Vías muertas - Jordi Matamoros Sánchez - E-Book

Vías muertas E-Book

Jordi Matamoros Sánchez

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Beschreibung

Antonio, un joven apuesto y ambicioso, necesita llevar una vida llena de lujos y comodidades que sus padres, dos personas incultas y conformistas de los que se avergüenza profundamente, nunca pudieron ofrecerle. Su gran oportunidad se presenta cuando conoce a Victoria, hija única y ojito derecho de un prestigioso abogado poseedor de una gran fortuna. Su vida es perfecta, la que siempre deseó, salvo por unos mínimos detalles: no ama a su esposa, no soporta a su suegro y jefe y descubre que la fortuna familiar está a punto de desvanecerse. La trama se va complicando con los secretos que esconde cada uno de los personajes que, poco a poco, se van entramando en un sinfín de Vías muertas. Una historia en la que el drama, la traición, la avaricia, la lujuria... son las principales protagonistas. Atención. Esta novela contiene un fuerte contenido sexual que transgrede la moral. Puede herir la sensibilidad de algunas personas.

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Jordi Matamoros Sánchez

VÍAS

MUERTAS

1ª edición: diciembre 2023

© Jordi Matamoros Sánchez

© De la presente edición Terra Ignota Ediciones

Diseño de cubierta: TastyFrog Studio

Terra Ignota Ediciones

c/ Bac de Roda, 63, Local 2

08005 – Barcelona

[email protected]

ISBN: 978-84-128088-2-7

IBIC: FF FP 2ADS 5X

Esta es una obra de ficción. Todos los personajes, nombres, diálogos, lugares y hechos que aparecen en la misma son producto de la imaginación del autor, o bien han sido utilizados en el marco de la ficción. Cualquier parecido con personas o hechos reales es mera coincidencia. Las ideas y opiniones vertidas en este libro son responsabilidad exclusiva de su autor.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45)

Jordi Matamoros Sánchez

VÍAS

MUERTAS

Índice

Una manera de sentir

Prólogo

2

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Agradecimientos

Una manera de sentir

Cuando te empiezas a dar cuenta de que eres gay, hay algo dentro de uno mismo que empieza a romperse. Es como una grieta que se abre en tu mente mostrándote el camino hacia una lucha interior. Una batalla de emociones y sentimientos que te disparan ráfagas de pensamiento en todas direcciones. Intentas convencerte de que puedes vencer, que puedes ir a contracorriente y ganar la batalla, pero la realidad es otra y al final te das cuenta de que es imposible. No puedes dejar de luchar contra tus propios sentimientos, tu manera de pensar. No puedes dejar de ser tú mismo.

Félix Cárdenas

Prólogo

¿Qué es la vida sino una sucesión de azares a través de los cuales tratamos de escribir nuestro camino? Esta pregunta retórica que me hago y a la vez lanzo para tu confirmación o reniego, querido lector, sin duda encontraría la respuesta afirmativa del autor de la novela que tienes en tus manos, Jordi Matamoros, y también, por qué no admitirlo, de quien escribe este su prólogo.

El azar quiso que Jordi y yo nos encontrásemos en la selva de las redes sociales. Corría el año 2013 y ambos habíamos publicado nuestras respectivas óperas primas en la misma editorial madrileña con apenas unos meses de diferencia y bajo el paraguas de Manuel Baraja, persona de gran ascendente cuando de nuestras vidas literarias hablamos. Aquella complicidad inicial se extendió al intercambio mutuo de nuestras publicaciones, que desde entonces vienen cubriendo el trayecto entre las estafetas de correos de Badalona y Cascante sin fecha de caducidad a la vista. También aquí el azar parece jugar a nuestro favor en su particular tablero y mueve los peones a capricho para que lancemos nuestras novelas al mercado prácticamente en paralelo.

Desde el primer día me fascinaron de Jordi su entusiasmo por el mundo literario y las ganas de hacerse un hueco visible entre los superventas que acaparan las mesas de novedades y la atención de los medios, todo eso que parece vedado a nosotros, los despojos de la caterva de letraheridos, pero sobre todo me atrapó la verdad de sus palabras y de sus actos. Ya en persona, en el cara a cara, Jordi es un tipo al que se le ve venir de lejos porque no juega una partida sin extender todas sus cartas sobre el tapete. Y esa verdad, esa generosidad a la hora de desnudarse de todo aquello que lo conmueve, esas ansias por ahondar en el albañal de la mente humana, se plasma en cada una de sus obras, alcanzando el cénit en Vías muertas, la empresa más ambiciosa y pegada al asfalto de cuantas componen su ya meritorio catálogo. La dignidad del resultado final de esta cuarta publicación ya pude intuirla apenas iniciada la revisión del manuscrito, deliciosa tarea con la que me honró el autor en su día y a la que ahora suma esta introducción.

En este su primer thriller puramente urbano, Matamoros, fiel a su estilo franco y desalojado de ornamentos, desarrolla una trama compleja y perfectamente estructurada que nos traslada con audacia a la Badalona que tan bien conoce. Allí, este estajanovista de las letras nos sumerge sin chaleco salvavidas ni botella de oxígeno en sus más bajos fondos, en una época duramente marcada por el sida y el caballo. En ese oscuro escenario entran en escena las esquirlas de la sociedad, seres humanos carentes de cualquier fortuna que se entregan a toda suerte de perversiones y adicciones, a menudo rendidos a la incomprensión del mundo que los rodea y a los caprichos de quienes detentan el poder.

Vías muertas es una novela dura y con una gran carga sexual, tan explícita que se diría cinematográfica, en la que a través de sus víctimas y de sus verdugos, de la mano de sus buenos, sus malos y sus peores, se nos ofrece un vertiginoso descenso a los infiernos, un viaje sin retorno hacia las sombras de la mente humana.

Vías muertas es un relato descarnado del drama de la homosexualidad, la prostitución y las drogas, pero por encima de todo es una novela que persigue con voracidad tu entretenimiento, querido lector, y eso, créeme, lo logra hasta el punto de que serás incapaz de cerrar sus cubiertas con indiferencia. Jordi y el entusiasmo que ha puesto en ella nunca lo permitirían.

Mario J. Les

Escritor

A Montse, por ser, por estar.

«Ningún acto de posesión

debería ejercerse

sobre un alma libre».

Marqués de Sade

1

El hilo musical sonaba de fondo en el elegante gabinete, revestido de robustos muebles de roble. La flauta mágica, el último singspiel del célebre compositor Mozart, amenizaba el trabajo de los tres abogados y de la secretaria, que hacía las veces de recepcionista.

Muebles refinados, música clásica… Así lo había decidido Alfredo; por algo era el dueño. Tenía la convicción de que la primera impresión era lo más importante y el conjunto que ofrecía su negocio inspiraba seriedad y profesionalidad garantizada.

La puerta del despacho principal se abrió. Con paso decidido, un hombre alto de porte distinguido y barba canosa meticulosamente recortada, enfundado en un magnífico traje de Selecta Vidal confeccionado a medida, enfiló sus pasos por el amplio pasillo. Litografías originales de famosos pintores colgaban de sus paredes, cada una de ellas bajo el haz de luz apropiado para resaltar el trabajo del artista. Accedió sin llamar a la oficina situada al final del mismo. Un hombre bastante más joven que él alzó la mirada de los documentos en los que trabajaba y que tenía esparcidos por toda la mesa. Al ver a Alfredo, instintivamente, hizo la intención de levantarse. Llevaba ya un par de años trabajando para su suegro, pero aún no sabía muy bien cómo actuar ante aquel personaje.

―No, no... No te levantes, Antonio.

Este ignoró la orden. De manera algo torpe, golpeó su silla al ponerse en pie.

―Usted dirá, señor Alfredo.

―Muchacho, siéntate. Te he dicho mil veces que me tutees. Somos familia.

Alfredo hablaba en un tono cordial, pero Antonio percibía cómo se tensaba su cuerpo y su mirada se endurecía. Le evocaba la imagen de una serpiente de cascabel a punto de atacar.

―Mañana a primera hora he de estar en el juzgado. A propósito del caso García, ¿tienes lista la documentación?

―Lo cierto ―Antonio rebuscó entre los papeles de la mesa― es que aún no he podido terminar, pero no me falta mucho. He estado bastante liado con el caso de…

―Pues tú verás. A las ocho pasaré por aquí y quiero el dosier sobre mi mesa. A ver… ―Consultó la hora en su Rolex―. Son las seis, aún faltan dos horas para marchar. Deja lo que estés haciendo y ponte a trabajar inmediatamente en el caso García. ¿Crees que te dará tiempo de acabarlo?

―En dos horas no lo creo, señor, pero no se preocupe, me quedaré hasta que lo termine.

―Bien, pues no se hable más. Llama a mi hija para que esté al tanto de tu tardanza.

―Ahora mismo, señor ―accedió mientras levantaba el auricular del teléfono.

Qué considerado es el muy cabrón —pensó, ofreciéndole su mejor sonrisa.

El final de la jornada no tardó en llegar. El tiempo transcurre deprisa cuando trabajas a contracorriente. Alfredo hacía más de media hora que se había marchado y Marcos acababa de salir por la puerta, despidiéndose con un leve arquear de cejas. Era un tipo reservado, pero meticuloso y eficiente en su trabajo. Apenas se dirigían la palabra. Antonio era consciente de que lo consideraba un rival difícil de vencer. La jubilación de Alfredo estaba a la vuelta de la esquina y, de no ser por él, Marcos tenía todos los números para dirigir aquel pequeño pero próspero negocio.

Andaba inmerso en aquellos pensamientos cuando llamaron suavemente a la puerta.

―Adelante.

Tímidamente, Elena, la secretaria, asomó la cabeza.

―Son las ocho y media, Antonio. Si no me necesitas…

―No, Elena, ya te puedes ir ―la interrumpió―. Ya cerraré yo. Aún me queda bastante trabajo por hacer.

―¿Seguro, Antonio?

―Sí, mujer. Puedes marchar tranquila ―dijo dedicándole una amable sonrisa.

Una vez a solas, se encaminó hacia el despacho de Alfredo. No dejaba de admirar aquel exquisito parqué, las lámparas y el resto de accesorios; todo de la mejor calidad que el dinero podía comprar. Todo a su alrededor olía a pasta.

Se sentó en el sillón giratorio, se desperezó, extrajo del bolsillo de su camisa una cajetilla de tabaco y tomó un cigarrillo. Agarró el encendedor, uno de esos incrustados en una pesada bola de mármol, y le prendió fuego. Alzó sus pies colocándolos sobre la mesa y, recostándose, procedió a fumarlo sin prisa, saboreando cada bocanada.

Si me viera así Alfredo… —pensó. Una sonrisa se dibujó en sus labios.

Empezó a pensar en su plan y en cómo la casualidad, a veces, se cruza en tu destino…

* * *

Dos días antes había comido con su suegro en un restaurante de Paseo de Gracia, la misma calle en la que se encontraba el gabinete. Aquel restaurante tenía glamour. Era frecuentado por la flor y nata de la sociedad, sobre todo, hombres de negocios. Bien mirado, aquel lugar parecía un expositor de trajes hechos a medida para egos desmedidos.El lugar estaba al completo, como de costumbre.

En la televisión, Ana Blanco acometía nuevamente la noticia sobre la invasión de Kuwait por parte del Ejército iraquí, comandado por Saddam Hussein. Últimamente, en el telediario y en todos los medios de comunicación, no hablaban de otra cosa.

―¡Putos moros, joder! Al final se va a liar gorda con todo esto ―comentó el suegro distraídamente mientras daba cuenta de la ensalada―. Espérate, tú, que esto no sea el inicio de la Tercera Guerra Mundial. Ese loco se cree un nuevo Hitler.

―No creo que este hombre tenga el poderío militar de aquel demonio. Ya verá, tarde o temprano le pararán los pies.

―Una cosa es que se crea como él y otra muy distinta es que lo sea. Ese tipo, como muchos, es otro títere que los americanos alzaron al poder, otra marioneta para sus intereses. Esos cabrones son ambiciosos, lo quieren todo para ellos, solo que, de tanto en tanto, a alguno de sus hombres de trapo se le va la pinza y lía un Cristo de cojones. ―Esbozó una sonrisa de medio lado―. Créeme, hasta que todo sea suyo, no pararán.

Antonio asintió sin prestar demasiada atención. Cualquier conversación sobre política internacional era interpretada por aquel hombre como un síntoma evidente de la sed de poder de los americanos, y quizá, en ese punto, tuviera razón.

―¿Recuerdas el caso del señor Márquez? Sí, hombre… El tipo aquel que estuvo la semana pasada en el despacho. ¡Joder! Te lo presenté. No recuerdas que al darle la mano…

―Sí, sí, el sudoroso ―interrumpió a su suegro―. Ese caso lo llevaba Marcos, ¿no?

―Exacto. ¿No te ha contado de qué va?

La lubina al vapor tenía una pinta exquisita. Por un momento permanecieron en silencio esperando que el camarero sirviera aquel plato y marchara.

―Pues no. Ya sabes que Marcos y yo no...

―El pobre no te traga. Ya te habrás dado cuenta ―afirmó Alfredo llevándose un trozo de pescado a la boca―. Al ser el marido de mi hija, cree que serás el brazo ejecutor cuando me retire el próximo año. Desde quellegaste, no ha parado de adularme y hacerme la pelota: «Señor Alfredo, no debería trabajar tanto… Señor Alfredo, va usted muy cargado… Señor Alfredo, abríguese bien…» ¡Qué empalagoso! Cualquier día me dirá: «Señor Alfredo, ¿quiere que le bese el culo?»

Aquella ocurrencia le hizo estallar en carcajadas. Comenzó a toser. Tomó un buen trago de Chardonnay para no atragantarse y, una vez repuesto, continuó:

―Pero ahora hablando en serio… Para serte sincero, en confianza te lo digo, eh, yerno, en cuanto a profesionalidad, no le llegas ni a la suela del zapato. —Tras unos tragos, no perdía ocasión de hacerle ver la animadversión que sentía hacia él―. No te molesta que te lo diga, ¿no? Ya sabes que me encanta ir con la verdad por delante.

―No se preocupe, lo entiendo.

¡Maldito hijo de puta! —pensó, pero no dejó de mostrar una sonrisa difícil de interpretar, que su suegro veía como lo que era: pura impotencia. Y aquello le encantaba.

―El caso es que Márquez es maricón ―soltó de sopetón.

―Querrá decir homosexual, ¿no? ―corrigió Antonio agradeciendo internamente el cambio de tema de conversación.

―Bueno… «Al pan, pan, y al comepollas, maricón», de toda la vida. ―Casi se atragantó de nuevo con la risa―. Estaba acusado de exhibicionismo… ¿Tú sabías que, en la playa de Badalona, tocando a Sant Adrià, por la noche, aquello es un hervidero de sarasas?

―Es la primera noticia que tengo. No tenía ni idea.

―Pues lo es. Bueno, como te decía: Márquez estaba por allí con otro de su calaña, y justo cuando pasaba un coche patrulla, él sacaba su polla del pantalón. ¡¿Puedehaber algo más vergonzoso que eso?! En otra época no tan lejana habría acabado en la cárcel, así que, en cierto modo, tuvo suerte. Los agentes cursaron la pertinente denuncia por exhibicionismo y se libró con una pequeña multa. Hoy en día tan solo es una falta. Eso sí, el muy capullo llevameses de los nervios, rezando para que su mujer y sus hijos no se enteren de su… digamos… depravación.

Alfredo chasqueó los dedos y un camarero se acercó diligentemente.

―Dígame, señor. ¿Todo bien?

―Sí, como siempre, Carlos, fabuloso. Tráeme dos cafés y una copa de Napoleón.

* * *

La comida con su suegro fue un asco, para qué negarlo, aunque en el fondo había valido la pena. Aquella conversación había abierto una profunda perturbación en Antonio. De repente, sentía unas ganas locas de visitar el lugar. Solo de pensarlo, su polla cobraba vida. Ansiaba el momento de estar allí.

Terminó el cigarro y miró la hora.

―Bien ―exclamó―. Tiempo más que prudencial.

Se dirigió a su propio despacho, se sentó, alzó el teléfono y marcó el número de su lujosa casa, por supuesto, cortesía de su amado suegro.

―Dígame ―contestó una voz sensual.

―Cariño, soy Antonio…

―¿Ya vienes para casa?

―No, preciosa, precisamente te llamaba por eso. Tu padre me ha encargado un trabajo para mañana a primera hora.

―¿Quieres que hable con él?

―¿Para qué? Cuando hay trabajo por hacer debo quedarme. Es lo que hay…

―Sí, pero no dejes que se acostumbre a que seas su subordinado o se aprovechará de ello.

―Cariño.

―¿Qué?

―Lo soy, ¿no? Soy su subordinado.

―Ya, pero te has de hacer valer.

―Claro, claro… Y precisamente por eso me quedo. No quiero que ni tú ni nadie piense que no me gano mi salario. En fin, no tengo demasiadas ganas de discutir. Solo llamaba para decirte que llegaré tarde. No me esperes despierta.

Si no fuera por tu puta pasta —pensó sin atreverse siquiera a insinuarlo.

―Está bien. Buenas noches, mi vida.

―Buenas noches, amor.

Ella dejó ir un beso hacia el otro lado de la línea, él se limitó a colgar.

Recogió todos los documentos esparcidos por la mesa referentes al caso García y, uno tras otro, los fue introduciendo en la trituradora de papeles. Abrió el cajón inferior y extrajo un cartapacio abultado. En su exterior, pulcramente escritas a mano, tan solo dos palabras:

Caso García

Dejó caer la documentación sobre la mesa de Alfredo.

―Ahí lo tienes, capullo ―susurró, como si no quisiera que lo escucharan ni los muebles.

Apagó las luces, accionó la alarma y se dirigió al parquin del edificio. Había ganado tiempo, en consecuencia, sabía que no se cruzaría con el portero. No necesitaba chafarderas que pudieran ser testigos de la hora de su marcha. Descendió en el ascensor de aquella regia finca de finales del siglo XIX y cruzó el amplio hall, que aún conservaba buena parte de los materiales originales: baldosas hidráulicas, paredes con estuco al fuego, robustas puertas de madera labradas a mano, rejas y barandillas de hierro forjado ornamentadas con volutas…

Al salir a la calle, recibió en su rostro el gélido viento de aquel interminable mes de noviembre. Anduvo unos metros por Paseo de Gracia, una calle que en verano siempre estaba a rebosar de guiris y turistas ―y por supuesto de carteristas esperando un descuido― que visitaban emblemáticos edificios como la Casa Batlló, del arquitecto Antoni Gaudí, pero que en aquel momento se encontraba prácticamente desierta.

Se adentró en el parquin donde aguardaba su automóvil, al abrigo de las inclemencias del tiempo. Dirigió el mando hacia un Mazda MX5 de color rojo metalizado y el vehículo respondió con un pitido, encendiendo sus cuatro intermitentes a un tiempo. Sentado frente al volante de aquel deportivo; un biplaza descapotable que no todo el mundo se podía permitir, se sintió alguien importante. Había sido el último regalo de Alfredo a su princesa, pero Antonio no tardó en apropiárselo. Ahora disponía de un vehículo que, antes de su matrimonio con Victoria, ni habría soñado. Un hijo de la clase obrera disfrutando los lujos de las niñas bien. El precio a pagar: vivir una vida cargada de frustración.

El motor rugió con fuerza al accionar el contacto. Siguió el camino que habitualmente tomaba para volver a casa, a pesar de que no era allí a donde se dirigía. Se incorporó a la autopista y pisó el acelerador hasta alcanzar los ciento sesenta kilómetros hora, sintiendo las miradas de envidia y admiración de aquellos a los que dejaba atrás. Se desvió hacia la salida de Badalona Sur.

Las nubes cubrían el cielo casi por completo. Pequeños destellos quebraban la oscuridad, presagiando lluvia. Una noche ideal para sus propósitos.

Un asomo de culpabilidad cruzó por su mente al pensar en la falsedad que vivía, pero adoraba el dinero. Era incapaz de renunciar al estatus que le proporcionaba su matrimonio, aunque para ello tuviera que fingir que amaba a la tontaina de su mujer.

«―Llegaré tarde. No me esperes despierta, amor ―dijo con voz varonil, iniciando una conversación imaginaria con Victoria.

―Oh, me muero por verte, mi vida ―la imitó con una ridícula voz burlona.

―Voy a follarme a un tío y enseguida estoy contigo, princesita».

Estalló en carcajadas. Esa noche estaba de muy buen humor.

Llevaba sintonizada Cadena Dial, una emisora de nuevo cuño que se había convertido en su favorita. Comenzó a sonar Entre dos tierras y subió al máximo el volumen de la radio, tamborileando sobre el volante.

―Me encantan Héroes del Silencio. ¡Son la hostia!

Circuló lentamente, pues no conocía aquella zona, aunque de sobras sabía que iba por el camino correcto. En el mapa había podido comprobar que la vía del tren que en aquel momento cruzaba a través de un paso a nivel, separaba la ciudad del mar. El hedor a cloaca se intensificaba conforme se acercaba a la playa. Giró a su derecha, hacia un callejón sin asfaltar que lo conduciría a satisfacer su más sórdida curiosidad. A cada bache se ponía más caliente. Se acarició la entrepierna por encima del pantalón y descubrió que su pene estaba completamente erecto.

Bajó la música a un mínimo meramente testimonial. A ambos lados del pasaje se extendían dos hiladas de vehículos perfectamente estacionados que intentaban pasar desapercibidos en la soledad y oscuridad que les otorgaba aquel rincón.

La mayoría de los coches mostraba sus cristales empañados, no dejando duda alguna de que dentro se realizaba una intensa actividad física. Sonrió al ver que uno de los coches botaba sin cesar. Un par de ellos tenían la luz interior conectada y era fácil ver, incluso a través del vaho, que sus ocupantes estaban follando.

Al girar, se encontró con una lengua de tierra que separaba la arena de la playa de las innumerables fábricas que antaño dieran trabajo a miles de inmigrantes, pero que ahora se mostraban como las ánimas de un prestigioso pasado.

Una niebla densa y repentina lo invadió todo, dificultando la visión del camino. Antonio avanzaba lentamente por la larga avenida sin asfaltar, repleta de socavones. De tanto en tanto, las luces del auto iluminaban a algún tipo que vagaba por la zona a la espera de que alguien en busca de compañía le hiciese una señal, invitándolo a pasar un rato de desenfrenada lujuria.

Le encantó el aspecto fantasmagórico que generaban los haces de luz en aquel entorno. Antonio lo percibía con una sensación de irrealidad.

Encontró un espacio junto a un muro medio derruido que le pareció indicado para estacionar su automóvil. Apagó las luces y, con el corazón a mil, encendió su quinto cigarrillo desde que andaba por allí. Cruz de navajas, del grupo Mecano, sonaba en aquel momento por la radio.

Y allí estaba él, un mediocre abogado recién salido de la universidad, casado con una rica heredera.

Se desabrochó un botón del pantalón, luego otro y así hasta que su slip quedó al descubierto. Su miembro viril daba vigorosos saltitos, pugnando por salir del encierro. Antonio deslizó el pantalón hasta medio muslo y observó que en el punto donde la ropa rozaba con el prepucio había una mancha de líquido preseminal. Sin pensárselo dos veces, bajó también la ropa interior, liberando el pene. Empezó a acariciarlo suavemente con la punta del dedo índice. La excitación era extrema. Cerró los ojos y se dejó llevar por la placentera sensación. Al rato, escuchó un ligero golpecito en la ventana del copiloto, abrió los ojos y vio a un individuo con las manos a ambos lados de su cara, escrutando a través del cristal. Su mirada estaba centrada en la masturbación. Por un instante estuvo tentado de taparse, arrancar y marcharse de allí a toda prisa, sin mirar atrás. Pero no lo hizo. Apartó la mano y permitió que aquel tipo contemplara libremente. El hombre lo miró a la cara y sonrió. Antonio parecía una estatua de cera. El tipo trató de abrir la puerta, pero esta permanecía cerrada. Indicó al abogado que abriera. En ese momento, mil preguntas pasaron por su mente:

¿Qué hago aquí, joder? Soy un tipo atractivo, siempre que he querido he follado. ¿Y si este tipo es peligroso? ¿Y si algún conocido me ve? ¡Mierda! ¿Y si alguien reconoce mi coche? Debí pensar en ello antes.

Su parte racional le advertía de todos los riesgos, pero su instinto más primario lo empujaba a seguir adelante en su hazaña.

Dudó si debía o no abrir la puerta, pero el morbo del momento acallaba cada una de las cuestiones, aumentando su ritmo cardiaco. Haciendo caso omiso a lo que le dictaba su mente, bajó su ventanilla. Aquel tipo se encaminó hacia allí. Parecía que no iba a llegar jamás a pesar de que sus pasos eran firmes y rápidos. A Antonio le temblaban las manos, le costaba incluso respirar.

―¿Me das un cigarrillo?

El rostro de aquel individuo era pálido, con rasgos muy pronunciados debido a su extrema delgadez. Las secuelas de una fuerte varicela se dejaban ver en forma de pequeñas cicatrices que poblaban sus pómulos.

―Sí ―aseveró de forma casi inaudible. Carraspeó para aclarar su voz―. Claro que sí, toma.

Le alcanzó la cajetilla que guardaba en el bolsillo de la camisa. El tipo tomó uno y le devolvió el resto.

―¿No piensas ofrecerme fuego? ―le preguntó sin separar la mirada de su miembro viril. Aquel hombre debía de doblar su edad.

―Oh, sí, perdona. Sí, toma.

Con pulso tembloroso, le acercó la llama de su Zippo de plata para prender el cigarro. El individuo sujetó su mano con firmeza mientras inhalaba profundamente para, acto seguido, exhalar el humo directo hacia la cara de Antonio. Volvió a dirigir la mirada hacia su pene.

―¡Joder, chaval, menuda tranca! ¿Sabes? Si me dejas entrar, podemos hacer lo que quieras.

―Pero es que no quiero que entres. ―En su voz había un deje de timidez.

―Pues tu polla no parece opinar lo mismo. Fíjate cómo salta. ¿Quieres que te la chupe?

―No sé. ―Su cabeza era un hervidero de dudas.

―¿Puedo tocarla?

―Hazlo, sí.

Miró hacia un lado y hacia otro y, cuando se sintió seguro de que nadie observaba, introdujo la mano por la ventanilla y agarró con suavidad el miembro viril.

―¡Menudo rabo, chaval!

Procedió a masturbarlo. Bastaron unos segundos para que el joven eyaculara. El semen salió expulsado con fuerza, manchando su camisa.

―¡Uf, parece un surtidor! Me has dejado la mano llena de leche.

―Lo siento ―se disculpó entre jadeos.

―¡Qué corrida más rica! Ahora, no estaría mal que me ayudaras tú a mí a liberar tensiones.

Le dirigió una mirada acompañada de una leve inclinación de cabeza, animándolo a actuar, pero el abogado arrancó el motor con brusquedad.

―Entiendo ―gritó, soltando una carcajada―. Es tu primera vez con un hombre, ¿verdad, campeón? No te preocupes, siempre ando por aquí. Vuelve cuando quieras, podemos pasarlo en grande. Estoy deseando metértela hasta el fondo ―gritó mientras el vehículo se alejaba.

Avergonzado, Antonio se marchó de allí. Con una sola mano se subió la ropa, pero se sentía incómodo. Estaba todo manchado. Se sentía sucio, extremadamente cansado, después de la fuerte experiencia y, sobre todo, profundamente asqueado.

―¡Qué he hecho, por Dios! ―se lamentó.

Comprobó la hora. La una. Pensó en Victoria y deseó con todas sus fuerzas que estuviera durmiendo a su llegada. Sentía el estómago revuelto y recordó que no había cenado nada. El simple hecho de pensar en comida le provocó una arcada. Al instante, no le quedó más remedio que detenerse en el andén. Bajó rápidamente del auto y, sin poder reprimirse, vomitó.

Una vez recuperado, retomó el camino. La radio sonaba de fondo, balbuceando a saber qué. Iba abstraído en sus pensamientos, solo pensaba en aquella mano. Al llegar a su lujosa casa en Alella, pulsó el mando y la puerta del garaje se abrió, emitiendo un chirriante sonido metálico. Introdujo el deportivo, apagó el motor y se fumó un cigarrillo para calmar los nervios.

Rezó nuevamente para que Victoria estuviera dormida, y esta vez la fortuna se mostró de su parte. Sintió un gran alivio al comprobarlo. Se desprendió de la ropa, testimonio mudo del delito, y se duchó con agua caliente, arrancando de su cuerpo cualquier rastro que pudiera delatar su lasciva actividad. Tras ponerse el pijama, se tumbó sigilosamente junto a su esposa.

―¿Acabas de llegar, cariño?

―Hace un rato, amor.

Por suerte, le había dado tiempo a ducharse antes de que se despertara.

―¿Has podido terminar el trabajo que te encargó mi padre?

―Sí, claro. ¡Qué remedio!

Ella se giró hacia él.

―¿A qué hora debes estar mañana en el despacho?

―Sobre las doce. Antes he de pasar por los juzgados de Badalona para atender a un cliente.

―¿Un caso importante?

―Un chaval… Por tráfico de drogas.

―¿Ese tipo de casos lleva ahora mi padre?

―Normalmente, no, pero es el hijo de un buen cliente.

―Entiendo… Mañana he de estar en la farmacia sobre las once.

―¿Quieres que te lleve, cariño?

―No te preocupes, cogeré un taxi.

Ella acarició la entrepierna de su marido.

―Uf, cariño, estoy agotado.

Cogió su mano y la retiró con delicadeza, conteniendo las ganas de empujarla lejos de su miembro. Le incomodaba el simple hecho de pensar en sexo en aquel momento, y aún más con Victoria.