Viviendo en el final de los tiempos - Slavoj Zizek - E-Book

Viviendo en el final de los tiempos E-Book

Slavoj Zizek

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Beschreibung

No debería haber ninguna duda: el capitalismo global se está aproximando rápidamente a una crisis terminal. Slavoj Zizek, el filósofo más peligroso de Occidente, identifica la crisis ecológica mundial, los desequilibrios dentro del sistema económico, la revolución biogenética y las explosivas divisiones sociales con los cuatro jinetes de este moderno apocalipsis que se avecina. Pero si para mucha gente el fallecimiento del capitalismo parece ser el fin del mundo, ¿cómo se enfrenta a la vida la sociedad occidental en los tiempos finales? En un nuevo y agudo análisis que no olvida ni la protesta política ni la evasión ideológica, características de estos tiempos, Zizek sostiene que nuestras respuestas colectivas al Armagedón económico se corresponden con las etapas del dolor: negación ideológica, explosión de ira e intentos de negociación, seguidos por la depresión y la retirada. Después de atravesar ese punto cero, podemos empezar a percibir la crisis como una oportunidad para un nuevo comienzo. Como lo expresara Mao Zedong: "Hay un gran desorden bajo los cielos, la situación es excelente".

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Akal / Cuestiones de antagonismo / 69

Slavojžižek

Viviendo en el final de los tiempos

Traducción:José María Amoroto Salido

Diseño de cubierta

RAG

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Título original

Living in the End Times

© Slavoj Žižek, 2010 Publicado originalmente por Verso

© Ediciones Akal, S. A., 2012

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-3811-5

Introducción

«La maldad espiritual en los Cielos»

El vigésimo aniversario de la caída del Muro de Berlín debería haber sido un tiempo de reflexión. Sin embargo, se ha convertido en un cliché para recalcar la naturaleza «milagrosa» del acontecimiento: fue un sueño que se hace realidad. Con la desintegración de los regímenes comunistas, que se desplomaron como un castillo de naipes, sucedió algo inimaginable, algo que no se hubiera considerado posible incluso un par de meses antes. ¿Quién en Polonia se podía haber imaginado la celebración de elecciones libres, o a Lech Wałęsa como presidente? Sin embargo, hay que señalar que pocos años después se iba a producir un «milagro» incluso mayor: el regreso al poder de los excomunistas por medio de unas elecciones libres y democráticas y la total marginación de Wałęsa, un personaje que había llegado a ser más impopular que el general Wojciech Jaruzelski, el hombre que década y media antes había intentado aplastar a Solidaridad con un coup militar.

La explicación habitual de esta posterior inversión recurre a las «inmaduras» expectativas utópicas de la mayoría de la población, cuyos deseos se consideraban contradictorios o, más bien, inconsecuentes. La gente quería nadar y guardar la ropa, quería la libertad democrática-capitalista unida a la abundancia material, pero sin pagar el precio completo de vivir en una «sociedad de riesgo», sin perder la seguridad y estabilidad que en su momento habían garantizado (más o menos) los regímenes comunistas. Como debidamente señalaron los sarcásticos comentaristas occidentales, la noble lucha por la libertad y la justicia resultó ser poco más que un ansia de pornografía y bananas.

La llegada de la inevitable sensación de decepción dio origen a tres reacciones (algunas veces opuestas, otras superpuestas). La primera fue la nostalgia por los «buenos tiempos» de la era comunista[1], la segunda la aparición del populismo nacionalista de derechas, y la tercera una renovada y «tardía» paranoia anticomunista. Las dos primeras reacciones son bastante fáciles de comprender. La nostalgia comunista, en particular, no habría que tomarla demasiado en serio; lejos de expresar un genuino deseo por regresar a la gris realidad del régimen anterior, estaba más cerca de una forma de duelo, de un proceso de cuidadosa renuncia al pasado. Por otro lado, el ascenso del populismo de derechas no es una característica especial de la Europa Oriental, sino un rasgo que comparten todos los países atrapados en el torbellino de la globalización. La tercera reacción es la más interesante: la extraña resurrección de la paranoia anticomunista dos décadas después. A la pregunta: «Si el capitalismo es realmente tan superior al socialismo, ¿por qué nuestras vidas siguen siendo miserables?», se le da una sencilla respuesta: porque realmente todavía no estamos en el capitalismo, los comunistas todavía siguen gobernando, solo que ahora bajo las máscaras de nuevos propietarios y directivos…

Es un hecho evidente que entre la gente que protestaba en Europa del Este contra los regímenes comunistas una gran mayoría no estaba reclamando una sociedad capitalista. Querían seguridad social, solidaridad, alguna clase de justicia; querían la libertad para vivir sus propias vidas fuera del ámbito controlado del Estado, reunirse y charlar como les gustara; querían una vida liberada de un primitivo adoctrinamiento ideológico y de la cínica hipocresía predominante. Como han observado muchos lúcidos analistas, los ideales que inspiraban a los manifestantes procedían en gran medida de la propia ideología dominante. Aspiraban a lo que más apropiadamente se puede llamar «el socialismo con rostro humano».

La cuestión decisiva está en cómo interpretar el desmoronamiento de estas esperanzas. Como hemos visto, la respuesta habitual apela al realismo capitalista o a la falta de ese realismo: sencillamente, la gente no tenía una imagen realista del capitalismo, estaba llena de utópicas expectativas inmaduras. La mañana que siguió al entusiasmo de los embriagadores días de la victoria, la gente tuvo que despejarse y afrontar el doloroso proceso de aprender las reglas de la nueva realidad, de aceptar el precio que hay que pagar por la libertad política y económica. De hecho, es como si la izquierda europea tuviera que morir dos veces: primero como la izquierda comunista «totalitaria», después como la izquierda democrática moderada que, en los últimos años, ha ido perdiendo terreno gradualmente en Italia, Francia y Alemania. Hasta cierto punto este proceso se puede explicar por el hecho de que, en su ascenso, los partidos centristas (e incluso los conservadores) han asumido muchas de las perspectivas tradicionales de la izquierda (apoyo a alguna forma de Estado del bienestar, tolerancia hacia las minorías, etc.). Esto ha sido así hasta el punto de que si una persona como Angela Merkel presentara su programa en Estados Unidos, sería rechazada como una izquierdista radical. Pero esta explicación es válida solo hasta cierto punto. En la actual democracia pospolítica la tradicional bipolaridad entre un centro-izquierda socialdemócrata y un centro-derecha conservador está siendo sustituida gradualmente por una nueva bipolaridad entre la política y la pospolítica: el partido tecnocrático-liberal multiculturalista-tolerante de la administración pospolítica, y su contrapartida populista-derechista de apasionada lucha política; no extraña que los viejos rivales centristas (conservadores o cristianodemócratas y socialdemócratas o liberales) se vean a menudo obligados a unir fuerzas contra el enemigo común[2]. (Freud escribió sobre el Unbehagen in der Kultur, el malestar / desasosiego en la cultura; actualmente, veinte años después de la caída del Muro de Berlín, experimentamos una cierta clase de Unbehagen en el capitalismo liberal y ahora la cuestión clave es quién va a articular ese malestar. ¿Serán los populistas nacionalistas quienes lo rentabilicen? Ahí se encuentra la gran tarea de la izquierda.)

¿Deberíamos entonces desechar el impulso utópico que motivó las protestas anticomunistas como una muestra de inmadurez, o permanecer fieles a él? En este punto merece la pena señalar que la resistencia al comunismo en Europa del Este adoptó, de hecho, tres formas sucesivas. La primera fue la crítica marxista «revisionista» de los socialismos realmente-existentes («esto no es el verdadero socialismo, queremos un regreso a la auténtica visión del socialismo como una sociedad libre»); aquí se podría mencionar maliciosamente que este mismo proceso se produjo a principios del periodo moderno en Europa, cuando la oposición secular al papel hegemónico de la religión tuvo que expresarse primero bajo la forma de la herejía religiosa. La segunda fue la reclamación de un espacio autónomo para la sociedad civil, libre de las coacciones del control del Estado-partido (esta fue la posición oficial de Solidaridad durante los primeros años de su existencia; el mensaje que dirigía al Partido Comunista era: «No queremos el poder, simplemente queremos un espacio fuera de vuestro control, donde podamos emprender una reflexión crítica sobre lo que pasa en la sociedad»). La tercera fue, finalmente, la lucha declarada por el poder: «Nosotros sí queremos un poder totalmente legitimado democráticamente, lo que significa que ha llegado el momento de que os vayáis». ¿Las dos primeras formas son realmente simples ilusiones (o, más bien, simples compromisos estratégicos) y hay que desecharlas por ello?

La premisa básica de este libro es bastante simple: el sistema capitalista global está aproximándose a un apocalíptico punto cero. Sus «cuatro jinetes» están formados por la crisis ecológica, las consecuencias de la revolución biogenética, los dese-quilibrios dentro del propio sistema (los problemas de la propiedad intelectual; las luchas que se avecinan sobre las materias primas, los alimentos y el agua) y el explosivo crecimiento de las divisiones y exclusiones sociales.

Tomando solamente el último punto, en ningún lugar son más palpables las nuevas formas de apartheid que en los ricos estados petroleros de Oriente Medio: Kuwait, Arabia Saudí y Dubai. Ocultos en los alrededores de las ciudades, a menudo literalmente detrás de muros, se encuentran decenas de miles de «invisibles» trabajadores emigrantes que hacen todo el trabajo sucio, desde los servicios hasta la construcción, separados de sus familias y sin ningún derecho reconocido[3]. Semejante situación representa claramente un explosivo potencial que, aunque ahora esté explotado por fundamentalistas religiosos, debería haber sido canalizado por la izquierda en su lucha contra la explotación y la corrupción. Un país como Arabia Saudí está literalmente «más allá de la corrupción»: la corrupción no es necesaria, porque la banda gobernante (la familia real) ya posee toda la riqueza y la puede distribuir libremente según le parezca. En estos países la única alternativa a la reacción fundamentalista sería una cierta clase de Estado del bienestar social-democrático. Si esta situación se mantiene, ¿podemos llegar a imaginar el cambio en la «psique colectiva» occidental cuando (no si, sino precisamente cuando) algún Estado-canalla, o algún grupo, obtenga un artefacto nuclear, poderosas armas químicas o biológicas y declare su «irracional» disposición para arriesgarse a utilizarlas? Las coordenadas más básicas de nuestra conciencia tendrán que cambiar, ya que actualmente vivimos en un estado de abdicación fetichista colectiva: sabemos muy bien que eso sucederá en algún momento, pero, no obstante, no llegamos a asumir que realmente sucederá. El intento de Estados Unidos de impedirlo por medio de la continua actividad preventiva es una batalla perdida por adelantado: la misma idea de que pueda tener éxito descansa en una visión fantasmática.

Una forma más estándar de «exclusión inclusiva» son las zonas hiperdegradadas, las grandes zonas fuera de la autoridad del Estado. Aunque generalmente se perciben como espacios en los que las bandas y las sectas religiosas luchan por el poder, las zonas hiperdegradadas también ofrecen el espacio para organizaciones políticas radicales, como sucede en India, donde el movimiento maoísta de los naxalitas está organizando un gran espacio social alternativo. Citando a un funcionario indio, «la cuestión es que si no gobiernas una zona, no es tuya. Excepto en los mapas, no es parte de India. Por lo menos la mitad de India actualmente no está gobernada. No está bajo tu control […] tienes que crear una sociedad completa, en la que pueblos locales tengan una participación importante. No lo estamos haciendo […] y eso proporciona a los maoístas un espacio donde moverse»[4].

Aunque abundan señales similares del «gran desorden bajo los cielos», la verdad es dolorosa y desesperadamente tratamos de evitarla. La psicóloga suiza Elisabeth Kübler-Ross propuso el famoso modelo de las cinco etapas de aflicción que siguen, por ejemplo, al hecho de enterarse de que se tiene una enfermedad terminal: negación (simplemente se rehúsa aceptar el hecho: «Esto no me puede pasar a mí»); ira (que explota cuando ya no podemos negar el hecho: «¿Cómo puede sucederme esto a mí?»); negociación (con la esperanza de que podamos de alguna manera posponer o desechar el hecho: «Que pueda vivir para ver a mis hijos graduarse»); depresión (desinversión libidinal: «Voy a morir, ¿por qué preocuparse por nada?») y aceptación («no puedo luchar contra ello, así que mejor me preparo para afrontarlo»). Más tarde Kübler-Ross aplicó el mismo modelo a cualquier forma de pérdida personal que provoca una catástrofe (el desempleo, la muerte de un ser querido, el divorcio, la adicción a las drogas), haciendo hincapié en que las cinco etapas no llegan necesariamente en el mismo orden, ni todos los pacientes tienen que experimentarlas todas[5].

Estas mismas cinco figuras se pueden percibir en la manera en que nuestra conciencia social intenta afrontar el apocalipsis que se avecina. La primera reacción es la negación ideológica: no hay ningún desorden fundamental. La segunda queda ilustrada por las explosiones de ira ante las injusticias del nuevo orden del mundo. La tercera supone intentos de negociar («si cambiamos algunas cosas aquí y allá, quizá la vida pueda continuar como siempre»). Cuando la negociación fracasa entramos en la cuarta fase: aparece la depresión y la retirada. Finalmente, después de atravesar este punto cero, el sujeto ya no percibe la situación como una amenaza, sino como la oportunidad de un nuevo comienzo, o, como decía Mao Zedong: «Hay un gran desorden bajo los cielos, la situación es excelente».

Los siguientes cinco capítulos se refieren a estas cinco posiciones. El Capítulo I, «Negación», analiza los modos predominantes de ofuscación ideológica, desde los últimos grandes éxitos de Hollywood hasta el falso (desplazado) apocalipticismo (el oscurantismo de la Nueva Era, etc.). El Capítulo II, «Ira», se ocupa de las protestas violentas contra el sistema global y del ascenso del fundamentalismo religioso en particular. El Capítulo III, «Negociación», se centra en la crítica de la economía política, con una petición para la renovación de este integrante central de la teoría marxista. El Capítulo IV, «Depresión», considera el impacto del desmoronamiento que se avecina en sus aspectos menos familiares, tales como el ascenso de nuevas formas de patología subjetiva («el sujeto postraumático»). Finalmente, el Capítulo V, «Aceptación», percibe las señales de una emergente subjetividad emancipatoria, aislando los gérmenes de una cultura comunista en todas sus diversas formas y que incluyen utopías literarias y de otro tipo (desde la comunidad de ratones de Kafka al colectivo de fenómenos marginados que forman los protagonistas de la serie de televisión Héroes). Este armazón básico del libro se complementa con cuatro interludios, cada uno de los cuales proporciona una variación sobre el tema del capítulo precedente.

El paso hacia un entusiasmo emancipatorio se produce solamente cuando la traumática verdad no solo se acepta de una forma emocionalmente distante, sino que se vive por completo. Al igual que los famosos versos de Rilke, «la verdad hay que vivirla, no enseñarla. ¡Prepararse para la batalla!», este fragmento de El juego de los abalorios de Hermann Hesse, «porque no hay ningún lugar que no te vea. Tienes que cambiar tu vida», no puede evitar aparecer como una extraña incongruencia: si la Cosa me observa desde todas partes, ¿por qué me obliga eso a cambiar mi vida? ¿Por qué no una despersonalizada experiencia mística en la que «salgo de mí mismo» y me identifico con la mirada del otro? Igualmente, si la verdad hay que vivirla, ¿por qué necesita eso implicar una lucha? ¿Por qué no, mejor, una meditativa experiencia interior? La razón está en que el estado «espontáneo» de nuestras vidas diarias es el de una mentira vivida, cuya ruptura requiere una lucha continua. El punto de partida de este proceso está en aterrorizarse de uno mismo. Cuando en su temprana «Contribución a la crítica de la Filosofía del derechode Hegel» Marx analizaba el atraso de Alemania, hacía una observación poco señalada, pero decisiva, sobre el vínculo entre vergüenza,terror y coraje:

La carga real debe hacerse más gravosa creando la conciencia de ella. La humillación debe aumentarse haciéndose pública. Cada esfera de la sociedad alemana debe ser descrita como la partie honteuse de esa sociedad, y obligar a estas petrificadas condiciones a bailar cantándoles su propia melodía. El pueblo debe ser llevado al terror de sí mismo para así poder tener coraje[6].

Esta es nuestra tarea actual cuando nos enfrentamos al desvergonzado cinismo del orden global existente.

Persiguiendo realizar esta tarea no hay que temer aprender de los propios enemigos. Después de reunirse con Nixon y Kissinger, Mao dijo: «Me gusta tratar con derechistas. Dicen lo que realmente piensan, no como esos izquierdistas que dicen una cosa y quieren decir otra». Hay una profunda verdad en esta observación. La lección de Mao es válida actualmente incluso más que en sus propios días: se puede aprender mucho más de los críticos conservadores inteligentes (no reaccionarios) que de los progresistas liberales. Estos últimos tienden a obliterar las inherentes «contradicciones» del orden existente que los primeros están dispuestos a admitir como irresolubles. Lo que Daniel Bell llamó «las contradicciones culturales del capitalismo» está en el origen del actual malestar ideológico: el progreso del capitalismo, que necesita una ideología consumista, se ve gradualmente socavado por la misma actitud (la ética protestante) que hizo posible el capitalismo; el capitalismo actual funciona cada vez más como la «institucionalización de la envidia».

La verdad de la que estamos tratando aquí no es la verdad «objetiva», sino la autorrelacionada verdad sobre la propia posición subjetiva de cada uno; como tal, es una verdad comprometida, medida no por su exactitud factual, sino por la manera en que afecta a la posición subjetiva del enunciado. En su Seminario 18, «De un discurso que no sería de la apariencia», Lacan proporcionaba una sucinta definición de la verdad de la interpretación en el psicoanálisis: «La interpretación no se pone a prueba con una verdad que decidiría por el sí o por el no; desencadena la verdad como tal. Solamente es verdad en tanto que se sigue verdaderamente». No hay nada «teológico» en esta precisa formulación, solamente la comprensión de la debida unidad dialéctica de teoría y práctica en la interpretación psicoanalítica (no solo en ella): el «test» de la teoría de la interpretación del analista se encuentra en el efecto-verdad que desencadena en el paciente. Así es como hay que (re)leer también la Tesis XI de Marx: el «test» de la teoría marxista es el efecto-verdad que desencadena en sus destinatarios (los proletarios) al transformarlos en sujetos revolucionarios.

El locus communis «¡tienes que verlo para creerlo!» siempre se debería leer junto a su inversión: «¡Tienes que creer para verlo!». Aunque existe la tentación de oponer estas perspectivas –el dogmatismo de la fe ciega contra una apertura hacia lo inesperado–, no obstante hay que insistir sobre la verdad contenida en la segunda versión: la verdad, como opuesta al conocimiento, es como un Acontecimiento badiouano, algo que solamente una mirada comprometida, la mirada de un sujeto que «cree en él», es capaz de ver. Tomemos el caso del amor: en el amor solamente el amante ve en el objeto de su amor esa X que es la causa de su amor, el objeto del paralaje; en este sentido, la estructura del amor es la misma que la del Acontecimiento badiouano, que también existe solamente para aquellos que se reconocen a sí mismos en él. No puede haber ningún Acontecimiento para un observador objetivo no comprometido. Sin esta posición comprometida las simples descripciones del estado de las cosas, no importa lo exactas que sean, no consiguen generar efectos emancipatorios; en última instancia, solo pueden hacer que el peso de la mentira sea todavía más opresivo, o, citando de nuevo a Mao, solo consiguen «levantar una roca para dejarla caer sobre sus propios pies».

Cuando en 1948 Sartre vio que probablemente iba a ser difamado por los dos bandos de la Guerra Fría, escribió: «Si eso sucediera, solamente demostraría una cosa: o que soy muy torpe o que estoy en el camino correcto»[7]. Da la casualidad de que yo mismo me siento así a menudo: se me ataca por ser un antisemita y por difundir mentiras sionistas; por ser un encubierto nacionalista esloveno y por ser un antipatriota traidor a mi nación[8]; por ser un criptoestalinista que defiende el terror y por difundir mentiras burguesas sobre el comunismo… Así que podría ser, solo podría ser, que esté en el camino correcto, el camino de la fidelidad a la libertad[9]. En Espartaco, la película de Stanley Kubrick, hay una conversación, por otra parte demasiado sentimental-humanista, entre Espartaco y un pirata que se ofrece para organizar el viaje de los esclavos a través del Adriático. El pirata le pregunta directamente si es consciente de que la rebelión de los esclavos está condenada, de que más pronto o más tarde los rebeldes serán aplastados por el ejército romano; ¿va a continuar luchando hasta el final, incluso enfrentándose a una derrota inevitable? La respuesta de Espartaco es, desde luego, afirmativa: la lucha de los esclavos no es simplemente un intento pragmático por mejorar su posición, es una rebelión fundada en principios en favor de la libertad, de forma que, incluso si pierden y todos mueren, su lucha no habrá sido en vano, ya que habrán reafirmado su compromiso incondicional con la libertad. En otras palabras, el propio acto de rebelión, cualquiera que sea el resultado, ya equivale a un éxito en la medida que ilustra la idea inmortal de la libertad (y habría que dar a la palabra «idea» todo su peso platónico).

Por lo tanto, este libro es un libro para la lucha que suscribe la definición sorprendentemente relevante del apóstol Pablo: «Nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los líderes, contra las autoridades, contra los gobernantes mundiales [kosmokratoras] de esta oscuridad, contra la maldad espiritual en los Cielos» (Efesios 6, 12). O, traducido al lenguaje actual: «Nuestra lucha no es contra individuos corruptos, sino contra aquellos en el poder en general, contra su autoridad, contra el orden global y la mistificación ideológica que lo sostiene». Comprometerse en esta lucha significa respaldar la fórmula de Badiou mieux vaut un désastre qu’un désêtre: mejor es asumir el riesgo y comprometerse en fidelidad a un Acontecimiento-Verdad, incluso si acaba en una catástrofe, que vegetar en la utilitaria-hedonista supervivencia sin acontecimiento de lo que Nietzsche llama «los últimos hombres». Lo que Badiou rechaza así es la ideología liberal del victimismo, con su reducción de la política a un programa para evitar lo peor; que renuncia a todos los proyectos positivos para perseguir la opción menos mala. Sobre todo porque, como señaló amargamente Arthur Feldmann, un escritor judío de origen vienés, el precio que pagamos normalmente por la supervivencia es el de nuestras vidas.

[1] El agotamiento del socialismo del Estado-partido es obvio. En un importante discurso, en agosto de 2009, Raúl Castro atacó a aquellos que simplemente gritan «¡muerte al imperialismo estadounidense!, ¡viva la Revolución!», en vez de dedicarse a un trabajo difícil y que requiere paciencia. Según Castro, toda la culpa de la situación cubana (una tierra fértil, que importa el 80 por 100 de sus alimentos) recae en el embargo estadounidense: por un lado hay gente sin trabajo y por el otro hay extensiones de tierras libres. ¿No será la solución, simplemente, empezar a trabajar los campos? Aunque todo esto sea evidentemente cierto, Castro se olvidó de incluir su propia posición en el panorama que estaba describiendo: si la gente no trabaja los campos, obviamente no es porque sea perezosa, sino porque la economía estatal no es capaz de proporcionar trabajo. Por ello, en vez de arremeter contra la gente común debería haber aplicado la vieja consigna estalinista según la cual en el socialismo el motor del progreso está en la autocrítica, y haber realizado una crítica radical del propio sistema que personifican él y Fidel. Aquí, otra vez, el mal se encuentra en la mirada crítica que percibe el mal por todas partes…

[2] En mayo de 2008 se produjeron dos explosiones pasionales. En Italia una turba prendió fuego a zonas de chabolas romaníes en los suburbios de Roma (con la silenciosa aprobación del nuevo gobierno populista-derechista); este escándalo no puede hacer otra cosa que obligarnos a recordar la tardía observación de Husserl de que, aunque los gitanos habían vivido en Europa durante siglos, no son realmente parte del espacio espiritual europeo (una observación todavía más extraordinaria si se recuerda que Husserl escribió esto cuando los nazis ya estaban en el poder y él había sido expulsado de la universidad exactamente por esas mismas razones); los romaníes son realmente una cierta clase de representante de la judería. La otra explosión se produjo en Sudáfrica, donde las multitudes atacaron a refugiados de otros países (especialmente de Zimbabwe), afirmando que estos refugiados estaban robándoles sus trabajos y sus casas; un ejemplo de racismo populista europeo reproduciéndose entre los propios africanos.

[3] Véase J. Hari, «A morally bankrupt dictatorship built by slave labour», Independent, 27 de noviembre de 2009, p. 6. Invisibles para aquellos que visitan Dubai por el brillo del paraíso consumista de la alta sociedad, los trabajadores emigrantes están cercados en inmundos suburbios sin aire acondicionado. Se les trae desde Bangladesh o Filipinas con la promesa de salarios elevados; una vez en Dubai se les retira el pasaporte, se enteran de que los salarios serán mucho más bajos de lo prometido y después tienen que trabajar durante años en condiciones extremadamente peligrosas para pagar su deuda inicial (producto de los gastos de transportarlos a Dubai); si protestan o se declaran en huelga simplemente la policía les da una paliza hasta que se rinden. Esta es la realidad que respaldan grandes «humanitarios» como Brad Pitt, que han invertido elevadas cantidades en Dubai.

[4] S. Chakravarti, Red Sun, Nueva Delhi, Penguin Books, 2009, p. 112.

[5] E. Kübler-Ross, On Death and Dying, Nueva York, Simon and Schuster, 1969 [ed. cast.: Sobre la muerte y los moribundos, Barcelona, Grijalbo, 1993].

[6] K. Marx, «A contribution to the Critique of Hegel’s Philosopy of Right», en Early Writings, introducción de L. Colleti, Harmondsworth, Penguin, 1975, p. 247.

[7] Citado en I. H. Birchall, Sartre Against Stalinism, Nueva York, Berghahn Books, 2004, p. 3.

[8] Golda Meir dijo una vez: «Podemos perdonar a los árabes por matar a nuestros niños. No podemos perdonarles por obligarnos a matar a los suyos». De manera similar estoy tentado a decir: puedo perdonar a aquellos que me atacan por ser un mal esloveno y por lo que me hacen, pero no puedo perdonarles nunca por obligarme a actuar como un representante de los intereses eslovenos, contrarrestando así su primitivo racismo.

[9] La fidelidad debe oponerse estrictamente al fanatismo: la intolerante adhesión del fanático a su causa no es más que la desesperada expresión de sus dudas e incertidumbres, de su falta de confianza en la Causa. Un sujeto verdaderamente dedicado a su Causa regula su eterna fidelidad por medio de constantes traiciones.