El manantial de las miradas - Grian - E-Book

El manantial de las miradas E-Book

Grian

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Beschreibung

Segundo libro de la trilogía titulada El ciclo del jardín, El manantial de las miradas es la continuación –que no la segunda parte– de El jardinero. Ya en el prólogo, Grian advierte que no le parecía adecuado hacer una segunda parte de su best seller internacional, pero que, más allá del personaje del jardinero, seguía existiendo el jardín como lugar de paz y de aprendizaje, como decorado para unas enseñanzas que tienen su origen en la misma Vida, cuya más hermosa expresión es el jardín. Así, sin jardinero pero con jardín, aprendiz y nuevos personajes, El manantial de las miradas nos lleva de nuevo a la sabiduría de la simplicidad, a la lectura del gran libro de los sabios: la naturaleza. Pero esta vez sin el discurso magistral del jardinero, sino a través de las reflexiones y de las imágenes con las que nos envuelve la narración, a través de la ternura, del humor, de la paz y de la sorpresa que recorren los senderos del jardín. Es éste un libro para los que se sienten desfallecer ante la dureza del mundo, un libro donde podrá asomarse el lector para, en el espejo del manantial, contemplar de nuevo la pureza primigenia de sus ojos. El manantial de las miradas, la obra más madura de Grian, tanto en lo creativo como en lo espiritual, está llamada a seguir los pasos del primer libro de El ciclo del jardín.

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GRIAN

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Colección Narrativa

EL MANANTIAL DE LAS MIRADAS

Grian

1.ª edición en versión digital: febrero de 2024

Maquetación: Isabel Estrada

Diseño de cubierta: Enrique Iborra

Conversión a ebook: leerendigital.com

© 2000, 2024, Grian

(Reservados todos los derechos)

© 2024, Ediciones Obelisco, S.L.

(Reservados los derechos para la presente edición)

Edita: Ediciones Obelisco S.L.

Collita, 23-25. Pol. Ind. Molí de la Bastida

08191 Rubí - Barcelona - España

Tel. 93 309 85 25 - Fax 93 309 85 23

E-mail: [email protected]

ISBN EPUB: 978-84-1172-134-9

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada, trasmitida o utilizada en manera alguna por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o electrográfico, sin el previo consentimiento por escrito del editor. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Índice

 

Portada

El Manantial de las Miradas

Créditos

Prólogo

El Manantial de las Miradas

El escondite

El nuevo jardinero

La imagen de la creación

Un nuevo hogar

La carta

Las aguas del estanque

La adivinanza

La búsqueda

Conversaciones

Interrupción

La gran encina

Una invención infantil

Otra invención

El libro de los sabios

Otoño

Semillas

Por siempre aprendiz

El cocinero

Armonía

El mensaje

Un trabajo divertido

La lección del olivo

El silencio de las cumbres

Fantasías

La venganza

La bendición

Silencio

Despierta

La vida en el estanque

La mejor respuesta

Sopa de sabiduría

El guardia

La hiedra desagradecida

Suciedad

Los almendros

Mariposas en el cielo

Las normas del jardinero

Las ardillas

Hasta las cosas más serias

Agujeros vacíos

La dama del lago

Eternidad

El encuentro

Como niños

¿Alguien cree en las hadas?

Los enamorados

Las reglas del juego

Un poco de ayuda

Sólo para él

Despertar

El sueño

La invitación

Prólogo

La verdad es que no terminaba de hacerme a la idea de escribir una segunda parte de El jardinero. No me parecía honesto aprovecharme del éxito de aquel primer libro para recrearme en una nueva entrega de anécdotas y diálogos del maestro jardinero, en esta ocasión fuera del jardín, por los senderos y los caminos de su mundo más allá del espacio y del tiempo. Abandoné la idea, que apareció de forma espontánea dentro y fuera de mí, al poco de hacer unos tímidos intentos por ver cómo se sentía mi corazón ante la reanudación de la historia.

Me olvidé de aquello y, en los años siguientes, escribí otros dos libros, Más allá del arco iris y El Camino de Santiago es el camino de la vida. Casi me había olvidado del clima anímico que en mi interior había dado origen a El jardinero cuando inesperadamente, después de tres años, la voz que resuena en mi pecho, que no las voces del mercado, me dijo que tenía que volver al jardín.

El jardín de mi alma…, el jardín que alimenta mi esperanza…

He venido cultivando el arte de la esperanza en un mundo mejor insistentemente durante los últimos veinte años, sin dejarme vencer por la fatiga ni el desánimo, queriendo ver más la luz que nace en los corazones de los hombres que las penumbras de nuestros extravíos y mezquindades. No ha sido fácil –nunca es fácil el empeño de los locos–, aunque siempre he conseguido mantener la mirada limpia y la frente despejada. Pero en los últimos tiempos mi alma ha llegado a dudar ante el futuro incierto que nos dibujan los que se empeñaron en cambiar el mundo sin pulir antes sus corazones, y sin meditar primero en las consecuencias que sus actos pueden desencadenar con el transcurso de los años o de los siglos.

Por primera vez he llegado a sentir el desaliento y la de­sesperanza ante la idea de un mundo mejor, y me he llegado a preguntar si valía la pena tanta fe depositada en un sueño que, de año en año, parece difuminarse entre las sombras de la arrogancia y la estupidez humanas.

Ciertamente, necesitaba regresar al jardín.

Necesitaba regresar a ese lugar en donde no tienen cabida las transformaciones genéticas, nacidas del capricho de unas personas que pensaron que eran más inteligentes que la Vida, y decidieron en su soberbia que aquello que los había creado a ellos había diseñado mal al resto de las especies, puesto que no cumplían con determinadas «perfecciones» de producción o beneficios.

Necesitaba regresar al jardín para curar mis heridas, para no darme por vencido, para seguir alimentando la esperanza en el hombre, dueño de un jardín maravilloso que nunca supo valorar y amar.

Necesitaba regresar al jardín para volver a sacar de dentro de mí lo mejor que la Vida sembró en mi pecho, para ofrendárselo a la Vida de nuevo, para alimentar la esperanza dormida en el rumor de lo cotidiano, frente a los fantasmas y los delirios de una civilización que prefiere vivir entre hormigón y asfalto antes que entre pinos y robles.

Necesitaba regresar al jardín…

No es que antes, cuando escribí El jardinero, me negara a ver el lado oscuro de los seres humanos. Siempre fui consciente de ello, y de ahí nació mi anhelo por un mundo mejor.

No. No es que me negara a ver la oscuridad que hay dentro y fuera de mí. Simplemente, elevé mi voz para recordar que la luz de nuestro pecho es mayor que las sombras que a veces lo inundan, y que el jardín de la Vida sigue estando a nuestro alcance porque está dentro de cada uno de nosotros.

Necesitaba regresar a mi jardín.

Desde la lejanía del discurrir cotidiano volví a escuchar los cantos de las hadas, el rumor de mi amigo el Viento y el murmullo dulce del Manantial de las Miradas, y en un instante de paz frente al lago comprendí que tenía que volver al vergel que el jardinero había creado en mi alma para recordarle al hombre el paraíso que siempre guardó en su pecho.

El jardinero se fue, sí, y no sé si algún día volverá. Pero el jardín permanece, ofreciendo su paz a todo aquel que ansíe alcanzarla, inundando de luz a todo aquel que se atreva a caminar por sus senderos.

Yo también, al igual que tú, necesitaba volver al jardín del corazón…, necesitaba volver a contemplar mis ojos en el Manantial de las Miradas.

Grian

Chera, 8 de abril de 1999

El Manantial de las Miradas

Canta otra vez en mis oídos el arrullo dulce de tu tintineo de cristal, y devuélveme el aliento que se deslizó por entre mis dedos bajo las voces sordas de una multitud sin rostro y sombría. No permitas, te lo ruego, que la luz de mi mirada se apague en tu reflejo.

Tú y yo sabemos que tenemos que seguir cantando incansablemente nuestros himnos de esperanza. Tú, con el murmullo incesante de tus aguas; yo, con los rumores y alabanzas de mi alma enamorada.

Atrás quedará el desaliento de la mirada razonable y el mal sueño de los actores del olvido. Atrás las promesas ácidas de victoria sobre el dolor y la muerte que los tejedores de espejismos quisieron vendernos a las puertas de nuestro santuario.

Prométeme que no volverán a nublar la luz de mis ojos, que sus voces desafinadas no volverán a turbar mi amor y mi dicha de saberme vivo.

Y prométeme que, como el caballero del grial, jamás perderé mi derecho de linaje como hijo de las estrellas, para susurrar una y otra vez hasta la eternidad las palabras que en la derrota musitara mi pecho desolado…

«Sólo me queda la esperanza…».

«Sólo me queda la esperanza…».

El escondite

Una niña de ojos negros como la noche se asomó al Manantial de las Miradas. Se apartó el cabello delicadamente de la frente y buscó la Luna de sus ojos en el azul celeste de las aguas. Durante un instante eterno estuvo contemplándose en el espejo de la alberca, y luego, con una sonrisa, sopló dulcemente sobre la imagen reflejada de su rostro, disolviéndolo en un centenar de suaves ondas plateadas.

—Te he descubierto –dijo en un susurro mientras elevaba la vista al cielo.

Y dando media vuelta volvió corriendo con su madre.

—¿Qué hacías, hija, asomada a la alberca del manantial? –preguntó la madre dulcemente.

—Estaba jugando al escondite –respondió ella.

La niña se aferró a la mano de su madre y tiró de ella hasta que pudo contemplar la imagen de ambas en el espejo plateado de las aguas.

—¿Y has descubierto a alguien aquí? –volvió a preguntar la mujer a través del inquieto reflejo de su imagen.

—Sí –dijo la niña–. He descubierto al que le enseñó al jardinero a plantar las rosas y a cuidar de los árboles.

Y acercando su rostro al espejo del agua, susurró con una sonrisa:

—Es muy tonto. Se quería esconder en mi mirada.

El nuevo jardinero

Con la llegada de una nueva primavera, el jardín volvió a estallar en promesas de vida y crecimiento, elevando al cielo sus ofrendas de aromas y colores.

Los tiernos retoños de los árboles se estiraban decididos en el aire terso de la mañana, trazando con su impulso las mareas invisibles de la tierra a través de su especie. Aquí y allí ofrecían el apeadero verde tierno de sus hojas a los insectos que, poblando el cielo de rumores, se atareaban saltando y danzando por entre vástagos y flores.

Una calma densa parecía colmarlo todo desde ninguna parte, una paz que parecía nacer de todos y cada uno de los átomos y los instantes de la creación.

El aprendiz, que aquella mañana se había desvelado con el alba, contemplaba en silencio el espectáculo de la Vida. Hacía ya un año que había partido el jardinero, pero el jardín había vuelto a brotar con todas las fragancias de su alma, como si quisiera rendir un silencioso homenaje al hombre que tanto amor había puesto en sus rincones.

El aprendiz sonrió al cielo.

—¿Por dónde te llevarán tus pasos, loco obstinado? –murmuró para sí.

Él era ahora el nuevo jardinero. Había sido él el que había afinado y dispuesto los instrumentos vivos del jardín, el que los había templado por texturas y colores para que, llegado el momento, pudieran lanzar al firmamento las notas alegres de su concierto de primavera.

Se sentía orgulloso al contemplar el resultado final de la obra, aunque sabía que su contribución había sido la de un mero colaborador del orden natural, tal como le había explicado el jardinero en más de una ocasión.

—No somos nosotros los que creamos la belleza del jardín –le había dicho–. Eso es obra de Dios y de la naturaleza. Nosotros no somos más que ayudantes silenciosos, observadores maravillados y activos de la exuberante belleza de la Vida.

Sí, el jardín latía con el pulso de la Vida un año después de la partida del maestro, y el aprendiz sabía que, con ello, se había graduado como jardinero. Y también sabía que, al igual que aquel que le enseñó, él no era más que un órgano, importante, sí; pero un órgano más al fin y al cabo, de ese inmenso ser vivo dotado de alma y espíritu que era el jardín.El arte de la jardinería

Un hada y un duende observaban desde las frondas de un helecho al aprendiz, hechizado en medio de la mañana ante la contemplación del vergel.

—No lo ha hecho mal, ¿verdad? –le dijo el hada al duende.

—No, no lo ha hecho nada mal –respondió éste–. Aún no tiene la maestría del jardinero; pero creo que, con los años, alcanzará su destreza.

Los dos seres guardaron silencio mientras volvían a observar al aprendiz con detenimiento. Y así estuvieron durante un buen rato, hasta que, con un repentino arrebato de indignación, el hada estalló:

—Y si está haciendo su trabajo tan bien, ¿por qué sigue siendo incapaz de vernos?

El duende se volvió sorprendido hacia el hada y la miró sin decir nada. Luego, como en un destello de lucidez, sonrió y contestó:

—Porque hasta ahora sólo ha aprendido la técnica de la jardinería. Va a necesitar más tiempo para aprender el arte de la jardinería.

La imagen de la creación

Un joven de mirada soñadora apareció un día en el pueblo preguntando por el jardinero. No tuvo que caminar mucho para saber que el jardinero ya no estaba allí, que hacía ya un año que había desaparecido por el mismo camino que le había visto llegar, y que nadie sabía a ciencia cierta las razones de su partida. Unos le dijeron, levantando el dedo como en una sentencia, que probablemente estaba huyendo de la justicia por algún delito cometido con anterioridad a su llegada al pueblo; otros, más sosegados, decían que, seguramente, algún familiar rico le habría dejado una herencia en algún lejano país; y otros, sin poder ocultar una sonrisa maliciosa, especulaban que quizás habría sido un desengaño amoroso el que le había hecho buscar otro hogar para su alma atormentada.

Al final, confuso ante tan dispares conclusiones, el joven pidió que, al menos, le indicaran el camino hacia el jardín, para así poder sentir a aquel enigmático personaje, aunque sólo fuera a través de su obra.

El jardín le recibió con el soplo húmedo y perfumado de su atmósfera, invitándole a vagar por sus senderos y a buscar los rincones umbríos de su ser. Se entretuvo en algunos de ellos y, luego, ya entrada la mañana, deambuló por las inmediaciones del arroyo, deteniéndose de cuando en cuando para aspirar el aroma de una flor o para contemplar la danza del Sol en las piedras húmedas y redondeadas por la corriente. Por fin, al doblar un sendero que se alejaba del arroyo en la parte alta se encontró con el aprendiz que, sudoroso y reluciente bajo el Sol, estaba levantando la tierra con la azada.

—¿Eres tú aquel que dicen que aprendió del jardinero el arte de las flores y de las plantas, del cuidado y el amor de los árboles? –le interrumpió el joven con la ingenuidad de un niño.