Vidas tormentosas - Maggie Cox - E-Book

Vidas tormentosas E-Book

Maggie Cox

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Beschreibung

¡Era una propuesta escandalosa! Al alquilar aquella cabaña en Irlanda, Karen Ford buscaba un refugio donde esconderse de su pasado, pero sin ninguna intención de establecer una relación con un hombre, y menos con el sombrío extraño al que había conocido aquel aciago día… Desgraciadamente, no había manera de escapar de Gray O'Connell, el solitario hombre de negocios, que resultó ser su casero. Gray era conocido por su comportamiento frío y altivo, de ahí el sobresalto de Karen al escuchar su escandalosa propuesta…

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Maggie Cox. Todos los derechos reservados.

VIDAS TORMENTOSAS, N.º 2172 - agosto 2012

Título original: The Brooding Stranger

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0725-9

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo 1

LA DESCOMUNAL estampida sonaba cada vez más cerca y le hizo pensar en una manada de bestias salvajes. Durante unos segundos, creyó haber entrado en otra dimensión. Una imaginación exacerbada podía provocar la locura, y era lo que empezaba a sucederle a Karen que lamentó haberse tomado las pastillas para dormir la noche anterior. Debía mantener sus facultades mentales en perfecto estado, no anularlas con medicamentos.

El sonido de la estampida se hizo más fuerte y ella echó una ojeada a través de los árboles y el follaje. Paralizada de miedo, no podía correr. Los huesos de las piernas se le habían licuado y era incapaz de pensar con coherencia. Su mirada se posó desesperada en las botas de senderismo, cubiertas de barro, y se dijo que, en caso de necesidad, sería capaz de huir. Pero… ¿huir de qué? aún no lo sabía. «Dios mío, no permitas que me desmaye… cualquier cosa menos eso. Por favor, no permitas que pierda la consciencia». La silenciosa oración empezó a convertirse en un mantra mientras aguardaba lo que fuera que se acercaba a ella.

Unos segundos después, un monstruo de color beige irrumpió en el claro y se dirigió al galope hacia Karen de cuyos labios surgió un estrangulado grito al encontrarse cara a cara con el terror que había interrumpido el paseo matutino. Los latidos de su corazón parecían un redoble de tambor en sus oídos. ¿Qué clase de idiota dejaría suelta a semejante criatura? Contempló con expresión de ansiedad la enorme cabezota con la boca abierta y vio la larga lengua colgando húmeda mientras la bestia jadeaba. Y se sintió físicamente enferma.

Un autoritario grito les sorprendió a ambos. La bestia puso las orejas tiesas como si fuera un transmisor recogiendo una señal y se paró a escasos centímetros de Karen.

–¡Oh, Dios mío! –Karen se cubrió la boca con las manos y se recriminó por las estúpidas lágrimas que nublaban la vista de los azules ojos.

La criatura tenía dueño. Sin duda, algún zoquete irresponsable.

El hombre apareció de entre los árboles, tan sorprendido de ver a Karen como ella de ver a su mascota. Haciendo una pausa para asimilar la situación, de inmediato le dio la impresión de que era él quien mandaba y algo le dijo que las disculpas o la preocupación por el estado de sus semejantes no era habitual en ese hombre. Y el arrepentimiento debía resultarle igualmente ajeno. Había algo altivo y sobrecogedor en su robusto porte que le puso el vello de punta y los sentidos en alerta.

Alto e incuestionablemente autoritario, los cabellos revueltos y largos hasta los hombros en un arrogante desafío a la moda o los convencionalismos, poseía un rostro duro e implacable que, incluso de lejos, parecía incapaz de cualquier gesto de amabilidad. «Quizás al final hubiera sido mejor desmayarse», pensó Karen.

Eran poco más de las siete de la mañana y allí estaba, sola en el bosque frente a un terrorífico perro y su igualmente terrorífico dueño. Debería haber escuchado la voz de su cansado y dolorido cuerpo y permanecido una hora más en la cama. Los sucesos del pasado le habían pasado factura, pero nadie se atrevería a acusarla de ser perezosa.

Había un cierto aire de rabia contenida en ese hombre cuyas botas aplastaban la alfombra de ramitas y hojas, y que parecía avanzar hacia Karen con intención de comunicarle su sentencia de muerte. Se paró detrás del animal y acarició la cabezota de la bestia.

–Buen chico –dejó de darle palmadas al perro y hundió la mano en el bolsillo de la cazadora de cuero que parecía un artículo de alta costura a juzgar por cómo le sentaba.

–¿Buen chico? –Karen repitió las palabras en tono de incredulidad–. Su maldito perro, en caso de que eso sea un perro, sobre lo cual tengo serias dudas, me ha dado un susto de muerte. ¿En qué estaba pensando dejándole correr suelto por ahí?

–Estamos en un país libre. Se puede caminar durante kilómetros en estos bosques sin encontrar a otro ser vivo. Además, Chase no le haría daño… salvo que yo se lo ordenara.

Los gélidos ojos grises de ese hombre emitieron un destello. Junto con la voz profunda y cultivada, formaban un conjunto lo bastante poderoso como para inquietar a cualquiera.

–¿Chase? ¿Así se llama? ¿Y qué es exactamente? –parloteó Karen sin parar.

–Un gran danés –escupió el extraño como si solo un imbécil preguntaría tal cosa.

–Pues debería ir atado –ignorando el evidente desprecio de su mirada gris, ella cruzó los brazos abjurando en silencio de su capacidad, innata sin duda, para intimidar, y sorprendida ante su propia audacia al prolongar la conversación más de lo necesario.

Chase respiraba pesadamente lanzando hacia ella una nube de vapor. Las orejas seguían de punta, como si esperara instrucciones. Desconfiada, Karen no apartó los ojos del animal, por si acaso decidía atacar a pesar de las afirmaciones de su dueño.

–En mi opinión, los problemas los causan los extraños que pasean por el bosque quejándose de todo –el hombre encajó la mandíbula con arrogancia–. Vamos, Chase.

El perro se puso en movimiento y Karen supo que acababa de ser descartada cual insignificante molestia. Ni siquiera se había disculpado por darle un susto de muerte.

Quizás había exagerado un poco al exigir que el perro fuera atado en un bosque no precisamente abarrotado de gente, pero aun así… todavía tensa de indignación, se sintió aún más inquieta cuando el extraño se volvió para dedicarle una gélida mirada.

–Por cierto, en caso de que pensara venir por aquí mañana, no volveremos a elegir este camino. Chase y yo valoramos mucho nuestra intimidad.

–¿En serio pensaba que querría volver por aquí después del susto que acabo de llevarme?

Las comisuras de los labios de ese hombre se elevaron hasta formar una macabra caricatura de una sonrisa y Karen se puso lívida.

–Las mujeres no me sorprenden, Caperucita. Y ahora corra a casita. Y si alguien le pregunta por qué está tan pálida, puede decirle que se ha encontrado con el lobo feroz.

Sonriendo de nuevo, el extraño se dio media vuelta y se marchó.

–Muy gracioso –murmuró Karen sin aliento, aunque le pareciera cualquier cosa menos eso.

El crujido de una rama casi le hizo dar un brinco. Alarmada y furiosa, partió en dirección opuesta a la de ese tipo hostil y sombrío. Furiosa porque estaba llorando de nuevo. Aquella misma mañana se había prometido no llorar más.

De regreso a la cabaña de piedra donde se escondía desde hacía tres meses, comprobó con satisfacción que el fuego que había encendido en la chimenea estaba en su apogeo, chisporroteando y crujiendo agradablemente. Era increíble que esas pequeñas cosas cotidianas le produjeran tal satisfacción, seguramente porque había aprendido ella sola. El fuego empezó a caldear el húmedo ambiente de la vieja casa.

A veces incluso su ropa parecía húmeda cuando se la ponía por las mañanas. Y por la noche hacía tanto frío que se había acostumbrado a dormir con dos pijamas y el camisón. A su madre le horrorizaría un alojamiento así y sin duda le preguntaría qué intentaba demostrar viviendo en unas condiciones tan primitivas.

Estremeciéndose de frío, Karen se quitó el forro polar empapado y lo colgó de una silla. Puso la tetera de cobre al fuego y se regocijó ante la perspectiva de tomar un té. Era incapaz de pensar hasta la segunda o tercera taza y aquella mañana lo necesitaba más que nunca ante el terrorífico incidente con ese hombre de negro y su bestia.

Menudo gran danés, ¡se parecía más a un troll! ¿Quién sería ese hombre y de dónde venía? Llevaba tres meses en ese lugar y no había oído hablar de él. La señora Kennedy, la tendera local, era una fuente de información y nunca había mencionado al extraño irlandés de cultivado acento y su enorme perro, al menos no delante de ella.

El extraño paseante se había mostrado desagradable, antisocial y taciturno, pero empezaba a pensar que quizás no fuera más que una coraza para ocultar una profunda sensación de infelicidad. La expresión sombría de los extrañamente irresistibles ojos grises no dejaba de atormentarla. ¿Qué había detrás de semejante expresión?

¿Se estaría recuperando de alguna terrible conmoción o pesar? No le costaba nada imaginárselo. En los últimos dieciocho meses ella misma había bajado a los infiernos y regresado después.

En realidad aún no estaba segura del todo de haber regresado. Había días en que sentía tal oscuridad en su alma que era incapaz de levantarse por las mañanas. Pero, lentamente y poco a poco, había empezado a vislumbrar la posibilidad de sanación de su alma herida en ese hermoso lugar de Irlanda. Con sus salvajes montañas, misteriosos bosques y el vasto Océano Atlántico a un corto paseo a pie de la puerta de su casa, la belleza de aquel lugar había empezado a calar en la pesadumbre que la había dominado desde la tragedia. La Naturaleza y el aislamiento que la rodeaban habían sido como un bálsamo para liberar el miedo y el dolor de su corazón, y había empezado a comprender por qué la gente recurría a los poderes sanadores de la Naturaleza.

Algún día, cuando se sintiera bien, encontraría el valor para regresar a casa… Algún día.

Gray O’Connell no lograba olvidar a la bonita rubia que había perdido los nervios. Una irritante criatura. Con cada paso que daba, los exquisitos rasgos, sobre todo los hermosos ojos azules, se volvían más nítidos e irresistibles en su cabeza. ¿Quién demonios sería? Había unos cuantos británicos que tenían allí una residencia veraniega, pero a mediados de octubre esas casas solían estar vacías y abandonadas.

Y entonces recordó algo que le hizo pararse en seco. Sacudió la cabeza y soltó un gruñido. Desde luego no estaba haciendo gala de la aguda e incisiva mente que lo había ayudado a hacer una fortuna en Londres.

Consciente de quién podría ser, se preguntó qué haría allí a las puertas del duro invierno que rápidamente sustituiría al suave otoño, haciendo que hasta los habitantes locales añoraran el siguiente verano. ¿Sería una solitaria como él? ¿La habrían empujado las circunstancias personales a buscar refugio allí? Gray, como nadie, comprendía su necesidad de soledad y paz, aunque últimamente no pareciera ayudarlo en nada.

Sin querer seguir por esa línea de pensamiento, alargó las zancadas y se dirigió con decisión hacia su casa.

–Me encantaría un poco de ese pan, si puede ser, señora Kennedy.

Al otro lado del mostrador, Karen se admiraba de cómo Eileen Kennedy, regordeta y entrada en años, pudiera conservarse tan robusta y grácil. Sin parar de moverse de un lado a otro ante las estanterías, sin duda hechas a mano y que debían llevar siglos allí, buscaba las latas de fruta, paquetes de gelatina y preparados para salsas que componían la lista de la compra de Karen. Y todo sin dejar de parlotear animadamente en un tono extrañamente reconfortante. Karen se había acostumbrado a estar sola y no toleraba la compañía de otros durante mucho rato, pero la abuelita irlandesa constituía una excepción.

–¿No necesitará nada más hoy, querida? –Eileen sonrió cálidamente a la joven que, por una vez, no parecía tener tanta prisa por marcharse.

–Gracias, eso será todo –Karen pagó mientras sus mejillas se teñían de un repentino rubor al ser el objeto de tanto cariño–. Si he olvidado de algo, puedo volver mañana, ¿verdad?

–Desde luego. Será tan bienvenida como las flores en mayo. No puedo evitar pensar en lo solitaria que debe ser la vieja casa de Paddy O’Connell. Ya lleva aquí un tiempo, ¿no? ¿Y su familia? Seguro que su pobre madre debe echarla terriblemente de menos.

Karen sonrió inquieta, pero no contestó. ¿Para qué desencantar a esa amable mujer? Elizabeth Morton sin duda se alegraba de que su hija se hubiera trasladado a Irlanda por un tiempo indeterminado. Así se libraba de las incómodas emociones que tanto detestaba y que la presencia de Karen hacía que se manifestaran. Con Karen en Irlanda, Elizabeth podía fingir que todo iba bien en un mundo en el que era una maestra de las apariencias y del disimulo de los sentimientos, un mundo en el que podía relacionarse con sus amistades como si la tragedia no hubiese golpeado a su única hija.

Eileen Kennedy era demasiado astuta para no haberse dado cuenta de que la mención de la madre de Karen la había alterado. Su reticencia a hacer ningún comentario indicaba que algo había pasado. Tampoco podía culpar a la tendera por su curiosidad. A menudo sentía esa curiosidad en los habitantes locales con los que se cruzaba y que sin duda se preguntaban por la distante inglesa que había alquilado «la vieja casa de Paddy O’Connell», como se la conocía. No comprendían que lo único que quería era paz y tranquilidad. Pero no podían saberlo si ella no se lo explicaba…

–Tenga, querida… –con cuidado, la señora Kennedy guardó la compra en la cesta de Karen y operó la encantadora caja registradora, una reliquia de otros tiempos. Le devolvió el cambio y la miró con simpatía–. Perdone si he sido demasiado directa, pero tengo la sensación de que le vendría bien animarse un poco… y tengo una idea. Los sábados por la noche hay música y baile en el bar de Malloy, al otro lado de la calle, y allí será tan bienvenida como si fuera uno de los nuestros. ¿Por qué no viene? Mi marido, Jack, y yo iremos sobre las ocho. Le vendría bien un poco de música y baile. Le devolvería el color a esas encantadoras mejillas.

Música. Karen suspiró para sus adentros. Lo añoraba muchísimo, pero, ¿cómo volver a disfrutar después de lo sucedido? Habían pasado dieciocho meses. Dieciocho larguísimos meses desde que no había vuelto a tocar la guitarra. ¿Y si no conseguía volver a cantar? ¿Y si la tragedia le había privado definitivamente de la voz? Además, ¿qué sentido tenía? La carrera como cantante de Karen había sido el sueño de ella y Ryan. Después de la muerte de su marido, ya no se atrevía a perseguir ese sueño en solitario. La prensa la había bautizado como la trágica princesa del pop, y quizás siempre lo sería. Ese era uno de los motivos de su huida a Irlanda, la tierra natal de Ryan, al lugar más rural y recóndito que había podido encontrar, donde nadie hubiera oído hablar de ella.

Suspiró de nuevo y deseó no sentirse tan acorralada emocionalmente por una inocente invitación. Si pudiera volver a ser normal, si pudiera volver a incluirse entre la gente que se divertía… Contempló la perfecta fila de latas de judías y tomate frito que había detrás de Eileen Kennedy y se apremió para contestar algo. Cualquier cosa antes de que la amable tendera llegara a la conclusión de que era una maleducada. Sin embargo, la señora tras el mostrador no parecía impaciente por obtener esa respuesta. Como buena tendera, no parecía tener nada mejor que hacer que pasar un buen rato con algún cliente.

–No lo creo, señora Kennedy –contestó al fin–. Ha sido muy amable al invitarme, pero yo no… me siento demasiado sociable ahora mismo.

–Y nadie espera que lo sea, querida. Todos comprendemos que tendrá sus motivos para haber venido aquí. Sospecho que intenta superar algo… o a alguien, ¿no? Y si alguien se pasa, Jack le pondrá en su sitio. Vamos, ¿qué daño puede hacerle?

Aquella era la pregunta del millón para Karen, y una para la que aún no tenía respuesta. De lo que no le cabía duda era de que aún no estaba preparada para alternar. En esos momentos preferiría saltar sin paracaídas desde un avión.

–No puedo. Agradezco de veras su ofrecimiento, pero ahora mismo… no puedo.

–Me parece justo, querida. Cuando se sienta preparada, venga con nosotros. Los sábados por la noche, Jack y yo siempre estamos en Malloy –Eileen sonrió.

–¿Señora Kennedy?

–¿Sí, querida? –la mujer se apoyó en el mostrador ante el inesperado susurro de la joven.

Karen se aclaró la garganta para armarse de valor. Ella, mejor que nadie, respetaba el derecho a la intimidad y odiaba que invadieran la suya, pero sentía una repentina necesidad de saber algo sobre el hombre del bosque. «El lobo feroz».

–¿Hay alguien aquí que tenga un perro enorme de color canela? Un gran danés, dijo.

–Gray O’Connell –replicó Eileen sin dudar–. Su padre vivía en la cabaña en la que se aloja.

–¿Su padre? ¿Su padre es Paddy O’Connell? –Karen frunció el ceño ante la impresión.

–Era. Paddy era un hombre estupendo hasta que sucumbió a la bebida… que Dios guarde su alma –la mujer se persignó y se inclinó hacia Karen–. Su hijo es el dueño de prácticamente todo lo que tiene algún valor por aquí, incluyendo la cabaña. Pero no parece muy feliz. A veces me pregunto cómo no habrá seguido el camino de su padre con todo lo sucedido. Espero que aquí encuentre la paz, con sus cuadros y demás.

–¿Es un artista?

–Sí, querida, y muy bueno por cierto. Mi amiga, Bridie Hanrahan trabaja en la casa grande limpiando y cocinando para él. De no ser por ella, no sabríamos nada de ese hombre. Se ha convertido en un ermitaño. Con razón dicen que el dinero no compra la felicidad, y en el caso de Gray O’Connell, es más cierto que nunca, si me pregunta.

Karen no contestó. No era asunto suyo. Ya había oído lo suficiente para saber que ese hombre tenía sobrados motivos para ser reservado, y ella sabría respetarlo.

–Tengo que irme. Gracias por todo, señora Kennedy.

–¿Puedo preguntar por qué siente curiosidad por Gray O’Connell?

Karen se sonrojó violentamente y fijó la mirada en un barril de hermosas manzanas.

–A veces paseo por el bosque a primera hora de la mañana. Hoy me he tropezado con él y con su perro, eso es todo –no iba a contarle que casi había muerto del susto.

–Él también madruga mucho, según tengo entendido –Eileen se encogió de hombros–. ¿Al menos sujetó esa lengua suya?

–Más o menos –Karen la miró durante un instante con expresión de sufrimiento–. No parecía sentirse muy comunicativo tampoco.

–Desde luego era él. Hubo un tiempo en que era totalmente distinto, pero la tragedia cambia a las personas, eso es una gran verdad. Algunas no vuelven a ser las mismas.

«A mí me lo va a decir», Karen asintió en silencio.

–Bueno, gracias de nuevo, señora Kennedy. Nos vemos.

–Cuídese, querida. Hasta pronto.

Durante los días que siguieron, no se adentró en el bosque y eligió pasear por la playa desierta, bien abrigada con un jersey y unos vaqueros, chubasquero y guantes. Casi todas las mañanas llovía muy suavemente, pero a Karen no le molestaba y en muchas ocasiones encajaba a la perfección con su melancolía. Si tuviera que esperar a que hiciera buen tiempo, nunca pasaría de la puerta.

Se había aficionado a recolectar caracolas marinas y su mirada se dirigía instintivamente hacia las más delicadas y bonitas. Hacía poco había añadido dos ejemplares más grandes a su colección. De regreso a la cabaña las había dispuesto en el alféizar de las ventanas aspirando el aroma marino que aún conservaban. Pero, sobre todo, se limitaba a caminar hasta que le dolían las piernas, sin oír nada más aparte del mar y las gaviotas.

Pensaba en Ryan a menudo. La mayoría de los días reflexionaba con tristeza sobre lo mucho que le hubiera gustado compartir con ella esos paseos. Lo que le hubiera gustado compartir con ella sus conocimientos sobre las plantas y animales autóctonos y alimentar su imaginación con viejos relatos irlandeses sobre reyes y cuentacuentos, sobre magia y mitología. Había perdido a su mejor amigo, además de esposo y manager.

Una mañana descubrió que no estaba sola en la playa. Paralizada ante la enorme huella, Karen sintió que el corazón empezaba a galopar alocadamente. Protegiéndose los ojos del sol con la mano, miró hacia delante. Y allí estaban, a lo lejos, el «lobo feroz», y su colega, Chase. Karen sonrió en una de las escasas ocasiones que había encontrado para hacerlo en los últimos meses, generándole una sensación extrañamente estimulante.

Sin dejar de sonreír, le dio una patada a unas algas y caminó hacia el borde de la playa. La espuma del mar salpicaba sus botas mientras ella intentaba no levantar la vista de nuevo para comprobar si el hombre y su bestia se habían marchado. En cambio, fijó la mirada en el horizonte y en las dos pequeñas barcas que se bamboleaban en el agua, seguramente de pescadores que se enfrentaban valientemente a las olas para ganarse la vida. Unos minutos después, les deseó silenciosamente una buena pesca y se volvió para marcharse.

La sorpresa hizo que se quedara sin respiración al ver a Chase galopando hacia ella. Y tras él su amo. Incluso desde lejos se veía que no estaba contento de verla. «Pues que se fastidie», pensó ella, preparándose para otro desagradable encuentro. Sin embargo, se sorprendió al ver que el perro se paraba en seco a escasos centímetros de ella. El animal se sentó y la miró con tal expresión de expectación que Karen se descubrió sonriéndole.

–Perro tonto –murmuró mientras le daba una palmadita en la cabeza. Para su alivio no la intentó morder sino que hizo un sonido de satisfacción, casi como el ronroneo de un gato.

–Vaya, parece que Caperucita ha domesticado a la bestia –Gray contemplaba la escena con una expresión casi de diversión.

Inmediatamente recelosa, ella dejó de acariciar al enorme perro y hundió las manos en los bolsillos del chubasquero. De repente ya no sentía ninguna gana de sonreír.

–¿A qué bestia se refiere? –preguntó con osadía.

–Hace falta más que una chiquilla de bonitos ojos azules para domesticarme a mí, señorita Ford –contestó Gray enarcando una ceja en un gesto burlón.

–¿Sabe quién soy? –ignorando el comentario, Karen frunció el ceño.

–Debería. Se aloja en la vieja cabaña de mi padre. Soy su casero.

Si había esperado impresionarla, Karen jugaba con ventaja gracias a Eileen Kennedy.

–Eso descubrí el otro día, señor O’Connell. Y por cierto, me gustaría que dejara de referirse a mí como a una chiquilla. Tengo veintiséis años y soy toda una mujer.

No había pretendido que la última parte del comentario resultara petulante y, para su completo sofoco, Gray O’Connell echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. Sin embargo, para Karen, la risa de ese atractivo hombre resultó burlonamente cruel.

–Le tomaré la palabra sobre lo de ser una mujer, señorita Ford. ¿Quién podría adivinarlo bajo esa prenda informe que lleva?

–No hay necesidad de ser tan grosero –las mejillas de Karen ardían de indignación–. No esperará que camine por la playa con este tiempo con algo vaporoso y transparente…

Los inquietantes ojos grises recorrieron insolentemente su figura de pies a cabeza.

–Haría falta más que eso para calmar a la bestia que llevo dentro, señorita Ford, pero la idea me resulta cada vez más atractiva…

–¡Es usted imposible! –exclamó Karen y, para su total consternación, acompañó sus palabras con una patada en el suelo.

De inmediato se sintió inmensamente idiota y demasiado al borde de las lágrimas para poder decir nada más. Chase permanecía frente a ella con la cabeza ladeada, como si la comprendiera y simpatizara con ella.

–Me temo que no es la primera mujer en acusarme de tal cosa –murmuró Gray–. Y no será la última. Por cierto, me alegra que nos hayamos encontrado. Quería comentarle una cosa.

–¿En serio? –ella frunció el ceño preocupada–. ¿Y de qué se trata, señor O’Connell?

–Del preaviso para que abandone la casa. En quince días a partir de hoy.

La sangre rugía en los oídos de Karen mientras contemplaba incrédula el impasible rostro de Gray O’Connell. ¿Quería que abandonara la casa? ¿En quince días? No es que tuviera ningún plan, pero había contado con quedarse allí por lo menos un par de meses más. Marcharse justo cuando empezaba a sentirse parte de ese lugar… era inquietante e impensable. Y todo porque no le había caído bien al endemoniado de su casero.

–¿Por qué? –preguntó casi sin aliento con gesto de desilusión.

–Por lo que yo sé, no estoy obligado a darle explicaciones –Gray se encogió de hombros.

–No, pero es una cuestión de cortesía, ¿no?

–Vuelva a su bonita vida suburbana británica, señorita Ford –los ojos grises emitían gélidos destellos–. Que no le engañen el paisaje o la supuesta paz de este lugar. Aquí no hay paz posible. Un lugar como este, una vida como la mía, no deja tiempo para cortesías.

Sus palabras resonaron con tal rabia que, por un momento, Karen no supo qué hacer. Una parte de ella deseaba salir huyendo, regresar a la cabaña y hacer las maletas, pero algo perverso en su interior le conminaba a quedarse y enfrentarse a él, hacerle comprender que no era el único que sufría. «Aunque no me escuchará».

–Me da lástima, señor O’Connell.