La fuerza imparable - David Vélez Gómez - E-Book

La fuerza imparable E-Book

David Vélez Gómez

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Beschreibung

Vancrux Seif es un antiguo hechicero, proveniente de una realidad en la que el honor, la magia, los dragones y las batallas a muerte están a la orden del día, pero ahora ha quedado atrapado en un mundo tecnológicamente avanzado, donde tiene pocos aliados y muchos enemigos, y que se encuentra al borde de la destrucción. Una premonición le revela que su vida está en peligro y la única forma de salvarse es guardar sus recuerdos en un artefacto extremadamente poderoso que pertenece a una de sus más temibles enemigas, su exesposa.

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Primera edición digital, febrero de 2024

Primera edición en Panamericana Editorial Ltda., abril de 2023

© David Vélez Gómez

© 2023 Panamericana Editorial Ltda.,

Calle 12 No. 34-30. Tel.: (57) 601 3649000

www.panamericanaeditorial.com.co

Tienda virtual: www.panamericana.com.co

Bogotá D. C., Colombia.

Editor

Panamericana Editorial Ltda.

Diagramación y diseño de cubierta

Jairo Toro

Imágenes de cubierta

Shutterstock

ISBN DIGITAL 978-958-30-6785-3

ISBN IMPRESO 978-958-30-6703-7

Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio sin permiso del Editor.

Hecho en Colombia - Made in Colombia

Prólogo

El pintor dirigió su pincel hacia la paleta de colores, solo para darse cuenta de que las escasas pinturas que le quedaban se habían secado. Repasó su obra sin tocarla. Al comienzo observó la isla que ocupaba el centro de su lienzo; luego flotó cerca de los islotes que la rodeaban y se posó en el centro, en esa inmensa montaña que había cubierto con capas y capas de acuarela. Decidió continuar con el resto de la obra. Solo por rencor a la montaña, creó hermosos lugares a la orilla del mar, barrios lujosos, parques de exquisita arquitectura y jardines de ensueño. Después llenó la ciudad con autopistas inteligentes y líneas ligeras de transporte magnético.

Pasó lento por los barrios entre la playa y la montaña, donde se le había antojado ser menos efusivo con su arte, y volvió a verla en el centro, desafiante. Quiso borrarla por completo, tacharla como un error y volver a hacerla. Su paleta le recordó su impotencia. Se había terminado su tiempo. Ahora solo podía fijar la vista en uno de esos hoteles en la playa, al que la luz del día comenzaba a tocar con suavidad.

Se alejó con resignación y cautela, como esperando que, en cualquier instante, brotara una fiera lista para devorarlo. Solo le quedaba esperar.

1

En el momento en que abrí los ojos, las imágenes de la noche anterior me invadieron. Una sensación de arrepentimiento me asaltó y llevé mi mano a la frente en un inevitable gesto de reproche.

—Vancrux, mi amigo, eres un idiota.

La sensación de la palmada en la frente me resultó incómoda por dos razones. La primera, porque activó un dolor que estaba esperando estallar en mi cabeza y, la segunda, porque se había sentido extraña, algo torpe y acolchonada, por decirlo de algún modo. No había sido ese golpe limpio y resonante de autoflagelación en respuesta a un acto estúpido. Y al mirar mi mano supe por qué: una tela negra de encaje estaba enredada entre mi muñeca y mis dedos. Tuve que mirar por segunda vez para darme cuenta de que era ropa interior femenina.

—Ay, no. Que no sea de ella, que no sea de ella.

Mi corazón comenzó a palpitar aceleradamente mientras trataba de responder a una pregunta muy importante: ¿Dónde rayos estoy? Miré al frente y, a lo lejos, vi una pequeña sala con muebles de diseño funcional. La luz del sol se filtraba por unas cortinas extravagantes, que contrastaban con las líneas limpias de los muebles. Mi ropa estaba tirada en el piso y trazaba el camino que me trajo hasta esta cama de tamaño estadio. Algunas piezas de ropa femenina se mezclaban con las mías en el suelo.

Con lentitud giré la cabeza a la derecha mientras mi corazón sonaba con fuerza; en mi mente seguía el mantra “que no sea ella, que no sea ella”.

Lo primero que observé fue la silueta de unas largas y esbeltas piernas cubiertas parcialmente por los pliegues de las sábanas. La luz de la mañana dejaba en un juego de claroscuro la habitación e iluminaba lo suficiente para seguir el camino que formaban las líneas de su cuerpo. Esa mujer era una visión fascinante, una muestra de belleza y armonía. Y yo estaba con ella en la cama, con su ropa interior enredada en la mano.

—¡Claro que es ella! Vancrux, mi amigo, eres un completo idiota.

Saqué con sigilo un pie de la cama, seguido por el resto de mi cuerpo, y comencé a recuperar mi ropa y a ponérmela. Antes de que pienses por qué este tipo está huyendo de la cama de una diosa, déjame contarte algo: ayer fue el cumpleaños número mil trescientos de la mujer que continúa dormida. Recibí su invitación hace un par de meses; había decidido no asistir, pero su promesa de una tregua y la palabra solemne de que no me ocurriría ningún daño, ni a mí ni a quien me acompañara, me convencieron de asistir y tratar de reparar las relaciones con ella, mi exesposa. Así que ayer en la tarde tomé la tarjeta de invitación y me puse un traje acorde al evento: clásico y costoso, diseñado por alguien que con solo ser nombrado producía gestos de admiración.

Cuando me miré al espejo, supe que encajaría bien en la fiesta. Soy un tipo de estatura media (un metro con setenta y nueve, si prefieres la exactitud), con piel color canela y ojos café claro, aunque en ciertas ocasiones se tornan amarillos. Mi cabello es de una tonalidad castaña, y trato de llevarlo corto y bien cuidado.

La familia de mi padre proviene del Vasto Desierto; la de mi madre, de los espesos Bosques de las Auroras. Un espectador desprevenido vería a un hombre joven y atlético de unos veintiséis años. Mi rostro es muy serio y mi mirada, penetrante. Pocas veces sonrío. De alguna manera es incómodo estar cerca de mí para quienes no me conocen, pues parezco estar de mal humor la mayoría del tiempo; así soy desde niño. Con respecto a quién soy, te lo diré con claridad: un humano, un humano que come, respira, duerme y comete errores, como acostarse con su exesposa después de una fiesta salvaje.

Te contaré algo más, no soy ni nunca fui el elegido de ninguna profecía mítica. Tampoco nací de un huevo mágico de múltiple poder ni nada por el estilo. No soy un vampiro ni un ser atormentado por una terrible maldición que me obliga a vivir una larga existencia mientras las personas nacen y mueren a mi alrededor. Nada de eso. Soy, entre muchas otras cosas, un archimago. La magia es lo mío y practico sus artes desde la niñez. Pero, para que lo sepas, esa no es la fuente de mi longevidad. Ser archimago no te hace inmortal. La mayoría de las veces te lleva a una muerte prematura, pues no se adquieren tales conocimientos leyendo libros polvorientos ni mezclando pociones en una olla mágica, eso es seguro.

Solo me queda por decirte que tengo mil doscientos seis años y que mi nombre es Vancrux Seif Reikar, un nombre antiguo de tierras diferentes a las que pisas, ancladas en otra realidad, en otro universo, y de una época que se conoció como la Era de los Nuevos Héroes. Para mis amigos soy Van.

Encontrar el regalo para Ariadne, mi exesposa, fue difícil. No podía ser cualquier cosa, debía tener un significado especial. Descarté un regalo de índole material: una isla tropical o alguna propiedad me parecen cosas pretenciosas y de mal gusto. Además, en este mundo, ella posee más riquezas que yo y también más influencia. Se vería como un gesto vacío de mi parte y nada acorde con mis intenciones de reconciliación. Pensé en enseñarle algo de magia, dado que en algún momento fui su maestro. Pero descarté la opción. Lo que sea que le enseñe podría usarlo en mi contra, como ya ha sucedido. Tomé entonces un directorio telefónico y me inscribí en un curso intensivo de cerámica. Durante un mes me sumergí en el proceso para crear una figurilla de ella con mis manos, sin usar la magia.

Moldeé la estatuilla de tal forma que se destacara su postura, con una larga falda blanca abierta por un costado, que dejaba ver una parte de su pierna y sus botas de tacón. La vestí con una camisa también blanca y una pequeña chaqueta. Chaqueta y botas negras, ambas simulando el cuero. Sus manos estaban en su cintura y su cabello, suelto hacia atrás. En su rostro sonriente incrusté dos pequeños zafiros para recrear sus ojos. Traté de hacer la estatuilla del tamaño de la palma de mi mano, pero quedó mucho más pequeña, casi del tamaño de un dedo meñique. No me preguntes por qué. Soy nuevo en esto.

En cuanto empaqué el regalo, busqué quién me llevara al hotel donde se iba a celebrar la fiesta. Manejar no es lo mío. Encuentro angustiante detenerme todo el tiempo y avanzar poco en los embotellamientos… Además sufro de ira de carretera: si alguien me cierra o me pita en exceso, podría terminar con un auto derretido sobre el asfalto, como una vela gastada, o sin ningún cristal, con tan solo un chasquido de mis dedos. Prefiero que alguien maneje por mí, es más… sano.

No me malinterpretes. Si se tratara de cabalgar por una llanura en medio de una batalla o si tuviera que montar un dragón y elevarnos por los aires mientras sostengo un duelo mágico, estaría bien. Para algunas cosas soy de la vieja escuela.

El ruido de un helicóptero irrumpió en el lugar. Al mirar por la ventana vi que el aparato estaba aterrizando frente a mi casa. Cuando abrí la puerta, me encontré con el piloto, quien, después de presentarse, me indicó que venía por mí y mi acompañante. Claramente no iba a asistir con alguien; ese error no lo cometería, sin importar lo que me hubieran prometido. Si mi exesposa me viese llegar con otra mujer a su fiesta, no solo echaría mis planes de paz al vacío, sino que condenaría a años de miseria a la mujer que me acompañara.

Atravesé la ciudad en un cómodo vuelo desde la montaña donde vivo, hasta un hotel en la playa. Ver la inmensidad de esta urbe llena de luces, edificios y autopistas me hizo pensar en la devastadora guerra que hay del otro lado de la barrera, compuesta por la cadena de islas que componen esta ciudad llamada Invicta.

Tal vez el mayor problema que podría tener alguien en este sector de la ciudad es que escriban mal su nombre en un vaso de café, mientras que allá afuera decenas de barcos de refugiados se hunden y se pierden, en un intento por llegar a estas islas para escapar de la guerra.

Conocía bien el hotel donde aterrizamos. Era uno de los tres más lujosos del mundo, con más estrellas en su escala que una constelación; no podría ser otro el lugar de celebración. Para la mayoría, hoy se celebraría el cumpleaños de la hija de uno de los hombres más ricos e influyentes del mundo. Asistirían desde príncipes y cabezas de corporaciones hasta políticos y artistas famosos. Lo significativo era que en medio de todo ese brillo estarían escondidos algunos de mis más fieros enemigos; tal vez, prestos a saltar sobre mí.

Me había ubicado estratégicamente cerca de una de las ventanas con vistas a la ciudad, y tenía mi atención en todo el salón. Podía ver desde ahí a algunos representantes de las siete corrientes mágicas en este mundo, que me miraban con curiosidad; quizá era porque no percibían rastros de magia en mí. Para ellos era como si yo hubiera llegado desnudo a la fiesta. Ya me había ganado al mesero con una generosa propina cuando me trajo el primer trago. Mientras levantaba mi vaso y dirigía un gesto a varios de mis enemigos, los cuales me devolvieron sus sonrisas afiladas, ella entró.

Un silencio previo anunció su presencia y sentí mi corazón latir más rápido. Llegó acompañada por un grupo de mujeres atractivas, pero los ojos de todos los presentes se posaron sobre ella. Su cabello largo y rubio estaba recogido de manera que resaltaba las delicadas líneas de su rostro. Tenía un vestido negro que permitía ver sus hombros y que comenzaba en un elegante escote. El diseño era ceñido hasta su cadera y desde ese punto caía hasta el suelo en una falda vaporosa. En su cuello descansaba un collar de diamantes y en su mano izquierda tenía una joya que me era familiar: un anillo de metal blanco, con una gran esmeralda tallada y brillante.

Esa noche Ariadne estaba vestida para matar. No lo digo por su belleza, sino porque podía percibir fuertes resonancias mágicas que emanaban de su collar y su anillo. Las sentía como si yo estuviera frente a gigantescos altavoces en un concierto masivo. Con estos objetos podría imponerse ante cualquiera en este salón si así lo deseaba. Su aparición en público no solo era una fachada para los círculos altos, también era una declaración de poder ante los presentes.

Tras una larga ronda de felicitaciones y aplausos, pude ver desde mi posición privilegiada cómo algunos de los enemigos que teníamos en común la agasajaban y le presentaban respetos, y de inmediato se retiraban con disimulada premura. Yo debí haber hecho lo mismo.

2

Después de que una orquesta y los invitados le cantaran el feliz cumpleaños —para ellos el número veintisiete—, y tras pedirle unas palabras, ella habló. Su voz era melodiosa y segura. Mi piel se erizó al escucharla y me costó aplacar las emociones que me seguía generando después de tantos años.

Había magia en su voz, una magia sutil y poderosa de la que debía cuidarme.

—Quiero darles las gracias por haber venido a mi fiesta —dijo mientras me miraba por una fracción de segundo—. Todas las comodidades del hotel están a su disposición para que pasen la mejor de las noches y para que juntos forjemos un recuerdo que el olvido jamás se pueda llevar.

Llegó el turno de felicitar a mi exesposa. Lo hice cuando ella caminaba hacia su mesa. Sus ojos azules me miraban con disimulada calma, pero podía sentir cómo extendía su poder para comprobar si traía conmigo magia activa para atacarla.

Por supuesto, no tenía. Hubiera significado el fin de la tregua.

—Feliz cumpleaños, Ariadne —dije mientras sostenía el regalo bajo mi brazo.

—Van, corazón mío, me alegra que me acompañes esta noche —dijo y me dio dos besos, uno en cada mejilla.

—No me lo perdería por nada del mundo. —Sonreí—. Como siempre, estás hermosa. Espero que este regalo te haga justicia.

—Si tus intenciones son buenas, así será.

Tomó el regalo en las manos para percibir algún rastro de magia en él y luego me invitó a sentarme a su mesa, que daba al salón, pero alejada de las demás, lo que le daba cierto grado de privacidad. Quise escaparme en ese momento, pero ella no me lo permitiría. En cuanto me senté, me miró a los ojos durante lo que para mí fue una eternidad y temí que pudiera atacar mi mente. Contuve mis impulsos y la miré sin levantar la guardia, confiado en su palabra de que nada me ocurriría, pero más confiado en que, si me atacaba, yo sería más rápido que ella. Entonces llevó la mirada al regalo, pero antes de destaparlo, dijo:

—¿Qué estás tomando? Quiero lo mismo que él.

Eso último no lo dijo a alguien en específico, pero un momento más tarde la mesa se llenó de botellas y copas para el numeroso séquito de mi exesposa. Ellos se acomodaron a nuestro alrededor, de tal forma que ya no podía escapar sin entorpecer toda la dinámica de la mesa. El envoltorio del regalo fue desgarrado de una manera salvaje, y los pedazos volaron hasta que quedó al descubierto la estatuilla. Ariadne la inspeccionó con cuidado, y una sonrisa se dibujó en su rostro.

—Me encanta. ¿Cómo la hiciste?

Los dos sabíamos cómo la había moldeado. La diferencia entre lo que creo con la magia y lo que construyo con las manos es abismal, pero ella quería la historia como parte del regalo, y no podía negársela. Le conté sobre el curso intensivo, pero me guardé lo del tamaño original de la pieza. Mi exesposa llenó mi copa y brindó prometiendo atesorar el regalo. Las mujeres de su séquito se aseguraron de hablarme con cordialidad, pero siempre manteniendo una distancia sutil. Tres de ellas charlaban conmigo cuando Ariadne no lo hacía, pero, si mi exesposa volvía a hablarme, dirigían mi atención a ella con naturalidad, en un despliegue de habilidades sociales más que impecables.

Después de muchos tragos solo recordaba algunas imágenes, como en una película mala. Ariadne, sus amigas y yo, en una discoteca del hotel, bailando al ritmo del high tech, mientras las luces jugaban a las escondidas con las sombras. Otros fragmentos correspondían a brindis con diferentes licores; en otros saltábamos a una de las piscinas. También tenía recuerdos de los dos besándonos en diferentes lugares del hotel, como adolescentes ebrios. En una imagen que recuerdo difusamente, trasladamos la fiesta al helicóptero que me llevó hasta ella. Con esos recuerdos comencé a armar el rompecabezas, pero semejante esfuerzo me produjo una terrible migraña.

La luz de la mañana en la sala contigua a la habitación era mucho más fuerte. Se reflejaba desde el mar y, aún a esta altura, estallaba en mis ojos y aumentaba mi dolor.

—Quién me manda a beber como si estuviera en mis veinte.

Me dispuse a salir, pero un escalofrío me advirtió el peligro, aunque no hubiera magia en la puerta ni un conjuro que me impidiera escapar de ese lugar. Mi oído no detectó a nadie en el pasillo y mis sentidos mágicos tampoco me indicaron ninguna presencia además de la nuestra en todo el piso. Marcharme significaría romper los objetivos por los que había venido. O lo que es peor: hacerlo despertaría la furia de Ariadne, más que si la hubiera atacado la noche anterior.

Busqué en los bolsillos de mi chaqueta un par de gafas oscuras y me las puse. Luego me senté en uno de los muebles de la sala. Mi exesposa se despierta cuando el sol está en lo más alto, con pocas excepciones. Siempre ha sido así. Tenía cerca de tres horas para esperar. Aprovechar el tiempo sería lo apropiado. Lo primero que hice fue tomar una ducha y ordenar un buen desayuno. Eso aclararía mi mente y ahuyentaría mi resaca, y, de paso, evitaría que siguiera quejándome.

La última vez que estuve en una situación como esta fue hace doscientos seis años, en mi cumpleaños número mil. Celebré la fiesta en mi flota de barcos pirata en el Mar del Sur de este mundo, y me reuní con todos mis amigos, mi tripulación y sus mujeres. Ese día Ariadne apareció en la fiesta sin estar invitada. Tras sus promesas de paz y después de desplegar su encanto natural sobre mí, caí en sus brazos y desaparecí al amanecer; la dejé sola en una habitación privada. Eso me costó una década de problemas y dificultades. Mis negocios quebraron y muchos de mis barcos se perdieron, por asaltos o por extrañas circunstancias en mar abierto… Cómo extraño mis épocas de pirata.

Algunas de las invitadas a la fiesta sufrieron una serie de males, desde simples robos en la calle o rupturas de compromisos con ricos aristócratas, hasta serios atentados contra sus vidas. Ya fuera usando terribles maldiciones o profesionales que se encargaran de la situación, Ariadne las atacaba dependiendo del nivel de cercanía que mostraron conmigo en esa recepción. Yo no fui objeto de ningún ataque y no podía probar que era Ariadne quien estaba detrás de aquellos males contra mis invitadas, pero era obvio quién estaba detrás de todo eso.

Esa situación terminó el día en que, agotada mi paciencia, lleno de furia y después de romper una maldición que pesaba sobre una de las invitadas a la fiesta, aparecí en la casa secreta de Ariadne y lo destruí todo y a todos los que se me cruzaron en el camino. La magia de mi exesposa chocó contra la mía por primera vez después de siglos. Ambos usamos toda nuestra voluntad, enfrentándonos en un duelo breve y brutal, del cual salí vencedor.

No cometería ese error de nuevo. Habría paz esta vez. La esperaría, y ella lo sabía. No había tenido necesidad de emplear su magia para encerrarme. Nada de lo que pudiera usar para atraparme sería tan útil como esta situación. La esperaría pacientemente. Maldita bruja sensual.

Vestido con la misma ropa del día anterior y sentado en el mismo lugar, me dispuse a desayunar mientras pensaba en el significado de las pulsaciones de poder y el despliegue de fuerza mágica en la voz de Ariadne. Era mucho más fuerte ahora que la última vez que la enfrenté. También sentí en sus emanaciones que aún no había encontrado la paz con su arte mágica ni, mucho menos, la calma con su ser.

En ese instante me asaltó una fuerte premonición: me vi enfrentando dos pilares de fuego y, luego, me vi a mí mismo como un niño que dormía en un cuarto decorado con acuarelas. Más tarde mi visión me llevó a verme como un joven perdidamente enamorado y, al final, como un adulto que usaba el anillo de mi exesposa.

La potencia de esta visión fue tal que cuando me recobré estaba en el suelo jadeando mientras mis ojos ardían y me hacían llorar. Todo me daba vueltas. Instintivamente llevé las manos a mi rostro y pude ver que de mis ojos salía sangre. Aturdido todavía me volví a sentar sintiendo cómo mi respiración volvía a la normalidad.

Aunque por mis venas corre la sangre de una poderosa vidente, he tenido pocas premoniciones, pero cada una de ellas me ha salvado la vida. Por eso necesito aprovechar este mensaje y seguir un plan que, intuyo, me ayudará en el futuro.

Además de ser un archimago, tengo otros títulos. Algunos forman parte del pasado y los he abandonado, pero otros me definen como lo que soy. Uno de esos títulos es el de guardián de la magia: viajo por las realidades de múltiples universos aprendiendo sus artes y preservándolas del olvido, y enseñando en ocasiones magia perdida por los siglos. Es también parte de mis funciones despertar la magia de su letargo, o aplacarla y dormirla, para impedir que el caos se apodere de la realidad y que la destrucción corra libre por el mundo trayendo desgracias.

Es un trabajo apasionante que me llena por completo, pero lastimosamente estoy atrapado en esta realidad desde hace varios siglos. A pesar de que conozco muchos tipos, formas y escuelas de magia, y aunque mi poder es grande, no puedo romper la barrera que me separa de otras dimensiones y me he visto obligado a esperar con pocos aliados y muchos enemigos en este mundo, con el anhelo de que nuestro poder sea más grande que el del ser que nos aprisiona en esta dimensión.

En un comienzo, poder sentir la barrera que rodea esta realidad y nos contiene era tocar un muro de roca sólida y lisa, similar a una pared de mármol, sin poros ni asideros. El solo hecho de extender mi conciencia hasta la barrera me agotaba hasta el punto de quedar sin fuerzas por semanas. Ahora la puedo explorar por horas sin problemas, y ya no la siento como un muro sólido, sino como una membrana de lienzo que se estira con mi presión hasta cierto punto y luego deja de ceder. Ese es mi límite por el momento.

He invertido este tiempo de aislamiento en refinar mi arte y repasar las sendas básicas de todos los tipos de magia que conozco. No deseo morir en este lugar, encerrado en este mundo que es mi cárcel. No pienso dejar de caminar por los mundos ni tampoco que mis siglos de conocimiento se pierdan en el vacío.

Por ello, para salvar mi vida, pienso grabar mis recuerdos y mi esencia usando la magia en la que hice una maestra a mi exesposa, la magia de los verdaderos privilegiats. Con su arte podré tomar porciones de mis recuerdos y unirlas con fracciones de los recuerdos de quienes son o fueron cercanos a mí. Siento que esto podría ayudarme contra el peligro del que me advierte esta premonición. Además tendré una herramienta con la cual combatiré el olvido.

El único artefacto que conozco capaz de soportar la magia que implementaré es el anillo que Ariadne lleva en su mano, y no pienso tocarlo de ser posible. Eso lo convierte en el lugar perfecto, pues ella no sospechará jamás. Estoy seguro de que revisará mi estatuilla por días para asegurarse de que no tenga magia alguna. Su collar, a pesar de estar en el suelo y entre su ropa, está protegido por mi toque. Supongo que, si intento romper esa salvaguarda, ella se despertará.

Me levanté de ese mueble incómodo y entré a la habitación. En efecto, el collar formaba parte del camino de ropa en dirección a la cama y lo esquivé como a una serpiente enrollada, lista para atacar. Me pregunto cómo se lo quité la noche anterior.

La única forma en la que podía cumplir con mi objetivo sin tocar el anillo era crear un hilo conductor que llevara mi energía con suavidad hasta el blanco. Lo que requería de mi absoluta concentración y estar cerca de ella para que nada se notara. Calculé qué tan cerca debía estar para crear un puente con un poco de mi energía hasta la gema del anillo. Era un plan simple y sutil. Sutil es algo que no se esperaba de mí, por eso me gustaba el plan.

Tomé aire y me senté en uno de los sillones. Si despertaba, me sorprendería viéndola dormir. Para cuando abriera los ojos, yo ya habría cortado el vínculo. Pero mi hilo no se extendía lo necesario. La fuerza de su aura rechazaba la suavidad de la energía que lo componía. Tenía que estar más cerca, mucho más cerca.

Entonces, nuevamente sin ropa y acostado a su lado, continué mi plan: extendí el hilo de energía hasta el anillo y abrí un espacio en mi mente, donde accedí a lo más recóndito de mi memoria depositando lentamente y en detalle la esencia de eventos que me marcaron y me definieron. Para explicarme mejor, lo más apropiado es comenzar por la historia de mi familia: mi sangre y los lazos que me definieron desde un comienzo. Para ello es necesario comenzar por los señores de Arena.

3

Recuerdo mi niñez algo confusa y llena de colores. De alguna manera, vislumbro la edad de la inocencia en medio de una bruma extraña y turbia. Yo llamo a dicha niebla los dedos del olvido, pues este es un ladrón que siempre trata de llevarse las memorias que más atesoras.

Al depositar mis recuerdos en este anillo, me libraré de su suave toque.

Nací el tercer día de la segunda semana de la primavera, de la constelación de los Fuegos. Es una fecha como cualquier otra para que un bebé llegue al mundo. Ningún profeta anunció mi llegada, no tembló la tierra ni una estrella fugaz atravesó el cielo.

Pertenezco a otro mundo, lejos de los confines de esta realidad. El nombre de la región donde nací, hace ya mil doscientos seis años, es la Fortaleza del Vidente. La Fortaleza es un lugar en medio de los Bosques de las Auroras y está asentada en la base de la gran Sierra Nevada, desde donde bajan las aguas puras de las cuales se abastece. Hay un gran número de torres, algunas más altas que los árboles y otras, apenas dignas de ser llamadas así. Además está rodeada por una poderosa muralla de piedra blanca y negra, con solo una entrada por el lado este.

Para muchos, la magia es algo ajeno y místico, algo imposible e intangible. Tan inaccesible que podría tratarse de un sueño lejano. Ese jamás fue mi caso. Nací en un pueblo a cuyos habitantes llamaron los hijos de Usha, la primera vidente; cuya descendencia fue tocada por la magia misma desde el comienzo. La magia corre por la sangre de todas las familias que viven en la Fortaleza, aunque no de la misma manera ni en todos sus miembros.

Es tradición en mi pueblo que, cuando alguien nace, debe ser bañado en las aguas puras y cristalinas, bajo la luz de la luna llena, tal y como lo hacía nuestra matriarca para obtener su poder. Una vez el bebé ha sido purificado y expuesto a la luz del astro, la magia lo tocará y le dejará una señal innegable. Si la magia lo tocaba en su cuerpo, entonces una de sus pupilas tomará un color dorado por unas semanas y será un fidels. Un guardián del linaje, protector de las familias. Algunos fidels son muy fuertes, otros tienen un oído excepcional o pueden ver a grandes distancias, mientras que otros tienen la facultad de sanar con rapidez sus heridas.

Pero existe otro resultado en el ritual de purificación, uno más deseado, que ocurre cuando la magia toca el alma del bebé. Cuando eso sucede, las pupilas de la criatura se tornan doradas por meses, y entonces los caminos arcanos estarán abiertos para este ser, si es su deseo. A quienes la magia les tocó el alma se les llama privilegiats y están en la escala más alta de nuestra sociedad, pues tienen el potencial para ser hechiceros, o lunas, como se les dice también.

Ser un privilegiat es una vía directa hacia el poder político en nuestro pueblo, y, si se tiene la disciplina, la voluntad y la suerte, puede alcanzar mucho más que eso. Un hechicero puede elevarse a las estrellas y formar parte del concejo de la Fortaleza del Vidente.

Mi padre, Gerard Seif, era un alto hechicero, un maestro en las artes defensivas. Ganó ese título durante la guerra contra los fanáticos del imperio del Khar. Esto sucedió veinte años antes de mi nacimiento. También levantó la muralla que protege las torres en nuestros bosques y, junto con su hermano gemelo, salvó a los miembros del concejo de una emboscada de fanáticos infiltrados en los momentos finales del asalto a la Fortaleza. Lo recuerdo como un hombre sonriente y cariñoso, alto y de piel canela, de cabello negro, largo y bien cuidado. Fue un padre distante. Las múltiples ocupaciones del consejo lo alejaban de mí y de casi toda nuestra familia.

Su hermano gemelo, mi tío Bernard Seif, era idéntico a mi padre; sin embargo sonreía poco y parecía estar siempre evaluando a las personas como quien mide a un contrincante. Mi tío era un fidels y nuestro cuidado y protección eran su deber. Era él quien me contaba los cuentos cuando era niño y fue con él con quien aprendí a leer y a escribir.

Mi familia era excepcional. Mi abuelo, Durrah Seif, era el único miembro del concejo de la Fortaleza que no era un privilegiat. Era un fidels y se elevó a esa posición desde la invasión de los fanáticos del Imperio del Khar. Fue él quien advirtió del ataque y, con un puñado de hombres, salió a su encuentro para retrasar su llegada. De no ser por él, la Fortaleza no habría podido resistir esa noche sin luna. Era un hombre calvo, de baja estatura y piel negra; nunca vi una sonrisa en su rostro. Siempre portaba una daga curva en la parte baja de su espalda. Se hizo rico tiempo atrás cuando abrió rutas comerciales a través del Vasto Desierto, que separa las naciones y el imperio, pero su verdadero poder radicaba en que no había secreto que no conociera. Eso le permitió sentarse entre las estrellas de la Fortaleza del Vidente.

Cuando yo era un niño, no se esperaba nada de mí: en el ritual del agua y la luna, el ritual de purificación, ninguno de mis ojos cambió de color, lo que representó un terrible golpe para todos, en especial para mi madre. Ella era una mujer poderosa y primera entre las familias de los privilegiats. Era la guardiana de las Puertas del Sol, por donde nuestro pueblo abandonó su mundo original y se asentó en estas tierras del mundo de Portum, nuestro nuevo hogar.

En mi niñez no pronuncié palabra alguna. Pasaba los días con mi abuelo, con mi tío o con mi hermana mayor, y algunas veces con mi hermano Valeriu, fueron pocas pero emocionantes; con mi madre o con mi padre, jamás. Ella no quería saber de mí y él siempre estaba ocupado con las funciones del concejo.

La verdad fue que mi fracaso en el ritual de la luna llena los alejó de mí y afectó su relación. Pasé a ser un cachorro al que el resto de la manada debía cuidar, pero del que muy poco se esperaba en el futuro.

Cuando tenía cuatro años, mi abuelo y mi tío me llevaron a un viaje por el desierto. La noche anterior, mis padres habían discutido acaloradamente. No recuerdo las palabras que se dijeron, pero sí a mi padre envuelto en una nube de puntos de color dorado. Estaba furioso con mi madre y ella se encontraba al otro lado de la sala, sentada con una mirada desafiante, sus joyas brillaban bajo la luz de la luna llena. Yo estaba empapado y sentía frío, aunque no estaba lloviendo. A la mañana siguiente estaba viajando con mi abuelo y mi tío en una de sus caravanas por el desierto. Por primera vez, vi el mundo con claridad, sin los destellos y colores de la Fortaleza que me mareaban y confundían. En el desierto, no había nada de eso.

En las noches mi abuelo y mi tío se turnaban para contarme historias. La que más recuerdo fue la de Usha, la vidente, la madre de nuestro pueblo.

—Chico, siéntate y mira las estrellas mientras te cuento las aventuras de Usha. Verás, ella había visto la creación de uno de los mundos y había aprendido a mirar el futuro con claridad. Por una de sus visiones supo que sería la madre de un gran pueblo, pero que este pueblo, con el pasar de las eras, sería tragado por el olvido, que andaba suelto por los mundos en aquellos tiempos. Angustiada, decidió buscar ayuda y consejo, y se dirigió a la ciudadela perdida, el lugar donde residía el ánax, el gran rey de la magia. Este, al ver cuán hermosa era la madre de nuestro pueblo, trató de tenerla para sí. Le dijo que si se quedaba con él y se convertía en una de sus esposas, le daría hijos fuertes que el olvido jamás devoraría. Usha pidió un tiempo prudente para considerar su oferta y el ánax la dejó partir, a cambio de su promesa de volver. Las visiones del futuro le mostraron que esos hijos que el rey le daría serían poderosos pero llenos de codicia, tal y como era ese rey mago. Como era una mujer de palabra, regresó para rechazar la propuesta del ánax. Él se enfureció y ordenó a los guardianes de la magia encerrarla en el calabozo más profundo. No dejaría que la belleza de Usha fuera para nadie más que para él. Tal vez unos años de encierro la harían cambiar de opinión.

”Usha supo que no estaba sola: bajo su celda había un hombre a quien el ánax había condenado a ser el pilar de su castillo y a quien él temía más que a nadie. La hermosa mujer supo que este prisionero sería el padre de sus hijos. Ayudada por este misterioso hombre, Usha escapó del palacio, pero le prometió regresar para rescatarlo. Él, por su parte, haría que su pueblo perdurara.

”Son bien conocidas las penurias que pasó la vidente para rescatar al hombre que la haría madre de un pueblo. Sus visiones le ayudaban a escapar de los guardianes de la magia corrompidos por el ánax, quienes la buscaban para atraparla de nuevo.

”Un día la magia misma la visitó en sus sueños. Ambas lloraron cuando Usha le contó sus adversidades mientras huía del ánax y sus intentos para rescatar al hombre del que estaba enamorada. La magia le dio los secretos para rescatarlo del palacio. A cambio, Usha debía devolverle a su amado tras el nacimiento del tercero de sus hijos. El hombre le pertenecía a ella, a la magia. Con pesar, la vidente aceptó. No había otra forma de rescatarlo. Cuando escaparon del palacio del rey mago, la estructura se derrumbó, pues era él quien la sostenía. Desde ese momento se conoce al consorte de la vidente como el Pilar de la Magia.

”Juntos tuvieron tres hijos. El primero conquistó imperios y también los derrumbó. Se enfrentó a monstruos míticos y a dioses, y los venció a todos. Decían que ni la muerte se acercaba a él, pues temía enfrentarlo. Algunos lo llamaron la Daga —nefasto nombre que ya no se pronuncia para no despertarlo del letargo en que se encuentra—; otros, la Fuerza Imparable. El segundo hijo de la vidente fue un hombre sabio, apacible y bondadoso, a quien pedían refugio cuando su hermano mayor enfurecía. Lo llamaron el Ser Inamovible. Del tercer hijo poco se sabe. Fue él quien arrojó el olvido a los confines del vació. Su nombre era la Fuerza Siempre Cambiante”.

4

El viaje por el desierto tenía un propósito desconocido para mí. Una mañana entramos a un oasis. Era hermoso y fresco, estaba lleno de vegetación y tenía aguas cristalinas que reflejaban un sinnúmero de colores. Traté de entrar al agua, pero mi abuelo me detuvo.

—No entres, muchacho, ni siquiera te acerques. Recuerda que existe siempre un gran peligro en la belleza. Hasta que no descubras dónde yace ese peligro, es mejor andar con cuidado.

Si le hubiera puesto más atención a sus palabras…

Esa tarde me llevaron a un punto alto del oasis, y allí, sobre unas telas azules y verdes, pusieron oro y especias en grandes cantidades, además de muchos pétalos de rosas, que habían cuidado para que permanecieran frescos durante el viaje por el desierto. Observé cómo todo era puesto con precisión.

Esperamos en silencio. El sol se ocultaba y la luna tomaba parte del cielo. Un hombre apareció de la nada, en un momento estaba ahí parado entre las telas y las riquezas. Mi abuelo y mi tío se inclinaron en señal de respeto, y yo los imité, sin saber bien por qué.

Entonces el hombre habló:

—Durrah Seif y su hijo Bernard son buenos amigos, por eso acudo a su llamado.

La voz de este hombre era fuerte y poderosa. Era un ser alto, vestido de blanco con algunas piezas de color lila; prendas del desierto como las nuestras, pero lucían más elegantes y finas.

—Venimos a pedirte por la salud de este niño, pues pesa sobre él un gran silencio que no le ha permitido hablar desde su nacimiento —dijo mi abuelo en un tono humilde y pesaroso, tan impropio de él que me pregunté quién era ese hombre capaz de producir semejante efecto en una de las personas más orgullosas de la Fortaleza del Vidente.

El hombre me miró. Pude ver la luna llena detrás de él, inmensa como una gran puerta. Su forma de verme no me produjo miedo, pero había tanta luz a su alrededor que quise cerrar los ojos y rehuir su mirada. Gentilmente el hombre sonrió y toda la luz que lo envolvía bajó su intensidad.

—Con este pequeño se ha cometido una gran injusticia. La madre lo ha sometido cada día de luna llena, durante cuatro años, al ritual de purificación, con la esperanza de que la magia lo haga un privilegiat o un fidels. Y esto lo ha expuesto al inclemente toque de la magia, a tal punto que se encuentra al borde de la barrera de la hybris, la que tarde o temprano terminará por consumirlo.

El hombre me acarició con tanta bondad que comencé a sollozar.

—¿Es posible curarlo? —preguntó mi tío Bernard con lágrimas en los ojos.

—Ámenlo mucho y aléjenlo de la madre, que no comprende el verdadero valor de este pequeño. No hay nada más que puedan hacer por el momento —dijo el hombre mientras se elevaba hacia el cielo.

—Entonces, gran Señor de la Luna, ¿el chico es un fidels o un privilegiat? Tú puedes decirnos eso, pues lo has visto. Si la magia no lo tocó también lo sabes. Sea cual fuere el caso, seguiremos tus instrucciones y lo amaremos pues es nuestra sangre. —La voz de mi abuelo era profunda y resonó en la noche como un trueno lejano.

—Ustedes, el pueblo de Usha, perdieron mucho de su conocimiento al venir a este mundo. Hagan lo que es mejor para el pequeño y los llenará de orgullo sin importar las jerarquías que tanto los separan —sentenció el hombre.

Al volver a la Fortaleza supe que muchas cosas habían cambiado. Mi padre se alojaba ahora en la torre de los Seif, y mi madre se había quedado en la suya, la torre Reikar. Mis pertenencias, ropa y juguetes de madera, habían sido trasladadas de la torre de mi madre a la de mi padre. Esa fue una fantástica noticia para mí, pensé que pasaría tiempo con él, pero pronto me di cuenta de que no sería así. Aunque vivíamos juntos, jamás tuvo tiempo para mí. A veces acariciaba mi cabeza en un gesto cariñoso pero distante. Otra buena noticia fue que viviría con mi hermana mayor, Melania, y con mi hermano Valeriu.

Melania era alta, más que mis padres, de tez blanca y ojos verdes claros. Era una mujer hermosa, pero sus gestos y lenguaje corporal la hacían ver peligrosa. Aunque su rostro lucía apacible, siempre estaba seria. Intimidaba con su mirada. Los adultos que se cruzaban en su camino la trataban con recelo. Era la heredera de los títulos de mi madre. Sería la próxima guardiana de las Puertas del Sol y, aunque era hija legítima de mi padre, Gerard Seif, era conocida como Melania Reikar. El apellido de mi madre era otorgado por ella únicamente a sus herederos directos y a nadie más

Mi hermana me crio desde ese momento. A sus diecinueve años, se encargó de que yo estuviera bien alimentado y vestido, y que tuviera un lugar dónde dormir. Las mañanas y las noches las pasaba a su lado, y la escuchaba cuando nadie más estaba cerca. Así descubrí que ella tenía dos caras: la que le mostraba al mundo y la que guardaba en las cuatro paredes de su habitación, solo para ella… y para mí. Allí era una mujer cálida y tierna que jugaba conmigo, que me compartía sus pensamientos, sin pensar que yo era un inútil al que debía cuidar como a una porcelana. Fue con ella con quien aprendí a pensar, y mi mente comenzó a asentarse en términos más humanos. Fuera de las barreras de nuestra torre era fría y siempre se veía a su alrededor una luz tan clara como un cielo invernal. Los miembros del concejo siempre la buscaban, pues preferían tratar con ella que con mi madre.

Las tardes eran divertidas. Las pasaba con mi tío Bernard o con mi abuelo. Ellos me regalaron una daga de madera y me hacían practicar; todo era un juego para mí, un gran cambio de la vida que llevaba en casa de mi madre, donde era cuidado por sirvientes, de los que no recibía afecto.

Los mejores momentos los pasaba con mi hermano Valeriu. Él era increíble. Había sido la única persona en la historia de la Fortaleza del Vidente, desde nuestra llegada a este mundo, que no necesitó el ritual del agua y la luna llena. Valeriu Seif Reikar nació siendo un privilegiat. Sus ojos eran dorados desde que los abrió y nunca cambiaron de color como los del resto.

Los ancianos y los historiadores decían que mi hermano era la viva imagen del vidente. Pues aunque era un joven de diecisiete años ya alcanzaba los dos metros de altura. Su cabello era rojo —de un rojo muy vivo—, largo y enmarañado. Tenía la piel blanca, como la de mi madre, y vestía prendas blancas y doradas. Valeriu era un hombre sonriente pero rápido en la ira; una ira que mi padre trataba de controlar todo el tiempo, pues era su maestro (en parte, esa era una de las razones por las que no tenía tiempo para mí). Mis dos hermanos mayores no solo eran privilegiats, sino, además, eran especiales entre los tocados por la magia en sus almas, mientras que yo era un pequeño fracaso. Según las malas lenguas, era la compensación del destino por mis dos hermanos privilegiats. En la mayoría de las familias, se sueña con tener uno por generación.

Mi hermano Valeriu solía llevarme en sus tardes libres a pasear por la muralla de la Fortaleza. Siempre me hablaba de magia, su gran pasión.

—Hermanito, a veces siento que puedo sostener el peso del mundo en mis hombros. Al comienzo, cuando tomas la energía de la luz de la luna, sientes una corriente calma en tu pecho, pero verás con el tiempo que esto no es suficiente. Querrás más. Pero nuestro padre no me deja avanzar: “Tu técnica debe ser perfecta, Valeriu. No solo buena, perfecta” —decía imitando las inflexiones de la voz de mi padre—. Ya verás cuando te diga lo mismo. Lo más seguro es que te haga crear barreras y escudos antes de dejarte atacar, antes de dejarte usar el fuego o el rayo.

Yo lo miraba embelesado. Mientras recorríamos el camino sobre la muralla, donde pocos privilegiats caminaban, mi mente fantaseaba al creer que yo sería alguna vez como mi hermano.

Cuando Valeriu hablaba de la luna, podía ver sobre él una luz calma y pálida, como la del misterioso hombre del desierto. Pero, cuando me hablaba de las estrellas, veía una gran cantidad de puntos brillantes sobre su cuerpo y podía sentir la fuerza de su espíritu resonar con sus palabras.

A veces, y siempre en secreto, me hacía volar con su magia y, en otras, ser invisible, mientras me cargaba en sus hombros. Nuestro padre siempre lo regañaba por su irresponsabilidad y le advertía sobre los riesgos de la hybris, pero mi hermano, después de escuchar el sermón, me sonreía, y, días más tarde, yo estaba volando de nuevo sobre la muralla de la Fortaleza.

A diferencia de muchos, yo fui un niño que pudo volar a muy temprana edad; tal vez así mi hermano intentaba compensar el hecho de que yo no hablaba y de que los colores que irradiaban las personas podían darme mareos que me hacían perder el equilibrio. Era claro que mis padres pensaban que yo era una decepción al no ser un fidels ni un privilegiat. Así eran las cosas en nuestro pueblo: los hijos de Usha a este lado de las Puertas del Sol vivían para caminar por las vías arcanas. Ser fidels era tolerable, pero ser menos que eso era ser una persona común, y los comunes casi no tenían lugar en esa sociedad.

Tres siglos antes, en el lugar en que nuestro pueblo se originó, el gran vidente, descendiente directo del linaje de Usha, nuestra matriarca, vaticinó que un nuevo ánax se levantaría y que la maldad de este nuevo rey de la magia sofocaría a nuestro pueblo y se tragaría al mundo para dejar solamente muerte y que esta le obedecería por generaciones. En su trance, el vidente observó que los soles se enfrentarían al ánax y serían tragados por su oscuridad. Las estrellas también lo combatirían, pero la oscuridad del rey de la magia y sus nuevos soles negros las consumirían. Por último, las lunas lo enfrentarían y, tras una batalla grandiosa, serían engullidas.

Desesperado, el vidente decidió huir de su mundo para salvar a su pueblo dejando al ánax sellado en sus tierras de origen. Ni los archimagos ni los altos hechiceros, ni los hechiceros podrían detener la maldad de este oscuro rey. El vidente, sin proponérselo, fraccionó a su pueblo. Unos quisieron irse; otros, quedarse. La mayoría de los privilegiats, ya fueran lunas, estrellas o soles, se marcharon con él y atravesaron las Puertas del Sol, que sellaron tras su paso. En este mundo, nuestro pueblo deambuló buscando un nuevo hogar. Descendieron de la Sierra Nevada y erigieron sus torres aquí. Cada familia construyó torres de piedra mediante la magia, que en apariencia lucían pequeñas y robustas, pero en su interior parecían castillos o mansiones.

Después de la primera guerra con los usuarios de la magia de este mundo, a nuestro hogar se le llamó la Fortaleza, porque nuestra magia era superior a la de ellos. En ese entonces, todo estaba a nuestro favor. Este nuevo mundo tenía grandes ventajas: una luna clara (de dónde tomar nuestro poder), estrellas y un sol joven y puro. Por eso nuestras torres jamás fueron derrumbadas y nuestro pueblo se sostuvo a pesar de lo cruel de la primera guerra. Los dioses de este mundo vieron el desbalance de poderes y advirtieron que esta guerra traería la desgracia a todos sus habitantes, y decidieron exterminarnos. Pero el dios de la magia intervino y los convenció de levantar una barrera para limitar nuestro poder y el de cualquier mortal que quisiera alzarse en su contra en el futuro. A esta barrera la llamaron la hybris, una muralla intangible entre la realidad y el mundo espiritual, invisible y siempre presente. Con ella llegó el fin de la era de la magia. Cada vez que cualquier ser en el mundo intenta hacer algo más allá del límite de su poder, la hybris caerá sobre él como una maldición divina. En la mayoría de las ocasiones solo falta un desliz para ser castigado de la peor manera: débil y consumido por la enfermedad o por la locura.

5

La Fortaleza del Vidente era un lugar de envidias, conspiraciones y juegos de poder. Siempre lo había sido. Y también era un lugar de magia. Era una edificación compacta, con torres separadas entre sí. Las calles eran de piedra, y tenía bellos parques y plazas amplias, donde la comunidad se reunía para ver duelos entre fidels y privilegiats. Las personas vestían prendas de lana o seda, con los colores de su familia y símbolos bordados. Mi familia solo usaba el color blanco, por un mandato de mi abuelo desde su regreso del desierto.

Teníamos una posición envidiable: eran cuatro privilegiats, mi padre, mi madre y mis hermanos. Sin saberlo, de ahí vendría la tragedia. A veces las serpientes más venenosas están en tu propio jardín.

Después de mudarme con mi padre, transcurrieron dos años de felicidad. Melania cuidaba de mí como si fuera mi madre y podía ver con más frecuencia a mi padre, que se había acercado un poco durante los entrenamientos de mi hermano; quien parecía más un guerrero que un privilegiat. Así sucedió porque mi tío lo incluyó en sus entrenamientos diarios, a los que yo también iba. Lo instruía en el combate cuerpo a cuerpo y en el uso de la lanza. A mí me enseñó lo básico sobre el manejo de las dagas. Hacía figuras con mi daga de madera, creyendo que tal vez podría ser un fidels, como mi tío Bernard. Quería creer que así mi padre me aceptaría, aunque en el fondo sabía que no pasaría. Mi hermano ocupaba un lugar especial en su corazón, lo llamaba “mi Sol”, mientras que yo, con seis años y apenas balbuciendo, no era una gran competencia para Valeriu.

Una tarde caminábamos por el costado norte de la muralla. Mi hermano y yo contemplábamos un horizonte lleno de árboles, que parecían no tener fin. Este sector no era muy concurrido, pues las familias que habitaban esta zona estaban conformadas por fidels impulsivos y recelosos de su territorio. Sin embargo nos tropezamos con tres hombres: dos vestían túnicas verdosas con máscaras que les cubrían el rostro y llevaban báculos rojos de madera tallada. El tercer hombre usaba ropas de viajero y pasaba sus manos por un látigo enrollado a un lado de su cintura. Al vernos intentaron impedir nuestro paso.

—No quiero problemas. Solo estoy paseando con mi hermano pequeño.

—Pero nosotros sí queremos problemas, y que estés con ese mocoso cae a nuestro favor —dijo el hombre del látigo con una sonrisa maliciosa que se alcanzaba a ver entre una barba espesa y larga, que casi le llegaba al pecho.

—Es como si sacara a pasear a su perro —dijo otro de los hombres a través de la máscara.

Sentí la furia de mi hermano.

—Entonces, señores, tenemos un inconveniente. Dos lunas y un fidels quieren usar a mi hermano como ventaja contra mí, solo que son poca cosa para un sol como yo.

Vi cómo el aura de mi hermano Valeriu resplandeció. Era dorada, como la luz del atardecer. Vi a los dos hechiceros tratar de absorber energía de la luna, al tiempo que el hombre barbudo desenrolló su látigo y me miró con malicia. Su intención era darle tiempo a sus amigos, amenazándome para que ellos pudieran atacar a mi hermano. Nada de eso sirvió, en un instante Valeriu Seif elevó su mano hacia el cielo sin nubes y cayó un rayo fulminante. Su trueno resonó en mi pecho y su resplandor me cegó. No vi qué pasó con los tres sujetos. Cuando desperté, estaba en mi casa escuchando cómo mi padre increpaba a mi hermano.

—Levantaste la mano contra dos lunas y un fidels. ¡Y no solo eso! Los tres tienen heridas mortales, tal vez no se salven. ¡Además tu hermano está ciego!

—Padre, mi hermano hizo lo que debía hacer, defendió al pequeño Vancrux. Si esos hombres mueren, será mejor para ellos. Si sobreviven, iré por lo que quede de ellos. —La voz de mi hermana era serena, pero sentí un escalofrío al pensar en su cólera.

—Incluso mi madre está indignada y ha reclamado su derecho a la retribución por el ataque a dos de sus hijos.

—Tu madre solo está buscando sacar provecho de la situación. Sabes que ni a Valeriu ni a Vancrux les ha dado su apellido. Esta es una oportunidad para ejercer su fuerza. Mejor dime cómo se encuentra el pequeño —preguntó mi padre cambiando de tema; sabía que, si mi hermana decidía actuar contra esos hombres, no podría detenerla y menos si mi madre la apoyaba.

—Revisé sus ojos y noté una coloración amarilla en sus pupilas, aunque no hay daño.

—Amarilla, dices. Muéstrame.

Mi padre y mi hermana me revisaron de nuevo.

—Pude verlos hace un instante, pero la coloración se está disipando. Siento que pronto volverán a la normalidad.

—Es extraño, padre. ¿Sabes de qué se trata?

—No estoy seguro, hija. Valeriu, cuéntame de nuevo qué sucedió, con todos los detalles.

Una vez mi hermano describió lo sucedido en la muralla, mi padre no pudo evitar una mirada de orgullo.

—En verdad eres un sol, hijo mío. Has tomado su energía, y la hybris no ha caído sobre ti. Ahora he de enseñarte un nuevo campo de la magia para que seas un archimago, el primero desde la guerra de la magia. Un nuevo sol camina entre nosotros, hermano —dijo a su gemelo mientras salía de la habitación.

—Tío, voy a la casa de nuestra madre a investigar sobre los ojos de Van. Debe haber algo en la biblioteca de los Reikar —dijo mi hermana a mi tío mientras se ponía de pie—. Mi padre solo tendrá tiempo para regodearse por su sol, pero a mí me preocupa el pequeño. Les confío a nuestro hermano menor. Si le llega a pasar algo, responderás ante mí, Valeriu. —Mi hermana me abrazó y salió apresuradamente del lugar.

Valeriu no contestó nada, solo inclinó la cabeza y se sentó en mi cama con una sonrisa. Mi tío continuó leyendo su correspondencia, silencioso desde la chimenea.

Había una razón por la que todos respetaban a mi hermana. Ella, junto con mi madre, era la única que conocía los secretos de la escuela de los verdaderos privilegiats. Se trataba de una escuela distinta que no requería de la luna, las estrellas ni el sol. Sus principios se basaban en absorber, manipular y expulsar elementos particulares del espíritu, de la mente y del cuerpo, o de la realidad que nos rodea. Cada uno de estos elementos era representado y canalizado en una gema preciosa de alto valor y pureza. Con una piedra preciosa podrías absorber una herida mortal de un aliado y luego aplicarla a un enemigo. La versatilidad de la magia era increíble. Una magia tan poderosa como esta fue la causante de la primera guerra entre nuestro pueblo y los hechiceros de este mundo, quienes la calificaban como una abominación.

Por supuesto, como todo poder arcano, los límites de este arte se encuentran en la resistencia del conjurador y en el hecho de que una vez usadas las gemas pierden lentamente su brillo y pureza hasta convertirse en objetos inútiles. Esa era la magia de mi hermana Melania y de mi madre, Ariaxe Reikar, la guardiana de las Puertas del Sol.

Unas noches más tarde recibimos una invitación para cenar en la casa de mi madre. Aunque mi abuelo y mi tío no querían asistir, mi padre los convenció. Era una celebración en honor a Valeriu y una señal de paz para la unión de nuestra familia.

La de mi madre era una de las primeras torres creadas por los pioneros que llegaron a este mundo. La habían construido los cinco soles hermanos del vidente. Estaba llena de amplias salas y habitaciones que eran mucho más grandes que lo que se podía adivinar por la estructura exterior. La magnificencia de esta torre era superior a la de cualquier otra en la Fortaleza.

Cuando nos sentamos a la mesa encontramos una gran cantidad de platos deliciosos esperándonos. Se notaba el esfuerzo y la dedicación que los sirvientes de mi madre pusieron en la cena. El olor de las especias era fuerte y dulce. Se mezclaba de manera potente con el aroma de las bebidas calientes y frías. La mesa estaba arreglada con delicadeza y esmero. Esta vez había un espacio reservado para mí. Eso me alegró. En mi mente me repetía una y otra vez los movimientos de mis manos para no ser torpe. No quería darle una excusa a nadie para que me sacaran de la sala, como lo había hecho mi madre con anterioridad.

Ella llegó un momento después. Ariaxe Reikar tenía facciones que le daban la apariencia de estatua de mármol, y sus ojos verdes parecían más fríos cuando se enfocaban en alguien. En aquella ocasión, su ropaje era de colores oscuros. Tenía pliegues de tela sedosa que desnudaban sus hombros y portaba guantes largos para cubrir sus brazos. Usaba pantalón y botas de montar a caballo. Sus joyas sobresalían, pero, como señal de respeto, se las quitó ante nosotros para demostrar sus buenas intenciones.

—Es un placer ver a mi familia completa —dijo sonriendo y sentándose en la cabecera de la mesa—. Disculpen la tardanza, acabo de llegar de un corto viaje, nada importante.

Sus ojos brillaron un poco cuando terminó la frase.

—Gracias por invitarnos, madre —manifestó mi hermana mirándola con sospecha.

—No hay de qué, cariño. ¿Has encontrado algo acerca de los ojos de tu pequeño hermano?

—Nada aún —respondió mi hermana secamente.

Si Melania había encontrado algo, no se lo diría a mi madre. Estaba claro que yo era una de las razones por las cuales ellas se habían alejado.

Mi madre sonrió y miró a mi hermano.

—Comamos. No hay razón para no hacer de este momento un rato amable, y todo está delicioso. Valeriu, me dicen que has podido tomar la energía del sol. ¿Es cierto?

—Sí, pasa cuando siento furia. Y es entonces cuando el calor del sol entra en mi pecho.

—Entonces, ¿no es a propósito? —preguntó mi madre mostrando decepción en su voz.

Mi hermano le respondió con algo de irritación:

—¿Y qué esperabas, madre? Hice algo que nadie ha hecho en siglos sin morir. Apenas lo estoy controlando —dijo apretando con su puño uno de los cubiertos de la mesa.

—Yo espero solo la excelencia. Nada más —espetó mi madre con displicencia.