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Un juego peligroso entre el deseo y el dolor, entre el placer y la sumisión, entre el poder y el sexo. Isabel, directora de una prestigiosa clínica de sexología, se convierte en una esclava sumisa por las noches, bajo el poder de su amo, Dominó. Sin embargo, su incipiente amor por David establecerá un triángulo entre ellos que va más allá del amor. Una trama de adicciones, violencia, amor y chantaje.
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Seitenzahl: 336
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Alicia Sánchez
Saga
En carne extraña
Copyright © 2018, 2021 Alicia Sánchez and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726939835
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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«Esa necesidad de olvidar su yo en la carne extraña, es lo que el hombre llama noblemente necesidad de amar.»
Charles Baudelaire
Al poeta, aquella escena le recordó a esas películas de terror italianas que tanto le gustaban cuando era joven, aquellos subproductos de serie B que saciaban los bajos instintos del adolescente introvertido que era por aquel entonces.
No era la primera vez que entraba en aquel caserón del parque del Montseny. Él, que había sido un poeta medianamente conocido años atrás, era ahora un indigente que procuraba buscar lugares solitarios para pasar sus noches. Aquella mansión erigida como por arte de magia en la parte más enmarañada del bosque era su refugio, su Manderley particular. «¿Quién habría vivido allí?», solía preguntarse cuando, después de desenrollar su saco de dormir en el salón principal, se disponía a beber su cartón de vino y componer sus sonetos. ¿Quién se habría atrevido a construir ese palacete en un lugar tan agreste? ¿Un indiano anacoreta? ¿Un estraperlista huido de la justicia? ¿Un barbazul con su cohorte de esposas muertas?
Por esa razón, cuando aquella tarde, oscura como la medianoche, el poeta, más borracho que de costumbre, se encontró con lo que se encontró, no se sorprendió en absoluto. Todo lo contrario. Podía decirse que incluso se alegró. Por fin había dado con los fantasmas que vivían en aquella casa encantada.
El hallazgo tuvo lugar en el dormitorio principal. Como en una película de Dario Argento, el primer plano lo ocupaba por entero el cadáver de una mujer. De piel blanquísima y carne mullida, parecía una hermosa muñeca de tamaño natural que alguien hubiese dejado abandonada. Estaba tendida sobre la cama, desnuda, con los brazos y las piernas muy abiertos, como si estuviera copulando con un hombre invisible.
Un halo de sangre rodeaba su cuerpo, una gradación de tonos rojizos que hacían destacar todavía más el brillo casi fosforescente de su piel. En la frente, un agujero cubierto de una costra negra rompía la armonía de claroscuros de aquel hermoso cuadro de Caravaggio.
Echó un vistazo a la habitación. Al contrario que el resto de la casa, estaba limpia y recién pintada. Las ventanas estaban cubiertas por cortinas nuevas y la cama por una colcha de terciopelo. «¿Quién se había preocupado en arreglar con tanto cuidado la dependencia de aquella casa abandonada?», se preguntó. La estancia, que tan solo semanas atrás era una ruina llena de polvo y telarañas, ahora parecía el mausoleo de una princesa.
El poeta acercó un poco más la luz de la linterna. El sexo estaba a la vista. La carne todavía se veía rosada y brillante. Finísimas estrías cubiertas de sangre dibujaban una filigrana concéntrica en el interior de sus muslos y, en su vientre, varios cardenales se superponían unos sobre otros, conformado un arco iris sangriento.
Miró su rostro. Los ojos estaban entrecerrados y la boca parecía húmeda, tan húmeda como su sexo. Con el pelo desplegado sobre la almohada, aquel rostro de Virgen María, de mujer en pleno éxtasis, despertó en el poeta pasiones que creía dormidas. Una punzada de deseo le impulsó a tocar con sus manos curtidas el rostro de ese cadáver obsceno, primero la mejilla, después los labios rígidos y, finalmente, esos senos que parecían cubiertos de papel arrugado. «¿Qué te han hecho aquí, preciosa?», se preguntó, mientras acariciaba con lujuria ese pecho masacrado que parecía engancharse a la yema de sus dedos.
Borracho pero con la lucidez del poeta en trance, se acostó al lado de la fría muñeca y la abrazó, intentando darle algo de calor. Su cabello olía a sangre y perfume, el resto de su cuerpo a semen y a carne cruda. Acostumbrado a los hedores más infames, al poeta ese olor a casquería fresca le pareció un perfume delicioso.
Cerró los ojos y trató de componer mentalmente un poema, pero no lograba domar las palabras, que emanaban a borbotones de su mente enfebrecida.
El silencio era pesado. Tan solo aguzando mucho el oído, podía percibirse el zumbar de los insectos que acechaban el cadáver desde la ventana.
El poeta acabó por sucumbir a los vapores del alcohol y no tardó en dormirse. En sus sueños, quiso devolverle la vida a su muñeca, que se convertía sucesivamente en la bailarina de una caja de música, en una autómata de feria y en el maniquí mutilado del taller de una modista. Ella le hablaba, pero sus palabras eran ininteligibles, y cuando intentaba tocarla, se le escapaba, dejando entre sus dedos el polvillo que desprenden, en su huida, las más bellas mariposas.
Cuando despertó, entrado ya el amanecer, el poeta, recuperada la poca cordura que le acompañaba en sus momentos de sobriedad, se despegó con asco de esa mujer que había velado su sueño. Su rostro ya no le pareció tan bello y su piel, cubierta por una pátina viscosa, no le despertó más que repugnancia.
Libre del abrazo de la muerte, intentó levantarse, pero la cama, totalmente encharcada, parecía arenas movedizas. Aunque clavaba codos y rodillas, no podía avanzar y caía una y otra vez sobre un mar de sangre. Desesperado, lanzó un grito profundo, un grito que le permitió, por fin, exteriorizar todo su desesperación y salir de la cama de un salto, para caer con estrépito sobre el suelo.
Sin mirar atrás, liberado por fin del influjo de aquella carroña, el poeta salió corriendo de la habitación del terror.
CICATRICES
—¿Quién eres tú? —se preguntó Isabel mientras contemplaba su cuerpo desnudo en el espejo.
Con el azogue algo amarillento, ese espejo la había acompañado desde siempre, como la casa en la que vivía, todavía lujosa, pero cada vez más desastrada.
—¿Quién eres tú? —se volvió a preguntar, ladeando ligeramente la cabeza y abriendo únicamente un ojo, como recordaba que hacía el personaje de la oruga azul en la película Alicia en el País de las Maravillas.
Pero el espejo no le contestaba. Allí estaba su imagen, muda e imperturbable, como una hermana gemela que, súbitamente, hubiera perdido el habla. Isabel no estaba acostumbrada a ese silencio. Su cuerpo desnudo siempre despertaba algún tipo de reacción extrema, tanto positiva como negativa, aunque lo más habitual es que se diera una extraña mezcla de violentos sentimientos que, en la mayoría de ocasiones, desorientaba y dejaba exhausto a quien la contemplaba.
Isabel era una mujer bella pero con una particularidad que la convertía en un ser único. La piel de su rostro era lisa y suave, pero tan solo unos centímetros más abajo, esa piel perfecta se corrompía por completo. Isabel tenía el cuello, escote y parte de sus senos totalmente quemados. En estas zonas, su piel adoptaba la textura irregular de un mar de burbujeante espuma. Si se tapaba la zona abrasada, su cara era agradable y fresca, pero si la descubría, se transformaba. El abrupto contraste daba a la expresión de su rostro un aire torvo aunque irresistible. Su cara era la luna y su cuerpo mutilado su reflejo en el mar, blanco y brillante, pero distorsionado.
Dio unos pasos hacia atrás para poder verse mejor. Tan solo llevaba puestos los zapatos, un modelo de castigo que mantenía sus pies en posición casi vertical. Se quitó uno de ellos, lo acarició con detenimiento y se lo acercó a la nariz.
Isabel adoraba el olor a zapatos nuevos. Le devolvía a su infancia, cuando su padre entraba de hurtadillas en su habitación para vestirla por la mañana antes de irse al colegio. Le ponía primero sus calcetines de borlas y, antes de calzarla, jugaban a los cuentos.
—Vamos a ver… —canturreaba su padre mientras le guiñaba el ojo—, a ver si este pie tan grande entra en un zapato tan pequeño…
—Claro que entra —le contestaba ella, simulando enfado—, siempre entra, papa…
—No sé, no sé —continuaba él—, no sé si entrará…
Y cuando el pie encajaba a la perfección, padre e hija se abrazaban, felices.
—Soy la Cenicienta, papi, soy la Cenicienta —le decía ella—, ¡cásate conmigo!
Y entonces siempre entraba su hermana Laura y tiraba alguna cosa, o bien se ponía a llorar o protestaba por cualquier razón, poniendo fin a la representación. Su padre se marchaba al trabajo sin almorzar y ella pasaba el resto del día en la escuela, jugando con la borla de sus calcetines.
Isabel agitó una mano, como si tratara de espantar una mosca, un gesto que solía hacer cuando quería apartar un recuerdo de su mente. No le convenía viajar al pasado. Ese día no.
Tras una nueva ojeada al espejo, se puso en marcha. Atravesó el salón con pasos largos y elásticos, contoneando exageradamente sus caderas y abrió la puerta del cuarto de baño. Había abierto el grifo de la bañera hacía ya tiempo y el agua estaba empezando a derramarse. Se quitó los zapatos, los dejó sobre un mueble y entró rápidamente para cerrar el grifo. No se molestó en secar el suelo. Se introdujo en la bañera, derramando todavía más agua, y se acomodó, echando la cabeza hacia atrás y abriendo bien las piernas.
Como el resto de dependencias de la casa Ibernon, el cuarto de baño era grande y antiguo. Las paredes estaban cubiertas de pequeñas baldosas azul claro y el suelo era blanco y negro como un tablero de ajedrez. Las tuberías, estrechas y repintadas, recorrían las cuatro paredes en un complicado enrejado que conectaba entre sí todos los sanitarios. La bañera era un modelo de principios del siglo xx, de hierro fundido con patas que simulaban garras. Desportillada en las esquinas y con el fondo desgastado, seguía siendo un modelo magnífico que Isabel nunca había querido restaurar.
Se introdujo un poco más en el agua y miró con detenimiento el arsenal de cosméticos que había sobre una estantería de madera carcomida. Era una colección de botellas antiguas de distintos colores, sin etiquetas ni distintivos comerciales. Isabel preparaba ella misma sus propios productos de belleza. Se lo había enseñado su padre que era un experto en elaborar fórmulas magistrales de todo tipo: crecepelos, lociones rejuvenecedoras, elixires para aumentar el vigor sexual… Isabel las conocía todas y seguía preparando algunas de ellas. Sus cosméticos artesanos, estaba segura de ello, aumentaban todavía más el magnetismo indefinible de su cuerpo.
—¿A qué huele aquí? —preguntaban los hombres extrañados cuando percibían el aroma a tierra húmeda, a cueva marina o a arena de la playa que envolvía su cuerpo. Y ella nunca respondía, porque sabía que en cuestión de segundos quedarían inmersos en su aura mágica, con sus sentidos alterados por el efecto de aquel perfume, por la textura única de su piel grabada y la trágica belleza de su cuerpo. Y se volvían adictos a ella, aunque no siempre les era permitido volver.
Isabel eligió una botella de color violeta. Derramó un poco de líquido sobre la palma de su mano y se enjabonó con calma. Cerró los ojos. Su cuerpo empezó a ruborizarse en algunas zonas. Tras masajear el cuello y los brazos, se concentró en los senos, dibujando con las dos manos numerosos círculos concéntricos alrededor de los pezones. Su senos se hincharon ligeramente y las areolas se contrajeron con rapidez, pasando del rosa pálido a un violento rojo vino. A pesar de la textura granulada, eran unos senos magníficos, blancos y espumosos, como dos tazones de leche cortada.
Una vez hubo embadurnado el pecho, Isabel se levantó y cogió una segunda botella de la estantería, algo más pequeña y de color azul índigo. Echó tan solo un par de gotas en la yema de su dedo índice y, con gran cuidado, la llevó hacia su sexo y lo masajeó muy levemente.
Volvió a introducirse en la bañera. El agua se había enfriado y la sensación era desagradable. Quitó el tapón y, mientras el líquido se escapaba ruidosamente por el desagüe, se dio una rápida ducha. Cuando terminó, se dejó abrazar por una de las mullidas toallas blancas que su asistenta le había dejado sobre el taburete antes de marcharse. Se secó con rapidez. No le quedaba demasiado tiempo.
Isabel se apresuró hacia su habitación, una pieza grande y luminosa que había sido el dormitorio de sus padres. Sobre la cama, alta y con dosel, había dejado la ropa que se pondría aquella noche: un sencillo vestido de terciopelo morado, ajustado a la cintura y de pronunciado escote, un portaligas y unas medias negras. Nada más. Revisó la lista que había sobre la mesilla de noche. Lo ponía bien claro. Sin ropa interior.
Se dio media vuelta y buscó algo en un viejo arcón que había a los pies de la cama. Extrajo un botellín de tamaño minúsculo. Era su droga, su ansiada opiolina. Desenroscó el tapón y se bebió de un golpe el contenido. Se dio la vuelta muy lentamente y volvió a mirarse al espejo. Cerró los ojos durante unos segundos y los volvió a abrir. Su mirada ya no era la misma.
—Un lado te hará crecer y el otro lado te hará disminuir —canturreó, parafraseando de nuevo a la oruga azul.
Se sentó en los pies de la cama y se colocó el liguero, las medias y el vestido. Dejó los zapatos para el final. Se levantó de la cama para sentarse en el sillón preferido de su padre y se calzó de forma ceremoniosa los hermosos Louboutin de charol negro con la ayuda de un calzador dorado. Ya estaba preparada, pero aún faltaba un detalle importante.
Del viejo arcón extrajo la única joya que luciría esa noche, un collar de cuero con una argolla que ajustó a su cuello con detenimiento. Volvió a mirarse en el espejo. Ya no sonreía. Allí estaba la verdadera Isabel, con sus tristes ojos grises y sus labios pintados de rojo sangre al encuentro de lo desconocido. ¿Qué le esperaba hoy? ¿Un palacete en ruinas o la lujosa suite de un hotel? ¿Una pensión en la calle Hospital o un descampado en el barrio de La Mina? No lo sabía. Nunca lo sabía y esa incertidumbre le aceleraba el corazón.
Sonó el móvil. Esa era la señal. Abandonó la casa con un sonoro portazo y bajó por el ascensor.
En la calle le esperaba Nico, el chófer, delante del Mercedes Benz.
Alto y desgarbado, con la cara picada por el acné, Nico iba vestido como un chófer clásico, con traje oscuro y gorra de visera. Le sonrió. Lo tenía prohibido, pero siempre lo hacía. Ella no le devolvió la sonrisa. No en ese momento. Debía mantenerse callada y con la mirada baja, hasta el final.
El chófer la ayudó a entrar en el coche y cerró la puerta. Una vez dentro, se giró hacia ella y volvió a sonreír.
—El viaje será corto hoy, preciosa —le dijo y, alargando el brazo, le introdujo una mano en el escote para pellizcarle dolorosamente un pezón.
Ella dio un bote en el asiento, pero no protestó.
Había empezado la sesión.
_____
Nico conducía el antiguo Mercedes con suavidad, sin los acelerones y giros bruscos al que eran tan aficionados los jóvenes de su edad. Era respetuoso con esa máquina soberbia, consciente del privilegio que suponía sentarse en el mullido asiento de cuero o acariciar el suave cambio de marchas.
Isabel estaba detrás de él, con la espalda muy erguida y las palmas de sus manos sobre los muslos. De vez en cuando, Nico echaba una ojeada al retrovisor y ella le devolvía la mirada, aunque sin demasiada atención. Soberbia como una reina, se dejaba llevar, tratando de no adelantarse a los acontecimientos. A Nico le permitían gozar de su cuerpo, como del coche, del uniforme a medida y de otros tantos lujos ajenos, pero ella, aunque obedecía, nunca se entregaba por completo. Era complaciente, pero sin perder nunca su actitud de orgullosa sumisión.
—Ábrete de piernas —le pidió, al poco de poner el coche en marcha.
Y ella separó sus muslos durante unos segundos, solo unos breves segundos, para que él pudiera extasiarse con la visión breve y relampagueante de su pubis rojizo.
Tal como le había dicho, no parecía que el viaje fuera a ser demasiado largo. Seguían en el elegante barrio del Ensanche, posiblemente en la parte izquierda. Isabel trataba de no reconocer los lugares a los que la llevaban. Nunca se fijaba en los rótulos de las calles ni en la numeración de los edificios. Prefería avanzar a ciegas. Aunque no se movieran de su ciudad, una vez entraba en el Mercedes, todo cambiaba para ella. Entraba en un mundo fantástico en el que todo era posible.
Nico no tardó en aminorar la marcha y detenerse. Aparcó en un espacio reservado —siempre había sitio para el Mercedes—, y la ayudó a bajar. Isabel respiró hondo. El aire olía a asfalto recalentado, a verano en la ciudad. El terciopelo del vestido era una pesada carga en aquella tarde del mes de julio, pero no importaba. Nunca importaba.
Nada más poner el pie en el suelo, Isabel trastabilló un poco, pero el chófer, solícito como siempre, la sujetó firmemente por la cintura. Cuando se enderezó, notó que le temblaban las piernas. Hasta entonces no había sentido miedo, pero ahora empezaba a tenerlo. Como siempre, tuvo ganas de escapar, pero no lo hizo.
Nico la cogió del brazo y la llevó hacia la entrada de un edificio señorial.
—Las señoras primero —le dijo mientras empujaba la puerta.
Isabel, con la mirada baja, entró con paso rápido.
La entrada estaba a oscuras y Nico no se molestó en dar la luz. Cegada por el sol de media tarde, Isabel apenas podía distinguir los contornos de las cosas. Era una estancia amplia y majestuosa, aunque algo descuidada. Las paredes estaban decoradas con complicadas molduras florales y, en el techo, una gran lámpara de bronce y cristal se balanceaba sobre sus cabezas.
Isabel dio unos pasos hacia delante, pero Nico, agarrándola de nuevo del brazo, la desvió de su camino.
—Debes entrar por la entrada de servicio, ¿qué te has pensado? —le dijo mientras la desviaba hacia una pequeña puerta que estaba al fondo de la entrada, tras los buzones, y la abría con una pesada llave.
—Bienvenida al castillo, princesa —bromeó.
El piso parecía la antigua vivienda de la portería. Largo, angosto y sin apenas luz natural, era como un pequeño agujero excavado en los cimientos de aquel lujoso edificio.
Isabel se estremeció nada más entrar. El ambiente era irrespirable. Olía a grasa rancia y a humedad.
Atravesaron un largo pasillo y, después de pasar por delante de varias habitaciones cerradas, llegaron a la cocina. Exageradamente grande en comparación con el pequeño tamaño del piso, parecía una sala de autopsias abandonada. Estaba embaldosada hasta media pared y un moho negruzco se acumulaba en la juntura de la gran mayoría de los azulejos. Los pocos muebles que quedaban estaban rotos o con las puertas desencajadas. En el centro, una enorme mesa de mármol parecía presidirlo todo. Sobre ella, alguien había dejado un maletín de cuero.
Isabel ya no tenía miedo. Aquella decadencia, aquella inmunda suciedad, le excitaba de forma poderosa. Sintió erizarse sus pezones bajo la suave tela de su vestido y entre sus piernas la sangre empezó a bombear con fuerza.
Hizo un breve reconocimiento. «¿Dónde estarían ellos?», se preguntó mientras intentaba atisbar a través de una gran ventana que daba a una de las dependencias de la vivienda, posiblemente un pasillo o un pequeño distribuidor.
Nico le rodeó el cuello con sus manos enguantadas y le pidió que lo mirara a los ojos.
—Ahora quiero que te desnudes y que te subas ahí —le ordenó y, con un rápido movimiento de cabeza, le indicó la mesa de mármol.
—Déjate puestas las medias, el portaligas y, por su puesto, los zapatos —continuó—. Ni se te ocurra quitarte los zapatos.
Isabel se soltó con rapidez y se dispuso a hacer lo que le había ordenado.
Se quitó su vestido, que cayó suavemente sobre el suelo. Su piel, tan blanca y luminosa, contrastaba con esa mugre que lo cubría todo.
Nico la sujetó por la cintura, fuertemente ceñida por el portaligas, y la ayudó a subirse a la mesa. Sabía cómo debía ponerse. Sentada, con las manos hacia atrás, apoyadas en el borde de la mesa y las piernas flexionadas hacia delante.
Cuando estuvo colocada, Nico abrió el maletín que había sobre la mesa y, después de rebuscar en su interior, extrajo dos correas de cuero negro. Con una le ató los tobillos y con la otra los muslos, justo por encima de las rodillas.
Rápidamente, extrajo un pañuelo de seda negro y le tapó los ojos.
—Así será mucho más romántico —le dijo.
Isabel oyó como Nico se retiraba unos pasos. Durante unos minutos, no oyó nada más. La posición era incómoda y las cintas le apretaban dolorosamente las piernas. El frío del mármol le ascendía desde los glúteos hacia los riñones, helándole el vientre. La excitación, sin embargo, era cada vez más intensa. La espera, siempre la espera. Esa espera que la turbaba hasta límites insoportables. ¿Quién vendría? ¿Cuántos serían? ¿Qué le harían? Temblaba de impaciencia, mientras esperaba la primera caricia, el primer golpe, el primer mordisco… Solo un gesto, un gesto que le mostrara que había alguien al otro lado, alguien que gozaría de ella hasta llegar al límite, hasta dejarla exhausta, dolorida, plena…
Se mordió los labios y siguió esperando. Pasaron unos minutos que le parecieron eternos. Le dolía todo el cuerpo, sobre todo las piernas y la parte inferior de la espalda. La posición era ya inaguantable. ¿Cuánto tiempo más tendría que esperar? ¿Cinco minutos, diez, media hora…? No lo sabía. Nunca lo sabía.
Toda aquella casa se llenó de ruidos extraños. Insectos que iban de un lado a otro de la pared, muebles que crujían, sonidos amortiguados que parecían provenir de un patio de luces… Todos y cada uno de los fantasmas que moraban en ese piso abandonado se presentaban ante ella para hacer todavía más angustiosa su espera.
Justo en el momento en el que estaba a punto de desfallecer, oyó unos pasos. Agudizó el oído. Parecían los pasos de dos personas, hombres con toda seguridad. Cuando llegaron ante ella, se detuvieron y esperaron unos segundos, posiblemente para observarla. Isabel se esforzó por mantener la postura que sabía que debía adoptar. Irguió la espalda para mostrar sus senos a los desconocidos y levantó el rostro para ofrecer su boca entreabierta. El corazón empezó a latirle cada vez más deprisa.
Segundos después, notó como la sujetaban con fuerza de la cintura y la hacían bajar de la mesa.
—Arrodíllate —le ordenó una voz desconocida.
Le quitaron la venda de los ojos.
Eran dos hombres. El primero era robusto y atractivo, con una edad cercana a la cincuentena.
El segundo hombre era Dominó. Se extrañó de no haberlo reconocido, pero su amo tenía la habilidad única de actuar como si fuera otro. Cuando quería, Dominó era invisible, indetectable, como un insecto en plena metamorfosis, un insecto silencioso y cruel, siempre maquinando nuevas vejaciones. Vestido, como siempre, con traje negro y camisa blanca, su rostro enjuto y lleno de cicatrices no parecía mostrar ninguna emoción.
—¿Qué le parece la chica? —preguntó Dominó dirigiéndose hacia el desconocido.
—Buen ganado —contestó el hombre al mismo tiempo que propinaba a Isabel un fuerte palmetazo en la nalgas.
Isabel osciló un poco, pero no tardó en recomponer su posición.
—Me alegro de que sea de su agrado —respondió Dominó.
Dominó se acercó al maletín y extrajo del cajón una correa de perro. Se acercó a Isabel, mirándola directamente a los ojos, y le fijó la correa a la argolla que llevaba en su cuello. Después de acariciarle el rostro con exquisita dulzura, Dominó entregó la correa al desconocido de forma ceremoniosa.
—Le hago posesión de la mujer —le dijo—. Ahora es toda suya.
El hombre cogió la correa y tironeó suavemente de ella, como si comprobara su firmeza.
—Toda mía… —repitió él mientras acercaba su mano derecha a Isabel.
Isabel besó su mano y bajó la cabeza, aceptando de esta manera el pacto de sumisión temporal. Miró a Dominó, como si quisiera pedirle permiso, pero su amo parecía ausente. Sin mirarla siquiera, se levantó y se puso la americana dispuesto a marcharse.
Isabel quiso detenerlo, pero sabía que no podía hacerlo. Dominó podía marcharse en cualquier momento y dejarla a solas, con su nuevo amo temporal. Una vez entregada, ya no respondía de ella. Sintió miedo. Los límites estaban muy claros pero, ¿los respetaría? Volvió a excitarse.
Su nuevo amo le miró con los ojos enrojecidos y tironeó de la correa para que se acercase. Ella avanzó hacia él de rodillas, como sabía que le gustaba. El hombre se incorporó ligeramente y le palmoteó las nalgas, esta vez con suavidad.
—Buena perra —le dijo.
Y ella le lamió la mano, satisfecha.
Era un buen amo, de eso no había duda. Firme y autoritario, sabía cómo humillarla. Tan solo iban a ser unas horas, pero no lo olvidaría jamás. Podría incluso repetir, pero ya no sería lo mismo. Nunca era lo mismo
—¡Chófer! —gritó él.
Y entonces apareció Nico, solícito.
—¿Sí, señor?
—Trae el látigo —le ordenó.
—Sí, señor.
Y el rostro de Isabel se iluminó.
La doctora Isabel Ibernon se quitó con alivio sus altísimos zapatos de tacón, que quedaron abandonados en el centro de su consulta. Tras realizar unos erráticos pasos de baile, abrió la puerta del pequeño vestuario contiguo a su despacho y se colocó delante del espejo. Allí se desabrochó la bata y realizó una primera inspección: dos mordiscos en el pecho izquierdo y varios arañazos en la zona del vientre. Pero la doctora tenía en su haber otros tributos. La entrepierna le ardía y tenía las nalgas tan doloridas que apenas podía sentarse. Había sido una excelente sesión, una sesión que no olvidaría jamás.
No tardó en recuperar de nuevo la compostura. Debía prepararse para una nueva visita. Se abrochó de nuevo la bata, se retocó el maquillaje y volvió a su mesa de despacho. Allí le esperaba el informe del siguiente paciente, cuatro hojas escritas a mano por ella misma en las que se detallaba de forma meticulosa una extraña malformación testicular. Se adjuntaban tres fotos tamaño cuartilla, que mostraban con hiriente fidelidad el escroto pequeño y asimétrico de Raúl Acevedo, un joven de veinticinco años que todavía no se había atrevido a mantener relaciones sexuales por culpa de su extraño problema urológico. Era un caso de difícil solución, pensó la doctora, incluso con cirugía, pero fascinante, un desafío para su insaciable curiosidad científica.
Tras llamar con unos suaves golpes —la doctora no toleraba los ruidos—, la enfermera asomó tímidamente por la puerta.
—Doctora Ibernon, ha ocurrido algo terrible.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
—El señor Acevedo...
—¿Sí?
—Su madre acaba de llamar. Se suicidó ayer por la tarde.
Isabel Ibernon se tocó el lóbulo de la oreja, como si no hubiera entendido las palabras de la enfermera e hizo ademán de querer decir algo, pero pronto cambió de idea y volvió a recuperar su posición inicial. A pesar de la gravedad de la noticia, no se sentía apesadumbrada, ni siquiera sorprendida.
El caso Acevedo quedaba cerrado, pensó, sin importarle los detalles de aquella inesperada desgracia. Ahora, aquellos peculiares testículos yacían inertes en el depósito de cadáveres, con su reserva de semen enfriándose en su interior. ¿Se habría ahorcado?, se preguntó a sí misma, porque en ese caso sería interesante estudiar el cadáver, ya que la muerte por asfixia deformaba los genitales y les confería un aspecto muy interesante para el análisis urológico. Una erección post mortem. Pero no quiso preguntar. No quería saber los detalles escabrosos que su enfermera, estaba segura, estaba deseando proporcionarle.
—Bien —se limitó a contestar—. Así ya no hay más visitas ¿no?
—No, doctora —contestó la enfermera, desconcertada—, se acabaron por hoy.
—De acuerdo, me pasaré por urgencias entonces —le contestó.
Después de mirarse en el espejo del vestidor una vez más, Isabel se quitó la bata y se alisó la falda. A continuación, enderezó la espalda y recolocó sus senos redondos, casi maternales, bajo el ajustado jersey de punto. Se calzó nuevamente los zapatos y, después de pensar por última vez en su desafortunado paciente, abandonó el despacho con rapidez.
A última hora de la tarde, la planta principal de la clínica estaba casi desierta. La mayoría de especialistas habían terminado sus turnos de visitas, por lo que gran parte de los despachos estaban cerrados. La doctora avanzó por el ancho pasillo lentamente, perdida en la soledad de aquel enorme edificio. Sus altos tacones repiqueteaban en el brillante suelo de mármol negro, un inmenso espejo oscuro que le devolvía una imagen de sí misma lúgubre y distorsionada. Todo parecía mudo y dormido.
Isabel recordó el día en el que inauguraron la clínica. Su padre, el famoso doctor Ibernon, y el alcalde de la ciudad cortaron la cinta entre vítores y aplausos. Todos los miembros de la familia Ibernon estaban exultantes aquel día, todos menos ella. La noche anterior había llegado a casa de madrugada y su padre, que la esperaba levantado, le dio una fuerte bofetada cuando llegó a casa. Al día siguiente, se había negado a acompañarlos, pero su padre la había obligado a hacerlo. Le permitió maquillarse por primera vez y le regaló unos zapatos, sus primeros zapatos de tacón. Tenía dieciséis años.
Isabel entró en el ascensor casi en trance. Cuando salió, ya en la planta de urgencias, se encontró frente a frente con un médico desconocido. Sin apenas ser consciente de ello, Isabel se lo quedó mirando. Su mirada enfebrecida y su cabello oscuro y enmarañado le habían llamado la atención.
—¿Puedo ayudarla? —le preguntó él, desconcertado ante su insistente mirada.
A pesar de su aspecto desaliñado, su bata estaba impoluta, como si hubiera sido lavada y planchada en aquel preciso momento. Bajo el brazo llevaba una carpeta negra por la que asomaban algunos papeles arrugados. Parecía inquieto, como si llevara entre manos un asunto de vital importancia. Si no hubiese sido por su indumentaria, habría pensado que se trataba de un artista en pleno delirio, de un pintor o un poeta con los sentidos agudizados por el láudano. No lo había visto antes y se extrañó por ello, ya que Isabel, como directora de la clínica, conocía a todo el personal, desde el médico más importante hasta el último celador.
—¿Quién es usted? —preguntó, más curiosa que contrariada.
—Soy el doctor David Sanmartín, ¿busca usted algún médico en particular?
Sin duda se había confundido con un paciente. Sin su bata y con su refinado aspecto de prostituta de altos vuelos, nadie que no la conociera pensaría lo contrario.
—Por supuesto que no —contestó ella, divertida por la confusión—. ¿Trabaja usted aquí? Debería conocerme.
Consciente de que se había cometido un error, el doctor tragó saliva varias veces. La nuez de su cuello, abultada y huesuda, se movió de forma ostentosa. A pesar de ello, no parecía nervioso. La miró de arriba abajo, examinando sin disimulo sus sensuales curvas, como un científico desconcertado ante la extraña reacción de uno de sus inventos.
—Lo siento, pero no la conozco —concluyó él—. ¿Seguro que no es paciente mía?
—¿Una paciente? —contestó ella, disfrutando al máximo de la confusión—. No, no lo soy. Trabajo aquí.
Tenía las manos grandes pero delicadas, sin apenas vello y escrupulosamente limpias. Las típicas manos de médico, pensó Isabel, pero todavía podía precisar más. Dedos finos y ágiles, yemas suaves... Las manos de un ginecólogo, sin duda.
Él la miró de nuevo con ojos de fumador de opio. Su rostro huesudo, con los pómulos muy marcados, contrastaba con su boca gruesa y sensual, de adolescente ávido de placeres. Una pequeña cicatriz, pequeña y curvada como la marca de una uña, le cruzaba el labio superior. Esa insignificante imperfección, apenas perceptible, le daba a su rostro un atractivo especial, una asimetría difícil de encontrar en un hombre joven. Isabel pensó en el actor Montgomery Clift después del accidente que le deformó el rostro. Una punzada de deseo le atravesó el vientre.
Isabel tomó aire y se preparó para la estocada final. Ya había jugado bastante con aquel hermoso animal. Ahora llegaba la hora de demostrarle lo ignorante que era y lo equivocado que estaba.
—Soy la doctora Isabel Ibernon —le dijo mientras le tendía la mano con aire profesional—, la directora de esta clínica.
Desconcertado, el doctor le dio la mano sin saber todavía si aquella mujer estaba hablando en serio. Una profunda arruga vertical partió su amplia frente en dos.
—¡Ah! Por supuesto, claro... —titubeó, sin todavía reaccionar del todo—. Lo siento mucho. Soy el doctor David Sanmartín, creo que se lo he dicho ya, ¿verdad? Soy ginecólogo. Empecé la semana pasada.
Isabel se conmovió ante su azoramiento. Le gustó su expresión ausente y, al mismo tiempo, intensa, delirante incluso.
—No se preocupe —le contestó ella-. Lo contrató mi hermano, ¿no? Se habrá olvidado de presentarnos. ¿Ha acabado usted su turno por hoy?
—Sí. He estado en quirófano todo el día —contestó mientras una amplia sonrisa relajaba, por primera vez, su tenso rostro
«En quirófano», pensó Isabel. A excepción de sus manos, no había nada en aquel hombre que pudiera hacer pensar que se tratara de un cirujano y esa incongruencia le intrigaba y atraía. Le costó imaginárselo con sus manos enguantadas, suturando la carne enferma de sus pacientes y manchándose con sus fluidos.
—¿Le gustaría ir a mi despacho? —preguntó Isabel en un impulso—. Me gustaría conocerlo un poco mejor.
El doctor asintió desconcertado. La arruga de su frente había desaparecido por completo. Incluso su pequeña cicatriz parecía atenuada, camuflada por el cincelado contorno de su boca.
Podía haberlo llevado a su consulta o, incluso, a algunas de las salas de reuniones que había en la planta principal, pero Isabel decidió conducirlo a un lugar que hacía muchos años que no pisaba. Al despacho de su padre.
Nadie lo había ocupado desde su muerte. A pesar de ser un despacho magnífico, el más grande y lujoso de la clínica, Isabel ordenó de forma expresa que nadie, ni siquiera ella, tomara posesión de aquel lugar sagrado. Era su mausoleo y debían respetarlo. Pero aquella noche, todavía no sabía muy bien por qué, deseaba volver a aquel lugar prohibido. Era la primera vez que se atrevía a hacerlo desde que su padre murió. La mirada de aquel hombre, la leve asimetría de su rostro, su boca refinada y sensual se merecían algo más que las asépticas paredes blancas de la planta de urgencias.
El despacho estaba en la penumbra, iluminado únicamente por la luz de las farolas que llegaba de la calle. Se encontraba tal como su padre lo dejó, con las vitrinas atestadas de libros antiguos, los pesados tapices con motivos mitológicos y, presidiendo la estancia, el gran retrato al óleo de su madre, bellísima y vestida de negro, aquella madre que Isabel apenas llegó a conocer.
—Es un lugar magnífico —exclamó el doctor Sanmartín, un poco intimidado no solo por la majestuosidad del espacio sino también por lo insólito de la situación.
Isabel avanzó unos pasos hacia la gran mesa de roble tallado que recordaba tan bien. Aquella mesa había acompañado a su padre durante prácticamente toda su vida profesional, junto al juego de escritorio en piel repujada y el abrecartas de oro.
Cuando era una niña y visitaba a su padre en su antigua clínica del Raval, Isabel pasaba las horas muertas jugando con un compás que había en aquella misma mesa, mientras su padre se encontraba en la sala contigua que utilizaba como sala de reconocimientos. En aquella sala, el doctor Ibernon atendía a las prostitutas. Isabel se lo había imaginado tantas veces. Mujeres muy jóvenes, casi unas niñas, recibían a su padre con las piernas en los estribos de la camilla, mientras ella trazaba círculos y más círculos, clavando con furia la aguja del compás en la escribanía de cuero, intuyendo lo que ocurría tras aquella puerta siempre cerrada, pero sin atreverse a entrar.
—Papá, ya he dibujado más de treinta círculos —gritaba, desde el despacho.
—Pues ahora píntalos, mi vida —le contestaba su padre con la voz entrecortada.
—No tengo colores —contestaba ella.
—Pídeselos a Maruja.
Isabel iba hacia el mostrador de la recepcionista y le preguntaba qué era lo que hacía su padre durante tanto tiempo. Ella le contestaba que era un hombre muy ocupado y que debía tener paciencia. Sacaba de su cajón una caja metálica con colores Caran D’Ache, ya un poco gastados, y se los entregaba con gran ceremonia.
—¿Y por qué no dibujas un paisaje? —le decía.
Y ella se iba sin contestarle para volver a sus círculos, que pintaba siempre de color rojo, hasta que llegaba el momento en el que su padre salía del cuarto contiguo, pero lo hacía por otra puerta, para que ella no pudiera verlo, y se despedía de la joven paciente. Cuando volvía, Isabel notaba un olor extraño. Años después, aprendería a reconocerlo.
No pudo evitar dar la vuelta a la mesa y sentarse en la gran butaca de cuero negro. Hacía muchos años que no lo hacía. Mullida y envolvente, era como si realmente estuviera sentada en el regazo de su padre. Observó la escribanía de cuero. Sobre su superficie todavía podían verse las marcas que había dejado, hace años, siendo niña con el compás.
Se había olvidado del doctor Sanmartín que, de nuevo azorado, esperaba delante de ella, de pie en el centro de la habitación.
—Siéntese, por favor —le dijo finalmente.
Aliviado, se sentó delante de ella de una forma que a Isabel le pareció muy viril, cruzando ostentosamente las piernas, unas piernas que adivinaba fuertes y huesudas bajo el pantalón de traje.
Se parecía tanto a padre, pensó Isabel. Su aspecto desaliñado, su boca ávida, su olor a promiscuidad... Recortado en la luminosidad del pasillo parecía una aparición, la figura fantástica de un teatro de sombras. Una mezcla de miedo, sorpresa y deseo la invadió al momento.
—¿Está usted bien? —oyó decirle.
Respiró hondo un par de veces y trató de serenarse. Él la miró sin hablar, con los ojos muy abiertos, la sonrisa apenas esbozada, sutil, como un felino.
A su espalda, a través del gran ventanal modernista del despacho, la ciudad había silenciado cada uno de sus muchos ruidos. Incluso las luces de las farolas parecían amortiguadas. Todos los elementos se obstinaban en crear una extraña intimidad. El tiempo parecía haberse detenido solo para ellos.
Isabel se concentró para aspirar el aroma que emanaba de su cuerpo. Olía a sangre y a carne herida, igual que su padre cuando volvía a casa. Un perfume delicioso que tan solo ella era capaz de percibir.
—¿En qué clínica había trabajado antes? —preguntó ella en un esfuerzo por devolver a la conversación un tono profesional.
—En la Clínica March —contestó él algo incómodo.
Ella no replicó. No le interesaba en absoluto su currículum. Lo único que deseaba era repasar con la lengua la pequeña cicatriz de sus labios.
—Esta mañana he estado en urgencias —contestó ella cambiando súbitamente de tema—. Esa chica que ha ingresado… esa chica con hemorragias… ¿la ha atendido usted?
—Sí. Estaba embarazada y ni lo sabía.
—¿Ha perdido el niño?
—No he podido hacer nada para evitarlo.
Los dos dejaron de hablar. Tan solo se oía el sonido de los coches en la calle.
Isabel se levantó y se situó frente a él. La distancia entre los dos era mínima. Pasaron unos segundos y él no hizo ademán de retirarse. Con los ojos entrecerrados, Isabel pudo empaparse del cálido aroma de su aliento.
—¿Seguro que está bien? —le preguntó él, en voz baja, casi ronca.
—Solo necesito descansar.
—¿Quiere que la lleve a casa?
Las pupilas de Isabel se dilataron como un gato en la noche. Ir con él, cruzar la ciudad a su lado, sentir su cuerpo junto al suyo, aunque sin tocarlo…
—Se lo agradecería muchísimo —contestó.
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El doctor Sanmartín se había cambiado. Llevaba camisa blanca y traje oscuro. Se había mojado el pelo y perfumado con un agua de colonia muy ligera.
Ya en el parking, abrió el coche con el mando a distancia, que reaccionó con un sonido apenas perceptible. Como un caballero de otra época, abrió la puerta y la invitó a subir. Isabel se acomodó en el asiento, procurando, como siempre, enseñar sus largas piernas. Él no pareció reparar en ello.