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La fiesta en la que se celebraba la elección de la novia del pueblo estaba siendo un éxito, hasta que la bibliotecaria Katie Fenton descubrió que la habían emparejado con un desconocido. Así fue como la mujer más bella del pueblo se encontró frente a frente con el guapísimo empresario Justin Caldwell. Después de la falsa boda, entre los novios se encendió la chispa de la pasión… que no hizo más que aumentar cuando se quedaron atrapados por la nieve. Pero los rumores decían que Justin sentía aversión por el magnate local Caleb Douglas, y Katie pertenecía al clan de los Douglas…
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Seitenzahl: 176
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
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28001 Madrid
© 2005 Harlequin Books S.A.
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Viaje al paraíso, n.º 1621- abril 2022
Título original: Stranded With the Groom
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1105-581-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
ESPOSA por correo! —murmuró Katie Fenton—. ¿En qué estaban pensando?
En Thunder Canyon, Montana, era el primer sábado después de Año Nuevo y eso significaba que era fiesta local.
Todos los años celebraban la llegada de los pioneros en el salón de actos del ayuntamiento y todo estaba preparado para la ocasión. Había comida y bebida, muestras de artesanía local, una subasta y, conforme la tarde avanzaba, servirían una cena y habría baile.
Además, ese año, la Sociedad Histórica de Thunder Canyon había decidido hacer representaciones rememorando el pasado. Por la mañana, se había representado la leyenda local del pájaro del Trueno, una figura mítica que tomaba la forma de un hombre cada primavera y se unía a su pareja mortal en un lugar sagrado. Según la leyenda, esta feliz unión hacía que llegaran las lluvias de primavera, que las flores y las hojas de los árboles comenzaran a brotar y que la hierba creciera.
A las dos de la tarde, se había representado el descubrimiento del oro en 1862 en el arroyo Grasshoper.
Por último, a las cuatro y media, la actuación era de una esposa por correo, a la cual tenía que interpretar Katie. Ésta llegaba en tren para encontrarse y casarse con un hombre al que nunca había visto.
Katie estaba esperando en el escenario del salón de actos. Detrás de un tren de cartón, agachada para que no se le viera la cabeza.
Se sentía totalmente desdichada. Sobre todo, porque odiaba ser el centro de atención.
Llegado el momento, tenía que abrir la puerta del tren para ir al encuentro de su «futuro marido».
Fuera hacía mucho frío. El viento soplaba con fuerza y se estaba formando una tormenta. Aunque el hombre del tiempo había dicho que no sería muy grave, la mayoría de la gente había comenzado a marcharse a sus casas.
Katie se habría ido también, encantada; pero, desafortunadamente, ese año, un empresario local había tenido la brillante idea de ofrecer cerveza gratuita. Aquello había sido todo un acontecimiento y, a una parte de los vecinos, que llevaba bebiendo desde las once o así, no les importaba que el hombre del tiempo hubiera predicho vientos fuertes o que hubiera pronosticado una tormenta de nieve. Estaban demasiado ocupados pasándoselo en grande.
—Vamos, ¿dónde está la novia? —gritó alguien.
—¡Que empiece ya! —exclamó otro en voz alta—. ¡Queremos a la novia!
—¡La novia!
—¡La novia! ¡Que empiece ya!
Katie miró con desesperación hacia el otro lado del escenario donde la dulce Emelda Roos, uno de los pocos miembros de la Sociedad Histórica que no se había ido a casa, estaba lista para poner en marcha un antiguo radiocasete.
—¡La novia, la novia!
—¡Queremos verla!
Katie le hizo una seña a Emelda con la cabeza, que puso la cinta, y dos silbidos de tren resonaron en la estancia.
Katie tomó aliento, se ajustó el sombrero, se estiró la falda del vestido estilo 1880 y abrió la puerta del tren de cartón.
Los espectadores comenzaron a silbar y a gritar.
—¡La bibliotecaria! —gritó uno de ellos—. ¡La esposa por correo es la bibliotecaria!
Otra persona le gritó:
—¡Katie! ¡Bienvenida a Thunder Canyon!
—¡Te queremos, Katie!
—Si el novio te deja plantada, yo me caso contigo, Katie.
«Genial».
Con cuidado para no tirar el tren, Katie salió para hacerle frente a la multitud. Se volvió a alisar el vestido con manos temblorosas. ¿Cómo había permitido que la metieran en aquello?, se preguntó con desesperación.
Haciendo un gran esfuerzo, se obligó a sonreír y saludó a los bebedores de cerveza, que aplaudieron y patalearon con más fuerza aún. Se quedó mirando y pensó que habría unas setenta caras sonrientes, la mayoría de ellos borrachos, y deseó estar en cualquier otra parte
El culpable de todo era el viejo Ben Saunders. El profesor de historia del instituto había sido el que había tenido la brillante idea y, a la Sociedad Histórica, le había encantado. Como la mayoría de los miembros de la sociedad tenían más de cuarenta años y los otros dos más jóvenes ya habían actuado, decidieron que Katie debía hacer de novia.
Había intentado decir que no; pero nadie estaba dispuesto a aceptar. Y allí estaba, sola delante de un tren de cartón.
Ben iba a haber hecho de novio; sin embargo, se había levantado ese día con unos terribles dolores de vientre y había tenido que ir corriendo al hospital para que le operaran de una apendicitis.
Luego, el cielo se oscureció y comenzaron a caer los primeros copos de nieve. La mayoría de los miembros de la sociedad, excepto Emelda, habían decidido irse a casa. Ellos lo habían planeado todo y ahora Katie estaba allí sola en el escenario, temblando por los nervios.
Dado que el «futuro marido» estaba en el hospital, casi había conseguido que se cancelara aquella ridícula exhibición. Pero, entonces, hacía una media hora, un hombre que no era del pueblo llamado Justin Cadwel había aceptado ocupar el lugar de Ben. Cadwel era socio de Caleb Douglas, un constructor dueño de medio pueblo que resultaba ser el segundo padre de Katie. Caleb lo había convencido para que hiciera de novio. El pobre hombre se había resistido al principio; pero, como Caleb insistía tanto, no pudo negarse.
Y hablando de Justin Cadwel…
¿Dónde estaba?
Katie miró a su alrededor buscando a su «futuro marido». Si no aparecía pronto, uno de los borrachos de abajo subiría a ocupar su lugar.
Pero no; allí estaba.
Llegaba por el pasillo, con unos pantalones de la época con unos ridículos tirantes rojos y unas botas del siglo XIX.
Katie se concentró en sus ojos azules penetrantes y sintió un escalofrío. A pesar del atuendo, tenía un aspecto fantástico.
Katie sonrió agradecida al verlo.
Ya que tenía que hacer el tonto, al menos iba a ser con el hombre más guapo que conocía. Y, aparte de ser guapo, tenía el atractivo añadido de que estaba sobrio.
—¡El novio! —gritó alguien—. ¿Dónde está el novio?
—Aquí —Justin Cadwel respondió con tono firme. Se quitó el sombrero de fieltro y lo agitó en el aire para que todos lo vieran.
—¡Ve a por tu mujer!
—Sí, hombre. ¡No le hagas esperar más!
Justin Cadwel sonrió.
Subió los escalones hacia el escenario y se acercó a Katie con pasos largos y decididos. Al llegar a su lado, le hizo una reverencia con el sombrero.
El corazón de ella comenzó a latir a toda velocidad.
Entonces, él le tomó de la mano y, antes de que pudiera apartarla, se la llevó a los labios.
La multitud silbó y pataleó mientras Katie, paralizada, disfrutaba de sus labios cálidos y de la firmeza de su mano.
Se quedó mirando aquellos ojos azules y sintió que en su cabeza estallaban fuegos artificiales. Haciendo un esfuerzo, retiró la mano.
El socio de Caleb asintió y se volvió a poner su absurdo sombrero. Parecía tranquilo; como si hiciera aquello cada día. Se acercó a ella para susurrarle al oído con voz aterciopelada.
—¿Y ahora qué?
—Bueno, yo… —Katie volvió a tomar aliento. Sabía que su cara estaba roja como la grana.
—¡Bésala! —gritó alguien—. ¡Dale un beso que se caiga redonda!
Todos aplaudieron la idea y Katie se juró que el año siguiente no habría cerveza gratis para nadie.
—Sí —gritó otro—. ¡Un beso!
—¡Con lengua!
Afortunadamente, a Justin Cadwel no se le ocurrió secundar la idea.
—Los espectadores se están poniendo nerviosos —dijo en voz baja—. Tenemos que hacer algo…
—La… la ceremonia…
Él sonrió.
—Claro. ¿Dónde está el cura?
¿Dónde estaba Andy Rickenbautem? El viejo contable tenía que casarlos; pero Katie no lo veía por ninguna parte. Probablemente, como la mayoría de los miembros de la sociedad, se había marchado a casa.
Quizás Caleb, que había tenido la terrible idea de llevar allí a Justin, los ayudara y hacía él el papel de Andy. Pero no; Caleb también debía haberse marchado. Y Adele, su mujer, la que se había encargado de Katie desde que era una adolescente y la había criado como si fuera suya, tampoco estaba a la vista.
En el museo, a pocas manzanas de distancia, la sociedad había preparado una recepción con canapés y bebidas. La idea era que todos fueran con el novio y la novia allí después de la ceremonia para disfrutar de un aperitivo y, con un poco de suerte, para que hicieran alguna donación. Después volverían al ayuntamiento para cenar y bailar hasta bien entrada la noche.
Pero si no había boda, ¿cómo iban a tener una recepción?
Estaba claro que habría que cancelarlo todo.
Katie hizo un esfuerzo para mirar a la multitud.
—Disculpen. Me temo que no hay nadie que haga de reverendo, así que…
Una voz tronó en el salón.
—Permítanme hacer los honores.
Todas las cabezas se volvieron hacia la voz. Un hombre de barba, de aspecto austero, anunció:
—Estaría orgulloso de unir a una pareja tan bonita en sagrado matrimonio.
Alguien gritó.
—¿Y quién diablos es éste?
El hombre alto, vestido de negro, se acercó al escenario. Subió los escalones y se puso al lado de Katie y su «novio».
—El reverendo Josiah Green, para servirle, señorita —dijo, mirando a Katie. Después se giró hacia Justin—: Caballero.
Alguien soltó una carcajada tremenda.
—Claro que sí. El reverendo. Ésa sí que es buena…
—Es perfecto —dijo alguien—. Si parece un cura de verdad.
El reverendo, con aspecto circunspecto, hizo una reverencia a la multitud que le respondió con sus silbidos habituales. El hombre caminó hacia la mesa del otro extremo del escenario.
—Ya lo tienen todo preparado.
Sobre la mesa había una Biblia, una pluma de 1880 en su tintero y una copia de una licencia auténtica de finales del siglo XIX.
Emelda, sonriendo dulcemente, salió de las bambalinas.
La multitud la recibió con un gran aplauso mientras ella agarraba la Biblia y se la daba al «cura».
El hombre se aclaró la garganta.
—Pónganse en pie. Y vosotros, Katie, Justin y Emelda, aquí.
Katie, Justin y Emelda ocuparon los sitios que el señor Green indicaba.
El hombre de negro abrió la Biblia y la gente se quedó en silencio.
—Que los novios se tomen de la mano —les dijo. Cadwel se quitó el sombrero y lo dejó en el suelo. Después, tomó la mano de Katie y la miró con una sonrisa. Ella se obligó a sonreír y, aunque su contacto hacía que la recorriera un escalofrío, hizo un esfuerzo para no retirar la mano.
«El reverendo» comenzó a decir:
—Estamos hoy aquí reunidos…
Era una sensación muy extraña. Estar allí en un escenario de madera con un tren de cartón detrás de ellos y el viento soplando por las ventanas mientras el reverendo recitaba las palabras tan conocidas de la ceremonia del matrimonio.
La multitud estaba en silencio. Y las palabras eran preciosas. El practicante preguntó si había alguien allí que tuviera algún motivo por el que Justin y Katie no pudieran casarse. Nadie dijo nada.
—Entonces, continuemos…
Y Katie y el extraño que tenía a su lado intercambiaron sus votos.
—Yo os declaro marido y mujer —dijo el reverendo, y ella tuvo que hacer un esfuerzo para no ponerse a llorar. Aquella situación era realmente extraña y ella estaba emocionada.
—Ahora, puede besar a la novia.
¡Por Dios, el beso!
No le había parecido tan mal cuando había practicado con Ben. Pero Justin Cadwel era otra historia. Era tan guapo y tan atractivo… el tipo de hombre al que cualquier mujer le gustaría besar.
La verdad era que a Katie no le importaría besarlo. En absoluto. Pero en otras circunstancias.
Quizás. Si se conocieran…
¿Por qué se preocupaba tanto? El beso final era parte del programa; no habría boda sin él.
«Ya casi ha terminado», se prometió Katie mientras Cadwel se giraba hacia ella.
Dejando escapar un suspiro, ella levantó la cara, cerró los ojos y le ofreció los labios.
Pero él no la besó. Entonces, ella abrió un ojo. Justin la estaba mirando, aparentemente, esperando a que ella lo mirara. Cuando vio que lo miraba, le guiñó un ojo.
A ella le entraron unas ganas incontenibles de reír. Volvió a tomar aliento, levantó la cabeza y lo miró a los ojos. A la vez estaba intentando controlar la risa.
El hombre que tenía delante, levantó la mano. Lo hizo tan despacio y con tanto cuidado que ella ni pestañeó. Después, agarró el lazo del sombrero y lo deshizo. Con amabilidad, se lo quitó de la cabeza y sus rizos castaños, que ella tan cuidadosamente había escondido dentro, cayeron por sus hombros. Por último, le dio el sombrero a Emelda mientras, con ternura, le pasaba una mano por el pelo.
¡Por el amor de Dios! Tenía un nudo en la garganta y ganas de llorar. Aquella boda le estaba poniendo de los nervios; quizá era muy buena actriz y se estaba metiendo demasiado en el papel.
La audiencia, tan ruidosa antes, continuaba en silencio absoluto.
Justin le pasó un dedo por debajo de la barbilla y ella le ofreció la cara. Él descendió, y sus labios, con amabilidad, cubrieron los de ella. Entonces, los espectadores rompieron a aplaudir y comenzaron a silbar y a patalear.
Katie apenas los oyó. Estaba demasiado envuelta en el beso de Justin. Era un beso que comenzaba preguntando, y continuaba ofreciendo ternura para, a continuación, volverse apasionado.
¡Dios Santo! ¡Ese hombre sí que sabía besar! Ella levantó los brazos para rodearle el cuello y le devolvió el beso.
Cuando él se separó, ella se quedó mirándolo. Tenía unos ojos azules increíbles. Podría perderse en ellos y no arrepentirse nunca.
—Ejem… —el reverendo se aclaró la garganta alto y fuerte mirando a los espectadores con enfado hasta que todos quedaron en silencio.
—Todavía hay que firmar en el registro.
Katie hizo un esfuerzo por recobrar la compostura y se pasó una mano por el pelo. Mientras tanto Justin se giró para mirar al hombre que se había acercado a la mesa para rellenar la licencia. Agarró la pluma y la mojó en el tintero.
—Katie… ¿qué más?
—Fenton.
—Hable alto, señorita.
—Katie Adele Fenton —dijo ella, alto y claro.
—Y ¿Justin..?
—Cadwel —dijo él.
Ellos firmaron y el reverendo pidió dos testigos. Emelda se acercó a él y un hombre de abajo subió al escenario. Todos actuaban como si fuera de verdad.
Cuando todo estuvo listo, Josiah Green, les mostró la licencia a todos.
—Y con esto, ya tenemos a otra joven pareja felizmente unida en matrimonio.
Otra vez volvieron a aplaudir y a patalear.
Emelda dio unos pasos hacia el centro y esperó a que la multitud se calmara. Con las manos unidas por delante, les anunció que en el museo había merienda para todos.
—Todos son bienvenidos. Tomen lo que deseen y no olviden dejar una donación. Contamos con todos ustedes para que el museo sea todo un éxito. Por favor, sigan a los novios que irán para allá en carruaje.
La gente empezó a moverse de manera ruidosa. Se subieron al escenario y los rodearon, saltando y gritando. El tren de cartón se cayó al suelo y casi también tiraron la mesa antigua. Después, rodearon a Katie y a Justin, animándolos a que se movieran.
Katie no pudo evitar reírse. Para entonces, aquella situación tan loca había conseguido capturarla. Los sucesos del día habían sido muy extraños, pero también habían sido mágicos. En los labios todavía tenía el sabor de la boca de Justin. Y estaba encantada.
Aquel acto, a punto de acabar en fracaso, se había convertido en todo un éxito.
Cuando abrieron la puerta principal, el viento y el frío entraron haciendo que todos se rieran aún más fuerte. La nieve caía con tanta intensidad, que apenas se veía el otro lado de la calle.
La carreta estaba esperando por ellos y el caballo que tiraba de ella resopló como pidiendo que lo sacarán de allí. Katie había elegido el animal ella misma; se trataba de una yegua llamada Buttercup que pertenecía a la cuadra de Caleb. Era un animal de naturaleza dócil y tenía el aspecto de tener mucho frío.
—Creo que deberíamos… —no acabó la frase. Siempre había hablado muy bajo; pero, de todas formas, nadie la estaba escuchando.
La multitud les abrió la puerta y los acompañó hasta el interior del carruaje.
—Poneos las mantas que hay debajo del asiento —les gritó Emelda desde la puerta. Su cara mostraba preocupación; quizá ella también estaba pensando que aquello no era una buena idea.
Después, se encogió de hombros y los miró con una sonrisa.
Justin sacudió la nieve de un abrigo largo de lana y le ayudó a Katie a ponérselo. Después, encontró otro de caballero. Ella se había vuelto a poner el sombrero, pero él había dejado el suyo en el escenario. Afortunadamente, había guantes para los dos.
Después, sacudieron un par de mantas y se taparon con ellas. Justin se puso los guantes y Josiah Green le dio las riendas.
—Que Dios os bendiga, hijos míos —se despidió Green, como si la boda hubiera sido real.
—Gracias —murmuró Justin—. Parece que vamos a necesitarlo —miró a Katie—. ¿Adónde vamos ahora?
—Vamos todo recto; después, es la tercera calle a la izquierda.
—¿Qué? No te oigo.
Ella se obligó a levantar la voz y repetir las instrucciones.
Justin quitó el frenó y chasqueó la lengua para que el caballo comenzara a andar.
El viento soplaba con fuerza y la nieve caía en copos cada vez más grandes; sin embargo, ella se obligó a pensar que no iba a pasar nada, ya que estaban muy cerca y, según el hombre del tiempo, la tormenta pasaría rápidamente.
Sólo habían andado unos pasos y los copos ya impedían ver el ayuntamiento y a la gente que había detrás. Un minuto después, Katie ni siquiera podía oír sus voces. De repente, aquel extraño y ella estaban solos en medio de la tormenta.
Katie lo miró por encima del hombro. No se veía nada a parte de la nieve y las sombras de los edificios y de los coches a ambos lados de la calle principal.
La nieve caía con fuerza y, arrastrada por el viento, se metía dentro del carruaje. Katie se tapó con las mantas; le dolían las mejillas por el frío. Miró a Justin y él le dedicó una sonrisa. Tenía la nariz roja como un payaso, igual que las mejillas y las orejas.
Por casualidad, ella vio algo rojo a un lado de la calzada y se dio cuenta de que se trataba de la boca de incendios que había al principio de la calle del museo.
—Aquí. Gira aquí —gritó ella, alto y claro.
Al menos, iban por buen camino. Mientras continuaran por ahí, llegarían al museo que estaba al final de la calle.
El caballo avanzaba con dificultad y Katie no podía ver más allá de sus cuartos traseros. De repente, pensó que podían perderse.
—¿Todavía estamos en la avenida Elk, verdad?
—Yo no soy de aquí, ¿te acuerdas? Siento decírtelo, pero no tengo ni idea.
JUSTO cuando Katie comenzaba a temer que estaban solos y perdidos, el edificio de ladrillos de color rojo apareció a su izquierda.
—Hemos llegado —gritó, entusiasmada—. Da la vuelta al edificio. En la parte de atrás hay un cobertizo —le explicó.