Vida privada - Chen Ran - E-Book

Vida privada E-Book

Chen Ran

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Beschreibung

Una mujer recorre su adolescencia y juventud como el tiempo de cimentación de una identidad inestable, pero lúcida. Ni Niuniu hace frente a los hombres que marcan su vida: el arrogante padre, el profesor que la abusa, el psiquiatra que la ordena y el amante que la abandona. Al otro lado, su abuela, su madre y la viuda He, un espíritu elegante de otra época a cuya invocación entrega su deseo y su necesidad de afecto. Nada en su vida camina en una sola dirección, sino que encalla en la frontera de las realidades: la de lo singular o lo plural, la de lo privado y lo público. Siempre la armonía de contrarios imbricados en símbolos que recorren la novela: el crepúsculo, el color gris, pero también el espejo como prueba de dualidad o la persistente lluvia como mensajera del cielo y la tierra. Lo uno, siempre, también, lo otro, pues el drama encierra su comedia y el sueño su realidad. También la propia China se abre paso en esta novela desde el sentimiento de lo comunitario a la individualidad feroz y desde la oscuridad de su Revolución Cultural, al incendio de los sucesos de la plaza de Tian'anmen. Vida privada es la novela que revolucionó el feminismo y el panorama literario de los noventa en China y es el eje de una tendencia denominada "Nueva corriente de escritura femenina". Desde entonces ha suscitado una atención internacional sin precedentes.

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Seitenzahl: 552

Veröffentlichungsjahr: 2019

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SOBRE LA AUTORA

CHEN RAN (Beijing, China, 1962)

Aunque comenzó estudiando música, sus intereses pronto derivaron a la literatura. Cursó Lengua y Literatura china en la Universidad Normal de Beijing y más tarde fue profesora en ella durante cuatro años y medio. También ejerció la docencia en universidades de Melbourne, Berlín y Oxford. Desde muy temprano comenzó a publicar poesía en revistas como Literature of the People o Journal of Poetry y desde 1987 abordó una serie de relatos y novelas breves de contenido surrealista, con reflexiones de índole filosófica y con un estilo propio y original. Ya en su primera novela corta The Sickness of the Century (1986), aparecen algunos de los temas recurrentes que desarrollará en otras: la exploración de la introspección y la identidad femenina, la enfermedad o la confluencia de contrarios como la realidad y la fantasía. También ha cultivado el ensayo con títulos como Who plundered the face? (2007) o Human language, Dog language (2009).

Vida Privada apareció en 1996 y es su obra más conocida. Su originalidad de estilo y el tratamiento abierto de la sexualidad y la subjetividad femeninas causaron un gran revuelo en China e inmediatamente fue publicada en Hong Kong y Taiwán. Hoy se la considera una novela clave en el movimiento feminista chino de estas décadas y es objeto de ensayos y análisis literarios por ser una de las escritoras más vanguardistas de su generación.

SOBRE EL LIBRO

Una mujer recorre su adolescencia y juventud como el tiempo de cimentación de una identidad inestable, pero lúcida. Ni Niuniu hace frente a los hombres que marcan su vida: el arrogante padre, el profesor que la abusa, el psiquiatra que la ordena y el amante que la abandona. Al otro lado, su madre y la viuda He, un espíritu elegante de otra época a cuya invocación entrega su deseo y su necesidad de afecto. Nada en su vida camina en una sola dirección, sino que encalla en la frontera de las realidades: la de lo singular o lo plural, la de lo privado y lo público. Siempre la armonía de contrarios imbricados en símbolos que recorren la novela: el crepúsculo, el color gris, pero también el espejo como prueba de dualidad o la persistente lluvia como mensajera del cielo y la tierra. Lo uno, siempre, también, lo otro, pues el drama encierra su comedia y el sueño su realidad. También la propia China se abre paso en esta novela desde el sentimiento de lo comunitario a la individualidad feroz y desde la oscuridad de su Revolución Cultural, al incendio de los sucesos de la plaza de Tian’anmen.

Vida privada es la novela que revolucionó el feminismo y el panorama literario de los noventa en China y es el eje de una tendencia denominada «Nueva corriente de escritura femenina». Desde entonces ha suscitado una atención internacional sin precedentes..

Chen Ran recupera esa tradición desbordante y la funde y la confunde con influencias muy directas de la cultura occidental con todo su eclecticismo: la transexualidad, el más allá de los géneros, los sexos, las oposiciones, las contradicciones, las combustiones derivadas de todas las combinaciones del yin y el yang, configurando una narratividad de una riqueza que me atrevería a calificar de avasalladora.

JESÚS FERRERO

VIDA PRIVADA

CHEN RAN

PRÓLOGO DE JESÚS FERRERO

TRADUCCIÓN Y NOTAS

COLECCIÓN VIAJES LITERARIOS N.°5

VIDA PRIVADA

CHEN RAN

Título original: Siren shenghuo, 1996

Título de esta edición: Vida privada

Primera edición en La Línea del Horizonte Ediciones: abril de 2019 © de esta edición: La Línea del Horizonte Ediciones

www.lalineadelhorizonte.com | [email protected]

© del texto: Chen Ran, a través de China National Publications

© de la traducción directa del chino y notas: Blas Piñero Martínez

© del prólogo: Jesús Ferrero

De la maquetación y el diseño gráfico:

© Víctor Montalbán | Montalbán Estudio Gráfico

© de la maquetación digital: Valentín Pérez Venzalá

ISBN ePub: 978-84-17594-30-5 IBIC: FA; 1FPC

Todos los derechos reservados.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley

—Prólogo— NACIDA EN TIERRA SALVAJEJESÚS FERRERO

—Nota del traductor—BLAS PIÑEIRO MARTÍNEZ

—Prefacio— EL VALOR DEL COLOR GRIS DE LAS CENIZASCHEN RAN

VIDA PRIVADA

El tiempo pasa y yo sigo aquí como siempre

Bailando de puntillas en medio de la lluvia negra

La abuela de un solo ojo

Soy portadora de una enfermedad infecciosa

Las tijeras y la fuerza de la gravedad

Consciente de la viuda he y el guardarropa

Soy una extraña para mí misma

Yi Qiu

La habitación interior

Un féretro que busca a alguien

La cama, esa pista de baile para el hombre y la mujer

El nuevo mito de Sísifo

Los gritos de la cama

La cueva del yin y el yang

La muerte de una persona es un castigo para otra

Los días eternos

La manzana saltimbanqui

El baile entre las llamas del ángel de la muerte

La bala perdida

El renacimiento de lo que queda de la mujer abolida

El tiempo pasa y yo sigo aquí como siempre

A la gente le avergüenza quedarse sola

Notas a la edición

VIDA PRIVADA

CHEN RAN

Prólogo NACIDA EN TIERRA SALVAJE

· I ·

Las novelas clásicas chinas son envolventes, derivativas, llenas de afluentes inesperados, de recovecos extraños, pero sin perder nunca el flujo central, que avanza pausadamente arrastrando con él ingentes conglomeraciones de materia deslumbrante y cegadora, que al final desemboca en un mar de sentido y sinsentido, dejando al lector con la impresión de haberse sumergido en un sueño tan grande como el universo.

Chen Ran recupera esa tradición desbordante y la funde y la confunde con influencias muy directas de la cultura occidental: Kafka, Nietzsche, el surrealismo, el existencialismo, la posmodernidad con todo su eclecticismo, la transexualidad, el más allá de los géneros, los sexos, las oposiciones, las contradicciones, las combustiones derivadas de todas las combinaciones del yin y el yang, configurando una narratividad de una riqueza que me atrevería a calificar de avasalladora.

¿Qué decir de esta novela que tienes en tus manos, lector?

Empezaré anunciando que se trata de una narración donde el fluido verbal avanza como un enorme reptil, serpenteante y contradictorio, que mueve la cabeza hacia un lado y hacia otro, agotando los instantes, llenándolos de contenido existencial y emocional, despojándolos de falsedad, de antifaces y de máscaras, desnudando la realidad con precisión demoníaca y destruyendo las fronteras entre los opuestos, aparentemente irreconciliables, que gobiernan el mundo.

La narradora comienza abordando su infancia, en esa «tierra salvaje» del hogar, describiéndonos una niña problemática que a decir verdad es un pozo de ciencia en el que se mezclan a partes iguales la comicidad y la tragedia.

Hay que advertir que ya en la parte inicial del relato empiezan a emerger los temas en torno a los cuales se va a hilvanar todo el texto, como si de una obra musical se tratase. Y son justamente esos motivos los que le van dar unidad al relato y van a permitir una escritura fragmentaria y al mismo tiempo compacta, que continuamente regresa a la fuente original: el yo partido y abolido, que se extingue una y otra vez, y una y otra vez emerge desde el fondo de su propia destrucción.

Algunos de estos temas recurrentes son de naturaleza atmosférica, otros de naturaleza familiar, otros de naturaleza existencial. De esa manera se van alternando los temas de la lluvia, la niebla, el grito aniquilador del padre, el sufrimiento de la madre, las afrentas familiares, la enfermedad, el sexo homosexual y heterosexual, la ambigüedad del ser, la sed de vivir y de morir, los espejos, los estremecimientos, la locura, la ternura, la crueldad, la oscuridad, el silencio y la soledad.

Asombra como la realidad y las visiones subjetivas de la narradora van conformando un mismo espacio literario de una riqueza sofocante y deslumbrante: un organismo poroso en el que todo se filtra: el dolor personal y el dolor colectivo, la noche individual y las atrocidades sociales que han definido la China contemporánea, donde van a sobresalir dos momentos cardinales: la Revolución Cultural y los disturbios de Tian’anmen.

En esta novela la sangre colectiva infecta las heridas personales, haciendo aún más trágica la soledad, soberana espectral que preside el oscilante reino de la niebla, el aislamiento, el desenfreno mental y la locura. Desde la visión poliédrica y tentacular de la narradora, la novela se convierte en una dimensión sin lindes, donde ni alcanzamos a ver las fronteras del ser, ni alcanzamos a ver las fronteras del universo que se agranda a su alrededor y que estalla a veces con una violencia demencial, arrastrando al lector a un ámbito sin fronteras definidas y convirtiendo la lectura en toda una experiencia sobre los límites del mundo y los límites del yo.

· II ·

Se le ha reprochado a Vida privada ser un relato demasiado tributario de la ideología de género. Ah, que visión más injusta, miserable y oportunista. Ciertamente los hombres no salen muy bien parados en Vida privada, pero no hay que olvidar que se trata de hombres que representan el poder: el padre, el profesor, el psiquiatra, circunstancia que no evita que la narradora haga un retrato a ratos sublime de su amante Yin Nan, como lo hace de su primer amor real, la viuda He, que morirá en uno de los incendios más alucinantes de la literatura actual, pues he de confesar que nunca había asistido como lector a un incendio tan mareante, tan vertiginoso, tan sostenido en su tejido dramático y trágico como el descrito aquí. El humo preside en ese momento la acción, un humo que parece apoderarse de la totalidad del mundo, y cuando no es el humo es la niebla, quizá el leitmotiv más importante de la novela, que tiene además la doble función de asociar y disociar.

Respecto a la situación de la mujer en China, que queda bastante clara en Vida privada, resulta sorprendente que en una cultura que le concede tanta importancia al principio femenino (yin), con diosas primordiales como Nüwa, creadora del género humano, haya sido sin embargo tan restrictiva con la naturaleza femenina y de paso también tan contradictoria.

También se le ha reprochado a Chen Ran concebir un relato demasiado subjetivo. Otra barbaridad con un problema añadido: la misma Chen Ran ha contribuido a que la malinterpreten haciendo a veces una publicidad demasiado sesgada y obsesiva de la novela, más redonda y compleja de lo que ella cree. ¿Por qué lo digo? Porque el resultado final del relato es un asombroso fluido en el que la visión subjetiva y la realidad del mundo conforman una misma sustancia indivisa que convierte la lectura en una experiencia que excede con mucho las fronteras de toda forma de subjetividad. En ese sentido Vida privada es, a pesar de su título, una novela total, y lo es al margen de lo que piense su autora y de lo que decreten los que se encargan de enjuiciar las obras literarias.

Ciertamente, la novela se plantea desde el principio como la historia de una soledad y como la crónica casi onírica de una individualidad herida, esquinada e insistentemente marginada, pero ocurre que, a la hora de la verdad, toda individualidad es una sustancia permeable, como es permeable la protagonista de la narración de Chen Ran, cuyos movimientos oscilantes tienen lugar en una cultura donde la individualidad ha estado prácticamente prohibida. Lo que digo es a tal punto cierto que puedo asegurar que en pocas novelas de la narrativa china del presente he visto descritos de forma tan rica, tan enloquecida y a la vez tan consistente las últimas vicisitudes de la sociedad china.

Bien es cierto que a la vez que nos sumergimos en los infiernos familiares y sociales, asistimos a las tribulaciones de un yo que ha pasado por todas las mutilaciones y todas las negaciones; un yo que ha sentido en sus tejidos más íntimos la abolición de la feminidad y la masculinidad, la abolición en cierto modo de la vida; un yo vacío de sí mismo o tan solo colmado de locura, de bruma y de sed; un yo que ha transitado todos los infiernos y algunos paraísos vinculados al esplendor del deseo, en su más carnal y delicada materialización. Los encuentros de la narradora con la viuda He son en ese sentido de una belleza estremecedora, por su riqueza lírica y su sensualidad ondulante y vaporosa. En la viuda He vemos la evocación de una cierta aristocracia china, perfilándose en sus rasgos más sugestivos y seductores, y que solo pueden manifestarse en el recogimiento de las alcobas.

La viuda He representa el triunfo clandestino de la indolencia, de la sensualidad, del amor secreto y antiguo en un mundo presidido por la productividad, la barbarie y la prisa. Es como una flor de invierno creciendo en un universo devastado, y que arderá una noche de niebla dejando a la narradora sumida en la desolación.

Pero los muertos vuelven, como la sensación amada evocada por Kavafis, y la viuda He volverá, como volverá el novio desaparecido de la narradora, en una escena culminante que ha dado mucho que hablar por su complejidad y su redondez fundamental, en la que hallan la consumación literaria y filosófica todas las doctrinas de la androginia y la complementariedad, y que por encima de otras filosofías supo expresar desde antiguo el taoísmo, con su dialéctica del yin y el yang.

Me estoy refiriendo a un momento del último capítulo, cuando la narradora, en íntimo diálogo con el espejo, se funde, en un triángulo equilátero de naturaleza abismal, con su amor femenino, la viuda, He, y su amor masculino, Yin Nan, dándole a la lacaniana fase del espejo una redondez esclarecedora que llega a explicarnos cosas que probablemente ni siquiera vio Lacan.

Puede decirse que en ese momento la narradora recobra su pasado y se recobra a sí misma, a través de la evocación casi material de los ausentes, en un acto de resurrección carnal tan narcisista como altruista, tan íntimo como ajeno. De esa manera, la mujer abolida se convierte en mujer renacida, y el hombre ausente se convierte en presencia viviente y adherida a una piel que, al estrecharse a sí misma, abraza al mismo tiempo toda su historia amorosa, toda la humeante y frondosa memoria del placer.

JESÚS FERRERO

Nota del traductor

Vida privada私人生活(Siren shenghuo) de Chen Ran 陈染 es la obra fundacional de lo que se ha denominado la «nueva corriente de escritura femenina» 新女性协作(nüxing xiezuo) en la China de los años noventa del siglo pasado y se asocia con la «literatura de la vida privada» 私人文学(siren wenxue) o «escritura individualizada» 个人化写作(gerenhua xiezuo), es decir: de la escritura que parte de la experiencia de la individualidad femenina como punto de vista narrativo.

Para la presente traducción de Vida privada, hemos utilizado la versión de Ediciones de los Escritores Chinos 中国作家出版社(Zhongguo zuojia chubanshe), publicada en marzo de 2001 en Beijing —cinco años después de la primera edición en marzo de 1996 por la misma editorial y tres años después de la aparecida en Hong Kong y Taiwán en 1998, que presenta algunos cambios significativos respecto a esas primeras ediciones—. Esta versión no expurgada de 2001 incluye el prefacio de la autora y es la que la propia Chen Ran ha elegido para nuestra traducción, la primera que se vierte al español.

En el título de esta novela, con fuertes tintes autobiográficos, Vida privada私人生活(Siren shenghuo), se introduce ya la oposición entre la esfera de lo privado 私(si) y no solo en oposición a lo público 公(gong), sino que, también, como parte de su damnificación. Define el límite entre lo que es propiedad de uno mismo y propiedad de todos; es decir, incluidos los otros. La constante dialéctica y delimitación en el espacio entre esos dos ámbitos formará parte de la reivindicación final (y agónica) de la experiencia interior 私(si), que hemos traducido como «privado». Es un término de difícil trasposición en español y tiene más que ver, en el contexto de la lengua china, con la interioridad 内(nei) en oposición a la exterioridad 外(wai), que correspondería a lo público 公(gong), a la vez que tiene una connotación peyorativa, incluso subversiva, en el contexto de una sociedad comunista.

Por otro lado, al ámbito de lo exterior y lo público se le debe añadir otra dimensión a la que se le asocia en el texto: lo masculino o yang阳; de la misma manera, como a lo interior y privado se le asocia lo femenino o yin阴. Así el juego dialéctico (y su tensión) entre lo privado/interior/femenino respecto a lo público/exterior/masculino, supone la dialéctica simétrica entre interioridad/exterioridad en el marco de la temporalidad 时间流(shijianliu), que es lo que acaba constituyendo el discurso, y la imaginación, como puente entre los dos ámbitos, de la protagonista de Vida privada. Al mismo tiempo, y como si de la topografía de Beijing se tratara, también la organización geográfica, territorial y urbana de la ciudad, inspirada en esa dualidad exterior/interior, sirve de marco a la novela de Chen Ran.

Por último, también hay que señalar la homofonía entre el siren 私人 de «privado» y el siren 死人 de «muerto». El título suena casi igual que Siren shenghuo死人生活: la «vida de los muertos», formando así un oxímoron, pero concluyendo en la identificación entre 私(si) y 死(si), entre el ámbito de lo privado y el ámbito de la muerte, respectivamente.

BLAS PIÑERO MARTÍNEZ

Prefacio EL VALOR DEL COLOR GRIS DE LAS CENIZAS

Para decirlo en pocas palabras, cuanto más una envejece, más comprende el valor del color gris de las cenizas y, por supuesto, no tiene nada que ver ni con la ropa ni con el color como aspecto externo de las cosas; pero sí tiene que ver con la manera de pensar de las personas y su manera de interpretar el mundo.

Servirse de los colores para explicar la tonalidad pura de la vida es como dejarse llevar por las transformaciones que una observa de forma impresionista, en vez de por las conclusiones de carácter científico.

Cuando tenía veintitantos años me gustaba particularmente el color negro. Esos años fueron para mí los años de la rebeldía contra tanto prejuicio, pero también fueron los años de las depresiones. En invierno, un árbol que se había quedado desnudo y desolado me provocaba inmediatamente sentimientos de tristeza. Me hacía pensar en el ocaso de la vida y sentir el olor cercano de la muerte. Ello era un árbol, pero no lo era al mismo tiempo. Ello y mi vida se conectaban íntimamente y lo hacían enlazando momentos de vitalidad y decaimiento; de asunción plena de la vida con otros de negación total. Me impresionaba que un árbol pudiese morir y resucitar cada año de esa manera. Era como si ese árbol y yo hubiésemos decidido seguir un mismo ritmo de vida y muerte. Del mismo modo, cuando caminaba por la calle, me encontraba a menudo en una situación peculiar: no podía seguir por ese camino, ya que era un camino cerrado, obstruido. No podía continuar. Ese camino también hacía que la gente sintiese que sus vidas se topaban constantemente con pantallas protectoras que eran como trampas para apresarlos. Esa misma sensación me la propiciaba el callejón oscuro, el hutong1 sin salida en el que me había metido sin darme cuenta. A veces, cuando hablamos con alguien que conocemos, expresamos una opinión y luego él o ella añade la suya, modificando ligeramente ese punto de vista, mostrando comprensión con el tono de voz, pero la mayoría de las veces, y es trágico, se siente incapaz de comprender nuestra verdadera intención. Peor todavía, lo que ha comprendido esa persona se sitúa exactamente en el polo opuesto de lo que queríamos decir. En ese momento nos invade tal sensación de perplejidad que nos paraliza e influye en nuestra relación con el resto de la gente. Todavía más, esa situación terrible nos encadena irremediablemente al resto de la humanidad.

A esa edad, el color de lo que había dentro de mi cabeza era el negro. El negro es un tipo de frialdad, un tipo de rechazo y un tipo de ruptura incondicional. El color negro supone la negación y la resistencia absoluta, pero también la protección. Encarna un tipo de corriente diferenciada, de no seguir al rebaño, de falta de compromiso y cierto cinismo que está implícito en la rebeldía y el espíritu de contradicción. El color negro observa al mundo con ojos escépticos porque no cree en los colores. El color negro es… —no puedo creer ahora que pueda ser verdad— como esos pasos que no han retrocedido en el callejón: es la hostilidad al mundo en estado puro, es el valor de extender sin miedo los brazos hacia la muerte. Y para acabar de decirlo, el negro es el color de la juventud.

Una vez pasada la juventud ya no es posible obsesionarse por los colores.

Ahora, las cosas han cambiado y es el gris mi color preferido, el color de mi vida.

El color gris es algo más secreto que el negro, algo más reservado, algo más sombrío, como de perfil bajo, y no es tan duro ni definitivo como el negro, ni tan brillante o chillón. El color gris, además, es flexible y puede retroceder, ampliando horizontes; pero no es en absoluto el color de la desesperación, ni el color del pesimismo o la decepción. Incluso, comparado con el negro, tiene más fuerza oculta.

¿Qué es el color gris?

Hay algo en el color gris que no comprendes, pero no es necesariamente algo incomprensible para un ser humano. Aunque eso sí, el gris, a diferencia del negro, ya no es el color de la juventud y por eso es más tolerante cuando dices lo que quieres decir, aunque rostro y ojos no muestren fácilmente tus intenciones. El gris es más poderoso porque es capaz de soterrar nuestra individualidad y expresividad hasta el punto de hacer desaparecer el rostro —el gris destruye el semblante, que es la máxima expresión de nuestra singularidad—. Le pides a tu rostro que se quede en tu cabeza durante mucho tiempo y su halo grisáceo refleja a menudo tu auténtico estado mental en relación a tu aspecto externo infantil —es su contraposición y antídoto—. Como suele decirse, han sido más los dulces momentos que no imaginabas y has practicado en secreto ese baile2 con el que una chica joven —en la flor de la vida— fantaseaba en su juventud.

Eres, a menudo como uno de esos diablillos traviesos que no escucha a nadie. Para aquellos que la vida es sueño, el gris es inevitablemente pesimista y también es inevitablemente —insisto en este adverbio— el color de unas circunstancias desoladoras, si bien cuando una hace el esfuerzo por reconciliarse con su destino, la felicidad es posible y lo único que necesitas es armarte de valor. Así el gris, cuando la vida muestra su cara más injusta — y la vida es a menudo así de cruel—, transforma la injusticia en viento favorable. Frente al peligro de la catástrofe, gestiona la situación tranquilamente y con humor. A pesar de su mala fama, que me cuesta comprender, le dice sí a la vida. Te acompaña escrupulosamente en el tiempo sonriendo dulcemente, sujetándote las manos y ofreciéndote palabras de consuelo. Hasta saludará amablemente a tu peor enemigo. El gris te ofrecerá estabilidad en los momentos más críticos y sin prisa apagará el fuego cuando arda tu casa, protegiéndote y ayudándote a avanzar hacia el futuro…

El gris, por tanto, no te dirá nada y permanecerá amable; te procurará el perdón generoso, la risa ante la adversidad…

Si la gente no te comprende, puede ocurrir que haya una explicación, pero también que no la haya. Si la hay, pues muy bien; y si no la hay, pues también. Los días todavía son largos, y aunque no sean muchos, ni necesariamente alarmantes, la muerte no debería ser el resultado final. La desaparición de la vida debería comprenderse como una continuación hacia otra cosa, como algo que emerge distendidamente desde la lejanía. Cuando discutes con algún miembro de tu familia por una tontería, lo mejor que puedes hacer es acortar esa discusión. Si no puedes poner fin rápidamente a esa disputa, tienes que dejar el lugar inmediatamente, y por nada del mundo busques a alguien para que te ayude y te dé la razón. Vete de compras a un centro comercial y pasa los días comprando cualquier cosa que encuentres y te guste. Gasta el dinero y sé feliz; eso te calmará. Luego te darás cuenta de que el mundo es un lugar tranquilo donde la gente, por lo general, vive en paz, y verás que una familia sin contradicciones es la excepción a la regla. Cuando fuiste a la oficina de Correos para sacar el dinero que te habían pagado por tu trabajo viste que debías hacer cola y esperar una eternidad para avanzar, pero había alguien delante, junto al mostrador, que insistía en que tenía que hacer un envío de varios miles de yuanes. El empleado de Correos, como solía suceder siempre en Correos, introdujo parsimoniosamente el dinero —billete tras billete— en esa maquinita que comprueba que los de cien yuanes no son falsos. Luego, ese empleado utilizó un ordenador para registrar el envío. Todo eso tarda una eternidad. Diez años atrás, tú no hubieses esperado ni un minuto más en esa cola y te habrías ido bruscamente, pero en este momento de tu vida ya no sentías necesidad de hacerlo. Habías cambiado. Cogiste el libro que acababas de comprarte y lo leíste de principio a fin, esperando pacientemente en la cola a que te tocara el turno. De vuelta a casa, te preparaste la comida tú solita y te la tomaste. Tu colega en la unidad de trabajo es un hombre complicado y siempre se está peleando con todo el mundo. Hace que todo el mundo vaya a toda prisa. Esa es una manera para él de mostrarnos quién manda en ese lugar, su autoridad, pero tú no tienes ninguna necesidad de enfadarte —el enfado es la cosa más inútil en este mundo—. Debes aceptar su poder y ser consciente de que no va a ser definitivo, aunque dure y te parezca eterno. Tal vez, siente que tras él hay alguien que le pisa los talones y su situación no es la ideal. Los amigos se mueren —a ti se te ha muerto uno recientemente— y es como si te cortasen una parte de ti misma que ya no vas a recuperar nunca. Sus ojos no volverán a verte, tampoco te volverá a besar, y no puedes creerlo; te entran ganas de decirle lo que no pudiste contarle mientras estaba vivo…

Así es el color gris.

Nadie en este mundo nace con una vida gris; es el tiempo y la experiencia los que pulverizan a los hombres y los hacen grises.

La gente con una edad (o una psicología) incierta —digámoslo así— no sabe apreciar el valor del color gris de la ceniza.

Y, por supuesto, como dice el refranero, del dicho al hecho, gran trecho. Las palabras que suenan bien, por lo general, se traducen mal en los hechos, pero hasta donde me concierne siempre he actuado según mis propias normas.

Que quede claro ahora, Vida privada es el resultado de mi etapa «negra».

CHEN RAN

VIDA PRIVADA

EL TIEMPO PASA Y YO SIGO AQUÍ COMO SIEMPRE

Para protegernos de los gritos de los histéricos, lo decimos todo a corazón abierto y, encima, lo tarareamos para llamar la atención.

Y para escapar de las sombras que proyecta el tiempo, cerramos, simplemente, nuestros ojos.

El tiempo y los recuerdos son ahora fragmentos que se han acumulado uno encima de otro con el paso de los días y parecen estar flotando en el aire, indecisos, sin asentarse en ningún sitio, pero cuando lo hacen se reposan como losas pesadas sobre mi cuerpo, oprimiéndolo y excitando mi sistema nervioso, despertando así, dicho sea de paso, mis arraigados demonios íntimos. Esos fragmentos hechos de tiempo y recuerdos son, en realidad, innumerables ratas de crueldad insólita que acosan mi cuerpo en todo momento conduciéndolo a su ruina. El tiempo, mientras tanto, pasa, y soy incapaz de pararlo, como soy incapaz de parar esas ratas que me devoran. Ya no sé cuanta es la gente que se calza la armadura de la hipocresía para hacer frente a esos fragmentos. Por mi parte me sirvo de los muros que me rodean, entre los que acabo siempre aprisionándome. Cierro luego herméticamente la puerta y las ventanas dejando de lado toda actitud que se pudiera identificar como ardor guerrero. A decir verdad, no sirve de nada. Salvo la muerte y el consecuente entierro bajo una estela de piedra bien pesada, nada, repito, absolutamente nada, va a hacer desaparecer esos fragmentos; esa es la conclusión a la que he llegado en mi vida.

Años atrás, mi madre tomó ese mismo camino sin salida —la muerte—, no pudiendo huir así del paso devastador del tiempo —el tiempo que todo lo destruye—. A día de hoy, la recuerdo aún con su dificultad al respirar, sus sollozos y lamentos interminables, como si estuviese aquí a mi lado. De la misma manera recuerdo su aire taciturno y el miedo que se reflejaba en cada arruga de su cara poco antes de su fin; pero si algo no podré quitarme de encima en mi vida son esos gritos trágicos que lanzaba inesperadamente en la casa. Esos gritos cargados de significado eran como afilados cebos de pesca clavándose en mi cabeza, donde todavía resuenan hoy en mis oídos como eterna música que me acompañará toda la vida; música punzante que no me abandonará.

En un principio, además, vivía conmigo el frustrado de mi padre, ese hombre arrogante que se sentía siempre infravalorado en este mundo, y que, con inteligencia sutil, llevaba una vida separada de la de mi madre —una vida aparte—, y hacía que me sintiese un cuerpo dañado, un ser insignificante, pues conseguía que desapareciese de este mundo como persona —por decirlo en pocas palabras— y lo mismo en cuanto a su manera de pensar: lograba la absoluta desintegración de mi ser. Adoptaba esa actitud ante la vida y ante mí para rechazar el paso del tiempo y sobrevivir al daño irreparable que este pudiese provocar en él. Sí, el tiempo, siempre el paso del tiempo y sus heridas en mis padres. Mi padre me hacía pensar siempre en una comparación que ya había oído antes y que se refería a un tipo de hombres: hay quienes dejan caer su semilla y luego la olvidan. Cuando la ven de nuevo, descubren que se ha convertido en una planta ya desarrollada de bellas flores con verdes y exuberantes hojas; una planta con capullos bien formados que muestran al mundo su capacidad de dar vida por sí misma. Simplemente, la semilla era así y por eso la planta también crecía de esa manera. «¡Y vaya flores y vaya capullos!», se dice ahora ese tipo de hombre olvidadizo. Luego mira atrás, a lo que ha sido su vida, y no reconoce esa semilla.

El tiempo, ahora lo sé, está formado por la cadena de mis pensamientos —son su sustancia—; el tiempo se forma con mis pensamientos y mis pensamientos se forman con el tiempo.

Ahora estoy sola en el mundo y eso está francamente bien: ya no necesito hablar más sobre ello. Estoy cansada del ruido de la gran ciudad y de su zumbido, que parece provenir de una nube de moscas que nadie puede ver y que no cesa de revolotear y mascullar sobre tus pensamientos, como si, al parecer, ese murmullo fuese el único camino y el único alimento. La gente intenta de mil maneras poseerlo para pertenecer a su futuro, pero a mí no me ofrece ninguna confianza el lenguaje de las moscas. La fuerza individual es, sin embargo, algo sin importancia en estos casos, ya que soy incapaz de aplastar con las palmas de mis manos todas esas moscas; solo puedo distanciarme de ellas.

En el apartamento de la antigua ciudad de P3 en el que vivía mi madre y que me dejó para mí, reina, en su interior, la paz y la tranquilidad. En ese apartamento las ventanas están cubiertas con cortinas y el pasillo es largo y silencioso.

Una vida solitaria que todavía no me ha aportado ninguna paz. Cuando vivía con mis padres, tampoco había nada de particularmente caluroso en ese hogar. Ahora todo ha mejorado. El tiempo parece haber recorrido ya, en su cauce, muchos años. Parece haberse cansado, congelado incluso. Se ha congelado en mi habitación y en mi rostro, porque el tiempo parece haber enfermado de cansancio y se ha detenido en él, dejándolo como era años atrás.

Pero, al contrario, mi estado mental ha envejecido prematuramente, convirtiéndose ya, lentamente, en el de una anciana. Como ejemplo, ya no puedo discutir más con la gente porque hay algo que he podido comprender: en toda disputa, la verdad acaba brillando por su ausencia. Se trata de localizar en qué lado está y en ese momento comienzan a aparecer los problemas. Además, alguien pierde y alguien sale ganando. Pero ¿quién en realidad sale ganando y quién sale perdiendo? El resultado ya no tiene ninguna importancia. Lo cierto es que ya no creo que la tierra que hay bajo nuestros pies sea un camino bien trazado. Más bien creo que esa tierra es un enorme y enloquecido tablero de ajedrez. En este mundo, la mayoría de la gente piensa con los pies el mundo en el que viven y con sus dedos escogen el camino a tomar. Si hay quienes utilizan sus cerebros para escoger ese camino, deberán asumir el precio a pagar: la soledad. Se convertirán en algo parecido a uno de esos viejos quejicas que andan encorvados haciéndose preguntas que nadie responde. Su humanidad quedará apartada a un lado y así, escéptico, el anciano observará el mundo. Soy vegetariana, y de las que respetan esa filosofía religiosamente. Casi me he convertido en una filósofa del veganismo, pero tengo que reconocer que hay en ello mucho de obsesión personal por lo que debe ser lo mejor para mi salud, unido a unas cuantas obsesiones sobre los supuestos beneficios del mundo vegetal que me han acompañado toda la vida. Si solo hubiese vegetales en nuestra dieta, ya no podríamos identificar el vigor físico con el cuerpo de los seres humanos; todos veríamos con más claridad porque tendríamos mejor vista y todos seríamos, sin duda alguna, más guapos. Me encanta ese pequeño jardín que hay en el balcón mi piso. Sobre todo, me gustan las plantas de los tiestos donde crecen los ficus con sus gruesos tallos y sus exuberantes hojas verdes, o esa que llaman «costilla de Adán», con sus hojas enormes como garras, y que lleva creciendo años en la misma maceta, imperturbable, cada vez más bella. No tengo ninguna necesidad de precipitarme al vocerío de la gente —ni al de los parques públicos—. ¿Acaso hay algo que me produzca más placer que el color verdísimo de esas plantas?

Días atrás, Qi Luo, un amigo mío que es además un buen médico, me propuso que le visitase en su consulta. Me preguntó por teléfono y con un tono de voz inquisitivo cómo iba yo de ánimos y en qué circunstancias me encontraba en ese momento. Imagino que se refería con esto último a mi vida social. Le respondí simplemente que no veía a nadie; es decir, que no veía a «otra gente», maticé.

Fuera de nosotros, las palabras son como la luz de la luna: hay en ellas una pretensión de luz verdadera —la que todo lo ilumina—, pero sin ninguna intención particular. Existe siempre el consuelo, y no creo que haya mejor palabra para expresar lo que quiero decir, de confiar en lo que decimos en una conversación; algo así como creer que el pan puede por sí solo saciar el hambre de las personas.

Mi cuerpo no necesita pastillas. Respecto al vigor de mi alma, tampoco necesita hacerse creyente de ninguna religión.

Le dije a mi amigo el doctor: «Si lo necesito, iré a verte».

Qi Luo me replicó: «Tu agorafobia4 es incurable».

Lo sé, es el primer síntoma de eso que llamamos cultura o civilización. Posteriormente, debemos nombrar las mil rarezas de nuestra condición en tanto que seres humanos. Dar un nombre a las cosas, eso es todo, como si nuestros nombres fuesen el origen de todo, o como si solo ellos hiciesen posible que las cosas tuviesen una forma determinada, y hacerlo con la obstinación inocente de un niño que quiere saber cómo se llama todo. ¿La obstinación inocente de un niño, digo? No veo ahora ninguna diferencia entre llamar a algo «niño» o «perro», u otra cosa… ¿Para qué sirve al fin y al cabo esa manía tan humana de darle un nombre a todas las cosas?

En estos momentos me encuentro tendida en una cama mullida y enorme, y esa cama es... pues es el arca de Noé flotando sobre el diluvio universal y también es un castillo en un mundo que se ha vuelto loco donde viven mis hombres y mujeres.

Y la luz5 del amanecer en el verano como hilos hechos de fuego que se confunden en el vacío con la algarabía del exterior y que entran a través de la ventana para limpiar mis ojos cansados a medio cerrar. Esa luz turbia ha anegado tantos años mis párpados…

Sin embargo, no me gusta la sensación que provoca la luz del sol cuando ilumina mi rostro. No me gusta, sencillamente, porque me ciega y me veo totalmente indefensa. Me provoca una sensación extraña, como si todos mis órganos interiores quedasen expuestos a la vista de todo el mundo y el corazón se me acelera, lo que me turba y me hace sentir la necesidad de poner un centinela en cada poro de piel para que no la deje entrar y que nadie pueda fisgonear, como un voyeur, dentro de mi ser. En este mundo hay demasiado sol, pero la luz de un par de ojos quema más que la luz proveniente del sol y es más peligrosa y dañina, y lo peor, más entrometida. Si se introduce, de la manera que sea, en la parte más débil de la naturaleza, me siento totalmente perdida. Quiero decir, como si me expropiasen de mi propia vida. Me derrumba.

Por eso —por lo que ya sé por experiencia—, esos rayos de luz exteriores inundan por completo cualquier vida, y también la mía, por supuesto. Sin ellos, no habría visibilidad alguna. Esa luz es la que nos permite identificar la locura y la falsedad.

Nací en una noche única, inusual, debida a mi propio nacimiento en 1968, ese año tan particular para muchas vidas. Secretamente, pero con violencia, me separé del útero de mi madre, y así me enfrenté por primera vez como un corderito asustado y sentimientos de inadaptación y miedo al mundo, Y lloré por primera vez, lloré con rabia, y la Tierra se estremeció. La primera luz del día que vi en el momento en que nací era suave y de un azul claro; pero ahora lo sé, esa fue la causa por la que, a lo largo de mi vida, nunca me ha gustado exponerme a una luz intensa, sea esta del origen que sea.

Imagino que algo tendrán que decir los libros de astrología y astronomía acerca de esa animadversión tan particular por mi parte hacia la luminosidad. Igual tiene que ver, para ser más precisos, con el nacimiento de una mujer. Esa mujer que ahora escribe esto ha tenido siempre la convicción de que ha venido a este mundo para convertirse en algo parecido a esa monja española que se llamaba Teresa de Ávila6. Sin embargo, hoy, casi treinta años después, he descubierto que no lo he superado y he sido incapaz de ir más allá de ese primer momento de mi vida. He evitado de forma enfermiza la luz desnuda, para mí siempre desagradable. Cuando ocurre, me echo sobre la cama y siento los pies de la luz del sol cosquilleando bajo mis párpados. En ese momento siento cómo esos pies se van abriendo paso.

He sido un ángel, pero un ángel al que el paso del tiempo ha convertido en diablo con capacidad para razonar como un ser humano. Justamente como diría un ser humano: un ángel que tomó el camino que conduce al Infierno, ese lugar, quizá el único lugar, desde donde es posible ver el mundo ideal del Paraíso tumbado en una cama.

Si tan solo fuera por el hecho de asegurarme un poco de ropa y alimento, ni siquiera se me hubiese pasado por la cabeza salir de casa para ganar dinero.

Abro lo ojos y observo las manchas negras y grotescas que se han formado junto a la almohada. Me quedo examinándolas durante un buen rato y en el intervalo de unos segundos, parece que mi alma ha abandonado mi cuerpo observando, junto a la cama, triste y melancólica, la carcasa de mi cuerpo vacío. Es entonces cuando me identifico cada vez más con esas líneas negras al lado de la almohada y hago que mis demonios, los que tejen mi alma —que son como hilos de humo negro—, regresen a mi cuerpo. En mi dormitorio del color de las rosas rojas, durante el año que permanecí sola tendida en él, no había otro tipo de líquido salvo el líquido negro de la tinta de un bolígrafo. Bajo la almohada varias páginas sueltas y un bolígrafo. Tenía la costumbre de escribir sobre la almohada, en la cama, lo primero que se me pasase por la cabeza, e incluso, a veces, garabatos que parecían salidos de la mano de un niño. No me importaba que el papel estuviese ajado o en hojas sueltas, deshechas y simples, ese era mi diario y así lo trataba con el mismo respeto. Fueron también los días que nunca entregaré a nadie, y también eran las cartas que nunca enviaré a nadie. Es el relato de un soliloquio y, sin duda alguna, lo que constituye mi interioridad frente a la exterioridad del mundo, es decir, a lo que se acaba produciendo cuando esas dos partes entran en un conflicto intenso; soy yo respirando sobre el mundo.

Siento a menudo que se me separa la consciencia como si esta fuera una realidad aparte para convertirse en enemiga de mi cuerpo. Yo misma me convierto en otra persona —alguien de fuera—, y hasta me veo como alguien sin un sexo determinado, como un personaje de esa película americana, El espejo7. Ese personaje pasa mucho tiempo solo de pie delante de un espejo en un cuarto de baño. La superficie del espejo se ha cubierto con el vaho del baño humedeciéndolo. Sus ventanas están cerradas herméticamente y el viento sopla desde el exterior, golpeándolas, como queriendo entrar dentro por la fuerza. Las cortinas se agitan y sirven de cobijo ante el espejo a las partes íntimas del cuerpo de esa persona, que, rebosante de narcisismo, se encierra en el cuarto de baño porque cuerpo y alma ya se han ensuciado con la mugre exterior durante demasiado tiempo.

No conoces el sexo de esa persona porque esa persona, inesperadamente, no tiene la intención de que tú lo conozcas.

Pienso a menudo que yo soy la persona del espejo. Me resulta muy evidente y me reconozco en la imagen difusa en él8. La figura del observador y el analizador se confunden con la del observado y el analizado; alguien que hubiese ocultado completamente o despreciado su propio sexo; alguien que no tiene sexo. Por lo tanto, esa persona ilumina a la otra, abriéndola a un abanico de innumerables posibilidades que van más allá de un sexo u otro. Ya me he dado cuenta de que la realidad del mundo se ha deformado totalmente, o tal vez ha cambiado para convertirse en mera ilusión, un producto de la imaginación de cada cual.

La sensación de separar el ego de uno mismo para liberarse de él es una experiencia que parece necesaria. Da igual si se aprende en los libros de filosofía o religión, sin importar si vienen del este o del oeste, el caso es que alguien pueda ser capaz de erradicar su ignorancia o acabar iluminándose como lo entiende el budismo. Sin embargo, yo sigo igual de ansiosa y preocupada que antes. El tipo de gente que acaba demoliendo barreras acaba sintiéndose perdida y se vuelven locos.

Envuelta en esos rayos de luz matinales, rayos incómodos, que me molestaban porque son como el cristal, me quedaba absorta mirando las manchas negras de tinta que había en mi almohada. Probablemente había sido yo misma quien había dejado caer por descuido esa tinta en alguna cuartilla y habían acabado ahí.

Parecían formar un mapa —un mapa vacío, para ser más precisos—, un mapa poblado únicamente por esos hombres que viven a nuestro alrededor, hombres vacíos, distantes y fríos, como separados en piezas y frustrados. En una de las esquinas creía ver una pareja de esas cabras de las montañas —macho y hembra—, apareándose afanosamente. El macho mira hacia delante mientras aparea a la hembra y esta parece querer soltarse de su apasionado acompañante, pero no lo consigue. Junto a ellos hay una cueva oscura sin fondo y a su alrededor varias figuras grotescas, como las de unos animales míticos, corriendo enloquecidos en todas las direcciones.

…Y por supuesto, ese corazón gigante mordido y vaciado por el paso de los años, los meses , los días y las horas; esa escotilla abierta al cielo y desde la que se pueden ver unas montañas desnudas; esos labios llenos de vida, pero sedientos, que parecen respirar por sí solos; ese útero abierto que espera humedecerse con la llegada de la lluvia y el rocío nocturno; esos ríos de lágrimas; esos ojos que esperan con ansiedad y esos pulmones que parecen haber sido mordisqueados por innumerables insectos…

No pienso en levantarme de la cama, ensimismada durante largo tiempo con esas manchas negras de la almohada.

Con los años, he permanecido una parte de mi vida inmersa, en silencio, en esos profundos y ocultos pensamientos bajo las sombras. Con toda sinceridad, no creo adaptarme a esas escenas de la vida moderna y su hedonismo forzado, esa filosofía que considera la vida como un juego.

En realidad, la alegría, así, a ciegas, no deja de ser, con la certeza que da el tiempo, un tipo de tristeza seriamente dañada, hecha pedazos, y convertida en fragmentos.

Siento que ese agujero sin fondo y esa ausencia se repiten día tras día, elevándose desde las plantas de mis pies. Los días son como esa taza a la que le falta el té suficiente para reactivarme. Ya no sé lo que necesito. En mi vida, que no es muy larga, todo lo que debía probar, lo he probado, y hasta lo que no debía probar, también lo he probado.

Tal vez necesitaría un esposo, hombre o mujer, viejo o joven, incluso me conformaría si solo fuera un perro… No voy ni a pedirlo más ni a poner límites. Me he exigido ya a mí misma como regla a seguir renunciar a la perfección y debo aceptar lo dañado, pues eso que llaman puro sexo —ya me he dado cuenta— es algo tan estúpido…

Para mí, un esposo no es alguien con quien practicar sexo porque esto último, al fin y al cabo, no es más que un condimento a la vida, o algo parecido al lujo, una extravagancia, diría, de la relación entre dos personas.

El sexo nunca será un problema para mí.

Mi problema está en otra parte: en la gente hecha pedazos9 en una época hecha pedazos.

BAILANDO DE PUNTILLAS EN MEDIO DE LA LLUVIA NEGRA10

Esta mujer es una herida profunda,

somos nosotros caminando hacia la fortaleza del mundo.

En sus ojos hay luz,

y esa luz será mi camino.

Esta mujer de cuerpo herido es nuestra madre,

nosotros naceremos de esta madre.

En esa época, yo debía de tener unos once años, o quizá menos, y el tiempo de las noches de verano era un poco como nuestro estado mental habitual, quiero decir, deprimente.

Cae la lluvia y parece estar hablándome con sus plic, plic, plic…; y, además, caen sus gotas sobre mi cuerpo a ráfagas, impetuosas, impactándolo y deshaciéndose inmediatamente en él. Cuando dejan de caer, puedo ver las mangas de mi camisa que cubren mis delgados brazos. Esto me enfada, me giro y retrocedo unos pasos. Parece que mi cuerpo se ha arrugado por completo a causa de la lluvia y los vaqueros que cubren mis piernas están ahora totalmente empapados por esa lluvia, lo que me ha enojado todavía más de lo que ya estaba. Mis delgaduchas piernas se han quedado tiesas, como bastones de madera, y me resulta imposible soltar una sola palabra, por lo que guardo un silencio absoluto.

Así que le digo a mis brazos: «Xiaojie Bu, mi hermanita Bu, no nos enfademos, ¿quieres, cariño?…». Pues sí, les llamo a mis brazos «No, hermanita», que es lo que quiere decir xiaojie Bu, porque he creído a menudo que esos brazos representaban mi cerebro.

Volví a hablar, pero esta vez a mis piernas: «Xiaojie Shi, mi hermanita Shi, regresemos a casa, anda, para ver si la mamá está ahí o se ha ido…». Pues sí, también les llamo a mis piernas «Sí, hermanita», que es lo que quiere decir xiaojie Shi, porque he creído a menudo que esas piernas representaban los miembros de mi cuerpo, pero no mi voluntad. Más tarde, acompaño a xiaojie Bu y a xiaojie Shi —mis dos hermanitas, mis xiaojie, Bu (la xiaojie No) y Shi (la xiaojie Sí)— a la puerta para que se vayan y me dejen en paz. Una vez en la calle, las consuelo con dulces palabras. Por supuesto, les hablo desde el interior silencioso de mi cuerpo.

A veces pienso que soy varias personas a la vez y que por eso estoy llena de tantas voces: no paramos de intercambiarnos pensamientos y nos contamos nuestros problemas. Yo siempre tengo muchos problemas…

En realidad, todo esto es muy extraño. Cuando la xiaojie No (mi cerebro) y la xiaojie Sí (los miembros de mi cuerpo), que es como las llamaré a partir de ahora, alzan su mirada y ponen cara de estar enfadadas conmigo —una cara salpicada de gotas de lluvia, por cierto—, a mí me sorprende que la gente que está a mi lado, la otra gente, la que no soy yo, no esté todavía mojada como lo estoy yo. ¿Por qué siempre es a mí a quien la lluvia deja completamente empapada y no a los demás? No lo entiendo. Justamente, tengo menos preocupaciones que la xiaojie No y la xiaojie Sí juntas y encima voy y no me enfurruño como ellas. Pero ¿para qué sirve enfurruñarse?

Una vez apareció colgado del cielo tras la tormenta un arcoíris que parecía un espejismo y la tierra mojada por la lluvia que había en el patio se cubrió en su totalidad de hojas verdes y negras. Ante la puerta de mi casa se eleva un jinjolero de grandes dimensiones y estoy convencida de que ese árbol es mucho más grande que lo que yo u otra gente pueda describir en los libros cuando hablan del «jinjolero de la entrada» que hay en los patios de las casas pekinesas, ya que sus ramas son los brazos más grandes y largos que he visto en mi vida; aparecen por el lado este del patio y llegan hasta el lado oeste. Firmes, se encaraman a los muros como si fueran las garras de unos animales. La copa de ese árbol en enorme y cubre todo el patio. Cada año durante el verano nos regala a nosotros, como si fuéramos unos cerditos hambrientos, unos jínjoles rojos de piel tersa y dulces como la miel. Tras la tormenta, me gustaba ir al patio a recoger los frutos —los más grandes que encontraba— caídos al suelo y ensuciados con el barro. Mientras lo hacía, descubrí por azar un gorrión diminuto. Estaba ahí temblando, sin moverse bajo el árbol y sobre la tierra enlodada, como si hubiese encontrado el lugar que más le convenía para protegerse de la lluvia. Lo cogí con mis manos y lo metí en una jaula que tenía dentro de mi apartamento. Luego le di algo de agua y unas semillas de mijo.

Mi madre me decía: «Si lo encierras, se morirá exasperado porque tiene su propia vida, su propio hogar».

Yo le dije: «Yo le quiero mucho, lo alimentaré».

Mi madre me replicó: «El gorrión no va a comer lo que tú le vas a dar».

No la creí.

Unos días después, sin embargo, murió, como era de esperar. Había rechazado la comida y sucumbió, efectivamente, exasperado.

En la casa del vecino había un niño que me miraba cuando cuidaba al gorrión. Ese niño tenía un gato y por eso no nos quitaba ojo de encima. El gatito al que el niño pasea con un lazo atado al cuello es, en realidad, muy grande, está gordo y tiene mucho pelo, pero su fuerza y capacidad de adaptación al medio me deja boquiabierta. Nada más ver la comida se la zampa; nada más ver el nido, se queda dormido en él; y nada más ver a los seres humanos, mueve la cola para ganarse su favor —y como se dice vulgarmente: solo reconozco como madre a quien me da de mamar—. Resultado de su manera de ser: el gatito anda vivito y coleando en este mundo, mientras que yo sigo obstinada en salvarle la vida al pobre gorrión. Tal vez sea por eso por lo que he odiado a los gatos toda mi vida y nunca los he tenido en casa haciéndome compañía. Odio esos animales con toda mi alma. Para mí son las criaturas más inmorales que hay en este mundo y los máximos representantes de esa ideología que reina en nuestros días y que es el oportunismo, con el componente de traición que lo define. Esos animalejos me recuerdan demasiado las caras humanas tal y como las veo ahora cuando ya me he hecho adulta.

A mis dedos les llamo ahora xiaojie Kuaizi, esto es, mi hermanita pequeña Palillos Para Comer. Pues sí, mis dedos son la xiaojie Palillos Para Comer.

Oigo a mi madre hablar: cuando llueve, cuanto más rápido corre la gente, más probabilidades tienen de que queden hechos una sopa; pero yo, con la lluvia me quedo empapada, igual que esa gente que vive anónimamente por las calles. Al principio, me quedaba quieta haciendo o pensando algo. Por un lado, consolando a la xiaojie No y la xiaojie Sí, y por el otro… ¿debo analizar fríamente lo que está pasando? Seguramente todo se deba al estado mental que fluye por el interior de mi cuerpo o a esa cosa que no se puede ver desde fuera y que tiene que ver con la sangre que desprendemos mensualmente las mujeres. Los pies de las xiaojie corren muy deprisa, demasiado seguramente, y absorben por completo la lluvia que cae o quizá la detienen, adhiriéndola a los miembros de nuestro cuerpo.

Camino sola en dirección a casa y en ese momento preciso sé que no hay ningún chico que consienta, o que tenga agallas, para acompañarme. ¿Por qué?... Pues porque soy la más joven de la clase y, además, está mi constitución delgada, así como una torpeza en mis movimientos que me viene de nacimiento y un sexo difícil de definir. A nadie le gusta tener que acompañarme y otra de las razones de peso está en el hecho de que el profesor encargado de mi clase —el señor T— me aísla siempre del resto de mis compañeros y me pide que deje de moverme de una vez por todas. Yo, ante ese desagravio sufrido durante tanto tiempo, siempre acabo pensando lo mismo: no comprendo por qué diablos me aísla del resto de mis compañeros.

T, ese hombre, siempre intenta demostrar ante toda la clase que soy la más estúpida de sus alumnos. Siempre quiere avergonzarme, por eso me saca de mis casillas y me hiere profundamente. Aunque sea, en efecto, la más joven de la clase, no quiere decir que sea la más tonta. A veces, me deshago en clase las coletas, sobre todo cuando las tengo demasiado prietas y me hacen daño. Mi mano izquierda no puede nunca decirme a tiempo que ese lado es el izquierdo. Mi otra mano se relaja y se olvida de asumir la responsabilidad que se le ha asignado: escribir, que es la obligación de toda mano derecha. Sin embargo, intento demostrar a todo el mundo, mediante una prueba fehaciente, y por la vía más rápida, que yo no soy, por lo tanto, la más estúpida de la clase.

Una vez, él, mi profesor, invitó a mi madre a que lo visitara en su despacho del colegio. El muy desvergonzado le pidió que me llevase al hospital lo antes posible para que me examinasen la cabeza porque estaba convencido de que algo no me iba bien ahí dentro. Utilizó una expresión para describir mi estado mental que se me ha quedado grabada de por vida; la expresión que utilizó fue la de «seriamente dañada».

Le contó a mi madre que yo era como una muda y que, simplemente, era incapaz de adivinar qué pasaba por mi cerebro.

Oh, Cielos… ¿Por qué empleará con tanto veneno ese hombre la expresión «seriamente dañada»?

En esa época, el señor T debía de tener veintiocho o veintinueve años; era, por lo tanto, nueve años mayor que mi madre. Pero al verlo de frente, parecía más viejo de lo que era en realidad, tal vez con ocho más de los que tenía. Carecía de modales e iba de duro con la gente, aunque, a decir verdad, no lo era.

En esa época, mi madre me llevaba de la mano y se quedaba de pie, parada y como señal de respeto, ante el señor T. Los tres nos quedábamos en medio de la sombra oscura que proyectaba el árbol que estaba delante de la puerta del despacho del profesor. Detrás de nosotros había, si lo recuerdo bien, una mesa de ping pong no demasiado grande. Era de cemento sólido, pero se veía gastada. Sin duda alguna, los niños se habían subido a ella innumerables veces y la habían dejado con esas abolladuras. En esos tiempos, los niños no tenían muchas maneras de entretenerse y acababan destrozando, de tanto usarlos, todo objeto que pudiera servirles de diversión y nadie les decía nada.

Los tres nos mirábamos mutuamente y permanecíamos de pie, sin movernos, pero sin armonía, sin formar un círculo, y sin estar en paz con nosotros mismos. La estatura del profesor me parecía enorme y creía ver en medio de nosotros tres la figura temblorosa de una llama dando saltitos. Recuerdo claramente que yo solo le llegaba a la altura de los codos. De ese detalle estoy ahora completamente segura porque yo, en esa época, no paraba de comparar, obsesivamente, mi altura con la suya. No apartaba mis ojos de sus brazos y, aunque me cohibía, los labios de mi boca se movían y hablaban por sí solos, dándole la bienvenida. Me entraban unas ganas irreprimibles de darle un mordisco a esos brazos y sentir su sangre chorreando por mis dientes, pero… ¿cómo una niña de once años le iba a clavar los dientes en el brazo de todo un señor como el profesor T? ¿Qué iba a pensar la gente de mí, una pobre niña que parecía un poco retrasada? Así que, ni corta ni perezosa, le mordía con los ojos. Lo que nunca he llegado a comprender en mi edad adulta es por qué solo deseaba morderle en concreto esa parte de su cuerpo y no otra.

En esa época también me asaltaba otra certeza: la de que incluso cuando fuera una mujer adulta, no podría alcanzar la altura ni la fuerza de ese hombre. Tampoco podría derrotarlo nunca. Todo esa lección de vida la descubrí de mano de mi madre: esa es la crueldad del mundo, llegué a la conclusión; una nunca puede cambiar la realidad por mucho que una se empecine en hacerlo… ¡Nunca! Y él era, además, ¡un hombre!