El Jardinero - Grian - E-Book

El Jardinero E-Book

Grian

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Beschreibung

Este libro nos habla de un jardín muy especial: el jardín de la Vida. En él se encuentran la puerta de la Paz y del Amor, tanto interior como exterior. En él, un jardinero muy especial dialoga con las plantas y los árboles, con los gnomos, los silfos y las hadas, con las ondinas y los elfos. En él, todos descubrimos que así como el pájaro no entiende el mecanismo del vuelo y, sin embargo, vuela porque está en su naturaleza volar, así está en la naturaleza del hombre alcanzar el amor. Dentro de la tradición de El Principito o Juan Salvador Gaviota, éste es un libro escrito desde el corazón que habla directamente al corazón. Sencillo en su lectura, pero, al mismo tiempo, de una gran profundidad, El Jardinero ha sido capaz de llegar al alma de personas de todas las edades, transmitiendo con simples metáforas extraídas de la naturaleza aquellos secretos que pueden ayudarnos a alcanzar la felicidad. Numerosos lectores lo han calificado como libro de «cabecera» o de «mesita de noche», y su atmósfera, calmada y armoniosa, provoca una manifiesta sensación de paz en quien lo lee. Primera entrega de una trilogía titulada El ciclo del jardín, El Jardinero fue publicado en 1996 sin ningún apoyo publicitario, pero igualmente gracias al entusiasmo de sus lectores ha ido pasando de boca en boca hasta convertirse en un best seller mundial traducido ya al inglés, alemán, italiano, chino, coreano y catalán. El Jardinero tiene su continuación en El Manantial de las Miradas, publicado también por Ediciones Obelisco.

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GRIAN

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Colección Narrativa

EL JARDINERO

Grian

1.ª edición en versión digital: febrero de 2024

Maquetación: Isabel Estrada

Diseño de cubierta: Enrique Iborra

Conversión a ebook: leerendigital.com

© 1996, 2024, Grian

(Reservados todos los derechos)

© 2024, Ediciones Obelisco, S.L.

(Reservados los derechos para la presente edición)

Edita: Ediciones Obelisco S.L.

Collita, 23-25. Pol. Ind. Molí de la Bastida

08191 Rubí - Barcelona - España

Tel. 93 309 85 25 - Fax 93 309 85 23

E-mail: [email protected]

ISBN EPUB: 978-84-1172-133-2

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada, trasmitida o utilizada en manera alguna por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o electrográfico, sin el previo consentimiento por escrito del editor. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Índice

 

Portada

El jardinero

Créditos

El jardinero

Los cantos de Dios

Cuando caen las hojas

La mala hierba

La flor más hermosa

Del amor de los árboles

El misterio de la vida

La diadema

El monje

La pequeña planta

Canto de amor

La fiesta

La transformación

El Manantial de las Miradas

Lo mejor de la vida

La extraña mirada

El tesoro

El espíritu del viento

Las dos máscaras

El espejo

La inseguridad

La guirnalda

El viejo olivo

Del amor de los esposos

La felicidad

El hada triste

El silencio

La llanura blanca

Bienaventurados

El maestro

Bajo la luz de la Luna

La perfección inmutable

Un deseo irresistible

Cuando el fruto está maduro

La sombra aburrida

La recolección

Amanecer

El ruiseñor

Vida

Incoherencia

El chopo y el roble

Recuerdos

La sabiduría de los árboles

El bosque

El otro Dios

El camino más corto

La cacería

La señal

El lenguaje de la Vida

El pino del despeñadero

Hijos de la Vida

El amor de una madre

El tesoro del gnomo

Valoración

Como un niño

La visión

Las puertas del misterio

Las playas de la eternidad

La hora de partir

El adiós al jardín

A Nandy, compañera del sendero,

custodia del misterio de la simplicidad.

A Benjamín, navegante eterno

de los océanos de la Vida.

A María, mi madre.

A Harold Sammuli, mi amado Hayo,

maestro de armas en la búsqueda del santo grial.

Y a Nuestra Señora la Soterraña,

señora ancestral de las sagradas tierras de Requena.

El jardinero

Surgió de la nada, como el rojo manto de las amapolas en la primavera; con unas sandalias de cuero y un largo bastón de madera de roble.

Deambuló por las plazas y por el mercado, preguntando por alguien que estuviera dispuesto a venderle una tierra espaciosa. Y encontró su lugar en las afueras del pueblo, junto a un arroyo cantor de destellos dorados.

Levantó una cabaña. Y a su alrededor un jardín, grande como las estelas del viento; bordado con hiedras, clemátides, pasionarias y madreselvas; salpicado de azucenas, violetas, lirios y pensamientos.

Y se sentó a la puerta de su jardín, ofreciendo su belleza y su paz a todo el que quisiera gozar de ellas. Les dijo que aquél era el jardín de la vida, y que todo aquel que quisiera hallar su paz en él tendría siempre la puerta abierta.

Los pájaros y las ardillas hicieron sus nidos en sus árboles, las hadas y los elfos buscaron refugio entre sus plantas y los hombres encontraron cobijo para su corazón entre sus flores.

Y el jardinero se dedicó a cuidar de plantas y árboles, ardillas y pájaros, hadas, elfos y hombres.

Los cantos de Dios

No es sorprendente que el jardinero resultara un tanto extraño para sus vecinos. Muchos días le veían hablar con sus plantas, acariciarlas y tratarlas con cariño. Y por otra parte, no obtenía dinero con ellas, lo cual resultaba aún más extraño para aquellas gentes.

—¿Por qué acaricias y les hablas a tus plantas, si no pueden sentir tu mano ni oírte? –le preguntó por fin uno de sus vecinos.

—¿Y cómo sabes que no me sienten ni me oyen? –respondió el jardinero.

El vecino se quedó perplejo.

—Hombre, todo el mundo sabe que las plantas no son capaces…

—Tampoco la mayoría de los hombres sienten ni escuchan a Dios –le interrumpió el jardinero–, y no por eso Dios deja de hablarnos y cuidarnos.

El vecino se encontraba cada vez más confundido. Y, sintiéndose un tanto molesto, volvió a preguntar:

—¿Y cómo sabes que existe Dios? Yo nunca lo he visto, ni lo he oído. Ni siquiera he notado los cuidados de los que hablas.

El jardinero bajó la mirada con tristeza y guardó silencio; y cuando el vecino ya pensaba que no iba a poder responderle, le miró a los ojos con ternura diciéndole:

—En las noches de Luna sólo te das cuenta de que los grillos cantan cuando se callan, y es el silencio el que te advierte de la presencia de esa vida escondida. Dios nunca ha dejado de cantar, nunca ha dejado de hablarnos y mimarnos, y es por eso por lo que la mayoría de los hombres no advierte sus caricias.

»Si Dios dejara de cantar, al instante siguiente sería demasiado tarde para darnos cuenta de que estaba allí.

Y, sonriendo, agregó:

—Pero no te preocupes. Dios jamás dejará de cantar.

—Entonces, jamás podremos convencernos de que Dios existe –respondió el vecino con una sonrisa triunfante.

El jardinero se echó a reír, y posando su mano sobre el hombro de su vecino, dijo:

—Igual que sucede con los grillos… Si haces el silencio en tu interior, el silencio te revelará los cantos de Dios.

Cuando caen las hojas

—Jardinero –llamó la niña desde la valla del jardín–, ¿por qué hay árboles que pierden su vestido de hojas en invierno, mientras otros se cubren del frío con las mismas hojas del verano?

—¿Por qué te lavas la cara cada mañana en el Manantial de las Miradas? ¿Por qué arreglas tu lazo ante el espejo cada día cuando el Sol se asoma por tu ventana?

El jardinero guardó silencio mientras la niña le observaba con una mirada inocente de extrañeza.

—El agua con la que lavas tu cara por las mañanas es diferente cada día –continuó el jardinero–. Y el lazo con el que adornas tus cabellos es el mismo cada día.

—No entiendo, señor.

El jardinero se acercó a la valla y, señalando los árboles del jardín, le dijo a la niña:

—No existe árbol que no pierda sus hojas. Unos desnudan sus ramas bostezando cada otoño, y otros dejan caer sus hojas poco a poco a lo largo del año, mientras hacen salir hojas nuevas que ocupan el lugar de las anteriores. Por eso a ti te parece que no cambian su ropaje verde.

—¿Y no sería más fácil tener siempre las mismas hojas, sin tener que hacer el esfuerzo de cambiarlas cada vez? –preguntó la niña mientras miraba un roble cercano.

—¿Acaso no te hace tu madre vestidos nuevos cada primavera para que estés más hermosa y puedas dejar de ponerte los viejos?

—Sí –respondió la niña mirándole a los ojos.

—Y cuando un vestido se te queda viejo, ¿qué hace tu madre con él?

—Lo convierte en trapos o en retales, para hacer colchas para mi cama.

—Pues mira bien. Con las hojas viejas, los árboles hacen una colcha de retales a su alrededor, alimentando el suelo del que luego tomarán su sustento, y dando vida a otras plantas y animales.

Un gesto de alegre asombro se dibujó en la cara de la niña.

—¡Cuánto saben los árboles, jardinero!

Un estremecimiento recorrió la espalda del hombre, al contemplar los ojos inocentes de la niña.

—Sé, pues, sabia como los árboles, y cuando la vida te pida que dejes caer las viejas hojas de tu mente y de tu corazón, no dudes en hacerlo, para que tu alma pueda disponer de un vestido nuevo cada primavera.

La mala hierba

En cierta ocasión en que el jardinero se disponía a arrancar una mala hierba que crecía justo al lado de una de las plantas más valiosas y singulares del jardín, le pareció escuchar dentro de su pecho algo similar a una voz que decía:

«¡No, por favor, no me arranques! ¡Déjame seguir viviendo!».

El jardinero, confundido, se detuvo, abriendo los ojos con asombro.

«Quizás mi imaginación desea jugar conmigo. O quizás esta planta tiene algo que mostrarme», pensó mientras miraba con extrañeza a aquella disonancia de su jardín.

—Si les hablo yo a las plantas y a los árboles, ¿por qué no me van a hablar ellos a mí? –se preguntó en voz alta.

De manera que decidió no arrancar aquella mala hierba que, con el tiempo, siguió creciendo hasta llegar a cubrir bajo sus hojas a la tan estimada planta.

Una tarde de mayo se desató una tormenta, y un fuerte granizo arruinó gran parte del jardín. Al terminar de llover salió el jardinero a recorrer sus senderos, lamentándose resignadamente de lo sucedido, entre flores deformes y hojas perforadas.

Casi no se atrevía a mirar cuando llegó al lugar en donde se encontraba la preciada planta que, para su sorpresa, se mantenía intacta, mientras la mala hierba que la cubría yacía destrozada a sus pies.

El jardinero miró con ternura aquella mala hierba a la que había intentado arrancar y, reflexionando para sí, dijo en voz baja:

—A veces, lo que nos parece feo, disonante y erróneo realiza hermosos trabajos que no superaría la más bella de las criaturas.

La flor más hermosa

—Te veo triste y pensativa –le dijo el jardinero a la silenciosa muchacha.

Ella le miró con los ojos apagados y, sin contestar, volvió a bajar la cabeza.

—¿Qué te ha pasado para estar hoy tan sombría? Todos los días vienes a mi jardín al atardecer, y todos los días te conviertes en la flor más tierna y fragante…

—No soy ninguna flor hermosa –interrumpió la mu­chacha.

El jardinero calló.

—Hoy he visto mi imagen en el lago del Espejo –continuó ella sin levantar la cabeza–. Por fin me hice mujer…, pero no poseo la belleza con la que tanto soñé.

El jardinero entendió.

—Todo el mundo dice que las rosas son las flores más hermosas. ¡Y en verdad que lo son! –afirmó, mientras la muchacha volvía su rostro hacia él–. Y, sin embargo, a mí me gusta la pequeña verbena que crece a los pies de los rosales, y disfruto contemplando los traviesos pensamientos, los esti­rados e introvertidos tulipanes, y las margaritas del campo, libres bajo el Sol.

—¿Quieres decir, jardinero, que hay más belleza en las verbenas que en las rosas?

El jardinero dilató su mirada en el cielo del atardecer.

—Quiero decir que la Belleza no está realmente en esa o aquella flor más que aquí o allí. La Belleza está en la mirada que contempla. Si la mirada es lo suficientemente atenta, encontrará a la diosa Belleza allá donde mire, porque ella dio a luz todo lo que existe.

»Mas, si aun así desearas ser más hermosa y convertirte en una imagen de la diosa en la Tierra, mira al cielo, contempla las grandes nubes que surcan majestuosamente el azul, y mira bien que las brillantes nubes algodonosas de formas redondeadas y perfectas palidecen en belleza ante aquellas otras que, perforadas por los vientos, permiten el paso de los rayos del Sol.

El jardinero calló un instante mientras dirigía su mirada a la muchacha, que ahora observaba las nubes.

—Deja que la luz de tu alma salga por todos los poros de tu piel, y todo el mundo verá en ti la más radiante Belleza.

Del amor de los árboles

L