420) y Agustín (354-430) pertenecen a la misma tradición porque unos y otros toman sus ideas del Evangelio? Evidentemente no, por mucha influencia que todos ellos tengan del tronco originario del que parte su pensamiento. Al menos no lo son en el mismo sentido. Y, si no lo son en el mismo sentido, no deberían ser asociados al mismo grupo o a la misma corriente ni deberían designarse con el mismo nombre.

Por eso, nos parece útil y adecuada la expresión del título de la obra de De Lubac, incluso más allá del sentido literal que él le da.22 En nuestra comprensión, no todo lo que es posteridad equivale por sí mismo a tradición, aunque toda tradición sea de alguna forma posteridad. Posteridad nos parece que tiene una extensión más amplia que tradición y que, por lo mismo, admite que dentro de ella se encuentren autores que, entre sí, no tienen casi ninguna relación —como Buenaventura y Marx, en el caso de su referencia a Joaquín de Fiore (1135-1202), o como Zubiri y Fabro en relación con Tomás (1225-1274), o como Arrio y Atanasio en relación con Cristo—. En cambio, tradición parece más restrictivo y sugiere una cierta fidelidad a las esencias o, al menos, una cierta voluntad de continuar y desarrollar, con el mismo espíritu, las ideas reconocidas como madres en un autor determinado. Posteridad puede incluir pensadores incluso contrarios al autor que da origen a esa posteridad, pues no pocas veces en la historia de las ideas estas nacen y se desarrollan como reacción, refutación y alternativa a otras ideas —así, por ejemplo, paradójicamente, Descartes es un fruto de la escolástica tardía y por lo mismo podría entenderse como parte de la posteridad de Aristóteles y santo Tomás, por más que su propia filosofía vaya en sentidos muy diversos a la del Estagirita y del Aquinate—. En cambio, una tradición incluye solo a autores que aceptan los fundamentos originales y quieren desarrollar su propio pensamiento a partir de ellos —como, por ejemplo, Vitoria (¿1483?-1546) respecto del Tomismo.

Si a este sentido de tradición, distinto del de una mera posteridad en el ámbito de la historia de las ideas, le aplicamos lo que hemos dicho sobre el valor de la tradición y sobre la noción misma de idea, entonces tenemos que una tradición de ideas es realmente un patrimonio intelectual y espiritual que tiene su origen —o al menos un punto de inflexión tan determinante que puede ser tomado como origen— en un autor genial cuyas ideas no solo marcan una influencia posterior, sino que resultan canónicas y normativas para otros autores que, por afinidad intelectual, acogen esa herencia, intentan vivir creativamente de ella, la desarrollan e incrementan con sus propias aportaciones, y la trasladan a la generación siguiente. De esta forma, puede hablarse, con todo derecho, de una larga y amplia tradición tomista —por más que en ella se encuentren nombres como Cayetano (1469-1534), Mercier (1851-1926) y Gilson (1884-1978)—, o una tradición empirista que incluya a Locke (1632-1704), Berkeley (1685-1753) y Hume.

LA IDEA DE AGUSTINIANA: DE SISTEMA A ESPÍRITU

Es cierto que la distinción entre tradición y posteridad que acabamos de hacer puede resultar cuando menos discutible en ciertos casos —por más que no pretendamos resolver aquí esta cuestión—. Así, por ejemplo, cuando atendemos a los filósofos árabes respecto de Aristóteles —y en especial del Commentator Averroes (1126-1198)—, ¿debemos hablar de posteridad o de tradición aristotélica? El problema nos afecta directamente si consideramos la relación entre san Agustín y Platón: ¿Forma parte el Obispo de la tradición platónica —a favor de ello están los muchos y centrales elementos que toma del neoplatonismo— o solo de la posteridad de Platón —pues su visión cristiana opera una mutación sustancial respecto de la imagen de la realidad que tenía el fundador de la Academia?

Como decimos, no pretendemos ahora afrontar esta cuestión, sino más bien distinguir las dos expresiones para poder hablar de posteridad de san Agustín y de tradición agustiniana. Formarían parte de la primera todos los autores que, en mayor o menor medida, desarrollan su pensamiento a partir de alguna idea central ya trabajada por el Obispo de Hipona, independientemente de su voluntad de fidelidad a ese origen y a su espíritu. En cambio, solo formarían parte de la tradición agustiniana aquellos autores que quisieran, por así decirlo, mantenerse fieles a lo que serían los elementos esenciales de la imagen de la realidad de san Agustín, a su temperamento intelectual, a su estilo filosófico, a su espíritu. Evidentemente, esto nos obliga a buscar esos elementos esenciales que pueden configurar o definir lo agustiniano. Y tal será el núcleo de nuestro presente estudio. De momento, en este epígrafe, lo que intentaremos será marcar los límites de nuestra investigación sobre lo agustiniano.

El diccionario no registra una definición propia de agustiniano, sino que lo presenta como sinónimo de agustino, término del que da tres acepciones.23 Las tres nos sirven muy plásticamente para ver la necesidad de encontrar la esencia de lo agustiniano si partimos de una pregunta muy concreta: ¿podemos considerar agustiniano a un autor como Lutero (1483-1546)? Si tomamos la primera acepción del diccionario, deberíamos responder que sí, pues el reformador fue un «integrante de la Orden de San Agustín». En consecuencia, y por mera reciprocidad, también deberíamos responder afirmativamente si asumimos la segunda acepción, pues Lutero era «perteneciente o relativo a la Orden de los agustinos». Más aún: según esta acepción, no solo Lutero sería agustiniano, sino por extensión toda su doctrina, pues esta pertenecía o era relativa a uno de los «miembros» de dicha Orden —el propio Lutero—. El choque se produce cuanto intentamos aplicarle la tercera acepción: ¿podemos realmente afirmar que Lutero —y más concretamente su doctrina y sus escritos— son pertenecientes o relativos a san Agustín? No parece que esto pueda sostenerse sin más. Una cosa es que Lutero haya profesado en una orden que lleva el nombre de San Agustín, o que conociera la filosofía del santo, o incluso que partiera de ella y tomara alguna de sus ideas centrales para desarrollar su propio pensamiento, y otra cosa muy distinta es que las ideas del Reformador puedan fluir en la misma corriente que las que planteó el Obispo de Hipona. Von Balthasar (1905-1988) lo expresó de modo contundente.24 Y quizás en esto la renuncia del Reformador a sus votos sea también una metáfora de su filiación intelectual: así como Lutero dejó de ser agustino dejó de ser también agustiniano —y viceversa: porque dejó de ser profundamente agustiniano dejó también de ser agustino.

El caso de Lutero y su relación con san Agustín nos pone delante la necesidad de definir la idea de tradición agustiniana —o al menos aproximarnos a ella—. Podría pensarse que esa necesidad es simplemente de arqueología filosófica para comprender lo que san Agustín quería decir en su propio contexto. O que fuera solo por una indagación de tipo histórico: para averiguar quiénes han continuado su línea de pensamiento en contextos diversos. Pero quizás haya una razón ulterior y más fundamental: una cierta vislumbre de que en esa tradición hay verdad y, por lo mismo, vida para el espíritu. De hecho, un acercamiento abierto en ese primer nivel de arqueología filosófica muestra ya que san Agustín trasciende su contexto. De este modo, ese primer nivel lleva fácilmente al segundo, la investigación histórica, y en él se descubre que, con los desarrollos adecuados, las ideas madres que planteó el Obispo resultan fecundas también e iluminadoras en otras épocas y ante problemas quizás más complejos. Y eso nos lleva ya a plantearnos si también en nuestra propia situación aquellas ideas madres pueden mantener su vigencia y vitalidad. Si así fuera, entonces encontrar los elementos esenciales de la tradición agustiniana resultaría crucial para emprender, por ejemplo, una tarea de renovación filosófica —y espiritual— en un momento tan crítico como el que nuestra civilización atraviesa actualmente. Y esa es la posible utilidad de nuestro estudio y del proyecto del que forma parte: reconstruir, en el contexto presente y para el contexto presente, la tradición agustiniana como corpus de ideas para la formación integral de la persona.

Dicho esto, tenemos que aclarar dos puntos sobre nuestro propósito, que se refieren a sendos riesgos en los que intentaremos no caer. El primero tiene que ver con una deriva que sería demasiado simplista y vana: podría pensarse que definir los elementos esenciales de una tradición agustiniana —o aproximarse a ellos— implica la intención de repartir carnés de pertenencia a esa tradición y, en contrapartida, excomulgar de ella a quienes no se ajusten a esa ortodoxia. Desde luego, no tenemos esa intención, no solo porque de ninguna manera nos consideramos autorizados para ello, sino además porque uno de los rasgos que creemos definitorios de la tradición agustiniana es precisamente su carácter de apertura e inclusión, su carácter no exclusivista.25

El segundo riesgo es casi el contrario: el de tener una apertura tan grande que en ella quepa absolutamente cualquier cosa. Si esto fuera así, entonces no tendría ningún sentido definir la idea de tradición agustiniana, pues, si todo forma parte de ella, entonces nada la constituye ni la diferencia de lo demás —no ya de una tradición platónica o de otras tradiciones de pensamiento cristianas, sino ni siquiera de una tradición empirista o materialista… Esperamos conjurar este peligro con la distinción que hemos establecido entre posteridad y tradición: si bien en la primera caben todos los autores que han recibido algún tipo de influencia de san Agustín —de Posidio (ca. 370-437) a Newman (1801-1890) y Benedicto XVI, pasando por Descartes, Kierkegaard (1813-1855), Lutero, por supuesto, y hasta el propio Abad de Fiore—, en la segunda estarán aquellos que, en cierto modo, han querido mantenerse fieles a su legado y espíritu. La distinción no tiene así que ver con pertenencias a un club de selectos, sino con una indagación que busca descubrir en qué medida la fidelidad a la tradición agustiniana puede vivificar la historia posterior —hasta llegar a nosotros.

A LA BÚSQUEDA DE LO AGUSTINIANO

PREMISAS

Intentar dar una idea de tradición agustiniana a partir de la identificación de unos elementos esenciales no es algo nuevo, ni mucho menos, en la historia de las ideas. Una forma de afrontar esa identificación fue querer traducir a un sistema la filosofía de san Agustín y de sus herederos. Pero un sistema es una cosa moderna que puede servir para clasificar la doctrina de autores demasiado racionalistas, como Hegel.26 Y, precisamente por eso, es un constructo extraño para explicar una imagen de la realidad que, como el príncipe Hamlet, entiende lo que sigue: «There are more things in heaven and earth, Horatio, than are dreamt of in our philosophy».27 En consecuencia, esos proyectos de sistematización —que pueden, con salvedades, ser útiles a modo de primera aproximación o esquema introductorio, como reconoce, por ejemplo, Copleston—28 suelen fracasar cuando se intenta encasillar en ellos a san Agustín y su tradición —y en general a los demás filósofos antiguos y medievales, incluidos Aristóteles y santo Tomás—. Gilson ya lo advirtió y, en su estudio, más que definir un sistema, procuró describir unas constantes de la tradición. Ese estudio será en gran medida el eje conductor de nuestro comentario.

Tampoco es original nuestro propósito de aproximarnos a la idea de tradición agustiniana con el fin de ayudar a una renovación de esa tradición. De modo más o menos consciente, este propósito estuvo presente en Isidoro (560-636) y en Beda (672-735), así como en la corte de Aquisgrán, y contribuyó a dar origen a las universidades y llevarlas a su esplendor —no solo en autores como los victorinos y Buenaventura, sino también en el tomismo agustiniano —es decir, el del propio santo Tomás— o en la escolástica española—. Por lo que a nosotros respecta, tiene mucha fuerza en el movimiento impulsado por Newman y la renovación patrística de hace un siglo, y en el esfuerzo de autores como De Lubac y Von Balthasar por volver a las fuentes —esfuerzo que asume el Concilio Vaticano II y que favorecieron los papas san Juan Pablo II (1920/1978-2005) y Benedicto XVI (1928/2005-2013/2022).

Conscientes de todo esto, no pretendemos ser originales en nuestro estudio. Casi al contrario: puesto que sabemos que otros, con mejor juicio que el nuestro, experiencia y conocimientos más amplios y también mayores fuerzas, han emprendido antes esa tarea, lo que queremos aquí es hacer, más bien, sobre la base de sus estudios, una labor de síntesis. En consecuencia, acudiremos a las aportaciones de diversos autores que han señalado algunos rasgos y elementos de la tradición agustiniana. Tomaremos como punto de partida les traits essentiels identificados por Gilson y los completaremos con algunos rasgos señalados por Przywara (1889-1972), Plantinga (1932-), Von Balthasar y Cipriani (1937-). Con eso, creemos que podremos hacernos una idea más o menos aproximada de lo que puede entenderse por tradición agustiniana.

LOS TRAZOS ESENCIALES DE LA TRADICIÓN AGUSTINIANA

En 1928, Étienne Gilson publicó su conocido estudio sobre san Agustín.29 Después de una introducción en la que explica la orientación radical del corazón humano a «une joie née de la vérité»30 y que, por lo mismo, coincide con Dios, de modo que el propósito de la existencia humana consiste en alcanzar a Dios, Gilson divide su estudio en tres partes: en la primera, explica el modo que tiene san Agustín de hablar de la búsqueda de Dios por el entendimiento; en la segunda, habla de la búsqueda de Dios por la voluntad, y, en la tercera, de la contemplación de Dios a través de su obra. No es difícil deducir, a partir de esta estructura, que el autor francés entiende que la piedra angular de toda la filosofía de san Agustín es la búsqueda y la contemplación de Dios. También puede verse, en esas tres partes, un trasfondo de la metafísica trinitaria del Obispo de Hipona: las categorías de entendimiento, voluntad y memoria; la belleza, la verdad y el bien —y las correspondientes dimensiones estética, lógica y ética—; la consideración del hombre, del mundo y de Dios… Pero, de esta obra, lo que aquí nos interesa mirar sobre todo es la conclusión: allí Gilson destila las reflexiones de las páginas anteriores e intenta describir los trazos esenciales de la filosofía agustiniana. Nos detendremos a comentarlos.

Gilson comienza sus conclusiones —y por tanto su síntesis de lo que él llama «l’augustinisme»— evocando el recorrido vital e intelectual de san Agustín, pues entiende que todo lo que el Obispo pensó y escribió lo hizo en relación con sus experiencias más significativas —aquellas que tenían que ver con su conversión a Dios—, de modo que el agustinismo debería precisamente partir de esta misma relación. Así, después de recorrer esa biografía intelectual y espiritual, el gran historiador de la filosofía afronta el reto de «fixer les traits essentiels de la doctrine qui formule cette expérience et d’en dégager l’esprit».31

Importa notar cómo insiste de nuevo en la indisoluble conexión entre la experiencia de la búsqueda de Dios y el pensamiento de san Agustín, porque es este trazo precisamente el primero que Gilson señala como característico —y esencial— de la filosofía agustiniana: es una filosofía que arranca de la vida y está orientada a la vida como un camino de sabiduría para llevar la vida a su plenitud. Gilson lo expresa de este modo:

Il apparaît d’abord qu’elle est différente de ce que nous appelons philosophie, au sens ordinaire du mot. Dans la mesure où la philosophie se définit: un effort purement rationnel et théorique pour résoudre les problèmes les plus généraux que posent l’homme et l’univers, la doctrine d’Augustin proclame à chaque page l’insuffisance de la philosophie. […] Il n’y a pas d’augustinisme sans cette présupposition fondamentale: la vraie philosophie présuppose un acte d’adhésion à l’ordre surnaturel, qui libère la volonté de la chair par la grâce et la pensé du scepticisme par la révélation.32

De este primer trazo nos interesa destacar tres cosas. La primera es la diferencia radical en la idea de filosofía que tiene san Agustín respecto de la que tiene el mundo después del Renacimiento. Esto está en conexión precisamente con lo que comentábamos al principio sobre la noción de idea. Para nuestro tiempo —para el mismo Gilson en la medida en que se dirige a su propia época—, filosofía es algo solo teórico, un cúmulo de especulaciones, contenidos de conciencia… En cambio, para san Agustín y su tradición —pero también para sus predecesores en el mundo antiguo, en una comprensión que se remonta al parecer al menos a Pitágoras—,33filosofía es literalmente ‘amor a la sabiduría’ y, por lo mismo, una escuela de vida, una forma de estar en la realidad, de verla-conocerla-comprenderla y de amarla, de interactuar con ella.34 Precisamente por eso, lo segundo que hay que destacar de este primer trazo es lo que subraya Gilson: si la filosofía es el esfuerzo intelectual y vital del hombre por alcanzar la sabiduría —su máxima plenitud—, entonces la filosofía está naturalmente abierta y orientada a Dios hasta tal punto que consiste en un continuo e indefectible quaerere Deum.

Es precisamente este buscar a Dios lo que, según Cipriani —sobre la estela de Reale—,35 sustenta el «método teológico» y el «círculo hermenéutico» con el que san Agustín integra la razón y la fe, de modo que evita los escollos del racionalismo y del fideísmo y es una de las notas de su originalidad.36 También Przywara considera que la filosofía, para san Agustín, es la «inquietud, pendiente de Dios, que busca para encontrar y encuentra para buscar».37 Y, como Gilson, el autor jesuita entiende que este rasgo atraviesa toda la vida y la obra de Agustín de tal forma que constituye un elemento esencial y se manifiesta de formas diversas en la tradición:

Lo característico agustiniano tiene un nombre: afán; (In Ps. 37, 14). Pero es un afán de tal linaje que se abandona con espontaneidad a la disposición de Dios, ya envíe luz o tinieblas. Por lo que es un «afán de indiferencia» (In Ps. 138, 18). Y más íntimamente todavía es un «vivir abandonados para que nos proteja Dios» (Serm. 14, 1, 1), tomando parte en el divino abandono de Jesucristo (Ep. 140, 11, 28). Por lo tanto, es el «afán de la insatisfacción».38

En consecuencia, este afán por Dios es uno de los signos claros en los que se puede distinguir lo que sería una mera posteridad de lo que forma parte de la tradición. Porque la consecuencia directa e inmediata de esta comprensión de la filosofía como búsqueda de Dios es que filosofar es orar. Por supuesto, uno puede leer a san Agustín y tomar una idea o todas las que encuentre valiosas y, a partir de ellas, desarrollar su propio pensamiento, y eso podrá ser sin duda una forma de filosofía —especialmente en el sentido hoy dominante del término— e incluso una filosofía relevante. Pero uno no puede vivir de verdad el espíritu de la filosofía de san Agustín sin comprender que se filosofa porque se tiene un corazón inquieto, un corazón que busca lo Absoluto y que, en esa búsqueda, entra ya en relación y diálogo con Dios, de tal modo que filosofar es orar: no se pertenece a la tradición agustiniana si no se ora mientras se filosofa. Como signo, expresión y manifestación de esto, desde Las confesiones hasta san Anselmo y Benedicto XVI, los textos de la tradición agustiniana revisten frecuentemente el estilo literario de oración, de diálogo humilde y confiado con Dios, y repiten continuamente: «De te dixit cor meum: “Exquirite faciem meam!”. Faciem tuam, Domine, exquiram» (Sal 28: 6).39

Se puede objetar —como muchos han hecho y Gilson también lo comenta— que tal perspectiva convierte una búsqueda que se decía filosófica en teológica. Pero a esto hay que responder sencillamente cuatro cosas: 1) ni san Agustín ni el mundo antiguo hicieron mayor cuestión de esa diferencia —y basta ver el tratamiento que hace Platón de la sabiduría, los mitos y las revelaciones, o el modo en que Aristóteles concibe la filosofía primera y la nombra, o el carácter de religión filosófica que muestran varias escuelas40 y señaladamente Plotino—, de modo que el hecho de plantearla es un anacronismo;41 2) la distinción, enunciada en la Edad Media, se exacerba en la modernidad hasta suponer —como ya se ha comentado— una reducción y estrechamiento de la comprensión sobre la existencia a meras categorías intramentales —lo cual traiciona o cuando menos diluye el fin mismo de la filosofía como búsqueda de la verdad, y hasta el mismo sentido de la distinción—; 3) cualquier intento de comprensión de la realidad que quiera tener cierto éxito necesita trabajar con una razón ampliada, y, finalmente, 4) detrás de toda filosofía —también de las más escépticas, racionalistas, positivistas, materialistas y nihilistas— subyace siempre un fundamento fiduciario análogo a la fe que san Agustín y su tradición asumen para ampliar su entendimiento de la realidad.42

Lo tercero que queremos señalar de la cita de Gilson dada antes es la convicción adquirida por experiencia propia de que ese camino de búsqueda será completamente inútil y solo producirá frustración, tristeza y dolor mientras se emprenda al margen —o en contra— de la gracia divina. Una cosa es que nuestro corazón inquieto busque afanosamente la verdad, la sabiduría, a Dios mismo, y otra muy distinta es que lo encuentre. San Agustín aprendió en su propia carne que esa búsqueda es infructuosa mientras Dios no se nos haga accesible y nos dé la fuerza para reconocerlo. Toda su lucha contra Pelagio va de esto. Por eso, la tradición agustiniana entenderá que, en el misterioso diálogo del hombre y Dios, la primacía siempre es de Dios: para alcanzar la verdad, la sabiduría, la felicidad, el hombre solo puede acoger la gracia a la que se lo invita —o dar coces contra el aguijón.

Puesto que la tradición agustiniana no es filosofía en el sentido moderno del término, el segundo trazo esencial que de ella señala Gilson es que, desde su mismo inicio en san Agustín, la tradición no puede encasillarse en un sistema ni se elabora como pensamiento sistemático, porque su principio ordenador no es tanto una explicación lógica de lo real como una comprensión vital. No es una filosofía de sistema, sino más bien un corpus orgánico: no es algo acabado y definitivo, sino un algo que va creciendo y se desarrolla y re-piensa continuamente: «D’autre part, c’est un fait constant dans l’histoire de la philosophie que les doctrines où l’inspiration de saint Augustin prédomine, se laissent mal réduire à des exposés synthétiques».43

Lejos de ver aquí una carencia o un defecto, Copleston le atribuye a esta incompletitud y falta de sistematismo un atractivo propio, un carácter sugestivo, flexible y abierto, que es el responsable de mantener viva, a lo largo ya de muchos siglos, la tradición agustiniana:

For the “Augustinian” is not faced by a complete system to be accepted, rejected or mutilated: he is faced by an approach, an inspiration, certain basic ideas which are capable of considerable development, so that he can remain perfectly faithful to the Augustinian spirit even though he departs from what the historic Augustine actually said.44

Esto no quiere decir que valga cualquier cosa —Copleston admite que se reconocen como esenciales ciertas ideas básicas—. El carácter asistemático de la filosofía agustiniana tampoco significa que carezca de un fundamento y principio estructural elemental, sino que este no es de orden puramente intelectual, sino cordial y vital. Por eso, es más un espíritu en el que se está que un sistema de pensamiento. Gilson lo expresa así:

C’est que, peut-être, cette absence d’odre dont souffre l’augustinisme n’est que la présence d’un ordre différent de celui que nous attendions. A la place de l’ordre synthétique et linéaire des doctrines qui suivent la norme de l’intellect, nous trouvons le mode d’exposition nécessairement autre, qui convient à une doctrine dont le centre est dans la grâce et dans la charité. […] Particulièrement évident chez lui, ce caractère se retruvera toujours à quelque degré ches les philosophes soumis à son influence: la méthode naturelle de l’augustinisme est la digression; l’ordre natural d’une doctrine augustinienne est ce rayonnement autour d’un centre, qui est l’ordre même de la charité.45

Es fundamental comprender esto: uno de los principios esenciales de la filosofía y de la tradición agustiniana, el ordo amoris, no es la noción clave del sistema precisamente porque no hay sistema. Una idea como el ordo amoris, si es verdadera, no puede ser nunca un mero contenido de conciencia que justifique ideológicamente una teoría. La verdad de esta idea —como conocimiento verdadero de la realidad— no se da por una reflexión racional, sino que parte de la conmoción estética que la realidad misma causa en nuestra alma —el modo en que su species (que es su visibilidad y simultáneamente también su belleza) nos llama y nos sacude—. Y, si el conocimiento es verdadero, entonces tiene que desembocar en una decisión de la libertad por el bien: tiene que llevar al amor. De este modo que integra belleza, verdad y bien, la idea agustiniana del ordo amoris es antes un amor que un pensamiento (y porque es amor también es pensamiento): es la comprensión vital, al experimentar la belleza de la existencia, que todo busca la armonía dispuesta por el amor divino, que vive en ese orden, que no puede escapar de él y que mis mismas elecciones están llamadas a enaltecerlo. Por esto, incluso antes de ser una experiencia subjetiva, el orden del amor es la metafísica misma de la realidad: la realidad existe en el orden del amor y es el amor de Dios el que mantiene cada cosa en su sitio. Y esta consideración es el tercer rasgo que Gilson establece del agustinismo:

Mais la charité n’impose à la doctrine son ordre propre que parce qu’elle la domine et l’inspire. Dieu en est le centre; or, selon la parole de Jean qu’Augustin ne se lasse pas de répéter, Dieu est charité, et qui dit charité dit amour, c’est-à-dire le poids interne et l’essence même de la volonté. […] On ne ferait donc, semble-t-il, que formuler la pensé d’Augustin lui-même en disant qu’une doctrine est augustinienne dans la mesur où elle tend plus complètement à s’organiser autour de la charité.46

Sin embargo, al considerar esto, hay que tener cuidado —como de hecho lo tiene Gilson— de no afirmar sin más una primacía de la voluntad o incluso una primacía del amor y oponer eso al valor que en san Agustín y en su tradición tienen y merecen el entendimiento y la verdad. Hemos dicho antes que, en el Obispo de Hipona, las ideas buscan integrar diversos aspectos. De esta forma, no puede entenderse una acción buena de la voluntad al margen —y menos aún en contra— de la inteligencia y de la verdad: la voluntad y sus acciones se corromperían. De hecho, san Agustín es muy explícito en este sentido.47 Su concepción del binomio voluntad-bien supone el binomio entendimiento-verdad y se fundamenta en él, y este nunca se comprende de modo cerrado y especulativo, sino que, por el contrario, siempre implica una proyección a la elección, a la acción y al amor. De hecho, toda la labor filosófica de san Agustín tiene el propósito de servir a la caridad. Y, de modo inverso, porque quiere servir a la caridad, encuentra que debe dedicarse a una inquisitio veritatis.48

Este juego entre polos diversos, en ocasiones tenso, pero que busca siempre el ordo amoris, se advierte también en el siguiente rasgo de la tradición agustiniana señalado por Gilson: la relación entre gracia y naturaleza:

Situer la Charité au centre de sa doctrine, ce n’était pas seulement pour saint Augustin s’engager à faire prédominer en l’homme l’amour et la grâce, c’était adopter implicitement une certaine conception de la nature et de ses rapports avec le surnaturel. […] Pour comprendre la raison de ce fait, il faut se souvenir qu’Augustin avait à réconcilier deux perspectives distinctes sur l’univers: la cosmologie platonicienne, avec le monde immobile des essences qui la domine, et la cosmologie judéo-chrétienne, avec l’histoire du monde et de l’homme qu’elle contient. Augustin passe constamment d’une perspective à l’autre, plutôt avec le sentiment de leur unité profonde qu’en vertu d’une doctrine explicitement élaborée pur les unifier.49

Es significativo que Gilson enmarque la relación entre gracia y naturaleza en el ámbito de la caridad, pues así se entiende que no se trata de dos polos originalmente enfrentados, sino en reciprocidad, donde, evidentemente, uno —el principio divino— tiene la primacía. Pero —de modo análogo a lo que ocurría en la relación entre bien y verdad— tener la primacía no significa anular el otro polo, sino precisamente reconocerlo y darle toda su entidad para llevarlo a su plenitud. Es cierto que autores de la posteridad de san Agustín han tomado pie de algunos textos suyos para defender posiciones extremas —son paradigmáticos los casos de Lutero y de Jansenio sobre la cuestión de la gracia—. Pero tales autores no han sabido ver que la primacía que san Agustín otorga a la gracia no va en realidad en detrimento de la naturaleza, sino que, al contrario, la eleva a su máxima posibilidad. Por eso, no es legítimo leer con una perspectiva dialéctica y de oposición excluyente los textos del Obispo en los que se muestra esta tensión entre naturaleza y gracia. Como tampoco sería legítimo leerlos en una idílica relación equivalente, como si fueran dos coprincipios iguales de la realidad e importara tanto uno como otro. De ninguna manera: para san Agustín y para su tradición, la gracia tiene la prioridad sin discusión alguna. Pero, precisamente por eso, la gracia —que es origen de la naturaleza misma— entra en diálogo sincero con la naturaleza, la deja ser ella misma, y así, en la medida en que la naturaleza acoge la gracia —pues se trata de un juego y un diálogo de libertades—, la conduce a su mayor perfección. Por eso, Gilson apunta: «De là vient qu’entre deux solutions également posibles d’un même probléme, une doctrine augustinienne inclinera spontanément vers celle qui accorde mins à la nature et plus à Dieu».50

Estos cuatro rasgos —la búsqueda de la sabiduría como búsqueda de Dios, un método de digresiones, el ordo amoris como centro y la primacía de la gracia— son, según Gilson, los trazos esenciales del «esprit de l’augustinisme et l’insipiration commune qui réunit en une même famille des doctrines telles que celles de saint Anselme, saint Bonaventure ou Malebranche, malgré les divergences ou même les oppositione internes qu’il serait aisè d’y relever».51 De estos trazos deriva a continuación otros tres rasgos que entiende que son también constantes en la tradición agustiniana: 1) la relación entre la razón y la fe sobre la base del conocimiento como iluminación, 2) la unidad entre teoría y acción, 3) el principio de interioridad del pensamiento y la primacía del alma respecto del cuerpo.

El primero de ellos puede sintetizarse en la expresión «credo ut intelligam» y Gilson lo comenta a partir de la objeción que mencionábamos antes acerca de si lo que hace san Agustín es teología o filosofía, y reconoce la fuerza de la objeción, puesto que está claro que san Agustín parte de un conocimiento adquirido por fe, y no por mera razón natural. Para solventarla, por una parte, revisa el concepto mismo de filosofía52 —y así muestra que quizás como se entiende habitualmente resulta estrecho— y, por otra, analiza el papel real y efectivo que la fe tiene en la búsqueda intelectual de san Agustín y de los autores de su tradición. Y esto segundo es importante, pues un análisis detallado de los argumentos del Obispo muestra lo que sigue:

On se trompe pourtant lorsqu’on imagine qu’Augustine fonde la vérité de ses conclusions philosophiques sur ce qu’elles seraient déduites de la Révélation; en fait, ni chez lui, ni chez aucun augustinien nous n’avons jamais rencontré une seule idée dont la vérité philosophique fût démontrée par voie d’appel à la foi. En bonne doctrine augustinienne, la foi montre, elle ne demontre pas.53

Tan contundente análisis es realmente importante porque, si, por una parte, no puede negarse el carácter teológico de san Agustín, por otra, es necesario afirmar que no siempre procede con ese carácter y con esa intención, sino que adopta un planteamiento, si se quiere, más básico: no es lo mismo predicar un sermón a su comunidad de creyentes en la basílica de la Paz en Hipona que escribir en diálogo con los filósofos paganos, por más que en ambos textos se cite la Escritura. Esto es, en sí mismo, muy indicativo de algo que hay que tener en cuenta si se quiere comprender a san Agustín: el contexto de la discusión en la que interviene. Si esto se tiene en cuenta, como muy bien sugiere Gilson, no podrá concluirse sin más que encuentra en la fe un atajo para hallar la verdad, sino más bien un impulso y un estímulo para investigarla y comprenderla más a fondo. Y esto es también una nota característica que la tradición agustiniana hereda del Obispo:

Ce qui caractérise la méthode augustinienne comme telle, c’est le refus d’aveugler systématiquement la raison en fermant les yeux à ce que la foi montre, d’où l’ideal corrélatif d’une philosophie chrétienne quie soit philosophie vraie en tant che chrétienne parce que, tout en laissant à chaque connaissance son orde propre, le philosophie chrétien considère la révélation comme une source de lumières pour sa raison.54

Si la filosofía cristiana puede considerar la revelación como una fuente de luz para la razón es, según la concepción de san Agustín, por una cierta continuidad o analogía —si se nos permite usar tal vez anacrónicamente el término— entre ambas formas de conocimiento al entender las dos como grados distintos de iluminación. Es evidente —y san Agustín no deja de confesarlo abiertamente— que la epistemología platónica le presta un gran auxilio. Pero también es evidente que la doctrina expuesta en el temprano diálogo De magistro no es sin más una mera transposición de las categorías del Menón