Viaje a la Luna - Julio Verne - E-Book

Viaje a la Luna E-Book

Julio Verne

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Beschreibung

El proyecto que pretende llevar adelante el presidente del Gun-Club parece imposible de realizar: ¡lanzar un proyectil que llegue hasta la Luna! Todo pasa por construir un gigantesco cañón que pueda impulsar con la suficiente fuerza el proyectil y a los pasajeros que vayan en su interior.

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Título original: De la Terre à la Lune, trajet direct en 97 heures. Autour de la Lune

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2018. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

REF.: ODBO285

ISBN: 9788491870975

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

DE LA TIERRA A LA LUNA

I. EL GUN-CLUB

II. COMUNICACIÓN DEL PRESIDENTE BARBICANE

III. EFECTOS DE LA COMUNICACIÓN DE BARBICANE

IV. RESPUESTA DEL OBSERVATORIO DE CAMBRIDGE

V. LA NOVELA DE LA LUNA

VI. LO QUE NO ES POSIBLE DUDAR Y LO QUE NO ES PERMITIDO CREER EN LOS ESTADOS UNIDOS

VII. EL HIMNO AL PROYECTIL

VIII. HISTORIA DEL CAÑÓN

IX. LA CUESTIÓN DE LAS PÓLVORAS

X. UN ENEMIGO PARA VEINTICINCO MILLONES DE AMIGOS

XI. FLORIDA Y TEXAS

XII. URBI ET ORBI

XIII. STONE’S HILL

XIV. PALA Y ZAPAPICO

XV. LA FIESTA DE LA FUNDICIÓN

XVI. EL COLUMBIAD

XVII. UN PARTE TELEGRÁFICO

XVIII. EL PASAJERO DEL ATLANTA

XIX. UN MITIN

XX. ATAQUE Y RESPUESTA

XXI. CÓMO ARREGLA UN FRANCÉS UN DESAFÍO

XXII. UN NUEVO CIUDADANO DE LOS ESTADOS UNIDOS

XXIII. EL VAGÓN PROYECTIL

XXIV. EL TELESCOPIO DE LAS MONTAÑAS ROCOSAS

XXV. ÚLTIMOS PORMENORES

XXVI. ¡FUEGO!

XXVII. TIEMPO NUBLADO

XXVIII. UN ASTRO NUEVO

VIAJE ALREDEDOR DE LA LUNA

I. DESDE LAS DIEZ Y VEINTE HASTA LAS DIEZ Y CUARENTA Y SIETE MINUTOS DE LA NOCHE

II. LA PRIMERA MEDIA HORA

III. INSTALACIÓN

IV. UN POCO DE ÁLGEBRA

V. LOS FRÍOS DEL ESPACIO

VI. PREGUNTAS Y RESPUESTAS

VII. UN MOMENTO DE EMBRIAGUEZ

VIII. A SETENTA Y OCHO MIL CIENTO CATORCE LEGUAS

IX. CONSECUENCIAS DE UNA DESVIACIÓN

X. LOS OBSERVADORES DE LA LUNA

XI. FANTASÍA Y REALIDAD

XII. DETALLES OROGRÁFICOS

XIII. PAISAJES LUNARES

XIV. LA NOCHE DE TRESCIENTAS CINCUENTA Y CUATRO HORAS Y MEDIA

XV. HIPÉRBOLA O PARÁBOLA

XVI. EL HEMISFERIO MERIDIONAL

XVII. TYCHO

XVIII. CUESTIONES GRAVES

XIX. LUCHA CONTRA LO IMPOSIBLE

XX. LOS SONDEOS DEL SUSQUEHANNA

XXI. LLAMAMIENTO DE J.T. MASTON

XXII. EL SALVAMENTO

XXIII. CONCLUSIÓN

NOTAS

DE LA TIERRA

A LA LUNA

I

EL GUN-CLUB

Durante la guerra de Secesión de los Estados Unidos, se estableció en Baltimore, ciudad del Estado de Maryland, una nueva sociedad de mucha influencia. Conocida es la energía con que el instinto militar se desenvolvió en aquel pueblo de armadores, mercaderes y fabricantes. Simples comerciantes y tenderos abandonaron su despacho y su mostrador para improvisarse capitanes, coroneles y hasta generales sin haber visto siquiera las aulas de West Point1, y no tardaron en rivalizar dignamente en el arte de la guerra con sus colegas del antiguo continente, alcanzando victorias, lo mismo que éstos, a fuerza de prodigar balas, millones y hombres.

Pero en lo que principalmente los americanos aventajaron a los europeos fue en la ciencia de la balística, y no porque sus armas hubiesen llegado a un grado más alto de perfección, sino porque se les dieron dimensiones desusadas y con ellas un alcance desconocido hasta entonces. Respecto a tiros rasantes, directos, parabólicos, oblicuos y de rebote, nada tenían que envidiarles los ingleses, franceses y prusianos, pero los cañones de éstos, los obuses y los morteros no son más que simples pistolas de bolsillo comparados con las formidables máquinas de artillería norteamericanas.

No es extraño. Los yanquis no tienen rivales en el mundo como mecánicos, y nacen ingenieros como los italianos nacen músicos, y los alemanes, metafísicos. Era, además, natural que aplicasen a la ciencia de la balística su natural ingenuo y su característica audacia. Así se explican aquellos cañones gigantescos, mucho menos útiles que las máquinas de coser, pero no menos admirables y mucho más admirados. Conocidas son en este género las maravillas de Parrot, de Dahlgreen y de Rodman. Los Armstrong, los Pallisier y los Treuille de Brencelieu tuvieron que reconocer su inferioridad delante de sus rivales ultramarinos.

Así pues, durante la terrible lucha entre nordistas y sudistas, los artilleros figuraron en primera línea. Los periódicos de la Unión celebraron con entusiasmo sus inventos, y no hubo ningún hortera, por insignificante que fuese, ni ningún cándido bobalicón que no se devanase día y noche los sesos calculando trayectorias desatinadas.

Y cuando a un americano se le mete una idea en la cabeza, nunca falta otro americano que le ayude a realizarla. Con sólo que sean tres, eligen un presidente y dos secretarios. Si llegan a cuatro, nombran un archivero, y la sociedad funciona. Siendo cinco se convocan en asamblea general, y la Sociedad queda definitivamente constituida. Así sucedió en Baltimore. El primero que inventó un nuevo cañón se asoció con el primero que lo fundió y el primero que lo taladró. Tal fue el núcleo del Gun-Club2.

Un mes después de su formación, se componía de 1.833 miembros efectivos y 30.565 socios corresponsales.

A todo el que quería entrar en la sociedad se le imponía la condición, sine qua non, de haber ideado o por lo menos perfeccionado un nuevo cañón, o, a falta de cañón, un arma de fuego cualquiera. Pero fuerza es decir que los inventores de revólveres de quince tiros, de carabinas de repetición o de sables-pistolas no eran muy considerados. En todas las circunstancias los artilleros privaban y merecían la preferencia.

—La predilección que se les concede —dijo un día uno de los oradores más distinguidos del Gun-Club— guarda proporción con las dimensiones de su cañón, y está en razón directa del cuadrado de las distancias alcanzadas por sus. proyectiles.

Fundado el Gun-Club, fácil es figurarse lo que produjo en este género el talento inventivo de los americanos. Las máquinas de guerra tomaron proporciones colosales, y los proyectiles, traspasando los límites permitidos, fueron a mutilar horriblemente a más de cuatro inofensivos transeúntes. Todas aquellas invenciones hacían parecer poca cosa a los tímidos instrumentos de la artillería europea.

Los artilleros del Gun-Club.

Júzguese por las siguientes cifras.

En otro tiempo, una bala del treinta y seis, a la distancia de 300 pies, atravesaba treinta y seis caballos cogidos de flanco y setenta y ocho hombres. La balística se hallaba en mantillas. Desde entonces los proyectiles han ganado mucho terreno. El cañón Rodman, que arrojaba a siete millas3 de distancia una bala que pesaba media tonelada, habría fácilmente derribado 150 caballos y 300 hombres. En el Gun-Clubse trató de hacer la prueba, pero aunque los caballos se sometían a ella, los hombres fueron por desgracia menos complacientes.

Pero sin necesidad de pruebas se puede asegurar que aquellos cañones eran muy mortíferos, y en cada disparo caían combatientes como espigas en un campo que se está segando. Junto a semejantes proyectiles, ¿qué significaba aquella famosa bala que en Ceutras, en 1857, dejó fuera de combate a veinticinco hombres?

¿Qué significaba aquella otra bala que en Zeradoff, en 1758, mató cuarenta soldados? ¿Qué era en sustancia aquel cañón austríaco de Kesselsdorf, que en 1742 derribaba en cada disparo a setenta enemigos? ¿Quién hace caso de aquellos fuegos sorprendentes de Jena y de Austerlitz que decidían la suerte de la batalla? Cosas mayores se vieron durante la guerra federal. En la batalla de Gettysburg, un proyectil cónico disparado por un cañón mató a 173 confederados, y en el paso del Potomac una bala Rodman envió a 115 sudistas a un mundo evidentemente mejor. Debemos también hacer mención de un mortero formidable inventado por J. T. Maston, miembro distinguido y secretario perpetuo del Gun-Club, cuyoresultado fue mucho más mortífero, pues en el ensayo mató a 137 personas. Verdad es que reventó.

¿Qué hemos de decir que no lo digan mejor que nosotros guarismos tan elocuentes? Preciso es admitir sin repugnancia el cálculo siguiente obtenido por el estadista Pitcairn: dividiendo el número de víctimas que hicieron las balas de cañón por el de los miembros del Gun-Club, resulta que cada uno de éstos había por término medio costado la vida a 2.375 hombres y una fracción.

Fijándose en semejantes guarismos, es evidente que la única preocupación de aquella sociedad científica fue la destrucción de la Humanidad con un objeto filantrópico, y el perfeccionamiento de las armas de guerra consideradas como instrumentos de civilización.

Aquella sociedad era una reunión de ángeles exterminadores, hombres de bien a carta cabal.

Añádase que aquellos yanquis, valientes todos a cuál más, no se contentaban con fórmulas, sino que descendían ellos mismos al terreno de la práctica. Había entre ellos oficiales de todas las graduaciones, subtenientes y generales, y militares de todas las edades, algunos recién entrados en la carrera de las armas y otros que habían encanecido en los campamentos. Muchos, cuyos nombres figuraban en el libro de honor del Gun-Club, habían quedado en el campo de batalla, y los demás llevaban en su mayor parte señales evidentes de su indiscutible denuedo. Muletas, piernas de palo, brazos artificiales, manos postizas, mandíbulas de goma elástica, cráneos de plata o narices de platino, de todo había en la colección, y el referido Pitcairn calculó igualmente que en el Gun-Clubno había, a lo sumo, más que un brazo por cada cuatro personas y dos piernas por cada seis.

Pero aquellos intrépidos artilleros no reparaban en semejantes bagatelas, y se llenaban justamente de orgullo cuando el parte de una batalla dejaba consignado un número de víctimas diez veces mayor que el de proyectiles gastados.

Un día, sin embargo, triste y lamentable día, los que sobrevivieron a la guerra firmaron la paz; cesaron poco a poco los cañonazos; enmudecieron los morteros; los obuses y los cañones volvieron a los arsenales; las balas se hacinaron en los parques, se borraron los recuerdos sangrientos. Los algodoneros brotaron esplendorosos en los campos pródigamente abonados, los vestidos de luto se fueron haciendo viejos a la par del dolor, y el Gun-Club quedó sumido en una ociosidad profunda.

Algunos apasionados, trabajadores incansables, se entregaban aún a cálculos de balística y no pensaban más que en bombas gigantescas y obuses incomparables. Pero, sin la práctica, ¿de qué sirven las teorías? Los salones estaban desiertos, los criados dormían en las antesalas, los periódicos permanecían encima de las mesas, tristes ronquidos partían de los rincones oscuros, y los miembros del Gun-Club, tan bulliciosos en otro tiempo, se amodorraban mecidos por la idea de una artillería platónica.

—¡Qué desconsuelo! —dijo un día el bravo Tom Hunter, mientras sus piernas de palo se carbonizaban en la chimenea—. ¡Nada hacemos! ¡Nada esperamos! ¡Qué existencia tan fastidiosa! ¿Qué se hicieron de aquellos tiempos en que nos despertaba todas las mañanas el alegre estampido de los cañones?

—Aquellos tiempos pasaron para no volver —respondió Bilsby, procurando estirar los brazos que le faltaban—. ¡Entonces daba gusto! Se inventaba un obús, y, apenas estaba fundido, iba el mismo inventor a ensayarlo delante del enemigo, y se obtenía en el campamento un aplauso de Sherman o un apretón de manos de Mac Clellan. Pero actualmente los generales han vuelto a su escritorio, y en lugar de mortíferas balas de hierro despachan inofensivas balas de algodón. ¡Santa Bárbara bendita! ¡El porvenir de la artillería se ha perdido en América!

—Sí, Bilsby —exclamó el coronel Blomsberry—, hemos sufrido crueles decepciones. Un día abandonamos nuestros hábitos tranquilos, nos ejercitamos en el manejo de las armas, nos trasladamos de Baltimore a los campos de batalla, nos portamos como héroes, y dos o tres años después perdemos el fruto de tantas fatigas para condenarnos a una deplorable inercia con las manos metidas en los bolsillos.

Trabajo le hubiera costado al valiente coronel dar una prueba semejante de su ociosidad, y no por falta de bolsillos.

—¡Y ninguna guerra en perspectiva! —dijo entonces el famoso J. T. Maston, rascándose su cráneo de goma elástica—. ¡Ni una nube en el horizonte, cuando tanto hay aún que hacer en la ciencia de la artillería! Yo, que os hablo en este momento, he terminado esta misma mañana un modelo de mortero, con su plano, su corte y su elevación, destinado a modificar profundamente las leyes de la guerra.

—¿De veras? —replicó Tom Hunter, pensando involuntariamente en el último ensayo del respetable J. T. Maston.

—De veras —respondió éste—. Pero ¿de qué sirven tantos estudios concluidos y tantas dificultades vencidas? Nuestros trabajos son del todo inútiles. Los pueblos del nuevo mundo se han empeñado en vivir en paz, y nuestra belicosa Tribuna4 pronostica futuras catástrofes debidas al aumento incesante de las poblaciones.

—Sin embargo, Maston —respondió el coronel Blomsberry—, en Europa siguen batiéndose para sostener el principio de las nacionalidades.

—¿Y qué?

—¡Y qué! Podríamos intentar algo allí, y si se aceptasen nuestros servicios...

—¿Qué osáis proponer? —exclamó Bilsby—. ¡Cultivar la balística en provecho de los extranjeros!

—Es preferible a no hacer nada —respondió el coronel.

—Sin duda —dijo J. T. Maston— es preferible, pero ni siquiera nos queda tan pobre recurso.

—¿Y por qué? —preguntó el coronel.

—Porque en el viejo mundo se profesan sobre los ascensos ideas que contrarían todas nuestras costumbres americanas. Los europeos no comprenden que pueda llegar a ser general en jefe quien no ha sido antes subteniente, lo que equivale a decir que no puede ser buen artillero el que por sí mismo no ha fundido el cañón, lo que me parece...

—¡Absurdo! —replicó Tom Hunter, destrozando con su bowieknife5 los brazos de la butaca en que estaba sentado—. Y en el extremo a que han llegado las cosas no nos queda ya más recurso que plantar tabaco y destilar aceite de ballena.

—¡Cómo! —exclamó J. T. Maston con voz atronadora—. ¿No dedicaremos los últimos años de nuestra existencia al perfeccionamiento de las armas de fuego? ¿No ha de presentarse una nueva ocasión de ensayar el alcance de nuestros proyectiles? ¿Nunca más el fogonazo de nuestros cañones iluminará la atmósfera? ¿No sobrevendrá una complicación internacional que nos permita declarar la guerra a alguna potencia transatlántica? ¿No echarán los franceses a pique ni uno solo de nuestros vapores, ni ahorcarán los ingleses, con menosprecio del derecho de gentes, a tres o cuatro de nuestros compatriotas?

—¡No, Maston —respondió el coronel Blomsberry—, no tendremos tanta dicha! ¡No se producirá ni uno solo de los incidentes que tanta falta nos hacen, y aunque se produjesen, no sacaríamos de ellos ningún partido! ¡La susceptibilidad americana va desapareciendo, y vegetamos en la molicie!

—¡Sí, nos humillamos! —replicó Bilsby.

—¡Se nos humilla! —respondió Tom Hunter.

—¡Y tanto! —replicó J. T. Maston con mayor vehemencia—. ¡Sobran razones para batirnos, y no nos batimos! Se economizan piernas y brazos en provecho de gentes que no saben qué hacer de ellos. Sin ir muy lejos, se encuentra un motivo de guerra. Decid, ¿la América del Norte no perteneció en otro tiempo a los ingleses?

—Sin duda —respondió Tom Hunter, dejando con rabia quemarse en la chimenea el extremo de su muleta.

—¡Pues bien! —repuso J. T. Maston—. ¿Por qué Inglaterra, a su vez, no ha de pertenecer a los americanos?

—Sería justo —respondió el coronel Blomsberry.

—Id con vuestra proposición al presidente de los Estados Unidos —exclamó J. T. Maston— y veréis cómo la acoge.

—La acogerá mal —murmuró Bilsby entre los cuatro dientes que había salvado de la batalla.

—No seré yo —exclamó J. T. Maston— quien le dé el voto en las próximas elecciones.

—Ni yo —exclamaron de acuerdo todos aquellos belicosos inválidos.

—Entretanto, y para concluir —repuso J. T. Maston—, si no se me proporciona ocasión de ensayar mi nuevo mortero sobre un verdadero campo de batalla, presentaré mi dimisión como miembro del Gun-Club, y me sepultaré en las soledades de Arkansas.

—Donde os seguiremos todos —respondieron los interlocutores del audaz J. T. Maston.

Tal era el estado de cosas. La exasperación de los ánimos iba en progresivo aumento, y el Club se hallaba amenazado de una próxima disolución, cuando sobrevino un acontecimiento inesperado que impidió tan sensible catástrofe.

Al día siguiente de la acalorada conversación de la que acabamos de dar cuenta, todos los miembros de la sociedad recibieron una circular concebida en los siguientes términos:

«Baltimore, 3 de octubre.

»El presidente del Gun-Club tiene el honor de prevenir a sus colegas que en la sesión del 5 del corriente les dirigirá una comunicación de la mayor importancia, por lo que les suplica que, cualesquiera que sean sus ocupaciones, acudan a la cita que les da por la presente.

»Su afectísimo colega,

IMPEY BARBICANE, P. G. C.»

II

COMUNICACIÓN DEL PRESIDENTE BARBICANE

El 5 de octubre, a las ocho de la noche, una multitud se apiñaba en los salones del Gun-Club , 21, Union Square. Todos los miembros de la sociedad residentes en Baltimore habían acudido a la cita de su presidente.
En cuanto a los socios corresponsales, los trenes los depositaban a centenares en las estaciones de la ciudad, sin que por mucha que fuese la capacidad del salón de sesiones cupiesen todos en él. Así es que aquel concurso de sabios refluía en las salas próximas, en los corredores y hasta en los vestíbulos exteriores, donde se condensaba un gentío inmenso que deseaba con ansia conocer la importante comunicación del presidente Barbicane. Los unos empujaban a los otros, y mutuamente se atropellaban y aplastaban con esa libertad de acción característica de los pueblos educados en las ideas democráticas.
Un extranjero que se hubiese hallado aquella noche en Baltimore no habría conseguido a fuerza de oro penetrar en el gran salón, exclusivamente reservado a los miembros residentes o corresponsales, sin que nadie más pudiera ocupar en él puesto alguno; así es que los notables de la ciudad, los magistrados del consejo y la gente selecta habían tenido que mezclarse con la turba de sus administrados para coger al vuelo las noticias del interior.
La inmensa sala ofrecía a las miradas un curioso espectáculo. Aquel vasto local estaba maravillosamente adecuado a su destino. Altas columnas, formadas de cañones sobrepuestos que tenían por pedestal grandes morteros, sostenían la esbelta armazón de la bóveda, verdadero encaje de hierro fundido admirablemente recortado. Panoplias de trabucos, retacos, arcabuces, carabinas y de todas las armas de fuego antiguas y modernas cubrían las paredes entrelazándose de una manera pintoresca. La llama del gas brotaba profusamente de un millar de revólveres dispuestos en forma de lámparas, completando tan espléndido alumbrado arañas de pistolas y candelabros formados por fusiles artísticamente reunidos. Los modelos de cañones, las muestras de bronce, los blancos acribillados a balazos, las planchas destruidas por el choque de las balas del Gun-Club , el surtido de baquetones y escobillones, los rosarios de bombas, los collares de proyectiles, las guirnaldas de granadas, en una palabra, todos los útiles del artillero fascinaban por su asombrosa disposición y hacían presumir que su verdadero destino era más decorativo que mortífero.
En el puesto de preferencia, detrás de una espléndida vidriera, se veía un pedazo de recámara rota y torcida por el efecto de la pólvora, preciosa reliquia del cañón de J. T. Maston.
El presidente, con dos secretarios a cada lado, ocupaba en uno de las extremos del salón un ancho espacio entarimado. Su sillón, levantado sobre una cureña laboriosamente tallada, afectaba en su conjunto las robustas formas de un mortero de treinta y dos pulgadas, apuntando en ángulo de 90°, y estaba suspendido de dos quicios que permitían al presidente columpiarse como en una mecedora, que tan cómoda es en verano para dormir la siesta. Sobre la mesa, que era una gran plancha de hierro sostenida por seis obuses, se veía un tintero de exquisito gusto, hecho de una bala de cañón admirablemente cincelada, y un timbre que se disparaba estrepitosamente como un revólver. Durante las discusiones acaloradas, esta campanilla de nuevo género bastaba apenas para dominar la voz de aquella legión de artilleros sobreexcitados.
Delante de la mesa presidencial, los bancos, colocados de modo que formaban eses como las circunvalaciones de una trinchera, constituían una serie de parapetos del Gun-Club , y bien puede decirse que aquella noche había gente hasta en las trincheras. El presidente era bastante conocido para que nadie pudiese ignorar que no habría molestado a sus colegas sin un motivo sumamente grave.
Impey Barbicane era un hombre de unos cuarenta años, sereno, frío, austero, de un carácter esencialmente formal y reconcentrado; exacto como un cronómetro, de un temperamento a toda prueba, de una resolución inquebrantable. Poco caballeresco, aunque aventurero, siempre resuelto a trasladar del campo de la especulación al de la práctica las más temerarias empresas, era el hombre por excelencia de la Nueva Inglaterra, el nordista colonizador, el descendiente de aquellas Cabezas Redondas tan funestas a los Estuardos, y el implacable enemigo de los aristócratas del Sur, de los antiguos caballeros de la madre patria. Barbicane, en una palabra, era lo que podría calificarse como un yanqui completo.
Había hecho, comerciando con maderas, una fortuna considerable. Nombrado director de Artillería durante la guerra, se manifestó fecundo en invenciones y audaz en ideas, y contribuyó poderosamente a los progresos del Arma, dando a las investigaciones experimentales un incomparable desarrollo.
Era un personaje de mediana estatura, que por una rara excepción en el Gun-Club tenía ilesos todos los miembros. Sus facciones, acentuadas, parecían trazadas con carbón y tiralíneas, y si es cierto que para adivinar los instintos de un hombre se le debe mirar de perfil, Barbicane, mirado así, ofrecía los más seguros indicios de energía, audacia y sangre fría.
En aquel momento permanecía inmóvil en su sillón, mudo, meditabundo, con una mirada honda, medio tapada la cara por un enorme sombrero, cilindro de seda negra que parece hecho a propósito para los cráneos americanos.
A su alrededor, sus colegas conversaban estrepitosamente sin distraerle. Se interrogaban, recorrían el campo de las suposiciones, examinaban a su presidente, y procuraban, aunque en vano, despejar la incógnita de su imperturbable fisonomía.
Al dar las ocho en el reloj fulminante del gran salón, Barbicane, como impelido por un resorte, se levantó de pronto. Reinó un silencio general, y el orador, con bastante énfasis, tomó la palabra en los siguientes términos:
—Denodados colegas: mucho tiempo ha transcurrido ya desde que una paz infecunda condenó a los miembros del Gun-Club a una ociosidad lamentable. Después de un periodo de algunos años, tan lleno de incidentes, tuvimos que abandonar nuestros trabajos y detenernos en la senda del progreso. Lo proclamo sin miedo y en voz alta: toda guerra que nos obligase a empuñar de nuevo las armas sería acogida con un entusiasmo frenético.
—¡Sí, la guerra! —exclamó el impetuoso J. T. Maston.
—¡Atención! —gritaron por todos lados.
—Pero la guerra —dijo Barbicane— es imposible en las actuales circunstancias, y aunque otra cosa desee mi distinguido colega, muchos años pasarán aún antes de que nuestros cañones vuelvan al campo de batalla. Es, pues, preciso tomar una resolución y buscar en otro orden de ideas una salida al afán de actividad que nos devora.
La asamblea redobló su atención, comprendiendo que su presidente iba a abordar el punto delicado.
—Hace algunos meses, ilustres colegas —prosiguió Barbicane—, que me pregunté si, sin separarnos de nuestra especialidad, podríamos acometer alguna gran empresa digna del siglo XIX, y si los progresos de la balística nos permitirán salir airosos de nuestro empeño. He, pues, buscado, trabajado, calculado, y ha resultado de mis estudios la convicción de que el éxito coronará nuestros esfuerzos, encaminados a la realización de un plan que en cualquier otro país sería imposible. Este proyecto, prolijamente elaborado, va a ser el objeto de mi comunicación. Es un proyecto digno de vosotros, digno del pasado del Gun-Club , y que producirá necesariamente mucho ruido en el mundo.
—¿Mucho ruido? —preguntó un artillero apasionado.
—Mucho ruido en la verdadera acepción de la palabra —respondió Barbicane.
—¡No interrumpáis! —repitieron al unísono muchas voces.
—Os suplico, pues, dignos colegas —repuso el presidente—, que me otorguéis toda vuestra atención. Un estremecimiento circuló por la asamblea. Barbicane, sujetando con un movimiento rápido su sombrero en su cabeza, continuó su discurso con voz tranquila.
—No hay ninguno entre vosotros, beneméritos colegas, que no haya visto la Luna, o que, por lo menos, no haya oído hablar de ella. No os asombréis si vengo aquí a hablaros del astro de la noche. Acaso nos esté reservada la gloria de ser los colonos de este mundo desconocido. Comprendedme, apoyadme con todo vuestro poder, y os conduciré a su conquista, y su nombre se unirá a los de los treinta y seis Estados que forman este gran país de la Unión6.
—¡Viva la Luna! —exclamó el Gun-Club confundiendo en una sola todas sus voces.

El presidente Barbicane.

—Mucho se ha estudiado la Luna —repuso Barbicane—; su masa, su densidad, su peso, su volumen, su constitución, sus movimientos, su distancia, el papel que en el mundo solar representa están perfectamente determinados; se han formado mapas selenográficos con una perfección igual y tal vez superior a la de las cartas terrestres, habiendo la fotografía sacado de nuestro satélite pruebas de una belleza incomparable. En una palabra, se sabe sobre la Luna todo lo que las ciencias matemáticas, la astronomía, la geología y la óptica pueden saber; pero hasta ahora nadie ha podido establecer comunicación directa con ella.
Un vivo movimiento de interés y de sorpresa acogió esta frase del orador.
—Permitidme —prosiguió— que os recuerde, en pocas palabras, de qué manera ciertas cabezas calientes, embarcándose en viajes imaginarios, pretendieron haber penetrado los secretos de nuestro satélite. En el siglo XVII, un tal David Fabricius se vanaglorió de haber visto con sus propios ojos habitantes en la Luna. En 1649, un francés llamado Jean Baudoin publicó el Viaje hecho al mundo de la Luna por Domingo González, aventurero español. En la misma época, Cyrano de Bergerac publicó la célebre expedición que tanto éxito obtuvo en Francia. Más adelante, otro francés (los franceses se ocupan mucho de la Luna), llamado Fontenelle, escribió la Pluralidad de los mundos, obra maestra en su tiempo, pero la Ciencia, avanzando, destruye hasta las obras maestras. Hacia 1835, un opúsculo traducido del New York American nos dijo que sir John Herschell, enviado al cabo de Buena Esperanza para ciertos estudios astronómicos, consiguió, empleando al efecto un telescopio perfeccionado por una iluminación interior, acercar la Luna a una distancia de ochenta yardas7. Entonces percibió distintamente cavernas en las que vivían hipopótamos, verdes montañas veteadas de oro, carneros con cuernos de marfil, corzos blancos y habitantes con alas membranosas como las del murciélago. Aquel folleto, obra de un americano llamado Locke, alcanzó un éxito prodigioso. Pero luego se reconoció que todo era una superchería de la que fueron los franceses los primeros en reírse.
—¡Reírse de un americano! —exclamó J. T. Maston—. ¡He aquí un casus belli!
—Tranquilizaos, mi digno amigo; los franceses, antes de reírse de nuestro compatriota, cayeron en el lazo que él les tendió haciéndoles comulgar con ruedas de molino. Para terminar esta rápida historia, añadiré que un tal Hans Pfaal, de Rotterdam, ascendiendo en un globo lleno de un gas extraído del ázoe, treinta y siete veces más ligero que el hidrógeno, alcanzó la Luna después de un viaje aéreo de diecinueve días. Aquel viaje, lo mismo que las precedentes tentativas, era simplemente imaginario, y fue obra de un escritor popular de América, de un ingenio extraño y contemplativo, de Edgard Poe.
—¡Viva Edgard Poe! —exclamó la asamblea, electrizada por las palabras de su presidente.

Una tempestad de exclamaciones acogió estas palabras.

—Nada más digo —repuso Barbicane— de esas tentativas que llamaré puramente literarias, de todo punto insuficientes para establecer relaciones formales con el astro de la noche. Debo, sin embargo, añadir que algunos caracteres prácticos trataron de ponerse en comunicación con él, y así es que, años atrás, un geómetra alemán propuso enviar una comisión de sabios a los páramos de Siberia. Allí, en aquellas vastas llanuras, se debían trazar inmensas figuras geométricas, dibujadas por medio de reflectores luminosos, entre otras el cuadrado de la hipotenusa, llamado vulgarmente en Francia el puente de los asnos. «Todo ser inteligente —decía el geómetra— debe comprender el destino científico de esta figura. Los selenitas, si existen, responderán con una figura semejante, y una vez establecida la comunicación, fácil será crear un alfabeto que permita conversar con los habitantes de la Lunar.» Así hablaba el geómetra alemán, pero no se ejecutó su proyecto, y hasta ahora no existe lazo alguno directo entre la Tierra y su satélite. Pero está reservado al genio práctico de los americanos ponerse en relación con el mundo sideral. El medio de llegar a tan importante resultado es sencillo, fácil, seguro, infalible, y él va a ser el objeto de mi proposición.
Un gran murmullo, una tempestad de exclamaciones acogió estas palabras. No hubo entre los asistentes uno solo que no se sintiera dominado, arrastrado, arrebatado por las palabras del orador.
¡Atención! ¡Atención! ¡Silencio! —gritaron por todas partes.
Calmada la agitación, Barbicane prosiguió con una voz más grave su interrumpido discurso.

III

EFECTOS DE LA COMUNICACIÓN DE BARBICANE

Es imposible pintar el efecto producido por las últimas palabras del ilustre presidente. ¡Qué gritos! ¡Qué vociferaciones! ¡Qué sucesión de vítores, de hurras, de ¡hip, hip! y de todas las onomatopeyas con que el entusiasmo condimenta la lengua americana! Aquello era un desorden, una barahúnda indescriptible. Las bocas gritaban, las manos palmoteaban, los pies sacudían el entarimado de los salones. Todas las armas de aquel museo de artillería, disparadas a la vez, no hubieran agitado con más violencia las ondas sonoras. No es extraño. Hay artilleros casi tan retumbantes como sus cañones.
Barbicane permanecía tranquilo en medio de aquellosclamores entusiastas. Sin duda quería dirigir aún algunas palabras a sus colegas, pues sus gestos reclamaron silencio y su timbre fulminante se extenuó a fuerza de detonaciones. Ni siquiera se oyó. Luego le arrancaron de su asiento, le llevaron en triunfo, y pasó de las manos de sus fieles camaradas a los brazos de una muchedumbre no menos enardecida.
No hay nada que asombre a un americano. Se ha repetido con frecuencia que la palabra imposible no es francesa: los que tal han dicho han tomado un diccionario por otro. En América todo es fácil, todo es sencillo, y en cuanto a dificultades mecánicas, todas mueren antes de nacer. Entre el proyecto de Barbicane y su realización, no podía haber un verdadero yanqui que se permitiese entrever la apariencia de una dificultad. Cosa dicha, cosa hecha.
El paseo triunfal del presidente se prolongó hasta muy entrada la noche. Fue una verdadera marcha a la luz de innumerables antorchas. Irlandeses, alemanes, franceses, escoceses, todos los individuos heterogéneos de que se compone la población de Maryland gritaban en su lengua materna, y los vítores, loshurras y los bravos se mezclaban en un confuso e inenarrable estrépito.
Precisamente la Luna, como si hubiese comprendido que era de ella de quien se trataba, brillaba entonces con serena magnificencia, eclipsando con su intensa irradiación las luces circundantes. Todos los yanquis dirigían sus miradas a su centelleante disco. Algunos la saludaron con la mano, otros la llamaban con los dictados más halagüeños; éstos la medían con la mirada, aquéllos la amenazaban con el puño, y en las cuatro horas que median entre las ocho y las doce de la noche, un óptico de Jones Fall labró su fortuna vendiendo anteojos. El astro de la noche era mirado con tanta avidez como una hermosa lady de alto copete. Los americanos hablaban de él como si fuesen sus propietarios. Hubiérase dicho que la casta Diana pertenecía ya a aquellos audaces conquistadores y formaba parte del territorio de la Unión. Y sin embargo, no se trataba más que de enviarle un proyectil, manera bastante brutal de entrar en relaciones, aunque sea con un satélite, pero muy en boga en las naciones civilizadas.
Acababan de dar las doce, y el entusiasmo no se apagaba. Seguía siendo igual en todas las clases de la población; el magistrado, el sabio, el hombre de negocios, el mercader, el mozo de cuerda, las personas inteligentes y las gentes incultas se sentían heridas en la fibra más delicada. Tratábase de una empresa nacional. La ciudad alta, la ciudad baja, los muelles bañados por las aguas del Patapsco, los buques anclados no podían contener la multitud, ebria de alegría, y también de gin y de whisky. Todos hablaban, peroraban, discutían, aprobaban, aplaudían, lo mismo los ricos arrellanados muellemente en el sofá de los barroms9delante de su sopa de sherry cobbler10, que el waterman11que se emborrachaba con el quebrantapechos12en las tenebrosas tabernas del Fells Point.
Sin embargo, a cosa de las dos la conmoción se calmó. El presidente Barbicane pudo volver a su casa estropeado, quebrantado, molido. Un hércules no hubiera resistido un entusiasmo semejante. La multitud abandonó poco a poco plazas y calles. Los cuatro trenes de Ohio, de Susquehanna, de Filadelfia y de Washington, que convergen en Baltimore, arrojaron al público heterogéneo a los cuatro puntos cardinales de los Estados Unidos, y la ciudad adquirió una tranquilidad relativa.

El paseo triunfal del presidente a la luz de innumerables antorchas.

Se equivocaría el que creyese que durante aquella memorable noche quedó la agitación circunscrita dentro de Baltimore. Las grandes ciudades de la Unión, Nueva York, Boston, Albany, Washington, Richmond, Crescent City13, Charleston, Mobile, desde Texas a Massachusetts, desde Michigan a Florida, participaron todas del delirio. Los treinta mil socios corresponsales del Gun-Club conocían la carta de su presidente y aguardaban con igual impaciencia la famosa comunicación del 5 de octubre. Aquella misma noche, las palabras del orador, a medida que salían de sus labios, corrían por los hilos telegráficos que atraviesan en todos los sentidos los Estados de la Unión, a una velocidad de 248.447 millas por segundo. Podemos, pues, decir con una exactitud absoluta, que los Estados Unidos de América, diez veces mayores que Francia, lanzaron en el mismo instante un solo hurra, y que veinticinco millones de corazones, henchidos de orgullo, palpitaron con un solo latido.
Al día siguiente, mil quinientos periódicos diarios, semanales, bimensuales o mensuales se apoderaron de la cuestión, y la examinaron bajo sus diferentes aspectos físicos, meteorológicos, económicos y morales, y hasta bajo el punto de vista de la preponderancia política y de su influencia civilizadora. Algunos se preguntaron si la Luna era un mundo extinguido, y si no experimentaría ya ninguna transformación. ¿Se parecía a la Tierra durante los tiempos en que no había aún atmósfera? ¿Qué espectáculo presentaría al hacerse visible la faz que desconoce el esferoide terrestre?
Aunque no se tratara más que de enviar una bala al astro de la noche, todos veían en este hecho el punto de partida de una serie de experimentos; todos esperaban que América penetraría los últimos secretos de aquel disco misterioso, y algunos hablaban ya de las sensibles perturbaciones que acarrearía su conquista al equilibrio europeo.
Discutido el proyecto, no hubo un solo periódico que pusiese su realización en duda. Las colecciones, los folletos, las gacetas, los boletines publicados por las sociedades científicas, literarias o religiosas hicieron resaltar sus ventajas, y la Sociedad de Historia Natural de Boston, la Sociedad Americana de Ciencias y Artes de Albany, y la Sociedad de Geografía y Estadística de Nueva York, la Sociedad Filosófica Americana de Filadelfia, el Instituto Sunthosontana de Washington, enviaron mil cartas de felicitación al Gun-Club , con ofrecimientos de apoyo y dinero.
Nunca proposición alguna había obtenido tan numerosas adhesiones. No hubo ninguna inquietud, ninguna vacilación, ninguna duda. En cuanto a las chanzonetas, a las caricaturas, a las canciones burlescas que hubieran acogido en Europa, y particularmente en Francia, la idea de enviar un proyectil a la Luna, hubieran desacreditado al que los hubiese permitido, y todos los life preservers14del mundo hubieran sido impotentes para librarse de la indignación general. Hay cosas de las que nadie suele reírse en el Nuevo Mundo.
Impey Barbicane fue desde aquel día uno de los más grandes ciudadanos de los Estados Unidos, algo como si dijéramos el Washington de la Ciencia, y un rasgo de los muchos que pudiéramos citar bastará para demostrar a qué extremo llegó la idolatría que a todo un pueblo merecía un hombre.
Algunos días después de la famosa sesión del Gun-Club

IV

RESPUESTA DEL OBSERVATORIO DE CAMBRIDGE

Sin embargo, Barbicane no perdió un solo instante en medio de las ovaciones de que era objeto. Lo primero que hizo fue reunir a sus colegas en el salón de conferencias del Gun-Club , donde después de una concienzuda discusión se convino en consultar a los astrónomos sobre la parte astronómica de la empresa. Conocida la respuesta, se debían discutir los medios mecánicos, no descuidando ni lo más insignificante para asegurar el buen éxito de tan gran experimento.
Se redactó, pues, y se dirigió al observatorio de Cambridge, en Massachusetts, una nota muy precisa que contenía preguntas especiales. La ciudad de Cambridge, donde se fundó la primera universidad de los Estados Unidos, es justamente célebre por su observatorio astronómico. Allí se encuentran reunidos sabios del mayor mérito, y allí funciona el poderoso anteojo que permitió a Bond resolver en estrellas las nebulosas de Andrómeda, y a Clarke descubrir el satélite de Sirio. Aquel célebre establecimiento tenía, por consiguiente, adquiridos muchos títulos honrosos que justificaban la consulta del Gun-Club .
Dos días después, la respuesta, tan impacientemente esperada, llegó a manos del presidente Barbicane. Estaba concebida en los siguientes términos:

El director del observatorio de Cambridge al presidente del «Gun-Club» en Baltimore

Cambridge, 7 de octubre

«Al recibir vuestra carta del 6 del corriente, dirigida al observatorio de Cambridge en nombre de los miembros del Gun-Club de Baltimore, nuestra junta directiva se ha reunido en el acto y ha resuelto responder lo que sigue:
»Las preguntas que se le dirigen son:
»1.ª ¿Es posible enviar un proyectil a la Luna?
»2.ª ¿Cuál es la distancia exacta que separa a la Tierra de su satélite?
»3.ª ¿Cuál será la duración del viaje del proyectil, dándole una velocidad inicial suficiente y, por consiguiente, en qué momento preciso deberá dispararse para que encuentre a la Luna en un punto determinado?
»4.ª ¿En qué momento preciso se presentará la Luna en la posición más favorable para que el proyectil la alcance?
»5.ª ¿A qué punto del cielo se deberá apuntar el cañón destinado a lanzar el proyectil?
»6.ª ¿Qué sitio ocupará la Luna en el cielo en el momento de disparar el proyectil?
»Respuesta a la primera pregunta: ¿Es posible enviar un proyectil a la Luna?
»Sí, es posible enviar un proyectil a la Luna, si se llega a dar a este proyectil una velocidad inicial de doce mil yardas por segundo. El cálculo demuestra que esta velocidad es suficiente. A medida que se aleja de la Tierra, la acción del peso disminuirá en razón inversa del cuadrado de las distancias, es decir, que para una distancia tres veces mayor esta acción será nueve veces menor. En consecuencia, el peso de la bala disminuirá rápidamente, y se anulará del todo en el momento de quedar equilibrada la atracción de la Luna con la de la Tierra, es decir, a los 47/58 del trayecto. En aquel momento el proyectil no tendrá peso alguno, y, si salva aquel punto, caerá sobre la Luna por el solo efecto de la atracción lunar. La posibilidad teórica del experimento queda, pues, absolutamente demostrada, dependiendo únicamente su éxito de la potencia de la máquina empleada.
»Respuesta a la segunda pregunta: ¿Cuál es la distancia exacta que separa a la Tierra de su satélite?
»La Luna no describe alrededor de la Tierra una circunferencia, sino una elipse, de la cual nuestro Globo ocupa uno de los focos, y por consiguiente la Luna se encuentra a veces más cerca y a veces más lejos de la Tierra, o, hablando en términos técnicos, a veces en su apogeo y a veces en su perigeo. La diferencia en el espacio entre su mayor y menor distancia es bastante considerable para que se la deba tener en cuenta. La Luna en su apogeo se halla a 247.552 millas (99.640 leguas de 4 kilómetros), y en su perigeo, a 218.895 millas (88.010 leguas), lo que da una diferencia de 28.657 millas (11.630 leguas), que son más de una novena parte del trayecto que el proyectil ha de recorrer. La distancia perigea de la Luna es, pues, la que debe servir de base a los cálculos.
»Respuesta a la tercera pregunta: ¿Cuál será la duración del viaje del proyectil, dándole una velocidad inicial suficiente y, por consiguiente, en qué momento preciso deberá dispararse para que encuentre a la Luna en un punto determinado?
»Si la bala conservase indefinidamente la velocidad inicial de doce mil yardas por segundo que le hubiesen dado al partir, no tardaría más que unas nueve horas en llegar a su destino; pero como esta velocidad inicial va continuamente disminuyendo, resulta, por un cálculo riguroso, que el proyectil tardará trescientos mil segundos, o sea ochenta y tres horas y veinte minutos en alcanzar el punto en que se hallan equilibradas las atracciones terrestre y lunar, y desde dicho punto caerá sobre la Luna en cincuenta mil segundos, o sea trece horas, cincuenta y tres minutos y veinte segundos. Convendrá, pues, dispararlo noventa y siete horas, trece minutos y veinte segundos antes de la llegada de la Luna al punto a que se haya dirigido el disparo.
»Respuesta a la cuarta pregunta: ¿En qué momento preciso se presentará la Luna en la posición más favorable para que el proyectil la alcance?
»Después de lo que se ha dicho, es evidente que debe escogerse la época en que se halle la Luna en su perigeo, y al mismo tiempo el momento en que pase por el cenit17, lo que disminuirá el trayecto en una distancia igual al radio terrestre o sea 3.919 millas, de suerte que el trayecto definitivo será de 214.966 millas (86.410 leguas). Pero si bien la Luna pasa todos los meses por su perigeo, no siempre en aquel momento se encuentra en su cenit. No se presenta en estas dos condiciones sino a muy largos intervalos. Será, pues, preciso aguardar la coincidencia del paso al perigeo y al cenit. Por una feliz circunstancia, el 4 de diciembre del año próximo la Luna ofrecerá estas dos condiciones: a las doce de la noche se hallará en su perigeo, es decir, a la menor distancia de la Tierra, y, al mismo tiempo, pasará por el cenit.

El observatorio de Cambridge.

»Respuesta a la quinta pregunta: ¿A qué punto del cielo se deberá apuntar el cañón destinado a lanzar el proyectil?
»Admitidas las precedentes observaciones, el cañón deberá apuntarse al cenit del lugar en que se haga el experimento, de suerte que el tiro sea perpendicular al plano del horizonte, y así el proyectil se librará más pronto de los efectos de la atracción terrestre. Pero para que la Luna suba al cenit de un sitio, preciso es que la latitud de este sitio no sea más alta que la declinación del astro, o, en otros términos, que el sitio no se halle comprendido entre 0° y 28° de latitud Norte o Sur18. En cualquier otro punto, el tiro tendría que ser necesariamente oblicuo, lo que contraría el buen resultado del experimento.
»Respuesta a la sexta pregunta: ¿Qué sitio ocupará la Luna en el cielo en el momento de disparar el proyectil?
»En el acto de lanzar la bala al espacio, la Luna, que avanza diariamente 13° 10' y 35", deberá encontrarse alejada del punto cenital cuatro veces esta distancia, o sea 52° 42' y 20", espacio que corresponde al camino que ella hará mientras dure el avance del proyectil. Pero como es preciso tener también en cuenta el desvío que hará sufrir a la bala el movimiento de rotación de la Tierra, y como la bala no llegará a la Luna sino después de haber sufrido una desviación igual a dieciséis radios terrestres, los cuales, contados en la órbita de la Luna, son unos 11°, éstos se deben añadir a los que expresan el retraso de la Luna, ya mencionado, o sean 64°. Así, pues, en el momento del tiro, el rayo visual dirigido a la Luna formará con la vertical del sitio del experimento un ángulo de 64°.
»Tales son las respuestas que da el observatorio de Cambridge a las preguntas de los miembros del Gun-Club .
»En resumen:
»1.º El cañón deberá colocarse en un país situado entre 0° y 28° de latitud Norte o Sur.
»2.º Deberá apuntarse al cenit del sitio del experimento.
»3.º El proyectil deberá estar dotado de una velocidad inicial de 12.000 yardas por segundo.
»4.º Deberá dispararse el 1.º de diciembre del año próximo a las once horas menos tres minutos y veinte segundos.
»5.° Encontrará a la Luna cuatro días después de su partida, el 4 de diciembre, a las doce de la noche en punto, en el momento de pasar por el cenit.
»Los miembros del Gun-Club

V

LA NOVELA DE LA LUNA

Un observador dotado de una vista infinitamente penetrante, y colocado en este centro desconocido a cuyo alrededor gravita el mundo, había visto en la época caótica del Universo miríadas de átomos que poblaban el espacio. Pero poco a poco, pasando siglos y siglos, se produjo una variación, manifestándose una ley de atracción, a la cual se subordinaron los átomos hasta entonces errantes. Aquellos átomos se combinaron químicamente según sus afinidades, se hicieron moléculas y formaron esas acumulaciones nebulosas de que están sembradas las profundidades del espacio.
Animó luego aquellas acumulaciones un movimiento de rotación alrededor de su punto central. Aquel centro, formado de moléculas vagas, empezó a girar alrededor de sí mismo, condensándose progresivamente. Además, siguiendo leyes de mecánica inmutables, a medida que por la condensación disminuía su volumen, su movimiento de rotación se aceleró, de lo que resultó una estrella principal, centro de las acumulaciones nebulosas.
Mirando atentamente, el observador hubiera visto entonces las demás moléculas de la acumulación conducirse como la estrella central, condensarse de la misma manera por un movimiento de rotación bajo forma de innumerables estrellas. La nebulosa estaba formada. Los astrónomos cuentan actualmente cerca de 5.000 nebulosas.
Hay una entre ellas que los hombres han llamado la VíaLáctea, la cual contiene dieciocho millones de estrellas, siendo cada estrella el centro de un mundo solar.
Si el observador hubiese entonces examinado especialmente, entre aquellos dieciocho millones de astros, uno de los más modestos y menos brillantes19, una estrella de cuarto orden, la que llamamos orgullosamente el Sol, todos los fenómenos a que se debe la formación del Universo se hubieran realizado sucesivamente a su vista.
Hubiera visto al Sol, en estado gaseoso aún y compuesto de moléculas movibles, girando alrededor de su eje para consumar su trabajo de concentración. Este movimiento, sometido a las leyes de la mecánica, se hubiese acelerado con la disminución de volumen, llegando un momento en que la fuerza centrífuga prevaleciese sobre la centrípeta, que tiende a impeler las moléculas hacia el centro.
Entonces, a la vista del observador se habría presentado otro fenómeno. Las moléculas situadas en el plano del ecuador, escapándose como la piedra de una honda que se rompe súbitamente, habrían ido a formar alrededor del Sol varios anillos concéntricos semejantes a los de Saturno. Aquellos anillos de materia cósmica, dotados a su vez de un movimiento de rotación alrededor de la masa central, se habrían roto y descompuesto en nebulosidades secundarias, es decir, en planetas.
Si el observador hubiese entonces concentrado en estos planetas toda su atención, les habría visto conducirse exactamente como el Sol y dar nacimiento a uno o más anillos cósmicos, origen de esos astros de orden inferior que se llaman satélites.
Así, pues, subiendo del átomo a la molécula, de la molécula a la acumulación, de la acumulación a la nebulosa, de la nebulosa a la estrella principal, de la estrella principal al Sol, del Sol al planeta y del planeta al satélite, tenemos toda la serie de las transformaciones experimentadas por los cuerpos celestes desde los primeros días del mundo.
El Sol parece perdido en las inmensidades del mundo estelar, y, sin embargo, según las teorías que actualmente privan en la Ciencia, se había subordinado a la nebulosa de la Vía Láctea. Centro de un mundo, aunque tan pequeño parece en medio de las regiones etéreas, es, sin embargo, enorme, pues su volumen es un millón cuatrocientas mil veces mayor que el de la Tierra. A su alrededor gravitan ocho planetas, salidos de sus mismas entrañas en los primeros tiempos de la Creación. Estos planetas, enumerándolos por el orden de su proximidad, son: Mercurio, Venus, Tierra, Marte, Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno. Además, entre Marte y Júpiter circulan regularmente otros cuerpos menos considerables, restos errantes tal vez de un astro hecho pedazos, de los cuales el telescopio ha reconocido ya ochenta y dos20.
De estos servidores que el Sol mantiene en su órbita elíptica por la gran ley de la gravitación, algunos poseen también sus satélites. Urano tiene ocho; Saturno otros tantos; Júpiter, cuatro; Neptuno, tres; la Tierra, uno. Este último, uno de los menos importantes del mundo solar, se llama Luna, y es el que el genio audaz de los americanos pretendía conquistar.
El astro de la noche, por su proximidad relativa y el espectáculo rápidamente renovado de sus diversas fases, compartió con el Sol, desde los primeros días de la Humanidad, la atención de los habitantes de la Tierra. Pero el Sol ofende los ojos al mirarlo, y los torrentes de luz que despide obligan a cerrarlos a los que los contemplan.
La plácida Febe, más humana, se deja ver complaciente con su modesta gracia; agrada a la vista, es poco ambiciosa y, sin embargo, se permite alguna vez eclipsar a su hermano, el radiante Apolo, sin ser nunca eclipsada por él. Los mahometanos, comprendiendo el reconocimiento que debían a esta fiel amiga de la Tierra, han tomado su revolución por regla de sus meses21.
Los primeros pueblos tributaron un culto muy preferente a esta casta deidad. Los egipcios la llamaban Isis; los fenicios, Astarté; los griegos la adoraron bajo el nombre de Febe, hija de Latona y de Júpiter, y explicaban sus eclipses por las visitas misteriosas de Diana al bello Endimión. Según la leyenda mitológica, el león de Nemea recorrió los campos de la Luna antes de su aparición en la Tierra, y el poeta Agesianax, citado por Plutarco, celebró en sus versos aquella amable boca, aquella nariz encantadora, aquellos dulces ojos, formados por las partes luminosas de la adorable Selene.
Pero si bien los antiguos comprendieron a las mil maravillas el carácter, el temperamento, en una palabra, las cualidades morales de la Luna bajo el punto de vista mitológico, los más sabios que había entre ellos permanecieron muy ignorantes en selenografía.
Sin embargo, algunos astrónomos de épocas remotas descubrieron ciertas particularidades confirmadas actualmente por la Ciencia. Si bien los acadios pretendieron haber habitado la Tierra en una época en que la Luna no existía aún, si bien Simplicio la creyó inmóvil y colgada de la bóveda de cristal, si bien Tasio la consideró como un fragmento desprendido del disco solar; si bien Clearco, el discípulo de Aristóteles, hizo de ella un bruñido espejo en que se reflejaban las imágenes del océano; si bien otros, en fin, no vieron en ella más que una acumulación de vapores exhalados por la Tierra o un globo medio fuego, medio hielo, que giraba alrededor de sí mismo, algunos sabios, por medio de observaciones sagaces, a falta de instrumentos de óptica, sospecharon la mayor parte de las leyes que rigen al astro de la noche.
Tales de Mileto, 600 años antes de Jesucristo, emitió la opinión de que la Luna estaba iluminada por el Sol. Aristarco de Samos dio la verdadera explicación de sus fases. Cleómedes enseñó que brillaba con una luz refleja. El caldeo Beroso descubrió que la duración de su movimiento de rotación era igual a la de su movimiento de traslación, y así explicó cómo la Luna presenta siempre la misma faz. Por último, Hiparco, dos siglos antes de la era cristiana, reconoció algunas desigualdades en los movimientos aparentes del satélite de la Tierra.
Estas distintas observaciones se confirmaron después, y de ellas sacaron partido nuevos astrónomos. Tolomeo, en el siglo II, y el árabe Abul Wefa, en el siglo X, completaron las observaciones de Hiparco sobre las desigualdades que sufre la Luna siguiendo la línea tortuosa de su órbita, bajo la acción del Sol. Después, Copérnico, en el siglo xv, y Tycho Brahe, en el siglo xvi, expusieron completamente el sistema solar y el papel que desempeña la Luna entre los cuerpos celestes.
Ya en aquella época, sus movimientos estaban casi determinados; pero de su constitución física se sabía muy poca cosa. Entonces fue cuando Galileo explicó los fenómenos de luz producidos en ciertas fases por la existencia de montañas, a las que dio una altura media de 4.500 toesas.
Después Hevelius, un astrónomo de Danzig, rebajó a 2.600 toesas las mayores alturas, pero su compañero, Riccioli, las elevó a 7.000.
A fines del siglo XVIII, Herschel, armado de un poderoso telescopio, redujo mucho las precedentes medidas. Dio 2.900 toesas a las montañas más elevadas, y redujo por término medio las diferentes alturas a 400 toesas solamente. Pero Herschel se equivocaba también, y se necesitaron las observaciones de Schoeter, Louville, Halley, Nasmith, Bianchini, Pastori, Lohrman, Gruithuisen y, sobre todo, los minuciosos estudios de Beer y de Moedler, para resolver la cuestión de una manera definitiva. Gracias a los mencionados sabios, la elevación de las montañas de la Luna se conoce en la actualidad perfectamente. Beer y Moedler han medido 1.905 alturas, de las cuales seis pasan de 2.600 toesas y veintidós pasan de 2.40022. La más alta cima sobresale de la superficie del disco lunar 3.801 toesas.
Al mismo tiempo, se completaba el reconocimiento del disco de la Luna, el cual aparecía acribillado de cráteres, confirmándose en todas las observaciones su naturaleza esencialmente volcánica. De la falta de refracción en los rayos de los planetas que ella oculta se deduce que le falta casi absolutamente atmósfera. Esta carencia de aire supone falta de agua y, por consiguiente, los selenitas, para vivir en semejantes condiciones, deben tener una organización especial y diferenciarse singularmente de los habitantes de la Tierra.
Por último, gracias a nuevos métodos, instrumentos más perfeccionados registraron ávidamente la Luna, no dejando inexplorado ningún punto en su hemisferio, no obstante medir su diámetro 2.150 millas23 y ser su superficie igual a una 13.ª parte de la del Globo24, y su volumen una 49.ª parte de la esfera terrestre; pero ninguno de estos secretos podía serlo eternamente para los sabios astrónomos, que llevaron más lejos aún sus prodigiosas observaciones.
Ellos notaron que, durante el plenilunio, el disco aparecía en ciertas partes surcado de líneas blancas, y durante las fases, marcado de líneas negras. Estudiando estas líneas con mayor precisión, llegaron a darse cuenta exacta de su naturaleza. Aquellas líneas eran surcos largos y estrechos, abiertos entre bordes paralelos que terminaban generalmente en las márgenes de los cráteres. Tenían una longitud comprendida entre 10 y 100 millas, y una anchura de 800 toesas. Los astrónomos las llamaron ranura, pero darles este nombre es todo lo que supieron hacer. En cuanto a averiguar si eran lechos secos de antiguos ríos, no pudieron resolverlo de una manera concluyente. Los americanos esperaban poder, un día u otro, determinar este hecho geológico. Se reservaban igualmente la gloria de reconocer aquella serie de parapetos paralelos, descubiertos en la superficie de la Luna por Gruithuisen, sabio profesor de Munich, que las consideró como un sistema de fortificaciones levantadas por los ingenieros selenitas. Estos dos puntos, aún oscuros, y otros sin duda, no podían aclararse definitivamente, sino por medio de una comunicación directa con la Luna.

Vista de la Luna.

VI

LO QUE NO ES POSIBLE DUDAR Y LO QUE NO ES PERMITIDO CREER EN LOS ESTADOS UNIDOS

La proposición de Barbicane había tenido por resultado inmediato el poner sobre el tapete todos los hechos astronómicos relativos al astro de la noche. Todos los ciudadanos de la Unión se dieron a estudiarlo asiduamente. Hubiérase dicho que la Luna aparecía por primera vez en el horizonte y que nadie hasta entonces la había entrevisto siquiera en el cielo. Se puso de moda, era el alma de todas las conversaciones, sin menoscabo de su modestia, y tomó sin envanecerse un puesto de preferencia entre los astros. Los periódicos reprodujeron las anécdotas añejas en que el Solde los lobos