ZombiesMAD - Rosario Guillén García - E-Book

ZombiesMAD E-Book

Rosario Guillén García

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Beschreibung

Un día como otro cualquiera te levantas en tu piso de Madrid y de pronto te das cuenta de que ha llegado el apocalipsis. Ves por la tele que la Puerta del Sol se ha llenado de zombies que devoran a la gente y que poco a poco invaden la ciudad. ¡Y tú con la nevera vacía y en bata! ¿Y ahora qué…? ZombiesMAD es una hilarante novela de aventuras y catástrofes narrada con una frescura inigualable. Su sólida base cultural de las décadas de los 80, los 90 y lo que llevamos de siglo xxi, sumado a la localización en la capital de España, la hacen irresistible.

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Primera edición digital: diciembre 2020 Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.com Imagen de la cubierta: Raquel P. Zarzuelo Maquetación: Álvaro López Corrección: María Luisa Toribio Revisión: Míriam Villares

Versión digital realizada por Libros.com

© 2020 Rosario Guillén García © 2020 Libros.com

[email protected]

ISBN digital: 978-84-18261-93-0

Rosario Guillén García

ZombiesMAD

Si estás en la lista de los que no quiero que se coman, este libro es para ti.

Índice

 

Portada

Créditos

Título y autor

Dedicatoria

1. Entresijos

2. Soldaditos de Pavía

3. Chatitas

4. Rosquillas tontas

5. Rosquillas listas

6. Olla podrida

7. Cocido madrileño

8. Caramelos de violeta

9. Barquillos

10. Torrija madrileña

11. Taquitos de jamón

12. Patatas bravas

13. Gallinejas

14. Buñuelos de viento

15. Chocolate con churros

16. Pinchito de tortilla

17. ¡La Virgen!

18. Oreja a la plancha

19. Aguja de ternera

20. Rabo de toro

21. Besugo a la madrileña

22. Agua de cebada

23. Corona de la Almudena

24. Rosca madrileña

25. Huevos estrellados

Anexo

Mecenas

Contraportada

1. Entresijos

 

A mí el apocalipsis me pilló recién levantada, con el móvil sin sonido, en mi casa de Madrid y sin haber hecho la compra mensual.

Si te despiertas con un aluvión de llamadas perdidas, puede que sea tu cumpleaños o puede que haya pasado algo horrible. No nací a principios de junio, así que ese interés desorbitado por localizarme, viniendo de gente que no se conocía entre sí, no era buena señal.

Reactivé el sonido del teléfono y conecté el wifi. Antes de hacer la primera llamada, mi móvil ya estaba bloqueado, recibía tantas notificaciones que se había quedado inutilizable. La pantalla estaba congelada en mi WhatsApp, donde todas las conversaciones empezaban igual: «¿Dónde estáis?», «estáis bien?», «por favor, responde, no te localizo».

En lo que corrí a coger el teléfono fijo, me imaginé un atentado bestial, un choque de trenes, un accidente de metro, el subsuelo de Madrid explotando con una fuga de gas, los aliens, un tornado, la revolución… yo que sé.

Llamé a mi madre mientras buscaba el mando de la tele. No hubo respuesta, aunque no sé si me hubiera centrado al escuchar su voz, estaba entrando en ese modo de confusión mental que produce la mezcla entre tensión y desinformación.

En la televisión, la presentadora del programa de las mañanas conectaba en directo con la Puerta del Sol[1]. Parecía que por fin iba a conseguir enterarme de algo.

Gente corriendo, gritando, cayendo al suelo mientras intentaba alejarse del centro de la plaza. Cobraba fuerza la teoría del atentado, otro más[2], pero entonces, justo en la salida de la estación, me pareció ver a un hombre que se abalanzaba sobre una señora. ¿La estaba atacando?, ¿la estaba reduciendo? Me pegué un poco más a la pantalla, frunciendo el ceño, intentando interpretar correctamente lo que estaba viendo. No daba crédito a las imágenes, me pegué un poco más, ya casi era Carol Anne en Poltergeist[3], estaba alucinando y no sabía si era metafórica o literalmente.

Las dudas sobre el atentado tardaron en abandonar mi cabeza lo mismo que aquel hombre tardó en levantar la suya con un trozo de brazo colgando de su boca. No era un ataque terrorista, eso estaba claro, o por lo menos no uno convencional. Pero, desde luego, necesitaba tiempo para procesar esa imagen mentalmente y encontrar una explicación lógica. ¡¿Qué cojones era esto?! ¿Un loco bajo los efectos de la droga caníbal?, ¿un perturbado sembrando el pánico?, ¿un serial killer en su obra final?

Apareció el rótulo definitivo en la televisión. Fin de las teorías, principio del caos: «Ataque zombie en Madrid». Le acompañaba su correspondiente hashtag en la esquina de la pantalla: #ZombiesMAD.

Venga, no me jodas. ¿Zombies?, ¿mi explicación lógica iban a ser zombies? Si estuviéramos en otra década se abriría la puerta de mi casa y entrarían un cámara y un redactor a colgarme el monigote de Inocente, inocente[4] mientras sonaba su sintonía característica y yo respiraba aliviada, con mi ramo de flores en mano y mi cara de «¡Oh, cielos!, intentemos sonreír disimulando estas ganas de cometer un asesinato».

Mi opción B tampoco era mala: que un nuevo rótulo apareciera, contando que era el rodaje de una película en pleno centro de Madrid, o la campaña publicitaria más ambiciosa de un videojuego, o el preestreno de Walking Dead[5].

Pero mi cuerpo respondió a mi incredulidad con un retortijón, en el 11S también esperaba un rótulo que nunca llegó y, desde luego, si esas imágenes no eran reales, se merecían una cantidad ingente de premios.

#ZombiesMAD recoge su Goya en la categoría…

Mejor película.

Mejor guion original.

Mejor maquillaje y peluquería.

Mejor dirección artística.

Mejor diseño de vestuario.

Mejores efectos especiales.

Ojalá…

Esa gente gritaba y corría de verdad, y poco a poco la plaza se convertía en el escenario de una película gore, con charcos de sangre y personas mutiladas. Simplemente bestial. Se mezclaban aquellos que convulsionaban en el suelo, presos del dolor, con los que se agitaban en lo que me imagino sería el proceso de transformación en nuevos zombies. La sangre y el caos hacían que costara diferenciar a los vivos de los muertos. La línea que separaba a unos de otros era tan fina que el límite entre lo vivo y lo muerto era, cuanto menos, ambiguo.

Los personajes disfrazados[6] corrían, mezclándose con la masa. Dora huía de un adolescente de cara sangrienta. Mientras, un Spiderman[7] gordo intentaba subirse a la cúpula de la estación, escurriéndose por el cristal una y otra vez, intentando alcanzar la cima. Chucky[8] agitaba su cuchillo de mentira al aire y corría sin mirar atrás y Peppa Pig[9] había iniciado un combate a muerte, literalmente, con una señora zombie de vestido de flores ensangrentado y una permanente todavía perfecta. Era grotesco, hipnótico, solo faltaban un Dios plateado y un Gijoe para que fuera una peli de Álex de la Iglesia[10].

Yo seguía en el salón, con mi moño, en mi bata sexy de verano, con el mando en una mano y el móvil en la otra, pegada a la pantalla y dudando de si estaba realmente despierta.

La gente intentaba salir de Sol y se chocaba con los que huían desde Callao o los que venían desde Ópera. Las calles eran un embudo desde la plaza, que se había convertido en una ratonera.

Los dependientes luchaban por echar los cierres y bloquear las puertas, a caballo entre dejar entrar a todo el que pudieran y cerrar lo más rápido posible. Los que se quedaban fuera golpeaban las puertas, pidiendo que les abrieran, unos segundos antes de volver a correr o de que alguien les agarrara y les mordiera por la espalda, mientras los escaparates se llenaban de huellas de manos ensangrentadas.

Un vídeo había hecho zoom en la cara de una dependienta muy jovencita, delgada como un palillo, que intentaba subir el cierre de Rodilla[11] con sus propias manos tratando de dejar entrar a un señor que se había quedado atrapado con los pies fuera. No tardaron mucho en arrancarle los zapatos, el resto de la secuencia podéis imaginarlo sin que os lo describa.

Durante unos minutos quité el sonido al televisor, no era capaz de escuchar más gritos, era insoportable, un Ramsay despellejando a Theon Greyjoy[12], no iba a olvidar este instante en mi vida, probablemente, a partir de ahora sería la banda sonora principal de mis pesadillas. Y mientras los minutos pasaban ahí estaba yo: zombies devastando una ciudad por primera vez en la historia conocida de la humanidad y yo todavía tenía las marcas de las sábanas en la cara.

¿Quién se había imaginado los zombies por primera vez?, ¿por qué habían aparecido en nuestra literatura y en nuestro cine?, ¿qué había de verdad en esas historias de vudú que hablaban de cuerpos que caminaban sin alma? Puede que en realidad no fuera su primer ataque y ni siquiera lo supiéramos, uniéndose a esa cantidad de cosas que no sabíamos, que quizás habíamos ignorado o que nos han escondido.

Había crecido viendo muertos en la televisión, pero hoy tenía una sensación muy distinta. Esto se escapaba a la razón y, en la misma línea horrible, a todo control; las guerras, los tsunamis, los incendios, los accidentes aéreos y los choques de trenes eran calamidades que de alguna macabra manera se habían convertido en cotidianas, pero esto no.

Perros adiestrados para encontrar la droga, para encontrar a los vivos en los escombros, vacunas contra enfermedades antes letales, equipos especiales preparados para enfrentarse a situaciones extremas en tierra, mar y aire. Pero esto, ¿esto qué?

Salí temporalmente de mi estado de estupefacción y empecé a llamar en bucle, marcando todos los números que conocía, que no eran muchos desde que dejé de usar el fijo. Mi madre, mis hermanos, amigos, uno tras otro. No sabía ni a quién estaba llamando en cada momento, pero yo continuaba haciéndolo y el teléfono seguía diciendo que las líneas estaban saturadas.

Me senté en suelo del salón, tenía ganas de llorar, pero como mi cerebro, entre retortijón y retortijón, no se creía lo que estaba viendo, todavía no me salían las lágrimas. Seamos serios, ¿zombies?

Durante un instante lo vi todo como si fuera una película, como si la escena no fuera real y estuviera al otro lado de la pantalla, como si yo no formara parte de esa secuencia y me separase un cristal o un velo transparente de todo lo que me rodeaba. Era una señal inequívoca de que me superaba la situación. No llevábamos ni dos horas de apocalipsis y la ansiedad ya se había pasado por mi casa, así que respiré profundo e hice un esfuerzo ingente de concentración para bajar los pensamientos a tierra y convencerme de que esto era real y necesitaba estar centrada y calmada. Chasqueé los dedos y agité la cabeza. Focus bitch, please.

Al volver de la inopia me di cuenta de que estaba mirando la televisión sin ver lo que emitían, llevaba más de media hora marcando sin parar. Quité el mute. No se estaban ahorrando detalles en un ir y venir entre una edición especial del telediario y el programa de la mañana, donde ya se había sentado un grupo de expertos.

Vídeos de cómo habían sido algunos casos en el metro, gente intentando salir de los vagones para correr por los túneles o escalar al techo. Una secuencia que recogía las imágenes de un niño muy pequeño que se había quedado parado en medio de la plaza y lloraba a moco tendido mientras alguien se comía al que debía de ser su abuelo hasta que una chica se lo llevaba casi en volandas, justo antes de que un muerto le pusiese la mano encima. En un ataque de pánico, el oso se había subido al madroño[13]. Una conexión en la plaza Mayor[14] con una señora que había llenado su casa con gente que huía y que enseñaba a cámara el cocido madrileño[15] que preparaba para sus improvisados invitados como protagonista. La casa de un tipo que llevaba años preparándose para el apocalipsis, acumulando latas de conserva, baterías, linternas, detectores de movimiento… Sujetaba en la mano dos walkie-talkies. Se había centrado tanto en prepararse para este momento, que se había quedado sin nadie a quien darle uno de ellos.

Les había dado tiempo a conectar con enviados especiales situados en las azoteas, conseguir material exclusivo, que los especialistas llegaran a plató y yo todavía ni siquiera había desayunado. Allí seguía, bata sexy y moño.

Lo de los especialistas era una amalgama de profesionales variados. Contaban con un experto en seguridad, un biólogo, un militar y un director de cine amateur especializado en el género, a los que se sumaban tertulianos de esos que ya nadie recuerda qué eran originalmente, pero que saben de todo. Y por supuesto, representantes de distintos partidos políticos haciendo campaña. Patético, nada nuevo bajo el sol. Ensimismados en su conversación, no eran capaces de callarse. Una sinfonía de gilipollez tras gilipollez a una velocidad indeterminada de palabras por segundo. Era incapaz de concentrarme, no escuchaba mis palabras porque todo, absolutamente todo, estaba lleno de las suyas.

La última conexión del especial informativo recomendaba no salir a la calle y mantenerse a la espera de nuevas noticias. Pues mira, bien, no es que estuviera yo pensando en acercarme a la peluquería precisamente.

A pesar de las recomendaciones y de la propia lógica, cuantas más horas pasaban y más se complicaba la situación, más eran los que salían a buscar la foto o el vídeo. Algunos hasta se habían organizado en minipatrullas. En términos de selección natural, al balconing[16] y a los selfies en acantilados había que sumar ahora el zombietour fotográfico. No sé, igual se pensaban que esto era como salir a cazar Pokémons[17].

Por otro lado, seamos honestos, estaba criticándolos muy duro, pero no podía parar de consumir todo el contenido que creaban. El morbo me empujaba a buscar como una loca más testimonios, más fotos, más exclusivas, más carnaza. Llevaba un rato refrescando Instagram[18] cada dos minutos, aunque no conseguía que cargara. No sé, los humanos damos mucho asco a veces. No podía negar que algunas de las informaciones eran vitales, pero el noventa y nueve por ciento eran una repetición de escenas de muerte y pánico.

Tenía los ojos como cebollas moradas. Me asomé a la ventana buscando una conexión con la realidad alejada de los tuits[19] o de un presentador en un estudio. Me pareció que todo estaba tranquilo, como si lo que se veía en la televisión estuviera sucediendo en cualquier otra parte del mundo, lejos de mi terraza en ese caluroso día de verano. Pero, poniendo un poco más de atención, si te fijabas en las ventanas abiertas, se veía a los vecinos corriendo de un lado a otro de la casa, llenando maletas, cogiendo provisiones, asomándose a controlar la calle. Telefonillos que sonaban y un trasiego incesante de personas que subían y bajaban preparadas para marcharse, probablemente intentando reunirse con sus familias antes de que la situación empeorara.

Yo no era ajena a la necesidad de saber de los míos. No había conseguido contactar prácticamente con nadie. Estaba pasando de puntillas por el tema; cada vez que me paraba a pensar que no sabía absolutamente nada de ellos sentía cómo el estómago se me subía hasta el esternón, encogido hasta tener el tamaño de una nuez. La angustia no me iba a dar línea directa con mi madre, así que si te da problemas pensar, piénsalo luego. Aunque lo único que quería ahora mismo era estar con ellos, tragué saliva y volví a la televisión. El caos se estaba extendiendo y ya había sucesos similares en plaza de España[20], en Malasaña[21], en la Casa de Campo.

La retahíla de situaciones era rocambolesca. Señoras que desde sus balcones tiraban cubos de agua, intentando espantar a los muertos de la calle, mientras que los zombies con el pelo mojado y la boca abierta miraban las ventanas, quietos, calados, sin ni siquiera inmutarse ante un ataque tan inútil. Familias que, atrapadas en la noria del Parque de Atracciones, se enfrentaban a los muertos cuando las cabinas bajaban y se relajaban cuando volvían a estar en el aire, sin entender a qué se enfrentaban, independientemente de si se trataba de niños o padres, probablemente pensando hasta que llegó el primer muerto que era parte de un espectáculo temático. Gente que intentaba permanecer a flote con los botes en el Retiro, dando remazos a los zombies que flotaban en el lago. Abuelos repartiendo bastonazos a diestro y siniestro, como si los muertos vivientes no fueran nada más que otra especie infectada autóctona, como las palomas mutantes madrileñas[22].

En las carreteras la cosa no tenía mejor pinta; se sucedían los accidentes, y las familias, aterradas, se veían encerradas dentro de sus propios vehículos, ¿protegidas o atrapadas?, mientras los muertos rabiosos golpeaban los cristales.

También en mi calle se empezó a oír más ruido. Algunos de mis vecinos se asomaban, preguntándose unos a otros qué pensaban hacer. Yo les gritaba como una loca que no se movieran de casa. Me echaba las manos a la cabeza y agitaba los brazos como cuando se baila el Aserejé[23], gritándoles: «No, no, no». Ya ves tú, bien sabe Dios (y principalmente mi comunidad de vecinos) que yo no era la persona más sociable del mundo. Era de las de subir por la escalera, si veía que había alguien esperando el ascensor, para no saludar. De las de negarme a ir a las reuniones porque no era propietaria e intentar entrar y salir en modo ninja, para no tener que pararme a tener miniconversaciones sobre el tiempo, la escalera, la mejor fecha para meter o sacar la alfombra, la decoración navideña o el uso, disfrute y sufrimiento de las zonas comunes. Pero, sinceramente, no me apetecía quedarme sola. Saber que había alguien más en el edificio me hacía sentirme más segura. Además, una cosa era ser un poquito asocial y otra que fuera yo Bin Laden[24].

Puede que algún domingo, al oírles pasar la aspiradora antes de mi primer café, les haya deseado una muerte lenta, dolorosa, extremadamente cruel, imaginada hasta el detalle más ínfimo, pero era solo un recurso dramático, palabrita.

Así que tragaba saliva mientras veía cómo muchos se metían en el coche, cargando mochilas y con rumbo a casa de sus familias o de pueblos alejados del asfalto. Al fin y al cabo, esta era la gente a la que veía todos los días.

Una de mis vecinas, la única a la que sonreía naturalmente, llamó a mi puerta, intentando convencerme de que me fuera con ellas. Llevaba a su hija en brazos y mientras hablábamos la niña jugaba con un mechón de su pelo, ajena a la que se nos venía encima.

Me hizo dudar, pero no quería irme, mi casa era el único sitio donde me sentía protegida, allí donde me buscarían si tenían oportunidad, el único lugar en el que al traspasar el marco de la puerta, fuera lo que fuere que hubiera pasado al otro lado, todo mejoraba. Como cuando jugábamos de pequeños al pillapilla y al llegar a un rinconcito dibujado en el suelo, el gritar «¡casa!» te aseguraba inmunidad inmediata. Igual era ese el motivo por el que habíamos elegido esa palabra.

Tras todos sus intentos, que le agradeceré eternamente, me dio sus llaves y me dijo:

—Entra, coge toda la comida. Localiza a tu familia y no te quedes sola.

Antes de que le diera las gracias, creo que ya había llegado a Noruega. Todo pasaba tan rápido y en mi barrio había tan pocas señales de que los zombies se acercaran que todavía sentía que estaba viviendo una fantasía surrealista. Aun así, apreté las llaves muy fuerte en la palma de la mano. Me estaba quedando sola.

Cerré la puerta, resoplé y entré en la cocina. Empecé a prepararme un café, como si lo cotidiano fuera a traer la calma.

No, no era un café en modo anuncio de maravilla de mañanas. Era uno de esos de abrir y cerrar muebles, buscando tazas, buscando el azúcar, perdiendo la cuchara que ya tenía en la mano, tirando todo lo que se acercara al temblor de mis extremidades. Creo que estaba llorando mientras me lo tomaba o puede que estuviera riéndome de los nervios, con certeza estaba hablando sola. Solo recuerdo el café caliente, el silencio de mi casa y los motores en la calle. Era definitivamente un café de esos que te tomas sabiendo que te va a entrar un retortijón que vas a ver la muerte cara a cara en diez minutos.

Sonó un portazo en el portal, giré la cabeza por inercia hacia la puerta, mientras tragaba el último sorbo de café, y vi colgando las llaves de mi vecina, tintineando ligeramente, con su llavero de un unicornio sonriente y una frase cursi, y me di cuenta de que, si la situación se alargaba, me iba a costar sobrevivir con lo que tenía en casa para comer.

Fue mi primer instante de absoluta lucidez. No iba ni siquiera a ponerme unos vaqueros; bajé directamente al chino, el comercio más cercano a mi casa, para comprar cualquier cosa comestible con mi outfit mañanero, mi moño y los únicos veinte euros que tenía en casa. Desde luego era la tristeza del apocalipsis: sin duchar, sin peinar, sin coche en el que escapar, sola en casa, sin comida, con veinte eurillos para tirar de aquí al final del drama. Me merecía que esta fuera mi última reencarnación, ya estaba bien. Esperaba no morir en esos cinco minutos y caminar así eternamente. Si llegaba mi hora, solo esperaba que me dejaran arreglarme mientras montaban y desmontaban el túnel de luz. Aunque tenía mis serias dudas sobre este tema, no creo que la chica de la curva[25] vaya en camisón voluntariamente.

Volvamos a la vida real, o lo que sea que esto fuera. El chino estaba cerrando las puertas.

—Mal, mal. Tú siempre sola, tú siempre sola.

Este hombre sabía más de mí que cualquier psicoanalista.

Le supliqué que me dejara entrar. Asomó la cabeza, sopesando si todavía sería seguro, y me hizo un gesto de que pasara, abriendo ligeramente las rejas de acordeón de metal. Cogió un carro de la trastienda, lo llenó y me lo dejó en la puerta. Me deseó suerte asintiendo rápido con la cabeza, me dio tres palmaditas en el hombro y nos echó, a mí y al cierre.

Atención, no pasemos por alto este dato: el chino estaba cerrando un lunes por la mañana, había establecido contacto físico conmigo y además me había regalado un carro completo de comida. Bien entenderéis que son tres indicadores claros, fruto del realismo y no de un microrracismo[26], de los que se intuía que la cosa se iba a poner muy fea[27].

Por mi parte, caminé los diez metros que me separaban del portal con el carro casi en volandas, como cuando no te persigue nadie pero tú notas que sí y entonces caminas muy rápido, con el culillo apretado y casi juntando los omóplatos, porque la presencia de un dedo invisible está a un milímetro de recorrer tu espalda con una uña fría y puntiaguda, como te tocaría un escalofrío si consiguiera materializarse en un cuerpo. A la misma distancia que separa a Jesús Vázquez de tu boca, dos milímetros escasos[28].

Me sugestioné tanto que cuando subí las escaleras y cerré la puerta tras de mí me senté en el suelo con el corazón a mil por hora. Todavía no había visto señales de peligro real en mi barrio, pero no vivía tan lejos de Sol, en una horita larga se podía llegar andando a Entrevías sin problema y ya habían pasado bastantes más.

De hecho, si le dijera a mi madre que había bajado a pesar de que era más que poco recomendable jamás llegaría a morir a manos de un zombie; mucho antes me mataría ella, incluso desde la distancia, con ese poder sobrenatural que solo tienen las madres, por encima del bien y del mal. Y en ella estaba pensando cuando por fin mi teléfono sonó. Corrí tanto para cogerlo que sin querer pude haber creado el teletransporte. Cuando escuché su voz me llevé la mano al pecho, como intentando sujetar todos los sentimientos que acumulaba.

—¿Cómo estás, hija?

No era capaz de articular las palabras, tragaba saliva y hacía pucheros mientras lo intentaba. Por detrás oía a mi padre:

—Tranquila, cariño.

No sé si me lo decía a mí, a mi madre o a las dos, pero escuchar su voz me había hecho tanta falta que estaba grabando involuntariamente su sonido en mi mente, por si otra vez tenía que enfrentarme a la posibilidad de su ausencia. No quería preocuparles, ni quería perder tiempo, no sabía lo que iba a durar la llamada, pero solo con ellos me permitía mostrarme frágil y el solo hecho de su presencia, aunque fuera al otro lado del teléfono, ya era suficiente para tranquilizarme y desestabilizarme, todo al mismo tiempo. Me sorprendió que estuvieran juntos, pero mi padre, desoyendo las recomendaciones, se había plantado en el trabajo de mi madre cuando todo empezó. No sabía si enfadarme porque se había puesto en peligro o agradecerle infinitamente que su primera preocupación fuera mi madre.

Me pusieron al día, todos estaban bien, incluidos mis hermanos, sanos y localizados. Me costó todo el esfuerzo del mundo que no vinieran a buscarme. Tuve que convencerles de que si se movían, igual no nos salvábamos ninguno. Si nos moríamos todos juntos después de que me hubieran rescatado, aquí paz y después gloria, pero si se morían de camino a mi casa y yo sobrevivía, y esa era una posibilidad que me parecía probable, no iba a ser capaz de soportar la culpa, aunque no la tuviera. Llamadme loca, pero no me daba la sensación de que fuera a ser sencillo encontrar un psicólogo en las fechas más próximas y notaba la presencia silenciosa del desequilibrio volando sobre mi cabeza, esperando la oportunidad para desestabilizarme mentalmente. Así que no iba a correr un riesgo innecesario que terminara en una de las tragedias que más me habían angustiado siempre, prefería aceptar que estaba sola.

Sin embargo, en esta familia no todos razonábamos. A mi hermano pequeño tuvieron que quitarle las llaves del coche en el trabajo, tenía un ataque de superhéroe familiar. Si le dejan salir por la puerta, se rescata hasta a los primos que solo conocemos de las bodas. Lloraba mientras me pedía que no me moviera de casa y que le prometiera que iba a estar bien. Yo no era de promesas que no puedan cumplirse y no estaba muy segura de cómo iba a seguir esta historia, pero bueno, decidí tomarme una licencia por apocalipsis:

—Te lo prometo.

Total, si cascaba, ¿qué iba a hacer?, ¿reclamar vía ouija?

Según las noticias, la situación empeoraba minuto a minuto. Lo que hasta entonces era una recomendación de no salir a la calle ahora era una prohibición, y no era la periodista de media mañana la que hablaba, comparecía un militar. Ni el rey, ni el presidente, ni el ministro de Interior o de Defensa, que a estas horas probablemente ya habían sido evacuados a un lugar más seguro. ¿Estarían todavía en España?

Recordé el vídeo de Bush leyendo un cuento a los alumnos de una escuela cuando le informan de que están atacando las torres gemelas, la leyenda urbana que dice que Hitler fue evacuado y nunca murió en el búnker, el vestido manchado de Jackie Kennedy mientras trepa por el capó del descapotable instantes después de que volaran los sesos a su marido.

En nuestro caso, la supervivencia del rey o del presidente solo eran útiles si permanecía viva una población a la que gobernar. No eran un target en sí mismo, los muertos no tenían más interés en comerse sus entrañas que el mero hecho de saciarse. Me parecía increíble que no hubieran comparecido, que se hubieran ocultado, cuando podían reforzar el perímetro de sus viviendas y hacer desde allí las declaraciones necesarias. Tal vez la población general, en ausencia de control, representaba la amenaza.

Y así fue como, sin más información al respecto, se había decretado el estado de excepción, permitiendo que la autoridad interviniera las comunicaciones, prohibiendo la circulación de personas y vehículos y delimitando zonas de seguridad. Un alto mando del Ejército daba recomendaciones de supervivencia y establecía diferentes protocolos de actuación. Yo tomaba notas mentales, mientras mi lado paralelo del cerebro no dejaba de flipar con el hecho de que en la televisión un militar se estuviera dirigiendo a la ciudadanía.

Era lo suficientemente joven como para no haber experimentado nada así. Recordé las batallas que había escuchado a mis padres sobre el golpe de Estado[29]. Había vivido en una realidad tan cómoda que jamás me imaginé que pudiera añadir una historia de este calibre a mi biografía, e intuía que si la situación no se controlaba de inmediato, no tardaríamos en llegar al estado de sitio, como si de una guerra se tratara, aunque los enemigos estuvieran muertos de antemano.

Me quedé sentada en el sofá, suspiré profundo y noté que me faltaba de nuevo el aire. Tenía la cabeza aturdida. Siempre que me sentía así, soñaba con desmayarme, con unas horas de relax mental, cualquier cosa capaz de aligerar la presión en el pecho. Por un momento me planteé seriamente si no lo estaría soñando; mala idea, sentí cómo se multiplicaba la angustia ante esa nueva perspectiva. Durante una milésima de segundo, dudé de nuevo de si estaba viviendo o no algo real, pero de verdad, lo dudé de verdad. Igual tenía una enfermedad mental que no se había despertado hasta ahora, igual me había vuelto loca. ¿Cómo se identifican los delirios o las alucinaciones? Empecé a sudar frío, ¿y si todo esto no era real? Noté el repelús al clavar las yemas de los dedos en la tapicería aterciopelada del sofá.

El militar recogió los folios y cerró su carpeta verde del Ministerio de Defensa, abandonando la sala. Sin flashes, sin preguntas de periodistas, ahora solo una mesa vacía con la bandera de fondo. Silencio absoluto. Silencio, sin opiniones, sin comentarios, sin nada que añadir, solo la sensación que acompañaba a la falta de ruido, ese que normalmente se encarga de distraernos y aliviarnos las sensaciones. Solo el eco de mis pensamientos, los pensamientos de cada uno de nosotros frente a un televisor, intuyendo que las declaraciones que acabábamos de escuchar marcaban un principio y un final. Ahora comprendía por qué el silencio podía ser aterrador.

La comparecencia militar televisada fue el detonante que mi cerebro necesitaba para centrarse y hacerse cargo de la situación, demasiados detalles para ser una paranoia, demasiados factores externos. No solo se trataba de la escandalosa cifra de fallecidos, el problema era que parte de ellos seguían caminando entre nosotros, hambrientos y descontrolados, dispuestos a matar, porque su existencia no respondía a ningún otro estímulo. Que la solución parece como una cosa muy sencillita, oye, que se nos ha llenado la ciudad de zombies, que os quedéis en casa, pero igual tú estabas camino del trabajo, tu hija en el colegio, tus padres en el mercado, tu primo ingresado, tu nevera vacía, las medicinas que te hacían falta sin comprar, tu cistitis en el punto álgido, y la vida quiere seguir, pero no puede, porque se ha puesto en pie la muerte.

Una bola de fuego empezó a recorrerme la piel, subiendo poco a poco, descomponiéndome el estómago, quitándome el color de la cara, haciendo que me temblaran las manos y las piernas, empapando mi bata en sudor frío y terminando en un escalofrío saliendo por la nuca.

Habría jurado que unas manos invisibles me apretaban la cabeza, tan fuerte como para sentir que podían hacer que explotase, mientras otra mano invisible jugaba con mis pulmones. Respiraba a bocanadas, inhalando tanto oxígeno que me estaba mareando. Las mías temblaban, acompañadas de un incómodo hormigueo mientras agarraba tan fuerte el mando de la televisión que podía haberlo pulverizado. Intentaba serenarme para pensar con claridad, pero veía de todo menos claro. Me puse una mano en la barriga y otra en el pecho, cerré los ojos y me tumbé boca arriba, intentando controlar la respiración y fabricar la suficiente saliva como para no notar cómo se me pegaban las paredes de la garganta al tragar. ¿Y si todo, incluido el militar de la televisión, era parte de una creación de mi mente? Ese sería un buen escenario; entonces, en algún punto de mi delirio, mi familia se haría cargo de mí, de medicarme, de hacerme volver a la normalidad.

«Es solo miedo. Respira, respira, respira. Estás en casa, es solo miedo, respira». Y por fin, durante un buen rato me quedé dormida.

Mi cocina se llenó de recipientes con agua, hice acopio de pilas, linternas, mecheros y velas. Preparé muebles por si tenía que proteger las puertas y dejé un cuchillo bien afilado en cada habitación, colgándome mi cuchillo cerámico japonés amarillo de la cintura. Me até mentalmente una cinta en el pelo a lo Rambo, aunque, para ser fieles a la realidad, me sentía ridícula, todo era tan reciente que tomar medidas o pensar en protegerse todavía lo percibía como una medida desmedida, como si todavía no estuviéramos en el modo apropiado para la batalla que se libraba ahí fuera.

Volviendo al exterior, en teoría el Ejército tenía la situación controlada, pero de forma paralela y aunque a cuentagotas, en internet se leía que cada vez eran más los barrios afectados. A pesar de todo, la tarde pasó muy rápido y la calle estaba desolada. Casi parecía que había sido una de esas tragedias de alto impacto que se olvidan a los tres días.

Han muerto doscientas personas.

Drama.

Compartir frase profunda.

Foto solidaria de perfil.

Y mañana…

—¿Oye, viste anoche el capítulo de I donut care anymore?

La vida sigue incluso cuando se mueren los tuyos, imagínate cuando se mueren los de los demás. Sin embargo, quedaba mucho para eso de la fugacidad contemporánea de la tragedia. Esto no iba a terminar en unas horas, nos la íbamos a comer bien rica y a eso no estábamos acostumbrados. De hecho, hacía ya unas cuantas que cualquier programación no gubernamental se había suspendido y se emitía en bucle el corte de las Fuerzas Especiales, en el que hablaban de las zonas militarizadas seguras y los rescates sectoriales.

No incluían en su discurso las causas o posibles soluciones, posiblemente porque todavía no tenían ni idea. No me extraña: aunque existieran protocolos de emergencia en caso de apocalipsis zombie, a ver quién era el guapo que se pensaba que se lo iba a tener que tomar en serio algún día. O tal vez, por motivos de seguridad, era mejor mantener en secreto los datos que se tenían hasta el momento. En mi armario de archivos clasificados, los zombies estarían colocados una carpeta por detrás de los ovnis, pero por delante de los viajes en el tiempo, o tal vez no, pero desde luego con carácter mucho más prioritario que la existencia de las sirenas o el análisis sobre si algunos personajes históricos están o no muertos realmente. Me estaba imaginando a alguien proponiendo un nuevo tema, como si te tratara de una reunión de contenidos de una revista, o al personal de Administración: «¿Metemos al abominable hombre de las nieves con Nessie, o hago carpetas separadas?».

Los únicos archivos a los que sí teníamos acceso eran los que movíamos en la nube, un mega-Excel en el que habíamos empezado a registrar el nombre de aquellos que estábamos bien y los que, por desgracia, sabíamos con certeza que no habían tenido suerte. Día uno del apocalipsis y las morgues ya estaban colapsadas; equipos especiales custodiaban los cadáveres, liquidando a aquellos que se levantaban de la camilla a pesar de que se hubiera certificado su muerte. Actualizábamos el mapa de las zonas afectadas por barrios y calles y habíamos establecido una especie de protocolo de uso de internet para no saturar el servicio, una declaración de buenas intenciones con la que pretendíamos no consultar nada más que aquello que fuera realmente necesario. Además, habíamos marcado los domicilios o lugares donde existían personas con necesidades especiales y estábamos intentando construir una especie de red de ayuda, aunque era muy complicado con toda la gente que había abandonado los barrios y con la mayoría de los negocios cerrados. Me pregunté cómo habrían sido las guerras más importantes de la historia de haber contado con la misma tecnología que nosotros. Esperaba también que compartir toda esta información privada no creara más problemas que soluciones, mi fe en la humanidad estaba llena de claros y oscuros.

Según el mapa de propagación, las zonas cercanas a Madrid estaban prácticamente infectadas en su totalidad, y permanecían a salvo la mayoría de las áreas costeras. Se habían cancelado todos los vuelos y viajes con origen o destino Madrid, medida que se ampliaba progresivamente a la totalidad del país, intentando evitar que la epidemia se extendiera, pero se empezaban a localizar casos aislados en países en los que vuelos internacionales de larga duración con origen en Madrid habían comenzado a aterrizar. La palabra cuarentena era un eco continuo en la mayoría de las conversaciones. Por fin iban a ser capaces fuera de Europa de ubicar Madrid en un mapa. Me daban ganas de preparar merchandising de «Spanish Pandemia». Sin acritud: podría situar el Tíbet en Checoslovaquia.

Las teorías sobre el origen, propagación y destrucción eran un max-mix entre virus químicos de laboratorio encargados por el Gobierno, monos, murciélagos y mosquitos propagadores y vertientes psicodélicas que apelaban al castigo divino, o incluso a la presencia ovni. Que vamos a ver, como teorías no solo no eran el summum de la innovación, percíbase el sarcasmo, sino que, además, ¿qué tenían que ver con un país como España?

Básicamente, a mí la causa me la sudaba ligeramente, quidicir, sería genial saber qué había pasado realmente, pero a mí tal cantidad de divagaciones me ponía nerviosa, los rumores y las historietas podían tapar información que de verdad fuera importante, así que yo solo quería que vinieran a buscarme y me llevaran a un lugar seguro. Lo de la causa podía descubrirlo después, mientras me tomaba algo con mis amigas en una terracita y compartíamos batallitas del asedio zombie.

Afortunadamente los organismos oficiales no lo estaban haciendo mal. La estrategia del Gobierno era la básica en situación de emergencia: proteger las eléctricas, presas y hospitales y agrupar a la población en distintos puntos de la ciudad, para garantizar nuestra seguridad y los recursos mínimos. No sé lo que discutirían a puerta cerrada, pero de cara a la galería todo parecía necesario y razonable.

La lista de edificios o complejos era enorme e incluía lugares por toda la Comunidad y de todos los tipos: torre Europa, las Cuatro Torres, el Archivo Regional de la Comunidad de Madrid, el Marriot Auditorium, La Gavia, el Bernabéu y el Wanda, entre muchos otros, tantos como para albergar los casi siete millones de habitantes de Madrid.