Violeta en el Jardín de Fuego - Alicia Sánchez - E-Book

Violeta en el Jardín de Fuego E-Book

Alicia Sánchez

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Beschreibung

Violeta es una adolescente con poderes paranormales y una peculiar relación con su madre. Cuando esta sufra un ictus que la deje convaleciente, una serie de personajes a cual más estrambótico intentarán acercarse a ella para aprovecharse de su estado: una dominatrix, un científico loco, una escritora de novelas románticas... sin embargo, Violeta no está indefensa.

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Seitenzahl: 258

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Alicia Sánchez

Violeta en el Jardín de Fuego

 

Saga

Violeta en el Jardín de Fuego

 

Copyright © 2016, 2022 Alícia Sánchez and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726948103

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Capítulo 1

Carlos empieza a inquietarse en la pesada penumbra de la habitación. Sentado en el suelo, completamente desnudo, un estrecho cinturón de cuero le mantiene sujeto a la pata de un mueble que no puede identificar. El frío asciende a través de sus glúteos y se concentra en sus riñones. El cinturón, apretado al máximo, le entorpece la respiración y acentúa todavía más el dolor que le provoca la incomodidad de la posición.

El dolor. El dolor se irradia por todo su cuerpo en discontinuas corrientes eléctricas. Puede sentirlo en sus distintas graduaciones: más intenso en el centro de su cuerpo y más leve en los órganos periféricos. Es necesario aumentar la intensidad si quiere que esa incipiente erección, apenas un leve entumecimiento en la base de su pene, siga adelante.

–Dalia, mi amor, te necesito... –suplica, su voz perdiéndose en aquella habitación vacía.

Oye unos pasos, unos pasos sofocados, lo sabe muy bien, por unas zapatillas femeninas de estilo clásico de finísima piel de color blanco, adornadas por un pompón de pelo rosa. Las suaves y deliciosas zapatillas de Dalia.

Al acercarse, el cuerpo de su ama exhala un extraño aroma, Trésor de Lancôme mezclado con leves matices de un olor orgánico, casi fecal. Qué perfume –piensa Carlos–,qué perfume maravilloso. Su erección progresa. La ansiedad anticipatoria empieza a surtir efecto. Siempre funciona y Dalia lo sabe. Por eso lo había encerrado, solo y a oscuras, para que tuviera tiempo de imaginar los castigos que le tenía preparados.

Habían entrado en aquel hotel como la típica pareja de adúlteros que busca intimidad en las afueras de la ciudad pero, una vez dentro de la habitación, Dalia lo había tratado como a un perro, abandonándolo durante más de una hora, esperándola y deseándola como un animal en celo.

Ahora, Dalia acaricia con su mano abierta el miembro de Carlos. Es una caricia leve, como de niña inexperta, que enardece aún más el deseo de aquel manso animal, preparándolo para su sacrificio.

–Dalia, Dalia... –repite una y otra vez, mientras gira su rostro a un lado y al otro, como un ciego perdido.

–¿Quieres jugar, mi pedazo de carne, quieres jugar conmigo? –le pregunta ella.

–Lo que tú digas, mi amor, lo que tú digas...

–Vas a sufrir, lo sabes...

–Lo sé y es lo que deseo.

–Adelante, entonces.

Dalia lo desata y lo conduce hacia la cama. Cuando se tiende sobre el lecho, Carlos nota que está totalmente cubierto por un plástico grueso. Su ama vuelve a atarlo, esta vez de pies y manos, tirando al máximo de sus extremidades. Cuando se sienta a su lado, el olor a flores ajadas que emana de su sexo le lleva a una erección completa.

–Déjame besarlo... –le pide Carlos.

–Si te dejo hacerlo –le contesta Dalia–, tendrás que pagar un precio muy alto.

–Lo pagaré, siempre lo hago, ¿no es cierto?

–Siempre lo haces, porque te gusta –le dice en un susurro, mientras se coloca a horcajadas sobre su boca y abre con sus manos su pequeño corte, casi infantil, para que él pueda lamerlo.

–Hasta que yo te diga “basta”, ¿de acuerdo? Ni un segundo más.

–Lo que tú digas –le dice él, moviendo los labios desde debajo de su sexo. Dalia nota la vibración de su voz en su vulva, una inusual caricia que le hace doblarse hacia delante y apoyarse sobre el cabezal, inesperadamente fuera de control.

–Basta ya –le ordena–, basta ya, hijo de puta.

Pero es demasiado tarde, Carlos sabe que ese era el único momento en el que puede tenerla a su merced. A pesar de sus protestas, Dalia no intenta zafarse. Arqueando compulsivamente la espalda, casi ahogándole por la presión de su sexo sobre su boca y nariz, su ama se deshace en abundantes líquidos viscosos que le empapan toda la cara.

Derrotada por primera vez, Dalia se tiende al otro lado de la cama, todavía sorprendida por aquel momento de debilidad, y lo mira con rabia.

–Ahora te vas a enterar, cabrón –lo amenaza y vuelve a dejarlo solo, pero tan sólo por unos minutos.

Cuando vuelve, Carlos puede contemplarla en su completa y brillante desnudez. Su cuerpo, blanco y redondeado, parece trazado por cientos de líneas concéntricas que le otorgan una simetría perfecta. Su melena rubia cae sobre sus senos, que gravitan lentamente con la cadencia de sus movimientos. Pero lo que a Carlos le enaltece más que ningún otro rasgo es el dulce pubis de vello castaño, un pubis que guarda la hendidura más esponjosa y suave que haya acariciado jamás. Ahora, con el sabor de aquel delicioso órgano todavía en su boca, se siente lleno de agradecimiento hacia su ama. Haría todo lo que ella le pidiera, sin dudarlo, aunque ello le supusiera el peor de los castigos.

–Mira lo que te he traído –le dice Dalia, mientras sacaba de su gran maleta Samsonite un extraño objeto.

–¿Qué es eso?

–Yo lo llamo el beso de metal.

Cuando se acerca, Carlos comprueba que se trata de un embudo de grandes dimensiones, como el que utilizaban en las bodegas antiguas para llenar las garrafas de vino.

–¿Y para qué sirve? –pregunta, con la voz atenazada por el miedo, un miedo que empieza a llegarle a oleadas.

–Ahora lo verás.

Dalia se acerca a la cama donde él permanece atado y, con una diligencia casi profesional, hunde pesadamente el gran embudo en su boca. Le entran náuseas, pero ese improvisado instrumento de tortura está tan bien encajado en sus labios que le resulta imposible librarse de él. Los dientes le rechinan por el contacto con el metal y el sabor a herrumbre le llena toda la boca.

Su ama vuelve a acariciarle el pene con sus manos frías, esta vez con más firmeza, apretándole el glande con sus uñas esmaltadas. La erección está empezando a alcanzar su grado completo, pero Dalia se detiene justo cuando empezaba a iniciarse el proceso, haciéndole sufrir, como a él le gusta.

–No tan deprisa, ahora viene lo bueno –le dice con dulzura.

Dalia se marcha hacia al cuarto de baño y, tras unos minutos, vuelve con un cubo lleno de agua. Carlos la sigue de forma desesperada con la mirada. Es fácil suponer lo que seguirá a continuación. Cuando ve a su amada levantar el cubo e introducir en su boca todo su contenido, no puede contenerse más, eyaculando con fuerza al mismo tiempo que su vientre se hincha dolorosamente por la presión del agua.

 

Sentada en la taza del wáter, Sola se entretiene imaginando formas en el suelo de linóleo jaspeado. En verano, se pueden ver pequeñas cucarachas, incluso alguna lagartija, pero ahora, en invierno, tan sólo hay trozos de papel higiénico y envolturas de tampones. El espacio es estrecho y está totalmente cubierto de azulejos blancos. Un moho verdiazul se concentra en las juntas y se desprende en algunas zonas, salpicando las paredes con pequeñas motas tornasoladas.

En ese agujero alejado del resto del mundo, como si volara en medio de la nada, Sola se siente segura y feliz. Es su pequeña rebeldía: pasar más minutos de la cuenta en el lavabo de la oficina, restándolos de su monótona jornada laboral.

Pero, esa vez, no se prolonga demasiado. Mira su reloj: falta poco para las seis. No puede entretenerse. Se limpia con el papel higiénico, se ajusta las bragas de goma desgastada y trata de salir sin mirar la figura que se refleja en el gran espejo que hay sobre el lavamanos, pero no lo consigue. Nunca lo consigue. Allí está su rostro, difícil y asimétrico, un rostro que parece estar siempre moviéndose, como si se resistiera a adoptar una forma concreta. Una calavera de frente estrecha y ojos hundidos, áspera como la cara de la muerte.

Cierra los ojos para liberarse del embrujo de su propia fealdad y sale casi corriendo de su guarida, dispuesta a apurar los últimos segundos de la jornada y poder salir puntual. Si no es así, aunque tan sólo pierda un par de minutos, se verá obligada a salir junto a la gran turba y esa es una de las peores cosas que le pueden pasar. Salir junto a la gran turba la obligará a mantener conversaciones con uno o varios de sus compañeros, no sólo en el ascensor, sino también en el camino hacia el metro y, si tiene muy mala suerte, incluso durante todo el trayecto, más de veinte minutos esforzándose por ser amable con ellos, escuchando sus interminables letanías sobre sus hijos, sus fiestas, sus perros, sus coches, sus odiosos fines de semana...

A las seis en punto y antes que nadie, Sola, con la chaqueta ya en la mano, el bolso en el hombro y todo su escritorio recogido, sale casi a la carrera de la oficina consiguiendo un éxito total. Sola en el ascensor, sola en el camino hacia el metro y sola también en el trayecto. Ocho paradas y un larguísimo trasbordo con la única compañía de sus pensamientos. Un día perfecto.

 

Violeta descansa en su casa. Está completamente desnuda. Su afilado cuerpo de adolescente es como un gran desgarro en el tapizado oscuro en el sofá. Es una muchacha altísima, de unos dos metros de altura, y muy delgada. Sus largos brazos están rematados por unas manos finas y articuladas como las patas de una araña. También sus pies, calzados con unas zapatillas deportivas de color rosa, tienen un tamaño gigantesco. A pesar de toda esa deformidad, esa criatura es hermosa. Violeta es una grácil jirafa de largas pestañas que se contonea lentamente de un lado hacia el otro, como si intentara liberar su enorme cuerpo de la fuerza de la gravedad.

–Veo cosas maravillosas– le dice a Sola, su madre, cuando ésta llega del trabajo–. Veo lo nunca visto.

La niña observa atentamente el cuerpo traslúcido de su madre, un cuerpo a través del cual puede contemplar, ella y sólo ella, el ordenado amasijo de sus vasos sanguíneos contrayéndose y dilatándose al unísono, siguiendo el impulso del corazón. También puede ver sus intestinos, girando alrededor de sí mismos y la representación gráfica de su enojo, las numerosas chispas eléctricas que dan a su cerebro una fosforescencia azulada.

A través de la ventana del comedor, cubierta con una reja, como todas las ventanas de la casa, la joven puede ver más figuras transparentes: mujeres anémicas de sangre descolorida y hombres obesos con numerosas placas de grasa amarillenta adheridas a sus arterias.

Desde lo alto de un andamio, un albañil, al verla desnuda, le hace un gesto obsceno. Violeta lo observa con atención y puede ver cómo los nervios del cerebro del hombre chisporrotean y se derraman por su columna vertebral para acabar tensando, de forma vigorosa, los músculos y los tejidos fibrosos de su entrepierna. La joven se mira su propio sexo, su vulva opaca y carnosa como un muñón peludo, y se echa a llorar. Ella no es transparente, como los demás.

–Oh, mamá ¿qué voy a hacer? –se lamenta– ¿Por qué no soy como ellos?

–Te lo he dicho mil veces, nena –le contesta su madre–, ni tú ni yo somos como ellos, ni lo seremos jamás.

–Tú sí, mama, tú también eres limpia y transparente...

Su madre suspira.

–Ponte algo por encima –le dice–, no vaya a ser que nos asalte uno de esos patanes de la obra y tengamos un disgusto.

–No puedo, mamá, la ropa está sucia, toda mi ropa está sucia...

–He vuelto a lavar todas tus batas con lejía, cariño, puedes comprobarlo tú misma –insiste la madre.

–No puedo ponérmelas, me mancharía.

Sola desiste y se limita a correr las cortinas. Su hija llora, sentada en un rincón del sofá, el lugar donde pasa la mayor parte del tiempo desde que se trastornó.

 

–¿Y cómo dices que se llama esa enfermedad?

Carlos Albadalejo juguetea con su grapadora de diseño, cómodamente sentado detrás del escritorio de su despacho. Al otro lado, Sola, con la mirada baja y las manos a lo largo de su cuerpo, no se atreve a sentarse. Tampoco Carlos la ha invitado a hacerlo.

–Da lo mismo, Carlos ¬–contesta Sola–. El caso es que Violeta no puede valerse por sí misma.

–¿Y qué síntomas tiene? –le pregunta su jefe.

–Es difícil decirlo. Ve cosas extrañas. Es como si viviera en otro mundo. No es capaz de hacer nada por sí misma. Se pasa el día sentada en el sofá, absorta en sus extrañas visiones.

A Sola le costaba hablar del problema de su hija. Violeta había sido una niña hermosa y con una inteligencia brillante. A medida que iba creciendo, sorprendía a su madre con su gran talento. Sola se aturdía con la gran responsabilidad que exigía el hecho de que el destino hubiera depositado en sus manos ese valioso y raro espécimen. Pero llegó la enfermedad, la deformación física y, finalmente, la enajenación. Aquel talento asombroso dio un extraño vuelco hasta adentrarse, de forma irreversible, en el mundo de la locura. Su madre todavía no se había habituado a convivir con un genio cuando tuvo que acostumbrarse a lidiar con un extraño ser, de desvaríos tan imaginativos y sorprendentes que ningún psiquiatra de los muchos que habían visitado se había atrevido a establecer un diagnóstico claro. Era como si su rara inteligencia hubiera estallado en mil pedazos y cada uno de sus fragmentos hubiera empezado a funcionar de forma independiente, constituyendo un rompecabezas imposible en el que no encajaba ninguna pieza. Su hija era un raro espejismo que se desvanecía poco a poco, sin que pudiera hacer nada para evitarlo.

–Y después –prosigue Sola–,y después está su aspecto...

–¿Qué le pasa? ¿Tiene una joroba o algo así?

–No –contesta Sola, molesta–. Violeta es... muy alta y delgada. Empezó a desarrollarse de forma exagerada a los 12 años.

–Pues debe estar hecha un cromo, la pobre, y perdona, Soledad, pero no es para menos.

–Sí, la situación es desesperada –concluye la mujer, abatida.

Sola no sabe cómo continuar. Carlos Albadalejo es el gerente de la compañía de seguros donde trabajaba y artífice principal del maltrato laboral del que ha sido víctima durante los últimos años. Lo conocía desde hacía años, de la época en la que era un simple administrativo, como ella. Habían sido amigos pero, cuando empezó a ascender peldaños en la empresa, habían dejado de tratarse. A Dalia, su secretaria personal, le había extrañado mucho que Sola le pidiera una entrevista con él. Llegó, incluso, a intentar convencerla para que se limitara a enviarle una nota por correo interno pero, al final y después de mucho insistir, Sola había conseguido su objetivo. Pero ahora venía la parte más difícil.

–Sabes lo que gano, Carlos, una miseria –empieza a decir.

–Lo sé, Soledad, lo sé –le interrumpe–, pero la empresa no está en su mejor momento. Ya me gustaría a mí subiros el sueldo a todos, pero debemos sacrificarnos, yo el primero. Ya llegarán tiempos mejores.

–No me vengas con historias –continúa Sola, con un tono cada vez más agresivo–. Sé lo que cobran los demás. Estoy en una situación límite. Nunca hubiera hecho esto si no fuera así.

–No me gusta cómo me estás hablando. Si sigues por ese camino, me temo que tendré que llamar a Dalia para que te acompañe –le contesta Carlos amenazante, al mismo tiempo que hace el amago de coger el teléfono.

–Ayúdame, por favor –le contesta Sola inclinando su cuerpo hacia delante y apoyándose con las dos manos en su escritorio–, podría ser tu hija.

A Carlos le cambia la expresión. Los músculos se le tensan y los ojos se mueven ligeramente en el interior de sus órbitas, volviéndose más brillantes e incisivos.

–Pero, ¿qué dices? ¿Estás loca o qué?

–Sabes cuando me quedé embarazada. Fue después de aquella noche, ¿te acuerdas?

Carlos baja la voz, adoptando un tono áspero, amenazante.

–No fui el único que disfrutó de tu presencia, cariño. Fue una noche de lo más animada.

A Sola se le revuelven las tripas. Carlos la está humillando de forma fría y metódica, como un médico forense escudriñando las entrañas de un cadáver.

–También estaba aquel médico que trabajaba para SwitzCare, ¿recuerdas? –continúa su jefe–. Aquel francés, ¿cómo se llamaba? ¡Ah, sí! El doctor Alexander, aquel científico loco al que tuvimos que echar por sus extraños experimentos...

–Las pruebas de paternidad lo dirán –le interrumpe Sola, con tono firme.

–¿Cómo dices?

–Si no me subes el sueldo, voy a denunciarte.

–¿Y si no soy el padre? Tienes una oportunidad entre dos.

–Me arriesgaré, es mi única salida. Y, sea como sea, tú no te ahorrarás el escándalo. Tu mujer no sabe nada de aquello, ¿verdad? Ni... de otras cosas que se cuentan por la oficina –le dice, al mismo tiempo que mira a Dalia de reojo.

Carlos palidece. Sin darse cuenta, se ha grapado un dedo. En el puño derecho de su camisa blanca caen tres pequeñas gotas de sangre.

–Te estás jugando el puesto, Soledad.

–Despídeme si quieres. La indemnización que me debéis solucionará mis problemas, aunque no sé si el director de la empresa estará de acuerdo en entregarme esa cantidad tan alta sin que tú le des una buena justificación.

–Hija de puta.

–Lo siento, no tengo otra opción.

–No hagas nada, ¿de acuerdo? No hagas nada de momento. Déjame un tiempo para pensármelo. Un mes, ¿vale? En un mes lo habré solucionado todo.

–Sólo un mes. Sin prórrogas.

–Sin prórrogas, Soledad, te lo juro. Ahora, vuelve a tu puesto. Y la próxima vez que quieras hablar conmigo, llámame al móvil. Aquí tienes mi número. No le digas nada a mi secretaria. Por favor.

Carlos se levanta y la acompaña hacia la puerta, presionándole el brazo de forma intolerable, con la mano crispada como una garra. Su jefe la echa literalmente de su despacho, cerrando la puerta después, de forma brusca, con violencia.

Sola respira hondo, se enjuaga una lágrima incipiente y, tras serenarse un poco, emprende el camino de vuelta hacia su rincón. Cuando pasa por delante de la mesa de Dalia, ésta la aborda con una simpatía insólita.

–Sola, cariño –le dice–, ¿irás a la cena de despedida de Óscar? Necesito saberlo ya, por la reserva...

Hermosa y con frescura de recién duchada, la secretaria de Carlos se dirige a ella con una sonrisa radiante, casi sincera, como si realmente la apreciara, como si fuera la mejor amiga que hubiera tenido jamás. Sola la mira, recelosa, como hace siempre que le tratan demasiado bien. Dalia no es su amiga, ni siquiera una buena compañera. Nadie en aquella oficina lo es.

–¿Irás? –vuelve a preguntarle ella, todavía sonriente.

–¿El jueves dices que es? ¡Qué mala suerte! –miente Sola–, justo ese día tengo un compromiso. Ya me despediré personalmente de Óscar. Gracias de todos modos.

Sin esperar respuesta, Sola se marcha de allí a la carrera, temerosa de que Dalia quiera prolongar la conversación. Ella nunca asistía a ningún acto organizado por sus compañeros de trabajo. Ni cenas de despedida, ni celebraciones de cumpleaños ni excursiones familiares. Pero ellos no dejaban de invitarla, aunque sabían que su respuesta iba a ser siempre la misma: no. ¿Ir a una fiesta y ser ignorada por todos los invitados? Prefería ahorrarse el mal trago. Ni siquiera tenía intención de despedirse de ese tal Óscar, ¿para qué, si no iba a volver a verlo más? ¿Levantarse de su mesa, avanzar por el largo pasillo iluminado, adentrarse en la zona VIP de la oficina en la que tan sólo había secretarias con aspecto de prostitutas de lujo? No, no lo haría. Su ámbito se reducía al apartado rincón donde estaba su mesa, el lavabo que se encontraba en frente y la máquina de café que había al lado. No necesitaba nada más. Como una rata en una jaula. Encerrada y plácidamente aburrida.

Cuando llega a su puesto, Sola vuelve a sentirse segura. Parapetada entre sus archivos polvorientos y su viejo PC, nada extraño podía ocurrirle. Piensa en la conversación que acaba de mantener con su jefe, en la humillación de la que ha sido objeto y en las pocas posibilidades que tiene de recibir la ayuda que necesita, pero, ¿qué más puede hacer? Sabe que nunca se atrevería a llevar a cabo su amenaza. ¿Denunciarlo? ¿Para qué? Nadie la creería, una pobre administrativa frente al todopoderoso Carlos Albadalejo. Tenía todas las de perder.

Ahora, Sola teme echarse a llorar. “Ya pensaré en ello más adelante”, se dice a sí misma y trata de concentrarse en su trabajo.

Introduce datos en el ordenador. Siempre lo mismo. Hubo un tiempo en el que hacia más tareas, elaboraba informes, coordinaba equipos, incluso visitaba a los clientes, pero ahora no, ahora tan sólo graba pólizas y lo hace de forma minuciosa, como si le fuera la vida en ello.

Soledad, Sola, es la trabajadora más antigua de la empresa, el único vestigio de épocas pasadas. Todos los otros veteranos se han marchado ya, la mayoría de ellos amargados por el mal trato que se les dispensaba, pero ella, que acaba de cumplir los 44 años, ha resistido a toda clase de vejaciones. Es inmune a ellas, incluso parece que las disfrute: aislamiento, trabajo monótono, indiferencia por parte de sus jefes y compañeros, nada le afecta. La habían confinado a la zona más oscura de la oficina, al departamento de embalaje, apartada de todos y realizando tareas monótonas que trastornarían a cualquiera, pero que ella llevaba a cabo con tranquilidad. Lo único que quiere es que la dejen en paz. Y cobrar a fin de mes. Nada más.

Pero hoy Sola no logra concentrarse. De repente le entran ganas de orinar. Tiene que ir al lavabo a menudo, por su problema de incontinencia. Menos mal que está cerca. Con todo y con eso, siempre acaba ensuciándose. Aunque es consciente de su mal olor, no se preocupa demasiado por ello. Se levanta trabajosamente de su silla giratoria, sus casi 75 kilos de peso le han convertido en una mujer muy torpe, y sorteando las montañas de cajas que se apilan a su alrededor, entra en el único recinto de la oficina donde puede disfrutar de cierta intimidad. Le recibe el olor. Ese olor. En el exterior, todo es frescura y limpieza, pero ahí dentro hay otras leyes. Ahí dentro se expulsan sin recato todas las miserias del ser humano. Se expulsan y su olor se condensa, convirtiéndose en una humedad pestilente que cubre el suelo y las paredes.

Sola abre la puerta de uno de los cubículos y se sienta en la taza.

Respira aliviada. Allí está segura. Por fin.

 

Es la primera vez en muchos años que Sola espera una visita de compromiso. Ha preparado la mesa como si se tratara de un banquete navideño, con la vajilla que su madre le había regalado veinte años atrás, cuando todavía creía que, algún día, llegaría a casarse. El viejo sofá de piel está cubierto por unos pequeños tapetes que cubren de forma estratégica las numerosas manchas y desgarrones de su superficie. En el horno, un pollo relleno se cuece lentamente, llenando la casa de un opulento aroma a hierbas y manteca.

Alterada por los preparativos, Violeta deambula de un lado a otro del pequeño salón. Su madre ha conseguido que se ponga un vestido de fiesta, un estrafalario modelo de gasa azul que le ha prestado una vecina. Con él, la niña parece una libélula gigante planeando etérea por aquel piso en miniatura, dos habitaciones y un pequeño comedor incrustado en un enorme edificio de 15 plantas del barrio de San Ildefonso, en Cornellà. El piso da a un patio oscuro, casi negro, que huele a col hervida y que está cubierto por una capa de mugre de consistencia gelatinosa que, aunque parece musgo, en realidad es la condensación de los grasientos vapores de las cocinas.

Violeta parece molesta por la inusual situación.

–Mamá, el vestido pica...–se queja lastimosamente.

–¡¿Qué dices cariño?! –le contesta su madre–, ¡pero si pareces una princesa! Ya verás qué sorprendido se queda el señor Albadalejo cuando te vea.

Tan sólo han pasado quince días, pero Sola ya había obtenido una respuesta de Carlos. Quería ver a la niña antes de tomar una decisión. Sola había aceptado sin dudarlo pero, en cuanto suena el timbre, empieza a pensar que quizás no había sido buena idea concertar aquella cita. Echa una breve mirada a su alrededor. Aunque se ha esforzado al máximo, el piso sigue estando sucio y desordenado, lleno de muebles viejos consumidos por la carcoma. Y después está Violeta, embutida en ese vestido que parece un disfraz barato. Lo más probable es que Carlos dé media vuelta apenas entre en aquella casa de locos.

Sola abre la puerta lentamente, casi deseando que no sea él, pero ahí está su jefe, vestido, como siempre, con un elegante traje oscuro. La luz amarillenta del descansillo envuelve su figura con un halo mortecino, casi sobrenatural. Los dos se quedan frente a frente, sin saber qué hacer.

–He traído vino –dice Carlos por todo saludo, entregándole una botella de Rioja que Sola se apresura a coger.

–Entra, por favor –le contesta, avergonzada antes de tiempo de todo lo que le espera a su invitado.

Carlos entra en la casa con parsimonia, pisando con sus elegantes zapatos el viscoso suelo de terrazo. Cuando llega al salón, se lleva la gran sorpresa de la noche. Sola hace las presentaciones.

–Esta es mi hija, Violeta –le dice.

Carlos se para en seco. Su rostro lo dice todo.

–Hola Violeta –dice con dificultad, pues todavía no se ha sobrepuesto de aquella sorprendente visión– llevas un vestido precioso.

–¡El vestido pica! –grita de repente Violeta y, acto seguido, se levanta las faldas intentándoselo quitar pero, como le viene muy estrecho, la prenda se le queda trabada en la mitad de su cuerpo, apresándole los brazos y tapándole la cabeza.

–¡Violeta, por Dios! –exclama Sola mientras persigue a su hija que, asustada e inmovilizada de cintura hacia arriba, corre de un lado a otro con el vestido trabado en su cuerpo mientras emite sobrecogedores alaridos.

Carlos, de pie en el centro del salón, no parece saber qué hacer. Cuando, después de varias carreras, Sola alcanza a la niña, no tiene más remedio que quitarle el vestido por completo. Violeta respira por fin. Liberada de su prisión, vuelve a mostrarse sonriente y tranquila.

Cubierta tan sólo con unas grandes bragas de algodón altas de cintura, Violeta parece el fósil de un ser que se hubiera extinguido siglos atrás. Al carecer de grasa, su piel deja adivinar casi al completo los músculos, los tendones y los huesos que hay el interior de su cuerpo. Violeta es la ilustración viviente de un libro de anatomía.

–¡Hola señor Albadalejo! –grita la niña con alegría mientras se echaba a sus brazos.

–¡Violeta, por favor –grita Sola, mientras intenta alejar a su hija de Carlos–, ven a ponerte una bata! No puedes estar así, desnuda.

–¡Las batas están sucias, mamá! –le contesta.

–Ya estamos otra vez. Carlos, tendrás que perdonarnos. Esto es muy violento, ¿podrás volver dentro de un rato? Violeta está muy nerviosa. No encaja bien las novedades.

–Por favor, Soledad. Se podría decir que soy como de la familia, ¿no te parece? –contesta con un tono irónico–. Relájate y haz lo que tengas que hacer. Yo me quedaré aquí, disfrutando de vuestra compañía.

Sola lo mira recelosa, mientras tapa como puede el gran cuerpo de su hija con el faldón de una mesa camilla que hay en el salón. No se fía de Carlos. Nunca se había fiado de él. ¿Por qué había venido? Allí está. Cómodamente sentado en un sofá lleno de manchas y asediando a su hija con sus ojos ardientes. Sola se fija en sus manos, blancas y con una manicura perfecta. En el dedo índice lleva un anillo de plata con un ópalo negro.

A pesar de no ser un hombre joven, seguía resultando atractivo. Al contrario que la mayoría de hombres de su edad, no había ganado peso ni perdido pelo. Todo él desprendía serenidad y elegancia, mientras ella... Hubo un tiempo en el que los dos estaban al mismo nivel, pero ahora pertenecían a castas completamente distintas. Él ocupaba los más altos puestos de la aristocracia laboral y ella se había convertido en una intocable.

Sola evoca aquella noche, la noche en la que Violeta fue concebida y tiene la impresión de que habían pasado siglos desde entonces. Los recuerdos son tan confusos como los detalles de un sueño o de una alucinación. Carlos y ella, juntos, protagonistas de aquella violenta orgía sexual con personal de la oficina, posiblemente creando sin saberlo la semilla de ese extraño ser.

Tras la cena, Violeta está más serena. Se ha sentado en el sofá, entre Carlos y su madre. Sigue cubierta tan sólo por el mantel de la mesa camilla, no ha consentido ponerse nada más, pero, cuando todo parece haber vuelto a la normalidad, la niña se altera de nuevo.

Violeta se levanta, se quita el mantel a manotazos como si la tela le estuviera quemando la piel y empieza a dar vueltas por el pequeño comedor de la casa. Con sus largas piernas, se sube encima del sofá, del sillón orejero de su madre, de la desportillada mesita baja... Salta de un mueble a otro, tirando al suelo o pateando todos los objetos que se interponen en su camino mientras llora y les insulta con palabras ininteligibles.

Sola lanza un grito. Aquello no puede acabar bien. Está segura. Tiene miedo de Carlos, de lo que pueda hacerle a ella y a la niña.

–Es mejor que te vayas, –le dice Sola a Carlos ante el violento ataque de nervios de su hija–, ya me encargaré de consolarla.

Carlos intenta protestar, pero Sola no atiende a razones. Tiene que marcharse, no hay más remedio. Ya hablarían en la oficina.

Y despidiéndose casi a la carrera, Carlos Albadalejo sale de aquella casa después de haber disfrutado de la velada más extraña de toda su vida.

 

Algo más sosegada, Violeta llora tendida boca abajo sobre el sofá que, comparado con su gran tamaño, parece un mueble de juguete. Su pelo rubio pajizo se abre como un abanico sobre los frágiles huesecillos de su columna vertebral. La niña se chupa el dedo índice, un dedo que por lo menos mide quince centímetros de largo, mientras hipa sonoramente.

En la cocina, Sola recoge los restos de la cena como si fueran los restos de un naufragio. Tan sólo el rítmico goteo de un grifo estropeado y el zumbido de la nevera rompen ese silencio de enterradas en vida que hay siempre en aquella casa.

–¿Qué será de mi pobre niña? –piensa, haciendo verdaderos esfuerzos para no echarse, ella también, a llorar–, ¿qué será de ella cuando yo no esté?

Abre el grifo de agua caliente y se dispone a fregar los platos. Allí está su vajilla de porcelana pintada a mano, la cubertería de plata, las copas con sus iniciales grabadas... Todo su ajuar de novia, anticuado y en desuso, como ella misma. Se lo regaló su madre cuando cumplió 20 años. Había estado ahorrando prácticamente toda su vida para poderle costear una dote de princesa.

Su madre. Había puesto tantas esperanzas en Sola. Y, al final, había acabado igual de mísera y desesperada que ella y, lo que es peor, viviendo en el mismo lugar del que tantas veces había querido escapar.