Vivir 100 años - Carlos Presman - E-Book

Vivir 100 años E-Book

Carlos Presman

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Beschreibung

"Vivir 100 años" es una novela escrita por un médico que mira con pasión la vejez, tomándola como un tiempo de la vida al que (con suerte y gracias a varios logros de nuestras sociedades) llegaremos. A través de un mosaico de testimonios que Presman encontró en muchos años de clínica, y por la atención que fue cultivando para los aspectos culturales que entran en juego con este tema, el libro encara antiguas cuestiones existenciales en su versión más actual: ¿Por qué –y cómo– queremos longevidad? ¿Con quiénes? ¿Por qué siempre vamos a necesitar sentir que nos necesitan? ¿Qué pasa con el trato de los demás hacia los viejos? Se trata de calidad de vida, no solo de cantidad de años. Y que en todo caso, como dice el autor, "no sean cien años de soledad sino de compañía".

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Seitenzahl: 161

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Carlos Presman

Vivir 100 años

 

Saga

Vivir 100 años

 

Copyright © 2014, 2022 Carlos Presman and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726903324

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

PRÓLOGO

Este es un libro que intenta resumir el testimonio de cientos de pacientes longevos que me permitieron ser un escucha privilegiado de sus historias de vida.

Los cambios en las condiciones sociales y el avance científico aplicado a la salud han logrado prolongar la existencia humana. Sin embargo, cada persona que llega al consultorio nos interpela con preguntas que no admiten respuestas universales: ¿Por qué?, ¿para qué?, ¿qué sentido tiene vivir 100 años?

Estuve un tiempo buscando la forma más atractiva de escribir sobre esta nueva realidad. Por un lado, la investigación enfocada en los adultos mayores que se produjo en estas décadas es cuantiosa, pero en cuanto a divulgación, así como es abundante lo escrito sobre maternidad, bebés, adolescentes o salud en los adultos, no lo es tanto para la ancianidad. Sobre todo testimonios de quienes han vivido más de noventa y pueden contar qué dificultades padecen y cuál es su sabiduría para vivir.

El desafío de escribir sobre la longevidad comenzó a resolverse cuando maduró el concepto de contar dos historias paralelas. Unos nueve meses me demandó su redacción y sugestivamente terminé de escribir el libro un domingo de celebración del Día del Padre.

La literatura y la producción académica son un legado familiar. Por parte de madre la inquietud por las novelas, por el “culebrón” y siempre con el tinte del humor. Por parte de padre la rigurosidad científica, la precisión fidedigna de la información médica en el marco de una vocación docente.

Las dos herencias funcionan como los rieles en las vías de un tren, siempre paralelas, pero se las ve juntas en el horizonte, en el infinito. Es esa ilusión óptica la que empuja para avanzar, para seguir, para continuar el viaje. Tanto lo que escribo como mi práctica médica persiguen la utopía de unir ciencia y arte, razón y pasión, cuerpo y alma, en fin: ensayo y novela.

Asumo que este es un libro de divulgación científica, y sin pudor agrego: de autoayuda. Espero que a usted y a mí nos motive a vivir 100 años.

1.

Cuando mi padre, “el Tano” como lo conocen en el barrio, cumplió noventa años, pidió un festejo íntimo con la familia. Lo hicimos en su casa. Mi mamá, diez años menor que él, le preparó su torta preferida, un milhojas desbordante de dulce de leche. Arriba le escribió la frase tantas veces repetida: “Apenas 100 años”.

Estábamos sus seis hijos, la docena de nietos y llamativamente ningún bisnieto. Así los contaba el Tano, después de décadas al frente de la panadería. Nunca se llevó bien con las balanzas o las ventas por kilo, pero es un privilegiado en esto de contar cosas. Le encantaba decir: “Lleve una docena, se va a quedar con ganas, acuérdese lo que le digo”.

Él mismo se había quedado con ganas. Mi vieja ni loca iba a tener doce hijos, más con lo difícil que era todo en aquella época. Sin pañales descartables, ni lavarropa, ni casa propia y a veces ni leche.

El Tano sopló las velitas y, como hacía sistemáticamente cada mediodía de domingo, saludó y agradeció a todos por la presencia. Después pegó la vuelta y encaró hacia la pieza para la siesta religiosa. En ese instante llegó mi sorpresa.

Soy su hijo mayor. El que cumplió con el sueño del inmigrante: “M’hico el dottore”. Ya voy camino a los setenta años, sigo ejerciendo la profesión y por oficio estoy atento a todos los detalles. Por nimios que sean, miro todo. Tantos años de hospital me entrenaron el “ojo clínico”. Por eso, cuando el Tano terminó de saludar y luego de hacerle una seña a mi hijo, es decir su nieto mayor, enfiló para la sala-oficina-biblioteca pegada al living, se me encendieron las luces de alarma. Mi padre no renunciaba jamás a su siesta, ni siquiera lo hizo en los partos de la vieja, por eso presentí que algo realmente excepcional estaba por suceder.

Mientras toda la familia brindaba y comentaba lo bien que estaba “el papá” y cómo conservaba el apetito adolescente, yo veía que se encerraba con mi hijo en la sala donde atesoraba la Enciclopedia Británica.

Los seguí y me paré en la entrada, como un espía. Ya estoy grande para andar jugando a las escondidas, pero la situación era verdaderamente extraña. Es más, arrimé la oreja a la puerta pero el bullicio de los festejos me impedía escuchar. Esos minutos me parecieron una eternidad.

Cuando observé que se movía el picaporte, me alejé unos pasos y disimulé mi presencia buscando algo en las repisas del living. Primero salió mi hijo con una sonrisa que sólo le veía cuando hacía un gol. Atravesó casi corriendo el living y con una emoción contenida le hizo señas a su hermana y salieron juntos al patio, como quien escapa tras cometer una travesura.

Yo me paré en la puerta de la sala, impidiendo la salida de mi padre, y lo miré a los ojos.

—¿Qué hacías encerrado con Tomás?

—Él también cumple años. Cuarenta. En diez más está en la mitad de la vida.

—Ya sabemos que cumple años el mismo día que vos. Lo que te pregunto es por qué te encerraste con él, qué le diste. Salió hecho un loco a buscar a Clara y escaparon al patio.

—Dejame pasar que voy a dormir la siesta…

—Cuando el Tomi salió, se señaló el bolsillo de la camisa, algo tenía adentro… Y vos no sos de andar dando guita.

—Le di salud.

—¿Salud? Eso nos dimos todos cuando brindamos por tus noventa. Te conozco viejo, ¿qué llevaba en el bolsillo?

Mi padre me corrió con el brazo, caminó lento hacia su dormitorio y me pidió que lo acompañara. Bajó la persiana, se acostó, y golpeando con la palma de la mano el borde de la cama me invitó a sentarme a su lado, como cuando era chico.

—Te la hago corta porque me estoy durmiendo. Tomás me pidió que como regalo de sus cuarenta le escribiera las cosas de mi vida que fueron importantes para llegar de esta forma a mi edad, camino a los cien. Así que durante algunas noches, repasando mi vida, anoté lo que creí importante. Unas frases, sólo eso.

—¿Y por qué no me las diste a mí? Soy tu hijo mayor.

— Porque vos te la sabés todas. Sos médico.

I

—Decime, ¿cuáles son los secretos de la longevidad?

—¡Qué preguntita que hacés! Veamos. Cada vez hay más gente mayor que llega a edades cercanas a los 100 años. La ciencias médicas han descripto con gran precisión los cambios que acompañan al envejecimiento y también las enfermedades más frecuentes en los adultos mayores. Como clínico, cada consulta representa siempre un desafío diagnóstico. La patología como un asesino serial al que darle captura. ¿Me seguís?

—Sí.

—Bueno. Leemos las huellas, los indicios o las pruebas que nos va dejando la enfermedad en el lenguaje del síntoma y en el signo del cuerpo. Uno actúa como un detective que agudiza sus sentidos para atrapar la enfermedad. Vos, que te gusta el género, lo vas a entender así: cada consulta es un policial en donde el paciente puede jugarse la vida.

—Tenés razón. Me gusta la analogía. Pero…

—Pero… conocemos numerosas enfermedades, mecanismos causales y su tratamiento. La tecnología ha vuelto traslúcido al cuerpo humano. Hoy podemos ver una persona en imágenes tridimensionales y a color. Las pruebas de laboratorio desentrañan desde la glucemia hasta los marcadores genéticos del ADN. Y también aparecen patologías nuevas, desafíos terapéuticos, aspectos sociales de hábitos, fracasos asistenciales y misterios por develar. Uno de ellos es saber por qué nos enfermamos y por qué envejecemos. Te habrás preguntado alguna vez, por ejemplo: si todos nos vamos a morir, ¿qué sentido tiene la enfermedad?, ¿qué sentido tiene envejecer? Y son preguntas sin respuestas.

—¿Entonces?

—Entonces la medicina ha desarrollado la geriatría para estudiar la forma en que se enferman los adultos mayores y las estrategias de prevención para mejorar su calidad de vida. Habría que preguntarle al Tano y a otros ancianos cómo él, qué piensan sobre el envejecimiento. Creo que te lo conté alguna vez. Hace unos años se estudiaron comunidades donde sus integrantes superan los 100 años y encontraron indicios comunes que nos permiten presumir los secretos para llegar a esa edad.

—¿Y cuáles son? Me mata la ansiedad.

—Por empezar, no hay uno solo. Hay factores propios de la persona, como la carga genética y los condicionantes del entorno socio-ambiental (la alimentación, el aire o la actividad física). Son aspectos que podemos ver y mensurar. Pero ¿cómo hacés para estudiar los sentimientos, el sufrimiento, el placer y todo aquello vinculado al orden de lo subjetivo que concluye en las ganas de vivir… o de no seguir viviendo? ¿Cómo establecés en cada persona el deseo de vivir 100 años? Ni vos, ni yo, ni nadie, tiene todavía una receta universal para la longevidad. Sabemos qué nos hace daño y cómo. Conocemos qué nos hace bien y cómo. Resta saber, como te dije, por qué y para qué. En esa línea habría que pensar los secretos de la longevidad en general y de cada uno en particular. Poder preguntarse por el sentido de nuestra larga vida. ¿Satisfecho?

2.

Ni bien acabó de decirme que por mi condición de médico me las sabía todas, mi padre estalló en una carcajada. Era portador de un humor irónico que le causaba más gracia a él que al resto. Carraspeó un par de veces y me palmeó la pierna de manera conciliadora. Se dio vuelta y se recostó. Juro que no pasó más de un minuto y estaba roncando.

Siempre usaba el humor para decir verdades que de otra forma serían intolerables. En mi caso, algo de razón tenía. Mi investidura de médico y profesor de la universidad me daban un halo de sabelotodo. En más de una oportunidad discutimos sobre el peso de las vivencias o del conocimiento, de la ciencia o el arte que participan tanto en el acto de hacer el pan como en el de atender pacientes.

¿Cuánto vale la intuición y cuánto los libros? Más de una vez la discusión terminaba con un: “¡Dottore… vaffanculo!”. Sin embargo, más allá de la pasión que poníamos, nunca terminábamos peleados.

El Tano nos legó el espíritu libertario. De chicos nos decía que pensáramos y defendiéramos nuestras ideas, que no aceptáramos ninguna imposición, que tuviéramos el valor de disentir con el que tenía el poder de castigar. Con igual énfasis insistía en no enemistarse nunca por pensar diferente. La violencia o la guerra: jamás. El Tano tiene sus convicciones y es más bueno que el pan.

Me quedé sentado mirándole la espalda huesuda y la musculosa blanca que usaba siempre, invierno y verano. Lo cargábamos diciéndole que la tenía pintada. Los nietos argumentaban que era el precursor de los tatuajes color blanco. Me sonreí solo y pensé que tal vez sería ideal que no despertara. No porque le deseara la muerte, de ninguna manera. Pero lo veía dormir tan plácido, tan feliz, en la cama matrimonial de toda la vida y rodeado de su familia, que pensé que ese sería un buen final para su vida, sin médicos ni terapias intensivas, y sobre todo sin dolor.

Mi padre dice siempre que no le tiene miedo a la muerte pero sí al sufrimiento. Recordé cuando discutimos sobre la longevidad, sobre la posibilidad de llegar a los 100 años. No voy a olvidarme jamás aquella sentencia suya: “A los jóvenes y a los médicos les interesa el cómo; a nosotros los viejos nos interesa el para qué”.

Una noche de larga charla me hizo prometerle que no le pondría ni suero, ni sondas ni nada que le alargara una hora más la existencia cuando la vida no fuera vida. En medio del recuerdo, casi instintivamente le acaricié la cabeza con la suavidad necesaria para no alterarle el sueño.

El ruido del descorche de otro champagne me llevó de nuevo a la celebración. Salí del dormitorio, cerré con cuidado la puerta y atravesé el living rumbo al patio. Rechacé otro pedazo de torta, una copa con bebida, no sé qué otro requerimiento de un sobrino, y cuando estaba por trasponer la puerta-ventana que da al patio, mi tía Chela, la hermana mayor de mi padre, me dijo: “No se llega a viejo corriendo…”.

Su frase no hizo más que fijarme la idea que tenía en la cabeza: el papel escrito que el Tano le había dado a mi hijo Tomás.

II

—¿Es lo mismo un adulto que un anciano?

—Veo que no sos fácil, vos. Cómo te explico.

Es complicado dar una respuesta tajante. Cuando en la década del sesenta la medicina empezó a estudiar la problemática de la demografía desde las enfermedades, puso los 65 años como edad límite para decir que alguien es un adulto mayor. Antes se era anciano a los sesenta años y probablemente con el tiempo se defina anciano a partir de los setenta u ochenta. El problema surge porque hay personas de sesenta años con un deterioro mayúsculo que se encuentran jubilados y con necesidad de asistencia, y otros de ochenta o más que están activos e independientes en su vida cotidiana. Por eso se creó la “valoración geriátrica integral”. Anotá el nombre, por favor, que es importante. Porque de manera interdisciplinaria, analizando los aspectos biomédicos, sicológicos y sociales de una persona, establece si un adulto mayor es frágil o no. El índice de fragilidad es una especie de “viejométro” que nos permite saber el grado de vulnerabilidad a las enfermedades y por lo tanto establecer conductas de prevención, diagnóstico, tratamiento e indicaciones de asistencia social.

—No estoy seguro de haber entendido bien.

—Porque no terminé y tu grado de ansiedad no te deja esperar. Tenés que saber que en medicina hay un dicho clásico, “no hay enfermedades, hay enfermos”. La frase intenta sintetizar la complejidad que distingue a cada paciente y reafirmar que si bien la medicina pretende ser la más científica de las humanidades también debería ser la más humana de las ciencias. Entonces, quienes nos dedicamos a atender adultos mayores decimos: “No hay edades, hay funciones”. Hay adultos que son ancianos y ancianos que son adultos. El resultado depende de la aplicación del “viejómetro”. Por eso es tan importante mantenerse en actividad, como el Tano o la tía Chela, porque “la función hace a la edad”. Hai capito?

3.

Me detuve en la vereda del jardín y lo recorrí con la mirada, como quien saca una foto panorámica. La enamorada del muro cubriendo la medianera, la pileta con su cerco alrededor, el quincho con asador, la mesa redonda con los bancos de cemento, los pinos que plantamos cuando nació Tomás junto al pino de Calabria de la tía; la piecita del fondo pegada a la palmera, atrás la quinta con el gallinero y el ligustro que hacía de límite con el vecino. Un recorrido por la escenografía de mi infancia. Vi tantos recuerdos… pero no estaban ni Tomás, ni Clara.

Cuando plantamos los pinos con el Tano, me alentaba la ilusión popular de tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro. Mi padre renegaba porque yo había elegido unos pinos Douglas. Argumenté que crecían rápido, daban linda sombra y servían para arbolito de Navidad. Todavía regresa su respuesta a mi memoria.

—Este es el problema de la humanidad. Todo rápido, inmediato, y que sirva para algo. Ves la palmera esa, la plantó tu abuelo. Me acuerdo que me contó que nadie sembraba palmeras porque hasta que dan los dátiles pasan más de 100 años. Nadie planta árboles de los que no va a comer sus frutos.

Miré la hora, casi las tres de la tarde, calor intenso. Al reloj me lo regaló el Tano cuando cumplí dieciocho. Un Tissot con cronómetro, ideal para tomar el pulso. Me lo regaló para eso, para cuando fuese médico.

El Tomás mío cambia de reloj como de calzoncillo, por no hablar de los celulares, la cocina, la heladera o la computadora. En un mundo donde la gente vive cada vez más, los objetos duran cada vez menos.

Seguro que los chicos debían estar atrás del cuartito, en la quinta, bajo la parra, robándose unas uvas chinches. Esa era una de nuestras travesuras de la infancia.

Comencé a cruzar el jardín pero a paso lento, las palabras de la tía Chela no fueron desoídas. Caminaba y sentía otra vez la presencia del Tano: “Chi va piano, va sano e va lontano”.

III

—¿Cómo se atiende a los adultos mayores? —¡Bien! Esa ya es una pregunta accesible.

Senti, caro. El primer síntoma de que estamos envejeciendo es no tolerar la trasnochada. La incompetencia para la falta de sueño nos da la bienvenida al paso del tiempo. Luego aparecen los cambios corporales, como la reducción del peso y la altura, la disminución de la vista (presbicia), de la audición (presbiacucia), la marcha más lenta, menor memoria y cambios en la sexualidad.

—Lindo rodeo para empezar.

—Otra vez apurado, bambino. Recuerda que chi va piano, va sano e va lontano. Dejame seguir con mis rodeos que van a serte útiles. En realidad, no se sabe por qué envejecemos. Hay numerosas hipótesis e investigaciones para desentrañar el misterio, aunque hoy sólo tenemos dos condicionantes certeros: la herencia genética y el medio ambiente, que a través de los siglos interactúan entre sí. Por eso cada persona envejece de manera distinta. La carga genética forma parte de esa dosis de azar que nos hace tener una expectativa de vida más larga si nuestros padres y abuelos vivieron mucho tiempo. El medio ambiente comprende todo lo que nos sucede desde la fecundación: las condiciones del embarazo, el nacimiento, la familia, la alimentación, la actividad física, la vivienda, la educación, las enfermedades, el clima, los accidentes y los amores. Sobre todos estos aspectos se puede intervenir para aspirar a un envejecimiento pleno y saludable.

—Al fin llegamos al punto.

—Así es. Llegamos. Y firmes, bien parados. Ahora atendé bien que es el turno del práctico: es esencial contemplar los aspectos propios del envejecimiento y ante cada síntoma que demande asistencia aplicar la “regla de los tercios”. Consiste en establecer, cuánto hay de envejecimiento normal, cuánto de patología o enfermedad y cuánto de inactividad o desuso. Es muy grande la magnitud que adquiere eso de mantenerse activo. Dejar de hacer, abandonar los hábitos y costumbres, tiene la misma importancia que la enfermedad y el envejecimiento, por eso toda consulta debe indagar sobre este aspecto y promover la actividad adaptada a cada paciente.

—Una consulta algo… prolongada.